domingo, 9 de julio de 2023

Del lenguaje inclusivo

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del diplomático Juan Claudio de Ramón, va del lenguaje inclusivo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.









Nosotros y nosotras. Notas sobre el «lenguaje inclusivo»
JUAN CLAUDIO DE RAMÓN
11 NOV 2021 - Revista de Libros

Reseña del libro Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo, de Alex Grijelmo, Taurus, 2019.
Al llamado «lenguaje inclusivo» se le suele objetar su carácter chirriante y arbitrario, sin reparar en que a menudo sus problemas van más allá y su empleo hace de enunciados simples paradojas dignas de un Zenón de Elea. El otro día, por ejemplo, hojeando un libro de la mesa de novedades de una librería, topé con esta expresión en el frontis de un capítulo: «Nosotros y nosotras…». Mi comprensión lectora quedó atrapada por este curioso sintagma autodestructivo. Con cierto fastidio, pero sin violar la lógica imperfecta de los lenguajes naturales, uno puede decir «ellos y ellas» o «vosotros y vosotras»: a un conjunto de varones se yuxtapone otro de mujeres. No sucede lo mismo con «nosotros y nosotras»: el sentido de la primera persona del plural no es yuxtaponer, sino más bien el de reunir o unificar. Doblando el pronombre se hace disjunto lo que por definición es conjunto. En suma: no hay, en este universo, hablante que pueda decir con sentido «nosotros y nosotras» (locución que tendría que ser pronunciada, por lo demás, al unísono, a no ser que se tratase del extraño plural mayestático de un monarca intersexual). Si además el grupo es solo de dos personas (e.g. un matrimonio de hombre y mujer que anunciase a sus amigos: «nosotros y nosotras iremos mañana a comer al restaurante que habéis recomendado») la paradoja es doble: cada uno de ellos se estaría refiriendo a un grupo, tratándose de una única persona.
Estas rarezas lógicas son minoritarias. Más habitual es forzar la flexión femenina de un nombre que no es masculino, sino común en cuanto al género, y por lo mismo, naturalmente inclusivo: juez en jueza, portavoz en portavoza. Ambas voces castigan el oído, si bien a la primera nos hemos acostumbrado. Dentro de la clase de palabras que no haría falta doblar descuellan los participios de presente, también llamados participios activos, aquellos que denotan capacidad de realizar la acción que expresa el verbo del que derivan. Aunque en puridad son formas verbales, muchos se lexicalizan como sustantivos (cantante, estudiante, presidente). Ahora bien, a excepción de los participios de pasado (el aria cantada, el examen estudiado, la reunión presidida) los verbos carecen de marca de género; la mayoría de sustantivos, en cambio, sí la tienen. ¿Qué hacer por tanto con un nombre que es el fósil de un verbo? No hay regla. La lengua hablada da permiso de circulación a algunos femeninos (de cliente, clienta; de sirviente, sirvienta) y cierra el paso, por ahora, a otros (amante y no amanta, militante y no militanta, agente y no agenta). Dado que la feminización es más habitual en terminaciones en -ente que en -ante, deduzco que el criterio del hablante (que no hablanta) es el de eufonía. Por lo demás, solía ser el caso que el femenino en estos supuestos, en épocas merecidamente superadas en que se vedaba a las mujeres el acceso al cargo público, significase «esposa de». Así, Clarín tituló La Regenta a su famosa novela: Ana Ozores era la esposa del regente, cuyo nombre nadie recuerda.
Me quiero detener en una voz en disputa: presidenta. O, tanto da, vicepresidenta. Decía Carmen Calvo cuando ocupaba el cargo que, si oía la palabra vicepresidente, ella no volvía la cara, por no sentirse concernida. En 2021 esta parece ser la postura estándar neofeminista. Anoto la fecha porque no siempre fue así. A algunas de las primeras mujeres que alcanzaron cargos de relieve en España no les importaba demasiado ser «presidente». No faltaba quien lo exigía. Viene a la cabeza Ana Diosdado, que en su paso por la presidencia de la SGAE hizo saber que no deseaba ser presidenta y firmaba sus cartas y escritos como «la presidente». Había razones lingüísticas que quizá en su condición de dramaturga y guionista no se le ocultaban: en su etimología presidente proviene de latín prae sedens: él o la que se sienta delante. El doblete aquí es tan innecesario como en sedente, presente o paciente. O quizá Diosdado pensaba que la igualdad era llegar a «presidente» (toda vez que «presidentas» ya había habido durante el franquismo, siempre de organizaciones de poca enjundia o como título meramente honorífico). Por mi parte, diré que no tengo problema alguno en usar «presidenta» si es el término que prefiere la persona aludida. Por otro lado, creo que si fuera mujer y alcanzara a esa posición, me daría bastante igual ser «presidente».
Sirva esta introducción para probar mi interés por los debates acerca del llamado «lenguaje inclusivo». Cosa que no sorprende. El lenguaje es obra colectiva de la que todos nos sentimos propietarios, sobre todo si es la materna. Conquistar el dominio de la lengua cuesta no pocos desvelos, y es comprensible que todo cambio en la norma genere vivas discusiones. Vaya también por delante mi predisposición a la tolerancia y a cierta flexibilidad para cambiar de usos lingüísticos. Con ánimo de informar mejor mis opiniones he leído Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo, del veterano periodista Alex Grijelmo (Taurus, 2019). Es un libro útil. Grijelmo está bregado en las controversias acerca de la lengua y tiene sobrados títulos para moderar este debate (es autor del libro de estilo de El País y fundador, durante su paso por la Agencia EFE, de la Fundación del Español Urgente, la benemérita Fundéu, que vela por el buen uso del español en los medios). Es además hombre de talante conciliador, que gusta de ponderar los méritos de un argumento y su contrario. Busca apoyo a menudo para sus tesis en las filólogas feministas, que ha leído a fondo y con genuino interés. Su libro termina con un borrador de treinta seis sugerencias con soluciones razonables y de fácil uso a los dilemas y embrollos que ha traído la cuestión del lenguaje inclusivo. Es bastante asumible.
El libro, que no es corto, puede resumirse en cuatro tesis. La primera: la pervivencia de usos sexistas en la lengua. El caso más notorio son las asimetrías: expresiones o palabras que dichas de una mujer adquieren un matiz peyorativo ausente al decirse de un varón (asistente y asistenta, fulano y fulana, modisto y modista, zorro y zorra). La segunda: que el machismo de algunos usos no puede extenderse a la gramática y a su sistema de formación del género gramatical. Grijelmo dedica informadas páginas a mostrar que el uso del genérico no marcado –el mal llamado «masculino genérico»– no nace fruto de ninguna conspiración patriarcal o directriz machista para invisibilizar a la mujer. Justo lo contrario: fue la necesidad de dar visibilidad a la mujer, conspicua realidad de la vida, lo que hizo que las lenguas indoeuropeas desgajaran un género propio para ellas, distinto del común usado hasta entonces (privando así a los hombres del género individualizado que tienen las mujeres). La tercera: la necesidad de quitarse de la cabeza la principal superstición que impulsa el uso del lenguaje inclusivo: la creencia de que lo que no se nombra no existe. Lo que no se nombra sí existe. Porque la lengua es un sistema de representación donde el significante no silencia el sentido,  que el oyente recupera por vía de contextos compartidos y en virtud del principio de cooperación entre emisor y receptor. Al decir «pasé cuatro días en Londres» todo el mundo entiende incluidas las noches sin necesidad de aclaración. Salvo en San Petersburgo, en algunas fechas del calendario, las noches no se invisibilizan. Tampoco las mujeres al decir «los invitados pasaron al salón». (Naturalmente, el principio de cooperación, enunciado por Grice, se basa en la sinceridad; ausente esta, una omisión sí es una ocultación). La cuarta tesis, secuela de las anteriores: no hay relación de univocidad entre sociedad y lenguaje. Una lengua poblada de «masculinos genéricos» puede corresponderse con sociedades muy avanzadas en punto a igualdad de género. En sentido inverso, lenguas que no marcan el género y son por tanto estrictamente igualitarias en su gramática son a veces el patrimonio de sociedades machistas y retrógradas.
Lo que dice Grijelmo, en suma, es algo tan sensato como esto: si hay machismo, no está en la gramática, sino en la sociedad. Al evolucionar, la sociedad puede cambiar algunos usos sin necesidad de erosionar una gramática menos caprichosa de lo que se supone. Viene aquí a cuento el útil concepto de «sesgo del oyente», acuñado por Álvaro García-Meseguer, pionero de la reflexión sobre sexismo y lengua. Si una persona escucha «los jueces» y piensa solo en jueces varones es porque en la realidad hay pocas juezas, y es en la realidad donde se debe intervenir removiendo barreras o incentivando el acceso de las mujeres a la carrera judicial. Sabemos que eso ya no pasa: las mujeres son de hecho mayoría en las nuevas promociones de togados y es cuestión de tiempo que lo sean también en lo alto del escalafón.  Cualquiera sabe que si va al juzgado, el juez que se le asigne puede ser mujer u hombre: lo primero ya no le sorprenderá. Sucede algo parecido con la palabra «matrimonio»: tras la normalización del matrimonio homosexual los españoles ya no damos por hecho que la voz deba referirse a hombre y mujer. No ha habido que cambiar la palabra para ampliar el rango de su significado. De hecho, el doblete morfológico puede lograr lo contrario de lo pretendido; esto es, mantener oculto en lugar de hacer ostensible. Por ejemplo, «Marie Curie fue la primera científica en identificar la radioactividad» es una frase de la que podríamos deducir que algún científico varón ya lo habría hecho antes. Pero no, Marie Curie fue la primera «científico» en hacerlo, así como en ganar dos veces el premio Nobel. Con buen criterio Grijelmo sugiere que para las mujeres es más provechoso «apropiarse» del término genérico acrisolado, obligando a ampliar su ámbito de significación, que exigir un término privado para el sexo femenino. Nadie se extraña de que este año de su centenario se hayan sucedido «homenajes» a Emilia Pardo Bazán, a pesar de que la etimología de la palabra recuerde su vinculación con los homes de la lengua provenzal, los hombres.  Se trata de un nombre masculino ganado por la mujeres y por tanto ya común. Como «patrimonio».
Grijelmo, en fin, concibe el «lenguaje inclusivo» como «un lenguaje identitario», un léxico especializado para uso de un gremio, en este caso un movimiento político. Llevado por su propósito conciliador, cree que, siempre que se use con mesura, su práctica puede tener efectos benéficos: «Una moderada duplicación –sobre todo en la lengua cultivada, es decir, en la actuación sobre el lenguaje público y administrativo– servirá legítimamente como símbolo de que se comparte esa lucha por la igualdad, siempre que eso no implique considerar machista a quien prefiera emplear el genérico masculino por creerlo igualmente inclusivo y además más económico» (pág. 277). No se muestra por tanto Grijelmo partidario de soluciones drásticas como la adoptada por el gobierno francés, que ha prohibido el lenguaje inclusivo en las aulas y en los documentos oficiales, «por ser un obstáculo a la comprensión de la escritura». En definitiva (aunque el autor es demasiado educado como para aprobar esta simplificación): «que lo usen los políticos en sus discursos y los funcionarios en sus papeles y a los demás nos dejen tranquilos». (Por cierto: Grijelmo ha comprobado que cuando las convocatorias de empleo público se redactan en genérico no marcado, las mujeres acuden igual a las pruebas).
Es una postura con la que quizá hubiera simpatizado hace unos años, cuando la moda no había mutado en religión. Me temo que pocos de los usuarios del lenguaje inclusivo están de acuerdo en practicar esa largueza liberal recíproca que Grijelmo propone. En una economía terciariada donde las comunicaciones escritas son constantes –se escriben docenas de correos electrónicos al día–, la decisión de usar o no el «lenguaje inclusivo» –inevitable desde el encabezado de las cartas– empieza a ser motivo de enrarecimiento en ambientes de trabajo (no es inédito que algún colega se niegue a responder los correos de colegas que declinan su uso). Y es que Grijelmo acierta al decir que el «lenguaje identitario» es una especie de jerga especializada o de grupo, sin acertar, sin embargo, a extraer las plenas consecuencias de este hecho. Porque llamarlo «lenguaje identitario» es tanto como llamarlo «lenguaje de parte» Al abandonar la norma común –y lo común por excelencia es la lengua– se demarca una frontera entre quien lo adopta y quien declina su empleo. Como ha dicho Josu de Miguel «El lenguaje inclusivo es un código lingüístico para identificar y señalar a los que no lo utilizan». En mi opinión, da en el clavo: el lenguaje inclusivo merece más el calificativo de código que de lenguaje: un repertorio reducido de símbolos (algunos impronunciables como la @, la x o la barra diagonal en lugar del morfema de género) que encriptan una señal que no tiene que ver con el contenido del mensaje. En este caso, la señal es de avenencia –ya sea por convicción, miedo o apatía– con la doctrina oficialmente correcta (la existencia de machismo estructural en nuestras vidas, empezando por la lengua). Ello se compadece con que la presión para hablar «en inclusivo» recaiga principalmente sobre los hombres (en mis propios quehaceres profesionales noto que mis colegas mujeres sienten, por lo general, una gozosa dispensa a la hora de usar el lenguaje que se supone las redime: no es el primer corsé del que se liberan). Y si es más código que lenguaje, por lo demás, el «lenguaje inclusivo» tampoco merece el calificativo de inclusivo. Porque se trata de una forma de hablar que hace lo contrario: bifurcar o separar, deshaciendo las representaciones de lo común. Representación que se puede lograr muchas veces haciendo uso del rico repertorio de sustantivos epicenos y comunes de la lengua. Así, «esposo» y «esposa» quedan felizmente reunidos en «cónyuge». En mi práctica diaria, yo mismo procuro agotar esas posibilidades antes de recurrir a términos con marca de género. El resultado suele ser una lengua más variada y precisa. Decir «tropa» en lugar de «soldados» no afea el lenguaje, si acaso lo embellece.
Me gustaría pensar que la propuesta de Grijelmo tendrá éxito y la tolerancia mutua será la pauta en que terminaremos conviniendo. Soy escéptico. Sé bien que si escribo «juez» o «presidente» para referirme a una mujer, serán muchos los que vean la agenda de un machismo irredento y soterrado en lo que para mí no deja de ser una opción autorizada por la lengua de mayor eufonía. Lo mismo con «el hombre» para hablar del ser humano en general, como es tradición inveterada en filosofía (María Zambrano dio el título de El hombre y lo divino a uno de sus libros más importantes). La suspicacia, por lo demás, es mutua y confieso que leer un texto «en inclusivo» me predispone en contra del emisor. Se cierne sobre mí el recelo de que para su autor el contenido es lo de menos, apenas un pretexto para exhibir una virtud igualitaria demasiado autoconsciente. Cuando un político insiste, en sus alocuciones, en desdoblar–algo que de por sí rompe el ritmo de cualquier discurso, y con ello su atractivo–, se tiene la impresión de que el fondo del asunto es de poca monta, postizo, intercambiable, «paja», toda vez que el esmero del emisor se ha ido en señalizar su acatamiento a la moda del momento. Cuando escucho a un líder sindical decir «obreros y obreras» o «agricultores y agricultoras» me resulta difícil creer que los problemas del trabajo en el campo o la fábrica le quiten el sueño. El uso del lenguaje se vuelve estratégico, no busca comunicar. Porque el lenguaje inclusivo quiere visibilizar, sí, pero no a ningún colectivo, sino a uno mismo. La grata actividad de intercambiar ideas y sentimientos con otros seres humanos muta en un irritante concurso de imposturas. En sentido inverso, ¡qué refrescante y seductor se ha vuelto la lengua de alguien que habla sin ortopedias inclusivas! El efecto aquí nos estimula y hace aguzar el oído: sentimos que el emisor, hombre o mujer, está, por así decir, a pie de obra, con las manos enharinadas, poco dispuesto a hablar con perífrasis, deseoso, en suma, de «ir al grano». El lenguaje ceñido a las cosas y solo a las cosas nos sugiere un hablante comprometido con lo que dice. Una maestra que habla de «los niños» reclama nuestra atención de manera imperiosa; una que hable «de los niños y las niñas» invita a pensar que lo que sigue será banal. Termina su libro Grijelmo con estas palabras: «Cuando todos seamos iguales, cosa que por el momento está lejos de ocurrir, cuando se hayan resuelto las diferencias salariales, la violencia machista, la discriminación de la mujer, cuando haya desaparecido todo eso y la igualdad sea plena, el lenguaje dejará de ser una batalla». Es de nuevo un deseo loable pero se diría que la tendencia es la contraria: la batalla por el lenguaje inclusivo ha arreciado justo cuando los arcaicos prejuicios machistas están ya todos en vías de extinción en las sociedades occidentales y no hay una sola ocupación u oficio donde uno no pueda imaginarse a una mujer de éxito. Cunde así la sospecha de que las luchas simbólicas tienen una vida propia desconectada de los avances en las batallas materiales. Menos improbable es que depongamos las armas lingüísticas por mero agotamiento: hablar «en inclusivo» cansa. Los usos –de la técnica, de la lengua, de la vida– se abandonan cuando son ineficientes. La llegada de un tercer género filológico (al que la ministra de Igualdad Irene Montero rotura el camino con coraje) podría ser el kilo de peso muerto más que una mayoría ya no esté dispuesta a cargar. Quizá entonces recuperemos la perdida senda de un «nosotros» que «nosotros y nosotras» no puede decir.



























sábado, 8 de julio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Sobre el amor y el sexo. [Publicada el 01/08/2018]













El pasado 28 de julio el escritor castellano-leonés Gustavo Martín Garzo publicó un hermoso artículo en el diario El País titulado "El regreso de los centauros" en el que hablaba sobre la naturaleza profunda del amor. Criticamos el amor romántico, decía en él, al que hacemos responsable de todos nuestros males, pero ¿por qué entonces nos gusta escuchar esas historias que hablan de amantes que son capaces de entregar su vida o enloquecer por amor?
"Todo es santo, todo es santo. No hay nada natural en la naturaleza, no lo olvides. Cuando la naturaleza te parezca natural todo terminará. Y empezará algo distinto”. Así se expresa el centauro Quirón en la escena inicial de "Medea", la película de Pier Paolo Pasolini, comenzaba diciendo. Sobre su grupa hay sentado un niño de tres años que lo escucha embobado. Este niño es Jasón, el héroe que de adulto partirá con los argonautas en busca del vellocino de oro. Quirón se ocupa de él hasta que esté en condiciones de reclamar el trono de Yolco, que le pertenece por herencia. Y en esta escena le escuchamos hablar de ese mundo antiguo en que viven, un mundo donde cada árbol, cada fuente es la morada de un dios, pues tierra y cielo, realidad y sueño aún permanecen unidos.
Más tarde, y cuando un Jasón ya adulto se dispone a partir a su país, Quirón acude a despedirle. Pero ahora ya no tiene grupa de caballo y se confunde con un hombre, alguien que aconseja a su protegido que sea prudente y que no se deje llevar por las ansias de poder y riqueza. Jasón viaja hasta su país vestido con una piel de pantera, una lanza en cada mano y un pie descalzo, que simbolizan su pertenencia al mundo que acaba de abandonar, pero su tío le encarga que viaje hasta la Cólquida para recuperar la piel de oro del carnero alado. Será en esas tierras donde se encuentre con Medea, la sacerdotisa del templo.
En la película de Pasolini el centauro regresa antes de la tragedia para hablar de nuevo con Jasón. Pero entonces se ha desdoblado en dos. Uno sigue conservando su grupa de caballo, mientras que el otro es solo un hombre como los demás. Jasón quiere saber si aquello es una visión, ya que él ha conocido a un solo centauro y este le dice que ha conocido a dos. Uno sagrado cuando era niño y uno profano cuando se hizo adulto. Pero lo sagrado se conserva junto a su forma profana y ahora están allí, el uno junto al otro. Y gracias a la parte sagrada que conoció de niño ama a Medea, la compadece y comprende su catástrofe espiritual, su desorientación de mujer antigua en un mundo que ignora aquello en lo que ella creía. “Porque nada puede impedir al viejo centauro inspirar sentimientos”, le dice. “Ni a mí, nuevo centauro, expresarlos”.
El amor que Jasón ha sentido por Medea le devuelve a aquel mundo donde allá donde mirara algún dios había dejado rastro de su sagrada presencia. Esto mismo les pasa a los amantes, todo es santo para ellos. Las sábanas en que se acarician, el silencio que los acoge en la noche, los tazones y cubiertos con que desayunan, el olor a hierba y la frescura del agua que beben cada mañana. Y, sobre todo, son sagrados sus sexos, que son la morada de esos dioses que despiertan cuando se encuentran.
¿Qué tiene que ver todo esto con la visión funcional del amor y del sexo que rige en nuestros días? Se ha hecho del cuerpo un mero instrumento de placer, y no es que eso esté mal viviendo del mundo del que venimos, del que vienen, sobre todo las mujeres, ya que ¿por qué iba a ser malo que cada uno buscara en el cuerpo del otro aquello que le da placer sin aspirar a nada más? Pero entonces ¿qué haremos con nuestro pie descalzo? A Jasón le llevó a los brazos de Medea dando lugar a la terrible tragedia que conocemos, pues la santidad puede ser una maldición, ya que los dioses aman y odian al mismo tiempo. También Cenicienta tiene un pie descalzo. Al ofrecérselo al príncipe le está diciendo que si la ama tiene que aprender a aceptar esa parte de sí misma que la vincula a la noche, a su madre muerta, al mundo de las apariciones. Porque nadie es dueño de su cuerpo en el mundo de los centauros.
Ese pie es la metáfora del cuerpo desnudo que los amantes se ofrecen en la oscuridad, el cuerpo que pertenece al reino habitado por Quirón. Cavafis en un célebre poema lamenta vivir en un mundo en que ya no se espera la llegada de los bárbaros. “Y ahora”, exclama, “¿qué será de nosotros, sin los bárbaros?”. El bárbaro, como el centauro, pertenece al territorio misterioso de lo sagrado. Allí está el inacabable reino de lo Otro: el mundo del sueño, de los deseos más ocultos, de lo extraño y maldito. Por eso bárbaros y centauros nos inquietan, tememos recibirlos pues no sabemos qué nos pedirán. Pero ¿qué nos queda sin ellos? ¿El desierto de los manuales de autoayuda, de los congresos del bienestar, de los programas radiofónicos sobre técnicas sexuales? Está bien sacar el sexo de la cueva de los ogros, pero ¿queremos llevarlo al corral de las gallinas?
Criticamos el amor romántico, al que hacemos responsable de todos nuestros males, pero ¿por qué entonces nos gusta escuchar esas historias que hablan de amantes que son capaces de entregar su vida o enloquecer por amor? La historia de Romeo y Julieta, muriendo juntos; la de Tristán e Iseo durmiendo en el bosque con una espada entre ellos; la de los amores prohibidos de Lancelot y la reina Ginebra; la de Eros y Psique en la cueva del deseo; la historia de Fabricio del Dongo y de Clelia Conti que, en La cartuja de Parma, solo podían encontrarse en la completa oscuridad. Adentrarse en la vida secreta de los amantes es hacerlo en las casas abandonadas de la infancia, en el mundo de los misteriosos animales, en el mundo del sueño y de los niños muertos, ya que el deseo es un oficio de tinieblas.
La película "Los muertos" de John Huston termina con una de las escenas más hermosas de la historia del cine. La pareja protagonista ha asistido a una fiesta y, al regresar al hotel, la mujer rompe inopinadamente a llorar. Es a causa de la canción que ha escuchado durante la cena y que le ha recordado un episodio de su juventud. Un muchacho se enamoró de ella y, el día antes de su marcha, se pasó la noche bajo la lluvia esperando que fuera a abrazarle, lo que sería la causa de su muerte. Y aquella canción le ha recordado a ese chico que murió por ella. La mujer se queda dormida agotada por la emoción y el marido se da cuenta del triste papel que ha desempeñado en su vida. “Jamás he sentido por ninguna mujer lo que aquel chico sintió”, se dice. Y comprende que algo así tiene que ser el amor.
Banalizamos el sexo, los cuerpos, queremos que nuestra vida amorosa sea algo parecido a una de esas placenteras visitas al rincón del gourmet de los centros comerciales, pero ¿por qué entonces nos sigue conmoviendo la historia de una mujer que conserva durante toda su vida la imagen de los ojos de su amante cuando le dijo que si ella se iba no quería seguir viviendo? ¿Por qué al escuchar esta historia todos sentimos envidia de ese niño que muere de amor? Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












De la ampliación de la UE

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del periodista Andrea Rizzi, va de la ampliación de la UE. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.











¡Ampliemos la UE!
ANDREA RIZZI
01 JUL 2023 - El País
harendt.blogspot.com

El presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, tiene previsto viajar a Kiev este sábado para estrenar ahí el semestre de presidencia rotatoria del Consejo de la UE que corresponde al Ejecutivo español. Es un gesto acertado, que simboliza el compromiso de Madrid con Ucrania. Mucho más tendrá que ir detrás del gesto: no solo trabajar para garantizar continuidad en el apoyo financiero y militar a Ucrania, sino también para acelerar todas las labores necesarias para la ampliación de la UE, a Ucrania y otros países. La última fue hace justo hoy diez años, la que integró a Croacia. Hay que seguir. Es, esta, la gran tarea histórica que afrontamos. Muchas cosas importantes están sobre la mesa, pero ninguna más trascendental que esta. Deberíamos arremangarnos y ponernos a ello con todas nuestras fuerzas.
La presidencia española es el último semestre completo y despejado de la legislatura. El siguiente, liderado por Bélgica, se verá afectado por la campaña para las elecciones europeas de junio. Se acumulan pues sobre la mesa montones de iniciativas legislativas pendientes que se quiere intentar cerrar. España, sea cual sea su Gobierno, tiene sin duda interés en avanzar en una reforma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento que flexibilice ciertas normas, en completar la unión bancaria con más garantías comunes, en afianzar las relaciones con Latinoamérica. Cuestiones geopolíticas urgentes nos ocuparán, desde la mejor definición de una posición común ante China, a las decisiones necesarias para respaldar a Ucrania en lo inmediato de la guerra.
Pero nada de ello puede hacer perder de vista el fundamental objetivo de fondo de la ampliación. Ucrania, Georgia, Moldavia, los países de los Balcanes occidentales. Un puñado de naciones, con más de 60 millones de habitantes que aspiran en gran medida a integrarse en el proyecto común. Hay razones morales para intentar satisfacer ese anhelo cívico y anclar esos países a un proyecto democrático y pacífico, así como hay intereses geoestratégicos en ampliar el proyecto de la UE, la única embarcación que permitirá a los ciudadanos europeos reducir los riesgos de un oleaje internacional cada vez más imprevisible y tormentoso.
Los problemas para la ampliación son descomunales. Repasémoslos. De entrada, los aspirantes no están listos. Ucrania sufre una guerra devastadora. El artículo 42.7 del Tratado UE implica algo bastante parecido a una cláusula de mutua defensa. Georgia y Moldavia tienen segmentos de sus territorios ocupados por Rusia. Cinco países de la UE no reconocen a Kosovo. Bosnia-Herzegovina es un país profundamente disfuncional, los otros también están lejos de cumplir con los criterios de entrada, con instituciones todavía frágiles, corrupción, mercados inmaduros y otros asuntos pendientes.
En segundo lugar, la propia UE no está lista. Nuevas ampliaciones requerirían importantes reformas para adaptar estructuras y mecanismos de funcionamiento de la unión al nuevo perímetro. En especial, sería preciso reducir las áreas sometidas a poder de veto, pero hay muchas otras cosas que serían oportunas. Muchas de ellas, requieren un cambio de los Tratados, un proceso muy complicado y expuesto al riesgo de fracaso, como se vio en el pasado.
Además, una ampliación, sobre todo en el caso de Ucrania, muy poblada, implicaría un fuerte giro en las dinámicas presupuestarias, con muchos países que deberían perder su condición de receptores netos.
Pesa el pasado, con el recuerdo de Rumania y Bulgaria que, según muchos, entraron sin estar suficientemente preparadas, y de la involución de Hungría y Polonia después de entrar. Y pesa el futuro, los riesgos de una Rusia enfurecida por la ampliación.
Todos estos elementos han frenado nuevas ampliaciones durante una década; la última reforma de tratados fue hace ya 15 años. Es hora de reponerse en marcha.
La brutal agresión de Rusia es un enorme elemento de estímulo y argumentación para armarse de valor y proceder a la complicada y arriesgada tarea. Las objeciones de nacionalismos euroescépticos pueden desactivarse hoy mejor que en otras etapas con esta idea de fondo. Meloni da señales de estar a favor. Por otra parte, Macron ha dado un giro, tras años de recelos franceses -quizá el mayor obstáculo reciente-, con un discurso en Bratislava en el que claramente dijo que es hora de acelerar en esto, quizá porque considera que ahora, en estas circunstancias, es más viable en términos de venta interior. Alemania tiene un interés especial en todo ello.
Como en otras circunstancias, la UE puede buscar caminos imaginativos para sortear los problemas. Hay estudios que han diseñado mecanismos de avances parciales. Una idea es la de ir entregando beneficios tangibles a los países candidatos a medida en que van cumpliendo requerimientos. Un proceso, pues, mucho más incremental que el actual, que otorgue mayores premios a las sociedades que avanzan sin esperar a la adhesión total.
La cuestión de los recursos tampoco puede ser un freno. Quienes se han beneficiado durante tiempo de fondos comunes tendrán que aceptar que ya toca a otros; no debería descartarse la opción de una nueva ronda de endeudamiento común.
La cuestión de integridades territoriales amputadas… ya tenemos a Chipre así.
El problema principal es la reforma de los tratados. Es difícil. Es un riesgo. Pero hay que asumirlo. La UE ha acertado en la gestión del Brexit, en la de la pandemia, en la reacción a la invasión rusa. Es el momento de preparar el gran salto. Será difícil. Sin duda, cuando se produzca, la integración dará problemas. Es posible que resulte, en ciertos sentidos, indigesta. Pero, en una perspectiva moral, geopolítica, histórica, anclar estos países al proyecto europeo es bueno para ellos y para el propio proyecto. Será un proceso largo, costará años, pero hay que empezar a acelerarlo. Hoy mismo.



























viernes, 7 de julio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] La ley del mínimo esfuerzo. [Publicada el 29/09/2018]
















Voy a contar una anécdota personal que me ocurrió hace un tiempo, anécdota que en ningún caso debería elevarse a la condición de categoría. La he recordado leyendo el artículo del profesor Javier Aranguren en el último número de la Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, que me ha dado pie a esta entrada sobre la crisis de credibilidad que está sufriendo la universidad española. 
Hace nueve años, lo sé porque guardo los correos que dieron lugar al hecho que comento, un antiguo compañero de fatigas académicas me habló del hijo de un amigo suyo que buscaba ayuda para un trabajo de fin de curso sobre un tema de Historia. Para mi sorpresa, puesto en contacto con el joven a través del correo electrónico, me manifestó que tenía que presentar dicho trabajo en el plazo de unas semanas, pero que no tenía tiempo de hacerlo porque necesitaba ese tiempo para estudiar, y que cuanto le llevaría por hacérselo yo. Mi respuesta, meditada, fue que si lo deseaba podía ayudarle orientándole, corrigiéndole el trabajo, dándole sugerencias o proponiéndole nuevos enfoques, pero que lo que no podía era hacerlo por él. Que esperaba que comprendiera que lo que me pedía iba contra toda ética académica, y que desde luego, yo no era quien para dar a nadie lecciones de ética, y menos a él, pero que la vida universitaria no podía ponerse a la altura de la vida normal. Que deseaba y esperaba poder ayudarle, y que me gustaría hacerlo, pero que el resto tenía que ponerlo él. Etc., etc., etc...
Me respondió agradeciéndome el ofrecimiento de ayuda y mi sinceridad, pero que no era "eso" lo que necesitaba en aquel momento. Y no hubo más contacto. Dos años más tarde me enteré por mi amigo que había obtenido el título que tanto ansiaba, pero no he vuelto a saber nada de él y no sé como le habrá ido en el aspecto profesional. Espero que bien.
El bajo nivel del debate universitario en España, comienza diciendo el profesor Aranguren, quizá no es más que la punta de un iceberg de una crisis mayor: la proliferación de las denominadas "essay mills", o fábricas de artículos, ensayos y tesis a medida, síntoma del deterioro del sistema de publicaciones universitarias. 
El desconcertante bajo nivel del debate universitario en España durante las últimas semanas (másters, falsos másters, cambios de notas, tesis de calidad dudosa, tribunales poco exigentes o poco imparciales) quizá no es más que la punta de un iceberg de una crisis todavía mayor, comienza diciendo. Nunca se había escrito tanto en las universidades, pero tal vez tampoco esos textos habían sido nunca más banales o prescindibles. Pero algunos hacen de la necesidad virtud, y así es como han nacido los lucrativos essay mills (molinos o fábricas de ensayos), un medio cómodo y relativamente económico para superar los escollos del esfuerzo y de la investigación cuando hay que cumplir con la titulitis que caracteriza al sistema universitario mundial.
Durante una estancia como profesor en una universidad de Nairobi, Kenia, sigue diciendo Aranguren, una brillante estudiante me comentó que era capaz de pagar su manutención gracias a su trabajo como escritora de assingments (tareas) y papers (artículos) a estudiantes occidentales en un essay mill (molino de ensayos). Era esta una de las muchas empresas online dedicadas a estos menesteres. Me contaba que le pagaban dependiendo de la longitud y de la prisa con que tuviera que redactar el trabajo. Aseguraba que el nivel de peticiones era tan alto que le daba de sobra para pagar por sus necesidades (alojamiento, comida, algunos caprichos). La historia me pareció deprimente. No por ella, a fin de cuentas una mujer echada hacia adelante y capaz de sobrevivir a la falta de medios de su familia. Me resultó deprimente por la visión de la universidad que supone en los estudiantes que acuden a estos servicios (la universidad como fábrica de títulos, no fuente de conocimiento, actitudes y carácter), y por ser otra confirmación empírica de la intuición de que el actual sistema de estudios universitarios –en el que la evaluación está compartimentada en miles de tareas enanas que agobian y aburren y no aportan conocimiento a nadie– es ineficaz. Mi alumna podía sacar adelante una carrera complicada a la vez que salvaba el pellejo a unos cuantos estudiantes privilegiados e incapaces de organizar su tiempo o de superar su pereza.
Sobre el mismo asunto ha publicado un interesante artículo Daphne Taras, decana de la Ted Rogers School of Management en Ryerson University, Toronto. Su artículo se llama «How Essay-Writing Factories Reel In Vulnerable Students», y fue publicado en The Chronicle of Higher Education el pasado 17 de julio. En él cuenta cómo hace dos años decidió probar cómo funcionaba ese negocio. Bastaba una simple búsqueda en Google y enseguida le aparecieron multitud de posibilidades. Yo hice lo mismo, tanto en inglés como en castellano, y los resultados a «servicios de escritura de ensayos» (en español se puede poner «escribir tfg», «escribir tfm» e incluso «escribir tesis doctoral») fueron inmediatos y múltiples [se pueden ver varios ejemplos en la tabla del final de este artículo].
Esas empresas publicitan su ‘discreción’ e incluso su ‘actitud ética’: todos los trabajos son pasados por Turnitin, la herramienta de software antiplagio más extendida en el mundo académico. Con eso aseguran que los trabajos siempre se escriben a medida de las necesidades del usuario.
¿Cómo lo hacen? Supongo que con escritores similares a mi alumna de Nairobi, auténticos ejércitos de escritores fantasmas que necesitan un sobresueldo. El usuario elige la prisa que tiene, e incluso el nivel de profesionalidad del trabajo (todo influye en el precio) y la plataforma se encarga de todo. Desde la plataforma pueden pedir el programa del curso para adaptarse a los gustos del profesor, el cliente indica el número de notas a pie de página que necesita y la maquinaria del molino se pone a trabajar.
Taras encargó un artículo de cinco páginas a doble espacio y con seis citas para entregar en tres semanas. El precio no alcanzó los 120 dólares (unos 100 euros). Antes de que tuviera tiempo de introducir el número de tarjeta de crédito (lo que le producía cierta inseguridad) recibió una llamada de la web asegurando la legalidad del negocio y la calidad del trabajo. A Taras le llevó unos días acabar de decidirse a compartir su información bancaria: el ‘molino de ensayos’ no cejó en su acercamiento, cálido e insistente. Ella accedió. En el extracto bancario el concepto y el nombre de la empresa estaban tan dulcificados que ningún padre podría sospechar el concepto por el que había pagado su hijo.
¿Qué ocurrió? Que el trabajo llegó a tiempo, que el texto claramente no era de alguien de Canadá (¿quizá lo había escrito mi alumna de Kenia?), que el nivel era bueno y las fuentes excelentes, con referencias a revistas de primer nivel estrechamente relacionadas con el tema.
¿Qué nota le pondrían al trabajo en una asignatura universitaria? Taras lo envió a tres colegas, indicando que por motivos de conflicto de intereses ella no podía calificarlo. Las respuestas fueron de C (aprobado) o B (notable). Solo uno de los tres correctores mostraba su sorpresa por el excelente nivel de las citas y porque no era claro que el alumno entendiera el fondo del debate.
A partir de ese momento Taras, bajo su falsa identidad de estudiante adolescente, empezó a recibir de forma recurrente mensajes de la ‘fábrica de ensayos’, especialmente cuando se acercaban los momentos de finales de trimestre. Siempre ofrecían descuentos, se trataba de mensajes positivos e incluso llenos de toques de humor, como cuando le llegó «La peor tarjeta del mundo el Día de San Valentín» con la imagen de un cactus y el siguiente texto:
Hola,
Hemos pensado largo y duro sobre como hacer mejor tu Día de San Valentín.
Por eso te enviamos este cactus que te puede gustar.
También, y solo en los tres siguientes días, disfruta de un 20% de descuento en todos tus deberes. Basta con que escribas el código CACTUS20 y nosotros nos encargamos del resto.
Con amor,
Tu equipo de escritura.
Lo que le llamó la atención no solo fueron las declaraciones de amor (¿haría algo así un profesor de universidad?, ¿no estaban, desde la ‘fábrica’, dando una buena lección de ‘cercanía’ a los departamentos de marketing?). Además la empresa de algún modo conocía las ‘inquietudes’ de Taras, pues había estado coleccionando cactus durante todo el año anterior. ¿Hasta dónde podrían llegar para llamar su atención?
¿Se pueden evitar las trampas? ¿Sirve para algo el software contra el plagio? ¿No son los estudiantes –y los emprendedores astutos– los que llevan la delantera con la tecnología online? ¿No debería replantearse a fondo qué son y qué pretenden los estudios universitarios? Las fábricas de ensayos, los essay mills, llevan a la fábrica de títulos, o quizá vienen de ellas: si lo importante es el certificado, ¿qué importancia tienen los distintos medios posibles para conseguirlos? ¿Por qué hemos llegado a eso? Sin duda, por una ‘necesidad’ no reflexiva de certificados (lo que hemos llamado titulitis), y porque de la universidad ha desaparecido el deseo de saber a cambio de la pragmática. ¿Y hay algo más pragmático que pagar a los que trabajan por ti? Si tú tienes el dinero, tienes también el poder de comprar el tiempo de otros. Puedes incluso ocultar el problema moral (el engaño) con el argumento de que sin duda estás ayudando a una persona necesitada, o decir que siempre han existido los negros en el mundo universitario, o incluso que un profesor se justifique diciendo que con la pobreza de los sueldos de asociados, ayudantes o contratados, esa era la única salida digna que le quedaba. Y que si el sistema está pensado así, ¿por qué no aprovecharse de él?
Para hacerse una idea de las dimensiones del problema, se calcula que solo en Gran Bretaña más de 200.000 estudiantes usan alguna vez los servicios de estas empresas (llamadas essay mills –molinos de ensayos–), de las que hay centenares, que mueven unos £100m al año y que se está buscando cómo perseguir: cf. University students could be fined or handed criminal records for plagiarised essays, new proposals suggest.
Para terminar, el profesor Aranguren menciona en su artículo algunas de esas empresas de escritura de ensayos académicos universitarios. Entre ellas, a:
Top Writing Services: un listado de 10 de estas empresas.
EduBirdie: en USA, frente al agotamiento ante tareas rutinarias y trabajos para casa que exigen mucha investigación.
RushEssay, que garantiza que se acabaron las noches sin dormir, los trabajos suspendidos o las entregas fuera de plazo.
WritingEssayEast: en USA, con más de 1.500 escritores e interesantes descuentos.
FastEssay: en inglés, especialistas en ensayos rápidos, con 2 horas de plazo y 700 escritores listos en este momento.
Amasd: en español, para hacer el TFG o el TFM por 349€, «despreocúpate por completo de tu proyecto», indican.
AyudaUniversitaria: en español, donde también ofrecen tesis doctorales, a partir de 180€.
Universitarios en apuros: en español, porque «tu futuro nos importa» y por 630€ te ofrecen un TFG a realizar en dos meses. Si es un TFM sube a 1324€. También ofrece ofertas de trabajo, ideal para ayudantes doctores con poco sueldo.
Graduado para todo: cuyo «equipo de redactores de Trabajo Fin de Master está formado exclusivamente por profesionales con más de 8 años de experiencia en la elaboración de este tipo de proyectos». Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt