sábado, 12 de abril de 2025

De las entradas del blog de hoy sábado, 12 de abril de 2025

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 12 de abril de 2025. Según el Informe Mundial de la Felicidad, los países nórdicos siempre ocupan las primeras posiciones; Yascha Mounk, politólogo alemán, escribe en la primera de las entradas del blog de hoy, que el Informe Mundial de la Felicidad es una farsa. La segunda es un archivo del blog de enero de 2020 en el que el filólogo Álex Grijelmo afirmaba que los seres humanos nos inclinamos cada vez más por cambiar las palabras en vez de arreglar la realidad, pero por mucho que perseveremos en ello, el rey Baltasar era negro, no afroamericano. El poema del día, en la tercera, es de la poetisa española Rosalía de Castro, lleva el título de Sombra negra y comienza con estos versos: Cuando pienso que te huyes,/negra sombra que me asombras,/al pie de mis cabezales,/tornas haciéndome mofa. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt











Del mito de la felicidad

 






Según el Informe Mundial de la Felicidad, los países nórdicos siempre ocupan las primeras posiciones; Yascha Mounk, politólogo alemán, trata de demostrar en Nueva Revista [El mito de la felicidad en los países nórdicos, 07/04/2025], que el Informe Mundial de la Felicidad es una farsa. Cada 20 de marzo se celebra, con moderación, el Día Internacional de la Felicidad y se publica el correspondiente informe, que de manera invariable sitúa a los países nórdicos en lo más alto de la clasificación. En la lista de 2024, los líderes han sido Finlandia, Dinamarca, Islandia y Suecia, mientras que España aparece en el puesto 38. Ucrania, infeliz por motivos obvios, no está tan mal como Afganistán, el país más desgraciado de la Tierra, con una insatisfacción que además va en aumento. Los medios de comunicación más importantes replican todos los años los datos de este documento sin plantearse demasiadas preguntas, pero esta vez ha surgido una voz discrepante.

Yascha Mounk, politólogo que ha tenido cierta presencia en Nueva Revista, responde con un artículo muy crítico, en el que desmonta o trata de desmontar la metodología y las conclusiones del informe. En The World Happiness Report Is a Sham (El Informe Mundial de la Felicidad es una farsa), Mounk, que tiene familia en Suecia y en Dinamarca, por lo que es conocedor de sus sociedades, argumenta que el documento ofrece una visión distorsionada de la realidad, sobre todo porque se basa en encuestas imperfectas, que incluyen una única pregunta, que por otro lado no puede ser respondida de manera uniforme en las distintas culturas.  

En primer lugar, veamos cómo y quién hace El Informe Mundial de la Felicidad, que se puso en marcha en 2011 gracias a una resolución de la ONU. Un año después, dicho organismo decidió que el 20 de marzo sería el Día Internacional de la Felicidad y se publicó el documento por primera vez. Para ello, cada año se tienen en cuenta diversos aspectos «relacionados con la felicidad global, incluidos la edad, la generación, el género, la migración, el desarrollo sostenible, la benevolencia y los efectos de la pandemia de covid-19 en el bienestar global».

Los autores aseguran que combinan «datos de bienestar de más de 140 países, con análisis de alta calidad realizados por investigadores líderes mundiales de una amplia gama de disciplinas académicas». Colaboran en el informe anual el Centro de Investigación del Bienestar de la Universidad de Oxford, Gallup y la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, que parecen proporcionar un respaldo suficiente o, como mínimo, aparente.

No obstante, los propios autores del documento reconocen lo que para Mounk es su mayor defecto: «La clasificación global de felicidad se basa en una sola pregunta de la Encuesta Mundial de Gallup, derivada de la llamada escala o escalera de Cantril». A los encuestados se les plantea la siguiente pregunta: «Imagine una escalera con escalones numerados desde el 0, en la parte inferior, al 10, en la superior. La parte superior de la escalera representa la mejor vida posible para usted y la parte inferior representa la peor vida posible para usted. ¿En qué peldaño de la escalera diría usted personalmente que se siente parado en este momento?».

Mounk no solo considera que esta forma de medir la felicidad es subjetiva, sino que es insuficiente para capturar un concepto tan complejo como la felicidad. Por otro lado, el politólogo asegura que las encuestas se realizan en muestras relativamente pequeñas de cada país, lo que puede no ser representativo de las experiencias generales de sus habitantes.

En un intento por aportar datos más objetivos, Mounk compara las conclusiones con otros indicadores relevantes para la felicidad. «Resulta que los habitantes de los mismos países escandinavos que la prensa celebra diligentemente por su supuesta felicidad son especialmente propensos a tomar antidepresivos o incluso a suicidarse», afirma el politólogo estadounidense de origen alemán. En su opinión, hay una falta de diversidad en las métricas, que no incluyen una combinación amplia de indicadores objetivos y subjetivos que podrían ofrecer una imagen más completa del bienestar.

Mounk añade que, aunque los países escandinavos tienen muchas cosas buenas, no son precisamente la estampa de la alegría. «Durante gran parte del año, son fríos y oscuros. Sus culturas son extremadamente reservadas y socialmente desarticuladas. Cuando paseas por los centros —sin duda hermosos— de Copenhague o Estocolmo, rara vez ves a alguien sonreír. ¿Serán realmente estos los lugares más felices del mundo?», se pregunta.

Más allá de esa percepción también subjetiva, y alertado por la mala clasificación de Estados Unidos (puesto 24, justo por detrás de Alemania y Reino Unido) Yascha Mounk decidió profundizar más y consultar estudios alternativos, como los realizados por los economistas Danny Blanchflower y Alex Bryson, quienes consideraron una gama más amplia de indicadores y obtuvieron resultados significativamente diferentes. En algunas de las métricas, por ejemplo (la probabilidad de que los encuestados hubieran sonreído o reído en la víspera a la entrevista), Dinamarca ni siquiera estaba entre los cien países mejor clasificados. En la clasificación final, Finlandia ocupaba el puesto 51, mientras que Japón, Panamá y Tailandia, poco felices en el informe respaldado por la ONU, resultaban ser los más dichosos.

Incluso Estados Unidos, sostiene Mounk, es un país con grandes diferencias y, si bien algunos estados son menos afortunados, en otros lugares se encuentran ciudadanos que pueden competir en felicidad con cualquier país del mundo. En concreto, cita Hawái, Minesota, las dos Dakotas, Iowa, Nebraska y Kansas.

Otra de las tesis de Mounk es que los países pobres pueden ser más felices que otros más ricos y cita el ejemplo de Bután, cuyo Gobierno promueve desde hace años una campaña por el bienestar de sus habitantes. En último extremo, el autor critica que entidades con tanto poder como The New York Times, la Universidad de Oxford y la ONU promuevan este tipo de información y sean cómplices del clickbait de unos datos tan poco fiables. «Cualquier institución que desee abordar ese problema debe comenzar por mirarse al espejo y dejar de difundir “desinformación de élite” como el Informe Mundial de la Felicidad», concluye el autor. Yascha Mounk (Múnich, 1982). Graduado en Historia por la Universidad de Cambridge y doctor en Ciencias Políticas por la de Harvard, actualmente es profesor en la Universidad Johns Hopkins. Se define «de izquierda no extrema». Autor, entre otros libros, de El gran experimento (Por qué fallan las democracias diversas y cómo hacer que funcionen).










[ARCHIVO DEL BLOG] El rey Baltasar es negro, no afroamericano. Publicado el 11/01/2020















Los seres humanos nos inclinamos cada vez más por cambiar las palabras en vez de arreglar la realidad, pero por mucho que perseveremos en ello, el rey Baltasar es negro, no afroamericano, afirma el A vuelapluma de hoy el escritor Álex Grijelmo. Los niños eligen su rey mago favorito -comienza escribiendo Grijelmo-. Y Baltasar gana generalmente a Melchor y Gaspar, sin que importe en absoluto que se trate del rey negro. Porque todavía lo llamamos negro, y no afroamericano.
Rosa Parks, que entonces tenía 42 años, pasó a la historia de la lucha contra el racismo en Estados Unidos y en el mundo cuando se negó a sentarse en el lado del autobús reservado a los negros y ocupó una plaza que correspondía a los blancos. Unos meses antes había hecho lo mismo la adolescente Claudette Colvin, pero la historia no fue generosa con ella sino con Parks.
Corría el año 1955 en Alabama, y desde entonces ha mejorado mucho en todo el territorio estadounidense la situación de los negros, si bien eso no ha mejorado a su vez la situación de la palabra que los nombra.
Tener la piel negra ya no implica allí discriminación legal, aunque existan otras diferencias sociales, pero en el vocablo negro persiste para muchas personas influyentes algún matiz peyorativo, hasta el punto de evitarlo.
Quienes consideran que no se debe discriminar a los negros mantienen, sin embargo, la discriminación del vocablo. Por ello han sustituido “negros” por “afroamericanos”. Y esto ha llegado incluso a la prensa de España. De vez en cuando se lee aquí el término “afroamericano” para referirse a un negro, ¡aunque no sea americano!
Esta serie de absurdos lleva a ciertas incoherencias. Se supone que los negros de EE UU proceden de África en última instancia, y de ahí viene el término “afroamericano”; pero también llegan a América blancos nacidos en África, y no se llama afroamericanos a los de esta raza, que, por cierto, también llegó desde allí, hace más de un millón de años. Por si fuera poco, en Europa nacen y viven negros a quienes no se denomina “afroeuropeos”. Pero ¿cómo llamar entonces a un senegalés?: pues o bien le decimos “afroafricano” o no tendrá más remedio que ser un simple negro, mientras que un negro de EE UU es un afroamericano; es decir, supuestamente un negro de mayor categoría en cuanto negro.
A veces, la palabra “negro” se evita mediante una solución eufemística diferente: persona “de color”. Y con ello se incurre en una nueva discriminación, porque de ese modo se considera “de color” solamente a los negros, cuando todos tenemos algún color. Así que los mal llamados “caucásicos” somos personas de color… blanco (si damos por bueno el blanco como color de nuestra piel).
Los seres humanos nos estamos inclinando cada vez más por cambiar las palabras en lugar de arreglar la realidad que transmiten. Lo que logre mostrar un espejo manipulado nos atrae más que aquello que se le pone delante. El lenguaje políticamente correcto consigue así la satisfacción de sus promotores, que de ese modo se sienten progresistas, respetuosos…, mientras a su alrededor continúan los desmanes.
El color de la piel es un accidente como el del pelo o la talla del calzado. Si a una colectividad le diera por considerar inferiores a quienes calzan un 49, y se empezara a llamarlos “zapatones”, no arreglaría el problema denominarlos eufemísticamente “pies grandes”, porque con el simple hecho de resaltar el tamaño del pie se continuaría dando por relevante aquello que no lo es. Si un periódico destaca en un crimen la raza del autor, da lo mismo que diga “negro” que “afroamericano”.
Las razas existen, como las tallas. La lucha contra estas discriminaciones no se basa en negar las peculiaridades ni en cambiarles el nombre, sino en no presentar las diferencias como si fueran causas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt















Del poema de cada día. Hoy, Sombra negra / Negra sombra, de Rosalía de Castro

 






SOMBRA NEGRA / NEGRA SOMBRA



Cando penso que te fuches

negra sombra que me asombras,

ó pe dos meus cabezales

tornas facéndome mofa. Cando maxino que es ida

no mesmo sol te me amostras

i eres a estrela que brila

i eres o vento que zoa. Si cantan, es ti que cantas

si choran, es ti que choras

i es o marmurio do río

i es a noite, i es a aurora.


En todo estás e ti es todo

pra min i en min mesma moras,

nin me abandonarás nunca,

sombra que sempre me asombras.


*****


Cuando pienso que te huyes,

negra sombra que me asombras,

al pie de mis cabezales,

tornas haciéndome mofa.


Si imagino que te has ido,

en el mismo sol te asomas,

y eres la estrella que brilla,

y eres el viento que sopla.


Si cantan, tú eres quien cantas,

si lloran, tú eres quien llora,

y eres murmullo del río

y eres la noche y la aurora.


En todo estás y eres todo,

para mí en mí misma moras,

nunca me abandonarás,

sombra que siempre me asombras.



ROSALÍA DE CASTRO (1837-1885)

poetisa española












De las viñetas de humor del blog de hoy sábado, 12 de abril de 2025

 


































viernes, 11 de abril de 2025

De las entradas del blog de hoy viernes, 11 de abril de 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes, 11 de abril de 2025. En el mundo de la economía académica Thomas Sowell ocupa un lugar especial, que lo diferencia de sus colegas más relevantes de las últimas décadas, escribe en la primera de las entradas del blog de hoy el economista Francisco Cabrillo. En la segunda, un archivo del blog de 2011, se hablaba de una manifestación pacífica de jóvenes españoles en la Puerta del Sol de Madrid que era foto de portada en el The Washington Post: era el comienzo de la "spanish revolution". El poema del día, en la tercera, es del poeta francés Víctor Hugo, y comienza con estos versos: Mañana, al alba, cuando blanquea el campo,/Yo partiré. Mira, sé que me esperas./Iré por el bosque, iré por la montaña./No puedo permanecer lejos de ti más tiempo. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt












De la ciencia económica y Thomas Sowell

 






En el mundo de la economía académica Thomas Sowell ocupa un lugar especial, que lo diferencia de sus colegas más relevantes de las últimas décadas, escribe en Revista de Libros [Thomas Sowell: más allá de la economía, 26/03/2025] el catedrático Emérito de Economía de la Universidad Complutense Francisco Cabrillo. Su carrera universitaria, comienza diciendo Cabrillo, siguió, al principio, la trayectoria habitual que recorren los catedráticos de primer nivel en los Estados Unidos. Estudió en Harvard y en Chicago. Y, ya doctor, fue contratado por un departamento prestigioso como era entonces el de la Universidad de California (Los Ángeles). Estamos en la primera mitad de la década de 1970. Pero, para entender la vida y la obra de nuestro personaje, es preciso hacer una breve referencia a su biografía y preguntarse, en concreto, cómo un chico de color cuya familia tenía unos medios económicos muy modestos pudo llegar a alcanzar esta posición social. Thomas Sowell nació en 1930, en Carolina del Norte, pero creció en el barrio neoyorquino de Harlem. Abandonó temporalmente sus estudios para alistarse en el cuerpo de marines del ejército norteamericano; y, de hecho, no consiguió su grado universitario hasta los 28 años; y su doctorado hasta los 39. Eso sí, lo hizo de forma muy brillante, con una graduación magna cum laude en Harvard en 1958. Y un doctorado en Chicago en 1969.

Dado que yo fui estudiante de postgrado en Los Ángeles entre 1974 y 1976, fue allí donde oí, por primera vez, el nombre de Thomas Sowell. Y fue en relación con uno de sus primeros trabajos, hoy bastante olvidado, dedicado a la Ley de Say1. Sowell, al comienzo de su carrera estaba muy interesado en la historia del pensamiento económico; y en aquellos años, en California, la ley de Say era algo más que un capítulo relevante de la historia del análisis económico, ya que Robert W. Clower y Axel Leijonhufvud habían hecho uso de esta teoría en sus trabajos dedicados a reinterpretar el pensamiento de Keynes y a analizar los fundamentos microeconómicos de la macroeconomía. Y recuerdo a Clower criticando en clase ese libro por no estar de acuerdo con la interpretación que su autor hacía del tema.

Pero Sowell orientaría pronto sus trabajos de investigación y su amplísima obra hacia el estudio de cuestiones que iban más allá de lo que tradicionalmente se había considerado el núcleo del análisis económico y pasaría a abordar temas como la raza, la cultura, el conocimiento o la educación. Otro campo al que prestaría especial atención sería el papel que desempeña el sector público en la economía, desarrollando las ideas de dos grandes maestros del siglo XX: George Stigler, de quien tuvo la fortuna de ser alumno en Chicago, y Friedrich Hayek, cuyas ideas sobre la información y el conocimiento influyeron de forma significativa en el desarrollo de su visión del mundo económico.

Autor de numerosos libros, Sowell ha desempeñado también un papel muy relevante en el mundo de la prensa y de los medios de comunicación, como un pensador siempre al día de lo que ocurría en el país, defendiendo posiciones a menudo contrarias a determinadas políticas consideradas «progresistas»; lo que podía resultar sorprendente en el caso de una persona de raza negra, de quien muchos esperaban una posición política de izquierdas o, al menos, una defensa firme de las políticas del estado del bienestar. Recuerdo, por ejemplo, las críticas que le dirigieron cuando en 1987 apoyó el nombramiento de Robert Bork como juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. La candidatura de Bork ―propuesta por Ronald Reagan― fue rechazada en el Senado porque, en opinión de senadores demócratas como Ted Kennedy, su nombramiento habría supuesto que se prohibiera el aborto, que los negros fueran de nuevo segregados, que la policía pudiera violar los derechos de la gente de la calle y que se limitara el acceso a los tribunales de millones de ciudadanos norteamericanos. Pero Sowell, a pesar de formar parte de uno de los grupos étnicos a los que, aparentemente, Bork habría podido ocasionar todo tipo de perjuicios, defendió su nombramiento por considerarlo el jurista más cualificado para el cargo y porque ―en su opinión― la jurisprudencia de los tribunales Warren y Burger, a la que Bork se oponía en determinados casos, no había favorecido realmente a las minorías a las que se supone estaba ayudando.

Es fácil entender que la raza haya sido un tema de preocupación en la obra de un hombre de color nacido en un estado del Sur y criado en un barrio como Harlem. Casi veinte años después de la aparición de la obra fundamental de Gary Becker sobre la economía de la discriminación 2, Sowell publicó en 1975 su libro Race and Economics, al que seguiría, ocho años más tarde The Economics and Polítics of Race: An International Perspective. En estas obras, llamó la atención sobre los numerosos lugares comunes, a menudo con muy escaso sentido y fundamento empírico, que son generalmente aceptados cuando se debaten cuestiones tan delicadas como la discriminación racial. En estos y en otros trabajos dedicados a temas distintos insistió en los fallos que, a menudo, se cometen al analizar los datos estadísticos, lo que lleva a errores en el diagnóstico de los problemas y al diseño de políticas equivocadas para solucionarlos.

Su visión del problema de las minorías étnicas no se limita, ciertamente, al caso de los negros norteamericanos. Insiste en que en su país han sido muchos los grupos nacionales y étnicos que debieron enfrentarse al principio con discriminaciones de todo tipo, pero que, sin embargo, al cabo de unas pocas generaciones, se encontraban muy por encima de la media nacional en ingresos per capita. Los casos de los judíos y los chinos son ejemplos claros de esto.

Un tema que, en los Estados Unidos, ha estado tradicionalmente ligado a la cuestión racial es la educación. Un punto básico de este problema es el siguiente: si hay segregación, en el sentido de que los niños negros asisten a escuelas de nivel inferior a aquellas en las que estudian los niños blancos, el sistema estará perpetuando la discriminación y la posición inferior de la minoría de color frente a los norteamericanos de raza blanca. Por su edad, Sowell vivió aun durante bastantes años bajo las numerosas normas que establecían la segregación por motivos de raza en la prestación de servicios ―públicos y privados― muy diversos, como el trasporte, la hostelería, la educación o la sanidad. Eran las denominadas leyes «Jim Crow», vigentes en algunos estados hasta mediados de la década de 1960, cuya constitucionalidad había sido confirmada por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos con la condición de que su aplicación no significara que los servicios destinados a los negros fueran de inferior calidad que los destinados a los blancos. Era el principio «Separados pero iguales», que trataba, de alguna forma, de resolver los viejos debates que habían empezado ya en el diseño de la propia Constitución de los Estados Unidos, pero que, de facto, implicaban la separación de las dos principales comunidades étnicas del país, en una buena parte de la nación.

En los años 60 del siglo pasado, la lucha por los derechos civiles de las minorías, en especial de las personas de raza negra, experimentó un gran desarrollo en Norteamérica. Y se avanzó en este campo de forma sustancial, gracias tanto a diversas reformas legales como a una nueva jurisprudencia del Tribunal Supremo que empezó con el caso Brown v. Board of Education (1954). Suprimidas las restricciones legales, cabía esperar una mejora significativa en los servicios ofrecidos a la gente de color; y en concreto en el campo de la educación. Y este es un tema que Sowell analizó con detenimiento, llegando a conclusiones poco optimistas. Su tesis fue que las escuelas a las que acudía la población de color en los años anteriores al final de la segregación eran significativamente mejores que las de las décadas posteriores. «Nunca vi, hasta muchos años más tarde ―afirmaba― que fuera necesario poner vigilantes armados en las puertas de las escuelas». Y, además consideraba que el deterioro de la calidad de la enseñanza era sido evidente. ¿Qué sucedió para que se llegara a resultados tan diferentes de los previstos?

La tesis de Sowell es que no basta con garantizar la igualdad legal, ni con crear enormes programas de fondos públicos para ayudar a los grupos de renta más baja, si se abandonan los principios de la disciplina y el esfuerzo personal en la educación. Para apoyar su argumento, llamaba la atención sobre el éxito que han tenido las denominadas Charter Schools (escuelas que permiten a los padres elegir ―sin costes― el centro escolar que mejor convenga al niño) que, al menos en Nueva York, han conseguido eliminar la posición de inferioridad en rendimiento escolar de los niños de color3.

Es nuestro economista muy crítico de la política denominada affirmative action o discriminación positiva, argumentando que no es cierto que la mejor manera de corregir los efectos negativos de la segregación del pasado sea discriminar hoy positivamente a la gente de color, matriculando, por ejemplo, en determinadas instituciones de enseñanza, a chicos con una capacidad inferior a la media de los restantes admitidos, por el simple hecho de ser negros, ya que esto puede condenarlos a ser los últimos de la clase, o incluso a dejar los estudios, lo que no habría ocurrido si hubieran estudiado en otros centros

Y es muy escéptico, en general, con respecto a los numerosos programas de gasto público diseñados para mejorar la situación de la población de color norteamericana. Por una parte, insiste en varios de sus libros en el uso equivocado ―y a menudo interesado― de las estadísticas para justificar determinados programas de gasto público; programas que ha llegado a denominar «mitos e ilusiones». Un ejemplo: señala que en la década de 1990, los políticos y los medios de comunicación llamaron la atención sobre el hecho de que las mujeres de color recibían en el país menor atención prenatal que las mujeres blancas; y que las tasas de mortalidad infantil eran mayores entre los negros que entre los blancos. Conclusión: para reducir la mortalidad infantil en la población de color habría que incrementar de forma sustancial el gasto público en asistencia prenatal. Pero un análisis más completo de los datos planteaba serias dudas sobre esta conclusión. En concreto, las mujeres de origen mexicano recibían menor atención prenatal que las blancas, y también menos que las mujeres negras. Y la tasa de mortalidad infantil entre los mexicanos era inferior no sólo a la de los negros, sino también a la de la población blanca. En resumen: la atención prenatal no era la causa principal de la mayor mortalidad infantil entre los negros. Pero se puso en marcha un programa que incidía en este punto dejando a un lado otras causas que explicarían mejor los datos. En términos generales, Sowell siempre ha defendido la idea de que, con frecuencia, las estadísticas convencionales no miden las cuestiones que son realmente importantes a la hora de diseñar la política social, y que no es difícil encontrar en el mundo real casos como el que acabo de mencionar.

No está solo Sowell, ciertamente, en la población de color norteamericana a la hora de criticar los programas de gasto público dirigidos a mejorar la situación de su grupo étnico. Clarence Thomas, el veterano juez del Tribunal Supremo, también de raza negra, ha señalado en repetidas ocasiones que la pobreza relativa de la población de color en los Estados Unidos tiene causas complejas y ha insistido en la importancia que debería tener en cualquier programa de reforma el reforzamiento de los valores básicos de la interacción social y el fomento de la responsabilidad de cada persona, de modo que sea consciente de que su éxito o fracaso en la vida se debe, en gran medida, a sus propias decisiones. Un buen resumen de esta visión del problema lo ofrece el propio Sowell cuando escribe sobre sus experiencias en la infancia: «En el Harlem de la década de 1940 nadie nos preguntaba si nuestros hogares estaban rotos. No nos sentábamos en círculo para aliviar nuestras psiques… y a ninguno de nosotros se la habría ocurrido siquiera llamar a su profesor por su nombre de pila. Nadie me preguntó nunca cuáles eran mis preferencias sexuales… pero tuve la suerte de asistir a la escuela en aquellos años y no en estos momentos (1990)… y de ello me he beneficiado toda mi vida… Si hubiera vivido en un hogar con el doble de dinero, pero en el que se me hubiera prestado la mitad de la atención que recibí, no cabe duda de que las cosas me habrían ido mucho peor».

Además de su constante preocupación por estos temas, la obra de Sowell tiene otros aspectos muy relevantes. Si me preguntaran cuál es el libro más importante de nuestro economista, me inclinaría por Knowledge and Decissions (1980), seguramente su mayor aportación a la economía académica. Y creo que muchos colegas estarían de acuerdo con tal valoración. Este ensayo se centra en las diferencias que existen en los procesos de toma de decisiones en el mercado y en el sector público, un tema fundamental para la política económica. El punto de partida de Sowell es un famoso artículo de Friedrich Hayek «The Use of Knowledge in Society», en el que el pensador austriaco desarrolla su teoría sobre la forma en la que la sociedad, mediante los mecanismos del mercado, genera, coordina y transmite la información necesaria para la realización de las actividades económicas. El principal problema del sector público es ―en su opinión― su incapacidad para obtener y asimilar una gran cantidad de información, a menudo de carácter informal, pero muy necesaria para cualquier gestor de políticas públicas; y esto plantea serios problemas a la hora de diseñar una política económica eficiente.

Sowell analiza con detalle no sólo el comportamiento de los gobiernos y de las agencias regulatorias, sino también el papel de los parlamentos y los tribunales de justicia, utilizando para ello numerosos ejemplos, que van desde los controles de precios y la determinación de los salarios mínimos a los subsidios agrarios o la política de defensa de la competencia. Y tiene sentido referirse a un número tan elevado de temas, ya que el problema de la información inadecuada que sufre permanentemente el sector público se plantea en prácticamente todos los campos de la política económica. Critica con acierto la posición supuestamente científica de los reguladores, que desprecian las opiniones tanto de la gente de la calle como las de las empresas afectadas por las leyes y reglamentos que ellos redactan y aplican. Las primeras porque, para muchos gobernantes, la gente carece de los conocimientos necesarios para entender bien las políticas públicas. Y en lo que respecta a las empresas, el problema no es la falta de conocimientos, sino la presunción de que sólo buscan maximizar su beneficio particular. Y se da por supuesto, en cambio, que los gestores públicos dedican todos sus esfuerzos a la búsqueda del bien común.

Estas ideas son las que han servido de soporte a los principales modelos con los que se ha intentado justificar la necesidad de una regulación sustancial de las actividades del sector privado por parte del Estado. Tal enfoque fue utilizado, entre otros por Arthur Pigou y por John M. Keynes, los dos economistas que más hicieron en el siglo XX por extender las competencias de los gobiernos en la gestión de la economía. Ambos desconfiaban de los políticos, por tratarse, por lo general, de personas poco fiables a la hora de dirigir la economía de un país y perseguir, básicamente, sus intereses particulares en el corto plazo. Pero tenían una sorprendente fe en los técnicos ―las agencias reguladoras de Sowell― que estarían dotados tanto de los conocimientos necesarios como de la imparcialidad precisa para elevar el nivel de bienestar de la gran mayoría de la población. A juicio de nuestro autor, multitud de problemas que pueden surgir en cualquier nación, incluso emergencias y catástrofes, pueden ser utilizadas por los gobernantes y sus burocracias para extender su poder sobre la sociedad civil. No le resultará difícil al lector encontrar ejemplos de ello.

James Buchanan, el gran economista norteamericano creador de la teoría de la elección pública y premio Nobel de Economía afirmó, cuando se publicó esta obra, que Knowledge and Decissions era el mejor libro de economía que había leído, solo superado por La riqueza de las naciones de Adam Smith. Parece que cuatro décadas después de su publicación, su autor sigue pensando ―con razón― que se trata de la obra de la que puede sentirse más orgulloso. Si bien recomienda a los interesados en conocer sus opiniones sobre estos temas empezar por la lectura de un libro suyo algo posterior titulado A Conflict of Visions (1987), mucho más breve, en el que se presentan de forma más accesible sus principales ideas. 

Thomas Sowell es, sin duda, uno de los pensadores más relevantes de los Estados Unidos. Durante muchos años ha sido un intelectual profundo y un columnista brillante, defendiendo ideas con frecuencia «políticamente incorrectas» en un país en el que la corrección política se ha convertido en un dogma. Y no cabe duda de que tal posición ha impedido que sus escritos y sus ideas sean más conocidos, dentro y fuera de su país. Aunque, lógicamente, dada su edad, su actividad hoy tiene ya poco que ver con sus numerosos trabajos y publicaciones del pasado, hay que recordar que publicó su último libro a los noventa años y que sigue desempeñando el puesto de Milton and Rose Friedman Fellow on Public Policy en la Hoover Institution, organización liberal con la que ha colaborado a lo largo de más de cuatro décadas. Y, lo más importante, es todavía una voz autorizada a la que se debería escuchar con atención en los debates sobre muchas de las cuestiones fundamentales de la política económica y social de nuestro tiempo. Francisco Cabrillo es catedrático Emérito de Economía de la Universidad Complutense y director del CASME de la Fundación Civismo.

















[ARCHIVO DEL BLOG] ¡Democracia real, ya! Complicado pero no imposible. Publicado el 19/05/2011

 





Que una manifestación pacífica de jóvenes españoles en la Puerta del Sol de Madrid sea foto de portada en el "The Washington Post· no es cosa baladí. Algo se está comenzando a mover en la política española: por encima, por debajo y al margen de la oxidada partitocracia nacional. Y ese es un hecho esperanzador, por incierto que sea su futuro y poliédrico su presente, pues como decía Hannah Arendt, todo nacimiento implica un futuro y una esperanza de cambio en el mundo.
¡Y nosotros que pensábamos que la juventud española estaba despolitizada, abúlica, inane, desintegrada y únicamente interesada en el macrobotellón del sábado noche!... Y ahora resulta que la "spanish revolution" es ejemplo a seguir y comienza a extenderse como la pólvora por toda Europa... ¡Qué cosas veredes, Sancho!...
La verdad es que nuestros políticos, todos los políticos, se lo han ganado a pulso. No se han enterado de nada. Y tengo la impresión de que el "tsunami" que se ha iniciado en la Puerta del Sol madrileña se va a llevar bastante podredumbre por delante.
Hace unas semanas, Stéphane Hessel, con su "Indignaos", a mi modesto juicio un fenómeno editorial bastante insustancial en el fondo, sonó como un aldabonazo en las adormecidas conciencias de los franceses (y por extensión, europeos), pero la verdad es que detrás del justificado llamamiento al cabreo de Hessel no hay más que nostalgia de un tiempo pasado que no va a volver.
Mucho mejor construido resulta el último libro del recientemente fallecido historiador británico Tony Judt titulado "Algo va mal" (Taurus,Madrid, 2010), otro fenómeno editorial, éste bastante más justificado, que se extiende por la izquierda democrática  europea y mundial con poco ruido mediático (no interesa a los poderes fácticos) y bastante mar de fondo.
Que la política no puede estar al servicio de los mercados; que la economía no es una entidad autónoma al margen de la sociedad. Son verdades evidentes que parece que habíamos olvidado.
No creo en la "democracia popular", como no creí nunca en el "socialismo real". La democracia es representativa o no es democracia. Pero la democracia necesita una puesta a punto ideológica, material y formal, inexcusable a estas alturas de la partida.
Otra verdad evidente es que la democracia no puede funcionar sin partidos, pero también que todos los partidos, sin excepción, son estructuras oligárquicas que funcionan al margen de aquellos a los que dicen representar.
Quizá una posibilidad de cambio pudiera ser la de abrir los partidos políticos, por imperativo legal, a toda la ciudadanía. No solo a sus afiliados, sino a sus simpatizantes, votantes y potenciales electores. ¿Cómo?  Con elecciones primarias para todos sus procesos electorales internos abiertas a todo el que desee participar, como elegible o como elector.
Y por supuesto, cambiar radicalmente el actual sistema representativo y electoral de manera que la elección y la responsabilidad del elegido ante sus electores sea personal y directa, sin el colchón protector del partido político que le hubiera promocionado.
Son cosas bastante elementales y sencillas por las que empezar. ¿Las acometerán ellos mismos, partidos y clase política, o habrá que esperar a que la "spanish revolution" se  convierta en revolución española a secas y se lleve todo el sistema por delante? Estas cosas se sabe como comienzan pero es difícil predecir como terminan.
Dos magníficos artículos, uno de Josep Ramoneda: "El testamento político de Tony Judt" en la revista Babelia del 23-10-2010, y otro más reciente de José Álvarez Junco, catedrático de Historia de las Ideas y de los Movimientos Sociales en la UCM: "Elegía por la socialdemocracia" en Revista de Libros nº 171, de marzo de este año, analizan pormenorizadamente las propuestas formuladas por Judt en su "Algo va mal". Propuestas que quizá, solo quizá, podrían servir de punto de referencia para todos aquellos que andamos ahora, con sinceridad, con el faro ideológico bastante descompuesto. Les dejo con su lectura. Y sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt
















Del poema de cada día. Hoy, Mañana, al alba, de Víctor Hugo

 








MAÑANA, AL ALBA



Mañana, al alba, cuando blanquea el campo,

Yo partiré. Mira, sé que me esperas.

Iré por el bosque, iré por la montaña.

No puedo permanecer lejos de ti más tiempo.


Caminaré, los ojos fijos en mis pensamientos,

Sin ver nada alrededor, sin escuchar ningún ruido,

Solo, desconocido, la espalda encorvada, las manos cruzadas,

Triste, y el día para mí será como la noche.


No miraré ni el oro de la tarde que cae,

Ni las velas lejanas descendiendo hacia Harfleur,

Y al llegar, pondré sobre tu tumba,

Un ramo de acebo verde y de brezo en flor.



VÍCTOR HUGO (1802-1885)

poeta francés