Los sujetos de la historia
Discurso de investidura como Doctor ‘honoris causa’ por la UNED
JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO
10 MAR 2023 - El País
harendt.blogspot.com
El enunciado de esta intervención, Los sujetos de la historia, es demasiado amplio y, por tanto, poco preciso. Podría entenderse, por ejemplo, que quiero hoy hablar de quienes han protagonizado, o simplemente vivido, los hechos ocurridos en el pasado humano. Y no es así. Quiero referirme a los protagonistas de la historia como relato o visión sobre ese pasado, como parcela del conocimiento heredada por nosotros tras ser elaborada por sucesivas generaciones de historiadores o memorialistas. Así entendida, como narración, la historia ha cambiado mucho a lo largo del tiempo. Y yo quisiera referirme ahora a la evolución de sus actores o protagonistas a lo largo de las últimas décadas, incluso, a grandes rasgos, hasta casi a todo el último siglo. Una evolución vinculada, según creo, al cambio intelectual global vivido por mi generación, cuyo ciclo vital no se halla ya tan lejos del siglo, y tienen ante ustedes un ejemplo de ello.
Al comenzar aquel recorrido, la visión del pasado que se nos enseñaba a los niños de mi época se veía dominada por grandes sujetos, individuales o colectivos, a los que se nos presentaba con rasgos heroicos. A veces eran naciones, o pueblos, grupos humanos idealizados que actuaban de manera unánime, movidos por un ideal común. Otras, se trataba de individuos, personajes, los fundadores de la comunidad, los padres de la patria, rodeados de un aura religiosa e insertos en una visión providencial del mundo. En el origen de los tiempos, aquellos héroes, unidos o enfrentados entre sí, protegidos o perseguidos por los dioses, instrumentos suyos o rebeldes contra su poder, habrían luchado (a muerte, por supuesto) y forjado el mundo tal como es hoy: violento, jerarquizado, infeliz. Nosotros no podíamos soñar con cambiarlo ni aspirar a entrar en la esfera de los héroes. Lo que debíamos hacer era memorizar sus hazañas y recitarlas.
En nuestra cultura, el mito más extendido sobre el origen del mal y del dolor es el relato bíblico sobre el Paraíso Terrenal y la culpable desobediencia de Eva. Aquel mordisco a la manzana, gesto en apariencia inocuo pero causante de todo el mal y el dolor del mundo, se nos contaba a los niños en la escuela como un hecho cierto, que no necesitaba venir avalado documentalmente, igual que ocurría con lo más descollante del relato bíblico: la muerte de Abel a manos de Caín, el Diluvio Universal, Noé y el nuevo comienzo de la historia humana, las plagas de Egipto, la odisea del pueblo de Israel hasta alcanzar la Tierra Prometida… El pasado se veía en términos providenciales, previsto o planeado por un Dios omnipresente e infinitamente sabio y justo, que decía no tener nombre, pero que todos sabíamos se llamaba Jehovah y que premiaba o, sobre todo, castigaba, dominado a veces por la ira. Desde el punto de vista moral, se trataba de una inacabable sucesión de tragedias que encaminaban a la humanidad, encarnada en el pueblo israelita, hacia el bien (o el mal, en caso de prevalecer la influencia diabólica).
A esta visión religiosa acompañaba otro relato, paralelo, protagonizado por las naciones. En nuestro caso, el de los niños educados bajo el franquismo, España, un ente cuya existencia se remontaba casi al origen de los tiempos; y vinculado, desde luego, a una misión providencial, la defensa de la verdadera fe, privilegio que nos había concedido el Supremo Hacedor y que nos convertía, en definitiva, en Pueblo Elegido.
Esta primera fase de nuestra visión del mundo se correspondía con un enfoque mágico-infantil del pasado. Sus protagonistas eran héroes que nos protegían, entes malignos que nos amenazaban. Por supuesto, hemos superado aquello. Hoy, de adultos, ni los personajes ni el sentido del relato tienen ya ese carácter ético-sobrenatural. Pero conservamos todavía aspectos míticos, sobre todo en el esfuerzo implícito por reforzar los estados-nación existentes. Estos estados (España, Francia) son entidades terrenas, modernas, secularizadas, cuyos orígenes los profesionales más serios situamos en tiempos relativamente recientes y atribuimos a causas coyunturales; que pueden, o deberían poder, cambiar, en su extensión, en su estructura, en sus instituciones. Pero el gran público, y los propios dirigentes políticos cuando dejan traslucir su visión de la historia —por ejemplo, cuando inauguran un monumento que evoca un personaje o un episodio del pasado—, rodean de una faramalla sobrenatural propia de relatos más heroicos (no necesito recordar los mitos con que Putin rodea la invasión de Ucrania). Quienes ocupan situaciones de poder pueden conceder que sus instituciones tienen un origen histórico, pero sitúan este origen en un pasado tan remoto que las convierte en poco menos que naturales, únicas posibles en este momento y lugar. En cuanto a sus objetivos, los presentan como grandiosos y cargados de significado moral. Con lo que, en definitiva, acaban viendo el orden existente en términos sobrehumanos; y descartan como antinatural, utópica y destinada al fracaso cualquier tentación de crear nuevos marcos territoriales, nuevas estructuras jerárquicas, nuevos centros de poder.
Además de presentarnos como míticos los orígenes de la nación, los múltiples conflictos, las pugnas constantes, que jalonaban a continuación su historia, y que los niños debíamos recitar, se entendían siempre en términos de inocencia por nuestra parte y maldad por la de nuestros enemigos. Y digo “nuestra” o “nuestros” porque se nos hablaba de los antepasados en primera persona del plural y retroproyectándonos: se escribía “nuestra decadencia”, o incluso se decía que “decaímos”, en el siglo XVII, como si nosotros, los presentes, hubiéramos vivido en aquella época; no se pretendía tanto, pero sí que existía ya entonces una identidad colectiva, viva, que era la misma de la que hoy nosotros somos portadores. En cuanto al relato en sí, era una constante sucesión de guerras; los cinco siglos de dominio romano en la península, por ejemplo, en los que reinó la paz, la prosperidad, se construyeron calzadas, puentes, se fundaron casi todas las ciudades hoy existentes, se implantó la lengua que es origen de la actual y se predicó la religión hoy dominante, apenas ocupaban unas líneas, comparadas con las largas páginas dedicadas a Numancia, Viriato y la resistencia anti-romana. Lo importante eran las guerras, especialmente las libradas para preservar la identidad.
En esas guerras sin fin, el “nosotros” al que me acabo de referir nunca había sido el agresor. Los españoles se habían limitado siempre a defender su territorio contra constantes intentos de invasión violenta: cartagineses, griegos, romanos, musulmanes.
Esta explicación no podía aplicarse de manera mecánica, obviamente, a luchas desarrolladas fuera de la península Ibérica, el espacio natural de los españoles, en tierras ocupadas con violencia precisamente por los españoles: América, por ejemplo. Situación que se resolvía argumentando que no se había luchado por egoísmo ni ambición de dominar territorios o pueblos, sino con el muy loable y desinteresado propósito de defender o propagar la verdadera religión.
La nación actuaba, en general, de manera colectiva y directa (excepto cuando se desgarraba en divisiones o luchas “intestinas”, el peor de los males imaginables). Así lo habían hecho saguntinos o numantinos, o el “pueblo español” alzado en armas contra la invasión árabe-musulmana o la francesa de 1808. Unánimemente, porque esos sujetos colectivos idealizados se presentaban como inspirados por un ideal, el mismo siempre y para todos; aunque se distinguían en ellos unas élites que dirigían y unas masas que imitaban, como había explicado por antonomasia un pensador español de primera magnitud, al que las malvadas historias de la filosofía publicadas en el extranjero tendían a relegar a un lugar menos relevante.
En un segundo momento, o segunda fase, el relato se secularizaba, pero no se desmitificaba. Acabábamos de superar la adolescencia, nos habíamos rebelado, nos habíamos declarado antifranquistas, habíamos dejado de ir a misa y presumíamos de vivir “fuera del sistema”. Abjurábamos de lo sobrenatural, de los milagros. Pero seguíamos viendo el pasado en términos trágicos, como lucha constante entre héroes que personificaban la virtud y el sacrificio y malvados que defendían la opresión y el egoísmo, o entre clases sociales o grupos étnicos que se oprimían unos a otros en su competición por territorios o recursos. El relato que dominó en mi generación, en su fase antifranquista, fue el marxista, con añadidos nacionalistas en el caso catalán. Ambos se oponían al nacionalismo español en que nos habían educado, que explicaba la pugna histórica sobre un esquema mítico y maniqueo. Pero ambos caían en réplicas paralelas a lo que combatían.
Bajo su apariencia de secularización y desmitificación, nuestra visión histórica, que tan precipitadamente declaramos “científica”, seguía estando regida por un esquema mítico, ya que se desplegaba en tres etapas que muy bien podrían llamarse paraíso, caída y redención. La etapa presente, aquella en la que nos encontramos los humanos actualmente vivos, es la segunda, la caída, marcada por luchas y sufrimientos.
El objetivo de aquella historia era incitar a la acción, a la movilización, a la rebeldía, para destruir o modificar el sistema de poder existente y retornar al paraíso. Es decir, para alcanzar la tercera etapa mítica. Claro que las explosiones de protesta pueden explicarse atribuyéndolos simplemente a un deseo de “mejorar”, de resolver, incluso parcialmente, los males que hoy sufrimos. Pero tal tipo de promesa es poca cosa, no conmueve ni moviliza las pasiones de un modo suficientemente eficaz. Lo que atrae de verdad es que alguien nos ofrezca la solución global, la definitiva, de los problemas humanos, la conclusión de toda conflictividad, la implantación de un orden justo y estable, desde hoy hasta el fin de los tiempos. Así lo hacían comunismos o fascismos.
Aquella promesa llevaba implícito el paso del actual segundo momento humano, el de conflictos y dolor, a un tercero de felicidad global y definitiva. Un objetivo, por definición, ilusorio, pero cuyo poder de atracción es tan alto que permite exigir la entrega absoluta del militante, del comprometido en la lucha, así como eliminar sin ningún tipo de reparos morales o prácticos a los egoístas, dubitativos o equivocados que obstaculicen nuestro avance hacia la felicidad colectiva.
El tema predilecto, en este tipo de planteamiento histórico, es la vida y la actuación del héroe que redimirá a la humanidad. Un héroe individual, para la historia conservadora: el legendario padre fundador de la nación, cuyo ejemplo moral y vital debe seguir inspirándonos hoy día. Un héroe colectivo, para la historia “social”: el pueblo, el proletariado, el movimiento obrero (que redimirá a la humanidad haciendo la revolución, estableciendo la igualdad y la justicia hasta el fin de los tiempos).
La fase actual en nuestra visión de la historia, la hoy dominante, está marcada, en principio, por la eliminación de mitos, en nombre de la ciencia y la madurez intelectual. Nuestra pretensión, la de los historiadores que hoy queremos ser serios, es descubrir y narrar los hechos ocurridos en el pasado y explicar en lo posible sus causas y consecuencias. Pero para ello, a diferencia de lo que se hacía antes, hoy renunciamos a conclusiones grandiosas. Queremos centrarnos en hechos concretos, parciales, sin elevarnos a un relato providencial sobre el conjunto de la historia humana.
En el momento actual, la actividad del historiador sigue consistiendo, desde luego, en narrar hechos y explicar su significado; pero este último no debe, salvo que se justifique de manera convincente, superar su contexto concreto, el lugar y la época en que ocurrió, los objetivos específicos que lanzaron a la acción a sus protagonistas. Nuestros relatos son parciales y limitados, como lo son los problemas que analizamos.
Las nuestras no son ya historias de reyes, gobernantes, grandes personajes políticos y militares, sino de los sometidos, de las estructuras de sumisión
Esa profesionalidad que idealizo exige, por un lado, renunciar a una visión global de la humanidad, marcada por un principio y un fin (una redención universal, próxima y definitiva). Los problemas que se narran pueden acabar siendo o no resueltos, pero su solución, en todo caso, no es definitiva. Son problemas, además, referidos a aspectos antes dejados de lado, por no relacionarse con el poder y sus círculos cercanos. Las nuestras no son ya historias de reyes, gobernantes, grandes personajes políticos y militares, sino de los sometidos, de las estructuras de sumisión, de grupos sociales más grises o neutrales ante el sistema de poder; o bien de grupos minoritarios, marcados por alguna singularidad cultural y, a veces, por esa misma razón, marginados u oprimidos. En cierto modo, y perdonen la simplificación, la evolución de la visión histórica a lo largo de los últimos cincuenta o setenta años podría sintetizarse como de los dirigentes a la nación; de la nación a la clase; y de la clase a las identidades culturales.
Todo lo dicho se vincula a la historia de mi generación, cuya primera fase vino marcada por lo enseñado en la escuela y trasmitido por la prensa o la radio bajo el franquismo: una historia nacional, cuyos personajes se valoraban, en definitiva, a partir del único y definitivo criterio de su aportación positiva o negativa a la construcción y el engrandecimiento de España.
La segunda fase fue la de nuestra rebeldía juvenil: nos enfrentamos con lo aprendido, nos negamos a seguir lanzando loas a los Tercios de Flandes o las Tres Carabelas, pero al final reprodujimos sus esquemas, aunque invirtiendo el papel de héroes y villanos. El movimiento obrero, visto hasta entonces como un factor negativo, de división interna, un obstáculo en el proceso de construcción nacional, pasó a ser el mesías redentor, el destinado a conducir a la humanidad a la futura y cercana revolución liberadora. Las élites sociales o políticas, en cambio, que antes acaudillaban a las masas en su avance hacia la plenitud nacional, eran ahora condenadas como “burguesía” explotadora u opresora, obstáculo maligno que se interponía en el camino hacia la libertad e igualdad, hacia la felicidad universal, en definitiva.
Y la tercera fase es la actual, la de la complejidad de la madurez. Como alguien que quiere comprender y juzgar de manera equilibrada, el historiador analiza los problemas del pasado de manera compleja, evitando simplificaciones y maniqueísmos. Y su posición se abstiene de ser, en principio, partidista o militante. No defiende, para empezar, una división tajante de la sociedad en clases sociales o grupos culturales, marcados por rasgos definibles en términos objetivos. Tampoco se sitúa a priori en favor de uno de los grupos en pugna. Lo que de ningún modo significa que sea neutral, aséptico, incapaz de lanzar juicios críticos sobre las cuestiones que originan los conflictos o la forma en que se desarrollan estos.
Lo que ha interesado al historiador, en definitiva (como a cualquier cabeza pensante), ha sido siempre él mismo, su propia realidad. Nuestro objeto de interés somos nosotros, ciudadanos que vivimos una situación histórica, estamos sometidos a un esquema de poder heredado y formamos parte de un grupo o sector social (de una “identidad colectiva”, cuando esta se define con más subjetividad). Nuestra peculiaridad, como historiadores, es, quizás, nuestra capacidad de disfrazarnos, de identificarnos con nuestros personajes o temas de estudio. Al principio, en la fase infantil, con dioses, héroes, grandes personajes mitológicos. Más tarde, en la rebelde, con la gente común, el pueblo, pero elevado a la categoría de objeto de la máxima opresión, de lo que se deriva su grandiosa misión redentora. Cuando la pugna se hace más compleja, con el grupo con el que nos identificamos y al que convertimos en protagonista de la historia. Y nosotros, los narradores de ese pasado, somos los profetas, el Merlín destinado a revelar su misión al Mesías, a despertarle del sopor en que se halla sumido y que le impide liberar de una vez a la Princesa sufriente (la nación oprimida, el pueblo trabajador explotado).
Tal misión redentora está frecuentemente ligada a la opresión misma de que se ha sido víctima. Es decir, lo excepcional de nuestros sufrimientos justifica lo grandioso de nuestra misión. Ocurre, por supuesto, en las religiones que hacen de los desposeídos y sufrientes los puros, los limpios de pecado y, por tanto, los elegidos y portavoces de Dios. Pero también en visiones supuestamente no religiosas, como el marxismo, que convierte al proletariado en redentor precisamente por representar la desposesión absoluta, la explotación suprema, la radical desposesión de bienes, lo cual hace de él no sólo el inspirador y dirigente de la rebelión final, sino alguien que, cuando triunfe, carecerá de recursos o de incentivos para oprimir a otros.
El objetivo es siempre convertir nuestra vida en centro de la historia; dotarla de interés. Lo que no toleramos es ser tan insignificantes como somos. No queremos vernos viviendo una vida gris, intermedia, sin ser más oprimidos y sufrientes que nuestros predecesores ni estar marcados por un destino más grandioso que nadie.
Sólo en la última fase, la de madurez, se comienza a comprender esto y se acepta renunciar a tan alta misión. Porque madurez significa humildad, significa no vernos como superhéroes, sino como vulgares seres humanos, semejantes a nuestros congéneres pasados y presentes. Pese a lo cual, nuestra historia es interesante, nuestra vida merece ser contada. Sigamos investigando, sigamos escribiendo, sobre nuestro pasado. Sigamos analizando al ser humano, intentando comprenderlo cada vez mejor. Pero, precisamente para poder hacer bien ese trabajo, renunciemos a rodearle de auras de excepcionalidad, de heroísmo, de martirio o de redención. Veámoslo como lo que es: un ser vivo, muy ajeno a lo sobrenatural, cuyos principales afanes son terrenales: mantenerse con vida, tener un trabajo digno y estable, un refugio y una vestimenta confortables, legar un futuro protegido a sus hijos.
Solo así, con una historia escrita a ras de tierra, sin elevarnos en ningún sentido a lo sobrehumano ni a lo mítico, haremos un trabajo serio, profesional, digno. Podremos contribuir a conocernos mejor y a dominar mejor nuestra realidad cercana. Y a facilitar la vida y la convivencia pacífica a generaciones futuras que, al leer lo que dejemos escrito, no se vean incitadas a concebir el pasado como enfrentamientos maniqueos, poblados por verdugos y víctimas, ni a retroproyectarse y retroproyectar a sus lectores —como herederos siempre de las inocentes víctimas— para predicar revanchas contra los supuestos herederos de los verdugos. Que nuestros libros, por el contrario, sirvan para comprender la complejidad de las tragedias del pasado y para evitar, en lo posible, las causas o situaciones que llevaron a ellas; pero sin proyectarnos como protagonistas de hechos que, además de ser muy complejos, ocurrieron mucho antes de que naciéramos.
No quiero terminar esta intervención sin un reconocimiento público de mi deuda hacia los amigos y seres queridos que me han acompañado en mi periplo vital. Algunos de ellos, con quienes tanto dialogué y con quienes compartí ilusiones, entusiasmos y batallas intelectuales, ya no están, lamentablemente, entre nosotros: Santos Juliá, Manolo Pérez Ledesma, Carlos Serrano, Jorge Reverte, a quienes no puedo olvidar hoy ni olvidaré nunca; sigo sintiendo que me acompañan y continúo mi diálogo con ellos; sé que es imaginario, que quien debate soy yo conmigo mismo, pero creo que lo merecen, que es la manera de mantenerles a mi lado, vivos; sólo desaparecerán definitivamente cuando dejemos de hablar con ellos los que les conocimos. También debo y quiero mencionar a mi mujer, María Jesús Iglesias, el encuentro más afortunado y la elección más acertada de mi vida. A nuestros hijos Quim, Cuca y María, y a nuestros nietos, de los que están aquí Martín, Nacho y Pablo, cuya presencia me emociona especialmente. Estos seres queridos son los bastones en que me apoyo cuando el mundo se tambalea a mi alrededor. Sin ellos, nada de lo que he hecho hubiera sido posible. Por eso, yo no debo recibir hoy honores sin hacer que suban, en este momento, simbólicamente conmigo a este estrado.
A todos ustedes, a todos vosotros, queridos amigos, agradezco vuestra compañía en un día como hoy; verme rodeado por tantos amigos sí que me sorprende, y me reconforta, y me hace pensar que sí, quizás es cierto que me merezco algún premio; porque tener a tantos y tan buenos amigos como los que están hoy aquí es una prueba rotunda de haber triunfado en la vida. De la Universidad Nacional de Educación a Distancia, quiero agradecer a Miguel Martorell, compañero y cómplice en tantas aventuras intelectuales, y a Paloma Aguilar, a quien me enorgullezco en proclamar mi alumna predilecta. Y por supuesto a la UNED, como institución, agradezco de todo corazón este alto reconocimiento, que sé bien que se debe más a la amistad que a la justicia, pues mi trabajo intelectual se halla muy lejos de merecerlo.