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sábado, 20 de mayo de 2017

[A vuelapluma] Trolls





Recuerdo de mi época de niñez, ¡tan lejana!, que todos mis compañeros y yo mismo, empleábamos con profusión la palabra "trola". Estoy seguro de que ninguno de nosotros sabíamos lo que significaba, pero con acierto implícito, la usábamos con el mismo sentido que le otorga hoy el Diccionario de la lengua española de la Real Academia: "trola". Del ant. hadrolla o fadrolla 'adrolla'; cf. aladroque. 1. f. coloq. Engaño, falsedad, mentira. ¿Guardará tan españolísima palabra alguna relación con el anglicismo "troll" tan en uso ahora? Semánticamente parece que sí... Misterios de las lenguas...

Internet se ha llenado de personas que vierten opiniones ofensivas sobre cualquier tema y cuyo surgimiento explica los importantes cambios sociales que está aparejando el acceso ‘redentor’ a la tecnología, dice Ernesto Hernández Busto, escritor y ensayista (premio Casa de América en 2004), en un reciente artículo en El País. 

Ese baluarte del periodismo serio que es el diario The Guardian, añade a continuación, ha hecho público hace ya unas semanas el documental que encargó, junto con la Fundación Bertha, al cineasta y fotógrafo noruego Kyrre Lien. Se titula "The Internet warriors" (Los guerreros de Internet) y consiste en una serie de entrevistas con algunas de esas personas, conocidas como trolls, que dedican buena parte de su tiempo a postear comentarios extremos en las redes sociales.

Hay, señala, un cockney xenófobo de suburbio inglés; un defensor de la pureza racial que opina que mandar niños de diferentes razas a la misma escuela es “una forma de eugenesia”; un devoto de Trump que es la representación perfecta de eso que llaman white trash; una rusa cincuentona y homófoba; un gay anti Cameron que odia a la cantante Lady Gaga y adora los videojuegos; un extremista sirio que considera a Estados Unidos el origen de la destrucción del mundo pero postea refugiado fuera de su país; un tal Pete, cruzado de la bandera norteamericana, que desbarra contra los mexicanos y sale en su bici a promulgar la belleza de los símbolos patrios con los que envuelve su poco apuesta figura; una noruega que defiende los derechos de los animales pero opina que hay que aplicar a todos los musulmanes la “solución final” preconizada por Hitler; otro señor que lamenta el fin del colonialismo porque hubiera mantenido a los musulmanes “bajo control”...

Cada uno de estos pareceres desaforados, sigue diciendo, viene acompañado de un rostro: el rostro del hater. A cada uno de los entrevistados se les pide que lean y comenten algunas de las opiniones “incorrectas” que expresaron en la red: todos, salvo un caso interesante, al final, se reafirman en lo dicho.

Pero junto con esos rostros, añade después, hay también un paneo, necesariamente breve pero revelador, del mundo que rodea a estas personas. Más que retratos del odio, lo que vemos son explícitas representaciones de la necedad, y del fondo de tristeza y contradicción que casi siempre la acompaña.

Descubrimos así, comenta, que varios de estos xenófobos están casados con extranjeros. Que la mayoría de estos profesionales del insulto adora a sus animales domésticos (el documental es también una especie de bestiario doméstico: perros, gatos y periquitos; consuelos, tal vez, de cierta decepción por lo humano). Que muchos de ellos confiesan que pasan las 24 horas del día enganchados únicamente a sus redes y no les importa otro tipo de noticias. La mayoría pone el más descarnado solipsismo por encima del bien común. Se sienten traicionados, fuera del mainstream. Ejercen desde una soledad inconsolable: se ríen de sus propios “chistes” e interactúan desde lo extremo porque parecen buscar, por la excitación “argumental” que provocan sus opiniones, una forma de autogratificación momentánea e iluminadora.

El resultado de esta investigación, afirma, es una pieza fundamental para entender no sólo el estado actual de la opinión política y las maneras que adopta hoy el viejo e incorregible hábito de la estupidez humana, sino también los cambios que ha traído aparejada esta época de acceso redentor a la tecnología. Todos estos Bouvards y Pécuchets de la nueva era han cambiado definitivamente la personalidad de Internet. No se trata sólo del efecto desinhibitorio del anonimato o de la broma, sino de algo, me temo, más complejo.

Cualquiera que haya tenido un trato frecuente con blogs y redes sociales, sigue diciendo, conoce a esas criaturas aberrantes. Una encuesta del Pew Research Center publicada hace tres años encontró que el 70% de los jóvenes de 18 a 24 años que usaban Internet habían sufrido acoso on line por parte de perfiles que mostraban oscuros rasgos de personalidad, como narcisismo, psicopatía y sadismo. ¿Qué es exactamente un troll? Se trata, como todos los ogros, de un monstruo, es decir, de una bestia que tiene necesidad de mostrarse. Alguien extraño a la especie más común o dominante, pero que tampoco puede permanecer demasiado alejado de ella. El ogro no ve muy bien, pero tiene un olfato muy desarrollado. Es el rey de la “intuición” y todo el mecanismo de su odio funciona a partir del instinto. Es también, por supuesto, alguien que arrastra una tristeza incurable y un profundo malestar consigo mismo.

Por otro lado, afirma, las preguntas por la naturaleza última del terrorismo y la llamada “crisis de la democracia” han terminado por reforzar no sólo la tendencia a la autopreservación, sino también la búsqueda de un pensamiento neutro o un paradigma de valores que pretende colocarse al margen de todo tipo de conflicto. Para el pensamiento tecnológico, por ejemplo, la libertad ya es menos una cuestión de capacidad de libre elección que de libre acceso, ese always on en donde se intersectan el individuo, el ciudadano y el empleado.

Tanto estos fieles de la incorrección, sigue diciendo, que muestran a menudo la nostalgia de un regreso a cierto estado y concepción de lo “auténtico” donde se privilegian posiciones oscurantistas o, si se quiere, antiilustradas de adoración política, como los siempre correctos opinadores satirizados en ese espeluznante episodio de la popular serie distópica Black Mirror (Espejo negro), donde una chica vive inmersa en el mundo panóptico de actos likeables, son criaturas que degradan el sentido actual de la libertad de opinión.

Porque la otra cara de esa manía por la diversidad social, añade, por lo identitario a escala personal y por la retórica de corrección política es una poco cuestionada uniformidad del “sujeto digital”: nuestra participación casi obligatoria en un orden simplista de valores, dictado por las nuevas y crecientes funciones de la tecnología, que se propone también como vehículo de una narrativa permanente del yo.

El rostro del troll es bifronte, concluye diciendo Hernández Busto. Tanto el hater como ese ser afirmativo y “neutro” que ejercemos tratando de quedar bien con todos y de no molestar a nadie son evidencias de nuestra sujeción a un sistema que reduce y corrompe nuestras interacciones y opiniones. Ese uso “redentor” de la tecnología podría ser el común múltiplo del nuevo ordenamiento social de la opinión, lo que organiza todas esas narrativas de autoafirmación narcisista y las canaliza bajo un espejo negro que es hoy el emblema perfecto de nuestra derrota política. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3504
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)