A diario camino por calles en las que décadas atrás, allá por los años cuarenta del siglo pasado, sonaban las sirenas, ardían las casas, se hacinaban los escombros, escribe en El Mundo el escritor y profesor Fernando Aramburu. Sobrevivieron pocos vestigios de aquella época en el mobiliario urbano, comienza diciendo. Las calles y las avenidas conservan sus nombres antiguos a condición de que estos no hagan referencia a personas vinculadas en calidad de cómplices con la historia criminal del nacionalsocialismo. También la ciudad, muy cambiada de aspecto, se sigue llamando como entonces, Hannóver, donde resido. Hay que andar bastante para encontrar fachadas anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Algunos edificios recobraron parte de su aspecto original tras ser reconstruidos. Mueren los ancianos y con ellos se va esfumando la memoria viva de aquellos años terribles.
A veces, yendo por aquí o por allá, uno se topa con unos pequeños bloques de latón incrustados en el suelo, ante la entrada de ciertas casas. El número es variable. Lo mismo hay un bloque que dos. No lejos de mi domicilio puede verse un grupo de cuatro, cada uno de ellos dedicado a un miembro de una familia apellidada Hein. Tienen forma de adoquín con las aristas y las esquinas redondeadas. En su cara superior, de un tamaño de 10 por 10 centímetros, figura el nombre, grabado en el metal, de una víctima del nacionalsocialismo, así como unos cuantos datos de su trágico destino. Traduzco un ejemplo: Aquí vivía Henriette Gottschalk, nacida Rothschild, en 1849, deportada en 1942 a Theresienstadt, muerta el 20.10.1942. A pocos pasos de allí, delante de otro portal, hay un adoquín dedicado a una mujer que sobrevivió. Es frecuente leer el nombre de Auschwitz y la palabra asesinado. Quizá la casa donde vivían las personas evocadas fue destruida durante los bombardeos. En tal caso, el adoquín se emplaza en un lugar aproximado.La palabra alemana que designa estos adoquines brillantes es Stolperstein, compuesta de stolpern, tropezar, y Stein, piedra. El vocablo se resiste a una traducción precisa. He leído por ahí la forma española «piedras de tropiezo». Con todos mis respetos, no me parece acertada. Los adoquines fueron concebidos en 1992 por el artista Gunter Demnig. Se trata, pues, en su origen, de una iniciativa particular cuyo objetivo es la creación de un monumento descentralizado, disperso por países y ciudades, en honor de las víctimas del nacionalsocialismo; no de todas juntas, en montón estadístico, sino singularizada cada una de ellas con su nombre y unos datos intransferibles. Es imposible recordar a todas las víctimas. Harían falta más de seis millones de adoquines. Yo celebro que no siempre se delegue la gestión de la memoria colectiva, sobre todo si está empañada de dolor, en la clase política.
El abanico de infortunios (o de crímenes) abarca los asesinatos, las deportaciones, las expatriaciones forzosas o la inducción al suicidio. He averiguado que en el verano de 2017 habían sido colocados en torno a 61.000 adoquines, no sólo en Alemania. Cada uno cuesta unos 120 euros, aunque presumo que habrá variaciones en el precio de unos lugares a otros. Se financian mediante donativos. Hay adoquines repartidos por veintiún países europeos. Pueden verse asimismo en Cataluña, donde honran la memoria de algunos republicanos españoles recluidos en campos de concentración nazis.
Gunter Demnig colocó el primer adoquín el año 1992 frente al Ayuntamiento de Colonia. ¿Su propósito? Fijar en el recuerdo la deportación, cincuenta años atrás, de un millar de gitanos. La piedra albergaba en una oquedad interior una copia del decreto firmado con dicho fin por Heinrich Himmler. Fue sustraída en 2010, se ignora si por discrepancias ideológicas o por afán de coleccionismo. No está de más precisar que en los primeros años los adoquines de la memoria fueron colocados sin permiso municipal. La primera ciudad que los autorizó expresamente fue Salzburgo en 1997.
Los adoquines de la memoria merecen en Centroeuropa una aceptación general, pero no completa. Muchos transeúntes pasan por encima de ellos sin prestarles atención o sin tener idea ninguna de lo que significan. Puede asimismo suceder que, en determinadas fechas, manos anónimas depositen junto a los adoquines velas encendidas o flores. Así, por ejemplo, cada 27 de enero, cuando se celebra el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, o al llegar el 9 de noviembre, cuando se recuerdan los pogromos de 1938. No han faltado los actos vandálicos de signo ultraderechista en forma de ataques con pintura o robos. A principios de 2017, en Dresde, los adoquines de la memoria aparecieron cubiertos de notas con nombres de ciudadanos muertos durante los bombardeos de los aliados en febrero de 1945, en un intento burdo de neutralizar unas víctimas con otras.
La iniciativa ha suscitado igualmente debates no exentos de polémica. De "insoportable" llegó a tildarla Charlotte Knobloch, quien años atrás presidió el Consejo Central de los Judíos en Alemania. Su argumento, por descontado respetable, reposa en la metáfora de la memoria pisoteada. Dicho de otro modo, las pisadas de los transeúntes, deliberadas o no, supondrían una vejación para las víctimas del nacionalsocialismo, lo mismo que la suciedad acumulada sobre los adoquines, con no imposible aportación canina. Otras voces judías se distanciaron públicamente de esta opinión. El propio vicepresidente del Consejo Judío, Salomon Korn, respaldó sin tapujos el proyecto de Gunter Demnig. Puestos a confrontar una metáfora con otra, se ha llegado a argüir que bajar la mirada para leer las inscripciones comporta una inclinación de respeto.
No han faltado ciudades (Múnich, que yo sepa) cuya autoridad municipal prohibió la colocación de adoquines de la memoria acogiéndose a las ordenanzas, a la manera como la alcaldía de San Sebastián mandó, tiempo atrás, retirar las placas de recuerdo de algunas víctimas de ETA, instaladas por Covite en algunas fachadas de la ciudad. Vecinos ha habido en Alemania que se opusieron al proyecto de los adoquines de Demnig alegando que sus viviendas perdían valor o que los inquilinos se exponían a agresiones de activistas de ultraderecha.
España no es el único país para el cual la memoria de los hechos sangrientos de su pasado constituye un motivo frecuente de disensión. El viejo dicho, según el cual conviene cultivar el recuerdo de las injusticias y los desmanes históricos para que no se repitan en el futuro, lo considero una bondadosa pompa de jabón. A las víctimas cercanas en el tiempo, la memoria les ofrece un espacio, acaso el único y cada vez más tenue, para una posible reparación y también para la solidaridad y el afecto de algunos, antes del olvido definitivo. La llamada memoria histórica debería servirnos para algo más que ajustar cuentas, reavivar rencores o tratar de cambiar a voluntad el signo de los viejos tiempos. Redundaría en provecho de la sociedad si valiera para hacer de cada uno de nosotros, o al menos de muchos, mejores personas. No sé, más serenas, más sensibles, mejor educadas. Yo, por si acaso, he tomado la costumbre de no pasar sobre los adoquines de la memoria sin detenerme un instante a leerlos.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt