viernes, 27 de enero de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Darwin sigue en entredicho. [Publicada el 01/02/2014]











Doscientos cinco años después del nacimiento de Charles Darwin, -se cumplen el próximo 12 de febrero-, y casi ciento cincuenta y cinco después de la publicación de su obra fundamental: "Sobre el origen de las especies" (Alianza, Madrid, 2007), Darwin sigue en entredicho. El profesor José Manuel Sánchez Ron, miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid, escribía con ocasión del bicentenario de su nacimiento un interesante artículo titulado "El ejemplo y las lecciones de Darwin", en el que se preguntaba como era posible que un hecho científico contrastado de manera abrumadora y cuya relevancia para situarnos en el mundo es obvia, no es todavía universalmente aceptado.
Por citar únicamente dos ejemplos de sociedades tecnificadas y culturizadas: en Estados Unidos solamente la acepta el 40% de la población. En Europa su aceptación es mayor, especialmente entre los franceses y los escandinavos (creen en ella aproximadamente el 80%), aunque no deja de tener problemas: en una encuesta realizada en Reino Unido por la BBC en 2006, el 48% la aceptaba, mientras que el 39% optaba por alguna forma de creacionismo, y un 13% "no sabía".
El intento de compaginar ciencia y fe es un intento valdío. Lo han intentado muchos, y todos han fracasado. La ciencia es racionalidad y prueba; la fe, irracionalidad y dogma. Lo intentó, por citar un solo ejemplo, el jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), paleontólogo y filósofo, en una excepcional obra "El fenómeno humano" (Taurus, Madrid, 1965), uno de los libros más interesantes que he leído nunca. El intento le costó la separación de la iglesia, en una práctica excomunión, sin lograr tampoco el reconocimiento de la comunidad científica.
El Creacionismo, una teoría pseudocientífica muy arraigada en ciertas comunidades protestantes de los Estados Unidos, defiende una explicación del origen del mundo basada en uno o más actos de creación por un Dios personal. Tiene un gran número de seguidores, pero no responde a base científica alguna, y sólo es un rebuscado intento de compaginar lo incompaginable.
Recuerdo haber leído una entrevista al eximio premio Nobel de Medicina de 1959, el español Severo Ochoa (1905-1993), contestando con esa sencillez que le caracterizaba a la impertinente pregunta del periodista que le interrogaba sobre la vida después de la muerte: "no hay nada después de ésto, somos átomos y en átomos nos reconvertimos al morir". Yo, más poéticamente, diría que somos "polvo de estrellas", que es lo que le responde su padre a Hilde, la protagonista de "El mundo de Sofía" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1999), ante una pregunta similar. Un magistral libro, este de Jostein Gaarder, que debería ser lectura obligatoria en la escuela española. En fin, espero que pasen un buen fin de semana y disfruten del artículo del profesor Sánchez Ron. 
Sean felices, por favor. Y como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt










jueves, 26 de enero de 2023

De los museos y sus contenidos

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del historiador Juan Pimental, va de los museos y sus contenidos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.









Descolonizar las colecciones: algunas preguntas
JUAN PIMENTEL
22 ENE 2023 - El País

Desde hace tiempo, en ciertos países y museos se discute sobre la descolonización de las colecciones. Se trata de presentar y contar sus piezas de otra forma. E incluso de restituir algunos bienes culturales, como ha hecho Francia al devolver a Benín y Senegal, de manera simbólica, ciertas piezas alojadas en sus museos. El debate está llegando a España, y recientemente el Ministerio de Cultura ha creado un grupo de trabajo para descolonizar las colecciones. Es previsible que pronto habrá dos líneas argumentales, fácilmente reconocibles y que se solaparán con las que mantienen hispanófilos e hispanófobos, los partidarios de las leyendas dorada y negra del pasado colonial español.
Unos y otros hacen del pasado un escenario donde proyectan sus valores y glorifican o condenan a sus antepasados. Lo mismo se ven reflejados en sus gestas que avergonzados por ellas. Más que de explorar y aprender del pasado, parece que se trata de organizar terapias reparadoras, baños de autoestima o sesiones de penitencias laicas.
¿Debemos sentirnos orgullosos o culpables de lo que hicieron nuestros antepasados? Más aún, ¿quiénes son nuestros antepasados y quiénes los suyos? ¿Puede alguien apropiarse del pasado indígena, homogeneizar todos los “pueblos indígenas” y hablar por ellos? Las preguntas no cesan: ¿dónde acaba la repatriación en la línea del tiempo? ¿De qué patrias hablamos? ¿Es la actual república mexicana heredera directa de los aztecas? ¿No sometieron los aztecas y los incas a sus pueblos vecinos y se apropiaron igualmente de algunas de sus formas culturales?
Llegados al paroxismo de la exigencia de la restitución y la simetría cultural, ¿no habría que pedir a cambio que se repatriaran las catedrales o los retablos barrocos? Así las cosas, deberían devolverse los puentes romanos, los templos griegos de Sicilia y todos los productos culturales no originarios de los pueblos “autóctonos”. Pero ¿cuáles son los pueblos autóctonos en una especie que no ha parado de migrar, colonizar, atravesar océanos y mezclarse con gentes de otros lugares?
Coleccionar objetos, apropiarse de ellos, conservarlos, estudiarlos y exhibirlos son prácticas culturales de todos los pueblos. Occidente, cuya expansión fue notable en los últimos cinco siglos, tiene incontables piezas en sus museos creadas más allá de sus límites geográficos. ¿Deben devolverse? ¿Quién señala lo que es una apropiación cultural legítima y cuál es indebida? ¿Están llenos los museos de piezas expoliadas o se han conservado gracias a la actividad museística? Obviamente, la casuística es muy variada. Los discursos museísticos, las narrativas históricas y las nociones sobre el patrimonio han variado a lo largo del tiempo. No conviene rehuir el debate, sino afrontarlo de la mano de los expertos y de la ciudadanía.
Entre las numerosas preguntas, hay dos fundamentales, ambas difíciles de responder. La primera es quiénes somos nosotros, es decir, ¿cuál es el sujeto colectivo que nos asiste para reclamar un pasado, una herencia o un ultraje y por lo tanto nos da derecho a una restitución? Me temo que la respuesta no está clara, que los españoles actuales somos tan herederos del Inca Garcilaso como los latinoamericanos de Cervantes y que en realidad muchos españoles y latinoamericanos de hoy día tenemos muchas más cosas en común entre nosotros que con Cortés o con Moctezuma. La segunda pregunta es en qué consiste una apropiación cultural legítima y cuál no lo es. El humanismo renacentista, por ejemplo, se apropió de la cultura clásica y las vanguardias se apropiaron del arte africano, mesoamericano y andino. ¿Hay que sentar por ello a Lorenzo Valla o a Picasso frente al tribunal del Santo Oficio retrospectivo? ¿Fue Bernardino de Sahagún un franciscano que robó conocimientos indígenas?
Lo que sí constituye una forma de hurtar el pasado es apropiarse indiscriminadamente de él, convertirlo en un escenario donde proyectar nuestros valores, nuestros criterios, nuestras bendiciones, también nuestras sanciones. Es un mal frecuente hoy día desplazar sobre el pasado nuestras opiniones sobre lo que hicieron bien o mal nuestros antepasados. Vivimos una hiperplasia de las identidades colectivas. Y un tiempo quizás demasiado doctrinario. Más que un escenario de nuestras ideas, el pasado a veces parece un patético escaparate de nosotros mismos. Hay quienes proclaman su imperio sobre el pasado y lo convierten en una colonia sometida a su capricho. Resulta paradójico que algunos que denuncian el colonialismo en el pasado lo colonicen de manera tan implacable, sometiéndolo al yugo de sus propias convicciones y principios, cuya universalidad y atemporalidad dan por hechas. Vivimos bajo la soberanía absolutista del presente.
Pero el pasado es un país extraño, como escribió Hartley en El mensajero: “Allí las cosas se hacen de forma diferente”. Descolonizar el pasado tal vez debería comenzar por no querer entenderlo con nuestra propia lengua, por no querer juzgarlo o condenarlo, y menos por no querer emplearlo como arma arrojadiza contra los que piensan o pensaban de forma diferente.





















[ARCHIVO DEL BLOG] Sobre dictaduras y lecturas. [Publicada el 16/03/2010]










Las dictaduras son dictaduras, a secas. No son de derechas ni de izquierdas, son dictaduras sin más. Sin adjetivos. Ni buenas ni malas, sino peores. Ya lo dijo Kelsen en los años 30 del pasado siglo: "Sólo hay dos tipos de estados, o democracias o autocracias". 
Yo también comulgué con ruedas de molino en mi juventud. Comulgué con el fervor del neófito, del converso; pero comulgué. Y como Saulo de Tarso un momento antes de convertirse en Pablo camino de Damasco, yo también me caí del caballo. No sabría decir en que momento me la pegué. Me caí yo solo; no me derribó ningún fulgor divino, ni escuché ningún "¿Quo vadis, HArendt?". No fue la mía una conversión a la democracia repentina ni fulminante; se produjo poco a poco, a base de inquietudes, de desasosiegos, de lecturas, de estudio, de ir conociendo otras verdades, de maduración personal. Ahora, creo, me siento vacunado contra las ruedas de molino. Pienso que no volveré a comulgar con ellas, pero nunca se sabe; hay que estar muy alerta para no caer en tentación...
Me maravilla la pasmosa credulidad de gentes y personas que se definen de izquierda con la dictadura castrista. No soy capaz de entenderlo. Ya he contado alguna que otra vez en el blog como viví, a mis trece años, la entrada de Fidel Castro y sus hombres en La Habana, el 1 de enero de 1959. No es cuestión de repetirlo. Y respecto a los logros de su "revolución", yo diría lo mismo que oí una vez a un ilustre profesor de Historia sobre los logros del franquismo: que se habían conseguido "no gracias a Franco, sino a pesar de Franco". ¿Qué hubiera sido de Cuba si Castro no hubiera triunfado? Pues no lo se, pero estoy absolutamente seguro que los cubanos  se habrían quitado a Batista de encima y hoy serían más libres y más felices que con Castro. Y lo mismo habría pasado en España si Franco no hubiera existido: nos habríamos ahorrado una guerra civil, una posguerra más atroz aún, y unas cuantas decenas de años de atraso y falta de civilidad que aún pesan como una losa sobre los españoles. Las dictaduras son malas siempre, sin excepciones, sin apellidos, sin colores ni banderas.
Cada vez me cuesta más ponerme ante el teclado del ordenador. No estoy justificándome. Se trata de una realidad insoslayable que más pronto que tarde, me temo, va a llevarme a abandonar por mera consunción este agradable pasatiempo que comencé va a hacer cuatro años sin saber muy bien ni el "por qué" ni el "para qué" lo iniciaba. Casi cuatro años y casi 1300 artículos, son mucho hablar. La verdad es que ya no tengo mucho que contar. O no se como contarlo, que es peor.
Dicen que la vida es maestra de la literatura. ¿O es al revés?... No lo tengo muy claro. Amo los libros casi tanto o más que a las personas. Hay excepciones, claro está. Hay libros y personas (o personas y libros) excepcionales en mi vida. 64 años dan para mucho en libros y personas (o personas y libros). Últimamente me refugio más en los libros que en las personas.
En estos días, sin dejar de cumplir con mi agradable función de abuelo a tiempo completo, que es una de las mayores alegrías de mi vida, he caído en una especie de lectura casi compulsiva (aunque seleccionada): Junto al "César o nada" de Pío Baroja, de la que ya hablé, he leído con fruición "El mundo es ansí" y "La sensualidad pervertida", que completan su trilogía titulada "Las ciudades" (Alianza, Madrid, 1982). Y "Abierto toda la noche" (Anagrama, Barcelona, 2005) de David Trueba, una agridulce comedia regalo de mi amiga Ana. También sucumbí a "La velocidad de la luz" (Tusquets, Barcelona, 2005) de Javier Cercas , una espléndida novela sobre la amistad y el desencanto del éxito, y con algunas de las más afiladas y memorables páginas sobre lo que supuso la guerra de Vietnam en la sociedad norteamericana. Y ayer terminé de leer "Los libros arden mal" (Punto de Lectura, Madrid, 2007), de Manuel Rivas. Una novela sobre la guerra civil y la losa del franquismo, en la que la ciudad de La Coruña y sus gentes se erigen en auténticos protagonistas de una historia que transcurre entre julio de 1936 y el día de hoy.
Comencé a leerla el martes pasado en un banco de la plaza de Santa Ana, de Las Palmas, mientras esperaba la salida del colegio de mi nieto mayor. Encuadrada por el Ayuntamiento de la ciudad al oeste, la Catedral al este, el palacio episcopal y la Casa Regental -la sede del presidente de la Audiencia de Canarias desde hace cinco siglos- al norte, y edificios "civiles" al sur , la plaza de Santa Ana fue la primera "plaza mayor" española en tierra europea (la primera de todas fue en tierras americanas, la de la ciudad de Santo Domingo, en La Española, hoy República Dominicana) y su catedral, la Catedral de Canarias, la primera de África, de ahí su condición de Sede Primada del continente. Conmovido por sus primeras páginas envié un "sms" a una antigua y querida amiga de La Coruña, Luisa, compañera de fatigas, amores no correspondidos y andanzas universitarias. Aprovechaba para decirla que hacía siglos que no sabía nada de ella, que había comenzado a leer la novela de Rivas, con su querida La Coruña como protagonista, y para contarle la profunda desazón que su lectura me estaba ocasionando. Y es que a mi las guerras, las historias de guerras, por muy literarias que sean, me dejan profundamente desasosegado. No he tenido contestación, demasiadas cosas para un "sms", pero estoy seguro de que ha leído el libro, y también estoy seguro de que me contestará. Como dice en la contraportada del libro el periodista de El País Jordi Gracia "Los libros arden mal" es una historia para leer dos veces. Lo haré, sin duda, porque con desasosiego o sin él, es una novela fascinante.
Y con su lectura cierro el bucle temporal-espacial que ha tenido como protagonista de la semana a las dictaduras, las de izquierdas y las de derechas, a raíz de las declaraciones del actor (y gilipollas compulsivo), Guillermo (Willy) Toledo, sobre la muerte por huelga de hambre de Zapata, el disidente cubano en prisión. Comparto plenamente la opinión de la periodista Cristina Galindo en su artículo en El País del pasado día 11  titulado "Dictadura es siempre dictadura" sobre el susodicho impresentable y el régimen castrista
Y sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt











miércoles, 25 de enero de 2023

De los límites de la IA

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del profesor universitario Miguel de Lucas, va de los límites de la IA. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.










Lo que Sócrates diría a la inteligencia artificial
MIGUEL DE LUCAS
17 ENE 2023 - El País

Una de las pocas leyes incontestables de la historia es aquella según la cual cada nueva tecnología engendra su propia catástrofe. Sin la invención del barco la humanidad jamás habría conocido los naufragios. Hubo que esperar a la llegada del tren para ver el primer descarrilamiento. Como especie, avanzamos por los siglos sorteando precipicios previamente inconcebibles. El último año se despidió con la aparición de un chat de inteligencia artificial asombrosamente elocuente, de acceso abierto y gratuito, que dejó estupefactos a millones de internautas. Cuesta saber qué causa más desconcierto, si la velocidad con la que el nuevo ingenio genera sus textos o la soltura con la que ofrece respuestas convincentes a cualquier tipo de preguntas. Es pronto para saber qué cataclismos nos aguardan. Por ahora, las reacciones van del temor al éxtasis, dos respuestas demasiado humanas ante el vértigo tecnológico.
En momentos así, resulta tentador preguntarse cómo habría reaccionado Sócrates de haber coincidido con la máquina pensante. De tener hoy una conexión a la red, me lo imagino aguijoneando al chat como una avispa, buscando los puntos flojos del ingenio hasta verlo caer en flagrantes contradicciones. Podríamos incluso compartir sus suspiros de alivio al comprobar que, pese a su sofisticadísimo diseño, el programa todavía inventa información inexistente o comete errores de bulto propios de un cuñado charlatán. De hecho, abundan en la red usuarios que cantan victoria cuando el chat admite sus errores. Aunque me temo que a quienes conjuran así sus miedos les esperan noticias aciagas. La tecnología que hace posible estas conversaciones está dando pasos de bebé. Asistimos a sus primeros balbuceos. Apenas un gorjeo de lo que vendrá. Nos hallamos a las puertas de la mayor revolución cognitiva desde la aparición de internet, quién sabe si desde la imprenta de Gutenberg.
Más inquietante quizás para Sócrates sería reconocer tras los algoritmos de la inteligencia artificial el espíritu de un viejo enemigo: el sofista Gorgias. A usted es muy probable que ahora mismo el nombre de Gorgias de Leontinos no le diga gran cosa. En otros tiempos, en la Grecia clásica, su figura generaba una mezcla de admiración y rechinar de dientes. Tanta era su fama que Platón usa su nombre como título para uno de sus célebres diálogos. Si se acercan al texto, verán que arranca con dos palabras contundentes: “guerra” y “combate”. Platón cuenta cómo su maestro, Sócrates, se dirige al encuentro con Gorgias con ganas de gresca. Van a verse las caras dos colosos del pensamiento. Es un duelo similar al de Aquiles y Héctor en la Ilíada. Discutirán sobre la retórica, la virtud y la justicia. En el fondo, allí resuena una pregunta familiar en nuestros días: ”¿Importa algo la verdad?”. Para Gorgias, no demasiado. Cuando habla, nunca sabemos si cree de verdad en sus palabras o sencillamente hace ostentación de su soberbio don para el lenguaje. No en vano, su obra más conocida es el Elogio de Helena de Troya. ¿Por qué Helena? Porque con su defensa, Gorgias quiere demostrar que es posible ensalzar a la mujer más despreciada por los griegos, la causante de todos los males. El hábil uso de la retórica permite ennoblecer lo infame y envilecer lo honorable. Un buen orador, para Gorgias, debe ser aquel versado en esa técnica, que puede enseñarse y aprenderse, y cuyo fin no es otro que persuadir a los demás. Sócrates, naturalmente, difería. Tales ideas le resultan aborrecibles. A diferencia de Gorgias, estima que la retórica no debería ser solo arte, sino revelación y conocimiento, únicos caminos a la virtud. La retórica permite ganar debates, pero no necesariamente nos acerca a la justicia.
Imaginemos ahora la preocupación de Sócrates al toparse de bruces, dos mil años más tarde, con un Gorgias elevado al infinito, con el mismo desdén olímpico por la virtud y con un acceso inmediato y automático al caudal de conocimiento humano disponible en la red. Ante tal colosal adversario, Sócrates se lanzaría de nuevo al “combate” y a la “guerra”. Al fin y al cabo, esa lucha infatigable por la verdad es lo que nos hace humanos, la esencia misma que nos distingue de las máquinas pensantes, tan listísimas como idiotas, tan ricas en datos como vacías de ideas.
¿Quién se proclamaría vencedor en este nuevo duelo? Mirando a la historia, no parece que el padre de la filosofía occidental tuviera suerte en sus augurios frente a los avances tecnológicos. Es bien conocida, por ejemplo, su fobia a la escritura. “No producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria”, sostiene Sócrates en Fedro. Y añadía sobre quienes confiasen en las letras: “Cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes”. Si los presagios de hoy ante la inteligencia artificial terminan gozando del mismo éxito, la batalla está decidida: el futuro pertenece a Gorgias.























[ARCHIVO DEL BLOG] Adoquines de la memoria. [Publicada el 12/12/2017 ]










A diario camino por calles en las que décadas atrás, allá por los años cuarenta del siglo pasado, sonaban las sirenas, ardían las casas, se hacinaban los escombros, escribe en El Mundo el escritor y profesor Fernando Aramburu. Sobrevivieron pocos vestigios de aquella época en el mobiliario urbano, comienza diciendo. Las calles y las avenidas conservan sus nombres antiguos a condición de que estos no hagan referencia a personas vinculadas en calidad de cómplices con la historia criminal del nacionalsocialismo. También la ciudad, muy cambiada de aspecto, se sigue llamando como entonces, Hannóver, donde resido. Hay que andar bastante para encontrar fachadas anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Algunos edificios recobraron parte de su aspecto original tras ser reconstruidos. Mueren los ancianos y con ellos se va esfumando la memoria viva de aquellos años terribles.
A veces, yendo por aquí o por allá, uno se topa con unos pequeños bloques de latón incrustados en el suelo, ante la entrada de ciertas casas. El número es variable. Lo mismo hay un bloque que dos. No lejos de mi domicilio puede verse un grupo de cuatro, cada uno de ellos dedicado a un miembro de una familia apellidada Hein. Tienen forma de adoquín con las aristas y las esquinas redondeadas. En su cara superior, de un tamaño de 10 por 10 centímetros, figura el nombre, grabado en el metal, de una víctima del nacionalsocialismo, así como unos cuantos datos de su trágico destino. Traduzco un ejemplo: Aquí vivía Henriette Gottschalk, nacida Rothschild, en 1849, deportada en 1942 a Theresienstadt, muerta el 20.10.1942. A pocos pasos de allí, delante de otro portal, hay un adoquín dedicado a una mujer que sobrevivió. Es frecuente leer el nombre de Auschwitz y la palabra asesinado. Quizá la casa donde vivían las personas evocadas fue destruida durante los bombardeos. En tal caso, el adoquín se emplaza en un lugar aproximado.La palabra alemana que designa estos adoquines brillantes es Stolperstein, compuesta de stolpern, tropezar, y Stein, piedra. El vocablo se resiste a una traducción precisa. He leído por ahí la forma española «piedras de tropiezo». Con todos mis respetos, no me parece acertada. Los adoquines fueron concebidos en 1992 por el artista Gunter Demnig. Se trata, pues, en su origen, de una iniciativa particular cuyo objetivo es la creación de un monumento descentralizado, disperso por países y ciudades, en honor de las víctimas del nacionalsocialismo; no de todas juntas, en montón estadístico, sino singularizada cada una de ellas con su nombre y unos datos intransferibles. Es imposible recordar a todas las víctimas. Harían falta más de seis millones de adoquines. Yo celebro que no siempre se delegue la gestión de la memoria colectiva, sobre todo si está empañada de dolor, en la clase política.
El abanico de infortunios (o de crímenes) abarca los asesinatos, las deportaciones, las expatriaciones forzosas o la inducción al suicidio. He averiguado que en el verano de 2017 habían sido colocados en torno a 61.000 adoquines, no sólo en Alemania. Cada uno cuesta unos 120 euros, aunque presumo que habrá variaciones en el precio de unos lugares a otros. Se financian mediante donativos. Hay adoquines repartidos por veintiún países europeos. Pueden verse asimismo en Cataluña, donde honran la memoria de algunos republicanos españoles recluidos en campos de concentración nazis.
Gunter Demnig colocó el primer adoquín el año 1992 frente al Ayuntamiento de Colonia. ¿Su propósito? Fijar en el recuerdo la deportación, cincuenta años atrás, de un millar de gitanos. La piedra albergaba en una oquedad interior una copia del decreto firmado con dicho fin por Heinrich Himmler. Fue sustraída en 2010, se ignora si por discrepancias ideológicas o por afán de coleccionismo. No está de más precisar que en los primeros años los adoquines de la memoria fueron colocados sin permiso municipal. La primera ciudad que los autorizó expresamente fue Salzburgo en 1997.
Los adoquines de la memoria merecen en Centroeuropa una aceptación general, pero no completa. Muchos transeúntes pasan por encima de ellos sin prestarles atención o sin tener idea ninguna de lo que significan. Puede asimismo suceder que, en determinadas fechas, manos anónimas depositen junto a los adoquines velas encendidas o flores. Así, por ejemplo, cada 27 de enero, cuando se celebra el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, o al llegar el 9 de noviembre, cuando se recuerdan los pogromos de 1938. No han faltado los actos vandálicos de signo ultraderechista en forma de ataques con pintura o robos. A principios de 2017, en Dresde, los adoquines de la memoria aparecieron cubiertos de notas con nombres de ciudadanos muertos durante los bombardeos de los aliados en febrero de 1945, en un intento burdo de neutralizar unas víctimas con otras.
La iniciativa ha suscitado igualmente debates no exentos de polémica. De "insoportable" llegó a tildarla Charlotte Knobloch, quien años atrás presidió el Consejo Central de los Judíos en Alemania. Su argumento, por descontado respetable, reposa en la metáfora de la memoria pisoteada. Dicho de otro modo, las pisadas de los transeúntes, deliberadas o no, supondrían una vejación para las víctimas del nacionalsocialismo, lo mismo que la suciedad acumulada sobre los adoquines, con no imposible aportación canina. Otras voces judías se distanciaron públicamente de esta opinión. El propio vicepresidente del Consejo Judío, Salomon Korn, respaldó sin tapujos el proyecto de Gunter Demnig. Puestos a confrontar una metáfora con otra, se ha llegado a argüir que bajar la mirada para leer las inscripciones comporta una inclinación de respeto.
No han faltado ciudades (Múnich, que yo sepa) cuya autoridad municipal prohibió la colocación de adoquines de la memoria acogiéndose a las ordenanzas, a la manera como la alcaldía de San Sebastián mandó, tiempo atrás, retirar las placas de recuerdo de algunas víctimas de ETA, instaladas por Covite en algunas fachadas de la ciudad. Vecinos ha habido en Alemania que se opusieron al proyecto de los adoquines de Demnig alegando que sus viviendas perdían valor o que los inquilinos se exponían a agresiones de activistas de ultraderecha.
España no es el único país para el cual la memoria de los hechos sangrientos de su pasado constituye un motivo frecuente de disensión. El viejo dicho, según el cual conviene cultivar el recuerdo de las injusticias y los desmanes históricos para que no se repitan en el futuro, lo considero una bondadosa pompa de jabón. A las víctimas cercanas en el tiempo, la memoria les ofrece un espacio, acaso el único y cada vez más tenue, para una posible reparación y también para la solidaridad y el afecto de algunos, antes del olvido definitivo. La llamada memoria histórica debería servirnos para algo más que ajustar cuentas, reavivar rencores o tratar de cambiar a voluntad el signo de los viejos tiempos. Redundaría en provecho de la sociedad si valiera para hacer de cada uno de nosotros, o al menos de muchos, mejores personas. No sé, más serenas, más sensibles, mejor educadas. Yo, por si acaso, he tomado la costumbre de no pasar sobre los adoquines de la memoria sin detenerme un instante a leerlos.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












martes, 24 de enero de 2023

De los adalides del capitalismo

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Antonio Muñoz Molina, va sobre los adalides del capitalismo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.










Siempre lo supieron
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
21 ENE 2023 - El País

En el plazo de poco más de una semana hemos sabido que los últimos ocho años han sido los más cálidos desde que existen registros de temperaturas, y también que la compañía petrolífera Exxon Mobil tuvo antes que nadie la información científica suficiente para prever ese calentamiento y para determinar su causa. En 1980, nadie hablaba todavía de cambio climático. Había incluso predicciones sobre la inminencia de un nuevo período glacial. Pero fue entonces cuando un superpetrolero propiedad de Exxon que cubría el trayecto entre California y el golfo Pérsico fue equipado en secreto y por primera vez con sensores que medirían los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera y en el agua del mar. Año tras año, acaba de saberse ahora, equipos de científicos al servicio de la compañía acumularon datos y crearon modelos matemáticos de una capacidad predictiva tan asombrosa como el cinismo de los ejecutivos que llevan cuatro décadas negando lo que ellos supieron antes que nadie.
Exxon Mobil, igual que las otras petrolíferas que dominan el mundo, han seguido amasando beneficios que nadie puede calcular con el pleno conocimiento de que alimentaban una catástrofe de escala planetaria, y al mismo tiempo, sin el menor escrúpulo, han invertido cantidades colosales de dinero —ínfimas para ellos— no ya en esconder la información que poseían, sino además en negar su evidencia, en sembrar la confusión y la duda, y en comprar a políticos y personajes influyentes y financiar campañas de propaganda y manipulación, saboteando legislaciones protectoras del medio ambiente, desacreditando las energías renovables, alimentando el negacionismo climático o, más sutilmente, la supuesta incertidumbre científica sobre las causas del calentamiento global y hasta su realidad.
En un libro demoledor, Mercaderes de la duda, publicado en España por Capitán Swing, Erik M. Conway y Naomi Oreskes revelan el entramado de astucia y desvergüenza y la enormidad de los recursos invertidos en la construcción de una mentira que se presenta insidiosamente como una muestra de escepticismo y cautela racional, incluso de insobornable rigor científico. Los gobiernos son débiles, las políticas de transformación ambiental son siempre difíciles y pueden ser impopulares, los recursos públicos limitados: el dinero y el poder que acumulan compañías como Exxon Mobil pueden comprarlo y manipularlo todo, y además esconder la evidencia de su propia manipulación. En los años noventa, cuando sus propios informes ya alertaban, con palabras literales, de “un cambio potencialmente catastrófico”, Exxon publicaba anuncios a página entera en el New York Times desmintiendo que hubiera pruebas de la influencia negativa de la quema de combustibles fósiles, y sugiriendo que el calentamiento, en caso de existir, podría tener efectos benéficos.
Los mercaderes de la duda aplicaron un modelo de metódico engaño que había probado su eficacia durante al menos medio siglo, el de las compañías tabaqueras. Fomentar el cáncer de garganta y de pulmón es un negocio tan rentable como envenenar la atmósfera y arruinar la biosfera. Mucho antes que los servicios de salud pública, los empresarios del tabaco habían tenido las pruebas de la letalidad de su mercancía, pero la cuenta de resultados dependía tanto de la del incremento de la adicción y la muerte que valía la pena invertir lo que fuera en ocultar la verdad y en sembrar la confusión y la duda cuando esa ocultación ya no era posible. El vaquero machote que cabalgaba en el anuncio de Marlboro había muerto de cáncer de pulmón por culpa del tabaco, pero aún quedaban expertos venales y lujosos despachos de abogados dispuestos a entorpecer las medidas legales contra el tabaquismo, e incluso almas tenaces cuyo sentido extraviado de la rebeldía les llevaba a vindicar como ejercicio de libertad personal lo que no es ni ha sido nunca más que un cautiverio destructivo.
Ellos siempre son los primeros en saber. Los magnates de las empresas tecnológicas son tan conscientes del daño que pueden hacer sus productos que en las escuelas de élite de Silicon Valley no están permitidas las pantallas. Un exdirectivo de Facebook declaraba hace poco: “No sabemos lo que estamos haciendo a los cerebros de nuestros hijos”. También los dueños de la compañía Purdue Pharma tenían la certeza de que el opiáceo OxyContin era más adictivo que la cocaína y de que cuantas más personas se engancharan a él y más devastadores fueran sus efectos personales y sociales mayores dividendos les regalaría.
No estoy seguro de que las compañías petrolíferas tengan miedo de verse sometidas, como las tabaqueras en Estados Unidos en los años noventa o como los dueños de Purdue Pharma, a demandas judiciales que les cuesten miles de millones. Ganan tanto dinero que hasta la multa más cuantiosa que pueda imponerles un Estado o un tribunal les parecerá risible. No hay poder en el mundo equiparable al suyo. No hay calamidad que no les favorezca ni crisis de la que no salgan fortalecidas. En un tiempo de empobrecimiento para la inmensa mayoría leo en este periódico: “Las refinerías de Repsol multiplicaron por seis su margen de ganancia”. La legitimidad del capitalismo se basa en la doctrina de que el enriquecimiento de las empresas privadas favorece el bienestar general, pero esa lógica se quiebra con el espectáculo obsceno de una prosperidad que se alimenta directamente de la pobreza, de la guerra, de la enfermedad, de la muerte. “Repsol, como el resto de colosos petroleros mundiales, vivió en 2022 un año de vino y rosas”, dice el periódico. “La reciente fase de escasez de gasolina y, sobre todo, de gasóleo en Occidente a raíz de la guerra ha provocado un drástico aumento de los beneficios en las refinerías”. Los Estados no disponen de medios para sostener la sanidad pública. Incluso teniendo contratos dignos de trabajo, muchas personas no pueden costearse el alquiler de una vivienda. Hay niños que llegan a la escuela sin haber desayunado. En los nueve primeros meses del año pasado, sigo leyendo en el periódico, Repsol se anotó un beneficio de 3.200 millones de euros, “un 66% más que en el mismo periodo de 2021″.
Los países más pobres, que son los más azotados ya por el cambio climático y los menos culpables de sus causas, exigen en vano ayudas económicas que serían apenas una fracción de los beneficios que esas compañías siguen acumulando a costa de la aceleración del desastre. Ahora ya sabemos todos lo que descubrieron a principios de los años ochenta los científicos de Exxon Mobil, y lo que sus ejecutivos han hecho tanto esfuerzo por esconder a lo largo de estas cuatro décadas, mientras la curva de sus beneficios dibujaba una trayectoria ascendente paralela a la de la acumulación en la atmósfera de gases de efecto invernadero. Estos han sido también los 40 años en que los Estados y las instituciones internacionales se han ido debilitando, sometiéndose a las presiones de fuerzas económicas formidables que han impuesto por todas partes la eliminación de las garantías legales y las regulaciones que en Estados Unidos durante el New Deal y luego en la Europa de posguerra sirvieron para poner límites a la codicia y al abuso de los más poderosos y favorecer un cierto grado de justicia social. También los señores de las finanzas sabían antes de 2008 que la burbuja de especulación que los estaba enriqueciendo era insostenible, y también ellos se arreglaron para ser los únicos que no pagaran las consecuencias de su propio delirio. Millones de personas se quedaron sin casa, pero ningún banquero fue a la cárcel. Solo un masivo impulso progresista en una institución democrática supranacional como la Unión Europea tendría algo de la fuerza necesaria para poner coto a esta gente. Es una pobre esperanza, pero me temo que no hay otra.

























[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Una Constitución mundial? [Publicada el 17/04/2020]









Un grupo de filósofos y activistas proponen una norma que sirva de “brújula de todos los Gobiernos para el buen gobierno del mundo". Y si las crisis globales exigen soluciones globales, ¿no sería la hora de crear una Constitución  mundial?, se pregunta en El País [Las crisis globales exigen soluciones globales. El País, 3/4/2020] el periodista y escritor Braulio García Jaén. 
"Los periodos prolongados de calma favorecen ciertas ilusiones ópticas”, decía el escritor alemán Ernst Jünger en La emboscadura: “Una de ellas es la suposición de que la inviolabilidad del domicilio se funda en la Constitución, se encuentra asegurada por ella -comienza diciendo García Jaén-. En realidad la inviolabilidad del domicilio se basa en el padre de familia que aparece en la puerta de la casa acompañado de sus hijos y empuñando un hacha”. La catástrofe desencadenada por el coronavirus podría considerarse uno de esos momentos que Jünger considera de la verdad, a condición de cambiar de escala. En mitad del caos, donde Jünger veía al padre como garante de la seguridad, ahora reaparece el Estado —nacional— como el garante último de la vida de sus ciudadanos. Más allá de bienintencionados acuerdos internacionales y esferas supranacionales como la Unión Europea, papá Estado parece el único capaz de garantizar la inviolabilidad del territorio y proteger a sus nacionales.
Pero ¿tiene sentido cerrar las fronteras para luchar contra el coronavirus? ¿No es ese retorno a la soberanía nacional una reacción melancólica frente a un peligro sin pasaporte? ¿No recuerda ese gesto en el fondo a las colas que hemos visto formarse ante las tiendas de armas en Estados Unidos? ¿No era eso matar moscas a cañonazos? Un grupo de juristas y activistas ha elegido un camino muy distinto y, a pesar del momento crítico y convulso actual, ha lanzado una idea colosal: una Constitución de la Tierra como herramienta de gobernanza global. Frente al reflejo nacional, la imaginación cosmopolita quiere avanzar en la globalización del derecho.
“No es una hipótesis utópica”, dijo el exmagistrado y filósofo del derecho italiano Luigi Ferrajoli durante la primera asamblea de este movimiento en Roma el 21 de febrero pasado. “Al contrario, se trata de la única respuesta racional y realista al mismo dilema que Thomas Hobbes [autor de Leviatán y teórico del Estado moderno] afrontó hace cuatro siglos: la inseguridad general de la libertad salvaje o el pacto de coexistencia pacífica sobre la base de la prohibición de la guerra y la garantía de la vida”, explicó.
El contexto de la asamblea era a la vez antiguo y rabiosamente actual: la Biblioteca Vallicelliana, una institución tan vieja como Hobbes, y en la capital de Italia, que detectaba entonces el primer contagio local por el virus. Pero la idea lleva años fraguándose, promovida por el periodista italiano Raniero La Valle, y se había anunciado formalmente en Roma en diciembre de 2019, cuando el coronavirus era aún una realidad sin nombre ni reconocimiento oficial en China. “Hace años que se viene trabajando en una misma dirección, aunque desde diferentes perspectivas, como la necesidad de un nuevo contrato social”, cuenta por teléfono desde Buenos Aires, Argentina, Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz y otro de los promotores. Ahora la necesidad es viral y vital.
“La Constitución del mundo no es el Gobierno del mundo, sino la regla de compromiso y la brújula de todos los Gobiernos para el buen gobierno del mundo”, en palabras de Ferrajoli, autor de Constitucionalismo más allá del Estado (Trotta, 2018). El sujeto constituyente no sería esta vez un nuevo Leviatán, sino los habitantes del mundo, “la unidad humana que alcance la existencia política, establezca las formas y los límites de su soberanía y la ejerza con el fin de continuar la historia y salvar la Tierra”, afirmó en Roma. El proceso exige la adhesión de los Estados.
La destrucción del medio ambiente, el clima, el hambre o la seguridad de los migrantes parecían los problemas más urgentes hasta la pandemia que ha desatado la peor crisis desde la II Guerra Mundial, según Naciones Unidas. Pero no todo el mundo ve oportuna una iniciativa así en un momento como este.
“La Constitución de la Tierra es la carta de Naciones Unidas”, dice Josu de Miguel, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Cantabria. “Y si tenemos dificultades para la afirmación de una noción básica de derecho internacional para todos los pueblos, el paso a una Constitución de la Tierra me parece ingenuo”, añade. Además, para De Miguel, que se doctoró con una tesis sobre el Consejo de Europa, “el elemento utópico puede ser contraproducente”.
El final de la II Guerra Mundial es el punto de referencia, tanto para quienes defienden dar ese paso como para sus detractores. “Si al final de la guerra nos hubieran dicho que hoy iba a haber una Corte Penal Internacional, o que en Europa y América Latina la convención de los derechos humanos se iba a imponer a los Estados, no nos lo hubiéramos creído”, afirma Luis Arroyo Zapatero, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Castilla-La Mancha, en favor de la idea del constitucionalismo planetario. De Roma salieron, en 1957, los tratados fundacionales de la actual Unión Europea, “que entonces era una idea extravagante de los franceses y, casi en exclusiva, de Jean Monnet”, añade Arroyo.
“Los que idearon la Comunidad [Económica Europea, germen de la UE] escaparon siempre a la ingenuidad del momento utópico”, recuerda De Miguel, autor de Kelsen versus ­Schmitt. Política y derecho en la crisis del constitucionalismo (Guillermo Escolar Editor, 2019). “Por eso pensaron en el funcionalismo: empezar con objetivos pequeños, ir consolidándolos, trabajando por la integración y que a partir de esos elementos se vaya creando la comunidad política”, explica.
La UE tuvo un momento constitucional. “En 2004 se pensó que si movilizamos una Constitución, movilizaremos una comunidad política. Pero no funciona así, quizá los ciudadanos creen que las Constituciones las hacen los pueblos, unos parlamentarios en una asamblea constituyente, etcétera”. En 2005, el proyecto de Constitución europea encalló en los referendos de Francia y Holanda, que votaron en contra. Pero los derechos fundamentales están garantizados en la práctica por los tratados y el Tribunal de la UE.
“La Constitución europea fracasó por la prevalencia de los nacionalismos”, recuerda Ferrajoli por teléfono desde Roma. “Por el analfabetismo de los soberanistas”, dice en referencia a la versión actualizada de las teorías de Carl Schmitt —sin pueblo no hay Constitución— que para él representan Salvini en Italia y Orbán en Hungría, pero también los “ricos” del norte. “No hay ningún pueblo unitario, la voluntad del pueblo es al final la voluntad del jefe”, añade Ferrajoli, que subraya el pasado nazi de Schmitt.
Para Ferrajoli, una Constitución no es la voluntad de la mayoría, sino la garantía de todos. La Constitución mundial obligaría a proteger la igualdad, el derecho a la no discriminación o la salud. Derechos que pertenecen a “la esfera de lo no decidible” y que no pueden estar a merced de las mayorías. Nadie, dice, está hablando de un Estado mundial: “Cada país deberá poder seguir decidiendo sobre lo decidible”, es decir, las políticas que no violentan los derechos fundamentales.
Con 2.500 millones de personas confinadas en el mundo, la crisis sanitaria prueba, en su opinión, que solo las “soluciones globales” garantizan nuestra supervivencia. “Es absurdo que acumulemos armamentos para la guerra y que no acumulemos mascarillas para una pandemia”, añade Ferrajoli. ¿Está la comunidad internacional madura para una propuesta como la suya? “No soy tan ingenuo: es un proceso que tardará muchos años, pero es necesario lanzar el debate público”.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt