La imparcialidad e independencia de los jueces, como el valor en los militares, se presupone. Yo, al menos, se las presupongo. A ello habría que sumar su capacidad, que es mucho presuponer, dado sus sistema de selección y nombramiento. Lo malo es que esas presunciones bienintencionadas no parecen ser suficientes para garantizar el buen funcionamiento de la justicia española. Y si encima detenemos nuestra mirada en su máximo órgano de gobierno, el malhadado Consejo General del Poder Judicial, la opción más responsable sería de la resolver los pleitos judiciales por el sencillísimo y económico procedimiento del "a cara o cruz". Sí, lo reconozco, esto último es una boutade, pero no voy a insistir en el asunto. Los lectores asiduos de Desde el trópico de Cáncer conocen ya sobradamente mi opinión al respecto. En cualquier caso, me sumo complacido al chequeo que del sistema judicial español realiza Francisco Sosa Wagner, jurista, catedrático, escritor y exdiputado del Parlamento Europeo en su libro La independencia del juez: ¿una fábula? (Madrid, La esfera de los libros, 2016), invitándoles a la lectura de la reseña que de dicho libro realiza el también profesor y catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Santiago, Roberto L. Blanco Valdés, en el número de julio de Revista de Libros.
Enseñaba en la Universidad de Santiago hace ya años, comienza diciendo Blanco Valdés, un profesor víctima el pobre en grado sumo de un pecado –el de inmodestia– que, además de a muchos universitarios, suele atribuirse con carácter general a un cierto pueblo de América del Sur. Y ello hasta el punto de que al tal profesor podría aplicársele la conocida jerigonza que se ha generalizado para definir a esos nuestros fantasiosos hermanos del otro lado del Atlántico: que si hubiera sido posible comprarlo por lo que valía y venderlo por lo que él estaba convencido de valer, el negocio habría resultado sin duda macanudo. Era así que entre las muchas ocurrencias de aquel hombre realmente singular figuraba su convencimiento berroqueño sobre la utilidad indudable de las máquinas como instrumento sustitutivo del trabajo de los jueces. ¡Pobres Jueces! Pero permítanme explicarme: según el conspicuo profesor compostelano, que lo mismo escrutaba las estrellas con un pintoresco telescopio de factura manual que pintarrajeaba un encerado con fórmulas incomprensibles muy probablemente para él mismo, era posible diseñar una maquina prodigiosa capaz de sentenciar con precisión científica perfecta una vez se le hubieran suministrado al artilugio los datos necesarios para la realización de su labor: primero, las particulares circunstancias del caso objeto de litigio; luego, las normas aplicables al pleito para darle solución. Con unas y otras en su vientre de metal, podría el artefacto, en un santiamén, dictar una sentencia con la misma precisión con que otros sirven emparedados de atún o suministran Coca-Cola tras introducir por la correspondiente ranura una moneda.
La idea descabellada de aquel genio quijotesco, cuyas extravagancias procedían quizá también del poco dormir y mucho leer, nacía en realidad de una extendida convicción que nadie expresó con la claridad y concisión con que lo hizo en su día uno de los más importantes pensadores políticos modernos: Montesquieu. En el capítulo más célebre de su obra más notable (Del espíritu de las leyes), dedicado a al estudio de la Constitución de Inglaterra, formuló Montesquieu para la historia, sin otro gran precedente que el de John Locke en su Segundo tratado sobre el Gobierno Civil, una de las teorías llamadas a tener más influencia en el futuro Estado constitucional que estaba en Francia por nacer y que los ingleses ya ensayaban, a trancas y barrancas, desde finales del siglo XVII: la teoría de la división o separación de los poderes. El pensador francés, como es de sobra conocido, afirmará la existencia de tan solo tres poderes: «El de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares». Es decir, el de legislar, el de gobernar y el de juzgar. Tales poderes habrían de estar separados como único medio de asegurar la libertad, pero sólo dos de ellos se atribuirían, en la lógica estamental en la que aún reflexionaba Montesquieu, a instituciones preexistentes: el poder legislativo, «al cuerpo de nobles y al cuerpo que se escoja para representar al pueblo»; el poder ejecutivo, a un monarca. ¿Y el judicial? El poder judicial deberían ejercerlo «personas del pueblo, nombradas en ciertas épocas del año de la manera prescrita por la ley, para formar un tribunal que sólo dure el tiempo que la necesidad lo requiera». Será precisamente la no adscripción estamental de la función jurisdiccional la que explicará el hecho de que Montesquieu insista en que el judicial no tiene en realidad el carácter de un auténtico poder: «De esta manera, el poder de juzgar, tan terrible para los hombres, se hace invisible y nulo, al no estar ligado a un determinado estado o profesión», afirmará el filósofo francés, para añadir líneas después: «De los tres poderes de que hemos hablado, el de juzgar es, en cierto modo, nulo. No quedan más de dos que necesiten un poder regulador para atemperarlos». El gran philosophe extrae finalmente las consecuencias coherentes con la naturaleza de poder nulo, es decir, de no poder, de quienes administran la justicia: «Los jueces de la nación no son más que un instrumento que pronuncia las palabras de la ley [«la bouche qui prononce les paroles de la loi» en el original], seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes». Y ello hasta el punto de que, si aquellas resultasen severas en exceso, a quien en su caso correspondería moderarlas sería al propio cuerpo legislativo y no a los jueces.
«La bouche qui prononce les paroles de la loi»: leída desde hoy día la conclusión final de Montesquieu, apunta con toda claridad al carácter puramente mecánico del acto de juzgar, planteado en fin de cuentas como la mera solución de un silogismo en el que la premisa mayor sería el hecho que se somete a la consideración del juez y la menor, la norma o normas que aquel debería aplicar para obtener la necesaria conclusión o, en otras palabras, su sentencia. Ciertamente, si juzgar fuera tal cosa, no sólo yo habría aquí sometido a injusta sátira al profesor compostelano que trabajaba en su robot sentenciador, sino que resultaría de todo punto innecesaria una garantía que el adecuado ejercicio de la función jurisdiccional ha convertido en resueltamente indispensable: la independencia judicial. Y es que, si los jueces fueran en realidad, en la aplicación del Derecho, unos autómatas, no resultaría indispensable protegerlos frente a las posibles presiones, de cualquier naturaleza, que podrían recibir en el ejercicio de la función jurisdiccional, presiones que, como es obvio, cuando son atendidas por sus destinatarios, pervierten el imprescindible sometimiento de los jueces al imperio de la ley, fuente primordial de legitimación del inmenso poder que la sociedad pone en sus manos. Pues, aunque no cabe duda de que es el respeto a la ley lo que convierte en fin de cuentas a los jueces en un poder legítimo en el Estado democrático –no podría serlo, desde luego, en ningún caso, el de quienes, sin haber sido elegidos por el pueblo, juzgasen con arreglo a su leal saber y entender, en lugar de hacerlo sujetándose a las normas que aprueba el propio pueblo a través de sus representantes para que los jueces las apliquen–, resulta igualmente indiscutible que, en su labor aplicadora del Derecho, los jueces no se limitan a resolver mecánicamente un silogismo. La mayoría de las normas son susceptibles de interpretaciones diferentes y resulta por ello inevitable que, en el acto de interpretación de las normas, sin el cual la aplicación del Derecho es imposible, no influyan en mayor o menor grado las ideas de los jueces, que son personas de este mundo, vinculadas, por tanto, a ideologías, valores, intereses y prejuicios que, lógicamente, terminan influyendo en la aplicación judicial de la ley al caso objeto de litigio. Pero una cosa, claro está, es la irremediable subjetividad en la labor de interpretación-aplicación del Derecho –que explica que, para tratar de corregirla, exista todo el sistema de recursos– y otra muy distinta que el juez realice su importantísima labor siguiendo ordenes, instrucciones o consejos de personas, instituciones o poderes que, de existir, perturbarían con toda claridad la recta administración de la justicia a la que debe aspirar todo Estado de Derecho.
Esa es, claro, la razón por la que la mayoría de los textos constitucionales que la Revolución liberal alumbró entre los momentos finales del siglo XVIII e iniciales del siglo XIX recogen la garantía esencial de la independencia judicial, aunque no siempre con esa fórmula moderna, sino con la que entonces le serviría habitualmente de expresión: la de la inamovilidad de los jueces en sus cargos. La relación entre inamovilidad e independencia resulta, por lo demás, de una meridiana claridad, pues nada hay que contribuya en mayor medida a la independencia de los jueces respecto de cualquier poder público o privado que la imposibilidad de removerlos de forma arbitraria –es decir, sin sujeción a la ley y en los casos tasados que aquella determina– de los puestos que tienen legalmente atribuidos. La inamovilidad de los jueces no es, desde luego, condición suficiente para garantizar la independencia judicial, pero sí completamente necesaria. Así se pondrá de relieve en el debate constitucional norteamericano, en el que podrá constatarse con gran rotundidad el importantísimo papel que los Padres Fundadores atribuyen al binomio inamovilidad-independencia. Es verdad que ni la Declaración de Derechos de Virginia (1776) ni, posteriormente, ninguna de las primeras diez enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos, aprobadas en conjunto en 1791 como una especie de Bill of Rights al texto federal, garantizan expresamente la independencia y/o la inamovilidad de los jueces. Pero sí lo hará la Constitución de los Estados Unidos de América (1787) con una fórmula similar a la que, según veremos de inmediato, utilizaron las primeras Constituciones aprobadas en nuestro continente: la de que «[…] los jueces, tanto de la Corte Suprema como de las inferiores, continuarán en sus puestos mientras observen buena conducta […]» (artículo III, sección 1). En todo caso, y ello debe subrayarse, la idea de que un Estado constitucional no puede existir sin una judicatura independiente formó parte central de la reflexión constitucional estadounidense. Para comprobarlo, basta leer lo que a ese respecto escribe Alexander Hamilton en el artículo número 78 de El Federalista, que ha pasado a la historia como uno de los textos más importantes de esa obra trascendental de la teoría política y constitucional. Hamilton proclama, en primer lugar, que la independencia judicial es un principio básico de cualquier Estado constitucional digno de tal nombre («La independencia completa de los tribunales de justicia es particularmente esencial en una Constitución limitada»), para añadir, acto seguido, que la mayor seguridad para tan importante independencia procede de la garantía de la inamovilidad: «Nada puede contribuir tan eficazmente a [la] firmeza e independencia [del poder judicial] como la estabilidad en el cargo», razón por la cual «esta cualidad ha de ser considerada con razón como una cualidad indispensable en su Constitución y asimismo, en gran parte, como la ciudadela de la justicia y la seguridad públicas». Será, a la postre, esa doble convicción la que explique la importancia que los constituyentes norteamericanos concederán al citado binomio inamovilidad/independencia en el texto constitucional que habían elaborado en Filadelfia y cuya defensa asume Hamilton con su decisiva contribución a los Federalist Papers.
Como en tantos otros ámbitos, la sabia reflexión constitucional de los revolucionarios norteamericanos, que avanzaba tanto los problemas que iba a encontrarse en el futuro el entonces naciente Estado liberal como muchas de sus posibles soluciones, tuvo un claro reflejo en los textos europeos que desbrozaron el camino del constitucionalismo. El primero en el tiempo, el francés de 1791, recogió sin titubeos la garantía esencial de la inamovilidad judicial al afirmar que los jueces no podrían «ser destituidos, a no ser por prevaricación debidamente juzgada, ni suspendidos más que por una acusación admitida». Tan relevante principio se complementaba con la proclamación de lo que hoy conocemos como el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley: «Ningún mandato ni otras atribuciones o avocaciones que no sean aquellas que se determinen en las leyes, podrá atribuir a los ciudadanos un juez diferente al que la ley les haya asignado» (artículos 2 y 4, capítulo V, sección III, título III). Con una redacción legal más clara y más completa, en la primera de las Constituciones españolas se incluían también el principio y el derecho referidos. El segundo quedaba recogido en el artículo 247 del texto gaditano: «Ningún español podrá ser juzgado en causas civiles ni criminales por ninguna comisión sino por el tribunal competente determinado con anterioridad por las leyes». En cuanto al principio central de la inamovilidad como garantía de la independencia judicial, la Constitución de 1812 no era menos terminante: «Los magistrados y jueces no podrán ser depuestos de sus destinos, sean temporales o perpetuos, sino por causa legalmente probada y sentenciada, ni suspendidos, sino por acusación legalmente intentada» (artículo 252).
¿Ha funcionado en España a lo largo de la historia y funciona hoy en nuestro país de forma efectiva el sistema de inamovilidad/independencia judicial como aquel inmejorable instrumento que, en palabras de Alexander Hamilton, podían los gobiernos discurrir para asegurarse la administración serena, recta e imparcial de las leyes? A ambas preguntas, aunque no sólo a ellas, trata de dar respuesta Francisco Sosa Wagner en un libro escrito con el rigor del brillante jurista que sin duda es el autor, la prosa de notable calidad a que sus lectores estamos ya bien acostumbrados y un finísimo sentido del humor que ayuda a entender, mejor si cabe, las peculiaridades de una evolución marcada por multitud de triquiñuelas destinadas a desvirtuar por medio de la ley lo que disponían las Constituciones, convirtiendo de ese modo en mera caricatura lo previsto en estas últimas, a través de un sistema caciquil de favores y prebendas.
No se anda Francisco Sosa con chiquitas, ciertamente, a la hora de emitir un juicio de conjunto sobre la evolución que la independencia judicial tuvo en España desde el alumbramiento del Estado liberal. Y así, aunque ya en el Discurso Preliminar a la Constitución de 1812, texto que proclamó el principio de la inamovilidad de los jueces en los términos aludidos previamente, don Agustín de Argüelles dejaría constancia solemne de que «la absoluta separación e independencia de los jueces», formaba parte esencial de «la sublime teoría de la institución judicial», la realidad de los hechos discurrió por caminos completamente diferentes: «Vamos a ir viendo –escribe nuestro autor– cómo este deseo, formulado en los albores del siglo XIX, no se verá hecho realidad en todo el siglo». ¿Por qué? El detallado recorrido histórico que realiza Sosa Wagner no deja lugar a dudas sobre la correcta respuesta a tal cuestión: porque durante todo el período constitucional previo a la aprobación de la Constitución de 1978 la intromisión del poder ejecutivo en la designación de los magistrados fue tan descarada como insidiosa y permanente. Por eso pudo escribir el jurista Florencio García Goyena a comienzos de la Regencia de Espartero que «casi la mitad de los magistrados y mucha más de la mitad de los jueces fueron lanzados de sus plazas a título de suspensión que se convirtió en cesantía». La depuración de los jueces por motivos políticos, en un país donde las recurrentes mudanzas de Constitución (1812, 1837, 1845, 1869, 1876 y 1931, más las frustradas de 1856 y 1873) se traducían en constantes cambios de régimen, llevó a la España de los cesantes, los amigos políticos, las recomendaciones generalizadas y las clientelas partidistas como forma de acceso a la función pública, esa que describirá Benito Pérez Galdós de forma magistral en novelas como Miau, La de Bringas o La desheredada. No tiene sobre todo desperdicio el diálogo que en otra novela del mismo autor, Doña Perfecta (1876), esta mantiene con varios personajes del relato, conversación que ilustra de forma insuperable la interinidad de facto a que estaban sujetas todas las autoridades –también las judiciales– en la España de comienzos de la Restauración. Un poco antes, apenas abierta la segunda mitad del siglo XIX, Juan Bravo Murillo había intentado «acabar con el espectáculo de las cesantías y las colas de pretendientes en los despachos ministeriales», pero nada cambió de forma sustancial, lo que explica que los impulsores de La Gloriosa intentaran después del triunfo revolucionario de 1868 una reforma similar para acabar con una situación en la que la intromisión política en la conformación del poder judicial corría en paralelo a su penuria material, según se expresaba en una exposición elevada entonces al Gobierno y que recoge con acierto Sosa Wagner: «Los tribunales españoles están mal establecidos, su mobiliario suele ser hasta indecente a veces y sus recursos son tan mezquinos que no alcanzaron hace poco tiempo en el Supremo de Justicia para comprar tinteros con destino a las mesas». Intromisión política y falta de medios materiales: nada que no nos resulte, por desgracia, conocido.
Los vicios que acechaban la independencia de los jueces no fueron siquiera desterrados cuando la norma más importante aprobada en la materia durante todo el siglo XIX –la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870– introdujo, junto con el principio de la responsabilidad de los jueces, un cambio sideral: su selección a través de oposiciones, es decir, con arreglo al principio de mérito y capacidad característico de cualquier orden burocrático moderno. Sosa Wagner, que no se queda en la superficie de las cosas, bucea en la legislación para lograr ver más allá. Más allá, en efecto, porque si ya la citada Ley Orgánica había previsto la posibilidad de destituir a un magistrado por decreto del Gobierno sin más limitación que la de dar audiencia al Consejo de Estado, una Ley Adicional de 1882 permitía al Gobierno cubrir libremente dos tercios de las vacantes judiciales. Se abusó de forma tan desvergonzada de tal posibilidad que, a principios del siglo XX, un decreto del ejecutivo reconocía, en su preámbulo, la distancia entre el sistema de selección objetiva que la ley de 1870 había previsto y la red de trampas que habían convertido la propia ley en «origen de favoritismos, postergaciones injustificadas y desmoralización interna de la judicatura». La realidad seguía siendo muy similar a la inicial cuando tocaba a su fin el siglo XIX, pese a los intentos recurrentes realizados con la intención de corregirla: el poder político hacía mangas y capirotes con los mismos jueces que deberían haber actuado como un elemento de control de sus acciones.
Nuevos movimientos hacia el cambio marcaron el comienzo del siglo XX, pues, subraya Sosa Wagner, durante su primer tercio se producen avances sustanciales en la funcionarización de los jueces, lo que redundó en la mejora de su capacidad técnica y el aumento de su neutralidad política. De hecho, en 1915, un decreto del Gobierno conservador de Eduardo Dato trató de acabar con la capacidad discrecional del ejecutivo en los nombramientos judiciales. Poco después, durante la dictadura de Primo de Rivera, se crea una Junta Organizadora del Poder Judicial que, formada por jueces y fiscales elegidos corporativamente, asume la trascendental misión de proponer al Gobierno con carácter vinculante normas sobre nombramientos, ascensos y traslados. Pero muy pronto la Junta será sustituida por un Consejo Judicial en el que el Ejecutivo de Primo interviene sin disimulo, de modo que a finales de 1928, ya en sus estertores, la dictadura «se permitió un repaso por el escalafón judicial, dejando un número apreciable de cadáveres insepultos».
La Segunda República, que cambió tanto tantas cosas, mantuvo, sin embargo, la fuerte inercia histórica de la intromisión gubernativa en la esfera judicial. Francisco Sosa, que recuerda oportunamente que el presidente del Tribunal Supremo de Justicia, cuya única exigencia profesional consistía en tener la licenciatura en Derecho, era designado para un período de diez años por el presidente de la República española a propuesta de una asamblea formada por diputados y representantes elegidos por jueces y abogados, recoge, además, un testimonio de valor extraordinario: las reflexiones de Manuel Azaña sobre la independencia judicial o, por expresarlo de forma más precisa, la convicción del gran político republicano de que tal cosa no existía: «Yo no creo en la independencia del poder judicial», sostenía Azaña, en cuyas ideas al respecto («Lo que yo digo es que ni el poder judicial, ni el poder legislativo, ni el poder ejecutivo pueden ser independientes del espíritu público nacional […]») es fácil encontrar un eco, por más sorpresa que ello pueda ahora producir a los lectores, de las formuladas por Maximilien de Robespierre cuando justificaba, en octubre de 1790, y ante la Asamblea Nacional, que las dudas sobre las interpretación de las leyes no debería resolverlas el Tribunal de Casación, sino el propio poder legislativo en tanto que legítimo representante de la nación. «Con este espíritu –escribe Sosa Wagner–, no extraña que las intromisiones en el poder judicial por parte de todos los gobiernos republicanos –de cualquiera de los bienios, y no digamos del Frente Popular– fueran constantes». Ni puede extrañar tampoco, según constata nuestro autor, que el artículo 98 de la Constitución de 1931 («Los jueces y magistrados no podrán ser jubilados, separados ni suspendidos en sus funciones, ni trasladados de sus puestos, sino con sujeción a las leyes, que contendrán las garantías necesarias para que sea efectiva la independencia de los Tribunales») fuera «infringido alegremente en sonadas ocasiones».
El final de esta historia triste de constante confusión entre política y justicia, que desnaturaliza la segunda cuanto más quiere ponerla la primera a su servicio, no podía, claro, ser peor. La Guerra Civil hizo «trizas los escalafones en ambos bandos, cuyas autoridades se dedicaron con celo digno de mayor empeño a limpiarlos de desafectos»; y el franquismo convirtió en hábito que «para el cargo de alcaldes, gobernadores y demás se nombrara a jueces que luego volvían tan tranquilos a su juzgado o se iban directamente al Supremo, lo que ocurría invariablemente con quienes ostentaron el cargo de directores generales de Justicia». Cuando se aprobó en 1978 una nueva Constitución, que era al fin capaz de poner fin al movimiento pendular que había caracterizado un pasado de casi dos centurias, se abrió la posibilidad de romper con una inercia histórica nefasta al servicio de un nuevo tipo de relaciones entre esos dos polos esenciales del Estado democrático de Derecho. La tesis de Sosa Wagner es que «el viento de la democracia ni se llevó tales prácticas ni las convirtió en mustias escorias». La explicación pormenorizada de esa idea constituye sin duda la parte central y de mayor interés de La independencia del juez. ¿Una fábula?, lo que explica que sea en ella en la que me centraré seguidamente, para coincidir en lo esencial con la tesis del autor.
Impulsados por un espíritu muy distinto –opuesto, en realidad– al de sus predecesores en los numerosos procesos constituyentes que se celebraron en España entre 1812 y 1931, los diputados y senadores que redactaron la Constitución de 1978 no sólo trataron por todos los medios de aprobar una norma que recogiese aquello que, más lejano o más cercano a sus posiciones e ideología respectivas, consideraban aceptable la inmensa mayoría de los partidos presentes en las Cortes –no otra cosa fue el célebre consenso–, sino que lo hicieron, además, con la decidida voluntad de resolver los principales problemas que nuestro país venía arrastrando desde hacía un siglo, si no más. Entre ellos –y en medio de otros, como los de configurar un Estado descentralizado, asegurar su aconfesionalidad, someter la administración militar a los civiles, configurar un verdadero sistema de libertades y derechos o asentar una monarquía democrática y, por tanto, fuertemente parlamentarizada– figuraba, sin duda, el de la independencia judicial, desafío que las Cortes elegidas en 1977 decidieron resolver recurriendo a dos instrumentos jurídicos de naturaleza bastante diferente. En primer lugar, dejando constancia en la Ley Fundamental de los dos principios esenciales que hasta ahora han venido refiriéndose, los de independencia e inamovilidad, que la Constitución no se limitaba sólo a proclamar solemnemente en el apartado primero de su artículo 117. Y ello porque la propia Ley Fundamental expresaba, por un lado, el contenido esencial de la inamovilidad («Los jueces y magistrados no podrán ser separados, suspendidos, trasladados ni jubilados sino por alguna de las causas y con las garantías previstas en la ley»: artículo 117.2) y preveía, por otro, la existencia de un rígido sistema de incompatibilidades dirigido a reforzar, junto a la inamovilidad, la independencia judicial: así, mientras se hallasen en activo, los jueces y magistrados no podrían desempeñar otros cargos públicos, ni pertenecer a partidos políticos o sindicatos, de modo que la ley establecería el sistema y modalidades para su asociación profesional; además, deberían sujetarse al régimen de incompatibilidades legalmente previsto con la finalidad de asegurar su total independencia (artículo 127). Ante la posibilidad, en todo caso, de que los principios proclamados y los sistemas previstos para hacerlos efectivos no fueran suficientes para lograr el objetivo perseguido, el constituyente dio, ¡ay!, en segundo lugar, un paso más, con una buena fe que no cabe poner en entredicho, pero quizá con una ingenuidad política de similares proporciones. Hablo, claro está, de la creación de un órgano específico destinado a asegurar la independencia de los jueces: el Consejo General del Poder Judicial.
Sosa Wagner, que otorga a la decisión de las Cortes constituyentes de instituir el Consejo la relevancia que sin duda se merece, destaca tres aspectos de la misma de los que no es posible, a mi juicio, discrepar: en primer lugar, la ya apuntada buena fe de las primeras Cortes democráticas, pues nuestros «beneméritos diputados» deseaban sin duda «contribuir a robustecer la separación de los poderes y a garantizar la independencia del poder judicial»; en segundo lugar, el impulso último que determinó su decisión, relacionado sin duda con el pasado franquista y la necesidad de desapoderar al poder ejecutivo «de sus tradicionales competencias en la administración de justicia», para lo que se estimó indispensable la creación de un órgano propio de gobierno del poder judicial, «independiente, libre de toda mácula, dispuesto a inaugurar una nueva era en la asendereada historia española de las relaciones entre los poderes públicos»; y, en fin, la ausencia de un «debate a fondo y general entre los miembros de la ponencia [constitucional] acerca de la criatura a la que estaban dando cuerpo y alma», es decir, de un debate parlamentario riguroso sobre si el Consejo de nueva creación, vista las experiencias comparadas y, de manera muy especial, la del Consiglio Superiore della Magistratura que venía funcionando en la República Italiana, iba a poder cumplir adecuadamente las tareas que con tanta confianza en el futuro se le atribuían.
Porque aquí, claro, residiría en gran medida la madre del cordero: la Constitución disponía que el Consejo General del Poder Judicial, «órgano de gobierno del mismo», tendría, entre otras, funciones en materia de nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario. Es decir, y siendo claros, el Consejo desempeñaría un papel fundamental en todo lo relativo a la organización y funcionamiento del poder judicial, algo que, según resultaba fácilmente previsible desde el momento mismo de su creación, tendería inevitablemente a convertirlo en un preciado objeto de deseo para quienes tuvieran la intención de influir en las decisiones de ese poder esencial del Estado democrático. Pero el Consejo, dada su configuración y sus funciones, pasó pronto a ser también una institución fundamental para el futuro desarrollo de la carrera profesional por parte de los miembros de la judicatura, quienes, por razones evidentes, tratarán de establecer buenas relaciones con las diferentes corrientes de opinión en torno a las que se agrupaban los miembros del Consejo, en la medida en que, de tenerlas o no tenerlas, pasaría a depender en no pequeña medida el progreso corporativo de los jueces y magistrados, dadas las importantísimas decisiones que quedaban en manos de los miembros del nuevo órgano de gobierno de los jueces.
El legislador constituyente no se limitó, en todo caso, a hacer del Consejo el centro de las más importantes decisiones judiciales no jurisdiccionales, es decir, en la institución judicial de tipo corporativo de mayor relevancia del país, sino que, en un acto que, visto retrospectivamente, resulta sencillamente incomprensible, dejó parcialmente abierta su futura forma de elección. Lo explicaré con sencillez: además de su presidente, que lo es también del Tribunal Supremo, y que elige el propio Consejo, este se compone de veinte miembros: doce de ellos deberán elegirse entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales en los términos que establezca una ley orgánica; cuatro más se elegirán a propuesta del Congreso de los Diputados y los cuatro restantes a propuesta del Senado, en ambos casos por mayoría de tres quintos de los miembros de cada cámara y entre abogados y otros juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional. Parece bastante evidente, a la vista de la redacción del artículo 122.3 de la Constitución, que la intención del constituyente se dirigía a que, de los veinte miembros del Consejo, doce fueran elegidos corporativamente por jueces y magistrados, entre ellos mismos, y los ocho restantes, entre juristas prestigiosos, por una mayoría cualificada de cada una de las dos cámaras de las Cortes Generales.
Tal fue, de hecho, la interpretación que se hizo de nuestra Ley Fundamental por la primera norma que desarrolló sus previsiones en este ámbito concreto: la Ley Orgánica 1/1980, de 10 de enero, del Consejo General del Poder Judicial. Pero, tras la estrepitosa derrota de Unión de Centro Democrático, la llegada al poder del Partido Socialista Obrero Español dio lugar a una polémica reforma legislativa que estaría en el origen de un recurso de inconstitucionalidad presentado por Alianza Popular y de un conflicto entre órganos constitucionales que enfrentó a las Cortes Generales y al Consejo General. Y es que la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, alteró radicalmente el sistema de elección al disponer que todos los consejeros fueran elegidos por las Cortes, diez de ellos por los tres quintos del Congreso de los Diputados (seis entre jueces y magistrados y cuatro entre juristas de reconocida competencia) y los diez restantes por el Senado, con idéntica mayoría y sistema interno de reparto. Aunque esta nueva interpretación, motivo de profundas polémicas en el mundo político y en la esfera judicial, fue considerada no contraria a la Constitución por el Tribunal Constitucional en su sentencia 108/1986, de 29 de julio, la demostración palpable de la envergadura de la brecha que la falta de acuerdo al respecto había provocado entre los partidos y las asociaciones judiciales que son, de un modo u otro, su trasunto, se puso de relieve cuando, tras un nuevo cambio de mayoría parlamentaria, el procedimiento de elección de los miembros del Consejo fue de nuevo reformado, por la Ley Orgánica 2/2001, de 28 de junio, para establecer una especie de sistema mixto, que trata de combinar, con mejor o peor fortuna, la propuesta corporativa y la designación parlamentaria de los doce miembros del Consejo a elegir entre jueces y magistrados.
Los arduos enfrentamientos parlamentarios, y en cierto modo judiciales, derivados del radical desacuerdo sobre su forma de elección –los constantes «enredos» al respecto, escribe Sosa Wagner– no fueron, de todos modos, y esto es sin duda lo verdaderamente relevante, más que la punta del iceberg, la parte visible, del conflicto político partidista en que ha vivido inmerso el órgano de gobierno de los jueces desde su nacimiento mismo. ¿Por qué motivo? El propio Sosa Wagner lo explica con una notable claridad, poniendo el dedo en una llaga que conoce todo el mundo que tenga o haya tenido alguna relación con el que es, sin duda, uno de los principales problemas del poder judicial en España: «El busilis (o el quid) de tanto enredo y tanta diligencia partidaria se debía a que el CGPJ –el pleno del mismo– ostentaría muchas atribuciones, pero entre ellas […] la de nombrar, ¡nada menos!, que a los presidentes de sala y magistrados del Tribunal Supremo, así como a los presidentes de los tribunales superiores de justicia de las comunidades autónomas, y “los demás cargos de designación discrecional”. Ítem más: designaría a los miembros no electivos de las salas de gobierno del Tribunal Supremo, de la Audiencia Nacional y de los tribunales superiores de justicia de las comunidades autónomas. Todo ello en condiciones de discrecionalidad y en medio de la mayor opacidad, porque los vocales del pleno juran o prometen guardar secreto sobre las deliberaciones o acuerdos (aunque pueden emitir votos discrepantes)».
¿Cuál era la casi irresistible tentación que tal sistema suponía para los partidos que, bien directamente –en las Cortes–, bien indirectamente –a través de las asociaciones judiciales vinculadas a ellos en mayor o menor grado–, iban a participar en el nombramiento de los miembros del Consejo? ¿Cuál el peligro que nacía para la independencia judicial que el Consejo debería asegurar de resultas de esa tentación de las fuerzas políticas fácil de prever, a poco que se conozca la voracidad con que los partidos tratan de colonizar las instituciones del Estado? La primera pregunta queda casi respondida en la formulación de la segunda: la irresistible tentación de los partidos en relación con el Consejo no sería otra que la de hacerse con él mediante el sistema que los italianos, buenos conocedores por propia experiencia de tal perversión de la democracia, denominan lottizzazione, un procedimiento en virtud de cual los partidos se reparten los puestos disponibles en un órgano o en una institución haciendo en él lotes proporcionales a la presencia porcentual que le corresponde a cada fuerza política en el Parlamento. Es decir, los partidos no eligen o designan –desde el Parlamento o, en su caso, desde el Gobierno– a las personas que han de formar parte de un órgano o una institución teniendo en cuenta la trayectoria profesional y personal de los candidatos (sus méritos, profesionalidad, rigor, seriedad, independencia de criterio), sino valorando de forma primordial la cercanía a sus postulados políticos e ideológicos de quienes van a ser designados y su previsible lealtad a la fuerza que en cada caso impulse su candidatura.
Demostrando una curiosa capacidad para culminar las degeneraciones del sistema democrático, con el transcurso de los años hemos perfeccionado en España el sistema de lottizzazione al negociar los partidos no ya la composición de un órgano o institución por separado, sino la de varios a la vez (por ejemplo, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas o, incluso, el ¡Consejo de Seguridad Nuclear!), lo que ha convertido la elección en lo que el constitucionalista Francisco Rubio Llorente, refiriéndose a una de esas negociaciones de conjunto, calificó en su día, con tanta razón como sentido del humor, y en un artículo publicado en el diario El País el 29 de septiembre de 2001 que no tiene desperdicio, como «la feria de San Miguel». Una comparación la suya –entre la citada feria y la negociación que entonces desarrollaban los partidos– que ofrecía «una buena ocasión para denunciar la progresiva degradación de nuestros usos políticos, tan arraigada ya que, al parecer, sus protagonistas han perdido incluso conciencia de ella […]. De otro modo –explicaba Rubio Llorente– sería imposible que no percibieran el daño atroz que causan a esas instituciones al abordar su renovación con el estilo propio de los tratantes de ganado. Como el intercambio es más fácil cuanto mayor es el número de cabezas, en esta ocasión comenzaron por agrandar la partida a negociar, saltándose a la torera los plazos que la Constitución y la ley establecen para hacer los nombramientos en cada una de ellas. Aunque el ejemplo que se ofrece a los ciudadanos al tratar con ese desenfado las normas jurídicas no es bueno, ni escaso el perjuicio que se causa a las instituciones afectadas, que naturalmente no pueden funcionar normalmente en esa situación de provisionalidad, la consecuencia más perniciosa de esta concentración de nombramientos es la de que con ella se difuminan las características propias de cada una de esas instituciones, que debería ser la perspectiva desde la que se apreciase la adecuación de los respectivos candidatos. Las consideraciones basadas en la preparación, la inteligencia o la integridad de éstos desaparecen o pasan a muy segundo término, y todo queda reducido al regateo entre partidos, a una simple lucha entre rivales políticos, para los que el único factor que cuenta, el único rasgo relevante, es el de las «simpatías» políticas de esos candidatos».
Nos queda pendiente la respuesta a la segunda de las preguntas antes formuladas, a saber, la relativa a los riesgos que de esa práctica perversa en la forma de designación de los miembros del Consejo del Poder Judicial se derivan para la independencia judicial. Francisco Sosa nos lo aclara –el gran riesgo es la politización de la justicia– y explica su respuesta con suma claridad: «Siendo esto así, ¿dónde está el problema? ¿Por qué se habla de politización de la justicia, dicho así, sin matices? Pues porque hay […] determinados cargos judiciales a los que se llega por medio de nombramientos en los que intervienen instancias que participan de la sustancia política. Son los de magistrados del Tribunal Supremo, presidentes de salas en ese mismo tribunal, presidentes de la Audiencia Nacional y de sus salas, presidentes de los tribunales superiores de justicia y asimismo de sus salas, y presidentes de audiencias y magistrados de las salas de lo civil y lo criminal competentes para las causas que afectan a los aforados. Con carácter general, salvo parte de los últimos citados, es el Consejo General del Poder Judicial (el pleno del mismo, por mayoría simple […]) el que efectúa los nombramientos y lo hace de forma discrecional y secreta, aunque está obligado a motivar su decisión». Y añade luego, dando pleno sentido a las consideraciones anteriores: «Como es fácil imaginar detrás de cada uno de esos nombramientos, al haber personas concretas, hay inevitablemente pasiones, ambiciones, anhelos y otros sentimientos –buenos unos, deplorables otros–, propios del humano proceder. La consecuencia es que en un sistema político como el que tenemos, que blasona de haber sometido (desde 1978) a control toda la actividad de las administraciones sin dejar resquicio alguno fuera de la mirada de Argos de los jueces, es lógico que cause extrañeza –y aun estupor– el hecho de que el ascenso de un magistrado al cielo del Tribunal Supremo –la culminación de una carrera– delimite un territorio exento en buena medida de ese control, al calificarse tal promoción de discrecional».
La respuesta del profesor Francisco Sosa me parece incuestionable, aunque yo la completaría explicitando el que considero un decisivo efecto adicional para entender en su totalidad los que produce la politización del Consejo General. Me explicaré. La apropiación partidista del Consejo General del Poder Judicial a través de una práctica constante y descarada de reparto de sus miembros en proporción a la presencia parlamentaria en el Congreso de los Diputados de las fuerzas políticas que entran a pactar la composición del órgano cada vez que procede su renovación no ha tenido como única consecuencia que los nombrados queden sujetos en mayor o menor grado a una relación de lealtad política con sus patrocinadores como consecuencia de la forma puramente clientelar a través de la cual son designados. Más allá de ello, la conversión final del Consejo en una especie de parlamento judicial provoca además que la tan lógica como legítima ambición de hacer carrera profesional por parte de los miembros del poder judicial dé lugar a lo que en otro lugar he calificado como una politización en cascada de la justicia, pues los jueces saben bien desde que entran a formar parte de la carrera judicial que su futura promoción profesional dependerá de decisiones que tomará un órgano que funciona en la práctica más con arreglo a criterios políticos que profesionales y mas pendiente de la futura lealtad ideológica, e incluso directamente partidista, de los nombrados que de su mérito y capacidad. Es esa anómala situación la que predispone a muchos jueces, diríamos que obligatoriamente, a ir tejiendo, desde que entran en la carrera judicial, amistades políticas que faciliten su futura promoción, relaciones que en algunos casos pueden acabar transformándose en amistades peligrosas para la independencia con que realizan su función.
En suma, la existencia del Consejo no sólo politiza la justicia porque los que llegan a los altos cargos judiciales lo hacen en gran medida por el procedimiento de las lealtades político-partidistas, sino también, y en no menor medida, porque el general conocimiento por parte de los jueces de que la consecución de futuros apoyos entre los miembros del Consejo forma parte del sistema normal de progreso en la carrera judicial determina un sistema de lealtades, y consecuente politización, en cascada. La idea de las Cortes constituyentes de apartar al poder judicial del poder ejecutivo –es decir, de desgubernamentalizarlo– era, sin duda, razonable y coherente con los principios que deben regir el funcionamiento de un Estado democrático de derecho. Pero esas buenas intenciones no pudieron evitar que la creación del Consejo diese lugar en realidad a una clara politización del sistema de gobierno judicial, controlado por los partidos a través de un Consejo General del Poder Judicial convertido, de hecho, en un parlamento judicial. En realidad, el sistema de gobierno del poder judicial no sólo se politizó por influencia de los partidos, sino que, además, tampoco se logró desgubernamentalizar al Consejo, pues el sistema de cuotas establecido de facto para la elección de sus miembros se tradujo a la postre en que el poder ejecutivo iba a seguir controlando la mayoría de un órgano de gobierno de los jueces que venía a traducir la propia mayoría parlamentario-gubernamental existente en el Congreso de los Diputados.
Cualquiera que conozca con cierto detalle la historia del Consejo General del Poder Judicial sabe que, tristemente para nuestro sistema democrático y, en concreto, para uno de sus principios esenciales –el de la separación de los poderes del Estado–, las cosas han venido funcionando según las pautas que acaban de apuntarse, lo que desde hace ya algunos años puso, claro, en primer plano, la decisiva cuestión de cómo evitar la indiscutible degeneración de la naturaleza y las funciones del llamado órgano de Gobierno de los jueces al objeto de lograr que acabe respondiendo de verdad a las expectativas que en él pusieron los constituyentes como clave de arco destinado a asegurar una efectiva independencia judicial. Francisco Sosa analiza a ese respecto los pasos positivos que en el camino de la progresiva reducción del margen de discrecionalidad del Consejo a la hora de llevar a cabo sus nombramientos ha supuesto, sobre todo a partir de 2005, la jurisprudencia del Tribunal Supremo, tendente a asentar un sistema en el que aquellos nombramientos deben ajustarse a los méritos y capacidades de los diferentes candidatos propuestos para cubrir los puestos vacantes de que en cada caso se tratase. En una resolución del alto tribunal de 7 de febrero de 2011, que oportunamente cita Sosa Wagner, queda, de hecho, clarísima constancia de los efectos profundamente negativos que el mecanismo de designación político-clientelar estaba provocando incluso en la visión social sobre el funcionamiento de nuestro sistema judicial: «Esta sala no puede dejar de señalar que hoy es una realidad notoria que la administración de justicia es uno de los servicios del Estado peor valorados y que amplios sectores sociales han manifestado su preocupación por considerar que la profesionalidad no es el criterio prioritario que rige en los nombramientos de los altos cargos judiciales decididos por el Consejo General del Poder Judicial. Basta para comprobarlo con acudir a los medios de comunicación, en los que con frecuencia aparecen noticias referidas a valoraciones o quejas de que en los nombramientos prevalecen sobre todo las cuotas y pactos asociativos, y la designación de jueces o magistrados no asociados es un hecho muy excepcional (a pesar de constituir estos un amplio contingente del escalafón judicial)».
¿Cómo, a la vista de esta descripción, igual de cruda que veraz, podemos enfrentarnos a una situación que amenaza la confianza social en la imparcialidad de la acción jurisdiccional del Estado, esencial para su funcionamiento como un verdadero Estado de Derecho? ¿Cómo, por expresarlo con el tono literario del autor de la obra que se comenta en este ensayo, «podríamos liberar el palacio que habitan los tribunales de las cadenas que arrastran sus fantasmas»? La respuesta que ofrece Sosa Wagner pivota sobre dos elementos esenciales con los que, por mi parte, no puedo más que coincidir sin ningún tipo de reservas: de un lado, la consideración de la administración de justicia como un servicio público esencial de los modernos Estados sociales de Derecho; de otro, la defensa a ultranza de la profesionalización de los jueces en tanto que llave esencial de su independencia. La primera consideración nos coloca ante la necesidad de mejorar de forma sustancial los medios materiales y humanos de que dispone la administración de justicia para cumplir adecuadamente sus funciones en una sociedad que, como todas las desarrolladas, experimenta una tendencia creciente a la litigiosidad, tendencia esa que somete a dura prueba la capacidad de respuesta de jueces y tribunales. Tal es el motivo por el que Francisco Sosa insiste, con toda la razón, en la urgencia que tiene en la actualidad «avanzar en el mejor funcionamiento del servicio público de la justicia», con la finalidad, entre otras, de que «los ciudadanos se sientan a gusto» y la propia justicia «no esté a la cola de la estimación social». En efecto, «si existen algunos juzgados bien dotados de medios personales y materiales, si las audiencias no acumulan polvorientos legajos en los pasillos, si los tribunales superiores son vistos como piezas de una jurisdicción cercana al ciudadano y sensible a sus angustias, si los recursos se resuelven en plazos medibles por la vida humana y no en plazos geológicos, y lo mismo ocurre con la ejecución de las sentencias (dos cánceres de nuestra justicia), en fin, si quienes se acercan a un juez o a su oficina son tratados dignamente, pues «al que has de castigar con obras no trates mal con palabras» (dice Don Quijote a Sancho), si todo esto ocurre, será un bien para los litigantes y para la sociedad. Porque nos alegra saber que los conflictos tienen un cauce de solución en las manos hábiles de los jueces y que los delincuentes acabarán viviendo largas temporadas al cuidado de las instituciones penitenciarias».
Pero el correcto funcionamiento del servicio publico de la justicia no sólo exige, aunque lo exija imperiosamente, mejorar los medios materiales y humanos de los que dispone en España el poder judicial para acometer las misiones que tiene legalmente asignadas y que nuestra Constitución resume a la perfección con la fórmula de ejercer «la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado» (artículo 117.3). La mejora urgente del sistema jurisdiccional exige también imperiosamente asegurar esa independencia judicial que da título y es motivo esencial de la obra de Francisco Sosa Wagner, quien no tiene tampoco duda alguna respecto de cuál es la regla de oro que puede tendencialmente asegurarla: «Para que exista una justicia independiente es necesario que el juez –individualmente considerado– sea independiente. Y para conseguirlo la receta es clara: pruebas públicas de ingreso, especialización como jurista (mercantil, laboral, menores, contencioso…), carrera asegurada sin sobresaltos ni trampas, trabajo razonablemente valorado, sueldo digno, jubilación asimismo reglada. Dicho de otra forma: un estatuto jurídico del juez regido en todo por el principio de legalidad, alejado de componendas políticas y asociativas».
Dado que esa regla es clara y dado, además, y sobre todo, que sobre ella existe sin duda gran consenso entre políticos, jueces y ciudadanos informados, la pregunta subsiguiente es de cajón: ¿qué hacemos, pues, con el Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno de los jueces llamado a asegurar una justicia independiente? Porque, aunque parece claro, como afirma Sosa Wagner, que el sistema de autogobierno judicial a través del Consejo General por el que, para garantizar la independencia judicial, apostaron, con más entusiasmo que profunda reflexión, los constituyentes de 1978, es, en realidad, un «trampantojo», el acuerdo respecto de la eventual necesidad y, en su caso, el grado de profundidad de su reforma es muchísimo menor. Tanto que el debate sobre el futuro del Consejo General del Poder Judicial –o su mantenimiento tal y como ahora existe; o la modificación de su composición, forma de elección y funciones; o su pura y simple supresión mediante la oportuna reforma constitucional– resulta hoy un elemento central de la discusión sobre la necesaria reforma de nuestro sistema judicial. Es verdad que los elementos esenciales de esa reforma son los dos que acaban de citarse (mejora del servicio público de la justicia y efectiva independencia judicial), pero ello no tiene por qué significar, como sostiene Sosa Wagner, que convertir la discusión sobre la reforma del Consejo en «centro neurálgico del problema» sea «lisa y llanamente disparar sobre un objetivo equivocado». Por el contrario, a mi juicio, la naturaleza y el papel constitucional del Consejo General son hoy, mal que nos pese, un asunto capital para la reforma de la justicia en España, como consecuencia sobre todo del proceso de politización en cascada de aquella que el Consejo ha producido, según he destacado previamente. En consecuencia, no parece irrelevante en absoluto la solución que se adopte respecto al mismo. Francisco Sosa apunta las dos posibles alternativas de futuro: bien mantener el Consejo, «aun a sabiendas del carácter forzado de ese invento, una vez afeitadas sus barbas de señor poderoso, si se le priva de la libertad para designar altos cargos», bien suprimirlo y confiar sus atribuciones al presidente del Tribunal Supremo o restituirlas al Ministerio de Justicia, «cuyas decisiones, como ha de actuar sometido al principio de legalidad, siempre serán juzgadas en último término por los tribunales de lo contencioso-administrativo».
Ante la evidencia de que el Consejo General del Poder Judicial no puede seguir como hasta ahora, pues las disfuncionalidades que provoca tanto en el funcionamiento del sistema judicial español como en el desarrollo de la carrera de los jueces y magistrados resultan ya decididamente insoportables, la cuestión que se sitúa en primer plano es la de si su reforma podría despolitizarlo hasta privarlo de esa naturaleza de parlamento judicial que hoy lo define. Mi opinión es que no, que el Consejo ha estado partidistamente viciado desde sus orígenes y que si, en cualquier situación, su papel político sería profundamente perturbador para el servicio público de la justicia, lo es mucho más en la que hoy vive España como consecuencia del hecho de que los jueces deben hacer frente al gravísimo desafío de la lucha contra la corrupción vinculada o no a la financiación partidista, desafío al que todo apunta que tendremos que enfrentarnos. no sólo a corto. sino también a medio plazo. Por eso creo que, de las dos opciones posibles que plantea Sosa Wagner, la segunda, con suscitar problemas, es sin duda la mejor o, cuando menos, la menos mala. Para decirlo de una vez: creo que cualquier reforma constitucional que se plantee en España debería tener, entre sus objetivos, la supresión del Consejo General del Poder Judicial, cuyas funciones y competencias deberían ser repartidas entre el Tribunal Supremo y el Ministerio de Justicia. Ello, entre otras cosas, ayudaría, por añadidura, a evitar la creación de órganos similares al Consejo General en las Comunidades Autónomas, lo que ya intentó el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006 y frustró, con muy buen criterio jurídico, el Tribunal Constitucional en su sentencia 31/2010, de 28 de junio de 2010, que resolvió el recurso presentado contra la nueva norma estatutaria por noventa y nueve diputados del Grupo Parlamentario Popular del Congreso. Y es que las perversiones provocadas por el Consejo General en nuestro sistema judicial se multiplicarían de forma exponencial si el sistema de consejos autonómicos llegase a generalizarse en el conjunto de las comunidades españolas. ¡Sólo pensarlo da pavor!
Como en otras ocasiones –recuerdo el libro El Estado fragmentado. Modelo austrohúngaro y brote de naciones en España, escrito al alimón con su hijo Igor Sosa Mayor–, Francisco Sosa ha escrito una obra que cumple sobradamente dos de las condiciones esenciales de un ensayo indispensable: su valentía y su necesidad. El autor llama a las cosas por su nombre, no se esconde en el a veces abstruso lenguaje del Derecho para huir de la claridad a la hora de destripar la naturaleza de los problemas que quiere analizar y aborda en su último libro un tema capital para el futuro del Estado de Derecho en un país en el que su funcionamiento viene poniendo de manifiesto no pocos problemas desde hace varios años. De hecho, Francisco Sosa dedica en su libro sendos capítulos finales a los problemas de funcionamiento del Ministerio Fiscal y a los planteados por un órgano, el Tribunal Constitucional, que, en contraste con el Consejo General del Poder Judicial, ha ofrecido un rendimiento institucional globalmente positivo. Pero el núcleo de su obra se centra en aquello a lo que, por ello mismo, se han referido esencialmente estas reflexiones: en la importancia que para un moderno Estado social y democrático de Derecho tiene la independencia de los jueces y magistrados en nuestro sistema de administración de justicia, un servicio público esencial en la vida diaria de miles de ciudadanos que deben recurrir a ella (en procesos civiles, laborales o contencioso-administrativos) o enfrentarse a ella (en procesos penales), en ocasiones varias veces a lo largo de su vida. Hubo un tiempo en que cuando los juristas hablábamos de los derechos prestacionales típicos del Estado social (o, en otro enfoque político, del Welfare State), nos referíamos a la sanidad, a la educación o a la protección pública frente a situaciones de desamparo individual. Lo cierto es que, a estas alturas, el derecho a la justicia tal y como aparece recogido en el artículo 24 de nuestra Constitución es también una clara manifestación del carácter social del Estado, un componente básico de su naturaleza prestacional, pues su efectividad exige la existencia de un perfeccionado aparato judicial que pueda hacer efectivo el derecho procesal de todos a obtener la protección de los derechos materiales garantizados en la Constitución y en las leyes. El juez es el protector natural de esos derechos y, por ello, su independencia es la condición sine qua non para que el servicio público de la justicia pueda sanar nuestros padecimientos sociales de forma similar a como el sistema sanitario cura nuestras enfermedades personales. Ni más. Ni menos. Concluye diciendo el profesor Blanco Valdés.