domingo, 12 de julio de 2020

[SONRÍA, POR FAVOR] Es domingo, 12 de julio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...





















La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 11 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Periodistas



El escritor George Orwell. Foto de Getty


El periodismo no puede renunciar a la precisión, exactitud y brevedad que le enseña la poesía, afirma en el A vuelapluma de hoy [Contar el mundo. El País, 3/7/2020] el periodista y presidente de la sección española de Reporteros Sin Fronteras, Alfonso Armada.

"La poesía, como epígrafe, -comienza diciendo Armada- podría servir para un suplemento cultural (vitaminas añadidas al cuerpo cordial y a menudo tan poco cabal de las noticias) y para una lápida. Y, sin embargo, para que los periódicos no se nos caigan literalmente de las manos deberían acertar a mezclar la preciosa sintaxis de la poesía, su exactitud helada, con la banda sonora de los hechos. ¿Otro gallo nos cantaría?

Homero. Maite Larrauri se ha pasado la vida enseñando filosofía a bachilleres, por eso escribe con una claridad que no deslumbra. Hablando de Simone Weil y de la guerra, Larrauri se remonta a Homero. De la Ilíada escribió Weil que es un documento de excepción porque no emana de los vencedores. He aquí la exégesis de Larrauri con Weil en el retrovisor: “La equidad con la que son tratados los griegos y troyanos hace imposible deducir la nacionalidad de Homero. En el poema no se admira, ni se desprecia, ni se odia a ninguno de los bandos. Todo lo que la guerra destruye le parece al poeta digno de ser lamentado”. ¿Eso aprendieron Walter Cronkite (de quien nunca se supo a quién votaba en los comicios estadounidenses) o John Hersey (cuya Hiroshima sigue siendo una crónica en la estela de Homero)?

Orwell. Los libros duran más que los periódicos. Y que las páginas web. Aunque aseguran que la memoria digital nos sobrevivirá. ¿Para uso de robots? Me reencuentro con un artículo que el reportero estadounidense George Packer escribió en Letras libres en abril de 2017. Hablaba de las lecciones que aprendió de George Orwell. Recuerda que la neutral suele ser mala escritura y que “la neutralidad no es necesariamente el objetivo que tendría que tener el periodismo”, porque neutralidad “no es lo mismo que la independencia, la imparcialidad, la honestidad”. El chivato rojo que tengo al lado del teclado se ha encendido al tratar de periodismo. Vale. Dos acotaciones para avanzar en medio de la maleza textual. Dice Packer: “Todo periodista que no es simplemente un escritorzuelo profesional, o un funcionario, o un francotirador, no solo debería leer literatura, sino que debería aspirar a escribirla”. (Recordemos que Albert Camus no recibió el Nobel por sus escritos periodísticos, pero sí Svetlana Alexiévich y empezó así a quebrar el abusivo canon de la novela. Ojalá). Y una cita más del retorno de Parker a Orwell: “La desaparición de los hechos en el periodismo y en la política es un desastre, porque ya no tenemos un marco común con el que todos estemos de acuerdo antes de empezar nuestras feas discusiones”. Esto serviría para esta hora fatigosa de España, un país extremadamente fatigoso, entre otras cosas por la retórica del bosque que impide ver los árboles de los hechos, y la imposibilidad (que tanto ha lamentado Aurelio Arteta) de convencer a alguien con datos y argumentos impecables.

Celan. En octubre de 1960 el poeta Paul Celan agradeció la concesión del premio Georg Büchner y dijo algo que se sigue oyendo: “Es cosa habitual reprocharle a la poesía su oscuridad”. Él, que no es un poeta fácil, que exige mucha atención por parte del lector, se refiere a “la oscuridad adherida a la poesía en función de que se produzca un encuentro, una oscuridad desde una lejanía o extrañeza”. Habla de que esa oscuridad, como el silencio, es una forma de enmudecer ante el dolor, la ininteligibilidad del sufrimiento, del exterminio, de la violencia inusitada. La oscuridad, en ese sentido, trata precisamente de leer, de pronunciar ese mundo. En el caso de Celan hasta el punto de cortarse la lengua, de suicidarse. A la poesía no le podemos pedir lo mismo que al periodismo. Pero tampoco le pidamos al periodismo que se olvide de la belleza y de la precisión, de la exactitud, de la brevedad, de la intensidad que puede proporcionarle la poesía. Porque ante el dolor de los demás, y a la espera de la justicia que ponga fin a la impunidad, que muchas veces tarda una vida en llegar, o no llega nunca, que la dignidad de las víctimas alcance al menos un gramo de eternidad y de consuelo en la belleza de la sintaxis, en esa duración. Poesía, tal vez.

Forché. La poeta estadounidense Carolyn Forché recibió en Encinitas, California, la inesperada visita de un hombre que venía conduciendo desde El Salvador con sus dos hijas. Leonel Gómez Vides sabía de ella porque la mujer había traducido a su compatriota Claribel Alegría. Consiguió persuadirla para que le acompañara a El Salvador, donde se tejía una guerra civil, pese a que ella le dijo que no era periodista. Pero él le respondió que no necesitaba un periodista, sino un poeta. “Hay que ser capaz de ver el mundo tal como es, de ver cómo está compuesto, y hay que ser capaz de contar lo que uno ve”. Con frases de esa estirpe se la ganó. Ahora lean, por favor, Lo que han oído es cierto. Testimonio y resistencia, que acaba de publicar Capitán Swing, y verán cómo para contar mejor el mundo es bueno que las botas del periodista lleven un poeta dentro de los ojos. En El Salvador ella aprendió, entre otras cosas, cuánto pesa una cabeza humana".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[ARCHIVO DEL BLOG] Bibliopatía. Publicada el 27 de abril de 2010







Bella palabra "bibliopatía". Del griego "βιβλίον" (libro) y "πάθεια" (sufrir, experimentar). La podríamos definir como "pasión por los libros". La cita el escritor Félix de Azúa en un hermoso artículo en El Periódico, titulado La letra ya no entra ni con sangre, que pueden leer en el enlace anterior. 

Similar pasión por los libros padece la escritora norteamericana Anne Fadiman. Dejó constancia de ella en un precioso librito que ya he mencionado con anterioridad en el blog: "Ex Libris. Confesiones de una lectora" (Alba Editorial, Madrid, 2000). Lo leí por vez primera con inmenso placer hace ahora nueve años, y a él vuelvo con frecuencia. Les recomiendo lo lean si creen que padecen "bibliopatía". No se les curará, pero disfrutarán de su enfermedad doblemente.

Cuenta Anne Fadiman en su libro que hasta pasados cinco años de matrimonio, y ya con un hijo a cuestas, no se propusieron su marido (también escritor) y ella unir sus respectivas bibliotecas. Fue sólo entonces, comenta, una vez que lograron encontrar un sistema uniforme de clasificación de sus libros respectivos, que se consideró verdaderamente ligada a él... ¿Exageración? No lo creo... Lo digo por experiencia propia.

Mi modesta, caótica y abigarrada biblioteca familiar, de apenas unos seis mil libros (cantidad calculada a ojo de buen cubero por las estanterías que ocupa) está repartida entre nuestras casas de Maspalomas, Las Palmas, las de mis hijas, y hasta la de una cuñada. Ya casi he renunciado, por imposibilidad manifiesta, a su clasificación y catalogación, de la que sólo he llevado a cabo las de unos 2000 títulos. No me gustaría morirme sin llevarla a cabo, pero no se si lo conseguiré. Me faltan paz y sosiego para ello.

El escritor Félix de Azúa, en el artículo mencionado, comenta que en el futuro será cosa de locos o de millonarios reunir en casa más de mil libros; que su generación es la última que ha logrado tener al alcance de la mano la totalidad del saber y de la literatura; pero que la electrónica y el precio de la vivienda, aquí y en todo el mundo, matarán las grandes bibliotecas particulares. Creo que tiene toda la razón.

A las tres de la madrugada del 28 de abril, insomne, cuatro horas después de publicar esta entrada, me pongo a ojear de nuevo artículos de prensa por Internet. Me encuentro en él una joya que no había visto hasta hoy. Un delicioso y sentimental artículo de la novelista cubana Zoe Valdés titulado Libros clandestinos, publicado el 29 de octubre de 2009 en el blog elboomeran.com. Es un hermosísimo canto a la "bibliopatía", y pueden leerlo en el enlace de más arriba. Merece la pena hacerlo. A mí me ha emocionado, lo confieso sin pudor, porque en muchas de las cosas que dice me he visto reflejado. Creo que ahora me  va a resultar doblemente difícil volver a la cama y conciliar el sueño. Mal trago, porque mañana (hoy, miércoles ya) me espera un día bastante atareado de compromisos personales. HArendt



La escritora Anne Fadiman


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[SONRÍA, POR FAVOR] Es sábado, 11 de julio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...























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viernes, 10 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Pasado



Dibujo de Sr. García para El País


Para que el pasado nos ayude a mejorar el presente, comenta en el A vuelapluma de hoy viernes [Sin memoria no hay democracia. El País, 27/6/2020] la escritora Géraldine Schwarz, no basta con nombrar a unos cuantos culpables de la historia y derribar sus estatuas. Requiere adoptar la perspectiva de la víctima y ser capaces de pedir perdón. Porque sin memoria no hay democracia. 

"Antes de la II Guerra Mundial, -comienza diciendo Schwarz- recordar la historia solo servía para glorificar a las naciones, agitar el revanchismo o canonizar a los héroes. Entonces, Alemania inventó el concepto de Vergangenheitsbewältigung, el intento de asumir la vergüenza de su pasado nazi haciendo frente colectivamente a los incalificables crímenes del Tercer Reich en lugar de eludirlos. Este proceso, que comenzó a finales de los sesenta tras dos décadas de amnesia colectiva, permitió que de un legado negativo surgiera algo positivo: la rehabilitación y reconstrucción de Alemania como una de las democracias más fuertes del mundo. Yo crecí en Francia, donde nací de madre francesa y padre alemán. Hace 20 años me trasladé a vivir a Berlín. Aquí puedo ver a diario de qué forma este trabajo, lo que se denomina “asumir el pasado”, ha influido de forma positiva en Alemania y en la sociedad alemana moderna.

La cultura alemana de la memoria podría servir de inspiración a países como España, EE UU o el Reino Unido, que tienen dificultades para comprender que, para transformar el peso del pasado en riqueza, deben afrontarlo, no hacer caso omiso de ellas. Ahora bien, para que el pasado nos ayude a mejorar nuestro presente, no basta con nombrar a unos cuantos culpables de la historia y derribar sus estatuas. La furia es comprensible, sin duda, cuando las autoridades permiten que se siga honrando a figuras como el rey Leopoldo II de Bélgica o el traficante de esclavos Edward Colton de Bristol en lugares públicos sin que haya ninguna contextualización. Pero la iconoclastia, muchas veces, no aporta más que una impresión de justicia. Poco después llega el olvido. Y lo único que queda es la oportunidad desperdiciada de utilizar nuestro pasado para conocernos mejor a nosotros mismos.

”Nuestra historia nos enseña de qué es capaz el ser humano”, dijo el presidente alemán Richard von Weizsäcker en un recordado discurso ante el Bundestag en 1985. Y añadió: “No podemos pensar que ahora somos muy distintos y nos hemos vuelto mejores”. Los hombres homenajeados en estatuas pudieron hacer lo que hicieron porque sociedades enteras en Europa, América, el mundo árabe y el Imperio Otomano compartían sus ideas. Quizá no se mancharon físicamente las manos de sangre, pero mucha gente se benefició, directa o indirectamente, del cruel y salvaje dominio del hombre sobre el hombre que entrañaban la esclavitud y el colonialismo. La complicidad de la multitud de gente con un sistema criminal es, me parece, mucho más importante que la culpa individual de un traficante de esclavos o un sádico colono.

Y esa responsabilidad social parece menos relevante en la era oscurantista de Cristóbal Colón —cuando la Iglesia, con toda su influencia, decidió que la mayoría de los seres humanos no blancos carecían de alma— que en épocas más modernas. ¿Cómo es posible que, en los siglos XIX y XX, países como Estados Unidos, el Reino Unido y Francia, que presumían de ser los adalides de la democracia y la libertad, oprimieran y explotaran sin ningún escrúpulo a la gente, con el pretexto de “instruirla”?

La opresión se prolongó hasta mucho después de la II Guerra Mundial, después de que proclamaran su superioridad moral sobre el fascismo. ¿Hasta qué punto esta doble vara de medir ha dañado el modelo de democracia parlamentaria en todo el mundo? Millones de ciudadanos estadounidenses y europeos contribuyeron a una hipocresía intolerable, una inmoralidad.

Esta reflexión es crucial, porque nos remite a nuestra responsabilidad individual actual. Nos ayuda a ser conscientes de nuestras contradicciones, en lugar de echar la culpa a los demás. Nos obliga a darnos cuenta de que no es necesario trabajar directamente al servicio de un sistema injusto para ser cómplices de él.

En Alemania, a quienes siguen la corriente los llaman Mitläufer. Durante el Tercer Reich, mi abuelo fue uno de ellos. Se aprovechó de las políticas antisemitas de los nazis para comprar una empresa a una familia judía por un precio muy barato. Tras la guerra, el único superviviente de aquella familia, que había muerto en Auschwitz, exigió una indemnización. Pero mi abuelo se consideraba inocente. Como la mayoría de los alemanes, no quería aceptar la realidad de que, si bien la influencia de cada Mitläufer a nivel individual era mínima, sus pequeños actos cotidianos de cobardía y oportunismo habían creado las condiciones necesarias para el funcionamiento de un sistema criminal. Fue necesaria la valentía de la generación de mi padre para sacar a la población alemana de la amnesia y convertir a los Mitläufer en un elemento fundamental de esa tarea de rendir cuentas con el pasado. Esa actitud contribuyó a concienciar más a los jóvenes sobre su falibilidad y a armarlos contra los demagogos y los manipuladores del odio y las mentiras. Y gracias a ello pudieron transformar la culpa colectiva en responsabilidad democrática. Aun así, ni siquiera Alemania es inmune. Aprender del pasado es un proceso que es necesario alimentar y reexaminar continuamente, igual que la democracia.

Enfrentarse a las sombras de la historia es algo que no debería hacerse en una cultura de culpabilidad ni en el culto a las víctimas. Tampoco debe instrumentalizarse para agitar el odio y el sectarismo, ni para alimentar una versión anacrónica y maniquea del pasado. Pero asumir el pasado es imposible sin un paso esencial: adoptar la perspectiva de la víctima, el oprimido, el ocupado, el humillado. Y ser capaces de pedir perdón.

Sin embargo, muchos se resisten todavía a este proceso. El Reino Unido se niega a pedir perdón por matanzas que están claramente documentadas y por la explotación económica y la segregación racial que llevó a cabo en sus colonias. El recuerdo de los errores de la historia no parece formar parte de la educación nacional, ni en las escuelas, ni en los museos, ni en la mayor parte de los medios de comunicación. Pero los británicos no son los únicos que se niegan a aceptar la realidad en Europa. También lo hacen los Países Bajos, Italia, Portugal... y España.

Cuando México pidió a España, en 2019, que pidiera perdón por el brutal sometimiento de los pueblos indígenas durante la conquista en el siglo XVI, Madrid respondió que no era posible juzgar el pasado desde una perspectiva contemporánea. En efecto, es posible alegar que el oscurantismo predominante en la época es una circunstancia atenuante. Pero ese es un argumento que conviene usar con cautela, porque se puede utilizar para justificar todo tipo de crímenes cometidos bajo la influencia de una ideología fanática. Lo que debilita la credibilidad de España es que también cerró los ojos voluntariamente a los crímenes del régimen de Franco. Triunfó la impunidad y las víctimas se quedaron solas con su sufrimiento. El resultado fue una peligrosa relativización de los crímenes de Franco que está arraigando en parte de la sociedad, con su corolario: el desarrollo de un partido extremista y antidemocrático.

Sin asumir la responsabilidad del pasado, ninguna reconciliación es duradera, ninguna paz es sólida, ningún pasado se expía. Una historia reprimida tiene un efecto bumerán. Regresa en forma de tensiones colectivas, una sociedad dividida, el ascenso del populismo, el extremismo y el racismo. El hecho de negarse a afrontar las sombras de la historia revela que no se ha entendido en absoluto la importancia que tiene hacer suyo el pasado para la madurez democrática de un país y para la paz internacional. Si los países europeos quieren tener influencia normativa en el mundo y reafirmar los valores de una sociedad abierta y democrática frente a modelos autoritarios, las antiguas potencias coloniales deben asumir sus responsabilidades históricas.

Afrontar la memoria con honestidad no es un accesorio moral para dar buena imagen. Nos ayuda a construir, juntos, el futuro. Nos guía para comprender el mundo en lugar de sufrirlo, evitar los errores e identificar los peligros; los que proceden de otros, pero, sobre todo, los que proceden de nosotros mismos. Nos ayuda a vivir de forma más consciente".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[DE LIBROS Y LECTURAS] Irazoki y las gotas contadas





"Las aberraciones de la historia [Irazoki y las gotas contadas, Revista de Libros, 2/6/2020] comenta el escritor y crítico literario Rafael Narbona- merman nuestra fe en el hombre, pero cada vez que surge la voz de un poeta fieramente humano se restablece nuestra confianza, revelándonos que la ternura y la inteligencia hacen retroceder a las pasiones más indignas. Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) es un hombre bueno y eso se transparenta en su poesía, luminosa, humilde y esperanzadora. La excelencia moral no es siempre garantía de excelencia artística, pero cuando ambas virtudes convergen el resultado es altamente inspirador. El contador de gotas es la última entrega de una trilogía que comenzó con Los hombres intermitentes y continuó con Orquesta de desaparecidos. Se trata de un tríptico autobiográfico, donde una suave melancolía convive con un acendrado optimismo vital. Irazoki nunca ha caído en la trampa del pesimismo. Conoce el dolor, pues ha sufrido accidentes y pérdidas, pero nada le ha hecho repudiar la vida. Su concepto de la existencia excluye lo sobrenatural. No hay ninguna referencia a Dios. Nunca deplora la finitud. Como diría su entrañable amigo Fernando Aramburu, «un paseo por la vida es suficiente». Irazoki es un poeta intimista y con grandes dotes de introspección, pero nunca le ha dado la espalda a  la realidad. Su voz se ha alzado contra el terrorismo de ETA, cuidando la memoria de las víctimas. Su coraje cívico nunca se ha oscurecido con sentimientos de rencor o revancha. Simplemente, se ha distanciado de los corazones endurecidos que han bañado de sangre su tierra natal, escarneciendo su tradicional espíritu de paz y acogida.

El contador de gotas comienza con una cita de Ramón Eder: «Sin compasión no hay cordura». Irazoki manifiesta desde la primera línea su perspectiva humanista. No hay equilibrio ni armonía sin piedad y solidaridad. Nuestros semejantes no son un escenario de fondo, sino una llamada permanente a la fraternidad. Irazoki inicia su viaje al pasado con las letras del alfabeto: «las letras del abecedario dormitan contra una tapia de mi cerebro». Las palabras son la llave de los recuerdos, la clave que hace inteligible lo que vivimos, la puerta que franquea el paso a la memoria. Irazoki se remonta hasta el principio: «Nací en una familia de campesinos y pastores feos que enamoraron a mujeres de gran belleza». La feliz conjunción de «belleza y desarmonía extremas» alumbró invariablemente el mismo fruto: «una mansedumbre que plantaba árboles». Fundidos con la tierra, los antepasados de Irazoki crecieron como árboles cargados de frutos: «El atuendo de mis ancestros incluía esquejes de roble, castaño o haya». El abuelo abandonó el pastoreo trashumante. Sus dos hijos mayores emigraron a América y, a su regreso, trajeron semillas de tabaco, sin reparar en que las lluvias y las granizadas no favorecían su cultivo. El abuelo no se arredró y logró que las semillas fructificaran con tamaños desiguales, evidenciando la diversidad de la vida. «Cada hebra de tabaco era una bomba de surrealismo». Cada bocanada, provocaba fenómenos insólitos: las pupilas crecían, la estatura disminuía. El abuelo se transformó en «un tallo transparente». Gracias al tabaco, Irazoki y su hermana crecieron como «borrachos sobrios», evitando los abismos que devoraron a otros jóvenes de su generación. Sus neuronas solo necesitaban la imaginación para bailar y vagar por el mundo.

Tras demorarnos en el pórtico de El contador de gotas, ya sabemos lo que nos espera: un árbol frondoso donde lo fantástico y lo cotidiano se funden, un poliedro de infinitas caras que atrapan imágenes del pasado y de un posible porvenir, un templo donde la naturaleza y el hombre se expanden interminablemente. Personalmente, me ha recordado los mejores momentos del realismo mágico, pero sin ningún preciosismo que lastre las palabras, cargándolas con un empalagoso almíbar. Zoki —me permito llamarle así, pues siempre he sentido su obra como algo muy cercano— es enemigo de la retórica, algo previsible en un tenaz adversario del fanatismo moral y político. Su niñez estuvo poblada por ilusionistas, otoños, soledades, espejos, intrusos, silencios, disfraces, oscuridades, aguadores, desiertos, zorros —ese «poeta maldito» que camina «atado a su soledad omnívora»—. Infancia de poeta, pero también de atleta que hacía subir el balón a una velocidad vertiginosa por un campo de fútbol. Una mala caída frustró su carrera deportiva, dejando una huella permanente en su cuerpo. La desgracia, lejos de llenarlo de amargura, hizo crecer su humanidad. Una humanidad que ya se había rebelado contra los prejuicios en nombre de los cuales se menospreciaba a los emigrantes o se desconfiaba de los gitanos.

Irazoki aprendió muy pronto a amar la diversidad. La promiscua alegría de las ciudades ahuyentó cualquier delirio de pureza racial. Frente al ensimismamiento de los esencialismos, apostó por la apertura a lo incierto y plural. Al igual que Albert Camus, se topó con las primeras certezas en un campo de fútbol. En el terreno de juego se aprende coraje, alegría y resignación. Despedirse de él por una mala caída es doloroso, pero es una buena experiencia para entender que la vida es una sucesión de adioses. La poesía reemplazó al fútbol: Blas de Otero, César Vallejo, Nazim Hikmet, Emily Dickinson. La belleza de las letras no apagó el fervor por las proezas deportivas. Sus ojos advirtieron que los ciclistas de la Vuelta a España eran «dioses manchados» que subían por «las cuestas» del deseo. Las peripecias de un pelotón son minuciosas analogías de la vida. En ellas, hay soledad, gregarismo, fatalidad.

El paso de los años desnudó el mundo real. El «hábito inmóvil» del racismo hacia los que no encajaban en el mito de la patria vasca declaraba intrusos a las  familias de Andalucía, Extremadura, Galicia, Asturias. Los partidarios del odio subían por una escalera hasta llegar a «una cima sin preguntas». Eran los cazadores de «palabras, pensamientos, ideas, incertidumbres». Con el corazón hundido en el resentimiento, hablaban con «frases encarceladas», esgrimiendo «las rejas de sus teorías». Irazoki abrazó a uno de esos corazones, pero descubrió que solo era «una piedra llena de odio». Buscó entonces otros interlocutores: Verlaine, Julio Ramón Ribeyro, Lautréamont, París. Irazoki completó su aprendizaje en las ciudades. La irrupción del amor le arraigó aún más a la vida. No en vano El contador de gotas está dedicado a Bárbara Loyer, su compañera. Compuesto en París entre 2016 y 2019, recoge un tiempo de gozo y de heridas, de recuerdos y proyectos. El pasado, lejos de ser un fardo, labra el porvenir. Irazoki sabe que el poeta es todos los hombres. Sus palabras le permiten infiltrarse en las vidas ajenas. No es una apropiación, sino un encuentro. El poeta «cuenta las gotas de los días vividos». Observa su yo y su yo le devuelve la mirada. Es imposible escribir y no sentirse escindido, desdoblado, multiplicado. El yo es realmente otro.

Irazoki rinde tributo a la música. Los músicos callejeros no son solitarios que esperan unas monedas, sino los artífices de la felicidad. La angustia se aplaca con sus notas. Sus interpretaciones son medicamentos que curan. El alma se alimenta de la belleza. Al heredar de sus familiares, Irazoki se desprendió de todo lo material para refugiarse en Los cantos de Maldoror. Se demolió por dentro para reconstruirse, masticando una pequeña bola de luz. El fruto fue una aguda conciencia ética. Irazoki no es un poeta didáctico, pero sí es un poeta comprometido. Comprometido con la causa del hombre y siempre en guerra con el totalitarismo. Lector de Ósip Mandelstam y Anna Ajmátova, ha vivido en sus carnes la lepra de la intolerancia. El silencio es la casa del poeta, pero el poeta no puede quedarse mudo cuando los pistoleros intentan sepultar la libertad. Irazoki evoca su primer paseo con Maite Pagazaurtundúa por San Sebastián. En las calles se respiraba miedo, complicidad con los asesinos, turbia equidistancia. Era el mismo aire opresivo que se respiró en la Alemania nazi, la Italia fascista y la Unión Soviética. Detrás, siempre el mismo mito: la identidad colectiva, un tótem que se nutre del egoísmo primario.

Irazoki rescata dos cuadernos de su juventud que contienen una serie de aforismos. Son frases ingeniosas que expresan un decálogo moral: desconfiar del idealismo; utilizar el ingenio para combatir las supersticiones, especialmente las que disfrutan de un amplio crédito; alejarse de los placeres que esclavizan la mente y el cuerpo; espantar el dogmatismo con preguntas; no transigir con la amargura; no permitir que la ambición material nos robe la vida; no complacerse con las propias lágrimas; sitiar el rencor. «Que el perdón —concluye Irazoki— sea más fuerte que la herida». Es indudable que el mundo sería un lugar mucho más habitable, cumpliendo estos preceptos. El contador de gotas es una bella utopía. No me importaría vivir entre sus páginas, donde todo es muy humano. Con su barba de ermitaño, Zoki podría confundirse con un santo laico, pero sé que a él no le agradaría la comparación. Su mirada no está en lo alto, sino en este mundo. Su paraíso es una calle de París iluminada por las notas de una balada de jazz".



El crítico literario Rafael Narbona



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