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lunes, 27 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Triste felicidad





Por primera vez, no es más importante decirnos a nosotros mismos quiénes vamos a ser el año que viene o dentro de diez sino confesarnos cómo hemos llegado hasta aquí, comenta en este primer A vuelapluma de la semana [La nueva felicidad y el tango de moda. El País, 24/7/2020] la escritora Nuria Labari.

“Nunca imaginé que en la felicidad hubiera tanta tristeza” -comienza dicendo Labari-. Yo debía de tener unos dieciséis años cuando me topé con esta frase leyendo a Mario Benedetti. La misma edad que tienen ahora las chicas de la playa que llevan el tanga de moda del verano para tomar el sol. Pandillas enteras uniformadas con brasileñas negras y la parte de arriba de otro color como única diferencia entre unas y otras. Pienso en el inmenso trabajo que habrá supuesto para ellas ir a la tienda, seleccionar la prenda, probársela con su mascarilla y con esos plásticos imposibles que llevan las bragas del biquini, mirarse en el espejo bajo la luz vertical del probador… También en las razones por las que han elegido esa prenda y no otra. Hay una visión del mundo detrás de cada uno de esos tangas, una ideología tan exigente como el rigor con que se exponen al sol. Por la tarde, cuando la playa se vacía, algunas de esas chicas salen corriendo al agua como las niñas que aún son mientras que algún chico (o chica) las persigue como las mujeres que están empezando a ser. Entonces recuerdo la frase de Benedetti que leí cuando tenía su edad.

A estas alturas, todos nos hemos dado cuenta de que este verano todo lo que antes nos parecía normal se ha cubierto con un velo de tristeza, todo tiene un sentido nuevo que además nos parece peor. Porque, de alguna manera, todos sentimos que ya no volveremos a ser felices, al menos no de la misma manera. Creo que es porque, hasta ahora, la felicidad la veníamos declinando en futuro, igual que el éxito. Así que era algo que estaba lejos y que estallaba de pronto en instantes de consecución de un logro o de un objetivo. Un momento de gloria que nos impulsaba hasta la siguiente meta. Pero la covid-19 nos ha dejado a todos desnudos, con o sin el tanga puesto, ante el futuro. Porque esta pandemia ha invertido la flecha del tiempo y ahora la felicidad ya no es algo que está por llegar sino aquello que nos pasó sin darnos cuenta. El paradigma ha cambiado: éramos felices y no lo sabíamos, recordamos ahora mientras estrenamos una felicidad que se declina en pasado.

Vivimos una vida sin pandemia y ni siquiera nos enteramos de nuestra fortuna. Fuimos tan libres que nunca imaginamos que pudiéramos vivir encerrados. La pregunta obligatoria es qué hicimos con aquella felicidad, a qué dedicamos nuestra vida y nuestros esfuerzos. “La vida mejor no es la más agradable”, me silba Séneca desde la tumba. Sin duda no supimos vivir la vida mejor. Cuando todo iba bien, nos hicimos expertos en anestesiar todo lo que estaba mal. Y ahora, atravesados por la flecha del tiempo, la felicidad nos parece algo que dejamos atrás y no tenemos ni idea de qué vamos a hacer con la vida que nos queda por delante. Las noticias hablan de primas de riesgo, de paro, de ERTE, de muertes, de Europa, cada vez menos de Siria o del hielo de los glaciares, aunque allí siguen. Y mientras tanto, nosotros intentamos ser felices incluso en el peor verano de nuestras vidas.

Quizás sea hora de recordar que antes de la covid-19, cuando las cosas nos iban mejor y éramos más felices de lo que ahora somos, la felicidad fue también una forma de domesticarnos, de aprobar exámenes, de conseguir trabajo, de ligar. De avanzar hacia lugares a los que no sabíamos si realmente queríamos ir. La ideología de la felicidad flotaba en el aire hasta volverlo asfixiante. Entonces los jóvenes nos parecían siempre más felices que los mayores, por más que lo estuvieran pasando fatal. Porque en la medida en que la felicidad se declinaba en futuro, los niños y los adolescentes se consideraban sin duda los seres más afortunados de la tierra. Y se daba por hecho que a los viejos les quedaba ya poca o ninguna plenitud por descubrir. Esto no se decía, claro, pero se sentía. Y se ha sentido mucho más duro con la gerontofobia de esta pandemia. Por lo demás, no puede haber una ideología más triste que aquella empeñada en que el avance de la propia vida está reñido con la esencia misma de la felicidad. ¿Quién no estaría triste en un mundo así?

A vivir y a morir hay que aprender toda la vida, decían los clásicos. Pero hace mucho que esa asignatura nos la quitaron del programa de estudios y hasta del vital. En su lugar nos dieron un currículo y un smartphone. Las redes sociales usaron tecnología punta para convertir la idea de felicidad en una mentira social monetizable. Y nosotros hicimos el resto. Pero aquí estamos, inaugurando juntos un tiempo nuevo. Porque, por primera vez, no es más importante decirnos a nosotros mismos (individuos y sociedades) quiénes vamos a ser el año que viene o dentro de diez sino confesarnos cómo hemos llegado hasta aquí.

Es hora de asumir que aquella idea de felicidad que hoy añoramos, no nos trajo nada bueno. Nada tan bueno, desde luego. La mayoría de las veces no hizo que encontráramos nuestro sitio en el mundo ni que fuéramos capaces de conquistar el placer sin olvidarnos de todo lo que estaba mal. Y por tanto, en cierto sentido, fue inútil. Me gustaría que mi sociedad, mi ciudad y mi cultura no volvieran a olvidarse de todo lo que está mal. Que la felicidad deje de ser moneda de cambio y el placer un anestésico. Siento cómo empieza a soplar el viento de otra vida por vivir, como en la novela de Theodor Kallifatides. Y me digo que, con un poco de suerte, la felicidad nunca volverá a ser lo que fue".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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viernes, 29 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] La felicidad





"Os meses máis felices da miña vida": O. resume sin contemplaciones el sentimiento de muchos confinados justo ahora que las puertas se abren y Todo Esto empieza a ser Todo Aquello, escribe en el A vuelapluma de hoy [Felicidad. La Voz de Galicia, 27/5/2020] la periodista Fernanda Tabarés. Sin el respingo de quienes pelearon con el Virus desde las trincheras y sin el dolor de quienes simplemente sucumbieron a él, para todos los demás el retiro ha sido un tiempo de silencio y serenidad por obligación que muchos nunca habían tenido la valentía o la capacidad de disfrutar.

Muchos niños convivieron por vez primera con padres y madres que Aquí Fuera pelean contra el tiempo a costa de no verse. Y el primer combustible de nuestro tiempo, el estrés, desapareció por decreto ley para dejarnos ver qué había detrás de la cortina.

Entre otros líos, Pandemia ha expuesto de forma inesperada la gran tensión de nuestro tiempo: el sistema requiere de nosotros una velocidad de crucero diferente a nuestro íntimo ritmo. Por ejemplo, algún antropólogo podrá explicar ese afán colectivo por hacer pan, como si una pulsión atávica hubiese emergido en nuestra vuelta a la cueva y una hogaza fuese una representación de lo que de verdad nos hace humanos. O esa pulsión inicial por el papel higiénico, como si hubiese habido una conciencia colectiva repentina de que somos lo que defecamos.

El estruendo de las obras y el ruido de los automóviles reaparece estos días para advertirnos cuál es en verdad la sintonía del presente. En unos días veremos si ese episodio de anacoretismo colectivo ha dejado alguna huella en lo que seremos o enseguida volveremos a esa lucha contra el tiempo que tantas veces estamos destinados a perder". 

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 17 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Prósopon



Estación de Renfe, en Valencia. Fotografía de Mónica Torres


Todos tenemos un aire teatral, de conspiradores de dramón, con las mascarillas puestas, comenta en el A vuelapluma de hoy viernes [La máscara. El País, 15/4/2020] el escritor Vicente Molina Foix. "No será el mejor papel de su vida, -comienza diciendo Molina Foix- pero el monólogo ex abrupto de Juan Echanove al ministro Uribes quedará: en la historia de nuestra pandemia o en la del teatro. Quizá en las dos. Echanove habla en ese vídeo, y el pasado domingo en La Sexta, de la mutabilidad de la política. En sus 42 años de profesión dice haber visto pasar por el puesto a muchos ministros de Cultura que ya no son nada, y él sigue ahí, subido a las tablas. No es una vanidad, sino un recordatorio. Ciertos legisladores dejan rastro de estadistas o de canallas, pero son mayoría los ministros que no dejan ni rostro ni memoria de su nombre. Por el contrario, los actores persisten, ya que poseen, sean grandes estrellas o característicos, el supremo misterio de la encarnación humana. Nos hacen disfrutar y llorar, como una sinfonía o un poema, pero su constancia física, incluso su deterioro cuando envejecen ante las candilejas, nos fija a ellos, aun diciendo palabras que no son suyas. ¿Idolatría de fans desquiciados? Se trata más bien del apego casi familiar, y por ello amoroso, a los seres que toda la vida nos han llevado al cine, a un concierto en vivo, y que, cuando había poco teatro, los mayores descubrimos en un televisor en blanco y negro, el color de nuestra posguerra. Ministros celebérrimos de mi juventud: Nieto Antúnez, José Solís, la sonrisa del régimen de Franco. ¿Dicen hoy algo esos nombres, salvo a los expertos y a los ancianos que aprendieron a odiarles o les veneraron? Mientras que gente joven de hoy celebra entre risas las payasadas de Gracita Morales, sin olvidar, de aquella misma época, la voz de un Fernán Gómez o un Rabal. Todos tenemos un aire teatral, de conspiradores de dramón, con las mascarillas puestas. El día que nos las quitemos ahí estará el cómico para ponerse la verdadera máscara de la ficción que da vida".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 1 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Tiempo



Plaza del Obradoiro, Santiago de Compostela. Foto de Óscar Corral


En un mundo en el que podemos calcular nanosegundos y soñar con viajar a la velocidad de la luz, escribe la periodista Cristina Manzano, subdirectora general de la Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior (FRIDE), en el A vuelapluma de hoy [Que pasen los días. El Pais, 27/3/2020]- posiblemente el tiempo que nos marca el reloj de arena simbolice el sentir de muchos de nosotros.

"Contaba Stephen Hawking en su Historia del tiempo -comienza diciendo Cristina Manzano- que la teoría de la relatividad llevó a abandonar la idea de que había un tiempo absoluto único: “El tiempo se convirtió en un concepto más personal, relativo al observador que lo medía”.

Nada más cierto en estos días de coronavirus. El tiempo, y la forma de enfrentarse a él, se presentan como un factor crítico a la hora de abordar la pandemia.

Unos desean que el reloj acelere; que todo esto pase lo antes posible. Que se convierta de una vez en solo ese paréntesis insospechado en nuestras vidas. El tiempo como una losa. Ese tiempo perdido, el de no haber podido abrazar al ser querido que se ha ido. El tiempo muerto, sin horizonte, de los mayores en sus residencias, en sus casas, aislados, sin poder recibir el consuelo de un rostro familiar. El de los enfermos en sus camas. El de los trabajadores sanitarios, para los que la jornada laboral se ha convertido en un ciclo sin fin. El tiempo infinito de los niños sin colegio. Todos ellos están deseando que pasen los días lo más rápidamente posible.

Otros, sin embargo, quisieran detenerlo. Es la lucha de los investigadores, de los científicos de todo el mundo en una carrera frenética contra el reloj por encontrar la esquiva vacuna; por entender mejor el comportamiento del virus, por localizar algún medicamento eficaz para paliar sus efectos. También la de los responsables sanitarios, y la de los políticos, ansiosos de frenar ese imparable curso ascendente de la curva y de tener más margen para tomar decisiones sobre cuestiones para las que no estaban preparados. La de los empresarios, para los que cada día que pasa es una sangría y un interrogante mayor para su futuro. El confinamiento cuasi global como una paradoja para una sociedad que se había subido a un tren de ritmo vertiginoso. La velocidad y el cambio empujados por la tecnología como signos distintivos de la humanidad en el siglo XXI. Mucho se ha comentado sobre las diferencias culturales entre Occidente y Oriente en el frente contra el virus; entre el predominio de la inmediatez para los primeros y la capacidad de mirar a largo plazo de los segundos.

En un curioso ensayo publicado en los años cincuenta, El libro del reloj de arena, el filósofo alemán Ernst Jünger hacía un repaso a cómo la historia de los relojes muestra la evolución de la concepción humana sobre el paso del tiempo. En un mundo en el que podemos calcular nanosegundos y soñar con viajar a la velocidad de la luz, posiblemente el reloj de arena simbolice el sentir de muchos: va cayendo inexorablemente, pero no con la rapidez suficiente. Cuídense mucho y quédense en casa".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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