sábado, 23 de diciembre de 2023

De la fecha de caducidad de la compasión

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura para hoy, del periodista José Luis Sastre, va de la fecha de caducidad de la compasión. Sastre se pregunta en El País que nos pasa cuando dijimos que no caeríamos en la indiferencia de todas las otras veces hasta que un día, con el desliz de un dedo, dejamos de mirar de pronto los ojos del terror para que nos salte el siguiente vídeo, más agradable, sin tanta muerte. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com










¿Cuándo caduca la compasión?
JOSÉ LUIS SASTRE
20 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Nos pasa que ya no miramos, que el dolor agota y se ha vuelto insoportable. Nos pasa que mantener la mirada, de tan sencillo, nos cuesta tanto. Nos pasa que nos dijimos que no caeríamos en la indiferencia de todas las otras veces hasta que un día, con el desliz de un dedo, dejamos de mirar de pronto los ojos del terror para que nos saltara el siguiente vídeo: más agradable, sin tanta muerte. Ese vídeo nos llevó a otro y a otro y al final nos resultó imposible recordar de qué iba el primero, que por algo el algoritmo sabe lo que hace. La nueva droga es la atención.
Nos pasa que nos dijimos que ya que no podíamos hacer apenas nada contra la guerra ―quizá unos tuits, quizá unos artículos, con lo ridículo que es eso―, nos comprometimos al menos a mantener en guardia el interés, que era lo más humano y lo más básico: consistía en mirar y en querer saber. Pero mirar ya no se puede, porque siguen apareciendo niñas y niños muertos o huérfanos o heridos bajo los escombros. Y hay un momento en el que, sin saber por qué, uno desliza el dedo y aparta la mirada. En realidad, sí se sabe por qué: porque podemos, porque la realidad de los otros es para nosotros una imagen. Y si no se ve, no existe.
Nos han enseñado los índices de audiencia la diferencia entre aquello que decimos que vemos y lo que de verdad vemos. Nos han enseñado que los telediarios no se pueden abrir por mucho tiempo con imágenes muy duras porque ese dolor acaba por anestesiar o por cansar, como si la capacidad de conmoverse, o de indignarse, tuviera un límite, que a lo mejor lo tiene: la pregunta es cuánto es eso. ¿Un par de días? ¿Tres? ¿Una semana?
El otro día vi cómo llegaba un niño al hospital después de uno de los bombardeos y en la imagen, que estaba tomada de lejos, salía también un hombre grabando con su teléfono. Corría igual que los sanitarios, pegado a ellos, y acercaba el móvil a la escena todo lo que podía. Siguió grabando luego, con una templanza que asustaba, en cuanto empezaron a traer a más niños con las heridas abiertas. Ese hombre grababa para poder denunciar. Para que el mundo viera y supiera. Para que conste. Ese hombre grababa porque ya no puede hacer nada más. Él no sabrá nunca cuántos verán sus vídeos ni cuántos, al verlos, se preguntarán cómo se detiene esto y si se puede hacer algo. Se puede, por lo menos, querer mirar para poder saber. Lo demás será un misterio: será un misterio saber cuándo caducan la empatía y la solidaridad. O la compasión, tan citada en estas vísperas de Navidad. José Luis Sastre es periodista.



































[ARCHIVO DEL BLOG] La pérdida ambigua. [Publicada el 28/12/2017]












Cuando un ser querido desaparece sin dejar rastro, el conflicto resultante se llama “pérdida ambigua”: ¿estará muerto o acabará regresando? Cada uno cree con absoluta firmeza una cosa u otra, escribe en El País Fernando Schwartz (1937), diplomático, presentador de televisión y escritor español, exembajador de España en Kuwait y en los Países Bajos y profesor en la Universidad Autónoma de Madrid. Nadie lo sabe, no hay certeza, pero los que quedan acaban dándole un sentido ambiguo al misterio. “Para mí está muerto” o “sé que algún día volverá”. La superación no consiste en cerrar el episodio, sino en encontrarle sentido.
Este es el eje, comienza diciendo, sobre el que se sustenta una maravillosa obra de teatro, The Ferryman (El barquero). Escrita por Jez Butterworth y dirigida por Sam Mendes, se representa en el West End de Londres. Podría representarse en Madrid con el simple cambio de IRA por ETA. No se precipiten a buscar entradas; no las encontrarán.
Me pasé las tres horas y cuarto de la función sin poder moverme de la butaca, asombrado, emocionado y dolorido. Subyugado. Todavía me pregunto cómo es posible manejar a más de veinte actores (con bebé de pecho incluido y siete u ocho niños y adolescentes moviéndose por un escenario de maldades y risas como si fueran hadas y elfos) sin que nada desentone, y que el camino armónico de la tragedia siga su curso inalterado. Una maravilla. O, como lo describe Sam Mendes, “una pequeña sonata irlandesa, música de cámara que acaba en gigantesco poema épico… en un escenario que es una cocina”. Tardará un tiempo en ocurrir en aquella cocina, pero al final se intuye que un aparcero de la finca, grande, patoso y simplón, será el Caronte, el Ferryman, que navega por la laguna Estigia acarreando las almas de los Carney, la familia de la obra, cerrando su periplo vital.
Quinn Carney, antiguo terrorista del IRA reconvertido, es el patriarca de esta familia campesina en Irlanda. Su hermano desapareció diez años atrás y nunca se supo más de él hasta el mismo momento en que empieza la obra: aparece con un tiro en la nuca enterrado en una ciénaga en la frontera de las dos Irlandas.
Tiempo de tragedia. Al dolor moral, a la angustia que plantea en la obra la disyuntiva de esperar o desesperar el retorno del desaparecido, se suma bruscamente el contexto histórico: es el momento, 1981, de la muerte escalonada de 10 presos del IRA en huelga de hambre para exigir la mejora de sus condiciones en la prisión, frente a la seca negativa de Margaret Thatcher. El primero fue Bobby Sands, que, justo antes de fallecer, había sido elegido para ocupar un escaño en la Cámara de los Comunes en Londres (espero que nadie vea heroicidad alguna en la huida de Puigdemont a Bruselas, una payasada cósmica. Aherrojados por la tiranía de Madrid, no he visto a Puigdemont o a Junqueras declararse en huelga de hambre; claro, como dentro de un par de semanas se vota libremente en Cataluña, no parece que haga falta).
Y en The Ferryman se abre de golpe la caja de Pandora. Sobrecoge lo inevitable del drama: averiguar quién mató al joven Carney desaparecido es casi superfluo. Ya se sabe quién ha sido: la sola aparición de uno de los líderes del IRA lo revela. Con sus frases amables y cargadas de amenaza, exige además silencio si la familia quiere seguir con su vida apacible. Todo ello, en medio de una poderosa peripecia sentimental.
De pronto, sentado en el patio de butacas del Gielgud Theatre de Londres, me asaltó la conexión inevitable: esta obra bien podría representarse en Madrid con un simple cambio de acrónimo: IRA por ETA. Los problemas de Irlanda y País Vasco eran radicalmente distintos entre sí y las aspiraciones de sus gentes no tenían nada que ver unas con otras. Pero la bestial metodología del terror fue la misma.
El primer personaje que aparece en escena en The Ferryman, es el sacerdote de la familia Carney, el padre Horrigan, un tipo tan blando y tan miserable como don Serapio, el cura sucio de Patria de Fernando Aramburu. Recordé sus charlas a media voz, sus ánimos traidores que tanto me enfurecieron cuando leía la novela. El padre Horrigan hace lo mismo aunque, al menos, Quinn Carney tiene el valor de echarlo de casa.
¿Y el asesinato de su hermano? ¿Y el de Yoyes? La misma mano, la misma ideología cerril teñida de sangre; y ahora debes callarte por el bien de Irlanda, por el bien de la patria vasca. Da igual. Afortunadamente, las ideologías excluyentes acaban en la papelera de la historia. Pero no sin antes causar un daño irremediable. Y esta es una pérdida en la que no hay ambigüedad alguna. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













viernes, 22 de diciembre de 2023

Del deporte como espectáculo de masas






Hola de nuevo a todos, y de nuevo a todos feliz viernes. Dice el Diccionario de la Real Academia Española sobre la palabra deporte que es calco del inglés "sport", a partir del desusado deporte como 'diversión', y este derivado de deportarse como 'divertirse'. Su primera acepción es: Actividad física, ejercida como juego o competición, cuya práctica supone entrenamiento y sujeción a normas, y como sinónimos cita ejercicio y gimnasia. Su segunda acepción es: Recreación, pasatiempo, placer, diversión o ejercicio físico, por lo común al aire libre, y como sinónimos menciona juego y pasatiempo. Los millones por los que Jon Rahm se ha vendido a Arabia Saudí, comenta la escritora Nayat El Hachmi en el El País de hoy, esconden ciudadanos encarcelados y torturados, menores ejecutados, mujeres condenadas al encierro perpetuo y trabajadores extranjeros esclavizados. No seré yo quien le lleve la contraria, como tampoco a los que piensen que la nueva Superliga de Fútbol a la que el Tribunal de Justicia europeo ha dado la razón, se ha cargado definitivamente el fútbol como deporte. Descanse en paz. HArendt - harendt.blogspot.com









Vendidos al salafismo
NAJAT EL HACHMI
22 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Nos dirán que ellos solo son deportistas que persiguen pelotitas, pero aceptando hacerlo a cambio de las ingentes cantidades de dinero que les paga Arabia Saudí están convirtiéndose en actores políticos de un régimen que extiende sus valores antidemocráticos por el mundo entero. Lo que esconden los 500 millones por los que Jon Rahm se ha vendido al reino wahabita son ciudadanos encarcelados y torturados, menores ejecutados, mujeres condenadas al encierro perpetuo y trabajadores extranjeros esclavizados. Empiezo a pensar que la riqueza extrema tiene efectos psicopatologizantes porque no me creo que tantos profesionales del deporte no vean lo peligroso que es su participación activa en el blanqueamiento de imagen de la petromonarquía.
Lo que pasa en Arabia Saudí está lejos de quedarse en Arabia Saudí dadas las extensas y poderosas ramificaciones de su diplomacia religiosa, esto es, la extensión de una ideología tan peligrosa como el salafismo que está colonizando sin resistencia los jóvenes musulmanes europeos. En Dr. Saoud y Mr. Djihad, Pierre Conesa cuenta con detalle esa doble red de influencia del país árabe: mientras con una mano teje una densa telaraña de organizaciones que difunden el islam fundamentalista por todo el mundo, con la otra agita e incluso financia el terrorismo. Dentro de sus esfuerzos de lavado de cara está ahora convertirse en sede de los torneos más importantes para penetrar en la cultura de masas en Occidente. En este sentido es una flagrante contradicción que la FIFA siga dispensando trato de favor a la teocracia de Bin Salmán. Bueno, contradicción si en algún momento hemos creído, inocentes, que la FIFA era feminista. Desde aquí leímos la destitución de Rubiales como una defensa de los derechos de las mujeres, pero desde los países musulmanes, donde se sigue cambiando de canal cuando en la televisión aparece un beso y los gobiernos censuran las emisiones audiovisuales en base al puritanismo religioso, las razones son otras. Tanto el beso a Jenni Hermoso como el comportamiento del antiguo presidente de la RFEF fueron juzgados negativamente no por tratarse de un abuso machista, sino por saltarse las normas de la decencia pública. Si en el campo dos mujeres se hubieran besado libremente en Arabia Saudí, tampoco les hubiera gustado, pero por razones muy distintas. Eso sí, luego resulta que muchos de sus ciudadanos, esos que en público son musulmanes ejemplares, luego viajan a Marruecos para explotar sexualmente a las pobres prostituidas. Nada nuevo, es la doble moral de siempre que no parece quitarles el sueño ni a futbolistas y ni a golfistas. Nayat El Hachmi es escritora.










De la veracidad en la información

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura para hoy, de la escritora Marta Peyrano, va de la veracidad en la información. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Lo que hacemos no es contenido
MARTA PEIRANO
18 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

La falta de información es peligrosa, decía Neil Postman, pero el exceso puede ser peor. “Las personas ya no tienen ninguna base para saber qué es relevante, qué no es relevante, qué es útil, qué no es útil —decía en un programa de la PBS en 1985—. Viven inmersos en una cultura comprometida únicamente a generar toneladas de información cada hora a través de todos sus medios sin categorizarla de ninguna manera para que no sepas qué significa ninguna de ellas”.
La categorización es clave para Postman. El mejor alumno de Marshall “el medio es el mensaje” McLuhan, fue el primero en advertir que el formato simplificado, masticado y descontextualizado de los programas televisivos cambiaría el concepto mismo de estar informado por algo muy distinto. En su obra maestra, Entretenidos hasta la muerte, explica que la banalización transforma la información en “información engañosa, mal ubicada, irrelevante, fragmentada o superficial, información que crea la ilusión de saber algo pero que, de hecho, nos aleja de comprender”. Lo considera desinformación “en el mismo sentido preciso que la CIA y la KGB”. Quizá nosotros estamos de acuerdo y por eso ahora siempre decimos contenido en lugar de información.
Esta nueva burguesía de sobreinformados desinformados “ya no se hablan sino que se entretienen entre ellos, intercambiando imágenes en lugar de ideas”. Donde todo es contenido y ya no importa el origen, el argumento y la experiencia quedan rápidamente eclipsados por la fama y el carisma comercial. No hace falta ser un lince para identificar lo bien que nos retrata.
La red social ha creado un ecosistema mediático que separa la información de su origen y a la audiencia de su comunidad, mezclando memoria y deseo con contenidos aleatorios solo en apariencia. La categorización es la clave de la economía digital. Sus máquinas de categorizar usuarios a través de algoritmos de recomendación automática producen la sociedad del entretenimiento que Postman señaló. Una clase política que lidera a través de memes, desplantes y chascarrillos y una ciudadanía que, sometida a un presente perpetuo e incoherente, prefiere abrazar la rabia del populista autoritario que abandonarse a la decepción.
Y, sin embargo, se acaba de firmar el primer acuerdo comercial de una gran empresa de medios con OpenAI. El líder de la IA generativa podrá utilizar las publicaciones del grupo Axel Springer para entrenar sus modelos de IA. A cambio, Axel Springer podrá rellenar sus cabeceras con contenidos que parecen suyos, pero que habrán sido generados por ChatGPT. Cuánto tardará Jeff Bezos en hacer lo mismo con Anthropic, teniendo en cuenta el valor del contenido que producen los usuarios de ARC, su gestor de contenidos para grandes cabeceras.
Nunca nos hizo tanta falta información precisa, verificada, equitativa y contextual. Termina un año marcado por la guerra de Ucrania, el genocidio de Gaza, nuestra evidente incapacidad para afrontar como adultos la inminencia de un desastre climático irreversible y el impulso de abrazar ideologías que nos hacen sentir vivos en mitad de la catástrofe, a costa de nuestra propia humanidad. Empezamos el año alimentando la máquina automática de contenidos sintéticos que llenará los medios de comunicación de masas mientras la mitad del planeta sale a votar.


































[ARCHIVO DEL BLOG] Entre la desilusión y la esperanza. [Publicada el 23/12/2012]










Me da cierto pudor confesar que un anuncio publicitario, ¡de una marca de embutidos!, puede levantarme el ánimo más que una soflama política, pero así ha sido. Enseguida les cuento de que va lo anterior.
Como he relatado ya con anterioridad, guardo en el disco duro del portátil aquellos artículos o noticias leídos que me parecen especialmente relevantes a la espera del chasquido neuronal que me diga de repente ¡era eso!, ¡era eso!... Hace unos días leí y guardé en espera de ese chasquido dos artículos de El País que me llamaron especialmente la atención, pero que por su propia temática, la esperanza en un futuro mejor, decidí aparcar de momento. No estaba ni está el horno para muchos bollos. Ni siquiera después del alivio de la lotería navideña para algunos españoles.
El primero de ellos, del profesor Andrés Ortega, lleva por título "España vale la pena", y está escrito en un momento de pleno enfrentamiento institucional entre los gobiernos de Cataluña y España, en el que todos los puentes parecen estar cortados. Como él, yo también pienso que vale la pena restablecerlos, pero me puede el escepticismo.
El segundo artículo, más o menos por las mismas fechas, aparecía en el blog de mi paisano, el periodista y escritor Juan Cruz, con el título de "Diálogo entre el pesimista y el optimista", y en él relataba el debate sostenido unos días atrás en la FNAC madrileña por dos viejos profesores, de Derecho, Alejandro Nieto, y de Filosofía, Emilio Lledó, que también fue profesor mio en la UNED ("mi profesor" por antonomasia) en el que éste último asumía la postura optimista, y el primero la pesimista. ¿Sobre qué? Sobre nosotros, los españoles, nuestro presente y nuestro futuro. De nuevo aparcado en el disco duro, de nuevo escéptico.
Y entonces, hace pocos días, mi hija me enseña por Internet un anuncio, realizado por la cineasta Icíar Bollaín, que primero me provoca una cierta sonrisa, y luego me emociona. Y el chasquido, sí; mis plomos neuronales saltan... Sí, de acuerdo que viene promocionado por una empresa dedicada a la fabricación de embutidos, y que la intención es puramente comercial... ¿Seguro que sí?... No lo tengo tan claro... Véanlo y luego decidan...
Y sobre el escepticismo, a caballo entre la desilusión y la esperanza, les recuerdo mi definición personal al respecto: un escéptico es un optimista chamuscado por la realidad... Yo soy un escéptico confeso, y por ello, chamuscado y todo, un optimista... Hoy no me meto con el gobierno, para variar. Tamaragua, amigos. HArendt












jueves, 21 de diciembre de 2023

De ir o ni ir

 





Yo no iría
IDAFE MARTÍN PÉREZ
21 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Les voy a contar un cuento. Don Pedro, gobernador del reino, invitó a palacio a don Alberto, que no era gobernador del reino porque no quería. Quería hablar don Pedro de algunas cosas con don Alberto, pero este no quería hablar de esas cosas sino de otras, por lo que se empezó a complicar la cita. Y si en el pasado hubo algunos problemas para organizarlas, siempre terminaban por celebrarse, como recordaba en estas páginas Carlos E. Cué.
Don Alberto había dicho que no, sus lugartenientes decían que la invitación era “una trampa”, que le iban a engañar, que mucho cuidadito, mi niño. Trovadores y correveidiles cantaban a las gentes en las plazas lo acertada que era la decisión de no hablar con el gobernador. Después de ir y volver, don Alberto aceptó ver a don Pedro, pero se negó a que fuera en palacio y será en la asamblea que reúne a los representantes del vulgo. Como si don Alberto buscara, al no acudir a palacio, desconocer la legitimidad de don Pedro para gobernar el reino.
Yo no iría, don Alberto, aunque Ignacio Camacho, columnista de Abc, recomendara que exija “un relator” para reunirse con don Pedro. Debe ser un “verificador neutral” que tendría, sobre todo, la labor de levantar “acta de lo que hablen”. Camacho cree que “la palabra (de don Pedro) sufre un cierto déficit” y que “su relación con la coherencia y la voluntad de compromiso está viciada o encaja poco y mal en la costumbre estándar”.
Yo no iría, don Alberto. Haría caso a Isabel San Sebastián. Su columna en Abc llevaba un título cristalino: ‘Feijóo, no vayas, no pactes’. Le hacía un favor a don Alberto con ese título, pues no debía perder tiempo leyendo el resto, como debe hacer este cuentista, que resiste la tentación de abandonar y sigue adelante. Tuteaba San Sebastián a don Alberto para decirle que don Pedro “no te cita a una reunión, te prepara una emboscada de la que saldrás herido o muerto”, un disparo al amanecer y una cruz en Puerta de Hierro. La columnista reconoce que por cortesía institucional don Alberto debería aceptar la invitación, pero que esa cortesía “es ajena” a don Pedro, a quien llama “tramposo” y recomienda a don Alberto que no se le ocurra desbloquear el Consejo General de los Jueces del reino.
Yo no iría, don Alberto. Escucharía a Francisco Marhuenda, que en la fachosfera ejerce como una especie de catedrático emérito, cuando escribía en La Razón que “nada obliga a que el PP sea el tonto útil de este decorado radical y frentista organizado a mayor gloria del PSOE” y le decía a don Alberto que no se preocupara si no se reunía “porque el problema” en todo caso era de don Pedro.
Yo no iría y, sobre todo, no bebería nada que me ofrecieran, don Alberto, porque como bien decía José Antonio Vera, también en La Razón, podría enfrentarse a “una reunión envenenada” y porque “se habla en las cloacas (nunca entendí por qué estos señores se tienen que ir a las cloacas a hablar, cuando podrían hacerlo en un cómodo café al calentito y no en un sitio oscuro, húmedo y apestoso) del dossier explosivo que podría acabar en un medio global”.
Vera le decía a don Alberto que, de ir, vaya “con casco y chaleco antibalas, cazaminas, dragaminas (no dice nada de portaaviones) y todo tipo de armas contra el fuego amigo, pues donde menos se lo espere se encontrará con la trampa de quien tiene sobresaliente cum laude en materia de encerronas, emboscadas, tongos y trampantojos”.
Yo no iría, don Alberto. Y de ir, debería prepararse para morir ajusticiado por don Pedro el engatusador, para terminar siendo una calavera al sol, un escondite de lagartos. Debería despedirse de sus seres queridos y dejar a doña Isabel colocada al frente del partido, porque cuando cruce las puertas del Averno y se oigan tras sus pasos los chirridos de la verja oxidada que da paso al Infierno, cuando empiece a correr la sangre, cuando se inyecten en sangre los ojos de Cerbero, ya solo nos quedará rezar por usted. Yo no iría. No vaya usted. Idafe Martín Pérez es periodista.












De la despedida de un novelista (II)

 






Viva Mario Vargas Llosa
DANIEL GASCÓN
21 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Mario Vargas Llosa ha anunciado que deja el periodismo. Termina así una carrera que empezó hace más de 70 años, cuando comenzó a publicar en el periódico peruano La crónica. Hace unas semanas dijo que Le dedico mi silencio, su libro más reciente, era también su despedida de la novela.
Vargas Llosa llevaba más de 30 años publicando una tribuna quincenal en este periódico. Ha escrito de política internacional y doméstica, de libros y autores que admiraba, de experiencias personales, de polémicas literarias y controversias políticas. Su trabajo periodístico está recogido en la serie Contra viento y marea y en antologías como Sables y utopías y El fuego de la imaginación. Además de su valor periodístico y literario, sus artículos constituyen un testimonio único del siglo XX y un apasionante recorrido intelectual. Es una trayectoria larga y llena de curiosidad, de crítica y autocrítica, donde las novedades y su evolución desde el socialismo al liberalismo ―a veces más ortodoxo, a veces más matizado― se mezclan con el regreso a un debate entre la idea del compromiso de Sartre, la integridad humanista de Camus y la perspicacia apabullante de Aron. Uno puede estar en desacuerdo con opiniones y declaraciones concretas de Vargas Llosa, pero expresó con elocuencia una idea esencial: el mismo estándar democrático debe regir para políticos de izquierda y de derecha, para Europa y América Latina. Explicaba que lo telúrico, lo fantástico, lo utópico valen para el arte, pero en política acaban siendo disfraces para la opresión. Ha defendido la libertad: oponiéndose a todas las dictaduras, criticando el comunismo, el nacionalismo, el populismo. Ha compartido descubrimientos y pasiones intelectuales. Maestro de la narración, explica como pocos los trucos del oficio (por ejemplo, en su relectura de El oso de Faulkner). Ha sido generoso con autores de su edad y con escritores más jóvenes como Cercas, Trapiello o Leila Guerriero. Ha tratado de pensar por sí mismo, de conservar la tensión, de aprender. Sus cambios de opinión no obedecían al oportunismo, sino a que detectaba una distancia entre las proclamas y la realidad. Algunos querrían encasillarlo en la derecha, pero defendía el matrimonio gay, abogaba por la despenalización de las drogas o denunciaba la injerencia estadounidense en Guatemala. Vargas Llosa ha sido libre, nos ha enseñado a leer, a escribir y a pensar, y ha mostrado que una parte del trabajo del intelectual es meterse en líos. La literatura es fuego y el periodismo también lo es. Así que muchas gracias por sus palabras. Daniel Gascón es escritor.













De la despedida de un novelista

 






Despedida a un novelista
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
21 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

En la última página de Le dedico mi silencio, después del punto final de la novela, Mario Vargas Llosa escribe dos párrafos sorprendentes. Ocupan el lugar de esas notas de autor, más o menos convencionales, donde se dan dos o tres precisiones sobre la escritura del libro que acabamos de leer, y así nos cuenta Vargas Llosa que terminó el borrador de esta novela en Madrid, el 27 de abril de 2022, y que pasó los meses siguientes corrigiéndolo. Pero entonces, de manera súbita, de una línea a la otra, la nota inofensiva toma el tono y el lenguaje de un diario: Vargas Llosa anuncia un viaje al norte del Perú; luego cuenta que ya lo ha hecho, y que le ha servido mucho; luego escribe: “Creo que he finalizado ya esta novela”. Su intención ahora es terminar un ensayo sobre Sartre, dice enseguida, y cierra el párrafo –y el libro– con estas palabras: “Será lo último que escribiré”.
No pensé que esa página sencilla me fuera a emocionar como lo ha hecho, a pesar de que la leí con la conciencia plena de lo que la obra de Vargas Llosa ha significado para mi experiencia de latinoamericano y mi vocación de novelista. Pues con esa despedida no se cierra solamente una de las empresas literarias más ricas, abarcadoras y ambiciosas de nuestro tiempo, sino también la obra de una generación entera que transformó dos cosas para siempre: la literatura en lengua española y el lugar de América Latina en el imaginario del mundo. Vargas Llosa es el último de una estirpe, el único superviviente de ese puñado de escritores que hemos agrupado bajo el tosco rótulo de boom latinoamericano, cuyos libros han ocupado para muchos de nosotros el lugar de una verdadera educación: literaria, como es evidente, pero también sentimental y política. Las grandes novelas del boom quisieron reescribir la historia latinoamericana; lo que también lograron fue darnos a algunos las herramientas para inventar nuestra biografía.
Así es. Yo puedo decir —y aquí ya paso a la primera persona— que mi vida civil es incomprensible sin los libros de estos escritores, desde sus ficciones a sus ensayos y desde su periodismo a su poesía. Mi relación con ellos comenzó con la lectura de El coronel no tiene quien le escriba, que hice a los 11 años como tarea escolar, y en el curso de las cuatro décadas siguientes ha sido una presencia constante: esos libros han sido a veces un modelo y un acicate, y a veces una autoridad incómoda contra la cual sólo cabe la rebeldía, pero siempre han estado allí, como una suerte de país portátil. Una parte considerable de mi vida de lector y novelista tiene lugar en otras lenguas y otras tradiciones, pero ese momento preciso de la literatura latinoamericana del siglo XX, el que empieza con Borges y termina con Vargas Llosa, es para mí un hogar, por lo menos en el sentido de aquel verso de TS Eliot: el lugar del cual partimos.
De manera que los autores del boom latinoamericano, así como los que vinieron arrastrados por ese fenómeno, tienen en mi biblioteca —la física y la emocional, que no siempre coinciden— un lugar de enorme importancia. Pero esto es una constatación banal; más interesante es señalar que se trata de un lugar contradictorio, pues estos nombres son al mismo tiempo clásicos y contemporáneos, fundadores de mi tradición y presencias en mi mundo. Por la época en que murieron Cortázar y Borges yo empezaba apenas a leer en serio, pero desde que empecé a publicar libros he vivido en un mundo donde se publicaban también, y con cierta regularidad, las nuevas obras de los que han hecho mi tradición: Cabrera Infante, Fuentes, García Márquez. Lo cual es más o menos como si Flaubert siguiera publicando cada tres años sin que cambiara la circunstancia de que escribió Madame Bovary. Mario Vargas Llosa, por supuesto, es el último de esos novelistas, pero es además el que marcó de manera más clara, y desde un comienzo, mi forma de entender el oficio.
No sé cuántas páginas he escrito sobre sus novelas, pero las que prefiero son parte de mis recuerdos tanto como mis propias vivencias. El robo del examen y el encuentro final entre el Jaguar y el teniente Gamboa, el cuerpo de Jum colgado de un árbol en Santa María de Nieva, la conversación en las oficinas de Cayo Mierda, el barón de Cañabrava haciendo algo imperdonable cuando lo sorprende su mujer, que ha enloquecido: estas escenas siguen viviendo todavía en mi memoria como si las hubiera visto. Pero he dicho con frecuencia que, más allá del arte de hacer novelas, Vargas Llosa representó para mí una forma de asumir la vocación literaria que sólo puedo llamar liberadora. A mis veinte años, yo era un estudiante de Derecho que acababa de descubrir una verdad incómoda: lo único que me interesaba era leer novelas y tratar de escribirlas. En mi desorientación de esos días, mientras leía como si me fuera la vida en ello, me aferraba desesperadamente a otras palabras que no existían en las novelas, y no puedo saber qué me habría pasado si no las hubiera descubierto a tiempo.
Esas palabras están en La literatura es fuego, un discurso de los años 60 donde el oficio literario es una “diaria y furiosa inmolación”. Están en La orgía perpetua, donde Flaubert le sirve a Vargas Llosa para defender las virtudes de la dedicación casi monacal a un oficio que lo exige todo. Están, con tono más confesional, en las páginas autobiográficas de El pez en el agua: “Sólo sería un escritor si me dedicaba a escribir mañana, tarde y noche”. No sé cuántas veces leí en mis años de incertidumbre —que son los más, que en realidad nunca se acaban— una entrevista sin desperdicio que Vargas Llosa le dio en los años 70 al escritor colombiano Ricardo Cano Gaviria. “El escritor auténtico lo pone absolutamente todo al servicio de su vocación”, dice allí Vargas Llosa. “Lo que va en contra de los intereses de la literatura es suprimido, descartado”.
Ahora los años han pasado, y ya no puedo decir con certeza qué vino primero para mí: si el descubrimiento de mi vocación o el de un escritor que la encarnaba de manera rotunda y la explicaba con elocuencia. Para un joven que comenzaba a escribir en un mundo movedizo como la Colombia de los primeros años 90, enfrentándose a la resistencia de mecanismos sociales cuya explicación no cabe en estas líneas, lidiando con el futuro incierto y la posibilidad del fracaso, esas páginas fueron auxilios invaluables. La literatura no como una profesión, ni como una manera más o menos digna de ganarse la vida, ni mucho menos como un medio para otras cosas (la frivolidad del éxito, los malentendidos del prestigio); la literatura como una forma de estar en el mundo que es devoradora, exclusiva y excluyente, y la disciplina, incluso a costa de sacrificios, como única forma posible de su ejercicio. Muchos novelistas están más presentes que Vargas Llosa en mis novelas, pero es probable que ninguno lo esté más en mi comprensión de lo que hago todos los días. Entenderán ustedes que me haya causado una impresión tan profunda su despedida, y acaso perdonen estas líneas demasiado francas y un punto melancólicas: pero es que el riesgo de la impudicia me parecía preferible al de la ingratitud. Juan Gabriel Vásquez es escritor.