El blog de HArendt - Pensar para comprender, comprender para actuar - Primera etapa: 2006-2008 # Segunda etapa: 2008-2020 # Tercera etapa: 2022-2025
viernes, 31 de enero de 2025
De las entradas del blog de hoy viernes, 31 de enero de 2025
De qué hacer mientras la Historia ruge
“Que suenen las campanas de todas las aldeas /
pues aconteció el poema en mis venas”.
(Carlos Carranca)
1. Estimo enormemente el acto de traducir. Nadie sabe mejor que el traductor que, por más que las lenguas sean equivalentes, nunca se reproducen con simetría especular. El poema que encabeza este texto está formado únicamente por los dos versos mencionados, y su título es Aleluya, pero sé que por mucho que se esfuerce un traductor, será difícil que consiga reproducir del todo en otro idioma la belleza de la rima que empareja aldeias con veias, poniendo de relieve la música que envuelve ambas palabras. Y tal falta de este emparejamiento, se quiera o no, debilita el significado, debido a la simple ausencia de esa nota que proporciona la rima, dice en El País [Qué hacer mientras la historia ruge, 26/01/25] la escritora Lídia Jorge.
Si en este momento quiero subrayar la dificultad de mantener en español la melodía de este brevísimo poema, es porque, mientras al otro lado del Atlántico, a estas horas, en Washington, la Historia se yergue con la configuración de un espectro, a este lado, en mi aldea, arrecian los preparativos para celebrar su elevación a la categoría de villa. Y, como es natural, yo querría que sonaran las campanas de todas las aldeas y que un poema de laudatio naciera en mis venas.
2. Dicho ascenso se produjo el pasado 17 de enero. Al amanecer, afluyeron a Lisboa gentes de todas partes. En el parlamento de la República se debatía la administración de las pedanías y Boliqueime cambiaría su estatus entre aclamaciones. Yo también estuve presente. Puedo dar fe de que el nombre la localidad se pronunció de manera aislada, y pudo beneficiarse así de un largo y entusiasta aplauso que hizo estremecerse el hemiciclo y las abarrotadas galerías. Pese a la conciencia de que no habrá cambios significativos en la vida de sus habitantes, la población manifestó su alegría.
Boliqueime es un nombre extravagante, que provoca las burlas de muchos. Se cree que los navegantes genoveses de paso hacia el Atlántico, alrededor de los siglos XII y XIII, venían aquí a llenar sus barriles con agua. Cerca de la ciudad de Asís se encuentra otra Boliqueime, cuya etimología tiene que ver con “burbujear”. Tenemos que dar esta explicación para que no se rían de nosotros. Ante la vista hay una hermosa franja del mar, y caminando hacia ella, playas con la arena más blanca y fina del continente europeo. Su tejido urbano cuenta con un colegio, una farmacia, un hotel, una pista polideportiva, una residencia de ancianos, peluquerías, casas de alquiler, tres cafeterías y una iglesia donde un conocido cineasta ha filmado importantes escenas. Por eso, en el momento en que se aprobó el paso a municipio, a todos les resultó imposible no dejarse llevar por la ensoñación, no volver a tararear canciones románticas de cuando la posibilidad del fin del mundo no pasaba de ser una leyenda, y los chicos cantaban la letra de La hermosa molinera, con el heroísmo del caminante que entona “Das Wandern! Das Wandern!”
3. Mientras tenía lugar el acto legislativo, yo pensaba en la alegría de Schubert al concebir “Ist mein! Ist mein!”, “¡es mía!” y otras palabras parecidas, dado que la aldea pasaba a ser villa y nuestros antepasados se levantaban del polvo para unirse a los vivos que aplaudían puestos en pie, en el momento en que el cambio de designación cobraba rango de ley. Eso ocurrió hace tres días. Ahora escribo estas líneas en la tarde del histórico 20 de enero de 2025, mientras se celebra la nueva ceremonia de investidura en Washington a la que el mundo asiste boquiabierto, pendiente de cada sílaba que salga de los labios del nuevo horóscopo global. En Boliqueime, sin embargo, no se pierde mucho tiempo en tales vaticinios. Como si nada ocurriera al otro lado del Atlántico, se está preparando una gran fiesta que tendrá lugar el próximo fin de semana. Habrá abrazos, música y en el curso de la tarde, en la anteiglesia, se asará un cerdo.
4. Las imágenes no mienten, las palabras tampoco. En la antecámara del Senado estadounidense se anuncia que el futuro será de conquista, preponderancia, intolerancia, venganza, expulsión, desintegración, licencia para mofarse, pisotear, mentir, insultar, enriquecerse, defraudar, anexionarse, desprenderse, rebautizar, y todo ello anunciado a escala mundial. Acto seguido, los comentaristas, rendidos al olor del triunfo que ignora la ley, empiezan a decirse unos a otros lo que Mefistófeles le dijo a Fausto: “Donde está la fuerza está el derecho”. Porque el acto de toma de posesión en la capital de Estados Unidos adquiere las dimensiones de la coronación de Napoleón pintada por Jacques-Louis David en 1807. La corona de Josefina Bonaparte, con los ojos puestos en la alfombra, para no sentirse eclipsada por el brillo de la gloria terrenal, tiene su réplica del sombrero de ala ancha de la emperatriz americana. También ella recurre a ocultar su mirada en el momento supremo de gloria. Es más, en ambos casos, el emperador asume la voluntad de Dios, poniéndola a su servicio, y se bendice a sí mismo, uniendo en su persona el favor y el origen de la divinidad. De manera simétrica, hay en ambos casos un momento en el que el ganador promete enloquecer. Por el contrario, la manera de mantenerse alerta en la nueva villa de Boliqueime es hacer como si no pasara nada, y lo importante por ahora fuera elegir bien el cerdo que ha de asarse.
5. Dicen que el asado será gigantesco, que los niños correrán detrás de los músicos, que palomas desvergonzadas caminarán por la acera picoteando migajas, que habrá muchas risas, que los fuegos artificiales estallarán en el aire y tendrán forma de árboles y de flores. Quiero estar presente y participar en la celebración de nuestra aldea, elevada ahora a villa. Como todos los pueblos pequeños, Boliqueime tiene también una breve historia que contar al mundo, si acaso tuviera el mundo paciencia para escuchar la historia de los pueblos pequeños. Era la mañana del 1 de noviembre de 1755, el día de Todos los Santos. Noventa y nueve fieles asistían a misa en la pequeña iglesia de tres naves cuando el terremoto que arrasó Lisboa, y cambió el pensamiento europeo, sacudió también con igual intensidad el sur del país. La iglesia de Boliqueime se derrumbó sobre los noventa y nueve fieles y nadie se salvó. Las casas se desmoronaron. La población se redujo a la mitad.
Pese a todo, los que sobrevivieron se sobrepusieron a la tragedia, enterraron a los muertos, levantaron las piedras y eligieron a los santos que sobresalían entre los escombros. Y como no quedaba muro en pie, colgaron la campana de las ramas de un algarrobo y desde allí daba el campanero el toque de maitines y de ángelus. Al cabo de cuatro años, sostienen los documentos, se había construido sobre otra colina una nueva iglesia barroca de una sola nave, dedicada a San Sebastián, y un precioso órgano. Boliqueime nos enseña que no podemos tener miedo a la Historia, pues es el resultado de nuestra precaria condición de seres abandonados a su suerte sobre la Tierra.
6. Por eso, con permiso de los vegetarianos, mientras los ciudadanos de Estados Unidos abandonan la OMS y el Tratado de París, los habitantes de Boliqueime asarán un cerdo con la alegría de nuestros hermanos prehistóricos cuando descubrieron el milagro del fuego. Es necesario que bailemos junto a la piedra de nuestro hogar. La gran tragicomedia que estamos viviendo a escala global no debe paralizarnos ni transformarnos. Me niego a la tristeza en este día nefasto, y por eso elijo poemas que invocan el sonido de las campanas y se titulan Aleluya. No me rindo, los quiero en mis venas. Creo que en el momento en que alguien trata al globo terrestre como si fuera su aldea, la aldea tiene el deber de atribuirse la importancia del globo terrestre.
[ARCHIVO DEL BLOG] Play. Publicado el 05/12/2011
Del poema de cada día. Hoy, El muro de las sonrisas, de Claribel Alegría
EL MURO DE LAS SONRISAS
Cuando el amor se aja
se marchita
se te vuelve amarillo
no hay remedio
sólo te queda
la sonrisa.
Cuando te sientes sola
entre sus brazos
y tu piel es frontera
y no te brota el llanto
sólo te queda
la sonrisa.
Cuando te sientes sola
entre sus brazos
y tu piel es frontera
y no te brota el llanto
sólo te queda
la sonrisa.
Cuando el canto se oxida
y el paisaje
y todo lo vivido
es un espectro
tu único refugio
es la sonrisa:
ese muro cerrado
impenetrable
sin ayeres
sin hoy
y sin mañanas
donde todos los sueños
se hacen trizas.
Claribel Alegría (1924-2018)
poetisa nicaragüense
jueves, 30 de enero de 2025
De las entradas del blog de hoy jueves, 30 de enero de 2025
Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves, 30 de enero de 2025. La descripción del escudo de Aquiles fue la primera inteligencia artificial, de dice en la primera de las entradas del blog de hoy, pues Homero narra en la Ilíada cómo era ese escudo y lo que en él aparecía representado en relieve. La segunda es un archivo del blog de septiembre de 2022, sobre el arte de la traducción, que fue el último artículo de Javier Marías antes de morir. El poema del día, en la tercera, se titula Momentos felices y comienza así: Cuando llueve, y reviso mis papeles, y acabo/tirando todo al fuego: poemas incompletos,/pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,/fotografías, besos guardados en un libro,/renuncio al peso muerto de mi terco pasado. Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor. Pero ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Nos vemos mañana si la Fortuna lo permite. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos míos.
De Homero y la inteligencia artifical
La descripción del escudo de Aquiles fue la primera inteligencia artificial. Y nos enteramos ahora. Homero dedica en la Ilíada un buen segmento de su relato a narrar cómo era ese escudo y lo que en él aparecía representado en relieve; figuran estrellas, emboscadas, ciudades, asambleas, personas que desempeñan profesiones, campos de cereales en los que ocurren escenas costumbristas y hasta elementos que difícilmente podrían estar plasmados en el escudo si este hubiera existido: ganado mugiendo, un niño que canta con delicadeza... En el escudo de Aquiles parecía haber toda una representación del cosmos entonces conocido. Para el lector de la Ilíada, en medio de un relato de ardores guerreros, la descripción de cómo era ese escudo grande y pesado forjado por los dioses como una obra de arte era una especie de respiro narrativo, escribe en El País [Homero y la inteligencia artificial, 25/01/2025] la filóloga Lola Pons.
El pasaje fue muy bien recibido en la tradición posterior y dio lugar a todo un género en la escritura: la descripción de obras artísticas, lo que las retóricas y los tratados llamaron con la voz griega écfrasis. La écfrasis es la representación de una representación, la versión en palabras de una obra artística: el poema que versifica sobre un cuadro, la pieza literaria que alaba una escultura... No se describía un paisaje o una persona, sino la forma en que la obra artística los representaba. Distinta de la paráfrasis y menos conocida que ella, la écfrasis fue también un ejercicio retórico de escuela: los estudiantes tenían ante sí una obra que habían de convertir en palabras con la indicación precisa de que, para que la tarea fuera exitosa, tenían también que interpretar, sacar fuera aspectos de la obra artística y sumar a ellos su propia visión. Odas a urnas griegas o relatos breves sobre una escultura de Apolo son productos verbales nacidos de piezas artísticas, en algún caso con resultados memorables que han pasado a la historia de la literatura.
La inspiración de este movimiento estuvo en el escudo de Aquiles, que quizá nunca existió, pero que terminó siendo creado, primero con palabras y luego con materia. Porque la celebridad de ese pasaje de la Ilíada hizo tentador recrear el antecedente de la descripción, seguir los datos de Homero como si fueran instrucciones y esculpir escudos de Aquiles en cerámica (algunos se exponen hoy en museos) o pintarlos en escenas mitológicas para imaginar cómo quedaría en los brazos del héroe tan bello instrumento.
El camino inducido por la Ilíada fue que de la palabra se llegó a la imagen, en una especie de écfrasis inversa. Y eso es lo que hoy, en versión simple y automática, tenemos a nuestra disposición con algunas herramientas de inteligencia artificial. Sí, podemos pedir a una aplicación que genere una imagen donde, me excuso, Cleopatra esté sentada a los pies de las ruinas incas de Machu Picchu acompañada del primer ministro británico actual comiendo ambos gofio canario. Y la imagen sale. Y podemos instar a que en ella aparezcan enfadados, o sorprendidos porque ha empezado a nevar, o leyendo EL PAÍS. Y la imagen, de nuevo, saldrá. Podemos sugerir un escorzo, un encuadre determinado, una paleta cromática específica... Y si seguimos empeñados en hacer proliferar este uso de la inteligencia artificial, ya no será el mejor artista quien diseñe o pinte bien, sino quien mejor hable, quien mejor describa, quien más atinadamente sepa dar instrucciones con palabras a la máquina robótica que crea.
Si antes, en la écfrasis que practicaban nuestros antepasados, la creación visual era previa a su representación con palabras, el procedimiento automático actual se levanta a la manera homérica: primero se explica y después se recrea visualmente, en un proceso que relega al autor en favor de la herramienta. Se describe para crear, y esto tiene consecuencias. Porque ante estas aplicaciones que crecen veloces y que nos hacen temer estafas, sesgos y malversaciones éticas, estamos cediendo la interpretación de nuestras palabras y la creación final a la máquina. Nos limitamos a describir.
Confiar la invención a las máquinas hace decrecer nuestra facultad de inventar, ya acorchada por nuestra incapacidad para concentrarnos, deslumbrados ante el brillo de las pantallas. Han crecido la escolarización, la educación, la lectura y el número de países que declaran ser democracias. Pero ha menguado nuestra disposición para interpretar, diluida entre consignas y mensajes simples, maniqueos, fáciles de entender. Ya no estamos en la época de Homero, pero nuestro cosmos, siendo mayor, parece no haber engrandecido nuestras posibilidades. Se ha rebajado nuestra capacidad de abstracción, de figuración, de reflexión profunda sobre las emociones, los problemas o las debilidades que no se pueden describir si no es interpretativamente. ¿Se le ocurriría a una máquina representar todo un microcosmos en un escudo, como hizo Homero? ¿Cómo se representan la turbación, el hastío o la renuncia? Miedo me da pedirle a la aplicación que me genere una imagen de chantaje o de desfachatez o de falta de escrúpulos. Temo obtener una foto de la política española de estas últimas semanas. Y sería una imagen real, no inventada.
[ARCHIVO DEL BLOG] Del arte de la traducción. Homenaje a Javier Marías. Publicado el 11/09/2022
Si hay una actividad que echo de menos, esa es la traducción. La abandoné hace ya décadas, con pequeñas excepciones (un poema, un cuento, las citas de autores ingleses y franceses que aparecen en mis novelas), y nada me impediría regresar a ella, salvo mis propios libros y lo mal pagada que sigue estando esa labor esencial, sin duda una de las más importantes del mundo, no sólo para la literatura; también para las noticias que llegan, los descuidados subtítulos de películas y series, el bastardo doblaje de hoy, los avances médicos, las investigaciones científicas, las conversaciones entre los gobernantes…, dice en El País de hoy [El más verdadero amor al arte, 11/09/2022] el escritor y académico Javier Marías. Pero la que yo añoro es la literaria, a la que dediqué casi todos mis esfuerzos. Siempre he sostenido que se parece tantísimo a la escritura que es agotador compaginarlas. La “única” diferencia es la presencia de un texto original al que uno ha de ser fiel —pero no esclavo de él—. Ese original ofrece inconvenientes y ventajas. Entre los primeros, que uno nunca es muy libre —pero sí bastante— porque debe reproducir lo mejor posible, en su lengua, lo que en las suyas escribieron Conrad o James, Proust o Flaubert, Bernhard o Rilke; es decir, uno no puede inventar. En una novela sí, de la primera a la última línea, hasta el punto de que a veces uno no sabe cómo continuar, y es entonces cuando desearía disponer de un original que lo guiara y le dictara siempre lo que le toca poner. El texto original, como la partitura musical, está ahí y es inamovible, aunque tanto el traductor como el pianista tengan amplio margen de elección. La dicción, la preferencia por un vocablo o su descarte, el tempo, el ritmo, las pausas, son responsabilidad de ellos. Y pueden destrozar una obra maestra, eso también.
A menudo recuerdo, a la vez con sudores fríos y enorme placer, mis meses o años empleados en traducir los tres textos más difíciles de mi vida: El espejo del mar, escrito en el fantástico pero extraño inglés de un polaco; Tristram Shandy, obra monumental del siglo XVIII no menos laberíntica que el sobadísimo Ulysses de Joyce; La religión de un médico y El enterramiento en urnas, de Sir Thomas Browne, sabio inglés del XVII con una prosa tan majestuosa como sublime como alambicada, que suscitó la admiración incondicional de Borges y Bioy. Ante ella me rendí: no me sentía capaz de proseguir. Al cabo de unos meses, pensé que era una lástima que los lectores de lengua española se quedaran sin conocerla y, con renovado brío, reanudé y concluí la tarea. ¿Por qué me importaba tanto el conocimiento de esos lectores, que en ningún caso iban a ser cuantiosos? Ni yo lo sé. Sencillamente juzgué que esa maravilla merecía existir en mi idioma, aunque fuera para disfrute y provecho de unos pocos curiosos.
Algunos traductores no viven de la traducción —los que sí, pobres, se ven obligados a empalmar trabajos malos, regulares y buenos, y a acabarlos todos a gran velocidad—. Los primeros poseen un superfluo y desinteresado sentido del deber para con sus compatriotas. Si pensamos en la primera traducción del Quijote, del dublinés Thomas Shelton y de 1612, sólo siete años después de su publicación en español, ¿qué tuvo que impulsar a aquel hombre para embarcarse en una novela española, larga y nada fácil, de un completo desconocido? Lo ignoro, pero cabe imaginar que Shelton fue tan generoso como para no querer privar a los demás irlandeses ni a los ingleses del placer que él habría experimentado durante su lectura en castellano. Si alguna vez fue adecuada la expresión “trabajar por amor al arte”, es para la labor de esos traductores. Al fin y al cabo, un escritor alberga la esperanza, por remota que sea, de vender mucho y triunfar. Al traductor nunca lo aguardan tales glorias, y aún hoy bastantes editoriales se permiten no poner su nombre en la cubierta, como si Ali Smith o Zadie Smith no hubieran necesitado de un concurso. Y si hablamos de emolumentos, es para echarse a llorar. ¿Cómo va a pagarse igual una versión de Dickens que una del enésimo chisgarabís americano actual? Y sin embargo así sucede. Hay editores que se han hecho de oro merced al trabajo de un traductor, al que retribuyeron con una rácana tarifa por página y se acabó, mientras el título en cuestión vendía cientos de miles de ejemplares en español.
No sé, sí: también una hija puede cuidar a su madre por el amor que le profesa, pero eso no obsta para que su ímproba dedicación se vea remunerada, sólo sea para que no se muera de hambre mientras renuncia a ganarse el sustento con un empleo. Desde ese punto de vista no puedo sentir nostalgia de mis años de traductor. Me ha ido mucho mejor con mis novelas. He gozado de una inmensa suerte que poco tiene que ver con el mérito ni con el talento. Y aun así, aun así… Recuerdo cómo me satisfacía y emocionaba “reescribir” en mi lengua un texto mejor que ninguno que yo pudiera alumbrar, como fue el caso de mis tres traducciones mencionadas. Leer, corregir y releer cada página y pensar (siempre sujeto a equivocación, uno es mal juez de lo que hace): “Sí, sí, así lo habrían escrito Conrad, Sterne o Browne de haberse expresado en español”.
Esta es la última columna que Javier Marías escribió para EL PAÍS, un homenaje a los traductores. El novelista la había dejado escrita en julio para ser publicada a la vuelta de su habitual parón de agosto. Este septiembre, su estado de salud impidió que volviera a su cita semanal con los lectores en ‘El País Semanal’. Esperábamos poder iniciar la nueva temporada con esta columna cuando se recuperase, pero tras la muerte del escritor este domingo, se convierte en la última entrega de ‘La zona fantasma’, la número 939 desde que Javier Marías comenzó a escribir en el diario en febrero de 2003.
Del poema de cada día. Hoy, Momentos felices, de Gabriel Celaya
MOMENTOS FELICES
Cuando llueve, y reviso mis papeles, y acabo
tirando todo al fuego: poemas incompletos,
pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,
fotografías, besos guardados en un libro,
renuncio al peso muerto de mi terco pasado,
soy fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego,
y así atizo las llamas, y salto la fogata,
y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
¿no es la felicidad lo que me exalta?
Cuando salgo a la calle silbando alegremente
—el pitillo en los labios, el alma disponible—
y les hablo a los niños o me voy con las nubes,
mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando,
las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos
desnudos y morenos, sus ojos asombrados,
y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,
salpican de alegría que así tiembla reciente,
¿no es la felicidad lo que siente?
Cuando llega un amigo, la casa está vacía,
pero mi amada saca jamón, anchoas, queso,
aceitunas, percebes, dos botellas de blanco,
y yo asisto al milagro —sé que todo es fiado—,
y no quiero pensar si podremos pagarlo;
y cuando sin medida bebemos y charlamos,
y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos,
y lo somos quizá burlando así a la muerte,
¿no es felicidad lo que trasciende?
Cuando me he despertado, permanezco tendido
con el balcón abierto. Y amanece: las aves
trinan su algarabía pagana lindamente:
y debo levantarme, pero no me levanto;
y veo, boca arriba, reflejada en el techo
la ondulación del mar y el iris de su nácar,
y sigo allí tendido, y nada importa nada,
¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
¿No es felicidad lo que amanece?
Cuando voy al mercado, miro los abridores
y, apretando los dientes, las redondas cerezas,
los higos rezumantes, las ciruelas caídas
del árbol de la vida, con pecado sin duda
pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
regateo, consigo por fin una rebaja,
mas terminado el juego, pago el doble y es poco,
y abre la vendedora sus ojos asombrados,
¿no es la felicidad lo que allí brota?
Cuando puedo decir: el día ha terminado.
Y con el día digo su trajín, su comercio,
la busca del dinero, la lucha de los muertos.
Y cuando así cansado, manchado, llego a casa,
me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,
y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
y la música reina, vuelvo a sentirme limpio,
sencillamente limpio y, pese a todo, indemne,
¿no es la felicidad lo que me envuelve?
Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,
me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:
«Estaba justamente pensando en ir a verte.»
Y hablamos largamente, no de mis sinsabores,
pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme,
sino de cómo van las cosas en Jordania,
de un libro de Neruda, de su sastre, del viento,
y al marcharme me siento consolado y tranquilo,
¿no es la felicidad lo que me vence?
Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un camino que huele a madreselvas;
beber con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
mirarse en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿no es esto ser feliz pese a la muerte?
Vencido y traicionado, ver casi con cinismo
que no pueden quitarme nada más y que aún vivo,
¿no es la felicidad que no se vende?
Gabriel Celaya (1911-1991)
poeta español