jueves, 20 de junio de 2024

De las insuficiencias de la memoria

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves, 20 de junio. El recuerdo prefiere lo heroico y lo ejemplar a lo confuso, a lo ambiguo, al horror sin motivo y al sufrimiento sin redención, afirma en la primera de las entradas de hoy el escritor y académico de la RAE Antonio Muñoz Molina sobre las insuficiencias de la memoria. En la segunda de ellas, un Archivo del blog de julio de 2017 el abogado José María Ruiz Soroa escribía sobre los profetas regresivos. La tercera reproduce hoy el Soneto VI, de los Cien Poemas de amor de Pablo Neruda. Y para terminar, en la cuarta, como siempre, las viñetas del día. Espero que todas ellas sean de su interés. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
 










No basta la memoria
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
15 JUN 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Una tarde desoladora de noviembre, me encontré visitando lo que había sido el gueto de Cracovia, con cielo bajo de llovizna y frío, con una luz como de documental en blanco y negro. En los escaparates de las agencias de viajes, carteles de colores veraniegos ofrecían tours en autobuses climatizados que incluían en programa doble la visita al campo de Auschwitz y unas sesiones de esquí en laderas cercanas. En lo que quedaba del cementerio judío, rudas lápidas verticales de piedra oscura se inclinaban entre la hierba y la maleza. Sobre algunas de ellas, o al pie, había piedras conmemorativas dejadas por visitantes. Al salir a la plaza a la que daba el cementerio me encontré con un grupo grande de turistas, con el aire entre juvenil y provecto de los jubilados americanos, y presté atención a lo que el guía les explicaba, subido a un banco de piedra, con grandes ademanes dramáticos. Pero no contaba la evacuación de los millares de cautivos judíos del gueto, camino del exterminio, arracimados en aquella misma plaza, en marzo de 1943. Estaba describiendo el rodaje de las escenas correspondientes en La lista de Schindler.
Hace unos días, en las ceremonias conmemorativas del desembarco en Normandía, entre dignatarios y veteranos, se ha visto también a Steven Spielberg, y junto a él a Tom Hanks, que si no participaron personalmente en aquella hazaña se han cubierto de gloria, y de dinero, representándola en una ficción tan espectacular y tramposa, como La lista de Schindler, y todavía más incrustada en esa zona crédula de la imaginación visual en la que el cine suplanta a la realidad y la supera en su efectismo, y hasta en su verosimilitud. En los telediarios españoles, las pobres imágenes reales del desembarco, apresuradas, desenfocadas, fragmentarias, se han intercalado sin ningún aviso, con las de Salvar al soldado Ryan, que son en color y mucho más fotogénicas.
Como el cine de Hollywood, la memoria institucional es selectiva, y prefiere lo heroico y lo ejemplar a lo confuso, a lo ambiguo, al horror sin motivo y al sufrimiento sin redención. En Normandía las banderas ondeaban al viento del mar y los dirigentes políticos lanzaban sus arengas delante de veteranos decrépitos en sillas de ruedas, y nunca faltaban las imágenes de los cementerios con pulcras extensiones geométricas de cruces blancas sobre el césped. El cine vuelve imprecisos a los muertos y la memoria elige a aquellos que considera dignos de rememoración. La contabilidad precisa es la tarea de la Historia. Es muy improbable que en los discursos del día 6 de junio se haya recordado a las decenas de millares de civiles que murieron en las semanas y meses después del desembarco, no por culpa de la conocida barbarie de los soldados alemanes, sino por los bombardeos masivos y en gran medida injustificados o simplemente erróneos de la aviación americana y británica sobre ciudades portuarias, como Le Havre y Caen, o sobre pueblos aislados sin ningún valor militar. Las personas salían a la calle para vitorear a los aviones que cruzaban el Canal y a continuación corrían para no morir bajo sus bombas. En un ensayo de la New York Review of Books, los historiadores Ed Vulliamy y Pascal Vannier calculan que entre junio y septiembre de 1944, en lo que se supone el avance glorioso de los aliados, murieron 18.000 civiles franceses bajo las bombas de sus libertadores. En Le Havre, la noche del 5 de septiembre, cayeron 9.790 toneladas de bombas. El 85% de los edificios quedaron destruidos. Murieron 5.781 civiles, pero solo nueve soldados alemanes.
Después de la guerra, todos los muertos fueron olvidados, y los supervivientes guardaron silencio, o no se les dio crédito cuando alzaron la voz. No era decente mostrar resentimiento hacia los aliados salvadores. Y la memoria no admite contabilidades desagradables ni zonas grises entre héroes y malvados, verdugos y víctimas. Al menos 420.000 civiles murieron durante los bombardeos indiscriminados de las ciudades alemanas hasta el final de la guerra en zonas que carecían por completo de valor militar, con el único objetivo de sembrar la destrucción y el terror. Y en las conmemoraciones de la “Gran Guerra Patria” en la Rusia de Putin no habrá nunca un recuerdo para los muchos millares de mujeres alemanas violadas durante el avance hacia Berlín de los soldados soviéticos.
En un país tan propenso como el nuestro a erigir memorias incompatibles entre sí, no nos vendría mal un poco de atención a la ecuanimidad de las cifras. Llevo un tiempo sombríamente sumergido en un libro a la vez apasionante e ingrato, Fuego cruzado, de Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío (Galaxia Gutenberg), un estudio sobre la violencia política en España en la primavera de 1936, entre la victoria en febrero del Frente Popular y el levantamiento del 17 de julio. En la memoria oficial de derechas, los desórdenes y los crímenes de esos meses convulsos fueron responsabilidad de una izquierda volcada a una inminente revolución comunista: la violencia de extrema derecha, y el golpe militar, habrían sido la respuesta legítima para restaurar el orden y evitar una dictadura soviética; en la memoria de la izquierda, la violencia fue una estrategia desestabilizadora de la derecha y la extrema derecha: la izquierda no habría tenido más remedio que defenderse contra las agresiones, y las organizaciones obreras respondieron al levantamiento militar y fascista con las armas en la mano, en defensa de la legalidad republicana.
Álvarez Tardío y Fernando del Rey han preferido dejar a un lado los testimonios memoriales elaborados al paso de los años, para centrarse en las fuentes primarias, en lo que sucedía en el momento, lo que contaban y ocultaban los periódicos, lo que proclamaban los dirigentes en los mítines y en escalofriantes sesiones parlamentarias; y sobre todo en los números, registrados en informes y archivos judiciales: cuántos atentados con armas de fuego, con navajas, con palos; cuántos asaltos a iglesias o sedes políticas; cuántos tiroteos entre pistoleros de un extremo u otro o entre miembros de sindicatos obreros rivales; en Madrid, en Barcelona, en capitales de provincia, en pueblos apartados, en cualquier lugar donde estallaba de golpe una violencia que se alimentaba a sí misma en espirales de venganza. Militares, monárquicos y ricachones oligarcas como Juan March conspiraban sin disimulo contra la República, pero los partidos y las organizaciones sindicales que hubieran debido defenderla la socavaban con irresponsabilidad y sectarismo, con una violencia verbal y física que no dio un día de tregua durante esos pocos meses. Entre el 17 de febrero y el 16 de junio se quemaron total o parcialmente 325 iglesias. Entre el 17 de febrero y el 17 de julio, hubo 484 muertos y 1.659 heridos graves en un total de 977 episodios de violencia política. Más de la mitad de esos incidentes fueron iniciados por militantes de izquierdas, pero el número de víctimas ocasionados por falangistas y similares fue algo superior: 541 heridos graves y 223 muertos en la izquierda; 381 heridos graves y 147 muertos en las derechas, a todos los cuales hay que añadir los 21 muertos y 91 heridos causados por las fuerzas del orden, y las víctimas colaterales o no identificadas. Un baño de sangre que ni los más exaltados imaginaban en qué espanto derivaría muy pronto: lo que podía, a pesar de todo, no haber sucedido, de no ser por el golpe militar y la ayuda de Mussolini y Hitler a los sublevados, y por la fría sed de castigo y revancha que mantuvieron los vencedores durante una postguerra más larga y más oscura que la postguerra europea. Quién podrá inventar una memoria edificante sobre aquella primavera. Antonio Muñoz Molina es escritor y académico de la Real Academia Española.
















[ARCHIVO DEL BLOG] Profetas regresivos. [Publicada el 05/07/2017]











Sánchez e Iglesias suponen una enmienda regresiva al proceso que se inició hace cuarenta años y que, tras un largo proceso de experiencia, decisión y reflexión, ha permitido perfilar cuáles son los problemas del sistema autonómico. Lo dice en un reciente artículo en El País el prestigioso abogado y ensayista José María Ruiz Soroa, autor del libro El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010), unos de los textos más clarificadores e interesantes que he leído recientemente sobre el concepto de democracia.
La coincidencia del desafío secesionista del nacionalismo catalán con la consolidación de nuevos líderes en la izquierda española ha propiciado el pronunciamiento de estos sobre las líneas que debería adoptar la ordenación de España como país, comienza diciendo. Cabe ya alguna apreciación sobre sus propuestas. Y aunque resulte sorprendente, puesto que ambos líderes se presentan como emblemas de la novedad, nos hallamos ante un caso duplicado de lo que Américo Castro calificó como mesianismo regresivo.
¿Regresión en qué? Pues en ese proceso que se inició hace 40 años y que, conflicto tras conflicto, tropezón tras tropezón, ha permitido tanto a la política práctica como a la doctrina académica perfilar los problemas de concepción y funcionamiento del Estado autonómico, de manera que hoy exista una posición común sobre cuáles son y cómo se deben abordar (y cómo no se debe hacer). Pues bien, Sánchez e Iglesias suponen una enmienda regresiva a la totalidad de este fondo común compartido de experiencia, decisión y reflexión a que el sistema había llegado. Y que no era tanto un fondo de substancias como de métodos.
Primera regresión, señala: en los ejes conceptuales del debate sobre el Estado autonómico y su mejora. En lugar de hablar de cuestiones concretas, mesurables, divisibles y negociables (competencias, financiación, órganos, relaciones interinstitucionales), se traen al escenario unos conceptos sociológicos vagos y esencialmente controvertidos, tales como nación, nación de naciones, plurinacionalidad, poder o cosoberanía (las palabras grandes y mágicas) y se intenta encontrar soluciones en su adecuada pronunciación, conjugación o invocación. Típica política de los chamanes, al tiempo que un adanismo que desprecia la historia y la experiencia. Porque no se trata tanto de discutir la corrección de las formulaciones librescas en torno a la idea de nación (a mí me encanta Capmany en el XVIII con su nación de naciones), sino de saber prevenidamente que ese es un camino estéril e improductivo en el campo normativo. La nación no es una realidad ontológica a la que quepa aplicar el criterio de verdadero/falso, sino un hecho social creado por y sostenido en una creencia compartida. Discutir de naciones es tratar con emociones, con creencias, con sentimientos, con historia: bonito para debatir pero altamente confuso como método para ordenar la realidad.
Admitan que España es plurinacional, cerriles derechistas conservadores, decía el mesías Iglesias en el Congreso, comenta. Y casi igual Sánchez en el suyo, aunque introduciendo la diferencia imposible entre las naciones políticas y las culturales. Admitido eso, la convivencia feliz de tinerfeños, ibicenses y demás mediopensionistas ibéricos estará garantizada. Uno diría que eso es algo que ya está reconocido en la Constitución, garantizado incluso. Y desarrollado en las leyes. Algo que la derecha se ha tragado hace mucho. No se ve cómo el proclamarlo enfáticamente una y otra vez mejoraría la gestión de los asuntos conflictivos. Entre otras cosas, porque el verdadero escollo reside en el hecho de que los nacionalistas periféricos se niegan a admitir que España sea una nación (plurinacional o no), pues para ellos es solo un Estado (algo que, por otro lado, es la tesis clásica de la izquierda española, véase Suresnes, a la que vuelven hoy nuestros profetas). De donde nace la ausencia de lealtad federal al conjunto, por un lado, y su empeño en construir desde el poder unas sociedades rígidamente mononacionales ayunas de pluralidad. Impartirles desde Madrid la buena nueva de que por fin son naciones (¡cómo si ellos no lo supiesen!) no cambia el problema básico que aqueja al sistema federal, la ausencia de Bundestreue [lealtad a la federación] y el que no se admita que Cataluña y País Vasco son igual de plurinacionales que España (más, dice Joseba Arregi).
Segunda vía de regresión, continúa diciendo: la cuestión territorial como casus belli contra los conservadores. Si las cosas van mal, si Cataluña se quiere ir, la culpa es de los separadores españoles, no de los separatistas catalanes. Y los separadores españoles son las derechas, para las que no pasa el tiempo: eran centralistas antes de Franco, con Franco y después de Franco. Con este simple pero eficaz planteamiento —Iglesias lo repitió hasta la náusea— matan varios pájaros de un tiro: excluimos a las derechas del juego político (la secular querencia española por la exclusión del adversario) y solucionamos el problema territorial.
Tercera grave regresión, añade: mientras invocamos entelequias metafísicas no hablamos de lo relevante. Parafraseando a Otto Bauer, hablan de la identidad pero en el fondo discuten de la propiedad. De cuánto rinde al bolsillo ser nación. Pero, claro, así enfocada sería una discusión incómoda. Ejemplo impar de camuflaje: el de Iglesias con su nuevo conejo ideológico, la fraternidad entre los españoles como valor fundacional del Estado. Tapar con poesía lírica las carencias lógicas de lo que se propone. Los valores clásicos de la igualdad y la solidaridad, gracias a siglos de experiencia y discurso, se habían concretado bastante: igualdad en esto, no en aquello, solidaridad pero hasta aquí, etcétera. La solidaridad es medible y divisible: basta definir el nivel de servicios públicos bienestaristas a que todos los españoles tienen igual derecho y aquellos en que las naciones pueden tenerlos mejores por razón de su mayor riqueza y su historia privilegiada. Vamos, concretar en euros per cápita lo que vale la nación foral, o la nación centralista, o la nación de naciones. Pues se acabó, adiós a los conceptos mesurables: Monedero definía: “Socialismo es amor”, Iglesias dice “España es fraternidad”. Mesiánico.
Regresión también en la calidad de la legislación, insiste: el maestro Manuel Aragón recordaba al hablar del tratamiento constitucional de las diversas lenguas españolas que el plano del derecho es el de la normatividad, no el de la descripción de lo que existe, es normal, propio o impropio de una sociedad concreta. Para eso están la sociología o la lingüística, el derecho está solo para establecer derechos y obligaciones respecto a la lengua, o respecto a las autoridades territoriales. Llenar la Constitución de definiciones es puro escolasticismo, aquel sistema medieval que creía que la ciencia consistía en definir bien al ente.
Por eso, precisamente por eso, es vacuo y regresivo el volver a invocar las grandes palabras, comenta. Porque no conduce a nada decir que Ruritania es una nación si no se precisa qué consecuencia tiene tal cosa. Salvo la de que, como decía Esquilo, las grandes palabras traen los grandes problemas. En cambio, decir en la ley que todos los ruritanos tienen igual derecho a la medicina, la enseñanza o la asistencia hasta el nivel x, es claro, sencillo, discutible y negociable. Como una Ley de la Claridad para evitar los choques de trenes. No sería poesía ni profecía. Ni populista. Pero sí mejor camino para reordenar la realidad. Y de eso se trataba, ¿no?, concluye diciendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












El poema de cada día. Hoy, Soneto VI, de Pablo Neruda (1904-1973)

 







SONETO VI

En los bosques, perdido, corté una rama oscura
y a los labios, sediento, levanté su susurro:
era tal vez la voz de la lluvia llorando,
una campana rota o un corazón cortado.
 
Algo que desde tan lejos me parecía
oculto gravemente, cubierto por la tierra,
un grito ensordecido por inmensos otoños,
por la entreabierta y húmeda tiniebla de las hojas.
 
Pero allí, despertando de los sueños del bosque,
la rama de avellano cantó bajo mi boca
y su errabundo olor trepó por mi criterio
 
como si me buscaran de pronto las raíces
que abandoné, la tierra perdida con mi infancia,
y me detuve herido por el aroma errante...

Pablo Neruda, 1904-1973













Las viñetas de hoy

 


























miércoles, 19 de junio de 2024

De la pulsión nacionalista

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, 19 de junio. Del ‘Make America Great Again’ de Trump al ‘Take Back Control’ de los euroescépticos ingleses, pasando por el agresivo irredentismo ruso, el independentismo catalán o el creciente rechazo de la inmigración en buena parte del mundo desarrollado, son malos tiempos para la lírica cosmopolita, dice en la primera de las entradas del blog de hoy el politólogo Manuel Arias Maldonado. En la segunda de ellas, un Archivo de junio de 2018, el filósofo Manuel Cruz, señala que aunque algunos recién llegados se resisten a aceptar que en este mundo todo pasa a gran velocidad, se han encontrado con que tienen que responder por lo que hacen y no por lo que habían dicho que soñaban hacer. En la tercera se reproduce el poema Nostalgia, del uruguayo Mario Benedetti, y para finalizar, como siempre, las viñetas de cada día. Espero que todas ellas sean de su interés. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
 











La pulsión nacionalista
MANUEL ARIAS MALDONADO
03 JUN 2024 - Ethic - harendt.blogspot.com

Que las pasiones nacionalistas sigan teniendo tal fuerza bien entrado el siglo XXI, transcurridos ya más de cien años desde aquel periodo de entreguerras que conoció la instauración de regímenes fascistas en suelo europeo y el agresivo desempeño de un imperialismo japonés de base nacionalista, no deja de causar la mayor de las perplejidades. ¿No se había jurado la humanidad mantener a raya sus inclinaciones etnicistas? Acaso no haya mejor ejemplo de esa aparente incongruencia histórica que el caso catalán: la región más rica de España protagonizó una revuelta contra el orden constitucional de un Estado democrático cuyo poder se encuentra descentralizado desde hace más de cuarenta años. Pero hay más: del Make America Great Again de Trump al Take Back Control de los euroescépticos ingleses, pasando por el agresivo irredentismo ruso, el auge del nacionalismo hindú o el creciente rechazo de la inmigración en buena parte del mundo desarrollado. Malos tiempos para la lírica cosmopolita.
No obstante, convendría distinguir entre las diferentes manifestaciones del fenómeno. De un lado, están los nacionalismos subestatales que exigen autonomía o el derecho a secesionarse. Tienen algo de anacronismo: la formación de las naciones europeas se produce en el periodo que va de la Revolución francesa al final de la Gran Guerra y los separatistas catalanes han tratado de reproducir esa lógica en el marco de una Unión Europea fundada contra los nacionalismos; lo mismo vale para Escocia o Quebec. Del otro, nos encontramos con el reforzamiento de la praxis nacionalista en Estados consolidados: lo hacen gobiernos autoritarios con un pasado imperial (Rusia, China), gobiernos democráticos liderados por partidos de orientación nacionalista (India, Italia, Gran Bretaña, Israel), o bien partidos y líderes políticos —generalmente de derecha— que actúan dentro de las democracias existentes (de Trump a Wilders, pasando por Alternativa por Alemania o Vox). En estos casos, se exalta la nación que sirve de base al Estado; a veces, sufren por ello las minorías que forman parte de él.
Pero ¿por qué sorprenderse? Si bien se mira, el nacionalismo se caracteriza por su continuidad histórica; en lugar de dibujar una trayectoria decreciente acorde con la capacidad de aprendizaje de las sociedades humanas, el nacionalismo mantiene en ellas una presencia constante que exhibe distintas formas según las circunstancias. La casuística es variada: mientras que la Alemania democrática que surge después de la derrota del nazismo se abstiene de manifestar pasiones nacionales e incluso mantiene una relación pudorosa con su bandera, sin que a su vez ello haya generado vocaciones separatistas en ninguno de sus Länder, el debilitamiento del sentimiento nacional en la España posfranquista sí ha venido acompañado del reforzamiento de los nacionalismos interiores. Tampoco debe olvidarse, en fin, que los afectos nacionales poseen su ambigüedad: cuando los jóvenes norteamericanos iban a morir a Europa y el Pacífico, el patriotismo jugaba un papel determinante como motivador del sacrificio; al mismo tiempo, sin embargo, el Gobierno estadounidense recluía a sus ciudadanos de origen japonés en campos de internamiento. Y, como dijo el filósofo norteamericano Richard Rorty adoptando un punto de vista progresista, quizá un país no pueda prosperar si sus ciudadanos no lo aman.
Precisamente, como ha señalado John Kane, el nacionalismo es un objeto de análisis incómodo porque se refiere a las pasiones antes que a las razones; no sabemos bien qué hacer con eso. De hecho, cualquier discusión con un nacionalista está condenada a desembocar en el callejón sin salida del apego sentimental. El problema es que, como la historia nos ha enseñado, el amor a la nación puede adoptar una forma agresiva e incluso violenta. Igual que existe en casi todas partes ese «nacionalismo banal» del que habla Michael Billig, expresado en símbolos y prácticas que nos parecen naturales por habernos socializado con ellas, hay un nacionalismo empeñado en aplicar políticas adoctrinadoras que a menudo transmiten a sus receptores una malsana combinación de victimismo y supremacismo.
Parece así razonable distinguir entre dos tipos ideales de nación —nación cívica y nación étnica— a fin de orientarnos en el confuso panorama que nos presentan las sociedades modernas. La nación cívica o política está asentada sobre los derechos y las libertades constitucionales otorgados por el Estado; su base sentimental ocupa, en principio, un papel secundario. En cambio, la nación étnica o cultural se organiza alrededor de una identidad cultural a la que sus miembros se adhieren afectivamente. A grandes rasgos, es una distinción plausible. Pero no se trata de una oposición excluyente, sino de un continuo que admite gradaciones y solapamientos. Y es que ningún Estado se ha legitimado a sí mismo todavía apelando únicamente a la fría racionalidad de los habitantes de un territorio; el fundamento nacional del Estado remite a un imaginario colectivo —con frecuencia objeto de disputa— que se manifiesta en relatos con fuerza vinculante. De ahí no puede deducirse, sin embargo, que todos seamos nacionalistas por igual o que todas las naciones sean iguales. Porque un Estado liberal respetuoso del pluralismo y de la libertad del individuo para conformar su identidad será preferible a uno que se dedique a socializar a sus ciudadanos en una identidad de carácter excluyente o se muestre agresivo con sus vecinos.
Sigue en pie la pregunta sobre la vigencia del nacionalismo más agresivo: ¿cómo es que continúa ensombreciendo el destino de las sociedades humanas? Quizá no sea tan difícil de responder. No en vano, nos socializamos en entornos particulares y —por más que nacer en un sitio u otro sea la mayor de las contingencias— otorgamos un valor emocional superior a aquello que nos es más familiar o cercano. Nuestra constitución psicobiológica refuerza esa disposición: la evolución natural os ha preparado para buscar la cohesión del grupo del que formamos parte. Aquí está la clave del vigor nacionalista: las pasiones de la pertenencia están latentes en todo momento, a la espera de que un agente político trate de activarlas y movilizarlas. Podrá hacerlo de manera benigna, por ejemplo llamando a la reconstrucción de un país tras una guerra; o todo lo contrario. Y aunque habrá ciudadanos de orientación cosmopolita indiferentes a esas apelaciones, la verdad es que los cosmopolitas no abundan. Así que cuidado: tal vez haya que celebrar que el nacionalismo de corte etnicista no juegue un papel aún más determinante en la vida de nuestras sociedades. Podría ser peor. Y nadie puede descartar que un día no llegue a serlo. Manuel Arias Maldonado es politólogo.














[ARCHIVO DEL BLOG] Adanismo. [Publicada el 13/06/2018]











Adán se nos va haciendo mayor, escribe en El País el profesor Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Nada es nuevo de manera indefinida, señala, y aunque algunos recién llegados se resisten a aceptar que en este mundo todo pasa a gran velocidad, se han encontrado con que tienen que responder por lo que hacen y no por lo que habían dicho que soñaban hacer. Por chocante que les pueda parecer a los más jóvenes, comienza diciendo Manuel Cruz, a quienes pasamos la mayor parte de nuestra vida en el siglo XX se nos hace cuesta arriba todavía denominarlo “el siglo pasado”. Una parte de la resistencia tiene que ver, claro está, con la costumbre: para nosotros “el siglo pasado” fue durante demasiados años el siglo XIX y utilizar ahora la misma expresión para designar al siguiente nos resulta tan extraño como aceptar el cambio de nombre de una calle a la que siempre llamamos de diferente forma. Pero tal vez otra parte de la resistencia tenga que ver precisamente con la condición de pasado —esto es, superado o abandonado— que le atribuimos a cada uno de esos siglos.
Considerar como pasado al siglo XIX nunca nos costó gran cosa, además de por la distancia temporal, porque determinados acontecimientos históricos (una revolución, la soviética, llamada a cambiar la faz del planeta, dos guerras mundiales, la descolonización...) permitían visualizar claramente un antes y un después, cumplían la función de dibujar una nítida y rotunda frontera cualitativa, nos hacían sentir, en fin, por completo ajenos a quienes vivieron antes de esos traumas históricos.
El siglo XX se aleja imparable, es cierto. Como también es cierto que, tras la caída del Muro, se han ido produciendo acontecimientos de suficiente impacto histórico (terrorismo global, crisis económica...) como para autorizarnos a pensar que hemos inaugurado un tiempo nuevo. Pero ello no parece resultar suficiente. Y el hecho es que, una y otra vez, seguimos recurriendo a categorías, discursos e incluso acontecimientos del siglo XX para entender lo que nos va pasando. La referencia permanente a Hitler para descalificar al adversario político podría ser un ejemplo, mínimo pero significativo, de esta persistencia del pasado en el imaginario colectivo actual.
Nos estaríamos resistiendo entonces a tipificar como “pasado” al siglo XX porque consideraríamos que sigue muy presente, porque entenderíamos que el grueso de cosas que ocurren en nuestros días tuvieron su diseño originario en dicha centuria. O, formulando esto mismo apenas con otras palabras, que al siglo XX no se le podría aplicar todavía aquello de que “lo pasado, pasado”, sino más bien al contrario.
Lo cual en modo alguno pretende negarle toda especificidad al presente que ahora estamos viviendo, o reducirlo a mero epígono de los momentos históricos fuertes que quedaron atrás. Deslizarse hacia esta actitud probablemente significaría recaer en una variante, más o menos actualizada, del rancio “cualquier tiempo pasado fue mejor”, solo que reformulado en términos de “cualquier tiempo pasado fue más intenso”. Pero si hay un debate tan caduco como estéril es el que se empeña en plantear el devenir de la historia en términos de rotunda contraposición entre lo viejo y lo nuevo, los antiguos y los modernos, los parmenídeos y los heraclitianos o, en fin, entre los partidarios del nihil novum sub sole y los convencidos de que no hay forma humana de bañarse dos veces en el mismo río (porque a la segunda ya son otras sus aguas).
Probablemente la incesante recaída en estas inútiles disyuntivas tenga que ver con un planteamiento simplista de las cosas, que rehúye no solo atender a su real complejidad sino también, y más importante, introducir el más mínimo matiz. Al respecto, valdrá la pena señalar al menos un par de ellos. Por un lado, habría que recordar a los más reticentes ante cualquier novedad que conviene no confundir el acierto en los anuncios o la correcta lectura de los indicios de lo por venir con el hecho de que todo esté ya contenido in nuce en lo precedente. Quienes hace unas décadas anticiparon buena parte de lo que hoy sucede no acertaron porque detectaran aquellos elementos eternos, inmutables, que atraviesan la historia, sino porque reconocieron, de entre las contingencias posibles en aquel momento, las que tenían mayor recorrido. Otras contingencias posibles (¿alguien se acuerda de las profecías sesenteras de que en un futuro próximo viviríamos una existencia regalada en medio de una sociedad de ocio?) nunca tuvieron lugar por la misma razón por la que hubo las que sí se materializaron: como resultado de la acción humana y no de ninguna metafísica histórica.
Pero, por sorprendente que pueda parecer, en parecida metafísica histórica incurren también quienes, desde una perspectiva aparentemente opuesta, dan por descontado que su condición adánica, su ausencia de pasado, les pone a salvo de cualquier reproche, como si con ellos hubiera empezado todo y el hecho mismo de ser los presuntos portadores de la novedad les garantizara no estar contaminados de ningún mal pretérito. Pero valdrá la pena recordar que la potencia de lo nuevo se acredita precisamente por su capacidad de llegar a viejo.
Nuestros adanistas tienen, desde luego, esa pretensión. Pero para que ella se materialice hace falta que cumplan algunos requisitos, los mismos que cumplieron aquellos planteamientos antiguos cuya onda expansiva ha llegado hasta nuestros días. Requisitos que se podrían sustanciar en uno solo: entender radicalmente su presente, esto es, tanto lo que hay en cada momento como las posibilidades de todo tipo que alberga. No basta con declarar algo, por lo demás tan viejuno, como “hemos venido para quedarnos” para merecer esa permanencia.
Y tal vez una de las lecciones más relevantes que cabe extraer del presente que estamos viviendo es la de que no se puede ser Adán eternamente, por la misma razón que, por definición, nada es nuevo de manera indefinida. Algunos recién llegados parecen resistirse a aceptar que en el vertiginoso mundo en el que vivimos todo pasa a gran velocidad y, por tanto, también el pasado crece, como una joroba en la espalda, incluso para quienes creían carecer de él cuando empezaron y bien pronto se han encontrado con que tienen que responder por lo que hacen y no por lo que habían dicho que soñaban hacer.
No deja de sorprender el estupor de aquellos que nunca contemplaron la posibilidad de que el mismo viento que, cuando soplaba a su favor, los trajo hasta aquí, pudiera terminar arrumbándolos. A fin de cuentas, tampoco era tan difícil de imaginar que esto podía acabar sucediendo, sobre todo si miramos a nuestro alrededor y vemos que nada ni nadie se queda para siempre. También ellos lo podían haber pensado, aunque solo fuera porque se trata de una cuestión de la que suelen hablar mucho: ya no hay indefinidos, ahora somos todos precarios. Es cierto, pero, añadamos, absolutamente en todos los ámbitos. No lo duden: un filósofo le llamaría a esto el imperio de la contingencia. Es el signo de nuestro tiempo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














El poema de cada día. Hoy, con Nostalgia, de Mario Benedetti (1920-2009)

 








Nostalgia

¿De qué se nutre la nostalgia?
Uno evoca dulzuras
cielos atormentados
tormentas celestiales
escándalos sin ruido
paciencias estiradas
árboles en el viento
oprobios prescindibles
bellezas del mercado
cánticos y alborotos
lloviznas como pena
escopetas de sueño
perdones bien ganados
pero con esos mínimos
no se arma la nostalgia
son meros simulacros
la válida la única
nostalgia es de tu piel.

 Mario Benedetti, 1920-2009













Las viñetas de hoy

 

























martes, 18 de junio de 2024

De la tradición revolucionaria

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes, 18 de junio. En la primera de las entradas del blog de hoy martes, el historiador Iván Garzón reseña en Revista de Libros dos libros de actualidad sobre la tradición revolucionaria; la segunda, el Archivo de hoy, de estas mismas fecha de 2018, va de la docilidad con la que los humanos nos hemos adaptado para dar como buenas las noticias falsas que inundan nuestras publicaciones día sí, día también; la tercera, por su parte,  reproduce el poema titulado Recuerda, de la poetisa inglesa de la segunda mitad del siglo XIX, Christina Rossetti; y para terminar, como siempre, las viñetas del día. Espero que todas ellas sean de su interés. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
 













La tradición revolucionaria
IVAN GARZÓN
05 JUN 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña de los libros Revolución. Una historia intelectual, de Enzo Traverso (Akal, 2022) y  Los pasados de la revolución. Los múltiples caminos de la memoria revolucionaria, de Edgar Straehle (Akal, 2023).
Se podría especular que cuando Carl Schmitt señaló que todos los conceptos políticos son polémicos estaba pensando específicamente en el de «revolución», pues pocos conceptos en la ciencia política y en la historiografía concentran tal nivel de polaridad cognitiva y emocional, pocos significan por sí mismos y por sus reminiscencias una épica o una tragedia a la vez, pocos son usados y abusados de modo tan prolífico como impune.
Por eso, la reciente aparición de dos monumentales obras que explican, recrean y analizan su historia, intelectual en un caso y cultural en el otro, es pertinente y diría que hasta imprescindible en un tiempo de revueltas por doquier. Dos historiadores, uno veterano italiano y otro joven español asumieron la ardua labor de desentrañar los múltiples usos y significados del concepto de «revolución» a partir de su tradición gráfica y escrita, es decir, a partir de su experiencia imaginada, sufrida y derrotada, es decir, vivida, pues de eso se trata la historia cultural. Conceptualmente, ambos parten de la tradición marxista según la cual la revolución es una interrupción repentina y casi siempre violenta del continuo histórico, una ruptura del orden social y político que, cual bisagra, titubea entre «rescatar el pasado o inventar el futuro» y proponen una conversación crítica con el autor de El Capital.
En Revolución. Una historia intelectual, Enzo Traverso traza un perfil desde «el poder emocional de las revoluciones» entendidas como «acontecimientos esencialmente sociales y políticos en los cuales el afecto está siempre entrelazado con otros elementos constitutivos» (p. 37). Ante este universo de afectos, el observador social debe situarse en una suerte de punto medio, toda vez que «pasar por alto la carga tormentosa y febril de las revoluciones es simplemente malentenderlas, pero, al mismo tiempo, reducirlas a estallidos de pasiones y odios sería igualmente engañoso» (p. 36). Su metodología se despliega a partir del concepto de «imagen dialéctica», la cual aprehende al mismo tiempo una fuente histórica y su interpretación (p. 49), lo que le sirve para rastrear las huellas de las ideas y las pasiones a partir de 98 ilustraciones históricas que revelan por sí mismas la insondable variedad de representaciones revolucionarias.
Traverso explica que, aunque la palabra «revolución» era utilizada en la astronomía para designar una rotación que significaba el restablecimiento de instituciones estables luego de un período de turbulencias, solo después de 1789 adopta en todas las lenguas su significación moderna de cambio o transformación radical. Y luego, en el siglo XIX, será Karl Marx quien apuntalará su comprensión intuitiva como locomotora de la historia, que se popularizará hasta nuestros días.
En Los pasados de la revolución. Los múltiples caminos de la memoria revolucionaria, Edgar Straehle reivindica la revolución como fenómeno político y social, pero advierte que no hay que concebirla como si fuera «un todo intocable o igualmente defendible en todos sus aspectos. Al revés. Se la puede reivindicar de una manera crítica y selectiva, reconociendo sus méritos, logros y causas legítimas al mismo tiempo que admitiendo y siendo plenamente consciente de los errores, así como de las injusticias o crímenes que se deberían evitar en el futuro» (p. 492). Así, al igual que Traverso, el aporte del historiador catalán no solo consiste en su capacidad recopilatoria sino en su mirada con matices. Por eso propone una mirada crítica y selectiva en la cual se pueda «separar la historia del mito, distinguir lo simbólico de lo real, y saber diferenciar el “pasado pasado” del “pasado potencialmente presente y futuro”» (p. 492). La hipótesis principal de su trabajo es que toda revolución está atravesada de múltiples maneras por una rica y profunda relación con el pasado (p. 22).
Como se ve, ambos textos problematizan la relación de un hecho o proceso histórico con el pasado y sus emociones. Y en efecto, al escribir sobre la historia y la memoria de la revolución es inevitable intentar explicar la carga emocional que el concepto trae consigo en una época posutópica. Así, mientras Traverso ya había explorado este tema en su libro Melancolía de izquierda, planteando que este sector ideológico había recibido una herencia marcada por las derrotas y los fracasos de los proyectos insurgentes de los dos últimos siglos, Straehle, por su parte, sentencia que «buena parte de la nostalgia revolucionaria no lo es tanto por hechos concretos como por la sensación de que entonces se podía transformar la historia y encaminarla hacia un futuro otro» (p. 48). Esta dimensión de la revolución como proceso de cambio social es la que ambos libros reivindican.
Ambos, por lo demás, tejen sus argumentos al tiempo que narran con erudición los pasajes de la historia cultural revolucionaria, pues a fin de cuentas las revoluciones modernas han dejado un legado tan vasto en lo artístico y teórico como en lo político y lo social. Eso explica que Traverso y Straehle repasen con versatilidad los libros de Marx, Lenin, Trotski, Tocqueville, Hegel, Voltaire, Jefferson, Benjamin, Gramsci, Bloch, Lefebvre y Arendt, así como las pinturas de Rivera, Meissonier, Testard, Picasso, Chagall y Strakhov, además de los panfletos, fotografías, retratos, carteles y demás vestigios de la riqueza simbólica legada por estos acontecimientos fundadores del mundo que conocemos y cuya iconografía habla tanto del pasado como del presente y de los posibles futuros. En este sentido, ambos trabajos estudian las revoluciones no como reliquias de un pasado de horrores, sino como experiencias colectivas que imaginaron un futuro utópico y tuvieron sinuosos devenires.
Los dos libros recorren con solvencia los tres últimos siglos de historia intelectual en Occidente para recrear, documentar, y analizar, pero sobre todo para tratar de explicar las múltiples expresiones de la tradición revolucionaria, una expresión que, solo al asomarnos a su historia y a sus memorias, entendemos porqué no es un oxímoron. De hecho, tiene total sentido si se consulta su procedencia etimológica: del latín revolutio y revolvere que significa retornar a los orígenes. Mientras Straehle pone su foco en el carácter plural, heterodoxo, dinámico, contradictorio y pragmático de la memoria revolucionaria, Traverso hace hincapié en cómo el concepto de revolución ha gravitado sobre la historia europea y americana en los tres últimos siglos y cuyo legado se puede rastrear en las «figuras del pensamiento» anidadas en nuestra historia cultural.
En ambos autores se echa de menos una lectura detenida del modo en que las revoluciones iberoamericanas (salvo la haitiana) contribuyeron a enriquecer la tradición revolucionaria occidental. Aunque es innegable el repertorio insurreccional que histórica y conceptualmente aportaron las revueltas francesas posteriores a la gran revolución de 1789 (esto es, las de 1830, 1848 y 1871), solo una mirada eurocéntrica (que el mismo Straehle cuestiona) podría considerar que estas tres insurrecciones fallidas superan en trascendencia histórica lo que ocurrió en las nacientes repúblicas iberoamericanas desde el año 1810. En esta perspectiva, y aun a pesar de su anticipación cronológica, es imposible no ver en el estudio marginal de la revolución haitiana en ambos textos una ratificación de la pertinencia de los estudios poscoloniales como una suerte de ajuste de cuentas con pasados soslayados.
El libro de Traverso tiene además una omisión atronadora: la del papel de la violencia en los procesos revolucionarios. Aunque es comprensible su explicación metodológica ―que la haría inabarcable―, no se puede dejar de advertir que omitir el papel de la violencia en las revoluciones modernas, especialmente en la francesa y la rusa, que son en las que se detiene el profesor de la Universidad de Cornell, supone silenciar, ni más ni menos, el aspecto que más opaca el legado revolucionario y que hoy en día suscita tanta polarización en el debate público sobre acontecimientos del pasado. Esta omisión parece aún más incomprensible si se tiene en cuenta que cuando Traverso historiza el comunismo señala que, si bien la Revolución de Octubre es la matriz común de todas sus expresiones, en el siglo XX hay cuatro formas en que el papel de la violencia puede ser comprendido y evaluado: como revolución, como régimen, como anticolonialismo y como variante de la socialdemocracia. Dicho de otro modo, el historiador italiano defiende no reducir el comunismo a sus purgas y gulags. Tal aclaración se agradece, más aún ahora que el anticomunismo ha devenido en memes y caricaturas en redes sociales y arengas políticas. Pero justamente esta claridad deja abierta la pregunta de si en la historia conceptual de la revolución la violencia fue paja o viga. Este fue, precisamente, el problema que Hannah Arendt formuló en los años sesenta sobre la revolución francesa y americana y que a día de hoy sigue siendo crucial a la hora de evaluar cualquier empresa insurreccional, esto es: el carácter necesario o instrumental de la violencia como fundadora de un nuevo orden político, así como sus límites y consecuencias. O dicho de otro modo, si es justo que las revoluciones modernas sean vistas como estallidos de tribus enardecidas y sedientas de sangre a las que sobreviene el dominio de un déspota.
En cualquier caso, ambos libros constituyen un lúcido elogio de la tradición revolucionaria, puesto que, desde una postura que se insinúa socialdemócrata o de izquierda crítica, encuentran en el legado revolucionario no solo las claves para comprender los avances y retrocesos del mundo contemporáneo, sino también para revitalizar esa «memoria de la acción» que, según Strahle, el concepto trae consigo. Los dos le hacen un guiño a los nuevos movimientos progresistas, hijos millenials del Mayo francés de 1968, para que tomen del amplio repertorio revolucionario las herramientas necesarias para dotar a su épica transformadora de una memoria de victorias y derrotas que les ayuden a perfilar su identidad, pero sobre todo para aprender del pasado, para hacerle el duelo al fracaso revolucionario y superar el talante victimista.
Se trata, en fin, de dos elogios acompañados de críticas, como lo son los elogios honestos. Y ciertamente, el aspecto más notable de ambos textos es el descriptivo, lo que hace que se lean como dos eruditas narraciones que se detienen pacientemente en pasajes revolucionarios o memoriales que están documentados por innumerables fuentes. Ambos libros sirven como constancia de que las disputas por la historia y la memoria no pueden ser tema de conversación ciudadana solo cuando lo ponen sobre la mesa las campañas electorales o las sesiones del Congreso de los Diputados.
Por lo tanto, en este tiempo político desprovisto de perspectiva histórica y excedido de memoria blandida partisanamente a punta de lugares comunes, ambos libros ofrecen una notable documentación, pero también una lección paradójica: que la tradición revolucionaria no es homogénea ni monolítica, ni puede reducirse a las consignas propagandísticas de quienes la romantizan o la demonizan, y que ha revisitado las ruinas del pasado tanto como ha imaginado las utopías futuras de liberación e igualdad. Iván Garzón Vallejo es profesor de la Universidad Autónoma de Chile.