miércoles, 9 de abril de 2025

De las entradas del blog de hoy miércoles, 9 de abril de 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, 9 de abril de 2025. El peligro para Europa e Hispanoamérica no es EE UU, comenta en la primera de las entradas del blog de hoy el poeta Luis García Montero, sino la nueva aristocracia con medios para convencer a los votantes miserables de que su pobreza no se debe a la ambición ilimitada de los especuladores. La segunda es un archivo del blog de septiembre de 2019 en el que el sociólogo alemán Stephan Lessenich comentaba que la perversión de nuestra sociedad de la abundancia está en que para mantener las condiciones de vida, se hace necesario dañar a otros, y para gozar de sus pequeñas libertades, tienen que privar a otros de las suyas. El poema de hoy, en la tercera, del poeta francés Charles Baudelaire, se titula La metamorfosis del vampiro, y comienza con estos versos: La mujer, entre tanto, de su boca de fresa/Retorciéndose como una sierpe entre brasas/Y amasando sus senos sobre el duro corsé,/Decía estas palabras impregnadas de almizcle... Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt











De los miserables

 





El peligro para Europa e Hispanoamérica no es EE UU, sino la nueva aristocracia con medios para convencer a los votantes miserables de que su pobreza no se debe a la ambición ilimitada de los especuladores, escribe en El País [Los miserables, 07/04/2025] el poeta Luis García Montero. La cultura política de los millonarios ha conseguido que el analfabetismo político de los miserables se convierta en activismo contra los miserables, comienza diciendo García Montero. Escucho en la radio a un obrero estadounidense que se preocupa porque no llega a fin de mes. Apoya la subida de aranceles que Trump imponen a otros países. Hay que compensar: la pobreza amenaza a sus hijos. Escucho luego las noticias económicas que hablan de la Bolsa. Hay millonarios norteamericanos que pierden sin preocupación miles de millones de dólares. Resulta muy interesante que el obrero estadounidense votante de Donald Trump considere culpable de su pobreza no a los multimillonarios sobrados de dólares, sino al campesino mexicano o europeo que exporta el sudor de su frente. Trump dice barbaridades, pero un bárbaro no es un tonto. Estados Unidos se ha convertido en un peligro antieuropeo y antihispano, pero el peligro para Europa e Hispanoamérica no es EE UU, sino la nueva aristocracia con medios para convencer a los votantes miserables de que su pobreza no se debe a la ambición ilimitada de los especuladores. Se trata de nuevas formas de dictadura. Defender a Europa es, sobre todo, defendernos de un futuro europeo dispuesto a destruir el Estado social, los marcos de igualdad y convivencia que se niegan a confundir la libertad con la ley del más fuerte.

Los lectores de Galdós, María Zambrano o Ángel González hemos aprendido a desconfiar del patriotismo español de los caciques. Trump proclama ahora “el día de la liberación” para defender la libertad de las especulaciones millonarias a costa de la miseria de los pobres del mundo. Lleva años en el negocio de la miseria norteamericana. La pérdida de pudor de la autoridad imperial ilumina la miserable realidad dominante. Volvamos a la cultura política de la solidaridad. Conviene explicar a los hambrientos del mundo quién pone en peligro su paz y el bienestar de sus familias. Luis García Montero es poeta y director del Instituto Cervantes.













[ARCHIVO DEL BLOG] De la hipocresía colectiva. Publicado el 01/09/2019

 






La perversión de nuestra sociedad de la abundancia, escribe el sociólogo alemán Stephan Lessenich, es que para mantenar las condiciones de vida, se hace necesario dañar a otros. Para gozar de sus pequeñas libertades, tienen que privar a otros de las suyas. 
El populismo de derechas está arrasando en Europa, comienza diciendo Lessenich. Mientras que en países como Italia o Hungría ya se ha asentado en los respectivos Gobiernos nacionales, en otros —últimamente España incluida— está dominando el discurso público e institucional sobre la inmigración y el trato a los refugiados. Muchos observadores están convencidos de que el auge populista radica en la depresión económica y la precariedad laboral de crecientes estratos sociales en los países ricos. Pero mientras las desigualdades sociales, efectivamente, han aumentado en toda Europa en la última década, los datos socioeconómicos no pueden explicar por qué el populismo está en alza también entre las clases medias y en zonas sociales que no se ven afectadas por la inseguridad social. ¿Qué es lo que está alimentando la oleada populista en lugares tan diferentes y distantes como Dinamarca y Polonia, Austria y Reino Unido?
La respuesta es que, en toda Europa, la gente se está dando cuenta de que el modelo de reproducción social que se ha establecido en el mundo occidental, el modelo social de capitalismo democrático que ha resultado en niveles inéditos de prosperidad económica y estabilidad política, está llegando a sus límites y no se prolongará indefinidamente. Ahora que la creciente migración global está llegando a las puertas de Europa, ahora que millares de personas mueren ahogadas en el Mare Nostrum, ahora que el cambio climático se está notando no solo en algún atolón lejano del Pacífico, sino también en nuestras latitudes: ahora es el momento en el que finalmente nos damos cuenta de que estamos viviendo como en otro mundo, en un lugar que hasta ahora estaba protegido de la miseria del resto del globo. Vivimos en una posición privilegiada que poco a poco estamos perdiendo.
La distribución asimétrica de condiciones de vida entre los países que nos hemos acostumbrado a llamar “desarrollados” y el mundo presuntamente “en desarrollo” radica en desigualdades geopolíticas que se han establecido durante siglos —en la época que se conoce por el nombre de “modernidad”—. Pero resulta que nuestra modernidad la hemos construido a través de la colonialidad, a modo de adueñarnos del trabajo, las tierras, la sabiduría, la vida de otros pueblos. Se sabe que ese proceso ha sido extremadamente violento y sangriento, pero con el tiempo ha sido “racionalizado” y las asimetrías económicas, ecológicas y sociales han quedado institutionalizadas en forma de regímenes políticos transnacionales, desde el Fondo Monetario Internacional hasta la Organización Mundial del Comercio o el Acuerdo de París. Basándose en esa constelación geopolítica y en su poderío militar, ha sido posible para las sociedades occidentales construir una estructura socioeconómica que solo funciona a costa de terceros. Un modo de producción y consumo que obedece a una racionalidad irracional, porque no puede dejar de producir daños materiales para seguir funcionando.
Las sociedades de capitalismo democrático son sociedades externalizadoras. Su reproducción opera a través de un complejo de mecanismos, empezando por la apropiación de recursos, particularmente recursos humanos y naturales, a costa de expropiar pueblos y tierras en otras partes del mundo. Estos recursos son explotados para extraer beneficios financieros de ellos, beneficios que en un intercambio desigual recaen sistemáticamente en una parte de la relación económica. Ese sistema de expropiación y explotación, sin embargo, es viable solo porque a la parte más poderosa de esta relación le es posible desvalorizar los recursos en cuestión, negándoles al trabajo y a la naturaleza de los países “subdesarrollados” el valor y el precio que les serían atribuidos si provinieran de las regiones “desarrolladas”. Una vez utilizados, los costes del aprovechamiento de los recursos ajenos —costes económicos, sociales, ecológicos— son exteriorizados, reservando la “productividad” de ese modelo de reproducción para las economías más “competitivas”, mientras que su destructividad debe ser procesada por las economías más vulnerables. Para evitar que las repercusiones negativas de su modelo de reproducción puedan recaer en sí mismas, las sociedades externalizadoras intentan cerrar el espacio económico y social propio, controlando el flujo de mercancías y, sobre todo, de personas por sus fronteras. Y, finalmente, para completar la cosa, los países explotadores y externalizadores tratan de obscurecer y enmascarar todos los mecanismos mencionados, construyendo el imaginario social de un mundo en el que el “progreso” del Oeste se debe a sus propias fuerzas y capacidades: al ingenio de sus empresas, al empeño de sus trabajadores, a la construcción de su orden institucional.
Las sociedades ricas de este planeta operan con una doble moral, una hipocresía estructural. Siendo sociedades externalizadoras, viven con la verdad negada de la historia de su supuestamente imparable ascenso mundial. Su éxito económico y su riqueza colectiva se basan en la extracción de minerales y de las plantaciones industriales en otras regiones del mundo, en el trabajo de 150 millones de niños alrededor del globo, en la destrucción indiscriminada de la selva tropical. No hay una producción y menos un consumo ingenuos en Europa. Los ciudadanos europeos vivimos en sociedades que hacen trabajar, o bien ilegalmente o bien en condiciones legales, pero miserables, a migrantes africanos en sus huertas industriales o a migrantes latinoamericanas en sus casas particulares —y que al mismo tiempo declaran que no pueden acoger refugiados porque están “al límite” de sus capacidades—.
Al mismo tiempo, los ciudadanos de las sociedades externalizadoras no queremos saber cuáles son las condiciones estructurales de nuestro modo de vivir, ni queremos saber tampoco de sus inevitables efectos. Es más, los que vivimos en los países ricos del planeta estamos en una posición de no tener que saber lo que está pasando, lo cual es un importante recurso de poder. Un recurso que los ciudadanos de estos países poseen colectivamente, aún perteneciendo a los estratos menos privilegiados de sus sociedades nacionales.
Paradójicamente, esta posición contradictoria de las clases subalternas en las sociedades externalizadoras puede ser una de las llaves para cambiar las cosas. Porque la perversión de nuestro modo de vida está en que incluso los más míseros y perjudicados en nuestras sociedades de la abundancia, para vivir la vida que viven, tienen que dañar a otros. Para gozar de sus pequeñas libertades tienen que privar a otros de las suyas. Siendo los más pobres y desprivilegiados de nuestras sociedades, se preguntarán cómo es posible que, no sabiendo cómo llegar a finales de mes, sí saben que si de algún modo lo quieren lograr será a costa de gente con unas condiciones de vida aún mucho más miserables que las suyas. ¿Por favor, cómo puede ser esto? Y la respuesta es: pues es como funciona la sociedad de la externalización.
Nuestra vida diaria y todo el orden institucional de las sociedades occidentales están íntimamente relacionados con procesos de externalización. Por ello, iniciar un proceso de transformación de nuestro modelo de producción y consumo equivale a un acto heroico. Renunciar a los beneficios de la externalización es renunciar a la vida a la que estamos acostumbrados y a la que muchos creemos tener un derecho casi legal a sostenerla. Hemos incorporado colectivamente las normas del individualismo liberal, e insistimos en la libertad individual de consumir cuando, donde y como queramos. En consecuencia, lo que se necesitaría para salir del dilema de la externalización sería algo equivalente a una revolución cultural. Porque una cosa está bien clara: al mundo no lo cambiamos a base de decisiones individuales de no usar las libertades que se nos ofrecen y de restringir nuestro consumo de energía o de recursos naturales. Las cosas solo cambiarán si colectivamente decidimos dejar de producir millares de cosas que restringen o anulan las libertades de otros. Lo que hará falta es un nuevo contrato social: juntos convenimos que no queremos seguir viviendo a costa de otros. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














Del poema de cada día. Hoy, La metamorfosis del vampiro, de Charles Baudelaire

 







LA METAMORFOSIS DEL VAMPIRO



La mujer, entre tanto, de su boca de fresa

Retorciéndose como una sierpe entre brasas

Y amasando sus senos sobre el duro corsé,

Decía estas palabras impregnadas de almizcle:

«Son húmedos mis labios y la ciencia conozco

De perder en el fondo de un lecho la conciencia,

Seco todas las lágrimas en mis senos triunfales.

Y hago reír a los viejos con infantiles risas.

Para quien me contempla desvelada y desnuda

Reemplazo al sol, la luna, al cielo y las estrellas.

Yo soy, mi caro sabio, tan docta en los deleites,

Cuando sofoco a un hombre en mis brazos temidos

O cuando a los mordiscos abandono mi busto,

Tímida y libertina y frágil y robusta,

Que en esos cobertores que de emoción se rinden,

Impotentes los ángeles se perdieran por mí.»


Cuando hubo succionado de mis huesos la médula

y muy lánguidamente me volvía hacia ella

A fin de devolverle un beso, sólo vi

Rebosante de pus, un odre pegajoso.

Yo cerré los dos ojos con helado terror

y cuando quise abrirlos a aquella claridad,

A mi lado, en lugar del fuerte maniquí

Que parecía haber hecho provisión de mi sangre,

En confusión chocaban pedazos de esqueleto

De los cuales se alzaban chirridos de veleta

O de cartel, al cabo de un vástago de hierro,

Que balancea el viento en las noches de invierno.



CHARLES BAUDELAIRE (1821-1867)

poeta francés















De las viñetas de humor del blog de hoy miércoles, 9 de abril de 2025

 





































martes, 8 de abril de 2025

De las entradas del blog de hoy martes, 8 de abril de 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes, 8 de abril de 2025. La apología del dinero está depositando la soberanía en manos de los más ricos, comenta en la primera de las entradas del blog de hoy la escritora Irene Vallejo, pero como enseña la historia, es a estos a quienes conviene vigilar. La segunda del día es un archivo del blog de septiembre de 2017 en el que el filósofo Fernando Savater, refiriéndose se preguntaba, ante los ataques terroristas habidos en Cataluña el mes anterior, los golpes de pecho servían de algo ante unos fanáticos que saben más de explosivos que de historia. La tercera es un poema del nicaragüense  Rubén Darío, dedicado a un joven poeta español, Juan Ramón Jiménez, que comienza con estos versos: ¿Tienes, joven amigo, ceñida la coraza/para empezar, valiente, la divina pelea? Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt












De la apología del dinero

 






La apología del dinero está depositando la soberanía en manos de los más ricos, a quienes, como enseña la historia, conviene vigilar, afirma en El País [Craso error, 06/04/2025] la escritora Irene Vallejo. En la historia universal de las grandes fortunas, comienza diciendo Vallejo, el romano Marco Licinio Craso escribió un capítulo destacado —y desalmado. “La mayor parte de sus bienes los adquirió gracias al fuego y a la guerra, siendo para él las miserias públicas de grandísimo provecho”, escribió el historiador Plutarco. Se rumoreaba que era dueño de un tercio de los edificios de la Urbe, por entonces próxima al millón de habitantes. Se hizo famoso al afirmar que nadie podía presumir de ser rico si no podía mantener a sus expensas un ejército personal. Con sus soldados, sus minas de plata, sus viviendas, sus pujantes negocios de venta de esclavos y préstamos con altos intereses, Craso gobernaba un reino propio dentro de la República romana.

La riqueza tiende a ocultar su pasado mientras promete la posesión del porvenir, por eso las grandes fortunas no suelen confesar el verdadero origen de sus ganancias. Gracias a Plutarco conocemos la fuente de la abundancia de Craso: aprovechó las turbulencias de las guerras civiles para comprar a precios irrisorios las propiedades de los proscritos en las sucesivas represiones. Además, ante los habituales incendios causados por los materiales y el apiñamiento de los edificios, urdió un plan brillante: organizó la primera brigada de bomberos de la ciudad —mientras, según rumores, daba trabajo a una banda de pirómanos—. Cuando una casa ardía, sus esbirros se negaban a apagar el fuego hasta que el angustiado dueño les vendía el inmueble por una pequeña fracción de su valor. Así la mayor parte de Roma vino a ser suya. Añade Plutarco que solo edificó para especular, nunca para su propio disfrute. Solía decir que los amigos de obras se arruinan a sí mismos sin necesidad de otros enemigos.

La reputación de Craso sufrió altibajos. Lo acusaron de seducir a la virgen vestal Licinia, delito castigado con la muerte —de ella, por supuesto—. Licinia fue absuelta cuando, durante el juicio, se reveló que la vestal poseía una finca suntuosa, y todos comprendieron que el sueño húmedo del millonario consistía en comprársela. No era sacrilegio ni lujuria: era codicia inmobiliaria. La Roma clásica conoció todas las caras de la especulación en el alquiler y la venta de vivienda. Algunos grandes personajes, entre ellos el mismísimo Cicerón, obtenían grandes beneficios de la desesperada necesidad de alojamiento en la capital. Los magnates de la época construyeron grandes fortunas edificando casas con materiales baratos y alquilándolas a precios costosos. El poeta Marcial ya se indignaba hace dos mil años con el medro del sector: “¿Para qué confiar la educación de tu hijo a un maestro? No le hagas leer los libros de Cicerón ni de Virgilio: haz de él un perito tasador”. Como hoy, las crisis y desahucios provocaron una progresiva concentración de la riqueza en cada vez menos manos. El apetito de beneficios abundantes se tradujo en prácticas abusivas. Muchas viviendas existían menos para vivir que para invertir.

La biografía de Craso muestra que el gran dinero necesita acercarse al poder para derribar obstáculos y multiplicar sus ganancias. Junto a los dos grandes ídolos militares del momento, aquel negociador implacable orquestó el primer triunvirato romano, una alianza de ambiciones. Pompeyo necesitaba que el Senado ratificase unas medidas de su interés, Julio César deseaba ganar las elecciones y Craso quería apuntalar contratas públicas y favorecer negocios privados. Sellaron un pacto completamente extraoficial, aunaron recursos, contactos e intereses para alcanzar lo que anhelaban a corto y largo plazo. Esa inédita acumulación de poder desintegró la urdimbre de la República y abriría camino a las dinastías de emperadores autoritarios.

Sin embargo, el mundo nunca es suficiente para quien todo lo posee: el ávido Craso envidiaba las victorias militares de Julio César. “No paró ni sosegó hasta causar a la patria las mayores calamidades y precipitarse él mismo en la perdición”. Cuando ya había sobrepasado los 60 años, se empeñó en conquistar el país de los partos, territorio clave para abrir rutas comerciales hacia oriente. El negocio de la guerra no le sonrió: fue abatido durante una desastrosa expedición bélica y, según el historiador Dion Casio, los partos vertieron oro fundido en su boca como burla de su codicia. A pesar de su enorme astucia, su nombre ha quedado asociado a una equivocación imperdonable, a un craso error.

La literatura clásica exploró la propensión al descalabro de los poderosos por creerse infalibles, por fallos estrepitosos, por desconexión con el mundo y por megalomanía. Según los antiguos, son precisamente los triunfadores quienes corren más riesgo de perderse, prisioneros de la envidia y la soberbia. En el éxito —creían— anida el germen del orgullo desmedido que conduce primero a la embriaguez de poder, luego a la ceguera y, por fin, a la caída. Una palabra griega describía ese proceso: hybris. Cuando individuos en la cumbre humillan y maltratan por prepotencia a un prójimo al que consideran inferior, los dioses se vengan derribándolos. Así explicaban el ocaso de grandes líderes y el naufragio de los imperios. El historiador griego Heródoto enfocaba la historia como una tragedia que reproducía esa lógica, un drama cuyo argumento era el apogeo y decadencia. Según su visión del mundo, la violencia desencadenada por las potencias arrogantes acaba arruinándolas y creando un nuevo orden, a su vez frágil y de nuevo en peligro.

Solo algunas décadas después de aquella debacle bélica, en Judea —la periferia del Imperio—, el hijo de un carpintero se atrevió a afirmar: “Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres”. Pese a su insignificante fortuna personal, terminó por ser más célebre que Craso. Nuestro mundo vive sumergido en una desaforada apología del dinero que deposita la soberanía en manos de los más ricos; a quienes, como enseña la historia, conviene vigilar. Cuando el poder económico y el político se funden —y se confunden—, empiezan a desmenuzar los sistemas de control y nos dejan a merced de un líder, una jerarquía y una cuenta de resultados. Financian nuestra división y la destrucción de los contrapesos. En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt diagnosticó: “En la era del imperialismo, los hombres de negocios se convirtieron en políticos y fueron aclamados como hombres de Estado, mientras que a los hombres de Estado sólo se les tomaba en serio si hablaban el lenguaje de los empresarios con éxito (…) La preocupación primaria de ganar dinero había desarrollado una serie de normas de conducta expresadas en diversos proverbios: ‘El poderoso tiene razón’ o ‘Lo justo es lo útil’, que proceden de la experiencia de una sociedad de competidores”.

A diferencia del hambre, la sed, el sueño o la mayoría de deseos concretos, la avaricia no tiene descanso en la satisfacción momentánea. Quizá porque el dinero no es un bien sino la posibilidad teórica de acceder a todos los bienes, la ganzúa de todas las cerraduras, el descanso de las zozobras, la quimera de un porvenir sin miedos. Su brillo hace girar la peonza del deseo: por alcanzar la riqueza, hay quien sería capaz de pasar por el ojo de una aguja. Aunque depositar nuestro futuro en manos de los más ávidos es un caso de craso error, nos sigue fascinando el poder sin pudor. Irene Vallejo es filóloga y escritora, Premio Nacional de Ensayo de 2020 por El infinito en un junco (Siruela).












[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Valores compartidos? Publicado el 13/09/2017











¿Valores compartidos...o partidos?, se pregunta el filósofo Fernando Savater. Los golpes de pecho no sirven de mucho ante unos fanáticos que saben más de explosivos que de historia. No parece infundado suponer que en el Islam hay rasgos ideológicos poco aptos para aceptar los valores de las democracias occidentales. En los días posteriores a los atentados terroristas de Cataluña, comienza diciendo, hemos oído diversas jaculatorias que constituían una buena ilustración del dicho popular “dime de qué presumes y te diré lo que te falta”. Muertos de miedo (y no sin razón, porque lo contrario sería estar loco) hemos gritado con voz aflautada “¡no tenemos miedo!”; también se ha elogiado mucho “la unidad de los demócratas”, mientras cada cual se subía a su mata de cizaña; no han faltado los homenajes a la eficacia los Mossos d’Esquadra precisamente el día que menos la demostraron, aunque no lo hicieron mucho peor que otras policías europeas más famosas; y por supuesto se aseguró que nuestros valores comunes —“occidentales”, añaden algunos más audaces— serían defendidos a capa y espada contra quienes quieren derrocarlos. A mí son estos valores lo que me intriga especialmente. ¿Cuáles son? ¿En qué se diferencian para mejor de otros ajenos? ¿Realmente los compartimos desde el fondo de nuestra convicción o son como esos principios que Groucho estaba dispuesto a cambiar si veía que no le gustaban a su vecino más quisquilloso? Hum, ejem...
A pesar de las diferencias evidentes entre los usos culturales, hay ciertos valores efectivamente universales en el terreno moral aunque en cada lugar y tiempo los legitimen a su manera: en ninguna sociedad se ha apreciado más la mentira que la verdad, la cobardía que el coraje, la avaricia que la generosidad, el abuso contra los pequeños que su protección... en una palabra, lo que debilita y compromete los vínculos sociales —o sea, humanos— frente a lo que los refuerza. Varía la extensión del campo en el que estos principios se aplican (de la estrechez de la tribu hasta la anchura total del universo, que es la aportación revolucionaria de estoicos y cristianos) pero lo recomendado no cambia mucho. Los hombres, desde que lo fueron, no han necesitado saber qué era el humanismo para portarse con humanidad con aquellos a los que han tenido por semejantes. Y las religiones no son las inventoras de estos preceptos, aunque han contribuido por lo general a extenderlos y reforzarlos. Pero también han buscado a veces motivos sublimes para darlos de lado y olvidar lo humano en nombre de lo sobrehumano, que suele ser disfraz de lo inhumano. Quizá Richard Dawkins exagera de nuevo, como suele, cuando afirma: “Las personas buenas hacen cosas buenas y las personas malas hacen cosas malas; pero para que personas buenas hagan cosas malas se necesitan las religiones...”. Yo más bien tiendo a creer que la religión es como el alcohol, que a unos les sienta bien y les hace más cordiales y tiernos, mientras que convierte a otros en brutos repelentes.
En cualquier caso, cuando hablamos de “nuestros valores” no nos referimos a las virtudes morales que individualmente podemos compartir con nuestros congéneres de cualquier lugar del mundo, aunque difieran los usos y costumbres que supersticiosos de todas partes consideran éticamente relevantes. Ni tampoco, aún menos los “buenos sentimientos” y la abnegación por los nuestros, que compartimos incluso con muchos animales. Los valores a los que nos referimos son cívicos y sociales, se refieren a los principios democráticos sobre los que se fundan nuestras instituciones: la igualdad de los ciudadanos ante las leyes, que han sido creadas por ellos mismos y pueden también ser modificadas por ellos; la libertad de cada uno para buscar su propia excelencia a su modo y manera dentro de la ley, sin la obligación de parecerse a los demás ni temer diferenciarse de ellos en tal o cual aspecto circunstancial; la educación y la protección social para todos, que debe resguardarnos de la tiranía de la miseria; la elección de los gobernantes por vías claramente establecidas y su revocación del mismo modo llegado el caso; la consideración de que el orden estatal está al servicio de los ciudadanos y no estos sometidos al servicio de aquel; el aprecio común por los aspectos lúdicos y embellecedores de la vida, artes, juegos, poesía y también por el desarrollo racional de los conocimientos que aumentan técnicamente nuestras capacidades y nos permiten profundizar el sentido de la existencia, etcétera... Con alguna puesta a punto modernizadora, el discurso fúnebre de Pericles transcrito —o inventado— por Tucídides sigue siendo un buen prontuario de nuestros valores.
Desde luego, no son referencias ideales que todas las culturas compartan. Pero tampoco todas las que no las comparten están activamente alzados contra ellas, aunque oscuramente sepan que guardan un principio subversivo contra los absolutismos, las teocracias y los tradicionalismos intocables que jerarquizan a los que viven juntos en castas infranqueables. Los países democráticos pueden intentar fomentar movimientos políticos semejantes a los nuestros en otros lugares pero las libertades no deben imponerse manu militari so pena de suscitar una falsa e hipócrita adhesión que a veces es peor que el franco rechazo. A menudo en estos días oímos aterradas palinodias sobre nuestro mal comportamiento imperial en el pasado inmediato para justificar los ataques terroristas que padecen nuestras capitales. Francamente, creo que los actos de contrición y los golpes de pecho resuelven poco cuando nos enfrentamos a un movimiento fanático y criminal que sabe más del manejo de explosivos que de historia. Tampoco parece que todo dependa del rechazo o la falta de oportunidades que encuentran precisamente los musulmanes en nuestras sociedades, las más inclusivas que ha habido nunca. Otros grupos étnicos aún más remotos, como los orientales, no han tenido tantas dificultades para integrarse ni se han convertido en enemigos de la convivencia: ¿han visto ustedes alguna vez a un chino o un coreano pidiendo limosna en una esquina o viviendo de la asistencia pública? No parece infundado suponer que en la religión musulmana se dan rasgos ideológicos especialmente poco aptos para aceptar los valores de las democracias occidentales, aunque en ese terreno simbólico siempre se puede esperar giros interpretativos que acaben por reconciliar lo en apariencia irreconciliable. Siento una especial simpatía por tantas personas que viven en países de mayoría islámica y sometidos a sus dogmas en apariencia, aunque sean tan escasamente religiosos como lo somos la mayoría de nosotros. A quien desee pensar esos asuntos sin ñoñerías, les recomiendo el libro/entrevista con el gran poeta sirio Adonis Violencia e Islam (editorial Ariel). Comparto muchos más valores auténticos con él que con quienes en España deciden saltarse las leyes invocando los derechos de los territorios contra los ciudadanos o toman a Venezuela o Cuba como modelos para sus colectivismos autoritarios, por el momento afortunadamente solo declamatorios..., concluye diciendo el profesor Savater. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



















Del poema de cada día. Hoy, A Juan Ramón Jiménez, de Rubén Darío

 






A JUAN RAMÓN JIMÉNEZ 


¿Tienes, joven amigo, ceñida la coraza

para empezar, valiente, la divina pelea?

¿Has visto si resiste el metal de tu idea

la furia del mandoble y el peso de la maza?


¿Te sientes con la sangre de la celeste raza

que vida con los números pitagóricos crea?

¿Y, cómo el fuerte Herakles al león de Nemea,

a los sangrientos tigres del mal darías caza?


¿Te enternece el azul de una noche tranquila?

¿Escuchas pensativo el sonar de la esquila

cuando el Angelus dice el alma de la tarde?


¿Tu corazón las voces ocultas interpreta?

Sigue, entonces, tu rumbo de amor. Eres poeta.

La belleza te cubra de luz y Dios te guarde.


RUBÉN DARÍO (1867-1916)

poeta nicaragüense













De las viñetas de humor del blog de hoy martes, 8 de abril de 2025