Supongo que lo voy a decir va contra lo que piensan al respecto la mayoría de mis compatriotas, pero la verdad es que yo no creo que España y los españoles sean un país y un pueblo especialmente corruptos; al menos, no mucho más que otros países y naciones de nuestro entorno. En lo que sí estaría de acuerdo es en reconocer que ni nuestra legislación, ni los políticos en ejercicio, ni el común de los ciudadanos se toman este problema en serio ni miden el alcance de la gangrena que produce en el cuerpo social. Y ese es el problema, que no se hace nada por atajarla y extirparla de raíz, al menos desde las administraciones públicas, que es donde reside la madre del cordero.
Los políticos que solo aspiran a forrarse tienen el mismo propósito de cohecho que tanto escandalizaba al Quijote, dice el sociólogo Álvaro Espina. Y los viejos valores que defendía el caballero andante exigen comportarse con honor y sobreviven en el subconsciente colectivo.
En una entrevista reciente, con motivo de la presentación de mi libro Cervantes en la casa de Éboli, comenta al inicio de su artículo el profesor Espina, a la pregunta acerca de las posibles similitudes entre la política de entonces y la de ahora respondí precipitadamente que las situaciones son muy distintas y no deberían hacerse comparaciones. Ciertamente, en la etapa sobre la que versa mi obra todavía no habían surgido algunas de las similitudes a las que enseguida me referiré.
Sin embargo, mi respuesta no me dejó tranquilo. Unos días después, revisando la obra Utopía y contrautopía en el Quijote, de José Antonio Maravall, ya en el segundo capítulo —titulado Crítica de la situación del presente—, como para censurar severamente aquella respuesta mía, me topé con tres aseveraciones que mi maestro ponía como ejemplo de lo que el caballero andante consideraba el mal principal de aquel tiempo. La primera es de Sancho Panza, y dice:
"—… tanto vales cuanto tienes, y tanto tienes cuanto vales…. Y el día de hoy, mi señor don Quijote, antes se toma el pulso al haber que al saber: un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo enalbardado" (II-XX).
La segunda la dice la Gitanilla:
“—Coheche vuesa merced, señor tiniente; coheche y tendrá dineros, y no haga usos nuevos, que morirá de hambre…, que de los oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones de las residencias y para pretender otros cargos”.
Y la tercera es del propio Sancho, al comunicar por carta el 20 de julio de 1614 a su esposa Teresa estar dispuesto a aplicar tales máximas en la ínsula Barataria:
—“De aquí a pocos días me partiré al gobierno, adonde voy con grandísimo deseo de hacer dineros, porque me han dicho que todos los gobernadores nuevos van con este mesmo deseo” (II-XXXVI).
Verdaderamente, esto sí guarda grandes similitudes con lo que sucede ahora. Recuerdo ciertas conversaciones entre políticos en las que uno decía: “Yo estoy en política para forrarme”; y otro: “Tengo que hacerme rico…, tengo que ganar mucho dinero…; de lo que te dé, me das la mitad bajo mano”. Aunque luego los jueces considerasen que tales fechorías no tenían valor forense, a los efectos que aquí nos interesan eso da igual: manifiestan el mismo propósito de cohecho y de corrupción en el Gobierno que animaban a la Gitanilla y al gobernador Sancho Panza, para escándalo del caballero andante. Esa es probablemente una de las razones por la que el Quijote sigue gozando de tantos lectores adictos en nuestro tiempo.
El maestro Maravall asociaba todo aquello con el ascenso de la política moderna, que significó la aparición del ejército regular —frente a la mística de la caballería antigua, individual, representada por el Quijote—, de la economía monetaria y el poder del dinero, y de la administración de los expertos y letrados, a través de la burocracia.
Estas tres novedades vinieron a sustituir al imperativo que impulsaba la acción de las élites dirigentes entre la Edad Media y el Renacimiento, que no era otro que el honor. En las etapas tempranas de la modernidad el ascenso del poder de los monarcas sobre sus antiguos iguales no fue solo cuestión de pura fuerza. La subordinación de los señores feudales de la guerra ante la preeminencia de los nuevos monarcas y emperadores se vio acompañada por el culto al honor, la lealtad y el compañerismo fraternal en las órdenes de caballería —la Orden del Toisón, en el caso de los Habsburgo—. En suma, la nueva aristocracia moderna retomó el concepto antiguo de “virtud” —que había movido a los grandes héroes desde la antigüedad grecorromana—, recuperada en el Renacimiento y ensalzada por Maquiavelo, a quien, según mi novela, Cervantes lee en la biblioteca de los Éboli.
Esa es la principal enseñanza que recibió Miguel de su patrón, Ruy Gómez da Silva, príncipe de Éboli, a quien se lo habían transmitido sus mayores en la casa de los Téllez de Meneses —conquistadores de Ceuta—, la emperatriz Isabel de Portugal y el emperador Carlos de Gante. Ellos le dieron el trato exquisito que hizo de Ruy Gómez el más afamado cortesano de su tiempo y el príncipe del Renacimiento por antonomasia en España.
El honor implica legitimidad, otorgada de corazón a los gobernantes por quienes se someten a su autoridad secular. No basta con el poder de la fuerza militar, ni del dinero, ni de la autoridad burocrática y judicial (ni siquiera constitucional, diríamos ahora). En ese culto fue educado Cervantes dentro de la casa de Éboli, antes de que Felipe II terminase con lo que significaba la Orden del Toisón, asesinando a Egmont. Y parece que Miguel lo observó hasta su muerte. Poco antes, el Quijote se había declarado vencido ante el empuje de las fuerzas que menospreciaban el honor, retirándose a morir cuerdo como Alonso Quijano, El Bueno, aunque hubiera vivido loco como don Quijote, ebrio del honor y los ideales utópicos de la caballería antigua, preso de una locura que nos recuerda el elogio de Erasmo de Rotterdam.
Mucha gente piensa que al cambiar las edades sus valores quedan barridos para siempre, pero no es así. Los valores antiguos no desaparecen. Son absorbidos y sublimados en instituciones. Hegel lo denominó “aufhebung” y subyace al “espíritu del tiempo nuevo” de Ortega.
Herbert Spencer consideró a los grandes ceremoniales de la Edad Media y el Renacimiento como el origen de las instituciones modernas. Para Norbert Elías la “sociedad cortesana” de los siglos XVII y XVIII —precedente de la “sociedad burguesa”— constituye el laboratorio en que ciertas formas de coerción imprescindibles para la convivencia social son asumidas por el individuo socializado. Más tarde esta autolimitación o subordinación voluntaria de la pasión individual a las reglas mínimas de respeto a la colectividad pasaron a formar parte del sentido común, que fue para los ilustrados ingleses la argamasa de las sociedades modernas avanzadas, imprescindible para que la mano invisible permita cohonestar el interés individual con el bienestar colectivo.
La corrupción es una forma de conducta desviada por la que el individuo asocial trata de aprovechar para su interés exclusivo el esfuerzo de todos, comportándose como un gorrón, en la esperanza de pasar inadvertido, ya que la mayoría no lo hace y confía en los demás. Su cinismo se aprovecha de los valores de nuestra época, laica y utilitaria, para “forrarse y hacerse rico”, pero sin respetar aquellas reglas mínimas. Lo que sucede es que los viejos valores, que exigen comportarse con honor, sobreviven en el subconsciente colectivo y parecen estar reaflorando cuatro siglos después con impulso quijotesco en nuestra vida colectiva, concluye diciendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt