miércoles, 8 de marzo de 2023

Del feminismo y sus herejes

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del politólogo Fernando Vallespín, va del feminismo y sus herejes. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
harendt.blogspot.com








El feminismo y sus herejes
FERNANDO VALLESPÍN
05 MAR 2023 - El País
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Con toda la dislocación que suelen producir las elecciones, hay veces en las que tienen un efecto oxigenante. Es lo que se adivina en estas que estamos a punto de afrontar. A la vista de la cantidad de atribución de cargos que significa la renovación de todo el poder local y de buena parte del regional, los partidos no están para asumir demasiados riesgos. Está siendo una legislatura demasiado díscola para afrontarlas sin una previa limpieza de factores distorsionantes. Y entre ellos se encuentran las consecuencias de la famosa ley del solo sí es sí, que hacían imperativa su reforma. Pero también la escenificación de una importante discrepancia dentro del propio Gobierno de coalición. Como siempre ocurre en periodos electorales, lo más importante para cada formación política es conseguir diferenciarse de sus adversarios. Disentir en torno a su reforma viene a ser perfectamente instrumental para que cada una de las partes ―PSOE y UP― puedan tomar distancia entre sí sin que ello les provoque ninguna merma en la gobernabilidad conjunta. Cada uno de ellos puede reivindicarse ante sus electores potenciales como portadores de sus supuestos principios, más aún tratándose de una materia, la cuestión feminista, sobre la que ambos reivindican la hegemonía.
Los caprichos del calendario han ocasionado, sin embargo, que la disputa vaya a coincidir con el 8-M, el día de exaltación feminista, y es casi inevitable que dichas discrepancias se hagan sentir también en las calles. El peligro, como ya ha ocurrido antes, es que se tribalice, que en vez de aparecer como un movimiento de liberación unido acuda organizado en facciones. Cada grupo con su pancarta alusiva a su propia concepción del feminismo. En mi condición de teórico político, aprovecho para decir que es en este campo donde a lo largo de las últimas décadas se ha desarrollado la filosofía política más rica, sugerente e imaginativa. Pero también donde proliferan todo tipo de teorías y matices. Lo sorprendente es que este pluralismo teórico sobre el fenómeno, que en el mundo académico es visto como algo natural y hasta bienvenido, cuando salta a la política práctica se contamina con la retórica de las herejías. Quien no se adscribe a la concepción supuestamente correcta es visto como hereje y, por tanto, merece ser “cancelado”. Si no al modo de la doctrina woke convencional, con sanciones específicas, sí en un sentido lato.
Detrás late, como antes decía, una clara disputa por la hegemonía ―siempre volvemos a Gramsci―, que en un sistema de partidos entra en combustión por la propia disputa electoral. La superposición en este tema de la otra fuente de los conflictos políticos hubiera exigido que pudiera diferenciarse entre un feminismo de izquierdas u otro de derechas, pero tal parece que ―dentro de la izquierda, al menos―, solo pueda existir una versión verdadera y unos únicos intérpretes cualificados para representarla. Solamente así es comprensible la tozudez de Podemos y sus aliados por negarse a ajustar la susodicha ley a los criterios de la racionalidad del derecho. El PSOE se ha inclinado al final por la solución pragmática, y esto le permite asumir de forma implícita el rol de feminismo “responsable”. Tampoco le viene mal que su aprobación de la reforma pase con el voto de la derecha; es la mejor manera de exhibir sus líneas rojas con respecto a sus socios. Y a Podemos le viene de perlas porque puede presumir de encarnar la verdadera izquierda feminista. Al final a uno siempre le queda la duda de si más que una disputa en torno a visiones feministas no estamos en realidad ante el más clásico juego de los intereses electorales de partido. Creo que el feminismo no lo merece.
























[ARCHIVO DEL BLOG] El síndrome de Telémaco. [Publicada el 27/04/2015]










En su libro Ejemplaridad pública, del que hablaba en una de mis entradas anteriores, el filósofo Javier Gomá escribe lo siguiente: "Está por ver, en efecto, que en una época en que se prescinde de la religión como factor de integración social y en que la crítica a las ideologías ha vaciado a estas definitivamente de eficacia movilizadora sustituyéndolas por el presente pluralismo y relativismo axiológico, está por ver, repite, que en las actuales circunstancias el respeto al hombre en hombre y la educada repugnancia hacia lo indigno y lo incívico, sean suficientes para que los ciudadanos manteniendo sus expectativas dentro de los confines de lo humanamente realizable, aprendan a renunciar a la bestialidad y al barbarismo instintivo y a limitar las pulsiones destructivas y antisociales de una subjetividad consentida y acostumbrada a no reprimirse; y que sean suficientes también para que la polis, sin ayuda de las imágenes del mundo tradicionales, consiga mantenerse unida y estable soportando toda la diversidad multicultural y la complejidad económica y social que se agitan en su interior, y todo ello por propio convencimiento de los mismos ciudadanos, ingenuamente, sin permitir ninguna coerción exterior y sin reconocer a ninguna instancia superior la legitimidad de obligarnos a ello, sino por la pura comprensión de lo que es debido a la dignidad finita y convencional del hombre".
Sé que el lenguaje filosófico es a veces, pretendidamente o no, oscuro y hasta ininteligible, pero es lo que hay. Sin embargo, a la luz de las páginas anteriores a la reproducida más arriba, parece claro para mí, lego en disquisiciones filosóficas, que lo que quiere decirnos Gomá es que las libertades conquistadas por el hombre en los últimos decenios después de luchas, avances y retrocesos de siglos son ya irreversibles. Y que esa idea de libertad, unida inextricablemente a la de igualdad, separada ya para siempre de cualquier connotación de superioridad aristocrática, académica o política, ha arrumbado al baúl de los recuerdos la idea y el prestigio de la autoridad como valor supremo de los gobernantes de la polis. Ya todos somos iguales, para bien o para mal. Pero no solo en la polis ha desaparecido toda pretendida supremacía moral en función de una supuesta autoridad. También en la vida ordinaria familiar, académica o social.
Esa parece ser la tesis que expone el escritor Jordi Soler en su artículo de El País de hace unos días titulado "Los hijos de Ulises". Dice en él que la "autoridad simbólica del padre ha perdido peso, se ha eclipsado, ha llegado irremisiblemente a su ocaso”. Lo llama "El complejo de Telémaco" y lo define como el fenómeno de la evaporación del padre, y en general, de toda autoridad. 
Una vez ida la autoridad paterna, dice más adelante, las demás autoridades comienzan también a evaporarse. Y detrás del padre van cayendo en el descrédito los gobernantes, los políticos, los sacerdotes, el rey, los soldados y los policías, y casi cualquiera de esas figuras públicas que en el siglo XX tenían una sólida e incuestionable autoridad, y que han visto como el respeto que su figura imponía se ha ido diluyendo.
Las causas de esta evaporación, sigue diciendo, son múltiples. No hay líder social, institucional o político, añade, al que no se le vean las costuras. La transparencia de este milenio hace muy evidentes las flaquezas, las debilidades, las ridiculeces y las corruptelas de esas figuras de autoridad que solían protegerse bajo la conveniente opacidad que ofrecía el siglo anterior. No hay autoridad que resista el despiadado escaneo que aplican las redes sociales, combinadas con la diabólica inmediatez de los medios de comunicación, porque ya el escaneo, al margen de las inmundicias que revele, sitúa a la persona en un nivel de exhibición desde el cual es muy difícil transmitir autoridad.
Ya no queda claro quién manda, dice al final de su artículo. En el siglo XXI, concluye, la autoridad se fragmenta, está en la oficina de una entidad financiera, en una empresa de Internet, en una institución dedicada a la seguridad y al espionaje, en un holding farmacéutico, nadie sabe bien dónde está la autoridad, y cada vez creemos menos en los que dicen que la tienen. Abusando de la imagen de Telémaco, que espera a su padre frente al mar, que mira hacia el horizonte con la esperanza de que aparezca una señal que lo oriente, se me ocurre pensar que en este milenio, que apenas empieza y ya huele a chamusquina, no solo los hijos son Telémaco, también los padres, y los que mandan y tienen todavía alguna autoridad; estamos todos frente al mar, mirando al horizonte en espera de una señal. ¿Es la abolición definitiva de todo prestigio de la autoridad la causa de la crisis de credibilidad que atenaza a las sociedad democráticas? Bien pudiera ser, al menos una de ellas, pero hay más. 
Mi profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología en la UNED, el historiador Santos Juliá, escribía en febrero pasado en Revista de Libros un extenso artículo, titulado "Sombras sobre las democracias", reseñando varios libros sobre tan grave asunto de reciente aparición en la esfera académica de autores tan prestigiosos como David Runciman, Francis Fukuyama o Peter Mair. Al final del mismo, y les animo a la lectura completa de su reseña, dice el profesor Santos Juliá: "En una conferencia sobre el futuro de la democracia que impartió en noviembre de 1983, en el Palacio de las Cortes de Madrid, invitado por Gregorio Peces-Barba, presidente del Congreso de los Diputados, Norberto Bobbio dijo que si le preguntaran «si la democracia tiene un porvenir y cual sea éste, en el supuesto caso de que lo tenga, les respondo tranquilamente que no lo sé». Han pasado muchos años, continúa diciendo, desde aquella conferencia, la tranquilidad con que se miraba entonces el futuro se ha esfumado y los acentos que predominan en el mundo académico suenan más bien sombríos, si no lúgubres: la democracia vaciada o en el vacío, la democracia en retirada, la democracia en declive, son algunas de las voces que han irrumpido en el debate político sobre el futuro de lo que hace veinticinco años se celebraba como democracia triunfante. La multiplicación de las democracias viene a ser, por tanto, como la otra cara del declive de la democracia: muchas son, pero su calidad palidece. El debate es rico en derivaciones y recovecos, en énfasis y matices, pero una cosa es clara: la democracia ha dejado de ser, como se tendía a dar por supuesto cuando agonizaba el siglo XX, el fin de la historia o la última de todas las utopías posibles, más que nada porque, al decir hoy en día «democracia», no se sabe muy bien de qué se trata, como no sea que previamente se aclare de qué democracia estamos hablando. Y ese será el tema de debate que nos seguirá ocupando en los próximos años hasta que… bueno, hasta que algún día lleguemos todos a Dinamarca para quedarnos en ella".
Para comprender la alusión al país nórdico con la que concluye su artículo es necesario que lean el mismo en su integridad. Y perdónenme la malicia por mi parte: si lo leen, es que he atizado su curiosidad y conseguido mi propósito. Me doy por satisfecho.
Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt












martes, 7 de marzo de 2023

De las armas colgadas en las paredes

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la socióloga Mar Gómez, va de las armas colgadas en las paredes. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








El arma de Chéjov
MAR GÓMEZ GLEZ
02 MAR 2023 - El País
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“Si en el primer acto tienes un rifle colgado en la pared, en el último acto debe ser disparado. Si no, no lo pongas ahí.” Este es el consejo que Antón Chéjov daba a los jóvenes dramaturgos que querían introducirse en el arte de la escritura dramática y que se convirtió en una lección imprescindible para cualquiera que se dedique a la ficción. A lo que el ruso —hay quien dice que ucranio— se refería es que en una historia no deben introducirse elementos superfluos que no vayan a ser utilizados después. Mucho menos cuando se trata de objetos capaces de condicionar el curso de los acontecimientos, como un rifle o cualquier otro tipo de arma.
Las guerras siempre son dramas, pero no siempre son ficciones, aunque haya ficciones que nos ayuden a entenderlas en toda su complejidad. Quizá usted esté pensando ya en varios ejemplos. Me viene a la mente una novela que a mi juicio no goza de todo el predicamento que merece. Pienso en el libro de Elena Fortún, editado póstumamente en 1987, Celia en la revolución, rescatado hace dos años por la editorial Renacimiento.
Al hablar de la guerra se genera un relato. El relato está etimológicamente ligado a la palabra relación. Los hechos se relacionan entre sí. Se ordenan. Hay unas causas de las que devienen unas consecuencias que a su vez generan otras posibilidades. La cadena de acontecimientos debe ser anunciada más o menos explícitamente para que el resultado esté justificado. Existen diferentes técnicas narrativas que abordan esta cuestión, como es la citada arma de Chéjov, pero también el red herring. Se trata de un recurso de anticipación que consiste en utilizar una pista falsa que confunda a la lectora o al lector. El anglicismo hace referencia a un arenque ahumado muy oloroso utilizado para entrenar a los perros de caza a que no pierdan el rastro de la presa, aun cuando otros olores contaminen el entorno. En el siglo XIX, el periodista británico William Cobbett inventó este término para acusar a la prensa británica, que anunció la falsa derrota de Napoleón dejándose llevar por pistas incorrectas.
Todo orden y toda clasificación supone ejercer un poder. Con nuestras decisiones iluminamos unas derivas y oscurecemos otras. El relato es, como su propio nombre indica, relativo. En cada historia hay una opción, si no la hubiera se extenderían como el mapa de Jorge Luis Borges en su cuento Del rigor en la ciencia (1946) en el que los cartógrafos de un imperio, en su afán de ser minuciosos, terminaron por crear un mapa tan exhaustivo como inútil cuyas dimensiones equivalían al propio imperio. La magia de las obras literarias, al menos la magia de las que a mí me interesan, es que esta opción se puede cuestionar desde dentro de la propia obra. Cada obra lleva inscrita su contraria, o si lo prefiere, cada obra va cargada con una bomba que puede explotar en cualquier momento. Esto no ocurre con el relato histórico, ¿o sí?
Se acaba de cumplir un año desde el inicio de la guerra y los relatos han cambiado considerablemente. Antes de la invasión de Ucrania, las armas nucleares ya habían aparecido. El 19 de febrero de 2022, Vladímir Putin presenció desde el Kremlin las pruebas de su arsenal de misiles con capacidad nuclear; a finales de octubre, Rusia volvió a realizar maniobras de sus fuerzas nucleares estratégicas; a mediados de febrero desplegó buques con armas nucleares en el mar Báltico y unos días más tarde anunció su salida del tratado bilateral entre Rusia y Estados Unidos, New Start, que limitaba el arsenal de ambos países. Además, el presidente ruso no ha dejado de afirmar verbalmente que está dispuesto a utilizar todo su potencial militar, en caso necesario. Por el momento, estas amenazas han tenido poco efecto: Ucrania no retrocede y los países de la OTAN están aumentando el apoyo a sus tropas. Podríamos pensar que Rusia no atiende a los consejos de su propio dramaturgo, aunque tampoco hay que olvidar que el mismo Chéjov puso dos armas cargadas en su última obra, El jardín de los cerezos, que nunca se llegan a disparar en escena. El final del texto ahonda así en la idea de pérdida y la incapacidad de cierre.
Es imposible predecir cómo se cerrará, si se cierra, la narrativa de la guerra. Lo que sabemos es que, aunque las cabezas nucleares no definan el futuro de ambos contendientes, la cantidad de armas convencionales en manos de civiles y grupos paramilitares marcará el futuro de la zona por mucho tiempo. Los países que llevan décadas suministrando armamento de gran potencia a su población, incluidos los cuerpos de seguridad fuera del ejército, como pueden ser las policías locales o regionales, saben que una vez que el rifle está cargado en la pared de casa, se dispara. Según datos oficiales, en el año 2020, en Estados Unidos murieron por heridas relacionadas con armas de fuego 45.222 personas, de las cuales, alrededor de 2.000 nunca cumplirán los 17 años.
























[ARCHIVO DEL BLOG] Teoría del resentimiento. [Publicada el 29/07/2015]











La segunda acepción que el Diccionario de la lengua española (DRAE) da a la palabra "resentimiento" es la de tener sentimiento, pesar o enojo por algo. La cuestión que plantea Manuel Arias Maldonado, profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga e investigador visitante en las universidades de Berkeley, Munich, Siena, Oxford y Kele, en un interesante y denso artículo titulado "El resentimiento en la democracia", publicado en dos entregas sucesivas en el número de julio de Revista de Libros (el primero el día 15, y el segundo el dia 22), es la de si el resentimiento juega un papel significativo en las democracias modernas y si este es positivo o negativo.  
Desde que comenzara la crisis, comenta, se han multiplicado los movimientos y partidos que reclaman justicia para sus víctimas, mientras sus contrincantes ponen de manifiesto con qué frecuencia esa demanda oculta un populismo que explota la peligrosa emoción del resentimiento como forma de agitación política. Y en esas estamos. En realidad, en contra de lo que parecería sugerir una observación superficial del fenómeno, el resentimiento es compatible con una legítima demanda de justicia. Es decir: esta peculiar forma de «autointoxicación psíquica», como la catalogó Max Scheler, puede tener razón. Pero también puede no tenerla en absoluto. No es un asunto sencillo, ni un problema nuevo; su campo semántico –que abarca la envidia tanto como la emulación– parece más bien una jungla. Por eso mismo, a la vista de su protagonismo en nuestra conversación pública, merece la pena explorarlo machete en mano.
Para empezar, dice, parece fuera de duda que el discurso político de algunas de las nuevas fuerzas políticas lleva implícita una apelación al resentimiento social. El mecanismo retórico es sencillo: el daño sufrido por la víctima es señalado como injusto por el partido que moviliza el correspondiente sentimiento de agravio, convertido en deseo de venganza contra quien se identifica como responsable directo del daño. Ya se trate de la casta, los ricos o la oligarquía; o de todos a la vez. Un ejemplo entre muchos es el discurso que pronunció Isabel Torralbo, candidata de Málaga Ahora, en la sesión de investidura del nuevo Ayuntamiento de Málaga: "Nosotras y nosotros somos personas corrientes, esas a las que han dejado de mirar. Pero ahí estábamos: ocupando las plazas, parando con nuestros cuerpos desahucios, impidiendo que privatizaran nuestra sanidad, nuestra educación, que destruyeran nuestro medio ambiente. Aun así, seguían sin mirarnos. Lo aceptamos: somos los Nadie, como decía Galeano. Y hoy afirmamos que estos Nadie, más pronto que tarde, les van a dejar a ustedes sin Nada. [...] Nosotras les acusamos. Les señalamos. Les juzgamos. Y el veredicto es uno: culpables. Y su condena va a ser despojarles del poder que han usado día a día como si los Nadie no contáramos". Es llamativo, añade, que palabras así puedan ser dirigidas contra un gobierno democrático. 
La máxima carga de resentimiento, sigue diciendo, deberá corresponder, según esto, a aquella sociedad en que, como la nuestra, los derechos políticos –aproximadamente iguales– y la igualdad social, públicamente reconocida, coexisten con diferencias muy notables en el poder efectivo, en la riqueza efectiva y en la educación efectiva; en una sociedad donde cualquiera tiene «derecho» a compararse con cualquiera y, sin embargo, «no puede compararse de hecho». La sola estructura social –prescindiendo enteramente de los caracteres y experiencias individuales– implica aquí una poderosa carga de resentimiento.
Ahora bien, ¿merece una sociedad como la española, hoy, esa catalogación? No es una pregunta fácil de responder, añade, porque resulta preciso identificar antes cuál es el umbral de desigualdad que resulta inaceptable y en qué medida la propia estructura social ha sido la causa que ha impedido, a quien experimenta resentimiento, acceder a un mayor bienestar. A esto habría que añadir la necesidad de distinguir entre el estado normal de una sociedad y su estado recesivo, a fin de hacer un análisis de la desigualdad social que tenga en cuenta ambos y no sólo el segundo. En cualquier caso, no parece razonable evaluar el resentimiento con independencia del tipo de sociedad en que se manifiesta; igual que tampoco cabe condenarlo sin paliativos so pretexto de que una democracia social no puede albergarlo en ningún caso: como si la proclamación formal de una igualdad suficiente bastara para garantizarla en la práctica. Otra vez: el resentimiento no siempre se equivoca, aunque se equivoque a menudo. Por ello, será necesario bajar a pie de obra para iluminar con datos la distancia entre la desigualdad real y la desigualdad percibida. A lo que habrá que añadir una variable menos invocada, pero relevante en un contexto democrático: la responsabilidad del individuo resentido en la producción de aquellos resultados colectivos que causan, al modo de una reacción en cadena, su propio resentimiento.
No parece necesario, continúa diciendo, discutir la actualidad política del resentimiento: llevamos varios años conviviendo con esta ambigua emoción moral. Su presencia, sin embargo, no se traduce necesariamente en un adecuado conocimiento de sus matices, a menudo oscurecidos por la agresiva contundencia de sus manifestaciones. Pero no es un asunto sencillo, ni mucho menos: su mala reputación podría ser un invento de sus enemigos. El resentimiento es así visto como un subproducto de la frustración, el mal perder de los perdedores. Sin embargo, no es ni mucho menos la última palabra que puede decirse al respecto.
Para empezar, dice, el resentimiento puede también entenderse como un acto ético y político de naturaleza creativa, que contribuye al progreso de las sociedades mediante la denuncia de sus defectos estructurales. El resentimiento posee de este modo una dimensión creativa, porque de él emergen nuevas subjetividades y formas de percepción; es político, porque implica una interpretación, reinterpretación y recalibramiento del orden social que nos ubica en una determinada posición social: el siervo de la gleba descubre que podría ser otra cosa. En otras palabras, un daño deja de considerarse el producto natural de un determinado orden de cosas, para tenerse por lo contrario: el inaceptable resultado de una situación que nada tiene de natural. Desde este punto de vista, pues, el resentido ofrece una interpretación del daño por él padecido que implica la denuncia de una injusticia, abriendo con ello la puerta al cambio social. 
En cualquier caso, añade, si los correspondientes impulsos coléricos que atraviesan una sociedad en un momento histórico particular tienen suficiente magnitud, probablemente terminen siendo recogidos –agregados– por movimientos o partidos que los transforman en algún tipo de «política constructiva». La indignación precede a la ideología, que se arrogará el derecho a gestionar el correspondiente depósito de ira acumulado silenciosamente a lo largo del tiempo. Sea como fuere, continúa diciendo, la lectura positiva del fenómeno que nos ocupa se asienta sobre la premisa de que el resentido tiene razón al experimentar resentimiento, porque se ha cometido sobre él una injusticia. Pero, ¿y si el resentido se equivoca? Más aún, ¿no es posible que los movimientos populistas apunten hacia causas inexactas y con ello estén creando más que expresando agravios definidos? Nada garantiza la buena fe de los portavoces del resentimiento. Pero, incluso asumiendo que el movimiento político en cuestión explota un resentimiento generalizado dentro de un grupo social o transversal a varios de ellos, ¿qué nos garantiza que ese resentimiento apunte hacia una causa indiscutible? 
Si dejamos a un lado la dimensión económica y moral del resentimiento en la democracia, sigue diciendo, para prestar atención a su aspecto político, es conveniente subrayar la tendencia del votante a olvidar su propia contribución en la generación de la situación que se denuncia. Aquí reside uno de los puntos ciegos de la explotación populista del resentimiento: el escamoteo de la propia responsabilidad del sujeto como ciudadano y votante. A ese escamoteo contribuyen, desde la teoría, el énfasis en los diseños institucionales y la crítica participativista para la que el ciudadano es sistemáticamente ignorado cuando no hay elecciones de por medio. Pero no es así exactamente. Sin negar la importancia de los factores institucionales, el ciudadano, por el solo hecho de elegir a sus gobernantes entre los partidos que concurren a las elecciones, está contribuyendo decisivamente a dar forma a la oferta de los mismos. A eso hay que añadir una opinión pública que condiciona la acción de los gobiernos, aunque sólo sea porque éstos quieren ser reelegidos. Distingamos, pues, entre resentimientos justificados y resentimientos imaginarios: reparemos los primeros y denunciemos los segundos. No sea que el ciudadano se transmute en resentido para eludir su propia responsabilidad, asunto sobre el que –significativamente– nada tiene que decir nunca el populismo que vive de la movilización de este último. Esa distinción, por desgracia, dice, no es fácil. Máxime cuando quien juega la baza del resentimiento goza de una decisiva ventaja: la dolorosa visibilidad del daño actual neutraliza toda referencia que pueda hacerse a la historia particular del daño. 
Sólo importa el problema que tenemos delante, al que urge dar respuesta; sus causas originales apenas cuentan. Pero, entre esas causas, concluye el profesor Arias Maldonado, en una democracia digna de tal nombre, hay que incluir tanto el comportamiento electoral como el normal desenvolvimiento de los ciudadanos en su vida ordinaria: decisiones, actitudes, comportamientos. Así, por más que la primera tentación del frustrado sea buscar una causa externa que lo exima de toda responsabilidad en su propio destino, la obligación de una sociedad democrática será sopesar seriamente la validez de esas razones en el marco de la conversación pública y reforzar aquellos aspectos de su diseño institucional que hagan posible el equilibrio productivo entre oportunidad y competición. Sólo así predominará la sana envidia –susceptible de convertirse en emulación dinámica– sobre el ciego resentimiento: ciego, en primer lugar, a sí mismo. Y saldremos todos ganando, aunque no podamos ganar todos.
En el enlace de más abajo pueden ustedes ver la conferencia pronunciada por el profesor Arias Maldonado en la Fundación Juan March, el 7 de abril de este año, titulada "La democracia sentimental", en la que analiza porqué el populismo, la xenofobia y el nacionalismo son muestras de la tendencia a la sentimentalización irracional en la elaboración de las demandas ciudadanas y como la consideración de las emociones políticas desde disciplinas complementarias como la neurociencia o la psicología, plantea cómo actualizar la tradición ilustrada de la autonomía individual del sujeto como ideal regulativo irrenunciable. Y en el siguiente enlace la entrevista que Arias Maldonado concedió el pasado catorce de mayo  a la segunda cadena de RTVE, en el programa Para todos la 2, en la que habla del fenómeno Wikipedia, preguntándose al respecto sobre si aceptada su innegable utilidad como el mayor archivo cultural del que disponemos, construido con la colaboración desinteresada de miles de redactores diseminados por todo el mundo, puede decirse lo mismo de su fiabilidad. 
Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt












lunes, 6 de marzo de 2023

De la censura en la literatura

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Juan Gabriel Vásquez, va de la censura en la literatura. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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De qué hablamos cuando hablamos de James Bond
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
02 MAR 2023 - El País
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Ahora le ha tocado el turno a James Bond. Después del escándalo improbable que estalló hace unos días, cuando se supo que la editorial de Roald Dahl en el Reino Unido había decidido “corregir” (nunca fueron tan necesarias unas comillas) el lenguaje de sus libros, parece que la misma suerte correrán los de Ian Fleming, y por razones idénticas: se trata de eliminar las expresiones que los lectores de hoy puedan considerar ofensivas. Dahl escribía sobre todo para niños, y la editorial incluyó en sus ediciones corregidas unas líneas que sin duda querían tranquilizar, pero a mí, por lo menos, acabaron preocupándome más: “Este libro fue escrito hace muchos años, por lo que revisamos periódicamente el lenguaje para garantizar que todos puedan seguir disfrutándolo hoy en día”. La aclaración aparece en la página legal; está redactada en el tono paternalista que algunos usan para hablar con los niños, pero va dirigida sin duda a los adultos: a menos que ustedes conozcan a muchos niños que siempre lean cuidadosamente la página legal. Más allá de eso, la nota es fascinante, y merece por lo menos ser el punto de partida de una reflexión más amplia.
Lo digo como lo dije hace una semana en la edición colombiana de este periódico: eso de la revisión periódica del lenguaje me parece salido directamente de 1984. La novela de George Orwell, que tanto nos ha servido en los últimos años para ponerles nombre a los fenómenos de nuestro mundo nuevo, nos dejó términos como newspeak (que podría traducirse como “novolengua”), y pienso en el indefenso Roald Dahl y se me ocurre que eso es lo que buscan las nuevas ediciones de sus libros: traducirlos a la novolengua de la corrección política. Lo he confirmado ahora, pues un artículo de The Telegraph me cuenta que las novelas de Bond se corregirán también, y que las ediciones nuevas incluirán su propia nota explicativa: “Este libro se escribió en un tiempo en que eran normales términos y actitudes que los lectores modernos pueden considerar ofensivos”. Los editores nos explican que la nueva edición incluye “una serie de actualizaciones”, pero que se han hecho siempre “manteniendo la mayor fidelidad posible al texto original y a la época en que se ambienta”.
No sé si los lectores lo hayan hecho, pero los redactores de ese lavado de manos no parecen haberse percatado de las mil ironías que presentan sus poquísimas palabras. Solo para empezar está el reconocimiento de que el problema es el pasado, que es, como dice una novela, un país extranjero: allí las cosas se hacen de manera diferente. Para estos editores, el asunto es muy sencillo: cuando un libro de otro tiempo nos diga cosas que no están de acuerdo con nuestra mentalidad presente, hay que revisarlas (como se revisan las doctrinas de un partido político) o tal vez actualizarlas (como un programa de ordenador que ha quedado obsoleto). Pero los que escribimos sobre el pasado sabemos que el pasado es problemático porque no existe físicamente: es una construcción enteramente mental. Es decir, el pasado solo existe mientras lo imaginamos, y lo imaginamos solo gracias a las historias que contamos o que han contado otros. Y este ridículo frenesí de nuestro tiempo, este afán por conformar las creaciones pasadas a la moralidad presente, puede tener muy buenas intenciones, puede estar movido por emociones bien puestas y solidaridades genuinas, pero lo primero que logrará es cerrarnos las puertas de acceso a ese lugar que ya no está, impedirnos entender cómo se veía —como se vivía— el mundo de antes.
Hay otros problemas. Me entero de que una de las revisiones de las novelas de Fleming se refiere a una escena en la que Bond, hablando de un grupo de africanos que pueden o no ser delincuentes, comenta que son hombres “bastante respetuosos de la ley, excepto cuando han bebido demasiado”. La corrección eliminará la segunda parte de la frase, que se considera ofensiva. Yo puedo aceptar que lo fuera si el comentario lo hiciera una persona real —un político, digamos, o un periodista, o un tuitero— acerca de personas reales, pero me veo en la penosa obligación de señalar que no es así: que el comentario lo hace un personaje de ficción acerca de otros personajes de ficción. Y claro, los personajes de ficción tienen esa característica incómoda: dicen o piensan cosas que los lectores reales —y muy a menudo el autor real— consideran reprobables, y lo hacen justamente para explorar e investigar los lados oscuros de lo que somos los seres humanos.
Es triste y lamentable y un poco vergonzoso vernos obligados a señalar estas obviedades. Pero llevar el caso Bond a sus propios límites lógicos, ¿no nos obligaría a corregir La cabaña del Tío Tom, por ejemplo, porque en ella hay personajes racistas? Se me dirá que no, porque la intención de Harriett Beecher Stowe es muy distinta de la de Fleming, y eso es cierto, sin duda, pero entonces viene la pregunta siguiente: ¿quién lo decide? ¿A quién estamos dispuestos a darle el poder de decidir sobre las intenciones de un autor muerto, y, por lo tanto, sobre el derecho que tiene de que sus palabras se conserven como las escribió? ¿Y qué pasa, por otra parte, con los vivos? Hay una nueva figura en el mundo de los libros, los sensitivity readers, que no son más que lectores expertos en las sensibilidades de un grupo determinado. Se han puesto de moda en el mundo anglosajón, y su misión es señalar los momentos en que un libro pueda herir las sensibilidades de tal o cual grupo. La idea, como tantas otras de nuestro tiempo confundido, sale de emociones loables; pero a mí me parece que tiene consecuencias perversas.
Leo la entrevista que una de estas lectoras de sensibilidad (no hay traducción posible que no suene feo) dio hace poco, a raíz de lo de Dahl. ¿Por qué se han vuelto tan populares los lectores de sensibilidad?, le pregunta el periodista, y la respuesta es transparente: “Creo que los autores no quieren publicar un libro y verse metidos en una tormenta de Twitter, o darse cuenta por las reseñas de Amazon de que han cometido un error grande”. En otras palabras, el miedo a las multitudes sin forma de internet está decidiendo lo que los autores se permiten decir: no hay que despertar a la bestia de la indignación virtuosa, del postureo ético, de las políticas de la identidad; sobre todo, hay que cuidarse de ofender las sensibilidades personales, que son el nuevo territorio de lo sagrado. Si esto no es una manera de la censura, aunque se dé por caminos sinuosos y aunque muchas veces venga de los propios censurados, no se me ocurre qué pueda serlo.
Se equivocan mucho quienes creen que lo sucedido en estos días es menos grave por tratarse de ligeras novelas de espionaje (y quienes creen que los libros infantiles son menos importantes no tienen la menor idea de cómo se forma un ciudadano, ya no digamos una persona), pues lo que está en juego aquí es toda una manera de entender lo que hacen las ficciones. La literatura es un lugar de tensiones y contradicciones y problemas y oscuridades, y podemos discutir con ella, criticarla y despreciarla incluso; pero expurgarla para que no nos ofenda, purificarla de lo que nos choque o incomode, nos priva de formas invaluables de conocimiento, y habla menos de los defectos de la literatura, me parece, que de nuestra propia y lamentable fragilidad.























[ARCHIVO DEL BLOG] Progreso moral y terrorismo. [Publicada el 18/04/2013]











El terrorismo es intrínsecamente perverso; no hay terrorismo malo y terrorismo bueno; ni de derechas ni de izquierdas; hay terrorismo y terroristas a secas; y todos son deleznables. La vida humana es siempre valiosa en sí misma y  por sí misma, sin etiquetas, matices ni colores.
La simultaneidad en el tiempo, apenas unas horas, de varios hechos que no tienen especial relación entre sí: los atentados de Boston y Mogadiscio (o los que ocurren a diario en Bagdad, Damasco, Beirut, Gaza, Kabul o cualquier otro lugar del mundo) y la lectura de un artículo sobre la historia del progreso moral de la humanidad, me han hecho reflexionar sobre una conversación que hace unos días mantenía en Facebook con un buen amigo en relación con mi entrada del blog titulada "España en crisis. ¿Queda algo en pie?".
Estoy seguro que sin intentención peyorativa alguna me tildaba en ella de "optimista".  Vaya por delante que más que optimista, que no lo soy en esencia, yo me autocalifico como "escéptico", término este que defino  como el de "un optimista chamuscado por la realidad".
En el fondo, o no tan en el fondo, yo soy hegeliano. Como G.W.F. Hegel expone en su "Lecciones sobre la filosofía de la historia univers
al" (Alianza, Madrid, 1980), uno de mis libros de cabecera, creo que la historia de la humanidad es la historia de un progreso lineal moral, no necesariamente ni siempre -por desgracia- material del hombre sobre el mundo. A pesar, como comentaba a mi amigo, de todos los meandros, vueltas y revueltas que el fluir de esa historia presenta hasta hoy, sigo creyendo en él.
Ese mismo pensamiento esencial lo compartieron en opinión de Hannah Arendt ("Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política": Península, 2003), cada uno con matices propios, KierkegaardMarx y Nietszche, los tres grandes herederos de Hegel, que pusieron patas arriba, con él, toda la filosofía anterior a su época.
Pero estoy divagando en exceso. En la conversación con mi amigo, defendiéndome  de su calificación de "optimista",  le comentaba que en el momento en que dejara de creer en la fuerza de la palabra habría dejado de vivir. Y añadía en mi respuesta una frase del paleontólogo, filósofo y jesuita francés Teilhard de Chardin en su libro "El fenómeno humano" (Taurus, Madrid, 1965) escrito en 1950, uno de los libros que han marcado mi vida como lector, que venía a decir que "aunque perdiera la fe en Dios, seguiría conservando la fe en el hombre". Yo, en Dios, hace tiempo que la perdí.
A pesar de mi escepticismo, o de mi optimismo chamuscado si prefieren verlo así, yo sigo creyendo en el progreso moral de la humanidad. Es la misma tesis que mantiene el psicólogo, escritor y profesor de la Universidad de Harvard (Estados Unidos), Steven Pinker, en su libro "Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones" (Paidós, Barcelona, 2012), magistralmente comentado por el profesor y catedrático de Filosofía Juan Antonio Rivera en su artículo "Una epopeya del progreso moral", publicado en el último número, abril-mayo, de "Revista de Libros". 
Toda esta larguísima digresión no es más que una invitación sincera, ferviente y entusiasta a que lean el artículo del profesor Rivera, y como no, si tienen ocasión y oportunidad el del profesor Pinker.
Y como colofón, les dejo este artículo publicado en El País del día 19 de abril por el escritor estadounidense Dennis Lehane titulado "No saben con qué ciudad se han metido". No conozco Boston; casi con toda seguridad no voy a conocerla nunca, pero es una de esas ciudades, como Atenas, Roma o El Cairo, que para mí son más un símbolo que una ciudad real. No me pregunten por qué; no sabría responderles.
Sean felices, por favor; o al menos inténtenlo. A pesar del gobierno y del mundo. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt