martes, 20 de septiembre de 2022

Del fracaso de los proyectos comunista y fascista

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del fracaso de los dos grandes proyectos políticos del siglo XX, pues como dice en ella el historiador José Álvarez Junco, comunismo y fascismo terminaron de manera desastrosa, porque ambos generaron dictaduras y guerras que condujeron a indecibles sufrimientos para todos, empezando por sus propias sociedades. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








Gorbachov y los fracasos del siglo XX
JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO
17 SEPT 2022 - El País

La reciente muerte de Mijáil Gorbachov debería obligarnos a pensar. Porque no fue uno más de los personajes que ocuparon el poder durante la tormentosa historia rusa del último siglo, sino el impulsor y responsable de las reformas que, tras revelarse imposibles, acabaron llevando al derrumbamiento del comunismo. Y este, a su vez, había sido uno de los dos grandes proyectos políticos que el pasado siglo ofreció como alternativas a la democracia parlamentaria, en cuya difícil construcción y ampliación se esforzaban las sociedades más civilizadas y sensatas del mundo.
El segundo de esos grandiosos proyectos había sido el fascismo, que también nació y murió en el siglo XX. Ambos se propusieron sustituir la democracia, con sus reglas y sus límites al poder, por dictaduras redentoras que, según ellos, crearían de la noche a la mañana un “hombre nuevo” e inaugurarían la fase definitiva en la historia humana.
Los dos terminaron —otra importante coincidencia— en fracaso. Pero no en un fracaso cualquiera, sino en uno desastroso, acompañado, en ambos casos, por hechos sangrientos de enorme magnitud. Porque los dos, que aparecieron ante el mundo como enemigos feroces, se aliaron, contra todo pronóstico, cuando vieron la posibilidad de repartirse Polonia, y desataron así la II Guerra Mundial.
Gorbachov fue, y de ahí su importancia, el liquidador del primero de esos proyectos. El comunismo, nada menos que la culminación del viejo sueño igualitario, cuyo origen podría remontarse hasta Platón o los ensueños utópicos, y cuya expresión moderna era la socialdemocracia, de la que los revolucionarios se escindieron en su origen. Su idea nuclear era que la propiedad privada es la causa última de todos los conflictos políticos y sociales, y que la colectivización de los bienes era, por tanto, el paso obligado para iniciar la solución de nuestros problemas. Esta idea se apoyaba en estudios muy enjundiosos de mediados del XIX sobre la historia de la humanidad, explicada en términos de lucha de clases, con los intereses económicos como motor último de los enfrentamientos humanos. Todo aquel pasado conflictivo debía conducir a una última y definitiva revolución, que haría tomar el poder al proletariado, la clase absolutamente desposeída y sufriente —es decir, pura—, la cual organizaría un sistema económico colectivizado que, por primera vez, no generaría ningún nuevo grupo dominante u opresor. Por el contrario, haría nacer una comunidad cuyos miembros estarían integrados en su entorno social e impulsados por una actitud cooperativa y fraternal. Y la paz reinaría al fin para siempre en el mundo.
El “fascismo”, en cambio, o la familia de fenómenos políticos a los que se aplica ese nombre, era una deriva radical del nacionalismo, un fenómeno relativamente reciente, pues provenía de la época en que las revoluciones antiabsolutistas impugnaron los derechos soberanos de dinastías o monarquías imperiales y transfirieron la legitimidad política a la nación. El fascismo elevó esa nación a realidad esencial, eterna y sagrada, superior a cualquier otro valor moral. Y construyó su “hombre nuevo” sobre su integración absoluta y radical en esa idealizada comunidad nacional. El mandato ético derivado de este planteamiento no era precisamente la paz, sino más bien lo contrario: la predisposición a “morir por la patria” (traducido, el derecho y deber de matar en nombre de la patria) y el establecimiento de un orden jerárquico de naciones según su superioridad racial. Pero esto iba acompañado por otras muchas cosas: entrega al grupo, culto al líder, rechazo de un materialismo que se suponía producto de la modernidad o cohesión de todas las fuerzas sociales y culturales alrededor de la mística nacional, a cuyos valores supremos serviría una autoridad sin límites.
Incluso descritos de manera tan sucinta, se ve bien lo grandioso de ambos proyectos. Y una referencia, no menos breve, a su recorrido histórico explicará por qué es inevitable añadirles el calificativo de desastrosos. Porque ambos generaron dictaduras y guerras que condujeron a indecibles sufrimientos para todos, empezando por sus propias sociedades. El comunismo dio lugar a Stalin, con su reinado del terror —incluso sobre sus camaradas de partido—, sus purgas, su policía secreta, sus campos de concentración —donde murieron entre cinco y diez millones de personas, básicamente de hambre—, su participación en guerras que originaron otras docenas de millones de víctimas... Unas cifras paralelas a las atribuibles a Hitler, supremo dirigente del lado opuesto y paradigma habitual —con toda justicia— del mal absoluto.
Ninguno de estos dictadores, por cierto, fue un loco en quien recayera el poder debido a un incidente desafortunado, error que si se pudiera rectificar dejaría limpia la trayectoria de aquel proyecto político. No. Stalin, por ejemplo —o Mao, al que no se debe olvidar en esta lista de criminales masivos—, se limitó a desarrollar todo el esquema dictatorial, basado en el partido único, el ejército rojo y la policía secreta, diseñado, y comenzado a poner en marcha, sin el menor escrúpulo ético o político, por Lenin y Trotski.
Mientras no reconozcamos esto, mientras haya todavía hoy quien se sienta cómodo, e incluso orgulloso, ostentando en su solapa la insignia de “comunista” o “fascista”, estaremos poniendo trabas a un futuro político cuya única legitimidad sea la democrática. Todo aspirante actual al poder debería declarar, como primero de sus principios irrenunciables, que su proyecto se aleja radicalmente de aquellos dos fracasos criminales llamados comunismo y fascismo.
Pero su declaración debe ser clara: contra ambos a la vez y por igual. Porque es muy fácil presentarse sólo como enemigo de una de esas dos alternativas. Incluso es habitual denostarlos y sumarse a frentes anticomunistas o antifascistas. Pero es también típico ser sólo una de estas dos cosas. Lo cual puede muy bien ser un artilugio o disfraz para defender, o al menos no condenar con igual firmeza, la opción opuesta.
El fascismo tiene peor prensa, y hoy casi nadie se identifica abiertamente con él. Hay grupos, como Vox en España, que defienden posiciones muy cercanas a lo que llamamos fascismo, pero evitan el nombre. El comunismo, en cambio, ha sobrevivido con menor carga peyorativa. Se justifican muchas veces regímenes como el cubano, el coreano del Norte, el venezolano o el nicaragüense, elogiando incluso la “justicia social” que allí impera comparada con los países de su entorno, pero evitando llamarlos “dictaduras”, única etiqueta política que, en rigor, les corresponde. Más aún, hay quien se declara “comunista” y se integra en un Gobierno democrático —el español actual, por no salir de casa— sin ruborizarse ni escandalizar a quienes se sientan a su lado.
De ahí que la obra de Gorbachov haya sido tan importante. Y que su desaparición nos obligue a evocarle con respeto y agradecimiento.

















De la escasa valoración de los partidos políticos

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la nula valoración de sus partidos políticos por parte de los españoles. Y es que, como dice en ella el periodista Andrea Rizzi, los datos del último Eurobarómetro inciden en una situación que por el hecho de no ser novedosa no puede conducir a ser olvidada. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





¿Los partidos políticos peor valorados de la UE?: Los españoles
ANDREA RIZZI
17 SEPT 2022 - El País

Los ciudadanos de los distintos Estados miembros de la UE tienen por lo general un nivel de confianza bastante bajo en los partidos políticos de sus países, y las españolas son las formaciones que concitan el grado más ínfimo de todas, según el Eurobarómetro número 97 publicado este septiembre con datos recogidos en junio y julio. Solo un 8% de los encuestados tiende a confiar en ellos, frente a una media del 21% en el conjunto de la UE. Los resultados españoles, además de nefastos, son endémicos, y sus grupos políticos compiten habitualmente por el triste cetro de peor valorados por la ciudadanía a la que se dirigen con un puñado de otros países mediterráneos, como Grecia (9% de confianza en esta ola, prácticamente empate técnico en la cola), o del Este de Europa y de la región báltica. El que esta situación no sea una novedad no puede conducir a olvidarla.
Las causas son notorias. Abundantes casos de corrupción, episodios de transfuguismo, gran entrega al vicio de la descalificación recíproca, capacidad dialéctica por lo general de escaso vuelo, parlamentarios muy subyugados a la voluntad de las sedes centrales por la vía de un sistema electoral que favorece ese tipo de relación, débil capacidad de atracción de talentos en un entorno vitriólico y retribuido de forma más contenida que en otros países, entre otros factores. Tanto la confianza en el Gobierno como en el Parlamento españoles también son muy bajas (23% y 20%), inferiores a la media europea y situadas en el furgón de cola de la UE, aunque no en la última posición.
Cada ciudadano tendrá su idea de cuáles entre los factores de descrédito de los partidos son los más graves y, por supuesto, de a quién atribuir en mayor o menor medida las responsabilidades. Pero los datos del Eurobarómetro en este apartado, tan negativos y constantes desde hace mucho tiempo, y los de otros estudios en la misma línea —por ejemplo del Pew Center— convocan a una reflexión colectiva, sistémica.
Una clave de lectura que posiblemente tenga un peso relevante es el grado de disposición a interactuar entre ellos con altura de miras en el superior interés de la colectividad. Entre los países en los que los partidos cosechan un nivel de confianza superior a la media destacan muchos con un largo historial de políticas de búsqueda de compromiso, pragmatismo y coaliciones de amplio respiro, como Finlandia, Países Bajos, Austria o Alemania. Naturalmente, en la valoración de los partidos influyen muchos factores, algunos sistémicos, como la prosperidad general del país, pero es razonable pensar que una actitud constructiva, dialogante y respetuosa desempeñe un papel de peso.
Y es muy probable que lo haga también en la positiva valoración que cosechan las instituciones europeas. Un 49% tiende a confiar en la UE en general, y en el caso del Parlamento Europeo el índice llega al 52%. No siempre fue así. En la década pasada hubo periodos en los que los indicadores rondaban el 30%. Las crisis que sacuden el mundo evidencian cada vez más que, para los países miembros, la UE es la mejor plataforma desde donde afrontarlas. Pero si no hubiese habido respuestas eficaces construidas sobre actitudes cooperativas desde posiciones políticas de distinto signo difícilmente se habría producido esa considerable remontada.
La UE está construyendo castillos necesarios e impensables hasta hace poco —como la emisión de deuda común, o la acción comunitaria en materia de sanidad y energía— en una complejísima interacción entre capitales, instituciones y familias políticas. No hay por qué resignarse, pues. Se pueden hacer grandes cosas y remontar 20 puntos en la confianza ciudadana estando a la altura de las circunstancias. Lo mismo vale para los medios españoles, que con un 28% de confianza ciudadana andan también en el furgón de cola de la UE, 10 puntos por debajo de la media europea.




















domingo, 18 de septiembre de 2022

De las redes sociales

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la comparecencia en las redes sociales, porque como dice en ella el escritor Jordi Soler, hoy, perece quien no comparece en internet para manifestar una idea u ocurrencia, para presumir de las cosas que mejor apuntalen su careta, confeccionada a partir de aquello que exhibimos en las redes sociales. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






La máscara
JORDI SOLER
14 SEPT 2022 - El País

“Quien no parece, perece”. Esta sentencia de Quevedo podría ser un aviso para los habitantes del siglo XXI, a propósito de ese vasto instrumental que hoy tenemos a nuestra disposición para parecer lo que no somos.
Para no perecer hay que parecer, de acuerdo con la sentencia de Quevedo, aunque en nuestro tiempo, para parecer haya que recurrir a la máscara, que hoy es fundamentalmente electrónica.
Si ajustamos, respetuosamente, la sentencia del poeta a la partitura contemporánea y a la idea de la máscara electrónica, diríamos: quien no comparece, perece.
Comparecer es salir en la Red a manifestar una idea, a soltar una ocurrencia, a presumir de algo que se posee, estatus, un objeto, una situación envidiable en el espacio, las cosas que mejor apuntalen nuestra máscara, que está confeccionada a partir de aquello que exhibimos en Instagram, en Twitter, en Facebook o en TikTok, y que no se ajustan necesariamente a la realidad, no son propiamente el reflejo de lo que somos, sino de lo que quisiéramos ser o, para cerrar el círculo quevedesco: de lo que queremos parecer.
Cerrado el círculo, abramos otro, del mismo Quevedo, para ir redondeando la idea de esa máscara que exhibimos con total desparpajo, con este adagio que es una de sus migajas sentenciosas: “Tanto mal causa parecer malo como serlo”.
De tanto querer parecer, acabamos siendo, nos viene a decir el poeta y también sugiere que no es en absoluto baladí ese maquillaje que nos hacemos en la red social, esa máscara, porque tiene consecuencias en la vida tridimensional que no es, por cierto, ni tan interesante, ni tan colorida, ni tan feliz como aparece en las pantallas.
Para este diferencial entre lo que somos y lo que pretendemos ser, lo que parecemos cuando comparecemos en la Red, Quevedo nos ofrece, en su libro Providencia de Dios, otro correctivo: “No es grande la hormiga por estar sobre un monte”. Adecuemos a nuestro tema esta imagen, hilarante si se piensa en la tierna ingenuidad de la hormiga, en sus ínfulas: el monte es la red social y la hormiga, dicho esto de manera comedida, somos nosotros.
Cuando el ciudadano de este milenio se pregunta, en la orilla misma del precipicio, ¿me apunto a una red social?, ¿con cuál máscara comparezco?, ¿quién digo que soy?, lo mejor que puede hacer es masticar muy bien esta otra sentencia de Quevedo, la última antes de recurrir a otra fuente, para seguir hurgando en el asunto de esa máscara que últimamente nos define: “Nada se ha de mostrar menos que lo que se desea más”.
Los antiguos griegos tenían una palabra que nosotros tendríamos que adoptar como talismán, como salvavidas, quizá sería mejor decir. La palabra, que es en realidad una fórmula para vivir mejor la vida y, de paso, evitar la tentación de enmascararnos es diké. Hay que vivir orientados por la diké, es decir, conforme a nuestra propia naturaleza. La diké, que es parienta del Tao chino, te invita a ser quien eres con todas tus singularidades; de esta forma se vive más ordenadamente, de acuerdo con lo que se es, y no con la máscara que nos hace parecer lo que no somos.
Regresemos a hurgar en la Red, que es el sitio donde nuestro siglo se exacerba, donde tiene lugar ese flagrante baile de máscaras en el que se comparece pareciendo lo que no se es.
En Instagram la gente, normalmente, es lo que no es. Ahí todos comparecen en situaciones idílicas, son felices y hasta podría pensarse que basta ponerte ahí para que el destino te sonría. En Twitter, por poner otro ejemplo, la gente tampoco es lo que es: los usuarios son más listos, más bravos, más valientes y respondones: llevan máscara; son como no son en el mundo tridimensional.
Pero esto no es nada nuevo, los individuos de nuestra especie han tenido desde siempre la tentación de ser lo que no son, ya lo decía Albert Camus en sus geniales Carnets: “El hombre es el único animal que se opone a ser lo que es”. No es nada nuevo pero la escala y la perspectiva son radicalmente distintas: las redes sociales son ubicuas, omnipresentes, y nos orillan, porque de eso se trata, a comparecer enmascarados en la pantalla.
El fenómeno seguirá escalando con la inminente llegada del metaverso, donde tendremos un mundo completo, con sus objetos, sus aparatos y sus vestidos, sus amores y sus afectos en el que podremos ser lo que no somos las 24 horas del día.
Ser lo que no eres es mucho más complicado y fatigoso que ser lo que eres, ahí está la sabiduría de la diké, que nos invita a despojarnos de la máscara. Ser lo que no somos implica desconocernos y esto, además de despreciar a la estimable diké, va en contra del primer mandamiento de la filosofía, y de la buena vida en general, que es, como ustedes bien sabrán, conócete a ti mismo.




















sábado, 17 de septiembre de 2022

Del negacionismo frívolo

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del negacionismo esteticista y frívolo, porque como dice en ella la socióloga Cristina Monge, el reto del cambio climático es de tal calibre que necesitamos del mejor conocimiento disponible, y en ese sentido, bienvenidas sean las críticas si obligan a revisar cada conclusión, pero quienes las hagan deben ser conscientes de todas las evidencias acumuladas y huir de cualquier frivolidad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








Qué difícil es ser negacionista
CRISTINA MONGE
14 SEPT 2022 - El País

La lectura de la última columna de Fernando Savater, titulada Negacionistas, me llevó a pensar que hacen bien los intelectuales y analistas en cuestionar los consensos sociales y científicos. ¿Cuál, si no, es su razón de ser? Por mucho que en España en junio, julio y agosto las olas de calor se hayan extendido durante 42 días —siete veces más que el promedio calculado entre 1980 y 2010—, que la superficie quemada por incendios de sexta generación relacionados con el cambio climático superase ya a mediados de agosto la suma de la calcinada en los cuatro años anteriores juntos, o que la sequía esté desecando humedales, vaciando acuíferos, arruinando cosechas y dejando a poblaciones sin agua para beber siquiera, pese a todo ello, es importante pensar más allá de las evidencias y hacerlo con espíritu crítico.
La dificultad estriba en hacerlo con el rigor suficiente para que el conocimiento avance, dado que en la comunidad científica este es un debate prácticamente zanjado después de 50 años acumulando evidencias y discutiendo resultados. De lo contrario se corre el peligro de caer en la frivolidad. Algo de esto está pasando con algunos ilustres pensadores que, o bien por desconocimiento de la materia o por necesitar de eso que Bourdieu llamó la distinción, defienden una posición diferente a lo que el consenso científico avala, en especial en lo referente al cambio climático.
El primer problema que tienen hoy los negacionistas del cambio climático es encontrar autores de referencia y prestigio en quienes apoyar su argumentación. Como no abundan, a menudo tienen que recurrir a expertos con escasa o nula autoridad científica, a los que dibujan como los auténticos sabios independientes que se atreven a desvelar las verdades que nadie dice. Esto es lo que ha ocurrido, sin ir más lejos, con Steven E. Koonin, al que Savater alude como autoridad en la materia. Exdirector científico de la petrolera BP y colaborador de Obama —con escaso éxito si se observan las políticas del expresidente— , su último libro, Unsettled?, se ha convertido en referencia de trumpistas, a la par que ha sido ampliamente criticado por destacados científicos, que lo acusan de carecer del rigor necesario.
Otra de las dificultades de los negacionistas es articular su crítica con datos sin confundir conceptos básicos. Esto ocurre, por ejemplo, cuando se señala un momento pasado con temperaturas muy altas como supuesta prueba de que no existe un progresivo calentamiento. Que se diga, sin mostrar registro alguno, que en San Sebastián en 1947 un día llegaron a los 53 grados no significa nada. En primer lugar, porque los registros más altos de la Aemet para toda España muestran un récord de 47,6º el 14 de agosto de 2021 en La Rambla (Córdoba) y para San Sebastián de 39,7º en la estación de Igeldo y 42,7º en la de Hondarribia, ambos este verano. Y, en segundo lugar, porque, aunque un día se hubieran dado registros en Miraconcha de 53 grados, eso sería un episodio aislado sin más trascendencia.
Como toda disciplina, la ciencia del clima trabaja con conceptos precisos, como la diferencia entre “tiempo” y “clima”. Mientras que el “tiempo” hace referencia a las condiciones meteorológicas de un momento dado, el “clima” alude a su evolución temporal mediante la utilización de decenas de millones de datos estadísticos obtenidos desde hace décadas, procedentes de miles de centros de observación y seguimiento en continentes, mares, polos y atmósfera. Es esto último lo que está cambiando a marchas forzadas y con ello llegan toda una serie de efectos encadenados, como muestra el informe de un grupo de científicos encabezados por David I. Armstrong y recientemente publicado en Science (tras sus correspondientes revisiones por expertos de la disciplina), en el que se advierte de que estamos cerca de sobrepasar puntos de inflexión climática como el colapso de la capa de hielo en Groenlandia y la Antártida Occidental, la pérdida del permafrost, la muerte masiva de los corales tropicales y el colapso de las corrientes en el mar de Labrador.
No es fácil tampoco para los negacionistas ni los escépticos entender cómo hacer prospectiva con fenómenos complejos trabajando con escenarios y probabilidades. El estudio de lo ocurrido ha permitido a centenares de científicos constatar que el calentamiento global se está acelerando, con un incremento ya de 1,1º de media en el planeta, más de 2º en Europa y 1,7º en España. Cuando la ciencia del clima tiene que proyectar lo que puede pasar en el futuro, tiene que trabajar sobre rangos de incertidumbre; de ahí los escenarios. No obstante, los modelos que se elaboraron hace 40 y 50 años fueron considerablemente certeros, y en ocasiones incluso se quedaron cortos.
Tras años de estudio, la conclusión clara y contundente de alrededor del 97% de la comunidad científica —este consenso hoy rotundo no siempre fue así— es el reconocimiento “inequívoco”, en palabras del IPCC, de que la humanidad “ha calentado la atmósfera, el océano y la tierra”. Y añade, por vez primera, de forma tajante: “El cambio climático inducido por el hombre ya está afectando a muchos fenómenos meteorológicos y climáticos extremos en todas las regiones del mundo. La evidencia de los cambios observados en extremos como olas de calor, fuertes precipitaciones, sequías y ciclones tropicales, y, en particular, su atribución a la influencia humana se ha fortalecido desde el AR5 [el informe de 2013]”.
Las dificultades de los negacionistas crecen cuando se trata de considerar las repercusiones económicas, sociales y políticas del cambio climático, que también las hay. Como es sabido, además de por sentido común por informes de los más variados organismos internacionales, ONG e institutos de análisis económico, los países más pobres, que son los que menos han contribuido al cambio climático, son también quienes menos recursos tienen para hacerle frente y más dependientes son del medio natural, lo que les hace sufrir las consecuencias de forma más cruda. Pero incluso en el industrializado y confortable Occidente no tienen los mismos instrumentos para afrontar las temperaturas extremas quienes viven en casas con buenos aislamientos y pueden encender sin más preocupación el aire acondicionado o la calefacción que los cuatro millones y medio de personas que se calcula que viven en pobreza energética en España. ¿Qué hacer ante un fenómeno de esta magnitud? Se puede optar por dejar que el mercado resuelva, se puede elegir plantear políticas de decrecimiento o diseñar estrategias de transición justa. Se puede y se debe —¡ya urge!— debatir todas las opciones posibles, salvo una: decir que ya nos adaptaremos a lo que venga sin describir cómo evitar el desastre, la injusticia y el incremento de desigualdad que el cambio climático lleva aparejado. Hoy hay evidencia suficiente para constatar que ese fenómeno producido por el modelo de desarrollo vigente lo cambia todo, compromete las condiciones biofísicas en las que se desenvuelve la vida en el planeta y acarrea pobreza e injusticia, a la par que tensiona a las sociedades y pone en jaque algunos de los elementos básicos de las democracias liberales.
El reto que supone hacer frente al cambio climático es de tal magnitud que necesitamos de los mejores conocimientos disponibles de todas las disciplinas trabajando juntas. Bienvenidas sean las críticas y los cuestionamientos si obligan a considerar cada uno de los consensos, a matizar cada afirmación y a revisar cada conclusión con el objetivo de mejorar el conocimiento y su tratamiento. Ahora bien, necesitamos que quienes lo hagan sean conscientes de todas las evidencias ya acumuladas, a partir del mínimo conocimiento exigible, el máximo rigor y, sobre todo, huyendo de cualquier atisbo de frivolidad.