martes, 10 de enero de 2023

De la función de la literatura

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Juan Gabriel Vásquez, va de la función de la literatura. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






El colonialismo y sus alrededores
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
05 ENE 2023 - El País

En las primeras páginas de A orillas del mar, la novela de Abdulrazak Gurnah que leo por estos días con admiración y retraso, uno de los narradores medita sobre la relación que su país africano tuvo con los colonizadores británicos. Recuerda la educación de su niñez, recibida en la lengua de los colonizadores, y recuerda la impresión confusa que esa educación le produjo. Era, nos dice, algo parecido a la admiración por los colonizadores, que habían llegado con tanta seguridad a estas tierras para hacer en ellas cosas importantes que los colonizados ignoraban: curar enfermedades, por ejemplo, o volar aviones. Pero luego piensa que admiración no es la palabra. Lo que sentía —lo que sentían los niños como él, educados en ese sistema— era más parecido a una concesión. ¿Y qué era lo que les concedían los locales a los colonizadores? Control, dice el hombre: control sobre sus vidas materiales, pero también sobre sus mentes. Y luego vienen estas líneas maravillosas, que me voy a permitir citar sin recortarlas, porque cada palabra importa:
“En sus libros [en los libros de los colonizadores, se entiende] leí relatos poco halagüeños de mi historia, y, como eran poco halagüeños, parecían más verdaderos que las historias que nos contábamos a nosotros mismos. Leí sobre las enfermedades que nos atormentaban, sobre el futuro que nos aguardaba, sobre el mundo en que vivíamos y nuestro lugar en él. Era como si nos hubieran rehecho, y de una forma que ya no nos quedaba más remedio que aceptar, tan completa y ajustada era la historia que contaban sobre nosotros. No creo que nos la contaran cínicamente, pues me parece que ellos también la creían. Era la manera en que nos entendían y se entendían a sí mismos, y en la abrumadora realidad con la que vivíamos había poco que nos permitiera contradecirla, por lo menos mientras la historia tuviera novedad y no fuera cuestionada”.
A orillas del mar se publicó en 2001; en los años que han pasado desde entonces, no creo haber leído una descripción más lúcida de los efectos invisibles del colonialismo. Los otros efectos, los visibles, son bien conocidos de todos, y suelen aparecer con frecuencia en los diarios, tomando casi siempre la forma de hechos violentos o, en todo caso, de sufrimiento humano; pero esto que describe el personaje de Gurnah, la lenta imposición a una sociedad de una historia que no es la suya, es el equivalente sociopolítico de un lavado de cerebro, la conquista de un territorio que es, en últimas, mucho más valioso que el territorio geográfico de un país: el territorio mental. Todos los poderes terrenales que en el mundo han sido han perseguido ese premio, y cualquiera que haya leído a George Orwell sabe bien que, entre muchas otras cosas, eso es el poder político: la capacidad de imponer un relato determinado a una sociedad. Cuando la sociedad compra el relato, cuando lo hace suyo y empieza a vivir en él y a través de él se entiende a sí misma, el poderoso puede decir que ha triunfado.
El colonialismo no es distinto en eso de cualquiera de los otros ismos que nos han tratado de moldear las vidas en los últimos tiempos. Es lo que han hecho los totalitarismos: pienso en el fascista y el comunista, aunque alguno me dirá seguramente que el colonialismo es, en sí, una forma totalitaria (y no le faltaría razón, aunque esta es una conversación más compleja). De cualquier manera, esto me parece evidente: montar una historia sobre el futuro que nos aguarda, rehacernos de una forma que no nos queda más remedio que aceptar, es lo que busca todo el que aspire a dominar una sociedad. Si hubiera que escoger una razón por la cual los novelistas y los poetas son perseguidos, censurados y a veces asesinados por esos poderes, esta me parece la más evidente: la literatura es incómoda porque siempre está rebelándose contra los relatos impuestos, introduciendo el disenso, dando una versión de la historia común que es discordante o insumisa, impidiendo con su mera existencia el asentamiento de una historia única o monolítica. “Eso que usted está contando es falso, o incompleto, o tendencioso”, dice la literatura. “Las cosas no ocurrieron así, o también ocurrieron de otra forma, o habrían podido ocurrir de otra forma, y nuestra historia queda incompleta si esa forma no se cuenta”.
Esto, claro, es terriblemente molesto, por lo menos para el autoritario de turno. Para usar nuevamente las palabras afortunadas de Abdulrazak Gurnah, o de su narrador en su novela: lo que ha hecho siempre la literatura (o, por lo menos, la literatura que me interesa), es buscar, en la abrumadora realidad en que vivimos, lo que nos permite contradecir la historia que algo o alguien trata de imponernos, la historia que se va imponiendo mientras no sea cuestionada. Pero el asunto no tiene que ser solamente político. Theodor Adorno señaló en alguna parte que uno de los rasgos distintivos de un fascista es una profunda aversión a la introspección, o a todos los que inviten a la introspección: por supuesto, la identificación de grupo no puede funcionar si los miembros del grupo están mirando hacia dentro, si no están participando en el relato colectivo o no lo compran o no le creen, si se declaran agnósticos o desinteresados o meramente escépticos. Por el hecho mismo de invitar al ciudadano a volverse individuo privado, a dejar el gregarismo y encerrarse en los mundos que lleva dentro, la literatura de imaginación se vuelve subversiva.
Hace casi 50 años, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa tuvieron en Lima una conversación sin desperdicio. (En realidad fueron dos conversaciones en días seguidos, y se han publicado recientemente en forma de libro con el título Dos soledades: un diálogo sobre la novela en América Latina). Allí comenta García Márquez que no conoce ninguna literatura genuina que sirva para exaltar valores establecidos. Y, a pesar de que se me ocurra el ejemplo de la literatura de Rudyard Kipling, que es al mismo tiempo un escritor genuino y un colonialista redomado, yo entiendo bien lo que dice; y además tengo por cierto que esta es una de las deudas que los latinoamericanos tenemos con los dos novelistas allí sentados, y con otros que van de Alejo Carpentier a Carlos Fuentes, de Guillermo Cabrera Infante a Ricardo Piglia: sus novelas hicieron saltar por los aires la noción misma de historia única, y nos dejaron tras su paso un continente múltiple e inabarcable, de pasado ambiguo y presentes inasibles, de cuya realidad abrumadora tantos siguen tratando de apropiarse. Y ahí vamos los novelistas, tratando de cubrir el continente con historias.
De manera que la novela de Gurnah, que habla sobre todo del colonialismo, puede servir para hablar también de otras cosas muy distintas. Pues todos los ciudadanos de todas las sociedades vivimos en tensión con lo que podemos llamar nuestros narradores: las fuerzas que compiten constantemente por contar la historia que gane, la historia que se imponga. Esos narradores pueden ser instituciones políticas como el Estado o fenómenos históricos como los ismos, pueden ser religiones organizadas (grandes y exitosas narradoras) pero también tendencias culturales, pues nada mueve tanto los relatos de nuestro mundo contemporáneo como la exaltación de las identidades. Sea como sea, más nos vale a los ciudadanos estar vigilantes: contradecir, cuestionar, disentir. Que siempre hay allá fuera alguien decidido a colonizarnos las cabezas.























[ARCHIVO DEL BLOG] Los canallas de las buenas causas. [Publicada el 22/12/2019]











Hay mucho canalla en la defensa de las buenas causas, afirma el escritor Javier Cercas en el Especial dominical de esta semana, algo que ya dejó dicho Albert Camus mejor que nadie: “No es el fin el que justifica los medios, sino los medios los que justifican el fin”.
"El 10 de enero de 1987 -comienza diciendo Cercas-, Leonardo Sciascia publicó en el Corriere della Sera un artículo, titulado “Los profesionales de la antimafia”, en el que denunciaba la perversión de que algunos políticos y magistrados estuvieran beneficiándose de su papel, más o menos real, de luchadores contra la Mafia. Fue una bomba: el escritor que había diseccionado como nadie, en algunas novelas magistrales, la naturaleza tóxica y esquiva de la Cosa Nostra pareció convertirse de un día para otro en el enemigo número uno de la batalla contra la Cosa Nostra, e Italia entera se dividió entre defensores y detractores de Sciascia. Éste aguantó a pie firme el vendaval, y el tiempo le dio la razón. Mejor dicho, el tiempo acabó mostrando que se quedó corto: no son sólo políticos y magistrados quienes han hecho carrera a costa de la lucha contra la Mafia, sino también empresarios, periodistas, funcionarios o prelados; y no se han beneficiado sólo de ascensos dudosos o blindajes políticos, sino de fechorías contantes y sonantes. No es extraño que algunos de los más enconados adversarios de ­Sciascia acabaran reconociendo con el tiempo su “lucidez profética”. Amén.
Hasta donde alcanzo, nadie ha contado la historia de aquella polémica; lástima: sería muy útil hacerlo. Quiero decir que la buena causa de la lucha contra la Mafia no es la única que tiene sus canallas; toda buena causa los tiene. La de la II República española, pongo por caso, fue una causa justísima, pero los republicanos que en la guerra asesinaron a sangre fría a casi 7.000 religiosos fueron unos canallas, igual que son unos pícaros y desaprensivos quienes ahora buscan prestigio y notoriedad a base de intentar monopolizar, banalizándola, la herencia de la II República, que es de todos. También es justísima la causa de las víctimas del Holocausto, pero tenía razón Norman Finkelstein al denunciar, en La industria del Holocausto, el uso del sufrimiento de los judíos por parte del Estado de Israel con el fin de acorazar sus políticas. El combate contra ETA y el islamismo radical son indispensables, pero el GAL y Guantánamo son una canallada. Salvo la de la preservación del planeta, no hay ahora mismo una causa más justa que la que propugna la igualdad entre hombres y mujeres, pero hay mujeres que se aprovechan de ella para usurpar posiciones de poder o privilegio (o simplemente para vengarse). Son sólo unos ejemplos, que podría multiplicar hasta el infinito, porque hay infinidad de buenas causas. La pregunta es: ¿por qué nadie o casi nadie se atreve a denunciar a sus canallas? La respuesta es: porque, igual que Sciascia fue acusado de mafioso por denunciar a los canallas de la lucha contra la Mafia (a pesar de que pocos combatieron a la Mafia como Sciascia), nadie osa arriesgarse a que le acusen de blanquear el fascismo (o el franquismo), de ser un enemigo de la llamada memoria histórica o un cómplice de ETA o el Estado Islámico o el machismo. Y no todo el mundo tiene el coraje de Sciascia.
Y, sin embargo, es una obligación denunciar a los canallas de las buenas causas, sobre todo para quienes creemos que son buenas. La razón es que, aunque una causa sigue siendo buena pese a que haya canallas que la defiendan, los canallas de las buenas causas pueden acabar convirtiendo en mala una buena causa. La razón es que una buena causa bien defendida es una buena causa, pero una buena causa mal defendida corre el riesgo de convertirse en una mala causa. La razón es que, como ocurre en arte, en política y moral forma y fondo son casi lo mismo. Nadie lo dijo mejor que Albert Camus —que pagó un alto precio por denunciar a los canallas de la buena causa de la izquierda—: “No es el fin el que justifica los medios, sino los medios los que justifican el fin”. Es lo que intentó decir Sciascia —que tanto aprendió de Camus— cuando, en plena polémica sobre su artículo, definió así el núcleo de su postura: “Rechazar aquello que con desprecio se llama ‘garantismo’ —y que es una llamada al respeto de las reglas, del derecho, de la Constitución— como elemento debilitante de la lucha contra la Mafia es un error de incalculables consecuencias”. Amén". 
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt









lunes, 9 de enero de 2023

De las ausencias

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la escritora Azahara Palomeque, va de las ausencias. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








El calendario roto, los abuelos fantasma
AZAHARA PALOMEQUE
04 ENE 2023 - El País

Esta vez no habrá aviones. Ni pasaportes, ni colas kilométricas para superar los controles de seguridad, ni una maleta enorme cuyas ruedas se trastabillan en cualquier resquicio con la que pelearme, si es que no se había perdido durante el trayecto. En la historia no contada de los que nos marchamos a buscarnos las castañas a otro país, las Navidades siempre actuaron como un paréntesis de azúcar familiar —a menudo algodonada, pues casi no cabían las disputas en nuestra condición de visitantes— a partir del cual intentar en vano recuperar las raíces. Ahora, que he retornado por fin para quedarme, después de más de una década en Estados Unidos, puedo afirmar con la cabeza alta que esa provisionalidad de la invitada se acabó, con su trasiego de burocracia y encabalgamiento de medios de transporte —taxi, avión, autobús…—, pero que, cuando una pensaba haberse desprendido de los paréntesis puntuales, se encuentra con un fenómeno más desasosegante aún, la elipsis que nace entre la fecha de la emigración (2009 en mi caso) y la de llegada final, y aquí, en dicho suspiro de tiempo, es donde se juega la incapacidad de hilar la vida de antes y la vida de ahora, de aunar las dos como se cosen ambas orillas de una herida: imposible.
Paseo por el piso de mi madre y, a simple vista, pocas cosas han cambiado: los muebles son los mismos; los retratos de cuando mi hermana y yo éramos pequeñas siguen intactos; las paredes conservan ese gotelé que las torna eternas adolescentes de intratable acné a pesar de las múltiples capas de pintura. Como me empeño en hacer las paces con el pasado y, de alguna manera, recomenzar en el punto histórico que habitábamos cuando me fui, mamá es una joven de cuarenta y muchos años que podría, si quisiera, reñirme por llegar a las tantas de juerga, y no la señora cercana a la jubilación a la que le cuesta cargar las bolsas del supermercado. En la oficina de empleo no aceptaron mis títulos universitarios obtenidos en el extranjero, así que cuento sólo con las licenciaturas: con ese bagaje me inscribí en el paro y luego me di de alta como autónoma. La mayoría de mis amigos no han tenido hijos y, al no haber podido sortear del todo las varias crisis, su cotidianeidad se parece excesivamente a la de antaño: contención en gastos. Hasta ahí, es relativamente fácil untar con la argamasa de la imaginación las dos hebras y figurarme que sigo en la España de antes, un pelín más apagada en protestas, tal vez más asediada por una ultraderecha que carecía de representación parlamentaria al marchar, pero igual en su esencia. Hasta que me doy cuenta de un dato fundamental cuando, al precipitarse sobre mí estos días festivos, busco desesperada a mis abuelos, lanzo una mirada al teléfono, noto la intención de marcar su número —que no he olvidado, aunque ya no lo recoja ninguna guía— y, de repente, una losa me cae encima y ¡boom!, están inexplicablemente muertos, cómo puede ser, si yo iba a retomar la línea de mi biografía justo ahí, en sus hacendosas y arrugadas manos, por donde circulaba la sangre.
Luciana y Antonio fallecieron con casi cinco años de diferencia, pero en la misma mole de desarraigo que me impidió acudir a sendos funerales. Pensar en ellos como esqueletos anclados al muro de un cementerio, osarios rígidos nunca vistos, es tan difícil que, a veces, ni siquiera me provoca dolor, sólo una incredulidad testaruda que es capaz de convertirse en reproche hacia quien me narra su deceso: por mentirosos los odio, no concibo la realidad de esa respiración interrumpida de mis abuelos, y hasta quiero expulsar a patadas a la gente que ahora alquila su casa, por usurpadores de mi infancia y juventud. Es tal mi negación que he soñado con los dos desde el primer día que puse un pie en esta tierra para no escaparme jamás y, en instantes señalados, la veo a ella en la cocina limpiando pescado, o colocando los mantecados en la bandeja plateada de siempre, o revolviendo las fotos de cuando era mozuela, con las que oreaba una coquetería discreta mientras se sonreía, orgullosa. De él escucho su vozarrón al saludar a los vecinos, lo contemplo recogiendo la mesa antes de que los demás termináramos de comer, o dándome algún donativo en pesetas, pues su generosidad era inagotable. Ambos pululan ataviados con la ligereza de quien se sabe inmarcesible, como si encarnasen el espíritu de los dioses griegos, tan perennes precisamente porque sus rasgos eran más humanos que divinos. Y me llevan de la mano, y a la herida que yo insistía ingenuamente en suturar se le van soltando los pespuntes conforme ellos se acomodan dentro, en ese lecho mullido que ya no es carne mía, sino la suya resucitada, aunque nunca pararon de existir, y me obligan a cerrar la boca y no contarle a nadie nuestro secreto, ya que cualquiera me tacharía de loca, incluida mi madre: “¡Ayúdame con la compra, que ya no tengo 40 años!”. Pero da lo mismo; sus padres han cruzado la laguna Estigia hacia atrás y me abrazan precisamente el hueco de la ausencia, donde necesito más consuelo.
El duelo que no viví no pueden forzarme a creerlo, ¿cómo? Si, no importa lo que indague, la memoria exhibe su torpeza al indicarme que a esos dos seres los introdujeron en cajas de pino; si no les he puesto flores; si no guardo conciencia del color de la piel inerte; si la vigilia que, en teoría, se produjo en el tanatorio, ese lugar inhóspito al que fueron arribando primos, sobrinos, y los otros nietos, algunos con obsequios alimenticios para los hijos que ni un rato lograron sacar para cenar, debo inventármela contra mi voluntad, al igual que los rezos que no quise aprender. Cuando los recuerdos no aciertan a construir una verdad tan profunda como la muerte, porque ésta ocurre sólo en el censo y no en la urdimbre colectiva del ritual, entonces la única certeza pasa a ser el fantasma, que llama a la puerta mil veces, que inunda los espejos si intento reflejarme en ellos.
Hay días que me pregunto si mi experiencia comparte algún retazo melancólico con la de aquellas personas que tienen a familiares desaparecidos o sepultados en fosas comunes; otros, el desaliento de quienes perdieron a sus seres queridos a manos de la covid, arrebatándoselos los servicios médicos por miedo al contagio, me genera también empatía, pues la liturgia del entierro se llevó a cabo sin permitir la imprescindible despedida en persona. A veces, siento que cada muerto es en sí mismo una respiración que palpita, levita por los pasillos y hace gala de su presencia en los momentos más insospechados, como resultado de nuestra debilidad contemporánea para dotar de sentido a ese vacío. Sea como fuere, a mi mesa celebratoria de esta festividad, entre copas de champán y viandas, se han sentado tanto Luciana como Antonio, bien acicalados para la ocasión, como ese calendario roto que yo me había empeñado en reparar y ellos me regalan imperfectamente sincronizado, ajustado al cariño que nos debemos.





















[ARCHIVO DEL BLOG] Jóvenes contra Hitler. [Publicada el 14/06/2019]





Sophia Scholl




El escritor crítico literario Rafael Narbona, escribe en Revista de Libros sobre  Sophia Magdalena Scholl, una joven estudiante de Biología y Filosofía que participó con su hermano Hans en la escasa resistencia organizada contra los nazis desde el interior de Alemania. 
Hans, Sophie y su amigo Christoph Probst, comienza diciendo Narbona, fueron ejecutados el 22 de febrero de 1943 en la prisión de Stadelheim, en Múnich. Se utilizó la guillotina en los tres casos y la sentencia se ejecutó pocas horas después de dictar sentencia. Willi Graf corrió la misma suerte, aunque unos meses más tarde. Torturado durante semanas, no delató a nadie. La historia de Alexander Schmorell es similar. Todos eran jóvenes que se oponían a Hitler. Muchos habían combatido en el frente ruso y habían contemplado con horror las matanzas de judíos, gitanos, discapacitados, comisarios políticos y prisioneros de guerra. Al regresar a sus hogares, intercambiaron experiencias y decidieron crear el movimiento clandestino de carácter pacifista Rosa Blanca (Weiße Rose).
Los activistas de Rosa Blanca realizaron pintadas y redactaron varios manifiestos contra el régimen, llamando al pueblo alemán a no participar en los crímenes de los nazis. Les ayudó Kurt Huber, profesor de Musicología y Psicología, que se había negado a componer himnos para el Tercer Reich. Huber también fue condenado a muerte. Cuando su esposa solicitó la mediación de Carl Orff, el famoso compositor se negó por miedo a las represalias. Años después, le pediría perdón. Hans Conrad Leipelt y otros activistas de Rosa Blanca recaudaron dinero para la viuda de Huber. Su gesto les costó la vida. Leipelt fue decapitado el 29 de enero de 1945. La crueldad del régimen nazi parece inagotable. Sophie sólo tenía veintidós años cuando fue asesinada. Con talento para el dibujo y la pintura, admiraba a los llamados «artistas degenerados». Durante un tiempo trabajó como profesora de un jardín de infancia. Fue detenida el 18 de febrero de 1943, cuando lanzaba octavillas desde el atrio de la Universidad de Múnich. En los panfletos se leía «¡Fuera Hitler!» Se ha dicho que Rosa Blanca se movilizó exclusivamente por los jóvenes alemanes inmolados en el Este, pero no es cierto. En sus manifiestos se menciona a los judíos y a otras víctimas: «¡Alemanes!, ¿queréis para vosotros o vuestros hijos el mismo trato que están recibiendo los judíos? ¿Queréis que os juzguen con la misma vara de medir que a vuestros líderes? ¿Queréis que seamos para siempre el pueblo más odiado y execrado?» Poco antes de que bajara la cuchilla, Sophie, que se había mantenido entera y tranquila durante todo el juicio, exclamó: «Sus cabezas rodarán también». Prefiero las palabras de Probst: «No ha sido en vano». Rosa Blanca no se disolvió. Durante el resto de la guerra, siguieron apareciendo pintadas que proclamaban: «El espíritu sigue vivo». Hubo nuevos juicios y nuevas ejecuciones. Tal vez resulte ingenuo el pacifismo como estrategia de lucha contra la dictadura nazi, pero conviene recordar que Hans Scholl y Willi Graf habían combatido en el frente ruso, sin mostrar signos de cobardía, pero sí de repugnancia y desolación moral. Asqueados de la violencia, no quisieron imitar a los asesinos y mostraron un valor descomunal al organizar Rosa Blanca. Nada les hizo retroceder o amilanarse. Ni la tortura ni un juicio solemne ante el Tribunal Popular, presidido por el fanático y corrupto juez Roland Freisler, antiguo militante comunista. A pesar de los gritos y las amenazas, Hans se atrevió a increpar a Freisler: «Si Hitler y usted no tuvieran miedo, nosotros no estaríamos aquí».
Hace unos días, volví a ver Shoah, el documental de nueve horas de Claude Lanzmann estrenado en 1985. No es un simple testimonio: es puro cine o, dicho de otro modo, verdadera poesía, pues su tratamiento de la luz, el tiempo y el espacio reproduce el espíritu del auténtico arte, que no busca la belleza, sino la verdad en su desnudez más elemental. Los encuadres no son efectistas, pero tampoco meras filmaciones de Treblinka, Auschwitz, Chelmno o Sobibor. Los campos de exterminio de Treblinka, Chelmno y Sobibor fueron destruidos por los nazis, después de fugas, rebeliones y horripilantes matanzas, pero han sobrevivido restos, ruinas. Aún puede contemplarse «El Camino al Cielo» de Sobibor, un sendero de tierra escoltado por altos árboles que conducía a las cámaras de gas, situadas al fondo del campo y camufladas como duchas. La cámara de Lanzmann capta todo el dramatismo de un corredor de unos ciento cincuenta metros por el que caminaban desnudos los condenados, casi todos conscientes de lo que les esperaba. No es menos sobrecogedora la explanada de Chelmno, un claro en mitad de un bosque donde ardieron miles de vidas y se cometieron las peores iniquidades. Lanzmann nos ofrece varias perspectivas, con planos generales o contrapicados, donde el silencio y el vacío desprenden un sufrimiento terrible. Las traviesas de la vía de ferrocarril de Treblinka producen la misma impresión, alineadas como peldaños de un cadalso. Lanzmann se demora en ellas, rescatando el espanto que late bajo cada tramo. Son el vestíbulo de un infierno inconcebible.
En Treblinka no había barracones, pues no se había concebido como campo de trabajo, sino como campo de exterminio. La esperanza de vida de los deportados era de hora y media, una vez traspasados sus límites. Lanzmann grabó con cámara oculta a Franz Suchomel, oficial de las SS, que pasó seis años en prisión por sus crímenes en Treblinka y Sobibor, una condena incomprensiblemente benévola. La calidad de la grabación es defectuosa, pero suficiente para acercarse a la podredumbre interior de un verdugo. Aunque miente con descaro, afirmando que los primeros días lloraba, pues creía que se limitaría a ejercer labores de vigilancia, su descripción del proceso revela que la Shoah no fue una matanza más. En Treblinka se mataba de una forma primitiva, según Suchomel, pues se utilizaron los gases de motores para liquidar a las víctimas y no Zyklon B. «Treblinka sólo era una cadena –comenta tranquilo–; Auschwitz era una fábrica». Una fábrica donde se procesaba la muerte de forma industrial, no ya para obtener beneficios materiales, sino para alumbrar un nuevo concepto de humanidad, que excluía la diferencia, la disidencia, la diversidad o la presunta imperfección. Se trata de una tarea monstruosa, que pretendía destruir la herencia ilustrada en nombre de cierta interpretación del orden natural, según el cual los individuos más débiles mueren sin remedio. Al margen de su grado de eficacia, Auschwitz y Treblinka obedecen a la misma filosofía. El darwinismo social y el colonialismo están detrás de sus crímenes. Desgraciadamente, también el pensamiento de Friedrich Nietzsche y Oswald Spengler.
La Shoah es el primer paso hacia un horizonte donde la técnica ya no es un medio, sino un instrumento al servicio de una destrucción masiva. En Auschwitz se estima que murieron millón y medio de personas. Antes de ser ahorcado por crímenes contra la humanidad, Rudolf Höss, comandante del campo, elevó el cálculo hasta dos millones en su diario personal. Hace poco, el historiador ruso Vladímir Makárov afirmó que, en realidad, habían muerto cuatro millones, de acuerdo con los archivos del FSB, antiguo KGB. En el 65º aniversario de la liberación de Auschwitz por la División número 100 del Ejército Rojo al mando del general Fiódor Krasávina, Makárov hizo públicos sus datos: «Comenzaron en 1940. Llegaban cada día diez trenes con unos cuarenta o cincuenta vagones. En cada vagón había entre cincuenta y cien personas, de las que el 70% eran exterminadas nada más llegar. El resto morían de hambre, agotamiento o enfermedad en menos de tres meses. Los más infortunados sucumbían en atroces experimentos médicos. Había cinco hornos crematorios con una capacidad de incineración de doscientos setenta mil cadáveres al mes. El flujo de cadáveres era mayor del que podían absorber los crematorios, por lo que muchos cuerpos eran incinerados en fosas. La comisión que realizó el primer estudio calculó cuatro millones. El Ejército Rojo sólo encontró con vida a 2.819 personas el 27 de enero de 1945».
La frialdad de las estimaciones desborda nuestra capacidad de representación. El progreso técnico ha posibilitado matanzas inauditas y casi inverosímiles. El bombardeo de Hiroshima y Nagasaki fue el segundo paso hacia un escenario en el que el hombre puede llegar a liquidar al hombre e incluso destruir el planeta gracias a unos recursos técnicos que rebasan nuestra imaginación. La ambición de poder absoluto conduce a un nihilismo aniquilador. El «todo o nada» es el signo de una época que no se planteó convivir con el otro, sino exterminarlo. Por desgracia, esa mentalidad pervive en forma de racismo, guerras civiles y desigualdades económicas, que arrojan a millones de personas a la marginación y la desesperanza. Evidentemente, la respuesta a este conflicto no puede ser exclusivamente política, sino esencialmente moral y exige una ética en la que el cuidado del otro, lejos de ser una mera posibilidad, constituye un imperativo. Escribe Emmanuel Lévinas: «Lo ético comienza en el Yo-Tú del diálogo, en la medida en que el Yo-Tú significa el valor de otro hombre». Y añade: «El verdadero temor de Dios –tan extraño al terror frente a lo sagrado como a la angustia ante la nada– [sólo es] temor por el prójimo y por su muerte» (De Dios que viene a la idea, trad. de Graciano González Rodríguez-Arnáiz y Jesús María Ayuso Díez, Madrid, Caparrós, 1995). Creo que Sophie Scholl habría asentido al escuchar esta reflexión del notable filósofo judío.
¿Cuál es el legado de Rosa Blanca? No liberaron Auschwitz ni acabaron con el nazismo. Sin embargo, nos dejaron un admirable testimonio sobre la dignidad del espíritu humano. Su ejemplo nos permite contemplar a nuestra especie y no repudiarla. Al igual que sus compañeros, Sophie Scholl se sintió interpelada por el dolor ajeno. A pesar de su extrema juventud, cuando escuchó el lamento de los inocentes, no pudo mirar hacia otro lado. Su solidaridad con las víctimas es una lección que ilumina a una generación tras otra y aviva el principio de esperanza, manteniendo abierta la puerta de un futuro utópico, con paz, libertad, justicia e igualdad. Verdaderamente, su sacrifico no fue en vano.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














domingo, 8 de enero de 2023

De memoria y democracia

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del historiador Daniel Rico Camps, sobre memoria y democracia. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








Un monstruo de la memoria
DANIEL RICO CAMPS
03 ENE 2023 - El País

Nos guste más o nos guste menos, la memoria colectiva, histórica, democrática o como queramos llamarla ha venido para quedarse. La demanda social de reparación y recuerdo público de las víctimas de los episodios más negros y traumáticos del pasado no es una rareza española, sino un fenómeno global que comulga con otras luchas y movimientos en pro del reconocimiento y dignificación de la infinidad de perdedores que la historia ha dejado en la cuneta. Debemos tomarnos la memoria en serio, lo que quiere decir que tenemos que prestarle atención, escuchar sus razones y reclamaciones, y exigirle al mismo tiempo responsabilidad cívica, análisis autorreflexivo y cierta alianza con la ciencia histórica (la posible, en la medida en que la relación de ambas con el pasado suele ser antagónica). Tomarse en serio la memoria sería lo razonable en cualquier persona medianamente sensible y civilizada, pero para quienes ostentan un cargo público es, ante todo, una obligación. El actual alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, sirve a este propósito de perfecto contraejemplo. A la vista están para quien quiera verlos los dos monumentos más sonados, en el doble sentido de la palabra, que enmarcan su “política de memoria” en los ya tres años y pico de mandato al frente del consistorio madrileño.
El primero es fruto de un acto que sólo cabe calificar de vandalismo institucional: el desmantelamiento del memorial levantado en 2019 en el cementerio de La Almudena en recuerdo de las 2.934 personas ejecutadas en la capital entre 1939 y 1944. Su desfiguración, tergiversada como “resignificación”, se hizo a cámara lenta: paralización de su construcción en julio, a escasas semanas de su finalización; retirada, en noviembre, de las placas de granito con los nombres del casi millar de asesinados que ya habían sido inscritos en el monumento; instalación, en diciembre, de una inscripción marmórea de nuevo cuño: “El pueblo de Madrid a todos los madrileños que, entre 1936 y 1944, sufrieron la violencia por razones políticas e ideológicas y por sus creencias religiosas. Paz, piedad y perdón”; y eliminación, en febrero de 2020, de los tres textos que completaban el sentido del proyecto original, entre los cuales destacaban 12 versos del poema El herido de Miguel Hernández, elegidos en parte para servir de faro interpretativo de los ocho robles de bronce que yacen amontonados con sus raíces al descubierto en el centro del memorial, obra escultórica de Fernando Sánchez Castillo titulada Lar.
El segundo gran monumento de Almeida tiene su origen en una donación de la Fundación Museo del Ejército que el regidor ha querido generosamente regalar a la ciudadanía madrileña: una estatua broncínea de tres metros de altura (más otros tantos de pedestal) que encarna a un bravo y veterano legionario ataviado con uniforme de época, fusil en mano y paso al frente, inaugurada el pasado 8 de noviembre en la embocadura de la calle de Vitruvio, entre el Cuartel General del Estado Mayor y el Monumento del Pueblo de Madrid a la Constitución Española de 1978, con el fin de conmemorar el centenario del cuerpo de choque colonial creado por el general fantoche Millán Astray (“legiones malparidas por una torpe entraña”, decía el poeta alicantino). La pieza es una creación del escultor Salvador Amaya a partir de un boceto del pintor de batallas Augusto Ferrer-Dalmau y está pergeñada en un estilo que pasó de moda hará cosa de uno o dos siglos, engolado y redicho, academicista, historicista y realista (menos el rostro del soldado, que tira a guapote y está a años luz de los que inmortalizó la célebre fotografía de la guerra del Rif publicada por Roger-Mathieu en 1926).
El alcalde defendía sus tropelías en el cementerio, acusando al memorial avalado por el gobierno anterior de “sectario” y “revanchista” y de “reescribir total y completamente la historia”, en radical contraste con su propuesta de “resignificación” en pos del “encuentro” y en “el espíritu de la Transición, de la reconciliación”. Pero salta a la vista que lo que falsifica la historia es la mitificación de la Legión como “un cuerpo ejemplar por su heroísmo a lo largo de sus ya 102 años de historia” (palabras de Almeida en la inauguración de la estatua carpetovetónica), como si el Tercio de la sanguinaria guerra de Marruecos —el representado en el monumento— fuese idéntico al de las misiones de paz en el extranjero de la etapa democrática. Por contra, los cerca de 3.000 nombres del memorial provienen de una pormenorizada investigación llevada a cabo por un equipo de historiadores profesionales coordinado por el profesor Hernández Holgado, que ha trabajado codo con codo con colectivos de familiares de los represaliados y cuya contribución científica al conocimiento de la represión de la posguerra en Madrid se ha extendido más allá de las circunstancias concretas que la originaron (testimonio de ello, el libro de historia, a la par que de memoria, Morir en Madrid. Las ejecuciones masivas del franquismo en la capital, publicado en 2020). A diferencia de la mirada esencialista del monumento a la Legión, el memorial focalizaba la atención en un período y fenómeno perfectamente distinguibles y delimitables desde una perspectiva científica: la despiadada continuación de las ejecuciones cuando ya había acabado la guerra.
La incapacidad de reconocer esta realidad histórica sulfuró al gobierno de Almeida hasta el extremo de vengarse del memorial, desmontando sus letreros y deshaciendo su significado. Ahí sí tenemos una memoria “revanchista”, la misma que promovió la restitución al general esperpéntico de la calle que Carmena le retiró en 2017 para ofrecérsela a Justa Freire, maestra republicana. Memoria revanchista y, qué duda cabe, “sectaria”, alentada por una intransigencia que sólo busca el encontronazo, en absoluto el “encuentro”, en ese mismo espíritu “de ciega y feroz acometividad” que dicta la primera máxima del Credo Legionario, petrificado ahora en el pesado pedestal de la calle de Vitruvio. En un cementerio deberían caber todos los nombres, en particular si designan a quienes nunca han tenido un lugar para el recuerdo. Aunque los asesinados por el bando republicano durante la guerra ya han sido largamente honrados, si también se quiere hacer un memorial en su homenaje en el propio camposanto, como planteó en algún momento el Comisionado de Memoria Histórica madrileño, pues que se haga, pero sin cargarse el del vecino con la pantomima de la “reconciliación”. La reconciliación ya fue. La buscó la izquierda desde finales de los cuarenta y se hizo realidad con la Transición. Luego se convertiría en una tapadera para no hablar de nada. La mayoría de los monumentos a los caídos “por Dios y por España” que siguen en pie han sido resignificados en “honor a todos los que dieron su vida por España” (por decirlo como la inscripción grabada en el del Castillo de Montjuic en 1986). La memoria no es reconciliadora. No pretende unir lo desunido. No busca el consenso. Es selectiva, fragmentaria, subjetiva, parcial…, pero no necesariamente fanática, intolerante, vengativa. Un Gobierno democrático adulto debería dar libre curso a todas las memorias y evitar imponer una memoria de todos. Garantizar su coexistencia o, en el mejor de los casos, su convivencia no erradicaría la controversia, más bien al contrario. Pero es que el debate y la polémica son un componente esencial de la democracia. Es lo que el día 1 reivindicaban los activistas que colgaron un efímero busto de Franco de la bayoneta del legionario.



















[ARCHIVO DEL BLOG] Pena de muerte: España, 8 de enero de 1972. [Publicada el 13/01/2012]











Desde que tuve la edad y el raciocinio suficientes para comprender el alcance de su significado, sus implicaciones y, sobre todo, la irremediabilidad de sus consecuencias, la pena de muerte me ha parecido una monstruosidad jurídica. Una de las muchas razones que me hacen sentirme orgulloso de mi condición de ciudadano europeo es la abolición constitucional de la misma en todos los Estados de la Unión.
También tengo razones personales para odiar esa lacra histórica de la humanidad aun vigente en la mayoría de los Estados del mundo. Por partida doble: Un tío abuelo mío, Amós Acero, diputado socialista en las Cortes republicanas y alcalde del Puente de Vallecas madrileño entre 1931 y 1939, fue fusilado por el régimen franquista nada más concluida la guerra civil. Sú único delito probado en el consejo de guerra que le condenó fue el de haber sido alcalde y militante destacado del partido socialista. En el bando "contrario", mi padre, teniente de la guardia civil, a finales de los años 40, en Málaga, tuvo que mandar el pelotón que ejecutó a uno de los maquis que deambulaban por la Serranía de Ronda. 
Del primer hecho se habló siempre con orgullo en el seno de mi familia materna, especialmente por mi madre, para quién Amós Acero fue siempre su tío más querido y admirado. Del segundo no se hablaba nunca, o en contadas ocasiones, y nunca por mi padre. Como en tantas otras cosas, fue mi madre, una extraordinaria fuente de historia oral, quien aludió alguna vez al hecho, y solo para comentar las pesadillas que sufrió mi padre durante meses.
No soy muy  sentimental. No creo en la justicia ni en esa burda consideración de que el sistema penal pretende la rehabilitación social del delincuente. Eso es una falacia. El sistema penal lo único que pretende es castigar. Y hasta eso lo hace mal. Pero la pena de muerte nos retrotrae a la prehistoria, al ojo por ojo y diente por diente, y sobre todo es ineficaz, porque asesinando al delincuente ni siquiera hay castigo.
Ignoro por que extraños mecanismos mentales me ha producido tanto malestar y desasosiego el reportaje que el pasado día 8 publicaba el diario El País, firmado por el profesor de la Universidad Politécnica de Valencia, Vicente Torres, y la entrevista que el diario hace al mismo sobre la ejecución en dicha ciudad, ese mismo día de 1972, de un soldado de 21 años, Pedro Martínez Expósito, acusado y condenado por el robo y asesinato de dos mujeres.
Al leer el periódico recordé que en su momento me había impresionado aquella ejecución por el hecho de que el ajusticiado tenía el mismo nombre y apellidos de un antiguo compañero mío de colegio, aunque sabía que no podía ser él por simples razones de  edad.
En ese reportaje, el ahora profesor universitario, y en aquellos momentos soldado haciendo el servicio militar en un acuartelamiento de Valencia con el rango de cabo segundo, relata en primera persona su participación en la ejecución de Pedro Martínez Expósito como miembro del pelotón de ejecución que llevó a cabo el fusilamiento del mismo, con toda la horrenda parafernalia que el hecho mismo de la ejecución de un militar implicaba. No me ha gustado, quizá por su distanciamiento emocional; no lo sé, pero me ha dejado un regusto amargo. En la entrevista, el profesor Torres se muestra más emotivo, más humano, más cercano, más intimista. Quizá sea por la habilidad del entrevistador. Reitero que no acabo de "procesar" el mecanismo de mi mente por el que el reportaje me ha producido ese malestar. Y, sinceramente, me duele reconocerlo.
Sean felices, por favor, a pesar de la justicia que padecemos. Tamaragua, amigos. HArendt