miércoles, 4 de enero de 2023

De la función del pensar

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la investigadora cultural Berta Ares, va sobre la función del pensar. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





No es tanto pedir
BERTA ARES
29 DIC 2022 - El País

Convendrán conmigo en que la filósofa política Hannah Arendt puede ser todo menos ingenua. Difícilmente podríamos considerar “buenista” a la pensadora que desarrolló el concepto de la banalidad del mal y que, además de una despierta inteligencia y un carácter que sus compañeros tildaron de arrogante, fue lo suficientemente valiente como para defender unas reflexiones poco complacientes tras asistir al juicio de uno de los mayores criminales de la historia. Esto a pesar del dolor que sabía que podía infligir.
De hecho, el informe que escribió para la revista The New Yorker, que en 1963 transformó en libro (Eichmann en Jerusalén), le valió una avalancha de haters. Sus pares le cuestionaron el criterio, más de un compañero en la Universidad aprovechó para ponerle la zancadilla y algún amigo próximo le retiró la amistad. Sin embargo, ella no varió ni un ápice sus conclusiones.
En su trabajo planteaba las causas que pudieron propiciar la Shoah. La relación que se dio entre responsabilidad, legalidad y justicia. Quiénes y cómo colaboraron. Quiénes y cómo ofrecieron resistencia. El modo en que, no ya un individuo de forma aislada, un mindundi con ambiciones, sino un Estado entero con toda su maquinaria burocrática y judicial renunciaba a un legado moral para seguir un instinto racial y racista.
El tiempo ha dado la razón a Arendt, por eso se la lee más que nunca, porque es una de las grandes pensadoras de uno de los más poderosos motores de la humanidad: el mal. No sorprende el origen judío de quien dio con la nueva variante de este fenómeno en constante mutación. El Génesis o el Job del Antiguo Testamento parecen inspirar, milenios después, series como The Wire y Breaking Bad. También el sentido de naufragio, desgarro y desolación que acompaña la falibilidad humana.
La Biblia es un monumento narrativo sobre el bien y el mal que desde hace siglos da que pensar. Por eso el hitlerismo hizo lo imposible por aniquilarla. A la Biblia y a todo un pueblo (el Pueblo del Libro). Todo imaginario que permitiera destilar conceptos para pensar el mundo a partir de un orden ético en vez de una jungla racial, le sobraba. La imaginación es enemiga del fascismo y del racismo. También la ética. Y la duda, como defiende la filósofa contra el odio Carolin Emcke.
El ser humano no trae el instinto moral de serie, como los coches modernos traen el GPS. Lo sucedido en Alemania demostró que la máxima del “no matarás” puede dejar de guiar incluso a la más respetable sociedad. La renuncia a pensar, la cualidad humana más definitiva, es lo que, a juicio de Arendt, creó la posibilidad de la Shoah. Ante la pregunta de si se podría volver a producir, tampoco fue complaciente: sí, porque todo paso que da la humanidad, para bien o para mal, está condenado a ser umbral del siguiente hito en su camino hacia su salvación o su destrucción.
Por eso, ella habla del pensamiento no como una suma de conocimiento, sino como la capacidad de diferenciar el bien del mal, de crear una ética, de participar con la palabra y la acción en el espacio público compartido de forma plural, es decir, entre iguales, donde cada uno es asimismo único e irremplazable.
Testigo de la Shoah, la reflexión política de Arendt reivindica el sentido de posibilidad frente al de fatalidad. Ahora que entramos en tiempos de Navidad (del latín nativitas, nacimiento) propongo pensar la vida activa y política a partir de su categoría de natalidad.
Por más que la democracia se ejercite en la desesperante estrechez de las ideologías; por más que las estrategias de ultras y populistas siembren el discurso público de nihilismo y conspiraciones para que florezca el odio, el inmovilismo y la parálisis, nuestra condición humana es capaz también de lo mejor, y podemos esperar de ella una voluntad regeneradora de cambio.
Hay eventos que pueden irrumpir y cambiar el rumbo de los acontecimientos. Epifanías de libertad capaces de dar nuevos comienzos. La revolución de una democracia surgente, por expresarlo con palabras de la filósofa Adriana Cavarero, es siempre posible. Lo estamos viendo. Está pasando ahora en Irán, donde miles de jóvenes toman las calles y cientos de mujeres ponen en riesgo sus vidas en un movimiento de protesta, liberación y lucha contra el autoritarismo.
Los jóvenes de hoy forman la primera generación que recibirá el legado de la Shoah sin supervivientes y en un mundo cada vez más complejo. Tendrán que resolver complicadísimos retos de calado moral derivados de la crisis climática, la nuclear o la migratoria. Toca ayudarles a empalabrar el mundo, ayudarles a traducir su complejidad para que los nuevos adultos que están a punto de ser puedan ocupar su lugar en la vida común, con un impulso positivo y la confianza de una perspectiva regeneradora de cambio a mejor. Sin fatalismo ni demagogia. A la vista de lo que se avecina, no es tanto pedir.
























[ARCHIVO DEL BLOG] Joyce, el obsceno. [Publicada el 25/10/2017]

 







Kevin Birmingham, comenta el editor y crítico literario Justo Navarro en Revista de Libros, ha querido escribir en El libro más peligroso (Madrid, Es Pop, 2016) la biografía de un libro»: Ulises, de James Joyce, desde su vaga concepción en 1904 a su conversión en un volumen de más de setecientas páginas condenadas a vérselas, hasta 1936, con censores, aduaneros, policías y jueces. Pero Ulises, que para Gran Bretaña y los Estados Unidos de América constituía un delito, para Valery Larbaud demostraba en 1922 que su autor, James Joyce, poseía una trascendencia similar a la de Sigmund Freud o Albert Einstein. T. S. Eliot, por su parte y por las mismas fechas, otorgó al método mítico-narrativo joyceano la «importancia de un descubrimiento científico».
Birmingham cuenta la historia de Ulises y la de su ambiente, los años en torno a la Primera Guerra Mundial, catástrofe que, según Birmingham, habría aportado a Joyce lo mismo que a dadaístas y a anarquistas, a Lenin y a Freud: la sensación de que la quiebra de Europa entrañaba un «presagio de algo revolucionario». El libro más peligroso narra las aventuras de la modernidad literaria, de las vanguardias de entreguerras: «Lo que llamamos modernismo [modernidad, diría yo] fue una colección dispersa de pequeñas insurgencias culturales impulsadas por un sentimiento general –en ocasiones indefinido‒ de descontento con la civilización occidental». La incomodidad de la época era moral, es decir, política, económica y estética, y Joyce fue muy de aquel tiempo de mapas en recomposición, «cuando se desmoronaban imperios y millones de personas cruzaban fronteras para intercambiar ideas nuevas y estilos radicales».
Irlandés errante desde 1904, exiliado por voluntad propia, vivió el resto de su vida entre Trieste, Roma, Zúrich y París: «Biblia de los desterrados» denominó un enemigo a Ulises. Antes de escribir ese monumental «museo de estilos» (así lo llama Birmingham) que iba a incitar la piromanía bibliofóbica en Europa y América, Joyce ya había reconocido su incapacidad de escribir sin ofender a nadie. Para los cuentos de Dublineses encontró en 1909, después de tres años de búsqueda, un editor que tardó tres años más en decidir que no publicaba un libro ultrajante para los dublineses de bien. El libro, ya impreso, fue enviado a la guillotina el 11 de septiembre de 1912. Salvo un ejemplar que dieron al autor, nunca salió de la imprenta. En Gran Bretaña, pero también en Estados Unidos, el gobierno no siempre tenía que mandar a la policía a secuestrar y quemar libros: bastaba con intimidar a literatos, editores e impresores. Los propios cajistas actuaban como censores: eliminaban palabras, o se negaban a componer el libro por miedo a terminar en la cárcel.
Y existían en uno y otro país sociedades privadas que tenían como objetivo la supresión del vicio. En Estados Unidos, la lucha contra la obscenidad era armada, en cumplimiento de la Ley Comstock, de 1873, que prohibía todo «libro, panfleto, imagen, periódico y grabado obsceno, o cualquier otra publicación de carácter indecente». A finales de los años veinte del siglo pasado, Ezra Pound, en una carta al presidente del Tribunal Supremo de su país, arremetía contra una ley «aprobada por una asamblea de babuinos e imbéciles», pero, gracias a la Ley Comstock, Ulises se consagró como icono de la indecencia, abominable o adorable, depende de quien lo mirara. Sobre Ulises pesaba además la ley contra la importación de material obsceno y subversivo. Publicado en París en 1922 por Shakespeare and Company, la librería de Sylvia Beach, Ulises se convirtió en material de contrabando transatlántico. La novela, tan codiciada como el alcohol, enriqueció su historial criminal cuando empezaron a aparecer en América falsificaciones de la edición parisiense.
Cuatro mujeres decidieron la suerte literaria de Joyce mientras las autoridades, para «proteger la sensibilidad femenina», entre otras cosas, se preocupaban de destruir su obra. Sylvia Beach editó heroicamente Ulises, y las responsables de las revistas The Egoist, en Londres, y The Little Review, en Nueva York, Dora Marsden y Harriet Shaw Weaver, y Margaret Anderson y Jane Heap (en los dos casos por recomendación de Ezra Pound), publicaron por entregas Retrato del artista adolescente (terminó la publicación en 1915), y medio Ulises (1918-1920), respectivamente. ¿Cómo eran estas revistas? Dora Marsden tenía clara la función de una revista radical: revolucionar «todos los aspectos de las relaciones humanas, intelectuales, sexuales, domésticas, económicas, legales y políticas». Margaret Anderson –con quien coeditaba Pound, en Londres, como Foreign Editor‒ compartía desde Nueva York simpatías anarquistas cuando fundó The Little Review en 1914. Junto con Jane Heap, entendió el arte como insumisión y acogió su revista al lema «Sin concesiones al gusto del público». Anderson y Heap acabaron ante los tribunales por James Joyce en 1917 y 1921. Una benefactora se hizo cargo de la multa que no podían pagar y les libró de la cárcel. Harriet Shaw Weaver no sólo editó a Joyce: financió desde 1914 a la familia Joyce y, en 1941, corrió con los gastos del entierro del genio.
A los problemas con los pirómanos obsesos de lo obsceno se unieron en enero de 1920 alusiones políticas de poco gusto. Llamar a la reina Victoria «the flatulent old bitch that’s dead» («la vieja zorra flatulenta que ya se ha muerto», episodio 12 de Ulises) sumaba la palabrota, bitch, a la blasfemia regia y provocó la reacción de las autoridades estadounidenses: The Little Review se vio perseguida por el servicio de Correos, vigilante, temeroso de que se le colara pornografía y subversión en las sacas de reparto. Anderson, Heap y Pound pidieron moderación a Joyce, que desobedeció todas las recomendaciones de prudencia. Anderson y Heap se quejaban en 1920: «Han quemado entera nuestra tirada de mayo». Los censores pirómanos disfrutaban además de colaboración ciudadana espontánea. Cuando el marido de la mecanógrafa encargada de transcribir el episodio de Ulises dedicado a Circe descubrió los papeles con que trabajaba su mujer, los tiró a la chimenea.
Aunque lo acusaran esencialmente de ser pornográfico, a Joyce lo manchaba también una sombra política. Adam Thirlwell, en su reseña de El libro más peligroso, ha destacado el vínculo entre ansiedad sexual y ansiedad política característico de 1920, cuando el miedo a lo obsceno se confundía con el miedo a lo subversivo. En Nueva York eran días de rebelión y represión, redadas policiales y bombas anarquistas, y seguía vigente la Ley de Espionaje, de 1917, propia de tiempos de guerra, contra cualquier irreverencia que discutiera la forma de gobierno de Estados Unidos. Cientos de miles de funcionarios de Correos vigilaban la distribución de opiniones peligrosas y pornografía. El máximo funcionario del control de la correspondencia entendía como peligrosa cualquier palabra rara, extravagante o difícil de entender. En 1918 concretó las únicas tres cosas que perseguía: el progermanismo, el pacifismo y el elitismo cultural.
El caso es que los comentarios sobre Ulises parecen cargados de alusiones políticas. Por ejemplo, Cyril Connolly, citado por Birmingham, comentaría en Enemigos de la promesa (1938) que «los Ulises se apilaban como dinamita en un sótano revolucionario» mientras esperaban en París su distribución de contrabando: el torbellino de la Primera Guerra Mundial había revuelto, mezclándolas, la estética y la política revolucionarias. Virginia Woolf, poco después de 1920, consideraba Ulises un libro de clase baja, sin cultura, propio de un obrero autodidacta («an illiterate underbred book; the book of an illiterate self-taught working man»). Woolf se negó a imprimir tal cosa en su editorial, Hogarth Press.
Más etiquetas infamantes le pegaron a Ulises en los mejores periódicos, firmadas por plumas de primera: blasfemia espantosa, bolchevismo literario. La prestigiosa The Quarterly Review definió la novela de Joyce como bomba feniana –es decir, nacionalista irlandesa, separatista‒ que hacía saltar por los aires el castillo de la literatura inglesa. Paul Claudel, embajador de Francia en Estados Unidos, realzó en 1931 el matiz religioso de las quejas: Ulises unía las «repugnantes blasfemias» de un apóstata cargado de odio a una «falta de talento diabólica». No podía faltar el ojo clínico, el vislumbre de lo patológico: en 1932, Carl Jung (que trataría poco después a Lucia, la hija esquizofrénica de Joyce) reseñó Ulises en la Europäische Revue y, entre el elogio obnubilado y el vilipendio puro, lo declaró «un caso de pensamiento visceral con severas restricciones cerebrales». Joyce agradeció mucho la atención del psiquiatra.
Pero Kevin Birmingham no recoge la frase de Jung en El libro más peligroso, excelente muestra del arte de la cita invisible, mosaico de citas sin que se noten los puntos de unión entre las piezas. Su «biografía» de Ulises es una hagiografía, una oportuna celebración de la obra maestra de James Joyce cuando, muchos años después, ha perdido su halo de heroicidad. Gesto histórico «de audacia estética, filosófica y sexual», Ulises, como todo «acto de rebelión» provocó adhesiones y repulsiones inquebrantables: su carácter herético, de clandestinidad o semiclandestinidad orgullosa, aumentaba la devoción de los fieles y la inquina de los enemigos. Hoy, en un momento en que modalidades nuevas y vergonzantes de censura empiezan a recuperar el prestigio de la censura de toda la vida, el halo de heroicidad suele atribuirse a las criaturas intrépidas que se atreven a intentar leer Ulises.
Pero «Ulises no sólo cambió el curso de la literatura, sino la propia definición de literatura a ojos de la ley», como dice Kevin Birmingham. El eje épico de El libro más peligroso son las batallas legales para conseguir la difusión libre de la novela de Joyce, primero por entregas en The Little Review y luego, a partir de 1922 y hasta 1936, en libro, empezando en Estados Unidos y acabando en Gran Bretaña. Tal como cuenta Birmingham, los defensores de la circulación libre de Ulises presentaban a Joyce no como representante del movimiento moderno, sino como héroe de las artes frente a la autoridad que quiere controlarlas y ponerlas a su servicio a costa de la libertad de expresión. El arte, por definición, no es obsceno, decían. En 1933, en Nueva York, el juez John M. Woolsey les dio la razón y Random House publicó Ulises el 25 de enero de 1934.
En esas fechas, cuando los nazis empezaban a ser los campeones de las hogueras dedicadas a reducir bibliotecas a cenizas, la quema de libros ya había perdido algo de su aura estético-religiosa. La sentencia de Woolsey sobre Ulises parecía marcar a la literatura como reveladora de lo que puede y no puede decirse, de los límites de lo permisible, de lo perseguible: la deslindaba como territorio de excepción donde no rigen los parámetros de lo obsceno. Esto quizá sea un recordatorio de la relación de la literatura de ficción con la realidad: lo que presenta la ficción no es real del todo, luego no es realmente perseguible, es decir, digno de ser tomado en serio. En este sentido, la literatura ocuparía en nuestro tiempo el lugar del antiguo bufón.
Como el bufón, no respetaría las convenciones estilísticas vigentes. Es lo que vio Arnold Bennett cuando se encontró, hace casi un siglo, con el mundo de Joyce: «Joyce lo expresa todo… ¡todo! El código ha quedado hecho añicos». Birmingham lo explica así: «Un velo de decoro separaba el mundo real de los mundos de ficción [...]. Nadie tenía el valor de escribir cómo era realmente la vida en Dublín» hacia 1900. A mí la manera joyceana de acercarse a lo real con el propósito de arrumbar todas las fantasías románticas, siempre fatalmente malogradas a fuerza de irrealidad, y de atenerse a los hechos materiales me recuerda la educación jesuítica de James Joyce. «Mi novela es la epopeya del cuerpo humano», decía, y yo pienso en la carnalidad de los ejercicios espirituales de San Ignacio.
Para perseverar en su ejercicio corporal-espiritual, Joyce hubo de imponerse a los censores gubernamentales, y eso es lo que cuenta, persuasivo, El libro más peligroso: la historia de una época en la que «redactar una crónica exhaustiva y veraz de nuestras vidas con intención de distribuirla era ilegal [...]. Una época en la que los novelistas ponían a prueba los límites de la ley». En aquel tiempo había novelas tan peligrosas que las echaban a la hoguera, recuerda Kevin Birmingham, quien dedica el libro «a mi padre, que me enseñó lo que es la libertad de expresión». Una pregunta: ¿han sido sustituidas las hogueras por hogueras virtuales?, concluye diciendo Navarro.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt










martes, 3 de enero de 2023

De la degradación política

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del profesor Víctor Lapuente, va sobre la degradación política española. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






Los leones siempre lloran
VÍCTOR LAPUENTE
27 DIC 2022 - 

Si el procés pudo romper Cataluña, la respuesta al procés puede romper España. Nuestra política está atravesada por muchas heridas (impuestos, pensiones, ley trans), pero no son mortales. Es el juego propio de una democracia: la izquierda y la derecha intentando meterse goles. Lo que nos distingue de los países de nuestro entorno no son estos choques políticos, sino los institucionales. Es decir, que no van sobre el resultado del partido, sino sobre las reglas del juego, como la reforma del sistema de elección de los vocales del CGPJ o del Constitucional este año, o el reparto de competencias fiscales con las autonomías otros años.
Y el denominador común de todas estas disputas es el mismo: ¿qué hacer con el independentismo? Si Cataluña no estuviera en la ecuación, PSOE y PP probablemente encontrarían candidatos de consenso para el CGPJ o el TC. Pero, tras el procés, es imposible: cualquier acción se interpreta como intento de pacificación, o de hostigamiento, con los separatistas.
El hecho diferencial español es cómo tratar al independentista catalán. Es el gran logro del procés que, como el Cid, ha ganado una batalla después de muerto. El foco de los soberanistas ha pasado del hipotético Estado catalán al verdadero Estado español, y su supuesto autoritarismo represor. Cerrada la vía de la ruptura unilateral, los partidos independentistas han conseguido que el combate se traslade a Madrid: ERC, movida por el pragmatismo de los presos y los Presupuestos (generales y de la Generalitat), y Junts, por el irredentismo de quien ha quemado todas las naves.
El griterío constante se ha mudado del Parlament al Congreso y, tras aturdir a los leones del Zoo de la Ciudadela ahora estremece a los de la Carrera de San Jerónimo. La cuestión es que nuestros leones siempre lloran.
Para consolarlos, para normalizar la vida política en España, sólo veo un camino: una reforma constitucional que cierre el asunto territorial y que esté liderada por quien menos se espera, el PP. Porque sólo así tendrá la credibilidad necesaria. Como dicen los americanos, tenía que ser un Nixon (un republicano) quien visitara la China comunista. Y Suárez fue nuestro Nixon en muchos asuntos.
Esta debería ser la gran tarea de Feijóo para 2023. Sin duda, una propuesta valiente podría acortar su carrera política, pero alargaría su gloria eterna. Como Suárez.

























[ARCHIVO DEL BLOG] Siete días de enero. [Publicada el 28/01/2019]

 






No existen procesos políticos ejemplares, pues el ser humano es imperfecto y el azar siempre interfiere en los planes de la razón, produciendo turbulencias, malentendidos y errores, escribe el profesor de filosofía y crítico literario Rafael Narbona, refiriéndose a los sucesos que ocurrieron en los últimos días de enero de 1977 en Madrid, que pusieron en jaque la transición española a la democracia. Sin embargo, añade, hay cambios históricos que merecen ser elogiados por su contribución al bienestar general. 
Podemos citar como ejemplos el fin del apartheid en Sudáfrica, la caída del Muro de Berlín, la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial o la Transición española. Desde la crisis de 2008, la Transición ha sufrido un descrédito inmerecido. El populismo de izquierda elaboró un nuevo relato que explicaba el paso de la dictadura al actual Estado de Derecho como una operación de maquillaje del franquismo. Ese planteamiento apareció acompañado por la recuperación de las viejas ideologías que –presuntamente‒ podrían ofrecer una alternativa al sistema capitalista, demonizado hasta lo grotesco. Se rehabilitó el marxismo-leninismo, el anarquismo y, en algunos casos, el estalinismo. Afortunadamente, nadie –al menos que yo sepa‒ agitó la bandera del maoísmo, si bien se alzaron algunas voces en defensa de Corea del Norte, celebrando las excelencias del «socialismo autosuficiente y creativo» de Kim Jong-un. Parece que ese discurso disparatado se ha desinflado notablemente, pero el separatismo regionalista ha aprovechado su fuerza para movilizar a las víctimas de la crisis económica, prometiéndoles el paraíso en el marco de pequeños Estados independientes. De momento, ha copiado las técnicas del populismo izquierdista, promoviendo la insurgencia callejera. Al mismo tiempo, ha surgido un populismo de derechas que habla de Reconquista con una retórica de cartón piedra. En este escenario, el centro político, liberal y reformista, se revela más necesario que nunca, pero en un tiempo de estériles radicalismos casi nadie se atreve a invocar la moderación, la prudencia y el diálogo, las grandes virtudes de la Transición. Un espíritu conciliador, hoy inexistente, podría atemperar el debate político, ahorrándonos los malos modos de algunos parlamentarios, sin otra fuente de inspiración que el lodo, el ruido y la furia de las redes sociales.
De las películas que intentaron reflejar los acontecimientos políticos de la Transición, recuerdo dos con especial aprecio: ¡Arriba Hazaña! (José María Gutiérrez Santos, 1978) y Siete días de enero (Juan Antonio Bardem, 1979). ¡Arriba Hazaña! emplea un internado religioso como metáfora de lo que estaba sucediendo en la sociedad española. Los curas más viejos se oponen a cualquier cambio, los jóvenes se muestran partidarios de introducir reformas y los alumnos oscilan entre el pacto y la ruptura revolucionaria. La interpretación de Fernando Fernán Gómez es memorable, encarnando a un sacerdote que ha servido en la Legión durante la Guerra Civil. ¿Quizá se pretendía lanzar un guiño al espectador, aludiendo al papel del actor en Balarrasa, la película de 1951 dirigida por José Antonio Nieves Conde, en la que Fernán Gómez interpretaba al capitán Mendoza, un legionario que ingresaba en un seminario para ordenarse sacerdote? Héctor Alterio también realiza una brillante interpretación como director del internado. Desbordado por los crecientes altercados, Alterio da palos de ciego para mantener el orden. Su impotencia e inseguridad muestra la carga soportada por los políticos que temían pronunciarse en un ambiente de máxima crispación. José Sacristán asume con solvencia el papel de cura reformista con un talante que recuerda a Adolfo Suárez. Los alumnos que rechazan su oferta de diálogo, cabecillas de la oposición surgida contra las rígidas normas del internado, manifiestan su desacuerdo con nuevos actos de sabotaje, pero sus compañeros no les siguen en su deriva hacia ninguna parte. Es evidente que la actitud de esa minoría descontenta se corresponde con el terrorismo de ETA y los GRAPO, dos siglas que han escrito los episodios más negros de nuestra historia reciente, intentando dinamitar la convivencia democrática en nombre la revolución socialista y la independencia de los pueblos. En 2020, HBO estrenará una serie de ocho capítulos basada en Patria, la magistral novela de Fernando Aramburu. Desconozco los planes literarios de Aramburu, pero sería fantástico que se animara a escribir una trilogía, recreando los orígenes de ETA y mostrando las secuelas de la violencia en la memoria colectiva.
Siete días de enero recrea la semana más trágica de la Transición. Con un estilo neorrealista y testimonial, Bardem combina ficción y realidad para reproducir el clima de tensión creado por una cascada de catástrofes: el secuestro de Antonio Oriol y el teniente general Emilio Villaescusa, el asesinato del estudiante Arturo Ruiz, la muerte de la universitaria María Luz Nájera y la matanza de Atocha. Oriol y Villaescusa fueron secuestrados por los GRAPO. Arturo Ruiz cayó bajo las balas de la ultraderecha. María Luz Nájera perdió la vida cuando un bote de humo de la policía impactó en su cara. La matanza de Atocha –cinco muertos y cuatro heridos graves‒ se produjo el 24 de enero de 1977. El 4 de octubre del año anterior, ETA había asesinado Juan María Araluce Villar, presidente de la Diputación de Guipúzcoa, ametrallado por un comando que también acabó con la vida de su chófer y sus tres escoltas. Las fuerzas que luchaban contra la Transición hicieron todo lo posible para propagar el caos y evitar que se celebraran las primeras elecciones democráticas. La película de Bardem emplea imágenes de la época para acentuar la credibilidad, logrando un perfecto encaje entre lo cinematográfico y lo documental. José Manuel Cervino interpreta magistralmente a uno de los pistoleros ultraderechistas que dispararon contra los abogados de Atocha. La película produce desasosiego y malestar. No está de más recordar esos días de sangre, frustración y esperanza en una época de revisionismo histórico que falsea la verdad.
La Transición triunfó sobre sus enemigos. No fue el preámbulo del régimen de 1978, sino una valiente y difícil apertura que hizo posible una sociedad libre, plural y democrática, con elecciones, pluripartidismo, derechos, libertades, separación de poderes y avances sociales. No fue una maniobra perfecta que abrió las puertas a la utopía, sino un ejercicio de precisión que hizo posible un escenario donde las diferencias podrían resolverse al fin pacíficamente. No significó el fin de los problemas económicos y sociales, pero sí el descrédito de la violencia como arma política. Las necesarias críticas al régimen de Franco no deben desfigurar nuestro pasado. El cine político debe aspirar a la objetividad. De momento, no se ha cumplido esta exigencia. Las películas de las últimas décadas no se cansan de exaltar a la izquierda revolucionaria de los años treinta, omitiendo sistemáticamente que la Revolución de Asturias no fue una gesta épica, sino un golpe de Estado organizado por el PSOE con la colaboración de la CNT. Salvador de Madariaga, notable antifranquista, escribió en 1979: «El alzamiento de 1934 es imperdonable. [...] El argumento de que José María Gil-Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era a la vez hipócrita y falso. […] Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936» (España. Ensayo de historia contemporánea). También se silencia que la represión republicana no fue obra de «incontrolados», sino una estrategia de guerra respaldada por los sucesivos gobiernos, como ha demostrado Julius Ruiz en El terror rojo (2012) y en Paracuellos, una verdad incómoda (2015).
Ruiz sostiene que Santiago Carrillo se limitó a cumplir las órdenes de la Junta de Defensa y el Gobierno, organizando con su íntimo amigo Segundo Serrano Poncela, delegado de Orden Público, la matanza de Paracuellos, perpetrada con el pretexto de aniquilar a una quinta columna inexistente. Los supuestos traslados o evacuaciones que finalizaron con fusilamientos en masa contaron con el apoyo de Manuel Muñoz (director general de Seguridad), Ángel Galarza (ministro de Gobernación), Juan García Oliver (ministro de Justica) e incluso Francisco Largo Caballero (presidente del Gobierno). Dentro de esta estrategia represiva, hay que mencionar los campos de trabajos forzosos. En abril de 1937 se abre el primero en Totana (Murcia). No fue creado por las autoridades franquistas, sino por las republicanas, y no se distinguió por su carácter humanitario. Según Julius Ruiz, se ejecutaba sumariamente a quienes se negaban a trabajar por estar demasiado enfermos o hambrientos. Corrían la misma suerte los compañeros de brigada de los presos fugados para desanimar a posibles fugitivos. A la entrada del campo había un cartel con la siguiente consigna: «Trabaja, y no pierdas la esperanza». Juan Negrín, presidente de Gobierno, aprobaba esta política represiva, pues creía que no había otra forma de ganar la guerra.
La Transición pudo fracasar. En aquellos siete días de enero de 1977 se tambaleó la reforma política que condujo a la democracia, pero, afortunadamente, la crisis se superó, permitiendo que en junio se celebraran las primeras elecciones generales. Después vendrían el 23-F y los años de plomo de ETA y los GRAPO. La democracia volvió a imponerse, no sin grandes dosis de sufrimiento, pero el cine aún no nos ha proporcionado obras a la altura de los acontecimientos. Espero que las películas de las próximas décadas sean justas con la Transición, pues –como señaló Felipe VI ante el Parlamento con motivo del cuadragésimo aniversario de la Constitución de 1978‒ «en el espíritu, en los valores y en los ideales que inspiró este período de nuestra historia se encuentra la mejor España».
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














lunes, 2 de enero de 2023

De las imágenes






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la escritora Lucía Lijtmaer, va de las imágenes. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.










Quema la memoria
LUCÍA LIJTMAER
27 DIC 2022 - El País

Lo primero que se me ocurre es: qué hacemos con tanto meme. Es una frivolidad, como la mayoría de las primeras ideas, pero tras el campeonato del mundo en Qatar, para los que tenemos algún vínculo —el que sea— con la argentinidad, queda la memoria del teléfono plagada de memes de Messi cual Che Guevara, Messi atravesando el Arco de Triunfo, Messi durmiendo en una cama gigante con su trofeo cual emperador, sí, por qué no, cual emperador.
Lo segundo, también a raíz del pensamiento-meme es la imagen histórica. La última vez que un helicóptero estuvo tan presente en Buenos Aires ante una multitud fue cuando el presidente de la República, Fernando de La Rúa, abandonaba la Casa Rosada y su mandato montado en uno, hace justo 21 años. El contraste es evidente. La multitud que festeja, unida, frente a la imagen como metáfora de una de las mayores crisis —de todo tipo, de liderazgo, económica, social— que vivió un país ya de por sí, movidito. No olvidemos, hablando de memes: en un país que lo mismo es titular por la hiperinflación, la crispación o el fútbol, uno de los que más se ha popularizado es el del presidente Alberto Fernández, con gesto compungido, con la leyenda: “Qué pasó ahora, la puta madre”.
También circularon las imágenes de los argentinos festejando por el mundo, como si se tratara de una versión delirante de un docu reality. Argentinos festejando en Berlín, en Ciudad de México, en Taiwán. Menuda diáspora de imágenes, esta vez de la alegría. Tan distinta a otras diásporas, decía alguien en redes, no sin razón. Aún así, este texto no pretende reflexionar sobre el fútbol como ejercicio de nostalgia, como metáfora del peronismo, como expresión pública de malestar político. Sería obtuso o facilón entender la concentración tras ganar el mundial en Buenos Aires, a la que asistieron millones de personas como una mera crisis de representación social. Quizás lo que cueste, a día de hoy es entender que la gente se junta a festejar, sin más. Quién sabe.
Pero despojémonos de la interpretación. Las imágenes quedan, una y otra vez, repetidas, transmitidas, incesantes. Jamás en la historia de la humanidad hemos consumido tantas imágenes como hasta ahora, ni las hemos reproducido con tanta celeridad. Como decía Harun Farocki: “El cambio ocurre, no cuando aparece la pantalla para representar la realidad, sino para recrearla a través de la imagen digital”. Ahí es cuando muta el sentido. Tal y como apuntaba el artista en su trabajo Serious Games, en el que se explora como el ejército estadounidense emplea tecnología de videojuegos para entrenar tropas para la guerra y para tratar las secuelas de la guerra, los ejercicios reales en las bases militares daban la impresión de que era la realidad la que buscaba asemejarse al juego, y no a la inversa.
Las imágenes, por supuesto, crean sentido. Recordemos, como hacía Georges Didi-Huberman en Cómo abrir los ojos una situación límite, la del activista checo Jan Palach, inmolándose a lo bonzo, en un acto de protesta contra la invasión soviética en 1968. En la última entrevista que dio Palach, cita como un ejemplo de libertad civil la libertad de información. Básicamente, dice que es preferible inmolarse que vivir desposeído del mundo, recortado de las indispensables “imágenes del mundo”. Como interpreta Didi-Huberman: “Refiriéndose al infierno del totalitarismo, se dirige al mundo diciendo, ‘¿No ven que estamos muriendo quemados, envueltos en llamas?’, y convierte este mismo dirigirse al mundo en una imagen a ser transmitida”.
En estos días en los que escuchamos hablar incesantemente de los males del populismo —con mayor o menor acierto— y ahora que no es necesario inmolarse literalmente para acceder a esas “imágenes del mundo”, ¿qué quedará de las imágenes de estas multitudes en nuestra memoria? ¿Qué quedará, en realidad, de todas las imágenes de este siglo?
Pero quiero volver a la memoria y a la representación. Circula por redes un montaje de la película Argentina 1985, preseleccionada ahora para competir en los Oscar, donde se simultanea al actor Ricardo Darín y al fiscal Julio Strassera a quien Darín interpreta, dando el discurso de cierre en el juicio a los genocidas durante la dictadura militar argentina entre 1976 y 1983. El montaje de las imágenes, en las que la palabra ocupa el relato central, emociona. Me dicen que gracias a la película la gente joven y no tan joven está conociendo el juicio a los responsables de las masivas violaciones de derechos humanos, justo ahora, en un momento en el que la ultraderecha alcanza representación política en Argentina.
Se me ocurre, ante tanta palabra, que quizás la alegría suponga que las imágenes también se puedan plantear como educación, como memoria explícita, como relato. Ante toda crisis de representación, quizás debamos fortalecer la memoria. Ante la ultraderecha, memoria. Ante el populismo, también. Y quizás así poder nombrar a las imágenes como orgullo, y la palabra como responsabilidad.


 

















[ARCHIVO DEL BLOG] Las lágrimas de Marianne. [Publicada el 16/1/2015]

 






À mes amies françaises, depuis 1963,
Georgette Crespin, Marie-Claude Bonté et Françoise Selosse, 
toujours à mon coeur 

Una semana después de los atentados terroristas en París a los redactores del semanario satírico Charlie Hebdo y un supermercado de comida judía en la Porte de Vincennes, saldados con veinte muertos, tres de ellos policías, e incluidos los tres terroristas abatidos por las fuerzas de seguridad, puede ser ya un buen momento para una recapitulación serena sobre lo sucedido y echar una mirada a lo que se ha dicho en España y algunos otros lugares sobre ello. 
En España los acontecimientos fueron seguidos con expectación, pero la respuesta ciudadana en apoyo de los ciudadanos franceses víctimas del terrorismo islamista no ha sido la que cabía esperar. ¿Por qué? No tiene una explicación racional si nos atenemos al hecho de que precisamente España es el país europeo más castigado por el terrorismo islamista, al menos en el número de víctimas. Resaltaba el hecho el escritor Luis Prados en un artículo en El País titulado "Todos somos Excalibur", en el que señalaba que las pequeñas concentraciones de residentes franceses en nuestro país o de la comunidad musulmana en Madrid o la iniciativa de un grupo de dibujantes en Galicía palidecían de vergüenza en comparación con las multitudes reunidas en Londres, Washington, Berlín y otras capitales. Resulta dramático, concluye su artículo, que parezca que los españoles estimen en tan poco su libertad que den más valor a la vida de un perro (Excalibur, el perro de la enfermera infectada de ébola, sacrificado por orden de las autoridades sanitarias) que a la de diecisiete víctimas del terrorismo. 
También el domingo pasado, en su crónica semanal en El País, la escritora Elvira Lindo escribía un corrosivo artículo titulado "¿Respeto o miedo?", reivindicando el derecho de humoristas y viñetistas a tomarse la religión y el poder a cachondeo sin tener que arriesgar sus vidas e invitándoles a tomar el relevo de los periodistas asesinados en la redacción de Charlie Hebdo sin tener que hacer repaso acerca de las posibles culpas de Occidente, como ha hecho ese impresentable personaje que es el actor español Willy Toledo o el (¿negacionista?, ¿conspiranóico?) profesor estadounidense, Paul Craig Roberts, del que hablo más adelante.
El viernes, 9 de enero, el escritor y periodista canadiense David Brooks, escribía en The New York Times, El País y otros diarios, un clarificador artículo, "Yo no soy Charlie Hebdo", en el que apuntaba que quizá era este un buen momento para adoptar posturas menos hipócritas hacia nuestras propias figuras provocadoras, que concluía con estas palabras: "Las sociedades sanas no silencian el discurso, pero conceden un estatus diferente a los distintos tipos de personas. A los eruditos sabios y considerados se les escucha con gran respeto. A los humoristas se les escucha con un semirrespeto desconcertado, A los racistas y a los antisemitas se los escucha a través de un filtro de oprobio y falta de respeto. La gente que desea ser escuchada con atención tiene que ganárselo mediante su conducta. La masacre de Charlie Hebdo debería ser una oportunidad para poner fin a las normas sobre el discurso. Y debería recordarnos que desde el punto de vista legal tenemos que ser tolerantes con las voces ofensivas, aunque seamos selectivos desde el punto de vista social".
Ese mismo día y de nuevo en El País, el premio nobel de literatura Mario Vargas Llosa publicaba un artículo con el mismo título que se se había convertido ya en el más fuerte alegato contra los terroristas de París: "Je suis Charlie Hebdo", que comenzaba diciendo: "Creo que lo que ha ocurrido en París en estos días es no sólo un hecho horrible que pone los pelos de punta por su crueldad y salvajismo sino también una escalada en lo que es el terror. Hasta ahora mataban personas, destruían instituciones, pero el asesinato de casi toda la redacción de Charlie Hebdo significa todavía algo más grave: querer que la cultura occidental, cuna de la libertad, de la democracia, de los derechos humanos, renuncie a ejercitar esos valores, que empiece a ejercitar la censura, poner límites a la libertad de expresión, establecer temas prohibidos, es decir, renunciar a uno de los principios más fundamentales de la cultura de la libertad: el derecho de crítica".
Y con la misma fecha la escritora y profesora neerlandesa de la Escuela Kennedy de la Universidad de Harvard, Ayaan Hirsi Ali, escribía para Global Viewpoint un artículo titulado "Cómo responder al atentado de París", que también reproducía El País, en el que decía: "Cuanto más conciliamos y nos autocensuramos más audaz se vuelve el enemigo [...] Después de la horrenda masacre del miércoles en el semanario satírico francés Charlie Hebdo, tal vez Occidente renuncie por fin a la abundante retórica inútil con la que intenta negar la relación entre la violencia y el islam radical. No fue el ataque de un pistolero perturbado que actuaba como un lobo solitario. No fue una agresión “no islámica” perpetrada por un puñado de matones: se pudo oír cómo los criminales gritaban que estaban vengando al profeta Mahoma. Tampoco fue una acción espontánea. Había sido planeada para causar el mayor daño posible durante una reunión del equipo, con armas automáticas y con un plan de huida. Fue diseñada para sembrar el terror, y en ese sentido, ha funcionado".
Un día antes, el profesor y filósofo español Manuel Cruz, en su blog Filósofo de guardia, escribía otro artículo sobre el atentado contra Charlie Hebdo: "Al enemigo ni agua (o los peligros del diálogo)", en el que señalaba: "El prestigio de las ideas, como tantas otras cosas en el mundo actual, es algo extremadamente volátil. La idea de diálogo, por ejemplo, hace tiempo que se encuentra en horas bajas. Son muchos los que, desde posiciones que en principio se diría muy alejadas, coinciden en desdeñarla, cuando no en criticarla abiertamente. En especial por la connotación blanda, humanistoide, buenista que suele ofrecer. Frente a ello, la actitud presuntamente firme, coherente, rotunda, goza de saludable imagen. [...] Quien es de veras radical es el que se atreve a medirse con el otro, lo que no deja de ser una forma de medirse con uno mismo. Dialogar es una forma de beneficiarse de lo mejor del otro, tanto como de enriquecerlo con nuestros aciertos".
Casi voy terminando con este repaso selectivo de los dicho sobre los atentados islamistas de París. El escritor y periodista español Ilya U. Topper escribía desde Estambul para el diario electrónico El Confidencial un durísimo alegato titulado "Respetando a los caníbales: Europa es cómplice del fundamentalismo islámico" en el que decía: "Europa ha fomentado de forma activa y continua, de forma criminal, las corrientes más extremistas del islam, financiadas desde Arabia Saudí, Qatar, Kuwait y sus vecinos gracias a la marea del petróleo [...] La izquierda probablemente desgastará sus últimos cartuchos de tinta en intentar convencerse a sí misma de que el islam de los saudíes es diferente, exótico, intocable, digno de todo respeto como cualquier rito de una lejana tribu caníbal. [...] Europa, sus gobiernos, sus pensadores, sus demagogos, -termina diciendo- son el aliado necesario para los dirigentes de la hegemonía islamista financiada con petrodólares cuyo objetivo es convertirse en dueños absolutos de esa sexta parte del globo habitada por musulmanes, o personas forzadas por ley a considerarse musulmanes. Dueños absolutistas, por encima de las críticas, las parodias, las sátiras y las consideraciones de derechos humanos. Esto nada tiene que ver con una islamización de Occidente. Europa no es víctima. Es cómplice".
Contrapunto a las opiniones anteriormente expresadas, el politólogo estadounidense Paul Craig Roberts, exsubsecretario del Tesoro bajo la presidencia de Ronald Reagan, se sumaba en su blog a la teoría conspiranóica tan del gusto de la televisión de Putin (que no ha desaprovechado la oportunidad de oro que se le ofrecía) atribuyendo la autoría intelectual de los atentados de París a indeterminados servicios secretos occidentales,  No hay prueba alguna de la misma y las evidencias dicen lo contrario, pero ¿qué importan las evidencias cuando contradicen nuestros deseos?
Marianne, la matrona símbolo de la República Francesa llora y honra a las víctimas de los atentados del 7, 8 y 9 de enero. Sus lágrimas nos estremecen, pero ¿y ahora, qué hacer?. Los gobiernos de la Unión Europea se han apresurado a anunciar medidas de control dentro y sobre las fronteras de la Unión en aras de la seguridad. Al lema de la República: Libertad, Igualdad y Fraternidad ¿pretenderán añadirle un cuarto:  Seguridad? Bien, pero no en detrimento de la Libertad. Decía Thomas Jefferson, padre de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América y tercer presidente del país, que quien sacrifica su libertad a su seguridad acabará más o menos tarde por perder ambas. 
No es casualidad, no puede serlo, que la libertad ocupe el primer lugar del lema del republicanismo, por delante de la igualdad y la fraternidad (solidaridad, diríamos ahora). También aquí podemos aducir la experiencia de la historia: libertad, igualdad y solidaridad están en un mismo plano, sí, pero tenemos que tener claro cual es la prioridad: no hay igualdad que valga sin libertad. Lo contrario es la igualdad del comunismo, de las experiencias totalitarias habidas, y quizá por haber. No hay igualdad posible sin libertad, pero conseguir la igualdad es sencillísimo, basta con suprimir las libertades... y todos esclavos. Ya lo han intentado varias veces en el pasado siglo, y funcionó. En todo caso, como ha dicho el primer ministro francés, Manuel Valls, no estamos en una guerra de religiones, sino en una guerra contra el terrorismo y el fanatismo.
Al final de su libro "La invención de los Derechos Humanos" (Tusquets, Barcelona, 2009), la historiadora y profesora estadounidense de la Universidad de California en Los Ángeles, Lynn Hunt, dice: "La violencia (¿terrorista?) dista mucho de ser excepcional o reciente; judíos, cristianos y musulmanes llevan mucho tiempo tratando de explicar porqué el Caín bíblico mató a su hermano Abel. A medida que han pasando los años desde las atrocidades nazis, estudios detenidos han mostrado como seres humanos corrientes, sin anormalidades psicológicas ni apasionadas convicciones políticas o religiosas podían ser inducidas en circunstancias apropiadas a cometer con sus propias manos lo que sabían que eran asesinatos en masa. Todos los torturadores de Argelia, Argentina y Abu Ghraib también empezaron siendo soldados corrientes. Los torturadores y los asesinos son como nosotros, y con frecuencia infligen dolor a personas que tienen delante. [...] El marco de los derechos humanos, con sus organismos internacionales, sus tribunales internacionales y sus convenciones internacionales, podría resultar exasperante dada la lentitud conque responde o la repetida incapacidad de alcanzar sus objetivos últimos; sin embargo -añade la profesora Hunt- no disponemos de ninguna estructura mejor para afrontar estos asuntos. Los tribunales y las organizaciones gubernamentales, por muy internacional que sea su ámbito, siempre se verán obstaculizadas por consideraciones geopolíticas. La historia de los derechos humanos demuestra que al final la mejor defensa de los derechos son los sentimientos, las convicciones y las acciones de multitudes de individuos que exigen respuestas acordes con su sentido interno para la indignación". 
Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt