Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo, 12 de mayo. En el debate que ha abierto Sánchez sobre la mejora de la democracia, escribe en El País la politóloga Cristina Monge, hay que señalar la importancia de la acción colectiva, que nos construye como ciudadanía. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
El papel de la sociedad civil en la regeneración democrática
CRISTINA MONGE
07 may 2024 - El País - harendt.blogspot.com
CRISTINA MONGE
07 may 2024 - El País - harendt.blogspot.com
España está dividida entre quienes creen que Pedro Sánchez reflexionó cinco días y llegó a la conclusión de que hay que regenerar la democracia y quienes aseguran que todo fue un cuento. Para unos y otros el presidente está ahora obligado a concretar ese plan de regeneración democrática con una ambición a la altura del momento inédito vivido.
La crisis de la democracia y la identificación de medidas de regeneración forman parte de los temas preferidos de las ciencias sociales desde hace décadas. Conscientes de que la historia de la democracia es la historia de sus crisis, nos preguntamos cómo se caracteriza la que está viviendo nuestra generación e intentamos identificar cómo hacerle frente.
El anuncio del presidente Sánchez de impulsar un plan de regeneración democrática que signifique un punto y aparte en esta legislatura ha elevado esta discusión al debate público. ¿En qué debería sustanciarse ese plan? En primer lugar, conviene acotar el ámbito sobre el que se quiere actuar, porque por regeneración democrática pueden considerarse una amplia gama de aspectos, ninguno de los cuales debe ser entendido como un arma para destruir al contrario.
Entre los factores que desafían a los sistemas democráticos uno destaca por su trascendencia. Se trata de la pérdida de confianza de la ciudadanía en las instituciones y actores de intermediación como los medios de comunicación, los partidos políticos, o las organizaciones de la sociedad civil. Recuperar esta confianza debería ser el primer objetivo. Los principios de Gobierno Abierto que en 2009 identificó el presidente Barack Obama siguen siendo una buena guía para ello. Su hipótesis fue que la transparencia debía servir para promover la rendición de cuentas y permitir a la ciudadanía conocer qué hace su Gobierno; que la participación ciudadana mejoraría la efectividad y la calidad de las decisiones; y que la colaboración permitiría que las personas pudieran involucrarse en los asuntos públicos. En líneas similares se han pronunciado otros estudiosos, como Pierre Rosanvallon, con su idea de la democracia de apropiación, o Daniel Innerarity, cuando enfatiza y desarrolla la idea de una democracia compleja y de anticipación. Algunos de estos asuntos ya se abordan desde el Consejo de Transparencia o el Foro de Gobierno Abierto, si bien sería necesario elevar su nivel de importancia, medios y proyección en el conjunto del Estado de forma transversal a todas las administraciones públicas. Se podría comenzar incorporando con mayor diligencia las recomendaciones del Grupo de Estados contra la Corrupción —Greco—, tal como reclaman insistentemente expertos y organizaciones de la sociedad civil, o desarrollando la directiva de protección de alertadores, poniendo en marcha la Autoridad Independiente de Protección al Informante.
No obstante, si, como se desprende del debate suscitado en los últimos días, el proyecto de regeneración apunta más a combatir la crispación, o como reclamaba en estas páginas hace unas semanas el profesor Manuel Villoria, un plan de integridad democrática, el foco habrá de ponerse en el comportamiento de los líderes políticos y en el papel de los medios de comunicación. Ambos pueden convertirse en agentes de crispación en un momento en que el entorno digital facilita que se incrementen la tensión y la desinformación. Organizaciones de la sociedad civil, estudiosos del tema, constructores de rankings de calidad democrática e incluso el Foro Económico Mundial que se da cita anualmente en Davos identifican ahí uno de los mayores riesgos para la democracia y el desarrollo a escala global.
La regulación del comportamiento de los políticos es fácilmente abordable con la reforma de los reglamentos del Congreso y del Senado, el desarrollo de un código de buenas prácticas parlamentarias, el establecimiento de sanciones por incumplimiento del código ético, una revisión de las normas de conflictos de interés, la creación de una agencia anticorrupción o la incorporación en la ley de partidos de sanciones a quienes no cumplan con un sistema de control de integridad de sus representantes, entre otros asuntos.
Para los medios de comunicación existen experiencias de autorregulación, consejos donde se dilucidan los márgenes de actuación, observatorios que analizan qué ocurre exactamente y cómo hacerle frente, etcétera. Una pregunta se impone en este caso: ¿qué entendemos por medio de comunicación? De la respuesta dependerá su acceso a espacios informativos, como ruedas de prensa o instituciones, y por supuesto la consabida financiación institucional. Profesionales y estudiosos del sector llevan tiempo pensando sobre este aspecto.
Junto a estas amenazas, en buena medida consecuencia de cambios tecnológicos y sociales, emergen otras que son fallos de diseño institucional. La más clamorosa, la ausencia de mecanismos eficaces de rendición de cuentas por parte de jueces y fiscales. El derecho comparado ofrece alternativas para abrir un buen debate.
Una vez definido el alcance surge la gran duda. ¿Serán los principales partidos capaces de ponerse de acuerdo para conseguir la transversalidad deseable en un plan de estas características? Como recuerda la politóloga Julia Azari, vivimos tiempos de fuerte partidismo con partidos débiles, una mala combinación. El contexto de crispación que viven las élites impide la construcción de consensos si no existe un incentivo externo. Además, olvidamos que la lógica de los partidos es una lógica de competencia que responde a un juego de suma cero del que difícilmente se puede escapar en momentos de máxima tensión.
Por contra, en el espacio de la sociedad civil, aun con todas sus fricciones y tensiones —que las hay—, se puede operar en una lógica de construcción de consensos. Acuerdos que, de lograrse, son un claro incentivo para el encuentro entre partidos. Hace unas semanas, más de 900 organizaciones sociales de un amplísimo espectro ideológico lanzaron una iniciativa legislativa popular para iniciar un proceso de regularización de personas que, venidas de otros países, trabajan con y para nosotros. Consiguieron reunir más de 600.000 firmas en un proceso farragoso y tremendamente exigente en sus requisitos, y empujar así a todos los grupos políticos, salvo Vox, a admitirla a trámite. Un tiempo antes, las organizaciones de personas con discapacidad consiguieron el consenso —nuevamente, salvo Vox— para reformar el artículo 49 de la Constitución, eliminar el término “disminuidos” y ampliar los derechos de este colectivo. En otro plano, 2.500 mujeres suizas lograron que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminara que Suiza vulneró el artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, que consagra el derecho al respeto de la vida privada y familiar, al no tomar medidas ambiciosas contra el cambio climático.
Esa acción colectiva nos construye como ciudadanía, nos aleja de las políticas de chivos expiatorios que despejan culpas a terrenos ajenos, nos legitima —más— para ejercer la crítica cuando corresponda, y en definitiva, ayuda a construir mejor calidad democrática.
Desde ámbitos académicos, políticos y de la sociedad civil se han elaborado en las últimas décadas multitud de propuestas que podrían ponerse en marcha para mejorar la calidad de las democracias. Ojalá la pregunta del presidente, “¿merece la pena?”, signifique un impulso para todas ellas. La sociedad civil puede y debe aportar mucho en este debate, si bien deberá ser el Gobierno, que es el que posee la legitimidad democrática, quien habilite los espacios y procedimientos para que así sea. Quizá, así, haya merecido la pena. Cristina Monge es politóloga.