viernes, 19 de enero de 2024

Del muro de la religión

 







Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz viernes. La percepción del conflicto entre Israel y Palestina desde la lente de la identidad religiosa limita las vías de reconciliación, escribe en El País la politóloga Eva Borreguero, y remontarse al Antiguo Testamento o al siglo VII solo alimenta la islamofobia y el antijudaísmo. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com












El muro de la religión
EVA BORREGUERO
15 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Cuántos muertos deberán caer antes de que se agote el dolor, la cólera y la ira que une a israelíes y palestinos. Cuánto tiempo pasará antes de que dejen de vivir de espaldas y se miren en reconocimiento mutuo. En el corazón de la pugna por la tierra, crepita el ascua de la religión que anima la identidad de implicados y movilizados, concepciones de una idea de justicia y sufrimiento que se refractan en la visión del mundo. De ello da fe la reacción de la calle árabe a la demoledora respuesta de Israel por la bárbara masacre de Hamás. A lo largo y ancho de Oriente Próximo se han sucedido protestas en solidaridad con la causa palestina, justa empatía ante la devastación de Gaza, si bien el clamor y la indignación de los manifestantes ofrecen un claro contraste con la indiferencia o escasa movilización ante otros sucesos igualmente graves perpetrados por gobiernos de países musulmanes. Algunos ejemplos: la guerra civil en Yemen que ha causado cerca de 400.000 muertos o la deportación de 1,7 de refugiados afganos decretada por las autoridades paquistaníes, a pesar de que muchos de ellos padecerán a su regreso la persecución de los talibanes. Suceso que está teniendo lugar en estos momentos ante la indiferencia de los medios de comunicación.
La percepción del conflicto desde la lente de la identidad religiosa, por otro lado, difícilmente eludible, limita las posibilidades de buscar vías de reconciliación, generando dinámicas de exclusión y rivalidad. Por eso están de más los gestos que incidan en la dimensión sacrosanta, como las del primer ministro israelí, Bibi Netanyahu, en sintonía con sus socios de la extrema derecha integrista en el Gobierno, apelando a la lógica de las escrituras sagradas para justificar la réplica a Hamás. Cualquier reivindicación que remita a promesas bíblicas para ejercer un dominio unilateral sobre la Tierra Santa avivará la discordia.
Por su parte, la izquierda musulmana debería significarse frente al anti-judaísmo inveterado que permea las sociedades islámicas y que reverberó en las concentraciones de protesta en contra de Israel al grito de ¡Jáibar, Jáibar!, referencia al oasis histórico de la península arábiga donde en el año 628 las fuerzas del islam exterminaron a la población judía. Judeofobia que alimenta el rechazo hacia Israel y explica el doble rasero de calificar la guerra contra Hamás de genocidio, pero guardar un elocuente silencio frente a crímenes con la marca de genocidio perpetrados contra musulmanes: el de los rohinyás en Myanmar —actualmente expulsados de Bangladés— o el trato del Partido Comunista de China a los uigures: más de un millón internados en centros de “reeducación”. En otro orden de cosas, pero en línea con lo anterior e igualmente con un trasfondo étnico-religioso, tenemos, de nuevo, la erradicación de los cristianos armenios. Tal y como se ha denunciado en estas páginas. Tras evacuar a la población civil armenia de las tierras que han ocupado durante siglos, Nagorno-Kabaraj será forzosamente integrado en Azerbaiyán, con el beneplácito del presidente turco, Erdogan, quien considera a Hamás un movimiento de resistencia, pero no duda en favorecer las políticas revisionistas en el sur del Cáucaso.
Tampoco ayuda el dogma de presentar a Israel como una anomalía, un cuerpo ajeno al entorno, compuesto por judíos blancos llegados de Europa. Idea que omite el origen oriental de cerca de la mitad de la población israelí, los mizrají, algunos presentes en Tierra Santa desde siglos, y el resto mayoritariamente llegados de los países del entorno de donde fueron expulsados tras fundarse el Estado hebreo. Quienes consideren a Israel como un “Estado artificial”, escribe el columnista paquistaní Kunwar Khuldune Shahid en The Freethinker, deberían fijarse en el carácter arbitrario de los Estados poscoloniales, formados a modo de retales y costurones, con especial énfasis en el que es, en muchos aspectos, el doble de Israel: Pakistán, creado en 1947 sobre la base de una teoría defendida por la Liga Musulmana, sin contar con el consentimiento de los 14 millones de indios desplazados —el mayor éxodo de la historia— entre zonas del subcontinente tan diferenciadas entre sí como lo pueden ser Polonia y Portugal en Europa.
Cualquier solución, por lejana que pueda parecer hoy, más allá de la fórmula de los dos Estados, requiere ahondar en la seguridad, la esperanza y la confianza. Las dos primeras, lógico intercambio entre israelíes y palestinos, como aclaró el antiguo director del servicio secreto interior israelí, Ami Ayalon, en una entrevista publicada en La Vanguardia. La tercera, porque en ausencia de confianza, impera el miedo, la sospecha y las posiciones defensivas. Para Israel, que ha padecido de continuo la hostilidad belicosa de sus vecinos, la confianza pasa por normalizar relaciones y que se acepte la legitimidad de su Estado. Para los palestinos, poner fin a la expansión de los asentamientos de colonos propiciado por Netanyahu y al borrado de sus derechos. A menos que unos y otros separen la tierra en disputa de las percepciones religiosas extremas, no habrá soluciones duraderas. Eva Borreguero es politóloga.







































[ARCHIVO DEL BLOG] Un año volátil. [Publicada el 19/01/2019]










Tendremos que aprender a vivir con menos certezas, itinerarios vitales menos lineales, electorados imprevisibles, representaciones contestadas y futuros más abiertos que nunca, escribe el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. 
Sugiero, comienza diciendo, que la palabra del año 2018 sea “volatilidad”, y su metáfora las revueltas de los chalecos amarillos, tras las que no había ningún sindicato ni coherencia reivindicativa y que tiene a su vez que ser gestionada por un presidente de la República, Emmanuel Macron, que no representa propiamente a un partido político sino a algo que prefiere denominarse a sí mismo como un movimiento.
La volatilidad se manifiesta en impredecibilidad que hace fracasar a las encuestas, inestabilidad permanente, turbulencias políticas, histeria y viralidad. Desde Trump, el Brexit y Vox parece que estamos condenados a las sorpresas políticas, esos “accidentes normales” (Charles Perow) que no obedecen ni a la causalidad ni a la casualidad sino que forman parte de una nueva lógica que está todavía por explorar. El resultado de todo ello es la constitución de un público con la atención dispersa, la confianza dañada y en continua excitación.
Cuando Marx y Engels formularon aquella famosa sentencia de que “todo lo sólido se evapora” estaban refiriéndose a un paisaje cultural y político mucho más estable que el actual. Diagnosticaban un conflicto entre dos fuerzas identificables como el capital y el trabajo, unas contradicciones cuya resolución parecía apuntar en un sentido que era posible anticipar. Comparado con el mundo descrito por la idea de volatilidad, el vocablo “revolución” es un término conservador pues presupone un orden que solo habría que subvertir. En una situación de volatilidad, por el contrario, no hay nada estable arriba o abajo, ni centro o periferia, y la distinción entre nosotros y ellos se torna borrosa. Esta es la razón por la que, hablando con propiedad, ya no hay revoluciones sino algo menos visible, menos épico, rotundo y puntual; las transformaciones sociales no son la consecuencia de acciones intencionales, planificadas o gobernadas y las degradaciones de la democracia son más bien procesos de desvitalización; se parecen más al resultado azaroso de la simple agregación de voluntades, donde hay menos perversión que estupidez colectiva.
Nos encontramos en un mundo gaseoso y no en el mundo líquido que Bauman contraponía a la geografía sólida de la modernidad. La idea de liquidez no es suficientemente dinámica para explicar el paso de los flujos a las burbujas. Lo gaseoso responde mejor a los intercambios inmateriales, vaporosos y volátiles, muy alejados de las realidades sólidas de eso que nostálgicamente denominamos economía real. El mundo gaseoso, una imagen muy apropiada también para describir la naturaleza cada vez más incontrolable de determinados procesos sociales, el hecho de que todo el mundo financiero y comunicativo se base más sobre la información “gaseosa” que sobre la comprobación de hechos.
La primera manifestación de la volatilidad es de orden cognitivo. La explosión de posibilidades informativas, el acceso generalizado a la información o la profusión de datos son, al mismo tiempo y por los mismos motivos, una liberación y una saturación. La desintermediación produce una sobrecarga informativa en la medida en que el aumento de los datos disponibles no es compensado con una correspondiente capacidad de comprenderlos. Se podría hablar de una “uberización de la verdad”, en el sentido de que cualquiera tiene acceso a todo, una desprofesionalización del trabajo de la información. Se debilitan los clásicos monopolios de la información, desde la universidad hasta la prensa, en beneficio de las redes sociales, pero en la medida en que no mejora nuestro control de la explosión informativa el resultado es un individuo que puede caer en la perplejidad o en la grata confirmación de sus prejuicios.
La volatilidad afecta muy especialmente a la política. Venimos de una democracia de partidos, que era la forma adecuada a una sociedad estructurada establemente en clases sociales, destinadas a encontrar una correspondencia en términos de representación. Al igual que otras organizaciones sociales, los partidos eran organizaciones pesadas que no se limitaban a gestionar los procesos institucionales de la representación, sino que también incorporaban a sus estructuras áreas enteras de la sociedad, orientando su cultura y sus valores de modo que pudieran asegurarse la previsibilidad de su comportamiento político y electoral. Hoy tenemos una “democracia de las audiencias” (Manin), es decir, una democracia en la que los partidos han sido de alguna manera arrollados por esta volatilidad y actúan con oportunismo en vez de estrategia, en correspondencia con un comportamiento de los electores sin compromisos estables. Esos individuos se sienten mal representados porque de hecho ya no son representables a la vieja manera de un mundo estable; emiten señales difusas que el sistema político no consigue identificar, elaborar y representar adecuadamente. Por eso los partidos tienen grandes dificultades para escuchar a sus votantes y entender, agregar o procesar sus demandas.
No estaríamos en un entorno de tal volatilidad si no fuera porque el tiempo se ha acelerado vertiginosamente. Vivimos en lo que Paul Valéry llamaba un “régimen de sustituciones rápidas”. Qué poco duran las promesas, el apoyo popular, las esperanzas colectivas e incluso la ira, que se aplaca antes de que se hayan solucionado los problemas que la causaban. En el carrusel político las cosas “irrumpen”, pero también se desgastan rápidamente y desaparecen.
En un panorama acelerado se pierde, paradójicamente, la lógica de la acción política, su capacidad de gobernar el cambio social. El desconcierto puede dar lugar a la agitación improductiva o a la indiferencia apática, nada que se parezca a la voluntad política clásica. Se han debilitado las instituciones que otorgaban estabilidad a la sociedad y que al mismo tiempo articulaban el cambio político. Por eso puede darse la extraña situación de que en el régimen de la volatilidad convivan la aceleración y el estancamiento. Tanto las convulsiones emocionales como la indecisión obedecen a una psicología sobrecargada de excitaciones y coinciden también en no dar lugar a ninguna transformación efectiva de nuestras democracias. Detrás de muchos fenómenos de indignación y protesta hay estimulaciones que irritan pero no movilizan de manera organizada.
El gran problema político del mundo contemporáneo es cómo organizar lo inestable sin renunciar a las ventajas de su indeterminación y apertura. Tendremos que aprender a vivir con menos certezas, itinerarios vitales menos lineales, electorados imprevisibles, representaciones contestadas y futuros más abiertos que nunca. No creo que haya una posibilidad de revertir esta situación, que se ha convertido en aquello que tenemos que gobernar. En el célebre lamento del Manifiesto comunista se percibe un tono de nostalgia hacia un mundo más estructurado y ese mundo, entonces y ahora, ha quedado atrás. La gran tarea de la inteligencia colectiva consiste hoy en explorar las posibilidades de producir equilibrio en un mundo más cercano al caos que al orden. Hemos de preguntarnos de qué modo podemos regular esos nuevos espacios, hasta qué punto está en nuestras manos proporcionar una cierta estabilidad, si podemos corregir nuestra fijación en el presente y hacer del futuro el verdadero foco de la acción política, cómo generamos confianza cuando los otros son tan imprevisibles como nosotros, si es posible construir los acuerdos necesarios en entornos de fragmentación política y radicalización, en qué medida podemos mitigar el impacto social de lo inevitable. De lo único que podemos estar ciertos es de que se equivocan quienes aseguran que la política es una tarea simple o fácil. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













jueves, 18 de enero de 2024

De la felicidad y el pensamiento positivo

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz jueves. Ni siempre somos felices, ni siempre conseguimos lo que nos proponemos, ni pasa nada por no serlo o no conseguirlo, comenta en El País la escritora Carmen Domingo, porque no hay fórmulas mágicas para alcanzar la felicidad. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com












Contra el pensamiento positivo
CARMEN DOMINGO
16 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

El otro día, leyendo un artículo en este mismo medio, aprendí un nuevo concepto nacido en redes sociales: “filosofía delulu”. Al resumir su significado llevado a la práctica, explicaba el periodista su uso: “Delulu is the solulu”, que traducido quiere decir “autoengañarse es la solución”. Carlos Megía aseguraba que en redes decían que, repetido como un mantra, los jóvenes se adentraban en el pensamiento positivo. Enseguida pensé en autoayuda y las fórmulas mágicas de la felicidad tan de moda ahora, y tan de toda la vida, según las que debemos creer —incluso los hay que se lo creen— que nuestra felicidad depende de nosotros mismos.
¿Que nos quedamos sin trabajo? ¿Que nuestros hijos reciben una educación que los sitúa bajo mínimos en el informe PISA? ¿Que recibimos un mal diagnóstico médico? Pensamiento positivo: “Todo va a salir bien”. Eso, en lo cercano. Ya lo “universal”, por llamarlo de alguna manera: genocidio en la franja de Gaza, hambruna en países africanos, niñas sin derecho a la educación en Afganistán, o miles de ancianos muertos en la pandemia… En eso, amigos, ni pensemos, claro. No vaya a ser que nos demos de bruces con la realidad. Visto con la perspectiva que me da tener ya cierta edad, dejadme deciros que me parece que evidencia cómo coaches, psicólogos sin escrúpulos o autores de libros de autoayuda a la caza de lectores ingenuos quieren convencernos de que “Si algo no te va bien es culpa tuya, maja”, restándole importancia a los actores que, sin duda ninguna, son los que en realidad ayudan a que todo nos vaya bien.
Sí, lo sé, nuestro cerebro segrega dopamina y mil otras sustancias que nos ayudan a funcionar mejor si creemos que somos felices, bien, pero, amigos, poco podrán hacer esas sustancias si la realidad no nos acompaña. Quizás nos darán un respiro, pero poco más. “Se trata” —sigo leyendo en el artículo— “de estructurar tu mente hacia lo positivo —no para atraerlo sin más—, sino para creer que es posible”. Y me pregunto cómo pensar en positivo en un país que tiene según los últimos informes la mayor tasa de pobreza infantil de Europa. Cómo, si no actúa el Estado para resolverlo, claro está. Sigo leyendo y veo que la “filosofía delulu” ayuda también a superar el síndrome de la impostora. Ya sabéis, ese pensamiento que —a las mujeres, sobre todo— nos hace pensar que sabemos menos de lo que en realidad sabemos (dicho así con trazo grueso) y nos hace situarnos en un segundo plano. Y me pregunto entonces cómo las mujeres, solo pensándolo, superaremos la selección para acceder a mejores puestos, si los que eligen a sus candidatos suelen ser hombres, y no hay detrás una legislación que obligue a ello.
Recuerdo ahora que hace unos años ya nos bombardearon con imágenes positivas, lemas optimistas en tazas y libretas desde redes sociales o desde “voces autorizadas”. Y ya entonces, muchos de los que queríamos luchar contra ese imperativo de ser felices levantábamos la mano evidenciando un sinfín de realidades negativas que se vivían en ese mismo momento y que no cambiaban con una sonrisa y éramos mirados como agoreros (siendo suave). Me pregunto ahora qué pasará con esas generaciones, inmersas en la nueva religión del narcisismo, el egocentrismo, las superexpectativas, la autoayuda y el pensamiento positivo qué harán cuando, al final, constaten que no siempre suelen cumplirse.
Porque no basta con creer en el éxito profesional para que este llegue, ni aspirar a un mundo en paz si no exigimos a nuestros gobernantes que apuesten por él, ni creer que viviremos felices si no podemos pagar el alquiler con nuestro sueldo, ni curarnos si no existen una sanidad pública. Eso por no hablar de que la generación Z, amigos, que es la que lo ha puesto de moda según el artículo, ronda ya los treinta años y esto me hace pensar que, quizás, sería mucho más productivo que se pusieran a trabajar pensando en mejorar el mañana de todos, y no en que todo les va a salir bien a ellos. Porque el esfuerzo, el optimismo, la gratitud, la creencia en la felicidad, la sonrisa como respuesta o lo que se nos ocurra, poco o nada tendrá que hacer si ocultamos el lado negativo de las cosas porque, solo siendo conscientes de que existe ese lado, solo así, lograremos hacer algo para intentar cambiarlo.
Y mientras tanto, id pensando qué hacer con aquellos que no conseguirán profesionalmente lo que esperaban, aquellos que se quedarán sin pareja, los que no podrán pagarse una casa propia porque están sin trabajo o los que, por desgracia, se verán afectados por una enfermedad o se les morirá un familiar. Porque ni siempre somos felices, ni siempre conseguimos lo que nos proponemos, ni pasa nada por no serlo o no conseguirlo. A no ser, claro, que deseemos vivir en Un mundo feliz, como auguraba Huxley, y prefiramos que los poderosos nos controlen con fármacos las emociones negativas y vivamos narcotizados e inmersos en un pensamiento mágico que cree que la vida solo es sonrisa y brindis. Carmen Domingo es escritora.




























[ARCHIVO DEL BLOG] Contra una nueva leyenda negra. [Publicada el 18/01/2018]











César Antonio Molina, exministro de Cutura en el gobierno de Rodríguez Zapatero, escribe en El Mundo sobre España y sus símbolos, y frente a aquellos (Podemos, radicales de izquierda y nacionalistas varios), que pretenden recrear a su medida una nueva Leyenda Negra crítica con la democracia surgida al amparo de la Constitución de 1978.
Hace tan solo unos días, comienza diciendo, viendo por la televisión el concierto de Año Nuevo retransmitido desde el Salón dorado del Musikverein de la capital austríaca, esta vez dirigiendo a la Orquesta filarmónica de Viena el maestro Riccardo Muti, recordé una anécdota de la que él fue uno de los protagonistas esenciales. En el año 2008 el Ministerio de Cultura italiano y el Ministerio de Cultura español teníamos pendiente una reunión bilateral en Italia y por empeño mío, y por cortesía de mi homólogo el Ministro de Cultura italiano de entonces, la llevamos a cabo en Nápoles. Entre otros asuntos estaban pendientes de cerrarse acuerdos de colaboración para conservar y restaurar parte del aún ingente patrimonio histórico vinculado a la presencia española en esas tierras de las que salió el gran monarca que fue Carlos III. Acabado el encuentro, satisfactorio para ambas partes, se me informó que a la reapertura del Teatro San Carlo, después de bastantes meses de trabajos de rehabilitación, asistiría el presidente de la República Giorgio Napolitano. Que coincidiera en un mismo acto reunión con reapertura fue simplemente un azar. Yo tenía mi entrada reservada en el patio de butacas pero, al ser informado el presidente, mandó que me hicieran subir al palco real y compartir a su lado la velada. Por una parte me alegré, era algo tremendamente simbólico y, por otra, me inquieté. Lo cierto es que Napolitano (oriundo de Nápoles como también lo es Muti) era una persona encantadora, irónica y con grandes conocimientos culturales. Yo le comenté que tenía una primera edición de Los versos del capitán de Pablo Neruda, publicada en Nápoles durante el tiempo que pasó viviendo el poeta chileno en la isla de Capri, en la cual aparecía su nombre como una de las personas que habían subvencionado la publicación. Le agradó el recordatorio y todo fue muy fluido. En el palco, además de las autoridades locales, estaba un alto cargo del Gobierno de Berlusconi. Alto cargo no solo por lo que representaba políticamente sino por ser alguien muy cercano a los negocios del primer ministro. En la presentación fue muy cortés.
Muti salió al escenario entre grandes aplausos, saludó varias veces e inició el concierto. Todo parecía transcurrir perfectamente hasta que comenzaron a oírse grandes gritos desde diversos puntos de la sala que cada vez se fueron ampliando más. A los gritos contra Berlusconi y su intención de cambiar la Constitución, asunto muy debatido en aquellos días, se añadieron cientos de octavillas que caían desde los pisos más altos. Napolitano me miró con una sonrisa irónica y me susurró que era una sorpresa «a la napolitana». Yo estaba encantado porque me vi como un oficial austrohúngaro en una de las escenas de Senso de Luchino Visconti cuando en medio de un concierto al que asisten soldados austríacos, los espectadores italianos provocan la misma bronca en favor de la unidad de Italia. Aquello no parecía tener fin y Muti seguía dirigiendo para ver si realmente la música amansaba a las fieras.
De repente, pasados ya varios minutos muy tensos, Muti hizo parar a la orquesta, les dirigió unas palabras, que desde nuestra distancia eran imposibles de oír, tocó con su batuta el atril y la orquesta recomenzó, no siguiendo la pieza en la que estaban sino tocando el himno italiano. La bronca aún duró unos instantes, pero poco a poco todo el mundo se fue poniendo en pie y cantando la letra. El maestro Muti, por su parte, no conforme con tocarlo una vez, volvió a repetirlo y de nuevo todo el mundo siguió cantándolo. Hubo aplausos. El silencio regresó a la sala y todo se arregló.Hay dos himnos que siempre he sentido como propios, el italiano y el francés. Al escucharlos siento una gran emoción de cercanía. Nunca me gustó nuestro himno sin letra porque mi generación que vivió los últimos años del franquismo lo vinculó al dictador y a la dictadura. No a la monarquía, sino a la Guerra Civil y a los 40 años del régimen autoritario. ¿Pero acaso bajo la letra de la Marsellesa no fueron fusilados muchos de nuestros conciudadanos retratados por Goya? Goya que murió exiliado en Burdeos. La historia es muy larga y si la analizamos milímetro a milímetro siempre nos encontraremos con algo que no defrauda nuestras contradicciones.La bandera de mi país (la trajo Carlos III) tampoco me ha gustado nunca. La mía, por motivos familiares siempre fue la tricolor. Por ella y por la República lucharon aquellas gentes (intelectuales, escritores, artistas, científicos) por las que yo siempre he sentido una gran admiración y que fueron nuestros verdaderos maestros.
El caso es que, hasta la aprobación de la Constitución de 1978, yo como gran parte de mi generación, éramos republicanos y no reconocíamos las enseñas y símbolos que hasta entonces nos habían representado. Pero al votar la Constitución yo aún sin dejar de seguir siendo lo que hasta entonces había sido, opté por el pragmatismo: una monarquía parlamentaria, una bandera y un himno semejantes a los de tiempos anteriores. Creo que todos los que votamos a favor, la inmensa mayoría, no nos equivocamos. Votamos con la razón y preservamos, como aún yo todavía preservo, nuestros sentimientos. Carrillo, la Pasionaria, María Zambrano, Rafael Alberti, Francisco Ayala o Picasso, a través del regreso de su obra más representativa del siglo XX, el Guernica, y tantos y tantos otros exiliados volvieron a España e hicieron lo mismo reconociendo así aquella nueva España que coincidía de alguna manera con la misma por la que ellos habían luchado.
Por primera vez las dos Españas se juntaban, colaboraban y echaban a andar a un país que ha llegado a la más alta cota social-política y económica de su larga historia. Juan Carlos I y Felipe VI han sido, y lo siguen siendo, fundamentalmente monarcas republicanos. Infinitamente con menos poder que el que tiene el presidente de la República Francesa. Ambos se han enfrentado a dos golpes de estado. Uno, a la vieja usanza del XIX, y el otro, de forma novedosa en el XXI, en medio de las nuevas tecnologías. ¿Alguien puede pensar que ambos Reyes son franquistas? ¿Alguien puede pensar que esta democracia que tiene todas las garantías legales y que es reconocida internacionalmente es franquista? El apoyo de todos los países del mundo a la unidad de España se les debe también a ellos, a la labor diplomática extraordinaria e intensa que han desarrollado a lo largo de estas décadas. Cuando Felipe VI llegó al trono ya había estado varias veces en todos o casi todos los países del mundo, conocía a sus autoridades y a los representantes más destacados de la sociedad ¿alguien podría pensar que un Rey joven, políglota, culto, preparado y absolutamente democrático compartiría un poder franquista? Un presidente de la República hoy, siendo el mejor, no tendría la preparación y la experiencia de nuestro Rey. Y yo que sentimentalmente sigo siendo republicano lo puedo atestiguar por los muchos viajes hechos junto a sus padres y a él mismo. La democracia en España está asegurada no solo por las elecciones libres, los partidos políticos, los tribunales, los sindicatos, la prensa y demás instituciones representativas, sino también por un Rey que sabe y es consciente del momento en el que vive y que fue educado en la defensa del parlamentarismo y la división de poderes. Hoy solamente las monarquías en Occidente pueden ser democráticas y los partidos nacionalistas y populistas que combaten nuestra democracia lo saben. Companys no fue fusilado por los españoles sino por Franco como el dictador hizo con tantos otros de nuestros compatriotas. Nuestra Guerra Civil no fue una guerra del resto de España contra Cataluña, sino entre unos españoles y otros. Y como tantas otras veces quienes ganaron no tuvieron la grandeza de respetar a los perdedores. En realidad unos y otros lo fueron. Bajo la bandera roja y gualda, bajo el himno sin letra, bajo la monarquía parlamentaria a lo largo de estas cuatro décadas de libertad y progreso como jamás tuvo este país en sus más de quinientos años de existencia, hemos recibido Premios Nobel, Oscar y galardones en los más importantes festivales de cine del mundo, medallas olímpicas y mundiales, reconocimientos culturales, políticos, económicos, deportivos, científicos, hemos dirigido organismos internacionales, hemos enviado tropas de paz a conflictos internacionales y tantas y tantas otras cosas. Y no solo hemos recibido sino dado muchos otros premios, por ejemplo, los Princesa de Asturias a grandes personalidades internacionales o los Cervantes compartidos con nuestros hermanos hispanoamericanos. ¿Acaso todas estas gentes lo hubieran recogido de un Rey antidemocrático? Me entristece que un español, aunque no lo quiera ser, mienta y engañe con una nueva leyenda negra que nos insulta gravemente a todos. En los estados totalitarios que quieren crear populistas y nacionalistas no habría ni monarquía ni república. Simplemente no habría democracia, no habría ni siquiera partidos políticos. En definitiva no habría libertad. Denominarnos de régimen a quienes luchamos contra el franquismo y ayudamos a traer la democracia es un acto vil de gente malnacida. La transición democrática fue el arte de lo posible que nos llevó a lo casi imposible: un país en paz después de siglos de guerras, un país democrático, un país con gran presencia en el mundo, un país cuya lengua común hablan más de medio millón de personas, un país en el que se enseñan, cuidan y respetan las otras lenguas oficiales, un país cuyo desarrollo autonómico es superior al de cualquiera de los países europeos, un país que construyó un Estado de bienestar inusitado. Sí, también, por supuesto, hay lados oscuros, muy oscuros, como en la vida misma, pero el balance no puede ser más positivo. Y sí, también, esto se lo debemos a nuestros dos monarcas.
Sé que mis viejos y muy queridos amigos del Ateneo Republicano de La Coruña, mi ciudad, seguirán teniéndome en cuarentena pero entenderán que uno tiene que ser no solo fiel a sus sentimientos sino a la razón que los pueda sostener. Mi voto a favor de la Constitución (y es necesario revisarla pronto para adaptarla a este mundo nuevo tan rápidamente cambiante) sigue totalmente vigente. Que las nuevas generaciones, formadas en el olvido de nuestra historia, no repitan los males de sus antepasados. Aunque como dice irónicamente Kathlein Raine en su ensayo La utilidad de la belleza, «La ausencia de cultura puede considerarse otra clase de cultura, la ignorancia otra forma de conocimiento». La convivencia y el respeto a las ideas son fundamentales. También es esencial el respeto a las leyes acordadas por todos.En España no hay presos políticos, los hubo hace ya más de 40 años. En España no hay exiliados, los hubo hace ya más de 40 años. En España no hay rehenes. En España hay una ejemplar monarquía parlamentaria respetuosa y fiel con los procedimientos políticos, legales y jurisdiccionales como en cualquier otro país miembro de la comunidad europea. Esto se sabe, es público y notorio, pero a veces es necesario decirlo en voz alta. Yo lo digo e invito a todos los españoles a que lo hagan allí donde estén. ¡Ya basta de hablar mal de nosotros mismos! Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt