EL SUEÑO
I
Vivimos dos veces. El sueño encierra un mundo,
frontera entre las cosas mal llamadas
muerte y existencia: el sueño encierra un mundo,
y un vasto territorio de realidad indómita,
y mientras se construye tiene vida,
y llantos, y suplicios, y una incierta alegría.
Aflige con su peso la reflexión diurna,
despoja de su peso a nuestro diurno errar,
divide nuestro ser, y se convierte
en parte de nosotros y de nuestros instantes,
semejante a un heraldo de la eternidad.
Los sueños son espectros del pasado, hablan
como sibilas del futuro. Es ese su poder:
tiranos del placer y del dolor, nos muestran
no tal y como somos, sino a su voluntad,
turbándonos entre visiones del ayer.
Amenazas de sombras del pasado: ¿es eso lo que son?
¿No es el pasado sombra? ¿Qué serán?
¿Creaciones de la mente? La mente puede crear
sustancia, y poblar planetas de su propia invención
con seres tan radiantes como nunca se vieron,
y dar aliento a formas ajenas a la carne.
Quiero contar ahora una visión que tuve
casualmente en un sueño: pues en él una idea,
una imagen soñada, puede abarcar un siglo,
y plasmar una vida en una sola hora.
II
Veía un par de seres en plena juventud,
allá en una colina, una colina suave,
verde y poco empinada, la última de todas,
como si fuera el cabo de un macizo de alcores,
solo que ningún mar lamía allí su base,
sino una geografía pletórica de vida: el ondear
de bosques y maizales, las moradas del hombre
dispersas a intervalos, y el rizado humo
que se alzaba de tan rústicos techos. La colina
tenía por corona una curiosa diadema
de árboles en formación elíptica, dispuestos
no por un natural capricho, sino por el del hombre:
los dos, una chica y un joven, se habían detenido,
la una a mirar cuanto había allá abajo,
radiante como ella; a ella, en cambio, la contemplaba el chico.
Ambos eran muy jóvenes, y una era hermosa;
ambos eran muy jóvenes, pero no igual de jóvenes.
Como la dulce luna que besa el horizonte,
en la muchacha alboreaban las formas de mujer.
El chico no tenía aún tantos abriles, pero su corazón
había envejecido más allá de sus años, y a sus ojos
no había más que un rostro adorado en el mundo,
y ese rostro brillaba para él: lo había mirado
tanto que apenas veía ya otra cosa.
No tenía aliento, ni vida, sino en ella.
Ella era su voz. No se atrevía a hablarla,
y aun le hacía temblar cada palabra suya: ella era sus ojos,
pues miraba con ella cuanto ella miraba,
objetos que teñía de algún nuevo color. Había dejado
de vivir en sí mismo: ella era su vida,
un mar para el río de sus pensamientos,
allí donde todo finalmente acababa. A su voz,
a un roce suyo, refluía su sangre,
y ardían sus mejillas apasionadamente. Su alma
ignoraba el motivo de semejante agonía.
Pero ella era ajena a sentimientos tan tiernos:
sus miradas no iban dirigidas a él. Para ella era
poco más que un hermano, y ya era mucho,
pues carecía de hermanos, salvo por aquel nombre
con que le había obsequiado en su infantil amistad:
última descendiente que quedaba
de una estirpe de largo abolengo. Era un nombre
que a él le agradaba y a la vez disgustaba. ¿Y por qué?
El tiempo le enseñó la respuesta precisa cuando ella amó
a otro; en ese mismo instante ella amaba ya a otro,
y en la cumbre de aquella colina se afanaba
en mirar a lo lejos, cual si el corcel de su amante
respondiera a sus ansias, y acudiera al galope.
III
Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.
Había una mansión antigua, y un corcel
engualdrapado delante de sus muros:
en un viejo oratorio se encontraba
el chico del que he hablado; estaba solo,
y pálido, y andaba de un lado para otro. De improviso
tomó asiento, cogió una pluma, y escribió
palabras que no pude distinguir; luego inclinó
la abatida cabeza entre las manos, agitado
como por una convulsión. Se alzó de nuevo,
y con dientes y manos temblorosas desgarró
aquello que había escrito, mas sin romper en llanto;
imponiéndose calma, relajó su semblante
en algo parecido a la paz, y al recobrarse,
allí reapareció la dama de su amor.
Estaba sonriente y serena, y aun así
no ignoraba el amor que él sentía por ella. No ignoraba,
pues tal conocimiento llega aprisa, que el alma
de su amigo la eclipsaba su sombra, y veía
lo mucho que sufría, aunque no lo vio todo.
Se puso el chico en pie, y con tacto frío y dulce
la tomó de la mano; por un instante le asomaron al rostro,
como en una tablilla, palabras indecibles,
desleyéndose al punto, tal y como surgieron.
Dejó caer la mano, y con pasos pausados
se marchó, mas no como si aquello fuese una despedida,
pues con mutuas sonrisas ambos se separaron. Atrás dejaba
el sólido portón de aquella vieja sala,
y a lomos del corcel emprendió su camino.
y nunca más cruzó aquel vetusto umbral.
IV
Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.
El chico ya era un hombre. En lo más fiero
de climas implacables construyó su hogar,
y el alma hizo abrevar en los rayos del sol: adquirió
unos rasgos extraños y atezados. Ya no era
el mismo que había sido. En el océano
y en tierra firme era un peregrino.
Hubo una mezcolanza de innúmeras imágenes
alzándose ante mí como las olas, pero él
formaba parte de ellas, y en la última
reposaba del ardiente resol del mediodía,
reclinado entre columnas caídas, a la sombra
de derruidos muros que habían sobrevivido
a los nombres de quienes los alzaron: dormido,
a su lado pastaban los camellos, y soberbios corceles
se hallaban atados al lado de una fuente; y un hombre
envuelto en amplias ropas vigilaba entretanto,
en tanto dormitaban los otros de su tribu.
Les servía de palio la bóveda celeste,
tan prístina, tan limpia, tan puramente hermosa,
que a Dios se hubiera visto allá en el Paraíso.
V
Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.
La dama de su amor casó con alguien
que no la amaba tanto; en su hogar,
a mil leguas de él, su hogar nativo,
vivía rodeada de numerosos niños,
hijos de la Belleza, ¡mas mirad!
En su rostro se advierte un atisbo de dolor,
la sombra ya continua de una lucha interior,
y una intranquila pesadez en sus párpados,
cual si llevase en ellos sus reprimidas lágrimas.
¿Qué podía afligirla? Tenía cuanto amaba,
y aquel que la adoró no estaba junto a ella
para turbar con torvos deseos o esperanzas,
o mal guardado afecto, sus puros pensamientos.
¿Qué podía afligirla? Ella nunca lo amó,
ni le dio una razón para creerse amado,
ni podía ser parte de aquello que su mente
había trastornado: no era sino un espectro del pasado.
VI
Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.
Había regresado el peregrino. Le vi en pie
ante un altar, junto a una novia hidalga.
Era blanca su tez, mas no era el mismo rostro
que fue como una estrella en su niñez; incluso ahora,
erguido ante el altar, vinieron a su frente
idénticas arrugas y el temblor agitado
que en el viejo oratorio convulsionó
su pecho solitario; y otra vez,
como entonces, le asomaron al rostro,
cual en una tablilla, palabras indecibles,
desleyéndose al punto, tal y como surgieron.
Sosegado y tranquilo, pronunció
los votos oportunos, mas no se oyó decirlos,
y todo daba vueltas, y vueltas. No veía
ni lo que había, ni lo que debería haber,
sino la vieja casa. Y el familiar salón,
las recordadas cámaras, el sitio,
el día y hora, la luz del sol, la sombra,
todo cuanto asociaba al lugar y el momento
y a aquélla que era su destino, regresaron
a interponerse ahora entre él y la luz:
¿qué les traía allí, justo en aquella hora?
VII
Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.
La dama de su amor, ¡oh!, había cambiado
como enferma del alma. La cordura
había abandonado su morada, y sus ojos
ya no tenían el lustre acostumbrado, sino un aire
que no es de nuestro mundo. Se había convertido
en princesa de un reino de la imaginación: sus ideas
eran combinaciones de cosas inconexas,
y formas impalpables e invisibles
a los ojos ajenos se hicieron familiares a los suyos.
Y a esto el mundo lo llama desvarío… Pero al sabio
lo aflige una locura mucho más profunda, y la mirada
de la melancolía es un don tenebroso:
¿qué es sino el telescopio de la verdad,
que desmonta la distancia de sus fantasías,
y acerca la vida en su desnudez más pura,volviendo la fría realidad aún más real?
VIII
Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.
El peregrino se hallaba tan solo como siempre,
los seres que le habían rodeado ya no estaban,
o bien se habían alzado contra él. Era la marca
de lo infecto y la desolación. Se le evitaba
con desprecio y calumnias. El dolor se mezclaba
en todo cuanto le era ofrecido, hasta que igual
que el póntico rey de los siglos pasados,
se nutrió de venenos, que ya no poseían
más poder que no fuera el servir de alimento. Vivió
lo que hubiera sido la muerte para muchos,
y trabó amistad con las montañas: con los astros
y el alígero Espíritu del Cosmos
mantuvo sus diálogos. Compartieron
con él su magia y sus misterios. Para él
se abrió de par en par el libro de la noche,
y las voces del abismo profundo revelaron
una maravilla y un secreto. Que así sea.
IX
Pasó mi sueño; ya no hubo más cambios.
Es ciertamente extraño que el destino
de esas dos criaturas se resolviera así,
casi como una realidad: ella
terminó en la locura, ambos en la desgracia.
GEORGE GORDON BYRON, LORD BYRON (1788-1824)
poeta británico