miércoles, 17 de enero de 2024

De Delors y el proyecto federal europeo

 




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Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz miércoles. El euro está resultando un elemento clave en la consolidación del proyecto europeo, dice en El País el catedrático de la UCM Francisco Aldecoa, y para avanzar en él es imprescindible poner en marcha la Unión Económica, con la Unión Bancaria y otras medidas para pasar de una federación de facto a una federación de iure. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com













La prioridad para 2024: dar continuidad al proyecto federal de Delors
FRANCISCO ALDECOA LUZÁRRAGA
15 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

El 27 de diciembre falleció Jacques Delors. Indudablemente, es el presidente de la Comisión Europea que ha tenido una mayor repercusión en el proceso de construcción europea. Ejerció la presidencia durante diez años, entre 1985 y 1995. Me gustaría especialmente destacar el avance que le dio al federalismo europeo, sobre todo con la puesta en marcha del primer proyecto claramente federal: la Unión Económica Monetaria (UEM), que dio lugar al euro. En sus más de 20 años de existencia, la moneda única está resultando un elemento clave en la consolidación del proyecto europeo. Sin embargo, de la UEM, aunque se ha consolidado la parte monetaria, no la es la parte económica. Por ello, es imprescindible poner en marcha la Económica, con la Unión Bancaria y otras medidas.
Hay que recordar la inmensa labor que hizo Delors en sus diez años al frente de la Comisión Europea, empezando por el fin de las negociaciones de adhesión con España y Portugal, y su ingreso en la Unión Europea en 1986. Asimismo, en el Consejo Europeo de Milán de verano de 1985, días después de la firma del Tratado de adhesión de España el 12 de junio, se convoca la Conferencia Intergubernamental que dará origen al Acta Única Europea. También completó el proyecto legislativo del Mercado Único y los Acuerdos de Schengen, que este año, desde el 31 de marzo de 2024, tendrá dos nuevos miembros, Rumania y Bulgaria, con los cual son ya 29 miembros (25 de la UE y 4 asociados).
Por otro lado, cabe destacar, durante el mandato de Delors, la duplicación de los fondos estructurales, la reforma de la Política Agrícola Común, el programa de lucha contra la pobreza ciudadana y la puesta en marcha del programa Erasmus y su inmediato éxito, dirigido por Manuel Marín. Se avanza también en la política regional y en la realización de la cohesión económica y social al apoyarse en las acciones que la Comunidad gestiona a través de los fondos con finalidad estructural, Fondo Europeo de Orientación y Garantía Agrícola (Feoga), Fondo Social Europeo (FSE) y Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDR), además del Banco Europeo de Inversiones (BEI). Su Comisión vivió también la reunificación de Alemania y la negociación, acuerdo y entrada en vigor del Tratado de Maastricht, que supuso la transformación de una Comunidad Europea de naturaleza económica a una Unión Europea de naturaleza política, aunque incompleta, en donde nace la noción de ciudadanía europea con el reconocimiento de los siete derechos ciudadanos.
Lo más importante, indudablemente, fue la puesta en marcha de la UEM, que claramente es un proyecto federal. Sin embargo, posteriormente, el proceso político se intergubernamentaliza y, si bien se consigue poner en marcha el euro, el resto del impulso federal quedó agotado. Esto explica que, desde entonces, en las elecciones europeas se fue reduciendo el porcentaje de participación de los ciudadanos en el proceso electoral, que empieza a bajar precisamente a partir de la quinta legislatura, en 1999. Sin embargo, será en 2019, 20 años después, cuando comienza a recuperarse la participación, en gran parte por los jóvenes, debido en gran medida al éxito del programa Erasmus. Esto coincide con los logros de la novena legislatura (2019-2024), que ha hecho frente a tres grandes temas: el Brexit, la pandemia de la covid-19 y la agresión rusa a Ucrania.
La Unión Europea crea su primer proyecto federal, el euro, posible en parte por el conjunto de medidas de cohesión económica y social. A la vez, se pretendía sacar el máximo partido a la Europa sin fronteras, ya que las ventajas conseguidas con el mercado interior desaparecerían si se mantenía la posibilidad de devaluaciones competitivas entre los Estados miembros. Por ello, la UEM surge como una necesidad. Lo mismo ocurrirá con el modelo federal de toma de decisiones, ya que un banco no puede funcionar con decisiones adoptadas por unanimidad, necesita un sistema eficaz de toma de decisiones, que en definitiva es el del sistema federal.
Hay que hacer referencia al carácter federalizante y federalizador del euro, puesta en marcha el 1 de enero de 1999 como moneda con alcance internacional y en los bolsillos de los ciudadanos desde enero de 2002. Federalizante porque era expresión de un proceso político en marcha y federalizador porque con la moneda única se va a acelerar este proceso. Aunque, desgraciadamente, no con el alcance que se pretendía y que es necesario. Se entiende que es precisamente la UEM el elemento que más puede incidir en la mutación de la Comunidad de naturaleza económica a una Unión más cohesionada en su naturaleza política.
El ejemplo de Delors nos debe llevar a recordar el éxito de su proyecto federal que, desgraciadamente, quedó inacabado en las dos décadas siguientes, en parte por el veto de los británicos al expresamente federalista Jean Luc Dehaene como sucesor de Delors. Sin embargo, se ha retomado de alguna manera a partir de la novena legislatura, en la que precisamente los británicos se marchan, y en la cual las dificultades exigieron decisiones federales de facto como, por ejemplo, el fondo Next Generation, que suponen 7.500 millones de euros distribuidos en función de las necesidades y mancomunados respecto al pago de la deuda que implicaba y, por lo tanto, en ambos sentidos, claramente federal.
La decisión del Parlamento Europeo del 4 de mayo y 11 de junio de 2022, inspirados en la Conferencia sobre el Futuro de Europa, de solicitar una Convención Europea para la reforma de los Tratados entronca claramente con la política anterior de Delors de basarse en el federalismo. El 22 de noviembre de 2023, el Parlamento Europeo reiteró esa petición y, a lo largo de 2024, habrá que ponerla en marcha. Creo que es imprescindible vincular el proyecto de Delors del euro de carácter federal con el avance imprescindible que se debe dar a partir de este año en reformar los Tratados en esa dirección, para pasar de una federación de facto a una federación de iure, por cierto, ahora que no están los británicos. Francisco Aldecoa es catedrático de Relaciones Internacionales en la UCM y presidente del Consejo Federal Español del Movimiento Europeo.

































[ARCHIVO DEL BLOG] Crítica del sentimentalismo en política. [Publicada el 17/01/2017]










El pasado viernes publiqué en el blog una entrada con el título de Sobre la corrección política. Comentaba en ella un reciente artículo en Revista de Libros del escritor, psiquiatra y médico británico Anthony M. Daniels, que publica bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, en el que este analizaba con ironía el papel de lo políticamente correcto en el reciente enfrentamiento electoral entre Hillary Clinton y Donald Trump. En la citada entrada hacía yo referencia de pasada al único libro de Dalrymple traducido hasta el momento al español, el titulado Sentimentalismo tóxico. Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad (Madrid, Alianza, 2016), que la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas ha aceptado incorporar a sus fondos a petición mía y que espero poder leer muy pronto.
La entrada de hoy es la reseña aparecida en el último número de Revista de Libros de la citada obra de Dalrymple. Se titula Otro fantasma recorre Europa, y está escrita por el profesor Roberto L. Blanco Valdés, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Santiago. Es continuación casi obligada de la publicada en el blog el viernes pasado. 
Hagan la prueba, si les place, ustedes mismos, comienza diciendo el profesor Blanco. Tras ver cualquier telediario –da igual que sea de una cadena pública o privada, pues a estos efectos es lo mismo–, traten de hacer balance del tiempo que, en el espacio informativo que hayan escogido, se ha dedicado a dar noticias y del que, en contraste, se ha aplicado a hacer apología de la corrección política desde un enfoque puramente emocional. Si el lector me permite la intromisión, le recomiendo que se fije ahora, de forma muy especial, en la atroz guerra de Siria o en la terrible tragedia de la inmigración, sobre todo en la que procede −no sólo, pero de forma destacada− de esa zona de conflicto. Hace mucho que en los programas de televisión dedicados a informar –no únicamente en ellos, desde luego, aunque en ellos de un modo sobresaliente y, por tanto, llamativo– las crónicas sobre esos temas suelen ser una sucesión de admoniciones sobre lo mucho que sufren las personas –los niños, ante todo– que se han visto obligadas a huir de la guerra, el hambre o la miseria o están forzados a padecer las calamidades de un conflicto en el que, como en todos los existentes desde hace mucho tiempo, las bombas no distinguen entre población civil y combatientes. No hará falta que diga, aunque, por si acaso, lo diré de todos modos, que a mí, como a cualquier persona de bien, me produce una profunda conmoción la imagen espantosa de un niño de tres años muerto en una playa, que ha pagado con su vida el legítimo afán de su familia por huir de los horrores de la guerra, o las figuras demacradas de las docenas de pequeños que huyen despavoridos a diario de los bombardeos y reaparecen de milagro arrancados a los escombros que ha producido la ultima razia de la aviación rusa sobre Alepo.
Informar es, sin duda, ofrecer también esas imágenes, aunque haciéndolo como un compromiso ético frente a los desastres y a la barbarie de la guerra, y no como un reclamo morboso para ganar audiencia a cualquier precio, añade. Pero informar tiene que ser bastante más: poner en manos del espectador las noticias y los datos necesarios para que se forme una opinión no sólo sobre lo obvio (que matar niños, o consentir situaciones en las que mueren tras tratar de alcanzar un mundo mejor, es una salvajada y una obscenidad que a todos nos interpela y avergüenza), sino también sobre la complejidad de los problemas, sea el de la guerra de Siria, el de la inmigración o cualquier otro de mayor o menor envergadura, y sobre las dificultades existentes para darles solución. Porque la importantísima labor de los medios de comunicación social, indispensable para la formación de una opinión pública libre en cualquier sociedad democrática, no es la de adoctrinarnos, por más políticamente correcta o incluso justa que pueda ser la doctrina que se imparte en cada caso, sino la de informarnos, lo que ni de lejos es lo mismo, por más que muchos no acaben de enterarse.
Para entender, entre otras muchas cosas, tal metamorfosis, que viene avanzando poco a poco y de forma tan silenciosa como aquel misterioso poder que se adueñaba de la casa tomada a la que dedicó Julio Cortázar un relato inolvidable, es necesario −en realidad, indispensable− leer el libro que en 2010 escribió Theodore Dalrymple y que ahora publica Alianza Editorial, sigue diciendo. Pese al tiempo que ha tardado en traducirse al castellano, Sentimentalismo tóxico ha tenido, en todo caso, más fortuna que otras obras del médico británico, ninguna de las cuales había visto la luz en nuestro país hasta la fecha. El economista Luis María Linde, actual gobernador del Banco de España, destacaba en 2008 tal anomalía en esta misma revista («Theodore Dalrymple, contra la “corrección política”») y en una magnífica reseña de dos libros del autor: In Praise of Prejudice. The Necessity of Preconceived Ideas y Our Culture, What’s Left of It. The Mandarins and the Masses. El propio Dalrymple («Iguales, pero desiguales») reseñaba aquí también un libro notable hace ahora un par de años: The XX Factor. How Working Women are Creating a New Society, de Alison Wolf, y hace pocas semanas analizaba, también en Revista de Libros, la posible influencia de la corrección política en la victoria electoral de Donald Trump.
Y bien, para empezar, ¿qué entiende Dalrymple por sentimentalismo o, como él mismo señala, por culto al sentimiento?, se pregunta Blanco Valdés. Dejemos que hable nuestro autor, dice: «El sentimentalismo es la expresión de las emociones sin juicio. Quizá es incluso peor que eso: es la expresión de las emociones sin darnos cuenta de que el juicio debe formar parte de nuestra reacción frente a lo que vemos y oímos. Es la manifestación de un deseo de derogar una condición existencial de la vida humana, a saber, la necesidad ineludible y perenne de emitir un juicio. Por tanto –concluye Dalrymple–, el sentimentalismo es infantil (porque sólo los niños viven en un mundo tan dicotómico) y reductor de nuestra humanidad». Ahí reside, en suma, la toxicidad del sentimentalismo, que funciona como un factor que elimina la complejidad de los problemas y la dificultad que existe siempre para darles solución: «Buscamos la simplicidad en aras de una vida mental más tranquila, nunca la complejidad: el bien debe ser absolutamente bueno, el mal totalmente malo, lo bello enteramente bello, lo feo completamente feo, lo inmaculado del todo limpio y lo sucio totalmente sucio, etc.». Recuerden la celebre formulación del gran periodista y editor Henry Louis Mencken, que viene ahora muy al caso: aquella en la que el norteamericano sostenía, con tanta razón como ironía, que para todo problema humano hay siempre una solución fácil, clara, plausible… y equivocada.
Esa consideración profundamente crítica con un sentimentalismo, sigue diciendo, que todo lo invade y todo lo domina (que «está triunfando en un campo tras otro») servirá a Dalrymple –en realidad el médico y escritor británico Anthony Daniels (1949), que es quien se esconde bajo ese seudónimo– para entrar a saco a censurar, en no pocos casos con un tono satírico muy logrado, algunas de las más perversas manifestaciones del culto al sentimiento en la vida pública y privada. Tal es el objeto de un libro escrito con un talento arrollador, de un ensayo que se lee en realidad como un excelente reportaje gracias a una prosa sencillamente espléndida, que ha salido de la pluma de un hombre a quien se le nota lo mucho que ha vivido. Pues no es Dalrymple un intelectual bonito de esos que hablan desde la comodidad de sus despachos confortables. Todo lo contrario, se trata de un hombre profundamente comprometido con su tiempo, según lo demuestran su trabajo en algunos países africanos o su dedicación como psiquiatra a sectores marginales de la sociedad: pobres, penados o inmigrantes.
Los efectos tóxicos del sentimentalismo, dice después, se manifiestan desde luego, y por ahí comienza Dalrymple, en el ámbito privado. Por ejemplo, en la educación (es decir, es la mala educación), influida por una teoría educativa romántica que el autor critica con dureza. Tal educación ha terminado por difuminar los límites que deben existir entre lo permitido y lo no permitido con unos efectos devastadores que la inmensa mayoría de quienes son padres de adolescentes en nuestra sociedad podrán confirmar para profundo dolor suyo: la nula o muy escasa capacidad de los chavales para soportar la negativa a sus deseos, que ellos consideran que deben satisfacerse siempre y de inmediato: «Los padres de los niños a los que nunca se ha negado nada se asombran de que estos se vuelvan egoístas, exigentes e intolerantes ante cualquier pequeña frustración». Cualquiera que haya vivido esa experiencia sabe hasta qué punto tiene el médico británico toda la razón.
Como la tiene plenamente, añade más adelante, al resaltar otras consecuencias del sentimentalismo: por ejemplo, en el campo de lo que Dalrymple denomina la democratización, o la popularización, de la importancia («ahora todos somos importantes»), o en la esfera de los conflictos entre una gran organización y un individuo, ámbito en el cual se ha generalizado la idea sentimental de que la organización siempre es la culpable y el individuo siempre el perjudicado. Permítanme poner dos ejemplos traídos de nuestra realidad para ilustrar ambas manifestaciones del culto al sentimiento: sobre lo primero, la invasión de programas televisivos de entretenimiento masivo protagonizados por personas corrientes que la mayoría de las veces no tienen otra cosa que mostrar que su ignorancia, su mal gusto o ambas cosas a la vez; sobre lo segundo, el modo en que se afrontó en nuestro país el conflicto de las llamadas participaciones preferentes de la banca, un producto financiero de alta rentabilidad y, por tanto, de alto riesgo, que los bancos y las cajas de ahorros comercializaron durante los primeros años de la crisis económica y que, tras el estallido la crisis financiera, inmovilizó los ahorros de más de un millón de depositantes. Gran parte de ellos fueron sin duda personas engañadas por las entidades financieras, a las que los estafados compraron participaciones sin saber dónde se metían. Pero, aunque hubo también ahorradores que optaron libre y conscientemente por correr un mayor riesgo en busca de una mayor rentabilidad, tanto estos, sin razón, como los primeros, con motivo, fueron considerados, socialmente y por igual, pobres víctimas de una estafa promovida por los bancos y las cajas. Esto mismo cabría decir de los afectados por la crisis de las hipotecas, en la que acabaría por carecer de cualquier relevancia dentro del debate público el hecho de que no pocas de las personas que se vieron afectadas por la imposibilidad de hacer frente a sus obligaciones financieras fueran víctimas no de la avaricia de unos prestamistas desalmados, sino de la absoluta e irresponsable falta de diligencia en la administración de la propia economía personal o familiar. Pero, como afirma Dalrymple con toda la razón, la organización es siempre la culpable y el individuo, sin excepción, el perjudicado inocente y engañado.
Interesantísimo, comenta, es, sin duda, el capítulo del libro que Dalrymple dedica a someter a una crítica devastadora la llamada declaración de impacto familiar que puede producirse ante los tribunales británicos, un instrumento legal disparatado que se utiliza cuando se ha producido un delito de asesinato u homicidio. A partir de un caso concreto –el del terrible crimen cometido por dos jóvenes, Donnel Carty y Delano Brown, que asaltaron y apuñalaron a un hombre hasta la muerte con la intención de robarle–, la inquietante pregunta que se formula el autor es la de si debe castigarse a los asesinos en proporción a la utilidad social de las víctimas, tal y como ésta es defendida por sus familiares en la declaración de impacto mencionada. La respuesta, con la que no puedo estar más de acuerdo, la formula el autor en unos términos tan políticamente incorrectos como ajustados a los mejores criterios de justicia: «La impresión que deja la declaración de impacto familiar es que el crimen es especialmente atroz por los efectos particulares que provoca en las personas que hacen la declaración o en sus representados. El corolario que se obtiene de todo esto es que, si el asesinado no tuviera parientes o amigos o fuera un completo ermitaño, su asesinato no constituiría un crimen muy grave, ya que no dejaría a nadie sufriendo a causa de su muerte […]. La declaración de impacto familiar en los tribunales es una invitación a ese tipo de improcedencias». Ni que decir tiene que la declaración de impacto familiar es también, ¿cómo no?, una consecuencia más del dominio social del culto al sentimiento.
El interés del estudio de Dalrymple sobre la toxicidad del sentimentalismo, comenta, resulta de un gran interés, según hasta aquí he tratado de ilustrarlo, al analizar sus efectos en el ámbito educativo, en las relaciones familiares o en la justicia, pero tiene al fin una utilidad sobresaliente cuando el médico británico salta a la esfera de la vida política, es decir, a lo que el autor denomina la exigencia de las emociones públicas. Este gran ensayo, siempre apasionante, se convierte aquí en completamente imprescindible. Lo ha subrayado Fernando Savater con su claridad habitual: «Si tuviese que aconsejar un libro para entender la actualidad política en España y en Europa, recomendaría Sentimentalismo tóxico». Yo también, sin ningún género de dudas.
Y es que «las consecuencias de verter una lágrima sentimental en privado son muy diferentes a cuando esta lágrima se vierte en público». Por supuesto, añade. Nada bueno, sino todo lo contrario, puede derivarse del hecho de que el sentimentalismo, de efectos tan nocivos en muchas esferas de la vida social, se asiente en el mundo de las políticas públicas. Y no puede olvidarse que es precisamente la eliminación de los límites entre el culto a los sentimientos en el ámbito privado y en el público uno de los principales efectos del dominio del sentimentalismo. Cualquier observador atento de la realidad que nos rodea podrá aceptar sin reservas el punto de partida que Dalrymple sienta aquí como núcleo de su análisis: que «cuando el sentimentalismo se convierte en un fenómeno de masas, se vuelve agresivamente manipulador: exige que todo el mundo lo experimente». Y ello hasta el punto de que «la persona que se niega a hacerlo alegando que el supuesto objeto del sentimiento no merece una exhibición pública se coloca automáticamente fuera del círculo de los virtuosos, convirtiéndose prácticamente en un enemigo del pueblo». ¿Es posible expresar mejor la naturaleza de la metamorfosis social a que dan lugar los nacionalismos? ¿No es ese el proceso por virtud del cual un sentimiento personal y privado de amor a la tierra se transforma, ya convertido en fenómeno de masas, en un motor de odio social y de exclusión frente a quienes no comparten el sentimiento privado original? El sentimentalismo, pues, igual que en tantas otras ocasiones, como padre de los peores sentimientos.
Un sentimentalismo que no se limita, en todo caso, a extender sus efectos sobre la sociedad, sino que puede llegar a influir de un modo decisivo, con todos los peligros que ello lleva aparejado, sobre las políticas públicas, escribe. Ciertamente, las demostraciones públicas del sentimentalismo no sólo alimentan un «fétido pantano emocional», pues su generalización llega a tener efectos demoledores al condicionar hasta límites difícilmente resistibles la acción de los poderes públicos. El sentimentalismo «permite a los gobiernos hacer concesiones al público en lugar de afrontar los problemas de una manera racional, aunque impopular y controvertida». He ahí, definido en pocas líneas, el fenómeno de las respuestas gubernamentales populistas que hoy dominan en muchas partes de Europa frente a la ola de locura social provocada por la crisis («Siento rabia, tengo razón»). Unas respuestas que no son sino la directa consecuencia de la incapacidad de una clase política acobardada y acomplejada para hacer frente a los discursos demagógicos y simplificadores de fuerzas políticas y sociales que se han puesto en pie de guerra a caballo de un conjunto de simplificaciones de la realidad por virtud de las cuales los problemas se analizan de forma desastrosa para proponer luego en consecuencia soluciones que constituyen auténticos dislates. Basta pensar en Marine Le Pen, o en los líderes de Podemos, de Alternativa por Alemania o del UKIP, ejemplos perfectos de «los cantos de sirena de los demagogos diversos que juran la pureza de sus motivaciones y que tocan sin piedad las notas sensibles para obtener y conservar el poder».
Y es que, «como motor de una política pública, o de la reacción pública a un acontecimiento o problema social, [el sentimentalismo] es tan perjudicial como frecuente», sigue diciendo. Dalrymple explica esta idea, que constituye una de las principales conclusiones de su obra, echando mano del episodio de la muerte de la princesa de Gales, Diana Spencer, narración en la que el autor vuelve a demostrar la gran capacidad de que está dotado para explicar ideas complejas a través de una narración decididamente entretenida. El profundo descontento social generado en el Reino Unido por la ausencia de una manifestación pública de sentimientos de dolor por parte de la reina Isabel tras la muerte de Diana no sólo demostraría, a juicio de Dalrymple, que «lo más importante es la manifestación pública de las emociones», las cuales en realidad desaparecen para el público si no se le enseñan con todo lujo de detalles, y a poder ser sin el más mínimo pudor, sino que habría constituido –de ahí en gran medida el referido descontento– un desafío intolerable a los sentimientos de esa nueva categoría que es la gente, justa y siempre llena de razón, al sugerirse que «los deseos del pueblo no deben ser soberanos en todo momento y circunstancia, que la vox populi no es necesariamente ni siempre la vox dei».
Termino ya, concluye Blanco Valdés. Para reconocer el gran valor de este gran libro, al que me he referido en otro lugar como un verdadero puñetazo a una de las pestes del siglo XXI, la de la corrección política, no es necesario compartir todos los juicios del autor, algunos de los cuales son sin duda discutibles. No me lo parece, sin embargo, su gran aportación: la idea de que, por parafrasear a Jean Cocteau, bastaría con sentir en lugar de comprender. El sentimentalismo aparece hoy como la más depurada expresión de una cultura que coloca las emociones por delante de los razonamientos y que consagra, por tanto, a la demagogia como motor fundamental de la vida política y social. ¡Que Dios nos coja confesados! Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













martes, 16 de enero de 2024

De la causa de las naciones

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz martes. En España, comenta en El País el escritor y diplomático José María Ridao, la polarización no tiene tanto que ver con la definición de política acuñada por Carl Schmitt como con el peligro de bloquear la dialéctica del amigo y el enemigo con variantes de la idea de guerra justa. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com







La causa de la nación
JOSÉ MARÍA RIDAO
15 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Una de las causas a las que se responsabiliza con más frecuencia de la extrema polarización que se ha instalado en las principales democracias del mundo es la adopción de la dialéctica entre el amigo y el enemigo, teorizada por Carl Schmitt en El concepto de lo político. Carl Schmitt pasa por ser el arquitecto jurídico del nazismo, al que habría proporcionado conceptos y argumentos imprescindibles para dinamitar desde dentro la Constitución de Weimar; conceptos y argumentos como la distinción entre los diversos sentidos que alberga una Constitución o la incorporación del estado de excepción a la definición del soberano y la soberanía. Si al amplio catálogo de formulaciones teóricas que elaboró como jurista se suma el hecho de su vinculación personal con el nacionalsocialismo, si no tan estrecha, sí, al menos, tan equívoca como para que los aliados considerasen procesarlo en Núremberg a raíz de una denuncia de Karl Löwenstein, basta mencionar su nombre y su definición de lo político para que adquiera cierta verosimilitud el diagnóstico de que, en efecto, es la adopción generalizada de la dialéctica schmittiana lo que amenaza los sistemas democráticos.
Aunque en los últimos años la bibliografía sobre Carl Schmitt se incline por describirlo como un oportunista dispuesto a adaptarse como jurista y como persona a la conveniencia política del momento —según harán, entre otros, Helmut Queritsch u Olivier Beaud basándose en sus respuestas en los interrogatorios de Núremberg, tras los que quedó en libertad—, lo cierto es que su biografía no resulta en ningún caso ejemplar. En realidad, el problema que suscita Carl Schmitt no es diferente del que a lo largo de la historia del pensamiento, y aun en nuestros días, plantean Maquiavelo, Hobbes o Nietzsche, autores en cuya estirpe es fácil situarlo. Todos ellos, incluido Schmitt, comparten un rasgo que, a falta de mejor definición, cabría describir como radical, pero radical en un sentido que desmiente el más común de extremista. La obra de Maquiavelo, Hobbes y Nietzsche es radical entendiendo por radical la capacidad de prestarse a un singular doble uso en la relación entre la teoría y la práctica políticas. Es decir, se trata de obras que, interpretadas como descripción de los mecanismos del poder, legitiman la disidencia, fundamentando la democracia, mientras que, interpretadas como programa, conducen al autoritarismo y a los sistemas liberticidas. Para entendernos, sostener que detrás de la verdad solo está la fuerza, según hará Nietzsche, permite, en tanto que descripción, relativizar cualquier verdad, oponiéndole alternativas, pero también, en tanto que programa, imponer mediante la fuerza cualquier idea, rigurosamente cualquiera, sacralizándola como verdad.
Además de en El concepto de lo político, Carl Schmitt aborda la dialéctica entre el amigo y el enemigo en Ex captivitate salus, un breve pero enjundioso alegato personal escrito durante una de sus estancias en prisión tras la derrota alemana de 1945. La lectura combinada de ambos textos revela la indisoluble continuidad que existe para Schmitt en cualquier lucha por el poder, sea en el interior de un Estado o entre Estados diferentes. Tanto en un caso como en otro, viene a decir Schmitt, opera la dialéctica entre el amigo y el enemigo, una dialéctica que, dejada a su libre desarrollo —a su irreductible contingencia—, puede conducir al exterminio de una de las partes si así lo decide la que prevalece, pero que también puede llevar a un acuerdo si ambas partes concluyen que es lo que mejor conviene a sus intereses respectivos. La dialéctica entre el amigo y el enemigo se opone para Schmitt a la noción de guerra justa, esto es, a un género de guerra, y, en general, de conflicto político, en el que sólo una de las partes encarna por definición la causa de la justicia. Reclamar esta justicia esencial de la propia causa es, siempre según Schmitt, una forma de bloquear el libre desarrollo de la dialéctica que caracteriza lo político, negando la igualdad entre las partes y creando, así, las condiciones para la barbarie, según sucedió en las guerras de religión que siguieron a la Reforma. Porque si la guerra es justa, dice Schmitt, el enemigo es necesariamente injusto, puesto que, mediando la victoria, la justicia que se arroga una parte convierte a la otra, no en vencido, sino en pecador, en hereje, en delincuente. Por eso, si se bloquea la dialéctica entre el amigo y el enemigo a través de una causa exterior a ella, de una causa esencial, no bastará con que el vencido padezca la derrota, sino que, además, será acreedor del castigo que determine a su antojo el vencedor.
Para esta caracterización de la dialéctica entre el amigo y el enemigo, la polarización que se ha instalado en las principales democracias del mundo no tendría tanto que ver con la definición de lo político que establece Carl Schmitt como con el peligro de bloquear esa dialéctica con alguna variante de la noción de guerra justa. El deterioro institucional en España resultaría ilustrativo a estos efectos, en múltiples sentidos. En primer lugar, en el sentido de que la banalización de las doctrinas políticas, y, en general, de todo conocimiento solvente provocado por el asfixiante exceso de la opinión —si es que las tertulias y el columnismo de trinchera tuvieran algo que ver con la opinión—, ha llevado a creer que el principal problema de la dialéctica schmittiana es que recurra al término enemigo en lugar de adversario, reduciendo una cuestión teórica decisiva a una mojigatería semántica. Pero, en segundo lugar, el caso de España resulta ilustrativo porque, al ignorar que para Schmitt la Constitución de 1978 sería un resultado de la dialéctica entre el amigo y el enemigo tanto como lo fue la guerra de 1936, se ignoran los esfuerzos para bloquearla y negar su contingencia que vienen realizando fuerzas políticas de signo diferente, invocando alguna causa que, no por ser de su invención, deja de encarnar, según sostienen, la justicia esencial que les asiste. Ocurrió con la división de los ciudadanos entre la casta y la gente. O más recientemente con las llamadas a la movilización de los españoles de bien, dando a entender que otros no lo son en virtud de sus convicciones políticas o del sentido de su voto.
Con todo, la causa que estaría bloqueando el libre desarrollo de la dialéctica schimittiana entre el amigo y el enemigo durante los últimos años en España, la causa que estaría convirtiendo el sistema constitucional en el campo de batalla de una nueva guerra justa que puede llegar a destruirlo, es la causa de la nación. No de esta u otra nación, sino de la nación en general, de la nación como una de esas causas justas que, según advierte Schmitt, excluyen de antemano la posibilidad de que haya justicia en las posiciones del enemigo. ¿De verdad cambiarían mucho las cosas si, para desmentir a Schmitt, se hablara de la dialéctica entre el amigo y el adversario, sabiendo que, de seguir invocando la nación como causa justa, ese adversario debe ser necesariamente descrito como pecador, hereje o delincuente, exactamente igual que el enemigo? La polarización en torno a la idea de nación ha llegado tan lejos que, al final, ha terminado por perderse de vista que la noción de España plural responde tanto como la de España una a la pregunta nacionalista de qué es España, cuando la pregunta liberal por antonomasia, la pregunta que restablecería el libre desarrollo de la dialéctica schmittiana en su uso democrático y no liberticida, es cómo se gobierna. Ayer, la respuesta fue una Constitución contingente que dejó abierta la dialéctica. Hoy, por el contrario, una proliferación de naciones esenciales, unas o plurales, que hace sobrevolar sobre nuestras cabezas las sombras agoreras de las guerras justas. José María Ridao es escritor y diplomático.


























 


[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Una día más de vacaciones? [Publicada el 14/01/2019]












En varios países de Europa las elecciones al Europarlamento parecen poco importantes porque no están destinadas a elegir Gobierno, pero en mayo de 2019 [desde este enlace pueden acceder al informe del Real Instituto Elcano sobre El futuro de Europa 2018]  las cosas serán muy diferentes, escribe la periodista y escritora italiana Luciana Castellina. 
En Italia por lo menos, comienza diciendo, pero creo que lo mismo ocurre en otros países, las elecciones europeas siempre han sido percibidas como una especie de día de vacaciones. Parecen poco importantes, por no estar destinadas a elegir Gobierno alguno, y de esa manera, se ven como una oportunidad para otorgar nuestro voto a un candidato simpático, pero de una lista no determinante, algo que uno no puede permitirse en las elecciones nacionales, ante el chantaje del llamado voto útil. Esta vez, sin embargo, en mayo de 2019, las cosas serán diferentes: con independencia de la opción elegida, el voto europeo se ha vuelto extremadamente importante para todos. 
Ello no se debe a una renovada confianza en la Unión Europea, sino más bien, por el contrario, al crecimiento de quienes hoy la detestan y confían en que, gracias a los votos obtenidos, pueda configurarse un Parlamento que decrete su fin. Y, a la inversa, para aquellos que quieren reafirmar que, en cambio, es digna de ser salvada. 
Entre estos últimos hay muchos votantes que, en realidad, querrían cambiar Europa y que creen que mantenerla con vida resulta esencial. Son votantes de izquierda en un sentido amplio, aunque pocos de ellos sigan perteneciendo a un partido: y es que nunca como ahora, por todas partes, se ha visto el paisaje político de ese signo arrasado por un tsunami como el que ha modificado recientemente su fisonomía. Quebrando partidos y diferenciando culturas y valores que hasta ahora los habían mantenido unidos. 
La causa de esta desorientación es el nuevo espectro que recorre el continente: el soberanismo, que, más que una vuelta al amor patrio, se caracteriza por el odio hacia quienes no forman parte del vecindario. Los soberanistas han encontrado sus referencias decididamente en la derecha, más o menos en todas partes, a pesar de que muchos siempre habían votado a la izquierda: ha ocurrido en Italia, está ocurriendo en Francia, en Alemania, en Dinamarca, etcétera. Ahora, con el éxito de Vox en Andalucía, también ha ocurrido en España, un país que parecía resistir. 
Menos claro es cómo votará un no soberanista de izquierdas. En Francia, el Partido Socialista ha caído catastróficamente hasta el 6% y, además, su secretario, Hamon, está construyendo como alternativa una nueva lista, Generations; el Partido Comunista, después de haberse emparentado con Mélanchon en la Unione de Gauche y al no poder seguirlo en Francia Insumisa debido a su acentuado trumpismo, se verá obligado a presentarse por su cuenta, bien consciente de no tener muchas esperanzas de éxito. 
El elector alemán también se halla sumido en dificultades, porque el SPD se muestra cada vez más erosionado por los cantos de sirena racistas y, de hecho, en cada proceso electoral sufre un derrumbe, y Die Linke, una de las formaciones europeas más importantes a la izquierda de la socialdemocracia, ha visto nacer en su propio seno un movimiento (aunque todavía no un partido alternativo) llamado Aufstehen, (Alzarse), dirigido por su propia líder en el Bundestag, la muy popular Sarah Wagenknecht, un movimiento similar al de Mélanchon. 
También en Italia, el virus del soberanismo socava la ya resquebrajada izquierda. No son pocos, y pertenecientes incluso a este electorado, los que en este país, tradicionalmente ultraeuropeo, parecen ahora víctimas del nacionalismo. Una actitud especialmente curiosa en un país en el que, desde su propio nacimiento como nación, nunca hubo excesivo amor por el Estado italiano, al que se consideraba ilegítimo, como resultado de la ocupación de los odiados Saboya, que hablaban francés y no italiano. Ahora parece, en cambio, que si sus vidas las decidieran, como ayer, Gobiernos italianos en lugar de europeos, las cosas irían milagrosamente. 
Pero además de en la cuestión del soberanismo, las sociedades europeas también parecen estar divididas en todo lo demás: basta con ver el problema del clima. Justo cuando la conferencia de Polonia anuncia las más dramáticas catástrofes climáticas, París se ve invadida por una multitud que protesta ante la imposición de una tasa para reducir el uso de los automóviles, entre los principales responsables de las emisiones nocivas. Se objetará que protestan porque los costes de la histórica e indispensable transformación energética se cargan a espaldas de los más pobres, y es un argumento perfectamente aceptable. Pero de las palabras de los manifestantes se desprende que el clima no les importa en absoluto, porque sus problemas son más acuciantes. 
Lo mismo ocurre con la multitud de turineses que hace unas semanas, convocados por un grupo de amas de casa sin partido, llenaron la Piazza San Carlo como hacía tiempo que no ocurría para reclamar a grandes voces que se complete la línea de ferrocarril de alta velocidad Lyon-Turín, silenciando el movimiento que desde hace 10 años bloquea las obras en virtud de los daños que provocaría la excavación de un túnel en una montaña de amianto. Y también por la constatada inutilidad de unas obras planeadas hace 30 años. Y ello porque el ferrocarril —gritaban— daría trabajo, al menos durante algún tiempo, a unos pocos miles de obreros.
En la misma ciudad, y pocos días más tarde, se reunieron 400 empresarios italianos, encabezados por el presidente de la confederación industrial, quienes expresaron con enojo la misma reivindicación: además del tren solicitaron otra serie de túneles, autopistas, “grandes obras” sin sentido, vertidos innecesarios de cemento, mientras que lo que en realidad es urgente, en Italia, es cuidar el suelo, pues cada ola de lluvias provoca catastróficos deslizamientos de tierra. Pero no, lo importante es construir, sea como sea, siempre y de inmediato, y a quién le importa si con ello se agrava el drama climático.
En cuanto a la cuestión de los emigrantes, que no se sabe bien por qué se asocian con las feministas, se ha convertido en todas partes en un tema de división. Que parte en dos al tradicional electorado de izquierdas: porque, por un lado, hay una parte de la población enfurecida que insulta a los negros y a las mujeres que se rebelan, pero, por otro, hay formas extraordinarias y muy variadas de solidaridad con las personas desesperadas que llegan a nuestros países; así como extraordinarios desfiles de mujeres que afirman el valor de la condición femenina. Son muchos los ciudadanos, muchas las ciudadanas que votan por los mismos partidos, y ahora se encuentran en frentes opuestos.
¿Qué consecuencias tendrá esta desorientación general en las elecciones europeas? Los riesgos, para la propia solidez democrática de Europa, son grandes, difíciles de encontrar los remedios. Basta con reflexionar acerca de los efectos del declive de los partidos políticos, su práctica desaparición del terreno. Hay que dejar constancia de que el advenimiento de la tecnología digital, si bien ha dado ciertas ventajas en la propia posibilidad de convocatoria ciudadana, ha atomizado en cambio aún más a la sociedad, reduciendo las oportunidades de participación real. Sin cuerpos intermedios, formas de democracia organizada que permitan confrontarse a los ciudadanos, adquirir conciencia de los problemas y, por tanto, pensar en términos estratégicos y no solo inmediatos, para sentirse así protagonistas y poder dialogar con las instituciones, nuestros sistemas basados en la democracia representativa delegada están abocados a entrar en crisis. Abriendo un vacío peligroso. Sería bueno que lo entendieran Macron y los muchos que aplaudieron su estrategia: derribar los partidos y fortalecer al Ejecutivo, para que el Gobierno sea más eficiente. Ahora está en la calle, lidiando con los chalecos amarillos. Y haría bien asimismo en tomar nota el ex primer ministro italiano Matteo Renzi, quien está tramando su salida del deteriorado Partido Democrático para encontrar algo similar a lo que llevó a su amado Macron al poder. Y al derrumbamiento de su popularidad. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt