jueves, 12 de octubre de 2023

De las identidades plurales

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura para hoy, del filólogo Juan Signes, va de las identidades plurales. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com







Identidades plurales: el ejemplo de Roma
JUAN SIGNES CODOÑER - Revista Babelia
16 SEPT 2023 - harendt.blogspot.com

Cuando en el año 212 el emperador Caracalla otorgó la ciudadanía a todos los habitantes del Imperio Romano, sancionó un modelo de Estado en el que los nuevos ciudadanos asumían abiertamente una identidad pública y estatal (la romanidad) preservando sus identidades individuales, determinadas por la cultura, lengua o patria de origen. Ese modelo no estuvo exento de tensiones territoriales y religiosas, sobre todo desde que, a fines del siglo IV, la ortodoxia cristiana dejó de ser un simple rasgo definitorio de la identidad pública y se hizo obligatoria en el ámbito privado. Pero, con todas sus limitaciones, esta identidad plural de varios niveles, creó un marco de convivencia con el que se identificaron múltiples “naciones” del Imperio durante más de mil años.
Para empezar, los propios griegos empezaron a llamarse “romanos” y renunciaron a su denominación de “helenos”, a pesar de ser orgullos defensores de su tradición cultural y lingüística. Así, cuando el emperador Justiniano decidió en el año 534 suprimir el latín como lengua de la administración, las élites griegas protestaron contra una decisión que, según ellas, privaba al Imperio de su identidad. No por casualidad la más importante gramática latina que conservamos fue escrita por Prisciano en Constantinopla en ese mismo siglo para los griegos que estudiaban latín. Los griegos no dejaron de llamarse “romanos” (rhomaioi en griego) ni siquiera después de que los turcos ocuparan los territorios del Imperio. Y no vincularon su identidad a territorio alguno: romanos eran los grecoparlantes de los Balcanes o Anatolia, Italia, Crimea o Palestina. Muchos griegos, incluso después de la independencia de Grecia en 1829, siguieron reivindicando la denominación de “romanos” como definitoria de su identidad, porque consideraban que era más integradora que la de “helenos”, impuesta por el romanticismo de las potencias aliadas que apoyaban entonces a Grecia. Incluso la milenaria comunidad griega de Crimea, establecida en Mariupol en época zarista, no ha dejado nunca de llamar “rumeika” a su lengua —hasta que en 2022 la invasión rusa rompió tristemente esta asombrosa continuidad—.
No sólo los griegos siguieron siendo griegos dentro de la identidad “romana”. Los gitanos, procedentes de India, se asentaron en el Imperio Romano en el siglo IX y recibieron de las autoridades el nombre de “intocables” (athinganoi en griego), de donde se deriva la denominación más extendida del pueblo en buena parte de Europa (zíngaros, Zigeuner…). Sin embargo, al igual que los griegos, ellos se denominaron “romanos”, por considerar al Imperio su nueva patria, denominación esta, la de “Roma”, que conservan hasta hoy también para su lengua, el “romaní”. No hay mejor ejemplo actualmente de una nación orgullosa sin Estado-Nación.
Algunas comunidades judías, a pesar de ser objeto de feroz persecución por parte de los emperadores romanos, acabaron también por integrarse en el Imperio y adoptar la lengua griega como propia. Estos judíos “romaniotas” preservaron su identidad sin Estado propio, como la mayoría de las comunidades judías hasta la creación del Estado de Israel.
Romanos se autodenominaron también los germanos que en la parte occidental del Imperio crearon un imperio rival del legítimo, cuya capital se había trasladado desde Roma a Constantinopla. Algo que quedó patente con su refundación como Sacrum Imperium Romanum por Otón I en el 962, casi dos siglos después de la coronación de Carlomagno.
La extinción del Imperio Romano (bizantino en la terminología moderna) en 1453 puso fin a la romanidad griega y dejó a la romanidad latina, en Occidente, el campo libre para convertir al latín en la lengua de comunicación de los europeos en el Renacimiento. Sin embargo, al mismo tiempo, Europa asistió a la constitución de nuevos Estados de identidades unívocas a costa de depuraciones y pogromos. Estos comenzaron en España donde se expulsó a los judíos en 1492 y luego a los moriscos entre 1609-1613. El proceso culminó en el siglo XX con hechos como el genocidio armenio, el holocausto judío o la guerra de Yugoslavia. El espíritu nacionalista ha ido creando Estados-Nación cada vez más pequeños en la Europa multicultural y puesto fin a los proyectos plurinacionales en los que las lenguas no reclamaban territorios exclusivos.
La Unión Europea podría representar la vuelta a esa identidad múltiple que encarnan los viejos imperios, pero para ello deberá encajar el sentimiento nacionalista con los valores democráticos y crear un modelo de identidad tan sólido como el que tuvo la romana para tantos pueblos que preservaron bajo su paraguas sus propias esencias. Para eso se necesita tiempo y estabilidad: Roma tardó siglos en crear un identidad colectiva, reforzada por la sensación de protección que el Imperio ofrecía a sus súbditos. La Unión Europea todavía no ha alcanzado el siglo de existencia, pero si sobrevive a los retos de este mundo en cambio quizás pueda consolidar un modelo de identidad plural que ofrezca una alternativa sólida a los nacionalismos excluyentes que crean identidades cerradas en contra de los flujos humanos que determinan el progreso en la Historia. Las Humanidades, arrinconadas por los políticos tecnólatras, pueden ser útiles para construir un futuro mejor a través del conocimiento del pasado.






























[ARCHIVO DEL BLOG] El concepto de Hispanidad. [Publicada el 03/11/2018]











¿Es Hispanidad una mala palabra?, se pregunta en el diario El País el escritor Mario Vargas Llosa. Gracias a la llegada de los españoles, comenta, América Latina pasó a formar parte de la cultura occidental y a ser heredera de Grecia, Roma, el Renacimiento y el Siglo de Oro.
En un artículo muy bien escrito, como suelen ser los suyos, comienza diciendo Vargas Llosa, Antonio Elorza explica el disgusto que le causa la palabra Hispanidad, que asocia al racismo nazi y al franquismo. A mí su texto me recordó a los indigenistas, que la asociaban sobre todo a los “horrores de la conquista española”, es decir, a la explotación de los indios por los encomenderos, a la destrucción de los imperios inca y azteca y al saqueo de sus riquezas. Quisiera discutir esos argumentos negativos y reivindicar esa hermosa palabra que, para mí, más bien se asocia a las buenas cosas que le han ocurrido a América Latina, un continente que, gracias a la llegada de los españoles, pasó a formar parte de la cultura occidental, es decir, a ser heredera de Grecia, Roma, el Renacimiento, el Siglo de Oro y, en resumidas cuentas, de sus mejores tradiciones: los derechos humanos y la cultura de la libertad.
La conquista fue horrible, por supuesto, y debe ser criticada, al mismo tiempo que situada en su momento histórico y comparada con otras, que no fueron menos feroces, pero que, a diferencia de la que integró América al Occidente, no dejaron huella positiva alguna en los países conquistados. Y es preciso también recordar que España fue el único imperio de su tiempo en permitir en su seno las más feroces críticas de aquella conquista —recordemos sólo las diatribas del padre Bartolomé de las Casas— y de cuestionarse a sí misma sobre ese tema, estimulando un debate teológico sobre el derecho a imponer su autoridad y su religión sobre los habitantes de aquellos territorios.
La situación de los indígenas es bochornosa en América Latina, sin duda, pero, hoy, las críticas deben recaer sobre todo en los Gobiernos independientes, que, en doscientos años de soberanía, no sólo han sido incapaces de hacer justicia a los descendientes de incas, aztecas y mayas, sino que han contribuido a empobrecerlos, explotarlos y mantenerlos en una servidumbre abyecta. Y no olvidemos que las peores matanzas de indígenas se cometieron, en países como Chile y Argentina, después de la independencia, a veces por gobernantes tan ilustres como Sarmiento, convencidos de que los indios eran un verdadero obstáculo para la modernización y prosperidad de América Latina. Para cualquier latinoamericano, por eso, la crítica a la conquista de las Indias tiene la obligación moral de ser una autocrítica.
Las civilizaciones prehispánicas alcanzaron altos niveles de organización y construyeron soberbios monumentos. Desde el punto de vista social, se dice que los incas eliminaron el hambre de su vasto imperio; que en él todo el mundo trabajaba y comía. Una formidable hazaña. Pero, no nos engañemos; pese a todo ello, eran todavía sociedades bárbaras, donde se practicaban los sacrificios humanos y donde los fuertes y poderosos sometían brutalmente y esclavizaban a los débiles.
Gracias a la Hispanidad varios cientos de millones de latinoamericanos podemos entendernos porque nuestro idioma es el español, una lengua que nos acerca y nos enlaza dentro de una de las muchas comunidades que constituyen la civilización occidental. Qué terrible hubiera sido que todavía siguiéramos divididos e incomunicados por miles de dialectos como lo estábamos antes de que las carabelas de Colón divisaran Guanahaní. Hablar una lengua —haberla heredado— no es sólo gozar de un instrumento práctico para la comunicación; es, sobre todo, formar parte de una tradición y unos valores encarnados en figuras como las de Cervantes, Quevedo, Góngora, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, y de aportes nuestros tan singulares a ese legado como Sor Juana Inés de la Cruz y el Inca Garcilaso de la Vega, para nombrar sólo a dos clásicos.
Yo no soy creyente, pero muchos millones de hispanoamericanos lo son, y la religión, o el rechazo de la religión, son dos maneras de prolongar en América unas formas de ser y de creer que proceden de Occidente y refuerzan nuestra pertenencia a la civilización que —hechas las sumas y las restas— ha contribuido más a humanizar la vida de los seres humanos y a su progreso material y social. También forman parte de la tradición occidental las satrapías y el fanatismo, y esas siniestras dictaduras como las de Hitler y de Franco, pero sería mezquino y absurdo considerar que es esa deriva del Occidente —como el antisemitismo— la que se encarna en la Hispanidad, un concepto que esencialmente se refiere a la muy rica lengua en la que nos expresamos más de quinientos millones de personas en el mundo de hoy.
La Hispanidad es un concepto muy ancho, por supuesto, y aunque sin duda los conquistadores se cobijan en él, y también los inquisidores, y los dictadorzuelos de toda índole que ensucian nuestra historia, en él están presentes los mejores pensadores y poetas y luchadores por las buenas causas —la libertad, la más importante de ellas— que hemos tenido en España y en América, y los héroes civiles y anónimos que dedicaron su vida a ideales que siguen siendo actuales y admirables. Sería aberrante creer que España es sólo Franco; también lo son los millones de demócratas que sufrieron por serlo persecución, cárcel y fusilamiento, o un exilio de muchos años.
La Hispanidad en nuestros días es la transición pacífica que asombró al mundo por la sensatez que mostraron los dirigentes políticos de todos los partidos y tendencias y la Constitución más admirable de la historia de España que ha garantizado las instituciones democráticas y el extraordinario progreso que ha vivido el país en estos cuarenta años de libertad. Soy testigo de esto que digo. Llegué a Madrid como estudiante en agosto de 1958 y España era entonces un país subdesarrollado, con una dictadura severísima y una censura tan estricta que tenía a la sociedad como embotellada en una atmósfera de sacristía y cuartel, donde había que sintonizar todas las noches la radio francesa para enterarse de lo que estaba ocurriendo en España y en el resto del mundo. Viajar en aquellos años por ciertas regiones era encontrarse con pueblos sin hombres —se habían ido a trabajar a Europa—, de pésimas carreteras y unos niveles de pobreza que se parecían mucho a los de América Latina. La transformación de este país en pocas décadas ha sido poco menos que prodigiosa, un verdadero ejemplo para el mundo de lo que es posible hacer cuando se trabaja y se vive en libertad y se aprovechan las oportunidades que permiten el ser parte de una Europa en construcción.
En aquellos dos primeros años de mi estancia en Madrid sólo soñaba con terminar las clases en la Complutense y partir a París. Muy ingenuamente asociaba Francia con un paraíso de las letras y las artes y los debates políticos de ese elevado nivel que permitían y estimulaban una alta cultura y la libertad. Buscando eso mismo, hoy llegan a España muchos jóvenes de toda América Latina, artistas, escritores, músicos, bailarines, que vienen aquí buscando aquello que hace unas décadas buscábamos nosotros en París. El 12 de octubre celebra, no los años oscuros y la pesada tradición de censura, represiones, guerras civiles y oscurantismo, sino que la España de hoy día haya dejado atrás todo aquello y ojalá que sea para siempre. No hay razón alguna para avergonzarse de lo que representa la palabra Hispanidad, la que, dicho sea de paso, ahora rima con libertad.
Y sobreabundando en lo dicho por nuestro Premio Nobel, les invito a leer el "A vuelapluma" del próximo miércoles, 7 de noviembre, que va de tolerancias y leyendas, algunas negras-negrisímas, sobre españoles, pero también británicos, que no iban a ser menos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












miércoles, 11 de octubre de 2023

De una idea para mover Europa

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura para hoy, del historiador José Andrés Rojo, va de una idea para mover Europa. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Una idea para mover a Europa
JOSÉ ANDRÉS ROJO
06 OCT 2023 - El País

En Eslovaquia, el partido que ha obtenido más votos en las elecciones parlamentarias del domingo es una fuerza nacionalista, xenófoba, que simpatiza con Putin. No quiere saber nada de aceptar refugiados, no le interesa que la Unión cambie la unanimidad como método en la toma de decisiones, no apoya la integración de Ucrania en el club de Bruselas. Es un país pequeño, de unos cinco millones y medio de habitantes, y no tiene un peso muy relevante en el conjunto de los Veintisiete, pero lanza una pésima señal. Viktor Orbán, el primer ministro de Hungría, ha celebrado la victoria de Robert Fico al frente de Smer-SD (Dirección-Socialdemocracia eslovaca) y ha dicho que “siempre es bueno trabajar con un patriota”. Fico tendrá que buscar aliados para poder gobernar y, de imponerse sus posiciones, habrá en la Unión otro Gobierno que desconfía del proyecto europeo.
El historiador Tony Judt ya lo advertía en una colección de conferencias que dio en Bolonia en 1995, y que reunió en su libro ¿Una gran ilusión? (Taurus), donde decía que Europa tiene connotaciones poco halagüeñas para los habitantes del Este, que Bruselas representa para ellos la imagen del rico indiferente, que desconfían de sus libertades y su espíritu cosmopolita. Unos años después, el 1 de mayo de 2004, se incorporaron a la Unión la República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Chipre, Malta, Polonia y Hungría. Con esa ampliación se dio un salto enorme, que Judt temía que fuese precipitado. El profundo desdén de algunos de estos países por el Estado de derecho, una pieza angular del proyecto, ha demostrado que igual estaba en lo cierto. “Europa no es tanto un lugar como una idea”, decía también entonces Judt. Ayer los líderes de los Veintisiete participaron en Granada en una cumbre de la Comunidad Política Europea —un organismo en el que están incluidos otros 17 países del continente y que se surgió con la guerra en Ucrania— y tratarán hoy de la nueva ampliación, de procedimientos y fechas, de las reformas que hacen falta para llevarla a cabo. No es mal momento para preguntarse qué idea mueve a Europa en este momento, qué pretende en un nuevo mundo desgarrado por la guerra de Putin en Ucrania.
Jorge Semprún —este año se conmemora el centenario de su nacimiento— procuró dar una respuesta a esta cuestión. Lo hizo cuando la Unión Soviética se había ido a pique: las coordenadas que marcaron el siglo XX se diluyeron hasta quedar en nada y los que habían creído en el comunismo como un proyecto liberador constataban su radical fracaso y buscaban otros caminos para seguir combatiendo por un mundo mejor. La democracia fue para algunos de ellos la condición necesaria para librar esa batalla; Europa, el marco donde llegar más lejos en derechos, libertades, justicia social.
En su libro Pensar en Europa (Tusquets), Semprún recogió una idea que el filósofo Edmund Husserl había formulado en 1935 en Viena, la de Europa como “una figura espiritual”. Se trataba de conseguir “la unidad en la diversidad” y armar un artefacto en el que se afirmarían, “en vez de dislocarse o difuminarse, las identidades regionales y locales”. Para Semprún, ese era “el proyecto más consecuente y más movilizador para la izquierda europea”. ¿Pura palabrería? Quizá, pero sin palabras, y sin ideas, Europa está muerta.

































[ARCHIVO DEL BLOG] A peor. [Publicada el 06/06/2020]










A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Durante la Revolución Rusa pocos pensaban que el mundo que habían conocido había desaparecido para siempre. Hoy ocurre lo mismo: gran parte de nuestra forma de vida anterior al virus ya es irrecuperable. Y quizá todo vaya a peor, comenta en este último A vuelapluma de la semana [¿Otro apocalipsis? El País, 23/5/2020] el profesor John Gray, catedrático emérito de Pensamiento Europeo en la London School of Economics.
Si hay algún acontecimiento de la historia reciente del mundo que merezca la desgnación de apocalipsis, es la guerra civil rusa -comienza diciendo el profesor Gray-. Esto no quiere decir que los sucesos de 1917-1920 supusieran el fin del mundo. Para los revolucionarios, aquello era el comienzo de un nuevo orden humano y, si bien no instauraron la Nueva Jerusalén que pretendían, 70 años después podemos ver que sí crearon en Rusia algo extraordinario y duradero. Pero su toma del poder se hizo a expensas de un enorme sufrimiento y un número desconocido pero terrible de muertes, quizá entre siete y diez millones en total. La guerra, el hambre, la peste y la muerte —los cuatro jinetes del Apocalipsis— asolaron el país más grande de Europa”.
Este párrafo, perteneciente a la edición de 1987 de Blancos contra rojos. La guerra civil rusa, del historiador Evan Mawdsley, tiene hoy más resonancia que nunca. El sistema que crearon los bolcheviques desapareció. Pero el núcleo del Estado ruso sigue siendo una versión actualizada de la Cheka, la Comisión Panrusa Extraordinaria, la policía secreta fundada por Lenin que utilizó el terror y, a través de la OGPU, el NKVD y el KGB, siguió dirigiendo la vida soviética hasta el final. Sin embargo, el país actual —basado en un capitalismo oligárquico entremezclado con las estructuras de seguridad del Estado, la Iglesia ortodoxa restaurada y el imperialismo euroasiático— es increíblemente distinto del que imaginaban los fundadores del Estado soviético.
El Holocausto, el intento de exterminar por completo a un sector de la humanidad, fue seguramente el episodio más genuinamente apocalíptico de la historia de la humanidad. Pero la guerra civil rusa ya mostró varias características propias de un apocalipsis. Conocer ese periodo olvidado quizá pueda permitirnos entender lo lejos que está —y no está— nuestra época de un instante de ese tipo.
En las olas de terror que comenzaron en agosto de 1918, después de que Lenin resultara herido en un atentado, el nuevo régimen soviético mató a sus propios ciudadanos en una carnicería de una escala sin precedentes. Durante los dos meses posteriores, se ejecutó aproximadamente a 15.000 personas por delitos políticos, más del doble de todos los presos ejecutados en los cien años previos de régimen zarista (6.321). En conjunto, la revolución, la campaña de terror de 1918, la guerra civil y la hambruna posterior se cobraron la vida de unos 25 millones de personas en los territorios del antiguo imperio de los zares, 18 veces el número de víctimas rusas en la Primera Guerra Mundial (entre 1,3 y 1,4 millones) .Para los gobernantes del nuevo Estado, la caída del viejo orden era una oportunidad para transformar la sociedad con arreglo a un modelo nuevo. A las “antiguas personas” —aristócratas, terratenientes y sacerdotes, además de cualquiera que tuviera empleados— se les despojó de sus derechos civiles y se les negaron las cartillas de racionamiento y la vivienda. Estas reliquias humanas del pasado, que en muchos casos murieron de hambre o de las penalidades sufridas en los campos de concentración instituidos por Lenin, vieron cómo se borraba toda su forma de vida . Lo mismo ocurrió con los campesinos, cuyas constantes revueltas se aplastaron con furia. En la gran rebelión de la región de Tambov, en 1920-1921, las fuerzas soviéticas emplearon gas venenoso para “despejar” los bosques a los que habían huido los rebeldes.
La hambruna posterior mató a cinco millones de personas en 1921 y 1922. Las causas no solo fueron la sequía y una mala cosecha. El desmantelamiento de los ferrocarriles, la sanidad y los servicios de basuras hizo que se extendieran enfermedades epidémicas como el tifus y el cólera. Hubo ciudades que se despoblaron y cuyos edificios de madera se demolieron para aprovechar la leña. Las órdenes de requisar el cereal y la exportación de productos agrícolas provocaron una hambruna masiva y especialmente espantosa. Es posible que el ruso sea el único idioma en el que existen dos palabras referidas al canibalismo: trupoyedstvo, que significa alimentarse de cadáveres, y lyudoyedstvo, que consiste en matar a alguien para comérselo. Según algunas informaciones de la época, en las zonas golpeadas por la hambruna empezaron a aparecer mercados públicos de carne humana en los que las partes del cuerpo de los recién asesinados tenían precios más altos por estar frescas.
Si uno de los significados de apocalipsis es el paso repentino a una situación hasta entonces inimaginable, esa época, desde luego, cumple los requisitos. Pero además, el periodo 1917-1923 fue apocalíptico en otro sentido. El nuevo Gobierno y sus seguidores progresistas en Occidente —aunque no la mayoría de los rusos— creían que el Estado soviético estaba construyendo una sociedad que sería mejor que todo lo anterior. Curiosamente, la caída de la Unión Soviética se recibió en Occidente con una explosión de optimismo apocalíptica muy parecida a la que había acompañado a su fundación.
El 27 de octubre de 1989, un par de semanas antes de que cayera el muro de Berlín, escribí: “Lo que estamos presenciando en la Unión Soviética no es el fin de la historia, sino su reanudación, siguiendo unas líneas claramente tradicionales. Todos los indicios hacen pensar que nos encaminamos de nuevo a una era histórica en el sentido clásico. Nuestra época es un tiempo en el que la ideología política, tanto la liberal como la marxista, tiene cada vez menos peso en los acontecimientos, y lo que se enfrentan son unas fuerzas más antiguas, más primordiales, nacionalistas y religiosas, fundamentalistas y, tal vez, pronto malthusianas. Si la Unión Soviética acaba desmoronándose, esa catástrofe beneficiosa no abrirá paso a una nueva era de armonía poshistórica, sino al regreso a un terreno clásico de la historia, el de la rivalidad entre las grandes potencias, las diplomacias secretas y las reivindicaciones irredentistas”.
En aquella época me encontraba de visita en Estados Unidos y me pareció curioso que consideraran que esta opinión era una muestra de pesimismo apocalíptico. En think tanks, encuentros políticos y reuniones de negocios de todo el país, pensaban que la ilusa idea de que había comenzado una nueva era denotaba un sobrio realismo. Como consecuencia, varias fundaciones de derechas eliminaron sus programas de relaciones internacionales, con el argumento de que ya no se iba a necesitar una política exterior ni de defensa.
Que la vuelta a la historia de siempre se considere impensable es prueba del poder de embrutecimiento mental de la fe laica. Aunque las ideologías progresistas suelen dividirse entre las de tipo reformista y las de tipo revolucionario, la diferencia no es fundamental. Ambas parten de la fe en que la historia es un proceso gradual en el que el significado y el valor se conservan y se incrementan. En realidad, la historia está llena de interrupciones en las que lo que se había ganado se pierde irremediablemente. Ya sea por una guerra, una revolución, una hambruna o una epidemia —o una combinación mortal de todas ellas, como en la guerra civil rusa—, la desaparición repentina de un modo de vida es algo frecuente. Desde luego, hay periodos de mejoras graduales, pero no suelen durar más de dos o tres generaciones. El progreso se lleva a cabo en los interludios, cuando la historia está en reposo.
En las religiones teístas de las que deriva la idea del apocalipsis, este término se refiere a una revelación final que llegará con el fin de los tiempos. Tras ser elegido Papa durante la peste romana de 590, en la que falleció su predecesor, Pelagio II, Gregorio Magno escribió: “El fin del mundo no es ya una mera profecía, sino que está revelándose”. Pero el mundo no se acabó; los cuatro jinetes se fueron por donde habían venido y la historia siguió adelante. En el sentido escatológico en el que lo interpretaba Gregorio, el apocalipsis no existe. Pero si se refiere al fin de los mundos concretos que los seres humanos se han construido, el apocalipsis es una experiencia histórica recurrente.
Cuando leemos los diarios de personas que vivieron durante la revolución rusa, observamos su incredulidad al ver que el vasto y antiguo imperio de los Románov quedó reducido a la nada en unos meses. Pocos pensaban que el mundo que habían conocido había desaparecido para siempre, aunque les atormentaba la sospecha de que no iba a volver. En el continente europeo, muchos tuvieron una experiencia similar cuando la Gran Guerra destruyó lo que Stefan Zweig, en sus elegiacas memorias El mundo de ayer (1941), llamó “el mundo de la seguridad”.
Hoy nos encontramos en unos momentos similares. Después del confinamiento, no vamos a despertarnos en el mismo mundo de antes solo que un poco peor, como ha afirmado el provocador escritor francés Michel Houellebecq (que ha dicho que el virus es “banal” porque “ni siquiera se transmite sexualmente”; de hecho, algunos estudios recientes indican que quizá se transmita a través del semen).
Gran parte de nuestra forma de vida anterior al virus ya es irrecuperable. Seguramente se desarrollarán una vacuna y tratamientos que reducirán la letalidad del virus. Pero lo más probable es que se tarden años, y, mientras tanto, nuestras vidas habrán cambiado hasta ser irreconocibles. Incluso cuando lleguen, no servirán para disipar el miedo de la población a otra ola de infecciones o a un nuevo virus. Las actitudes de la gente, más que las medidas impuestas por los Gobiernos, impedirán que volvamos a las costumbres anteriores a la covid-19.
A la hora de comparar, lo más próximo no son pandemias históricas como la gripe española, sino el impacto del terrorismo en épocas más recientes. El número de víctimas asesinadas en atentados terroristas es pequeño. Pero se trata de una amenaza endémica, que ha alterado profundamente la vida cotidiana. Las cámaras de videovigilancia y los procedimientos de seguridad en los espacios públicos han pasado a ser parte de nuestras vidas.
El coronavirus de la covid-19 no es un patógeno excepcionalmente letal, pero es muy temible. Pronto habrá en todas partes controles de temperaturas y vigilancia a través de los teléfonos móviles. El distanciamiento físico será obligatorio nada más salir de casa. La repercusión en la economía será inconmensurable. A las empresas que se adapten enseguida les irá bien, pero los sectores que dependían del modo de vida anterior —por ejemplo, bares, restaurantes, acontecimientos deportivos, discotecas, viajes en avión— se contraerán o desaparecerán. La vieja vida de relaciones despreocupadas entre las personas se desvanecerá rápidamente de la memoria.
Algunos empleos quizá ganen más poder y prestigio. Los trabajadores asistenciales y sanitarios merecen algo más que el aplauso por sus esfuerzos. Exigirán mejores salarios y condiciones de trabajo, y es muy posible que los consigan. Probablemente, los que estén en otros puestos mal remunerados y con empleo esporádico saldrán peor parados que antes.
Los efectos sobre las “categorías del conocimiento” serán inmensos. La educación superior funciona con un modelo de presencia del alumno que el distanciamiento físico ha dejado obsoleto. Las artes, los museos, el periodismo y el mundo editorial se enfrentan a un vuelco similar. La automatización y la inteligencia artificial eliminarán franjas enteras de empleo para la clase media. La tendencia que está en marcha desde hace décadas se acelerará, y los restos de la vida burguesa desaparecerán.
A medida que la vida de antes de la covid-19 se desdibuje en la historia, grandes segmentos de las clases profesionales se encontrarán con una experiencia similar a la de los que pasaron a ser antiguas personas en los bruscos cambios históricos del siglo pasado. La burguesía apartada no tiene por qué temer a la hambruna ni a los campos de concentración, pero el mundo en el que han vivido está desvaneciéndose ante sus ojos. Lo que están experimentando no es nada nuevo. La historia es una sucesión de apocalipsis de este tipo y, de momento, este es más suave que la mayoría". Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt