miércoles, 31 de agosto de 2022

De nuestras identidades sociales

 

Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va sobre la construcción de nuestras identidades sociales, que como dice en ella la filóloga Lola Pons, para quienes las construyen sobre el odio al prójimo, necesitan encontrar marcas identificatorias, y si no las hallan, se las construyen en torno a algo tan simple y tan cambiante como una denominación. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






Cómo se apellida un nazi
LOLA PONS RODRÍGUEZ
26 AGO 2022 - El País

El castellano Selemoh ha-Levi, hijo de Simeón ha-Levi, era el rabino mayor de la comunidad judía burgalesa a finales del siglo XIV. Con cerca de 40 años se convirtió al cristianismo, abandonó la kipá, se colocó la mitra y ejerció como obispo de Cartagena y de Burgos. Al convertirse, se cambió el nombre y empezó a llamarse (así lo conocemos hoy) Pablo de Santa María. La nueva elección onomástica era muy motivada: adoptó el nombre del converso más insigne, Pablo de Tarso, y un apellido de santoral.
Los apellidos como Santamaría, que evocan a santos, se llaman técnicamente hagiónimos y son frecuentísimos en la lengua española. Muchas veces remiten a lugares (hagiotopónimos) que a su vez tienen nombres de iglesias con advocaciones religiosas: unos santos están más bien escondidos dentro de la evolución fonética (Santander desde Sancti Emetherii, Santillana desde Sancta Iuliana), otros resultan claramente reconocibles (San Francisco, Santo Domingo...). Hay cientos de apellidos de santos en nuestros registros; obviamente, no todos remontan a judíos conversos, pero sí consta cierto hábito de los judíos españoles a adoptar esa clase de hagiónimos al abrazar una nueva identidad religiosa: en el mismo siglo XV de los Santamaría burgaleses, el médico aragonés Yosef ha-Lorquí se hizo llamar Jerónimo de Santa Fe; los Santángel, por su parte, fueron otra relevante familia de judeoconversos.
También los lugares cambian deliberadamente de nombre. El pueblo burgalés Castrillo Mota de Judíos se llama así desde 2014, fecha en que sus habitantes, en torno a medio centenar, decidieron olvidar el nombre previo Castrillo Matajudíos por lo hiriente de su connotación. Argüían los vecinos, además, que el viejo nombre del pueblo, constatado al menos hasta el siglo XVII, era “Mota de Judíos” y que alguien, empeñado en sacar pecho y acentuar el carácter de cristiano viejo, lo cambió con mala fortuna a Matajudíos. Lo cierto es que tanto mota (colina en terreno llano) como mata (porción de terreno arbolado) son formantes muy comunes en nuestra toponimia, y aluden a accidentes del terreno y la vegetación, pero con el cambio de topónimo esta localidad se quitaba de encima la aparente resonancia antisemita de un nombre que, paradójicamente, afectaba a un pueblo con una fundamentada tradición judía en sus orígenes: la historia verifica un asentamiento de judíos en la zona huidos de la comunidad hebrea de Castrojeriz.
Sorprende que a esta población burgalesa se desplacen colectivos nazis a hacer pintadas (cambiando mota por mata) y a quemar contenedores. Leyendo la noticia que hace unos días este periódico publicaba sobre el último episodio de vandalismo nazi sufrido por los ciudadanos de Castrillo Mota de Judíos, me preguntaba cómo se apellida un nazi, si alguno de esos bestias que se dirigen al pueblo burgalés para deshonrar su historia y sus decisiones tendrá apellidos de resonancia judía entre sus antepasados y si se los cambiaría o atentaría contra su propia historia; me preguntaba cuántos de los ancestros de estos quemacontenedores usaron kipá y vivieron en aljamas, en qué clase de pureza absurda puede creer alguien que, como español, no es otra cosa que la suma mezclada de identidades, conversiones, migraciones y destierros.
El proceso es el inverso al que, a miles de kilómetros de Burgos, le ocurre a un escarabajo cuyo hábitat se concentra en unas escasas cuevas húmedas de Eslovenia: un escarabajo ciego, depredador de los otros animales más pequeños que pueblan su hábitat. Esta especie de escarabajo, ignota para quienes como yo no nos dedicamos a la biología o a estudiar coleópteros ciegos cavernícolas, está en peligro de extinción por su nombre: se llama Anophthalmus hitleri, o sea, an-ophthalmus (sin ojos) de Hitler. La bautizó así el entomólogo austriaco Oskar Scheibel en 1933, en homenaje a Adolf Hitler, entonces recién elegido canciller alemán. Feliz y olvidado en su cueva húmeda, lo que ha puesto a este pobre escarabajo en peligro de extinción es algo tan superficial (y desafortunado) como su reciente nombre, porque el hecho de llevarlo lo ha convertido en un insecto codiciado para quienes, con muy dudosos principios y aficiones, gustan de coleccionar todo lo relativo a Hitler y están sustrayendo al escarabajo del hábitat esloveno en el que vive.
Es llamativo, y sería tierno si no estuviésemos hablando de nazismo, que estos vándalos le den tantísima trascendencia a un nombre. Quien construye su identidad sociopolítica sobre el odio al prójimo necesita encontrar marcas identificatorias, y si no las halla, se las construye en torno a algo tan simple y tan cambiante como una denominación. Imagino que, cuando no se tiene muy claro a quién dirigir el odio o la admiración, la vía más fácil para una mente simple es denostar o adorar aquello que de la manera más primaria y superficial pueda sugerirle un nombre. Pero ya es triste que lo más coherente con tu ideología sea perseguir un escarabajo o cambiar por a la o del nombre de una aldea.






Y ahora, la viñetas...


















martes, 30 de agosto de 2022

De las patrias

Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la existencia real de las patrias, porque como dice en ella el escritor Sergio del Molino, una patria es solo un repertorio de modas y costumbres que se disuelven con el mismo misterio con el que se instauran. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







No existen las patrias eternas, todas son coyunturales
SERGIO DEL MOLINO
24 AGO 2022 - El País

El niño de la mesa de al lado le contaba a su madre una escena con entusiasmo. “Fue como en la película de Spiderman”, apostilló, y pronunció Spiderman con la perfección del colegio bilingüe en el que seguramente estudia y de las muchas horas de inmersión anglófona que acumula desde antes de aprender a hablar. La madre le corrigió: “Hijo, no digas espáiderman; di espíderman, que somos españoles”.
Era una acotación hermosa, porque camuflaba de españolidad lo que no era más que tristura por la brecha generacional. La madre conoció a Spiderman como espíderman, y seguramente tampoco ha dicho nunca Star Wars, siempre ha hablado de La guerra de las galaxias. Creció en una España donde las cosas se pronunciaban de un modo que a su hijo le suena rústico e inaceptable. No es que el niño se haga menos español, sino que se hace más contemporáneo, y la madre se queda atrás, en una patria ya perdida, con su paisaje cultural hecho jirones. Me recuerda a los académicos y lingüistas que luchan como quijotes contra los molinos del anglicismo, defendiendo la pureza de un idioma que solo fue puro en su cabeza y, a veces, en su boca. No lamentan la corrupción del lenguaje, sino su propia extinción, lo solos que se van quedando frente a unas generaciones que hablan de otra forma, con las orejas abiertas de par en par a cualquier palabra inglesa pronunciada a la inglesa.
No hay registros sonoros, pero sí muchos testimonios escritos: los españoles ágrafos de hace dos siglos llamaban Belintón al general Wellington, lo que daba mucha risa a los galdoses y a la gente culta de finales del siglo XIX, aunque bien podrían haberlo tomado como un rasgo de afirmación española, como la madre que persiste en espíderman. No lo hicieron porque su país estaba ya hecho de otros sobreentendidos, los de su generación (sobreentendidos que sonarían ridículos a la siguiente), y porque una patria no es más que un repertorio de modas y costumbres que se disuelven con el mismo misterio con el que se instauran.
No existen las patrias eternas, todas son coyunturales. Todas nacen en la infancia y mueren el día que los hijos pronuncian con acento inglés lo que nosotros pronunciábamos a la remanguillé. Cuando los lepenistas del mundo prometen recuperar aquellos tiempos perfectos, tan solo evocan un puñado de palabras mal dichas que, al perderse, transforman el recuerdo en un refugio sencillo donde no había que esforzarse para entender de qué diablos hablan los hijos.







Y ahora, las viñetas...





















lunes, 29 de agosto de 2022

De la realidad social

Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del principio de contradicción en la realidad social, porque como dice en ella la filósofa Aurora Freijo, suspender a alguien es quitarle voz, y quitarle la voz es expulsarle de lo social, es desterrarle, el gran castigo que ya los griegos practicaban con el ostracismo, y que convierte a un individuo en un fantasma, en alguien que no posee nada. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.




Yo te cancelo
AURORA FREIJO
23 AGO 2022 - El País

Uno de principios fundamentales de la lógica tradicional es el de no contradicción, que afirma que nada puede ser y no ser a la vez y en el mismo sentido. Aristóteles lo consideró, por su rango, el primer principio, aquel del que derivarían los demás. Como todo buen principio, su verdad nos resulta evidente, tanto que cualquiera diría que es casi una perogrullada. Pero el asunto es más complejo de lo que parece. Este superprincipio conlleva como elemento inadmisible, dentro del razonamiento, la existencia de la contradicción, afirmando que lo que la contiene debe ser rechazado como falso, o bien resuelto en el modo de la síntesis dialéctica. Gracias a él la ciencia, la tecnología y el razonamiento lógico han avanzado a niveles inimaginables.
Existe, sin embargo, un peligro, parecido al de la falacia naturalista que denunciaba Hume, que es el de cometer el error de pasar la validez de este principio a campos que no le corresponden, como puede ser el del arte, la moral o los afectos. Difícil imaginar una literatura a la que se le exija claridad y firmeza (la autentica poesía es hija de la paradoja, dice Pessoa), desestimar a un pensador por sus discordancias, requerir a un director de cine desarrollos lineales y congruentes o desestimar a un artista plástico por sus propias confrontaciones. En cuanto a los afectos —amor y deseo, y sobre todo en el caso de este último— lo propio es en muchos casos precisamente la convivencia de los contrarios y la dificultad de la armonía. Pueden preguntarles a los grandes místicos, a Bataille —conviene releer su texto El erotismo—, a Lacan o a Sade. En el terreno de la moral, el escenario se vuelve aún más complicado por las consecuencias obvias que de ello podrían derivarse, es decir, la complejidad de sentenciar sobre el bien y el mal. Exigir que en esos registros tan propiamente humanos se eliminen o resuelvan los contrasentidos es cuando menos una actitud necia, pero incluso puede llegar a ser, en algunos aspectos, sospechosa de intransigencia y de propensión al juicio ligero. Y, sin embargo, contamos con innumerables intolerantes con las contradicciones, sobre todo ajenas, enemigos de las paradojas y militantes de los enunciados apofánticos, que se posicionan sin vacilaciones en los parámetros que la norma social popular exige, que se convierten en poseedores de la verdad —la única, la suya— , y se indignan ante la coexistencia de lo aparentemente irreconciliable. Aborrecen que pueda ocurrir que una proposición no sea ni verdadera ni falsa, estado que es una deriva de ese principio de no contradicción con el que comenzábamos. Son incapaces de tener la mirada prudente, de entender que la contradicción es jugosamente inevitable en gran medida y en muchos casos es incluso exuberantemente fecunda, si se la deja brotar en su tirantez. A estos amantes de los dualismos extremos y de la verdad monolítica les alteran las zonas intermedias, hasta tal punto que, cuando las detectan, llaman a la acción, convocando hordas de justicieros que castiguen con el arma de la cancelación a los discordantes. Cancelar a alguien es quitarle voz, y quitar la voz es expulsar de lo social, es desterrar, el gran castigo que ya los griegos practicaban con el ostracismo. Cancelar a un individuo es convertirlo en un fantasma, en un subalterno, en alguien que no posee nada. Desgraciadamente, nos estamos acostumbrando a la barbaridad de la cancelación cultural, borrando de las redes y de los ámbitos públicos a los que han cometido la falta de la inconsistencia, exigiéndoles además la humillación de perdón público, como en los peores momentos de la historia. Pero además, desgraciadamente, esta práctica se va extiendo a ámbitos más privados, más pequeños. Mantener que un sí quizá sea un no, o viceversa, o que incluso se den a la vez, que convivan ambos en un mismo tiempo o a lo largo del decurso del mismo, convierte a quien lo hace en un pecador laico, un terrorista moral, merecedor de la condena a ser cancelado e incluso linchado. Porque la cancelación es un linchamiento, el que lleva a cabo la horda de los necios jueces populares que pululan por las redes. Es muy osado hacer de la afirmación que dice que el sí no puede ser no a la vez una proposición universal, es decir, que posea una validez para todos los casos. Hacer de la afirmación que dice que solo el sí sea sí debería darnos miedo.
Dada nuestra co
ndición humana, podemos correr el peligro de afiliarnos a las líneas de los verdugos de cierta inmadurez mental, la de los sumisos con sed de autoridad que, en aras de la razón y la verdad, sentencian, cancelan y linchan. Cuidémonos de ello.




Y las viñetas de hoy...

















domingo, 28 de agosto de 2022

Del paso de las generaciones

Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del paso de las generaciones, porque como dice en ella el escritor Martín Caparrós, hay una zona ambigua en la Historia en la que las generaciones conviven sin mezclarse, se reparten en capas y lo que para algunos es su vida para otros es, si acaso, una nota al pie de un libro. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt



Crueldades del tiempo
MARTÍN CAPARRÓS
22 AGO 2022 - El País

Fue hace 50 años: exactamente 50 años, el 22 de agosto de 1972. Una semana antes, un grupo de más de 100 militantes de diversas izquierdas encarcelados en un penal patagónico, viento y frío, el páramo arenoso al sur del sur, había intentado fugarse. No era un simple escape: el plan incluía la toma de la cárcel y el traslado de los fugitivos en tres camiones hasta un aeropuerto cercano; allí se subirían a un avión que llegaba de Buenos Aires y que otros militantes habrían copado en vuelo. Funcionó a medias: los camiones y las comunicaciones fallaron y, cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Rawson, solo siete fugitivos habían conseguido llegar hasta allí. Se subieron y, tras un rato de espera infructuosa, despegaron hacia Santiago de Chile, donde el Gobierno de Salvador Allende los recibió con inquietud y solidaridad. Semanas más tarde seguirían su viaje hasta La Habana.
Otros 19 militantes consiguieron llegar al aeropuerto poco después. Lo coparon y decidieron esperar la llegada de otro avión de línea previsto para esa mañana, pero las autoridades lo desviaron y mandaron cientos de soldados. Los 19 —14 hombres y cinco mujeres— entendieron que no tenían salida. Tras una breve negociación se rindieron frente a las cámaras que ya empezaban a aparecer, pidiendo garantías para sus vidas; efectivos de la Infantería de Marina los acarrearon hasta una base naval llamada Almirante Zar, en la ciudad de Trelew, no muy lejos de allí.
Argentina llevaba, en ese momento, más de seis años bajo una dictadura militar, que entonces encabezaba el general Alejandro Lanusse. La evasión había expuesto sus debilidades: fue una vergüenza que no quisieron soportar. Así que una semana después, el 22 de agosto, hacia las tres de la mañana, los oficiales de Marina a cargo de la base despertaron a los presos, les ordenaron salir de sus celdas y formarse en el pasillo y los ametrallaron. Nueve murieron en el acto; siete murieron de sus heridas —que nadie atendió— en las horas siguientes; tres sobrevivieron, y se pasaron el resto de sus vidas contando aquella madrugada. Ninguno de los muertos tenía más de 30 años; una mujer estaba embarazada.
Esa tarde el Gobierno militar informó que un intento de fuga en Trelew había sido reprimido a tiros, causando la muerte de 16 “subversivos”; durante tres o cuatro días Buenos Aires y otras ciudades del país fueron una sucesión de manifestaciones callejeras, peleas con la policía, velatorios reprimidos con tanques. Yo lo recuerdo bien: tenía 15 años, simpatizaba con esos grupos y hervía de indignación y de esperanzas.
La masacre de Trelew, como se la llamó, pareció un hito en la historia argentina. Juan Gelman, Julio Cortázar, Tomás Eloy Martínez, Paco Urondo y tantos más escribieron sobre ella —y ya pasaron 50 años—. Todo el recuerdo me impresiona, pero nada tanto como esa constatación del tiempo: medio siglo. Ahora Argentina está llena de personas para quienes eso sucedió en otra dimensión, solo en ciertos manuales y ni siquiera mucho. Un cálculo simple: la distancia entre ahora y 1972 es la misma que había entre aquel momento y 1922. Para cualquier joven actual estos hechos están tan lejos como estaban entonces, para mí, el fin de la Primera Guerra Mundial, la prohibición del Ulysses de James Joyce, las grandes colonias inglesas y francesas en Asia y África, el cine mudo, los inicios de la radio, el primer voto femenino —en Holanda—, la fundación de la Unión Soviética, la llegada al poder de Benito Mussolini, un mundo sin penicilina.
Es lo raro de la Historia. Hay hechos que nos son ajenos a todos: no queda, por supuesto, vivo nadie que haya peleado en Trafalgar. Pero hay una zona ambigua, donde las generaciones conviven sin mezclarse, se reparten en capas: lo que para algunos es su vida para otros es, si acaso, una nota al pie de un libro que nunca leyeron. ¿Cuántos españoles recuerdan como un recuerdo propio la muerte de Luis Carrero Blanco, digamos, o la de Salvador Puig Antich? ¿Cuántos tienen que reconocer que aquello que les parecía tan decisivo sea, para la gran mayoría, un borrón mal contado? ¿Cuántos pueden, entonces, entender que es una buena idea poner los hechos presentes en un contexto histórico, tomar con pinzas la importancia de “la actualidad”, pensarla en esos términos? ¿Quienes quieren preguntarse qué eventos que marcaron sus vidas serán, pronto, la sombra de una sombra? ¿Cuál es, en cada momento, la historia de un país, si un país está hecho de todas esas capas?
Y, al mismo tiempo, ¿qué pasa cuando la propia vida se transforma en Historia? ¿Qué hacemos, nosotros los vetustos, con esas experiencias que se van deshaciendo? ¿Qué deberíamos hacer? Supongo que nada —o nada más que contarnos batallitas con un vaso de vino— pero es, de algún modo, una pérdida triste: otra especie, entre tantas, que se extingue sin ruido. Es, supongo, lo que hacen las especies.






Y ahora, las viñetas...