miércoles, 15 de marzo de 2023

De la edad y el deseo

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la escritora Nuria Labari, va de la edad y el deseo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
harendt.blogspot.com







Cómo convertirse en “un viejo asqueroso”
NURIA LABARI
11 MAR 2023 - El País
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“Al ser un hombre de más de 60 años, la imagen que tengo de mí mismo se ve severamente comprometida. Una cosa es verme desplazado hacia los márgenes del mercado sexual, pero sentir que me he quedado permanentemente excluido es una perspectiva terrible. Lo único peor es haberte autoexpulsado de ese mercado con el argumento de que, dado que nadie en su sano juicio podría sentirse atraída por ti, lo mejor para todos los implicados es que dejes de tener cualquier contacto sexual con el mundo, cualquier identidad sexual”. Quien esto escribe es Geoff Dyer, uno de los escritores más modernos y rompedores del panorama internacional. “Un tesoro nacional”, según lo ha definido Zadie Smith.
Geoff Dyer tiene 67 años. Es alto y delgado y luce una de esas cabelleras silver que tanto se cotizan ahora en la publicidad. Juega al tenis semanalmente y la última vez que fue al Burning Man —ese evento sin otra ley que la libertad que se celebra durante siete días al año en el desierto de Nevada— tenía 64 tacos. Dyer es además uno de mis escritores favoritos y, por alguna razón que no entiendo, a sus 67 espléndidos años se siente “un viejo asqueroso”.
“Ahí estás por la mañana siendo encantador y divertido, ni siquiera flirteando, con la atractiva mujer de poco más de 30 años que despacha en la panadería, y por la tarde eres un asqueroso”, explica en su último libro, Los últimos días de Roger Federer (Random House), que aborda precisamente el tema del paso del tiempo y el ocaso de la vida. Y sigue: “¿Por qué? Debido a esa ligera vacilación, a ese interrogante —'No me he portado como un asqueroso, ¿verdad?’—que sentiste de vuelta a casa, mientras agarrabas la baguette aún caliente. La preocupación por evitar una posible asquerosidad puede volverte asqueroso. ¿Cómo sucedió esto? Como todo lo demás, es algo que se acerca sigilosamente”.
Y no puedo dejar de sorprenderme con esta declaración un poco víctima y un poco tóxica que hace mi admirado Dyer respecto de sí mismo en cuanto “sujeto asqueroso” y de los hombres de más de sesenta por alusiones. Es verdad que existe una forma asquerosa de mirar a las mujeres. Pero esa mirada asquerosa no tiene 14 ni 20 ni 80 años, aunque desde luego existe y cualquier mujer es capaz de reconocerla. Sin embargo es, a todas luces, una asquerosidad transgeneracional. La pregunta es por qué Geoff Dyer no se ha sentido dueño de esta asquerosidad hasta cumplidos los 60. ¿Qué es lo que ha cambiado en él o para él con la edad?
En primer lugar, creo que ha cambiado él mismo. O, peor aún, que se ha negado a cambiar. Hay un narcisismo en el escritor de prestigio que le hace sentirse centro de todas las miradas, también de las miradas eróticas. Sin embargo, hay un momento en que hasta el escritor de éxito deja de ser joven. Hasta los tesoros nacionales envejecen. Y es posible que llegado el momento no sean capaces de soportar (o aceptar) la propia decadencia física o motora. Y en ese momento el viejo se retrae, se “autoexpulsa” del “mercado sexual” —como el propio Dyer confiesa— y renuncia al juego de la seducción. Un juego que por supuesto no tiene edad y donde la aproximación al otro ha de ser siempre muy cuidadosa, porque estás vulnerando el territorio físico e íntimo de otra persona. Pero, por alguna razón, quizás por sus propios prejuicios, Dyer ya no quiere correr ese riesgo. Y esta renuncia personal al erotismo es, tristemente, la génesis del “viejo asqueroso”. Porque, cuando el viejo se retrae, empieza a comer con la mirada. Ya no se acerca, ya no se arriesga, ya “ni siquiera flirtea”. Decide que no puede tocar, pero que va a mirar. Entonces no está tan claro que te sientas asqueroso porque seas viejo sino tal vez por haber aceptado que la satisfacción de tu libido proviene únicamente de mirar. Y esta renuncia implica también la renuncia de la delicadeza que el erotismo exige. No hay riesgo, no hay nada que perder y, por tanto, la mirada ya no es íntima (y cuidadosa) sino invasiva. Y entonces, sí, puedes terminar mirando como un “asqueroso”. Porque, puestos a mirar, ¿por qué Dyer se preocupa de la mirada de las mujeres que tienen 30 y no se fija en la mirada de las que tienen 60?
Para mí es evidente que Dyer, además de tener 67 años, tiene una mirada edadista sobre la realidad que quizás ha cultivado desde su juventud y que ahora se vuelve contra él. Pero ¿de dónde nace esta mirada? ¿Por qué hay gente dispuesta a creer que el mero hecho de cumplir años nos convierte en seres asquerosos? Nuestra sociedad es cada día más vieja —España será en 2050 el país más viejo de Europa, según la ONU— y, al mismo tiempo, nuestra cultura es cada día más edadista. Hoy la juventud es un valor en sí mismo, igual que la energía, el consumo, el despliegue de presencia o la acción. Todo tiene que ser joven, activo, nuevo y muy rápido, igual que el consumo. De modo que la autoexclusión funciona en Dyer como castigo tanto como potenciador de una “mirada asquerosa” sobre los cuerpos de las mujeres más jóvenes. Pero esta autoexclusión tiene origen en un estigma muy profundo y del que a menudo es difícil escapar. Porque, en cierto modo, el estigma de la edad se parece a la educación patriarcal en el sentido de que está por todas partes. Incluso las matemáticas son edadistas y el medio ambiente y la misma idea de futuro, del que se habla de forma compulsiva y que parece pertenecer únicamente a quienes tienen años por delante, por mucho que sea imposible saber quiénes son esos.
Entonces ¿qué hacemos? No queda otra que atacar el estigma. Y evidentemente solo podemos hacerlo entre todos. Igual que el feminismo deben liderarlo las mujeres, pero necesita de los hombres, la lucha contra el edadismo deben liderarla los mayores, pero necesita de los jóvenes. La asquerosidad no tiene edad y los viejos deberían ser los primeros en saberlo. Por lo demás, a mí la vida sexual de Dyer me importa bien poco. En cambio, su salud literaria sí es de mi incumbencia, porque es un escritor a quien amo y deseo seguir disfrutando. Por eso le recuerdo desde aquí que cuando un escritor mata la mirada erótica que lo ata a la vida, también aniquila su escritura. Esto lo dijo otro de los grandes, Theodor Kalifatides. Y es de primero de lucha edadista aprender de los grandes. El erotismo, el cuerpo y el deseo son, a cualquier edad, irrenunciables. Y cualquier otra idea es una verdadera asquerosidad.






























[ARCHIVO DEL BLOG] No matarás. [Publicada el 30/05/2014]





 



A los hombres y mujeres de Amnistía Internacional

La prohibición de matar no es solo un precepto bíblico. Como dice uno de los personajes de "La peste", de Albert Camus, creo que es algo que está impreso en los genes humanos, aunque a primera vista no lo parezca: "El mal que existe en el mundo -comenta ese personaje- proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad. Los hombres son más bien buenos que malos [...] El alma del que mata es ciega y no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia posible".
Tuve la tentación de escribir una entrada con este mismo título: "No matarás", horrorizado y asqueado por las reacciones en las redes sociales al asesinato el pasado 12 de mayo de la presidenta de la diputación provincial de León, Isabel Carrasco. Al día siguiente del asesinato llegué a poner en mi página de Facebook una nota al respecto: "Me parece repugnante las cosas que se están diciendo y leyendo en las redes sociales sobre el asesinato de la presidenta de la diputación provincial de León. Estoy llegando al convencimiento de que no es la democracia la que funciona mal en España, sino la mente de algunos españoles. A mí, personalmente -decía en ella- me avergonzaría vivir en una democracia que estuviera a merced de gentuza como esa que celebra un asesinato si el asesinado no es de los suyos". Luego, con el transcurso de los días, la noticia se convirtió en una especie de culebrón que me desanimó por completo a comentarla en el blog, pero quedó el hecho incontrovertible del escandoloso proceder de algunos ante la muerte violenta de aquel que no consideran de los suyos.
La abolición de la pena de muerte en los Estados de la Unión Europea es un hecho del que me siento legítimamente orgulloso. Poco a poco, muy despacio, cada vez son más los Estados del mundo que la proscriben en sus ordenamientos jurídicos. La vergonzosa muerte justo hoy hace un mes de Clayton Lockett en Oklahoma (Estados Unidos), de un fallo cardíaco tras "fallar" los procedimientos de ejecución "normales" previstos, ha puesto de nuevo el asunto en cuestión en ese país en el que ya estuvo abolida durante unos años por una resolución del Tribunal Supremo basada en la declaración constitucional de que no se podrán aplicar penas degradantes ni humillantes a los condenados. Celebraría que este vergonzoso hecho animara a la justicia norteamericana a abolir definitivamente la pena de muerte en toda la Unión.
No sé si habrá sido casual o intencionado que hace unos días una cadena de televisión repusiera en España la película "La vida de David Gale" (2003), un impresionante alegato contra la pena de muerte del director norteamericano Alan Parker, interpretada por Kevin Spacey, Kate Winslet y Laura Linney, que me dejó insomne toda la noche, aunque supongo que algo habrá influido también el hecho, simultáneo en el tiempo, de haber leído prácticamente de un tirón y sin solución de continuidad "Eichmann en Jerusalén", de Hannah Arendt; "Viaje al fin de la noche", de Louis-Ferdinand Céline; "El corazón de las tinieblas", de Josep Conrad; y la mencionada "La peste", de Albert Camus. Como para desasosegar al espíritu más templado...
Por cierto, pueden descargar la película desde el buscador de Google sin problema alguno. Y ahora sean felices, por favor, y como decía Sócrates,  "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt















martes, 14 de marzo de 2023

De la ciencia y la gente

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Daniel Innerarity, va de la ciencia y la gente. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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La ciencia y la gente
DANIEL INNERARITY
10 MAR 2023 - El Paísharendt.blogspot.com

Somos muy conscientes de que el conocimiento científico es de vital importancia para resolver los problemas que tiene la humanidad y, al mismo tiempo, sabemos que la ciencia ya no es lo que era, algo de unos pocos, indiscutible, lejano y seguro. Un conjunto de circunstancias ha convertido a la ciencia, más que nunca, en un asunto de todos. La idea de ciudadanía científica es uno de los elementos incluidos en las recientes leyes de la Ciencia y en la de Universidades. ¿A qué se debe esta mutación del conocimiento científico? Podría explicarse esta transformación como el resultado de que cuatro distinciones que han guiado el desarrollo de la ciencia han dejado de ser tan nítidas y rotundas: entre los laboratorios y el mundo, entre el sistema científico y los otros sistemas sociales, entre los expertos y los legos, entre la verdad científica y la opinión pública.
Comencemos con la primera distinción. Muchas técnicas científicas consistían precisamente en aislarse, como muestra la idea tradicional de laboratorio. El científico tradicional trabajaba con modelos y simulaciones que podían ser repetidos y probados de modo seguro. Era posible experimentar previamente con animales, materiales o software. El saber se producía en un lugar concreto y determinado, bajo control, y desde allí se expandía —pasado el tiempo y los requisitos necesarios— al resto del mundo.
Pero el hecho de que el saber científico y el desarrollo tecnológico implique riesgos y nuevas inseguridades significa que se ha desbordado la delimitación entre los laboratorios y el resto del mundo. Nuestras inquietudes proceden de que el laboratorio actual sea todo el planeta, de que, por así decirlo, estamos experimentando con nosotros mismos. Cuando hablamos de energía nuclear, configuración financiera del mundo, organismos genéticamente modificados o uso de determinadas sustancias químicas, apenas se pueden trazar los límites entre la producción metódicamente controlada del conocimiento científico y su aplicación en contextos sociales y ecológicos abiertos. Los experimentos se hacen a escala uno igual a uno, en tiempo real, sin que exista la posibilidad de repetir el experimento, reducirlo o acumular conocimientos acerca de las causas y consecuencias de nuestras acciones.
Si no hubiera consecuencias secundarias, con procesos reversibles, la ciencia podría contar con la absolución para sus experimentos fracasados, y conforme a estos parámetros se configuró la autonomía de la ciencia y la libertad de investigación. Pero el sistema científico es cada vez más consciente de que ha de anticipar sus efectos sobre un mundo del que ya no está cómodamente separado por la limitación de un ámbito experimental.
La segunda frontera se refiere a que el ideal de autonomía de la ciencia ha venido acompañado por un proceso de separación de la ciencia respecto de la sociedad. Hoy asistimos a una demanda de reintegración de la ciencia en la sociedad, fundamentalmente en el seno de las responsabilidades sociales y políticas que le corresponden.
El incremento de la relevancia social de la ciencia ha venido acompañado por una creciente intervención de la sociedad en la ciencia, algo que exige revisar el tradicional ideal de autorregulación. La ciencia es una actividad que influye en su contexto social pero que también depende de él. Como organización, necesita que se le asignen recursos, en tanto que institución social requiere legitimación. Por eso es muy lógico que, junto con el respeto hacia su autonomía, hayan aumentado también los controles públicos hacia una actividad que no puede ser juzgada únicamente por quienes la hacen. La “ciencia que se regula a sí misma” es, junto con el mito de la autorregulación del sistema económico, el último escándalo de la sociedad democrática (Peter Weingart). De hecho, a partir de los años noventa el contrato social por la ciencia ha sido renegociado y se puede afirmar que hemos pasado de una cultura de la autonomía científica a una cultura de la responsabilidad.
La tercera distinción que se desdibuja en la actual constelación del conocimiento es la que diferenciaba netamente a las personas expertas frente a los demás. En una sociedad del conocimiento la gente posee más capacidades cognitivas. Surgen nuevas organizaciones y grupos de intereses que contribuyen a debilitar la autoridad de los expertos. Lo que en algún momento fue un poder exotérico del saber, ahora es públicamente debatido, controlado y regulado. La democratización de la ciencia no significa abolir la diferencia entre el experto y el que no lo es, sino en politizar esa diferencia. El círculo de quienes pueden y deben valorar la calidad y oportunidad del saber científico para la resolución de determinados problemas es más amplio que el de los expertos de la correspondiente disciplina. Con esto no se quiere decir que haya que votar sobre la verdad de las cuestiones científicas o que todas las opiniones valgan lo mismo, sino que hacemos bien en escuchar a los no expertos, sobre todo cuando la autoridad de los expertos ya no es siempre y en todo unánime e incuestionable.
El discurso de la sociedad del conocimiento se focalizaba en la producción del saber y, por tanto, en los expertos, mientras que el relato de la sociedad del riesgo, al poner el énfasis en los que padecen ese riesgo —consumidores, electores, ciudadanía— sitúa en un plano secundario la distinción entre expertos y no expertos. En cualquier caso, y también por razones epistemológicas, es importante que la ciencia no desacredite los impulsos o irritaciones “de fuera” como ignorancia o histeria. Nuestro gran desafío consiste en cómo llevar a cabo la reintegración social de la ciencia cuando sabemos que están en juego asuntos demasiados importantes como para dejarlos únicamente en manos de los especialistas.
La última distinción que es preciso volver a trazar es la que supone que la verdad científica y la opinión pública son dos cosas absolutamente distintas, lo que modifica también nuestro modelo de transferencia del conocimiento a la sociedad.
La relación entre la ciencia y la sociedad no debe entenderse como la popularización de unas formas de saber entendidas jerárquicamente. Según aquel modelo, el sistema científico producía verdades que eran dadas a conocer a la opinión pública, generalmente como simplificación y vulgarización. El público era más bien pasivo e indiferenciado, incompetente a la hora de juzgar el saber transmitido. El proceso de comunicación discurría en una única dirección. Posibilitar el retorno de “la gente” a la ciencia es algo más que proporcionarle una imagen más cercana, humana o comunicativa, aun cuando esto sea muy importante.
La democracia exige hoy una cierta recuperación de soberanía popular sobre las cosas y los procesos naturales bajo las condiciones de la actual complejidad. Hace tiempo hablaba Hans Magnus Enzensberger de unos “golpistas en el laboratorio” que quieren poderes absolutos y no someter sus decisiones a procesos de deliberación pública. No se trata de cuestionar la validez de la ciencia como hacen los negacionistas sino de corregir esa inexactitud social que muchas veces procede de que una ciencia se impone sobre otras o no somos capaces de interiorizar su impacto en la sociedad. Garantizar el pluralismo en la producción de la ciencia es un combate muy similar al que se libró en otro tiempo contra las monarquías absolutas para dejar de ser súbditos y pasar a codefinir el mundo común.






























[ARCHIVO DEL BLOG] El Real de Las Palmas. [Publicada el 24/06/2008]










Hoy hace 530 años de la fundación del Real de Las Palmas, la actual ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, capital de la isla de Gran Canaria. Cierto, todos cumplimos años, también las ciudades, y quizá no sea para tanto el hecho, pero no es muy habitual que una ciudad sepa la fecha exacta de su fundación, de su nacimiento y mucho menos de las circunstancias y anécdotas que dieron lugar a ello; no, al menos, en esta vieja tierra que es España. Pero no es el caso de Las Palmas. Se sabe la fecha exacta de su fundación, los motivos que la provocaron y de las vicisitudes que tuvo que afrontar en sus primeros momentos de existencia...
Este es el relato que de su fundación hizo el historiador y prócer canario, paradigma de la Ilustración en las islas, don Josep de Viera y Clavijo (1731-1813) en su libro "Noticias de la historia de Canarias". (Tomo I. Cupsa Editorial, Madrid, 1978) en edición de Alejandro Cioranescu.
Dice Viera y Clavijo: "Libradas las referidas órdenes, se hicieron a la vela desde el Puerto de Santa María, a 28 de mayo de 1478, tres navíos bien pertrechados de municiones de guerra y boca, y surgieron en el de las Isletas de Canaria, a 24 de junio por la mañana. Aunque esta navegación fue de un mes, asegura Abreu Galindo que se hizo con próspero viento. Y habiendo desembarcado la tropa en aquel arenal, sin que hubiese quien la inquietase, fue la primera obra en la que se ocupó la de cortar algunos ramos de palma, con los cuales se formó una gran tienda, a cuya sombra erigieron un altar. Como era día de San Juan Bautista, celebró la misa el deán Bermúdez; y todos los soldados la oyeron devotamente, pidiendo a Dios con las armas en la mano les favoreciese en el exterminio de aquella pobre nación que iban a invadir. Después hizo marchar su gente el general Rejón hacia el territorio de Gando, con la mira de reedificar la torre que habían construido los Herrera y fortificarse en sus contornos; más habiendo llegado al barranco o rio de Guiniguada, donde está la ciudad de Las Palmas, se presentó repentinamente al ejército una mujer anciana, vestida al uso del país, la que en buen castellano dijo a los nuestros que adónde iban; que el territorio de Gando quedaba todavía lejos y el camino era fragoso; que hallándose con avisos del desembarco, el guanarteme de Telde andaba acaudillando sus súbditos, y que aquel sitio de Guiniguada era un lugar más fuerte, inmediato al mar, bien provisto de agua y de leña, cubierto de palmas, álamos, dragos e higuerales y el más propio para trazar un campo, desde donde se podría recorrer toda la isla.
Como estas advertencias eran tales, que el general español no debía haber esperado a que una mujer canaria se las hiciese, al instante la tomaron por guía y fijaron el campo en el paraje que ella les señalaba. Pero apenas habían hecho alto las tropas y empezaban a levantar sus tiendas, se desapareció la canaria incógnita con admiración universal, Juan Rejón, que sin ser escrupuloso era devoto de Santa Ana, se persuadió o quiso persuadir a los otros que la madre de María Santísima, bajo la figura de aquella buena mujer, había descendido del cielo a dirigirle en el primer paso de su campaña; por tanto, dio orden para que se edificase allí una iglesia con la advocación de Santa Ana, cuyo patronato se ha conservado siempre.
La noticia de esta piadosa creencia (que también pudo ser estratagema política de Rejón para animar sus tropas) es de fray Juan Abreu Galindo; pero los demás escritores o la omiten o la reducen a circunstancias más regulares. Estos sólo dicen que habiendo sorprendido las espías españolas a cierto isleño anciano que pescaba en la ribera del mar, les dio aquel saludable consejo, sin añadir que el anciano se desapareciese ni que le tuviesen por ningún santo los cristianos que le cogieron.
Como quiera que fuese, no hay duda que se formó el campo español en las márgenes del Guniguada; a una legua corta del puerto; que lo fortificaron con una gran muralla de piedra y troncos de palma; que se construyó un torreón y un largo almacén para las provisiones; que se intituló, desde luego, el "Real de Las Palmas", a causa de la gran copia que había de ellas, todas frondosas y eminentes, y que se edificó la pequeña iglesia de Santa Ana, ermita ahora de San Antonio Abad".
Eso ocurría hoy hace 530 años. Había nacido la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria... ¡Felicidades, Las Palmas!... HArendt












lunes, 13 de marzo de 2023

De la superación de los mitos en la Historia

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del historiador José Álvarez Junco, va de la superación de los mitos en la Historia. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 
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Los sujetos de la historia
Discurso de investidura como Doctor ‘honoris causa’ por la UNED
JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO
10 MAR 2023 - El País
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El enunciado de esta intervención, Los sujetos de la historia, es demasiado amplio y, por tanto, poco preciso. Podría entenderse, por ejemplo, que quiero hoy hablar de quienes han protagonizado, o simplemente vivido, los hechos ocurridos en el pasado humano. Y no es así. Quiero referirme a los protagonistas de la historia como relato o visión sobre ese pasado, como parcela del conocimiento heredada por nosotros tras ser elaborada por sucesivas generaciones de historiadores o memorialistas. Así entendida, como narración, la historia ha cambiado mucho a lo largo del tiempo. Y yo quisiera referirme ahora a la evolución de sus actores o protagonistas a lo largo de las últimas décadas, incluso, a grandes rasgos, hasta casi a todo el último siglo. Una evolución vinculada, según creo, al cambio intelectual global vivido por mi generación, cuyo ciclo vital no se halla ya tan lejos del siglo, y tienen ante ustedes un ejemplo de ello.
Al comenzar aquel recorrido, la visión del pasado que se nos enseñaba a los niños de mi época se veía dominada por grandes sujetos, individuales o colectivos, a los que se nos presentaba con rasgos heroicos. A veces eran naciones, o pueblos, grupos humanos idealizados que actuaban de manera unánime, movidos por un ideal común. Otras, se trataba de individuos, personajes, los fundadores de la comunidad, los padres de la patria, rodeados de un aura religiosa e insertos en una visión providencial del mundo. En el origen de los tiempos, aquellos héroes, unidos o enfrentados entre sí, protegidos o perseguidos por los dioses, instrumentos suyos o rebeldes contra su poder, habrían luchado (a muerte, por supuesto) y forjado el mundo tal como es hoy: violento, jerarquizado, infeliz. Nosotros no podíamos soñar con cambiarlo ni aspirar a entrar en la esfera de los héroes. Lo que debíamos hacer era memorizar sus hazañas y recitarlas.
En nuestra cultura, el mito más extendido sobre el origen del mal y del dolor es el relato bíblico sobre el Paraíso Terrenal y la culpable desobediencia de Eva. Aquel mordisco a la manzana, gesto en apariencia inocuo pero causante de todo el mal y el dolor del mundo, se nos contaba a los niños en la escuela como un hecho cierto, que no necesitaba venir avalado documentalmente, igual que ocurría con lo más descollante del relato bíblico: la muerte de Abel a manos de Caín, el Diluvio Universal, Noé y el nuevo comienzo de la historia humana, las plagas de Egipto, la odisea del pueblo de Israel hasta alcanzar la Tierra Prometida… El pasado se veía en términos providenciales, previsto o planeado por un Dios omnipresente e infinitamente sabio y justo, que decía no tener nombre, pero que todos sabíamos se llamaba Jehovah y que premiaba o, sobre todo, castigaba, dominado a veces por la ira. Desde el punto de vista moral, se trataba de una inacabable sucesión de tragedias que encaminaban a la humanidad, encarnada en el pueblo israelita, hacia el bien (o el mal, en caso de prevalecer la influencia diabólica).
A esta visión religiosa acompañaba otro relato, paralelo, protagonizado por las naciones. En nuestro caso, el de los niños educados bajo el franquismo, España, un ente cuya existencia se remontaba casi al origen de los tiempos; y vinculado, desde luego, a una misión providencial, la defensa de la verdadera fe, privilegio que nos había concedido el Supremo Hacedor y que nos convertía, en definitiva, en Pueblo Elegido.
Esta primera fase de nuestra visión del mundo se correspondía con un enfoque mágico-infantil del pasado. Sus protagonistas eran héroes que nos protegían, entes malignos que nos amenazaban. Por supuesto, hemos superado aquello. Hoy, de adultos, ni los personajes ni el sentido del relato tienen ya ese carácter ético-sobrenatural. Pero conservamos todavía aspectos míticos, sobre todo en el esfuerzo implícito por reforzar los estados-nación existentes. Estos estados (España, Francia) son entidades terrenas, modernas, secularizadas, cuyos orígenes los profesionales más serios situamos en tiempos relativamente recientes y atribuimos a causas coyunturales; que pueden, o deberían poder, cambiar, en su extensión, en su estructura, en sus instituciones. Pero el gran público, y los propios dirigentes políticos cuando dejan traslucir su visión de la historia —por ejemplo, cuando inauguran un monumento que evoca un personaje o un episodio del pasado—, rodean de una faramalla sobrenatural propia de relatos más heroicos (no necesito recordar los mitos con que Putin rodea la invasión de Ucrania). Quienes ocupan situaciones de poder pueden conceder que sus instituciones tienen un origen histórico, pero sitúan este origen en un pasado tan remoto que las convierte en poco menos que naturales, únicas posibles en este momento y lugar. En cuanto a sus objetivos, los presentan como grandiosos y cargados de significado moral. Con lo que, en definitiva, acaban viendo el orden existente en términos sobrehumanos; y descartan como antinatural, utópica y destinada al fracaso cualquier tentación de crear nuevos marcos territoriales, nuevas estructuras jerárquicas, nuevos centros de poder.
Además de presentarnos como míticos los orígenes de la nación, los múltiples conflictos, las pugnas constantes, que jalonaban a continuación su historia, y que los niños debíamos recitar, se entendían siempre en términos de inocencia por nuestra parte y maldad por la de nuestros enemigos. Y digo “nuestra” o “nuestros” porque se nos hablaba de los antepasados en primera persona del plural y retroproyectándonos: se escribía “nuestra decadencia”, o incluso se decía que “decaímos”, en el siglo XVII, como si nosotros, los presentes, hubiéramos vivido en aquella época; no se pretendía tanto, pero sí que existía ya entonces una identidad colectiva, viva, que era la misma de la que hoy nosotros somos portadores. En cuanto al relato en sí, era una constante sucesión de guerras; los cinco siglos de dominio romano en la península, por ejemplo, en los que reinó la paz, la prosperidad, se construyeron calzadas, puentes, se fundaron casi todas las ciudades hoy existentes, se implantó la lengua que es origen de la actual y se predicó la religión hoy dominante, apenas ocupaban unas líneas, comparadas con las largas páginas dedicadas a Numancia, Viriato y la resistencia anti-romana. Lo importante eran las guerras, especialmente las libradas para preservar la identidad.
En esas guerras sin fin, el “nosotros” al que me acabo de referir nunca había sido el agresor. Los españoles se habían limitado siempre a defender su territorio contra constantes intentos de invasión violenta: cartagineses, griegos, romanos, musulmanes.
Esta explicación no podía aplicarse de manera mecánica, obviamente, a luchas desarrolladas fuera de la península Ibérica, el espacio natural de los españoles, en tierras ocupadas con violencia precisamente por los españoles: América, por ejemplo. Situación que se resolvía argumentando que no se había luchado por egoísmo ni ambición de dominar territorios o pueblos, sino con el muy loable y desinteresado propósito de defender o propagar la verdadera religión.
La nación actuaba, en general, de manera colectiva y directa (excepto cuando se desgarraba en divisiones o luchas “intestinas”, el peor de los males imaginables). Así lo habían hecho saguntinos o numantinos, o el “pueblo español” alzado en armas contra la invasión árabe-musulmana o la francesa de 1808. Unánimemente, porque esos sujetos colectivos idealizados se presentaban como inspirados por un ideal, el mismo siempre y para todos; aunque se distinguían en ellos unas élites que dirigían y unas masas que imitaban, como había explicado por antonomasia un pensador español de primera magnitud, al que las malvadas historias de la filosofía publicadas en el extranjero tendían a relegar a un lugar menos relevante.
En un segundo momento, o segunda fase, el relato se secularizaba, pero no se desmitificaba. Acabábamos de superar la adolescencia, nos habíamos rebelado, nos habíamos declarado antifranquistas, habíamos dejado de ir a misa y presumíamos de vivir “fuera del sistema”. Abjurábamos de lo sobrenatural, de los milagros. Pero seguíamos viendo el pasado en términos trágicos, como lucha constante entre héroes que personificaban la virtud y el sacrificio y malvados que defendían la opresión y el egoísmo, o entre clases sociales o grupos étnicos que se oprimían unos a otros en su competición por territorios o recursos. El relato que dominó en mi generación, en su fase antifranquista, fue el marxista, con añadidos nacionalistas en el caso catalán. Ambos se oponían al nacionalismo español en que nos habían educado, que explicaba la pugna histórica sobre un esquema mítico y maniqueo. Pero ambos caían en réplicas paralelas a lo que combatían.
Bajo su apariencia de secularización y desmitificación, nuestra visión histórica, que tan precipitadamente declaramos “científica”, seguía estando regida por un esquema mítico, ya que se desplegaba en tres etapas que muy bien podrían llamarse paraíso, caída y redención. La etapa presente, aquella en la que nos encontramos los humanos actualmente vivos, es la segunda, la caída, marcada por luchas y sufrimientos.
El objetivo de aquella historia era incitar a la acción, a la movilización, a la rebeldía, para destruir o modificar el sistema de poder existente y retornar al paraíso. Es decir, para alcanzar la tercera etapa mítica. Claro que las explosiones de protesta pueden explicarse atribuyéndolos simplemente a un deseo de “mejorar”, de resolver, incluso parcialmente, los males que hoy sufrimos. Pero tal tipo de promesa es poca cosa, no conmueve ni moviliza las pasiones de un modo suficientemente eficaz. Lo que atrae de verdad es que alguien nos ofrezca la solución global, la definitiva, de los problemas humanos, la conclusión de toda conflictividad, la implantación de un orden justo y estable, desde hoy hasta el fin de los tiempos. Así lo hacían comunismos o fascismos.
Aquella promesa llevaba implícito el paso del actual segundo momento humano, el de conflictos y dolor, a un tercero de felicidad global y definitiva. Un objetivo, por definición, ilusorio, pero cuyo poder de atracción es tan alto que permite exigir la entrega absoluta del militante, del comprometido en la lucha, así como eliminar sin ningún tipo de reparos morales o prácticos a los egoístas, dubitativos o equivocados que obstaculicen nuestro avance hacia la felicidad colectiva.
El tema predilecto, en este tipo de planteamiento histórico, es la vida y la actuación del héroe que redimirá a la humanidad. Un héroe individual, para la historia conservadora: el legendario padre fundador de la nación, cuyo ejemplo moral y vital debe seguir inspirándonos hoy día. Un héroe colectivo, para la historia “social”: el pueblo, el proletariado, el movimiento obrero (que redimirá a la humanidad haciendo la revolución, estableciendo la igualdad y la justicia hasta el fin de los tiempos).
La fase actual en nuestra visión de la historia, la hoy dominante, está marcada, en principio, por la eliminación de mitos, en nombre de la ciencia y la madurez intelectual. Nuestra pretensión, la de los historiadores que hoy queremos ser serios, es descubrir y narrar los hechos ocurridos en el pasado y explicar en lo posible sus causas y consecuencias. Pero para ello, a diferencia de lo que se hacía antes, hoy renunciamos a conclusiones grandiosas. Queremos centrarnos en hechos concretos, parciales, sin elevarnos a un relato providencial sobre el conjunto de la historia humana.
En el momento actual, la actividad del historiador sigue consistiendo, desde luego, en narrar hechos y explicar su significado; pero este último no debe, salvo que se justifique de manera convincente, superar su contexto concreto, el lugar y la época en que ocurrió, los objetivos específicos que lanzaron a la acción a sus protagonistas. Nuestros relatos son parciales y limitados, como lo son los problemas que analizamos.
Las nuestras no son ya historias de reyes, gobernantes, grandes personajes políticos y militares, sino de los sometidos, de las estructuras de sumisión
Esa profesionalidad que idealizo exige, por un lado, renunciar a una visión global de la humanidad, marcada por un principio y un fin (una redención universal, próxima y definitiva). Los problemas que se narran pueden acabar siendo o no resueltos, pero su solución, en todo caso, no es definitiva. Son problemas, además, referidos a aspectos antes dejados de lado, por no relacionarse con el poder y sus círculos cercanos. Las nuestras no son ya historias de reyes, gobernantes, grandes personajes políticos y militares, sino de los sometidos, de las estructuras de sumisión, de grupos sociales más grises o neutrales ante el sistema de poder; o bien de grupos minoritarios, marcados por alguna singularidad cultural y, a veces, por esa misma razón, marginados u oprimidos. En cierto modo, y perdonen la simplificación, la evolución de la visión histórica a lo largo de los últimos cincuenta o setenta años podría sintetizarse como de los dirigentes a la nación; de la nación a la clase; y de la clase a las identidades culturales.
Todo lo dicho se vincula a la historia de mi generación, cuya primera fase vino marcada por lo enseñado en la escuela y trasmitido por la prensa o la radio bajo el franquismo: una historia nacional, cuyos personajes se valoraban, en definitiva, a partir del único y definitivo criterio de su aportación positiva o negativa a la construcción y el engrandecimiento de España.
La segunda fase fue la de nuestra rebeldía juvenil: nos enfrentamos con lo aprendido, nos negamos a seguir lanzando loas a los Tercios de Flandes o las Tres Carabelas, pero al final reprodujimos sus esquemas, aunque invirtiendo el papel de héroes y villanos. El movimiento obrero, visto hasta entonces como un factor negativo, de división interna, un obstáculo en el proceso de construcción nacional, pasó a ser el mesías redentor, el destinado a conducir a la humanidad a la futura y cercana revolución liberadora. Las élites sociales o políticas, en cambio, que antes acaudillaban a las masas en su avance hacia la plenitud nacional, eran ahora condenadas como “burguesía” explotadora u opresora, obstáculo maligno que se interponía en el camino hacia la libertad e igualdad, hacia la felicidad universal, en definitiva.
Y la tercera fase es la actual, la de la complejidad de la madurez. Como alguien que quiere comprender y juzgar de manera equilibrada, el historiador analiza los problemas del pasado de manera compleja, evitando simplificaciones y maniqueísmos. Y su posición se abstiene de ser, en principio, partidista o militante. No defiende, para empezar, una división tajante de la sociedad en clases sociales o grupos culturales, marcados por rasgos definibles en términos objetivos. Tampoco se sitúa a priori en favor de uno de los grupos en pugna. Lo que de ningún modo significa que sea neutral, aséptico, incapaz de lanzar juicios críticos sobre las cuestiones que originan los conflictos o la forma en que se desarrollan estos.
Lo que ha interesado al historiador, en definitiva (como a cualquier cabeza pensante), ha sido siempre él mismo, su propia realidad. Nuestro objeto de interés somos nosotros, ciudadanos que vivimos una situación histórica, estamos sometidos a un esquema de poder heredado y formamos parte de un grupo o sector social (de una “identidad colectiva”, cuando esta se define con más subjetividad). Nuestra peculiaridad, como historiadores, es, quizás, nuestra capacidad de disfrazarnos, de identificarnos con nuestros personajes o temas de estudio. Al principio, en la fase infantil, con dioses, héroes, grandes personajes mitológicos. Más tarde, en la rebelde, con la gente común, el pueblo, pero elevado a la categoría de objeto de la máxima opresión, de lo que se deriva su grandiosa misión redentora. Cuando la pugna se hace más compleja, con el grupo con el que nos identificamos y al que convertimos en protagonista de la historia. Y nosotros, los narradores de ese pasado, somos los profetas, el Merlín destinado a revelar su misión al Mesías, a despertarle del sopor en que se halla sumido y que le impide liberar de una vez a la Princesa sufriente (la nación oprimida, el pueblo trabajador explotado).
Tal misión redentora está frecuentemente ligada a la opresión misma de que se ha sido víctima. Es decir, lo excepcional de nuestros sufrimientos justifica lo grandioso de nuestra misión. Ocurre, por supuesto, en las religiones que hacen de los desposeídos y sufrientes los puros, los limpios de pecado y, por tanto, los elegidos y portavoces de Dios. Pero también en visiones supuestamente no religiosas, como el marxismo, que convierte al proletariado en redentor precisamente por representar la desposesión absoluta, la explotación suprema, la radical desposesión de bienes, lo cual hace de él no sólo el inspirador y dirigente de la rebelión final, sino alguien que, cuando triunfe, carecerá de recursos o de incentivos para oprimir a otros.
El objetivo es siempre convertir nuestra vida en centro de la historia; dotarla de interés. Lo que no toleramos es ser tan insignificantes como somos. No queremos vernos viviendo una vida gris, intermedia, sin ser más oprimidos y sufrientes que nuestros predecesores ni estar marcados por un destino más grandioso que nadie.
Sólo en la última fase, la de madurez, se comienza a comprender esto y se acepta renunciar a tan alta misión. Porque madurez significa humildad, significa no vernos como superhéroes, sino como vulgares seres humanos, semejantes a nuestros congéneres pasados y presentes. Pese a lo cual, nuestra historia es interesante, nuestra vida merece ser contada. Sigamos investigando, sigamos escribiendo, sobre nuestro pasado. Sigamos analizando al ser humano, intentando comprenderlo cada vez mejor. Pero, precisamente para poder hacer bien ese trabajo, renunciemos a rodearle de auras de excepcionalidad, de heroísmo, de martirio o de redención. Veámoslo como lo que es: un ser vivo, muy ajeno a lo sobrenatural, cuyos principales afanes son terrenales: mantenerse con vida, tener un trabajo digno y estable, un refugio y una vestimenta confortables, legar un futuro protegido a sus hijos.
Solo así, con una historia escrita a ras de tierra, sin elevarnos en ningún sentido a lo sobrehumano ni a lo mítico, haremos un trabajo serio, profesional, digno. Podremos contribuir a conocernos mejor y a dominar mejor nuestra realidad cercana. Y a facilitar la vida y la convivencia pacífica a generaciones futuras que, al leer lo que dejemos escrito, no se vean incitadas a concebir el pasado como enfrentamientos maniqueos, poblados por verdugos y víctimas, ni a retroproyectarse y retroproyectar a sus lectores —como herederos siempre de las inocentes víctimas— para predicar revanchas contra los supuestos herederos de los verdugos. Que nuestros libros, por el contrario, sirvan para comprender la complejidad de las tragedias del pasado y para evitar, en lo posible, las causas o situaciones que llevaron a ellas; pero sin proyectarnos como protagonistas de hechos que, además de ser muy complejos, ocurrieron mucho antes de que naciéramos.
No quiero terminar esta intervención sin un reconocimiento público de mi deuda hacia los amigos y seres queridos que me han acompañado en mi periplo vital. Algunos de ellos, con quienes tanto dialogué y con quienes compartí ilusiones, entusiasmos y batallas intelectuales, ya no están, lamentablemente, entre nosotros: Santos Juliá, Manolo Pérez Ledesma, Carlos Serrano, Jorge Reverte, a quienes no puedo olvidar hoy ni olvidaré nunca; sigo sintiendo que me acompañan y continúo mi diálogo con ellos; sé que es imaginario, que quien debate soy yo conmigo mismo, pero creo que lo merecen, que es la manera de mantenerles a mi lado, vivos; sólo desaparecerán definitivamente cuando dejemos de hablar con ellos los que les conocimos. También debo y quiero mencionar a mi mujer, María Jesús Iglesias, el encuentro más afortunado y la elección más acertada de mi vida. A nuestros hijos Quim, Cuca y María, y a nuestros nietos, de los que están aquí Martín, Nacho y Pablo, cuya presencia me emociona especialmente. Estos seres queridos son los bastones en que me apoyo cuando el mundo se tambalea a mi alrededor. Sin ellos, nada de lo que he hecho hubiera sido posible. Por eso, yo no debo recibir hoy honores sin hacer que suban, en este momento, simbólicamente conmigo a este estrado.
A todos ustedes, a todos vosotros, queridos amigos, agradezco vuestra compañía en un día como hoy; verme rodeado por tantos amigos sí que me sorprende, y me reconforta, y me hace pensar que sí, quizás es cierto que me merezco algún premio; porque tener a tantos y tan buenos amigos como los que están hoy aquí es una prueba rotunda de haber triunfado en la vida. De la Universidad Nacional de Educación a Distancia, quiero agradecer a Miguel Martorell, compañero y cómplice en tantas aventuras intelectuales, y a Paloma Aguilar, a quien me enorgullezco en proclamar mi alumna predilecta. Y por supuesto a la UNED, como institución, agradezco de todo corazón este alto reconocimiento, que sé bien que se debe más a la amistad que a la justicia, pues mi trabajo intelectual se halla muy lejos de merecerlo.



























[ARCHIVO DEL BLOG] Libros, lecturas, memoria. [Publicada el 11/10/2008]

 




Hace unos minutos que acabo de ver por televisión el último capítulo de la última temporada de la serie de televisión más premiada de la historia; sin duda, con todo merecimiento. Me estoy refiriendo, como es lógico y sabido, a "El Ala Oeste", la serie creada por Aaron Sorkin en 1999, que durante siete años consecutivos (hasta 2006) mantuvo en suspense a los telespectadores de medio mundo narrando los avatares del personal de la Casa Blanca al servicio del presidente Josiah Bartlet, (interpretado por Martin Sheen). Decir que me ha emocionado es poco decir; sencillamente, magnífica; lo mejor de lo mejor... No soy el primero, ni seguramente el último que lo dice, pero debería ser de "obligado visionado" en las Facultades de Ciencias Políticas. En fín, no se que voy a hacer ahora los sábados por la noche, momento en que la veía en soledad, cuando el resto de la familia dormía ya... Pura adicción... Casi mejor que el café. En estos días he leído tres interesantes artículos sobre libros y lecturas... El más reciente, hoy mismo, en la revista Babelia, del premio nobel turco Orhan Pamuk ("La memoria de Pamuk"). Un recorrido sentimental, en primera persona, sobre su pasión por los libros desde su más temprana juventud, que, salvando las distancias, me ha resultado muy "familiar". Lo recomiendo sinceramente. El segundo, es un reportaje firmado por el periodista Abel Grau ("Internet cambia la forma de leer... ¿y de pensar?"), publicado en El País de ayer, sobre la forma en que Internet está cambiando, a juicio de numerosos especialistas en comunicación, psicología y neurobiólogos, no sólo nuestra forma de leer, sino incluso nuestra forma de pensar, modificando los esquemas de funcionamiento del cerebro a la hora de procesar la información que recibe... ¿Ciencia ficción?, no lo se..., pero tengo que reconocer que no es lo mismo procesar la información obtenida a través de un libro determinado, la consulta de una bibliografía específica sobre un tema cualquiera en una biblioteca, la lectura detenida de un documento en un archivo, o lidiar con el caudal de información suministrada por la pantalla de un ordenador con solo teclear una determinada palabra en un buscador tipo como Google... ¿Verdad que no?... Muy interesante. El último artículo que deseaba comentar apareció en El País Semanal del pasado dómingo, 5 de octubre ("Sepa de libros sin leer ni una línea"), escrito por Íker Seisdedos. Un jocoso comentario sobre un jocoso libro a punto de publicarse en España por Anagrama ("Cómo hablar de los libros que no se han leído") escrito por el psicoanalista y profesor de literatura de la Universidad de París, Pierre Bayard. ¿Cuántos de los libros que tienen en su casa han leído ustedes?, pocos, ¿verdad?... Lo mismo me pasa a mi... En el margen derecho de mi blog ("A tres grados del Trópico de Cáncer hay unas islas...") en el apartado "Algunos de mis autores y libros favoritos", hay una serie de autores y de libros (sólo uno de cada autor), citados por orden alfabético; no están todos los leídos, pero si están leídos todos los citados... A pesar de ello, reconozco que ya no puedo mantener el ritmo de épocas pasadas. Y confieso, con pudor, mi enorme deuda con la gran y buena literatura que no he leído... Ohran Pamuk, en su artículo citado, recordaba el orgullo con que su padre veía como se llevaba "sus" libros a "su" biblioteca en ciernes... Yo lo hice con la de mi padre, un gran lector también hasta su ancianidad. Y veo con orgullo (sólo hasta cierto punto) que mis hijas arramblen con los libros de "mi" modesta biblioteca familiar para incrementar las suyas, pero sobre todo espero, deseo y pido a Atenea, diosa pagana de la Sabiduría, que mis nietos aprendan pronto a leer para que descubran por sí mismos el mundo maravilloso que se esconde en los libros... Que así sea y así se cumpla. HArendt