sábado, 12 de abril de 2025

De ángeles y políticos. Especial 3 de hoy sábado, 12 de abril de 2025

 







El mesianismo nacionalista supone que hay algo supraideológico que marca los derechos de un territorio frente a otros, escribe en El País [El ángel del Señor se anunció a un político, 12/04/2025] la filóloga Lola Pons. A ver si va a ser verdad que hay ángeles, comienza diciendo la profesora Pons.Escucho discursos políticos donde parece que los hubiera. Pero yo no encuentro nada sagrado en los liderazgos, no oigo llamadas divinas sobre ningún territorio. Veo políticos, responsables públicos salidos de las listas electorales, que gestionan con mayor o menor acierto lo que les corresponde, durante el plazo y en la proporción que les hemos dado los ciudadanos al votar. Pero parece que hubiera ángeles.

Estas son frases reales, dichas por políticos o gestores institucionales con distintas ideologías y cuyo sujeto es una comunidad autónoma: “Galicia está llamada a ser un icono del siglo XXI”, “Aragón está llamado a ser un referente en inteligencia artificial”, “Valencia está llamada a ser uno de los hubs mundiales en movilidad sostenible”, “Andalucía está llamada a ser una potencia energética”, “Madrid está llamada a ser un catalizador disruptivo”, “Cataluña está llamada a ser un eje de estabilidad intercultural en la península Ibérica, al sur de Europa y al oeste del Mediterráneo”... No entro en lo que están llamadas a ser estas comunidades autónomas (aunque dan ganas: hubs, catalizadores, el pavor a decir “España” al situar a Cataluña en el mapa...). Me fijo en la expresión que se repite en todos los enunciados: ser llamado a. Acudamos al truco que los malos profesores de Gramática recomendaban para identificar los sujetos en las frases: preguntar quién al verbo. ¿Quién llama?, ¿quién es el agente aquí? Adviertan la sorprendente unidad retórica para omitir la agencia de esa llamada, para no declarar la identidad del llamante y para, desde luego, usar la frase siempre enfatizando realidades fascinantes. No esperen que nadie diga que su comunidad está llamada a ser un territorio depauperado, un eje de desigualdades o un icono de precariedad.

Ser (o estar) llamado se usa en español históricamente. A veces, se emplea en entornos donde la entidad que llama no se especifica por estar sobrentendida y no ser identificable en una persona concreta. Pensemos en expresiones como ser llamado a filas o ser llamado a votar (las armas y las urnas, aquí conectadas); en el ámbito militar, ser llamado a seguido de un nombre de lugar era ser nombrado para ocupar un puesto allí; en lo religioso, la llamada la hace una entidad divina: recuerden la “llamada de Dios” o la famosa cita bíblica de “muchos son los llamados pero pocos los escogidos”.

Cuando escucho que un territorio está llamado a ser algo, yo me pregunto por lo agentivo de esa frase: ¿hemos recibido una visita divina que nos ha señalado para cumplir una misión, un destino? Me pregunto qué clase de ángel anunciador se aparece a un político para decirle que es su territorio y no otro el llamado a protagonizar algo. Es cierto que por la localización de un lugar, su demografía o su tejido empresarial y académico, hay espacios donde es más fácil que se desarrollen estrategias dirigidas a un logro concreto. Pero no es lo mismo decir, pongamos por caso, “Extremadura está llamada a...” que declarar “Extremadura tiene las condiciones para...”. Porque si lo decimos así, de esta segunda forma, rebajamos la idea de mesianismo de la frase y hacemos evidente la responsabilidad política sobre el propósito que se persigue; subrayamos que, ante una potencialidad preexistente, corresponde a quien ejerce la gestión política y administrativa el encargo (la agencia) de trabajar para conseguir una meta específica y sacar partido a esa ventaja.

Al hablar, la política tiene que dejar claro quién se responsabiliza de las acciones; desconfío de la idea de predestinación en este tiempo de nacionalismos y populismos. Porque, aplicado a los territorios, el mesianismo construye la noción, tan profundamente excluyente como racista, de que hay algo histórico y supraideológico que marca los derechos de un espacio frente a otros, que un halo divino tocó un territorio para que fuese algo que los demás no podrán ser, y que el elegido para acometer la misión es ese pastor de los votantes que atiende la llamada del ángel.

No es la primera vez que cito en estas páginas a la filóloga argentina María Rosa Lida (1910-1962). Los lectores me dirán (y tendrán razón) que se me ve el plumero sacando a relucir el divino panteón académico que yo misma me he construido. Creo que viene al caso. Publicación póstuma de Lida fue el trabajo “La dama como obra maestra de Dios”, donde recorría los textos antiguos que ponderaban a la mujer amada como resultado de la mano divina. Yo me echo a temblar pensando que alimentemos el tópico de la comunidad autónoma como obra maestra de Dios, y que a las adoraciones o latrías ya existentes (egolatría, heliolatría, idolatría o pirolatría entre otras) tengamos que sumar, disculpen este invento de palabra, la regionlatría.

Quiero pensar que estamos ante un desafortunado recurso retórico que, apoyado en la estrategia de delegar en otros la consecución de objetivos legítimos, ha prendido en el discurso político. Los territorios no están invocados a nada, nadie llama a que un lugar sea de una forma u otra. Saquemos el incensario de la política, por respeto a la política y a los incensarios. Prefiero las religiones conocidas, las que se ven venir; prefiero los ángeles de toda la vida, los que no asignaban cometidos fantásticos a una comunidad autónoma, los que no decían hub sino ave. Lola Pons es filóloga y catedrática de Lengua Española, Lingüística y Teoría de la Literatura de la Universidad de Sevilla,











De la neurociencia de la ideología. Especial 2 de hoy sábado, 12 de abril de 2025

 






Leor Zmigrod piensa que la ideología está en los genes, es decir, en la arquitectura del cerebro moldeada por la evolución, señala el divulgador científico y genetista Javier Sampedro en El País [Neurociencia de la ideología, 12/04/2025]. Francis Galton era el primo listo de Darwin, comienza diciendo Sampedro.. Recibió la educación religiosa típica de la era victoriana, pero le confesó luego a Charles que los argumentos bíblicos tradicionales le habían hecho un “desgraciado” (wretched). Cuando estudiaba medicina en Birmingham tuvo la ocasión de visitar la Universidad de Giessen, en Alemania, pero de algún modo lo cambió por un viaje a Viena, Constanza, Estambul, Esmirna, Atenas y Postojna, de donde se trajo de vuelta a Cambridge un anfibio ciego llamado Proteus, desconocido hasta entonces en las islas británicas. Y tampoco es que fuera muy famoso en el continente, la verdad sea dicha.

Scotland Yard no empezó a utilizar las huellas dactilares hasta el siglo XX, pero podía haberlas usado mucho antes. De hecho, Sherlock Holmes ya las emplea en El signo de los cuatro, de 1890. Sir Arthur Conan Doyle era médico y estaba atento a la ciencia de su época. Había tomado la idea de un par de artículos publicados en Nature por Henry Faulds y William Herschel donde indicaban que las huellas dactilares eran únicas de cada persona, y de la subsiguiente comprobación experimental por, adivínalo, Francis Galton. Pero Galton aspiraba a mucho, mucho más que eso.

Galton fue seguramente el primer científico que percibió con claridad las consecuencias para la humanidad de la teoría de la evolución de Darwin. Ya dije que era el primo listo del gran naturalista. Se dio cuenta, por ejemplo, de que la evolución desmentía la teología. Y también de que, puesto que el cerebro es un trozo de cuerpo, la mente humana debía ser susceptible de mejora mediante la reproducción selectiva. Acuñó el término eugenesia para referirse a esa idea, y la vendió bien. Diez años después de que su primo publicara El origen de las especies (1859), Galton sacó El genio hereditario (1869), donde argumentaba que las cualidades mentales se heredaban tanto como las físicas.

Cuando Darwin leyó el libro, escribió a su primo: “Has transformado a un opositor en un converso, porque siempre he sostenido que, aparte de los tontos, los hombres no difieren mucho en intelecto, solo en celo y trabajo duro”. Darwin era un whig, un liberal de la época, o lo que hoy llamaríamos un laborista. Es curioso que, ya en el siglo XIX, los intelectuales de izquierda sintieran un rechazo casi automático a la idea de que la evolución —es decir, los genes— pudiera afectar al intelecto, y más curioso aún que esta aversión a la genética siga sin disiparse un siglo y medio después. Pero el caso es que Darwin se dejó seducir por las ideas de Galton. No le había citado en El origen de las especies (1859), pero lo hizo con profusión en El origen del hombre, su libro sobre la evolución humana, de 1871.

Hemos hablado de dos científicos de Cambridge, y ahora vamos a hablar de una tercera. La neurocientífica Leor Zmigrod piensa que la ideología está en los genes, es decir, en la arquitectura del cerebro moldeada por la evolución.

Investigar la realidad es costoso, y la ideología aporta un atajo barato de reglas y patrones sobre cómo es el mundo y cómo debería ser. Zmigrod sostiene que las ideologías nublan nuestra experiencia, nos impiden distinguir la verdad de la manipulación y son un lastre para nuestra adaptación. Cita pruebas empíricas para ello. Ya desde la infancia, los niños con más tendencia ideológica incorporan trolas a lo que oyen para reforzar sus prejuicios, mientras que los demás son más adaptables. Y todo ello se puede saber sin más que explorar su cerebro con las técnicas adecuadas. ¿Una nueva Galton? Decídelo tú mismo leyendo su último libro: The ideological brain: the radical science of flexible thinking (El cerebro ideológico: la ciencia radical del pensamiento flexible). Feliz Semana Santa. Javier Sampedro es científico genetista.

















De la antipolítica. Especial 1 de hoy sábado, 12 de abril de 2025

 






La antipolítica es lo que hacen los políticos. Los malos políticos. O los buenos contagiados por los malos, comenta en El País [Antipolítica, 12/04/2’25] el escritor Javier Cercas. ¿Qué es la antipolítica?, comienza preguntándose Cercas. Antipolítica es que el presidente de la Comunidad Valenciana no dimita después de que haya quedado absolutamente claro que gestionó de manera infame una catástrofe que arrasó el litoral valenciano y solo allí se llevó por delante la vida de 228 personas. Antipolítica es que, para seguir en su cargo, ese mismo presidente avale en un pacto la política xenófoba y racista de un partido de la ultraderecha española, que es pura antipolítica. Antipolítica es que el presidente del Gobierno, con el fin de seguir siendo presidente, tome de un día para otro y sin el menor debate ni explicación una medida capital que durante seis años aseguró por activa y por pasiva que nunca tomaría, y que avale en un pacto las trolas xenófobas y supremacistas de un partido de ultraderecha catalana, que es pura antipolítica. Antipolítica es que los dos principales partidos de este país, que desde hace décadas gobiernan juntos en la UE, prefieran pactar políticas xenófobas, racistas y supremacistas con formaciones antipolíticas a pactar entre ellos políticas decentes. Antipolítica es que, en un pleno del Congreso, el líder de la oposición le pregunte al presidente del Gobierno si está intentando controlar con dinero público Prisa, propietaria de EL PAÍS, y el presidente del Gobierno le conteste hablando del gasto del Gobierno en defensa. Antipolítica es que el líder de la oposición vuelva a formularle al presidente del Gobierno la misma pregunta y el presidente del Gobierno le conteste hablando del presidente de la Comunidad Valenciana. Antipolítica es que la presidenta del Congreso no le diga acto seguido al presidente del Gobierno: “Señor presidente, por favor, conteste a la pregunta que le han formulado”. Antipolítica es que lo anterior no provoque ningún escándalo ni abochorne a los diputados del Gobierno. Antipolítica es, como sabe cualquiera que siga un poco los plenos del Congreso, la mayor parte de lo que ocurre en los plenos del Congreso. (En el Congreso también se hace política, por supuesto, a veces incluso muy buena política, pero casi nunca en los plenos ni cuando hay cámaras a la vista: entonces casi solo se hace antipolítica). Antipolítica es que los partidos políticos no sean partidos políticos sino clubes antidemocráticos y cesaristas, y que los diputados no sean diputados sino robots al servicio del césar. Antipolítica es que se considere aceptable que en política se mienta y se engañe (siempre y cuando lo hagan los nuestros) y que solo se clame contra la corrupción si los corruptos son los otros. Antipolítica es que un político se llame a sí mismo pacifista porque se niega a ayudar a los ucranios que han decidido defender su país de una invasión: es como si llamáramos pacifistas a quienes, en 1936, se negaron a ayudar a los españoles que decidieron defender la II República; ni unos ni otros son pacifistas (aunque, como mínimo, los de 1936 no tenían la caradura de llamarse a sí mismos pacifistas): son ayudantes del verdugo.odo esto y mucho más es antipolítica. Lo que seguro que no es antipolítica es lo que suele considerarse antipolítica, lo que los políticos y sus palmeros denuncian como antipolítica: el exabrupto de un particular que protesta por la degradación de la política y que, con la bilirrubina por las nubes, dice que la política es una mierda y que todos los políticos son iguales; la furia de una pobre gente que lo ha perdido todo y grita y tira barro al Rey, la Reina, el presidente del Gobierno y el sursuncorda. Eso no es antipolítica; eso es la puesta en práctica del primer derecho político: el derecho al cabreo. No: la antipolítica no es lo que hacen ni lo que dicen los ciudadanos, aunque se equivoquen; la antipolítica es, por definición, lo que hacen los políticos. Los malos políticos. O los buenos contagiados por los malos. En cualquier caso, la antipolítica solo pueden hacerla los políticos. Y en España la hacen demasiado. Pero la hacen porque nosotros nos conformamos con el cabreo. Porque somos tan intransigentes con los otros como tolerantes con los nuestros. En definitiva: la hacen porque se lo permitimos. No deberíamos permitírselo. Javier Cercas es escritor y miembro de la Real Academia Española.









De las entradas del blog de hoy sábado, 12 de abril de 2025

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 12 de abril de 2025. Según el Informe Mundial de la Felicidad, los países nórdicos siempre ocupan las primeras posiciones; Yascha Mounk, politólogo alemán, escribe en la primera de las entradas del blog de hoy, que el Informe Mundial de la Felicidad es una farsa. La segunda es un archivo del blog de enero de 2020 en el que el filólogo Álex Grijelmo afirmaba que los seres humanos nos inclinamos cada vez más por cambiar las palabras en vez de arreglar la realidad, pero por mucho que perseveremos en ello, el rey Baltasar era negro, no afroamericano. El poema del día, en la tercera, es de la poetisa española Rosalía de Castro, lleva el título de Sombra negra y comienza con estos versos: Cuando pienso que te huyes,/negra sombra que me asombras,/al pie de mis cabezales,/tornas haciéndome mofa. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt











Del mito de la felicidad

 






Según el Informe Mundial de la Felicidad, los países nórdicos siempre ocupan las primeras posiciones; Yascha Mounk, politólogo alemán, trata de demostrar en Nueva Revista [El mito de la felicidad en los países nórdicos, 07/04/2025], que el Informe Mundial de la Felicidad es una farsa. Cada 20 de marzo se celebra, con moderación, el Día Internacional de la Felicidad y se publica el correspondiente informe, que de manera invariable sitúa a los países nórdicos en lo más alto de la clasificación. En la lista de 2024, los líderes han sido Finlandia, Dinamarca, Islandia y Suecia, mientras que España aparece en el puesto 38. Ucrania, infeliz por motivos obvios, no está tan mal como Afganistán, el país más desgraciado de la Tierra, con una insatisfacción que además va en aumento. Los medios de comunicación más importantes replican todos los años los datos de este documento sin plantearse demasiadas preguntas, pero esta vez ha surgido una voz discrepante.

Yascha Mounk, politólogo que ha tenido cierta presencia en Nueva Revista, responde con un artículo muy crítico, en el que desmonta o trata de desmontar la metodología y las conclusiones del informe. En The World Happiness Report Is a Sham (El Informe Mundial de la Felicidad es una farsa), Mounk, que tiene familia en Suecia y en Dinamarca, por lo que es conocedor de sus sociedades, argumenta que el documento ofrece una visión distorsionada de la realidad, sobre todo porque se basa en encuestas imperfectas, que incluyen una única pregunta, que por otro lado no puede ser respondida de manera uniforme en las distintas culturas.  

En primer lugar, veamos cómo y quién hace El Informe Mundial de la Felicidad, que se puso en marcha en 2011 gracias a una resolución de la ONU. Un año después, dicho organismo decidió que el 20 de marzo sería el Día Internacional de la Felicidad y se publicó el documento por primera vez. Para ello, cada año se tienen en cuenta diversos aspectos «relacionados con la felicidad global, incluidos la edad, la generación, el género, la migración, el desarrollo sostenible, la benevolencia y los efectos de la pandemia de covid-19 en el bienestar global».

Los autores aseguran que combinan «datos de bienestar de más de 140 países, con análisis de alta calidad realizados por investigadores líderes mundiales de una amplia gama de disciplinas académicas». Colaboran en el informe anual el Centro de Investigación del Bienestar de la Universidad de Oxford, Gallup y la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, que parecen proporcionar un respaldo suficiente o, como mínimo, aparente.

No obstante, los propios autores del documento reconocen lo que para Mounk es su mayor defecto: «La clasificación global de felicidad se basa en una sola pregunta de la Encuesta Mundial de Gallup, derivada de la llamada escala o escalera de Cantril». A los encuestados se les plantea la siguiente pregunta: «Imagine una escalera con escalones numerados desde el 0, en la parte inferior, al 10, en la superior. La parte superior de la escalera representa la mejor vida posible para usted y la parte inferior representa la peor vida posible para usted. ¿En qué peldaño de la escalera diría usted personalmente que se siente parado en este momento?».

Mounk no solo considera que esta forma de medir la felicidad es subjetiva, sino que es insuficiente para capturar un concepto tan complejo como la felicidad. Por otro lado, el politólogo asegura que las encuestas se realizan en muestras relativamente pequeñas de cada país, lo que puede no ser representativo de las experiencias generales de sus habitantes.

En un intento por aportar datos más objetivos, Mounk compara las conclusiones con otros indicadores relevantes para la felicidad. «Resulta que los habitantes de los mismos países escandinavos que la prensa celebra diligentemente por su supuesta felicidad son especialmente propensos a tomar antidepresivos o incluso a suicidarse», afirma el politólogo estadounidense de origen alemán. En su opinión, hay una falta de diversidad en las métricas, que no incluyen una combinación amplia de indicadores objetivos y subjetivos que podrían ofrecer una imagen más completa del bienestar.

Mounk añade que, aunque los países escandinavos tienen muchas cosas buenas, no son precisamente la estampa de la alegría. «Durante gran parte del año, son fríos y oscuros. Sus culturas son extremadamente reservadas y socialmente desarticuladas. Cuando paseas por los centros —sin duda hermosos— de Copenhague o Estocolmo, rara vez ves a alguien sonreír. ¿Serán realmente estos los lugares más felices del mundo?», se pregunta.

Más allá de esa percepción también subjetiva, y alertado por la mala clasificación de Estados Unidos (puesto 24, justo por detrás de Alemania y Reino Unido) Yascha Mounk decidió profundizar más y consultar estudios alternativos, como los realizados por los economistas Danny Blanchflower y Alex Bryson, quienes consideraron una gama más amplia de indicadores y obtuvieron resultados significativamente diferentes. En algunas de las métricas, por ejemplo (la probabilidad de que los encuestados hubieran sonreído o reído en la víspera a la entrevista), Dinamarca ni siquiera estaba entre los cien países mejor clasificados. En la clasificación final, Finlandia ocupaba el puesto 51, mientras que Japón, Panamá y Tailandia, poco felices en el informe respaldado por la ONU, resultaban ser los más dichosos.

Incluso Estados Unidos, sostiene Mounk, es un país con grandes diferencias y, si bien algunos estados son menos afortunados, en otros lugares se encuentran ciudadanos que pueden competir en felicidad con cualquier país del mundo. En concreto, cita Hawái, Minesota, las dos Dakotas, Iowa, Nebraska y Kansas.

Otra de las tesis de Mounk es que los países pobres pueden ser más felices que otros más ricos y cita el ejemplo de Bután, cuyo Gobierno promueve desde hace años una campaña por el bienestar de sus habitantes. En último extremo, el autor critica que entidades con tanto poder como The New York Times, la Universidad de Oxford y la ONU promuevan este tipo de información y sean cómplices del clickbait de unos datos tan poco fiables. «Cualquier institución que desee abordar ese problema debe comenzar por mirarse al espejo y dejar de difundir “desinformación de élite” como el Informe Mundial de la Felicidad», concluye el autor. Yascha Mounk (Múnich, 1982). Graduado en Historia por la Universidad de Cambridge y doctor en Ciencias Políticas por la de Harvard, actualmente es profesor en la Universidad Johns Hopkins. Se define «de izquierda no extrema». Autor, entre otros libros, de El gran experimento (Por qué fallan las democracias diversas y cómo hacer que funcionen).










[ARCHIVO DEL BLOG] El rey Baltasar es negro, no afroamericano. Publicado el 11/01/2020















Los seres humanos nos inclinamos cada vez más por cambiar las palabras en vez de arreglar la realidad, pero por mucho que perseveremos en ello, el rey Baltasar es negro, no afroamericano, afirma el A vuelapluma de hoy el escritor Álex Grijelmo. Los niños eligen su rey mago favorito -comienza escribiendo Grijelmo-. Y Baltasar gana generalmente a Melchor y Gaspar, sin que importe en absoluto que se trate del rey negro. Porque todavía lo llamamos negro, y no afroamericano.
Rosa Parks, que entonces tenía 42 años, pasó a la historia de la lucha contra el racismo en Estados Unidos y en el mundo cuando se negó a sentarse en el lado del autobús reservado a los negros y ocupó una plaza que correspondía a los blancos. Unos meses antes había hecho lo mismo la adolescente Claudette Colvin, pero la historia no fue generosa con ella sino con Parks.
Corría el año 1955 en Alabama, y desde entonces ha mejorado mucho en todo el territorio estadounidense la situación de los negros, si bien eso no ha mejorado a su vez la situación de la palabra que los nombra.
Tener la piel negra ya no implica allí discriminación legal, aunque existan otras diferencias sociales, pero en el vocablo negro persiste para muchas personas influyentes algún matiz peyorativo, hasta el punto de evitarlo.
Quienes consideran que no se debe discriminar a los negros mantienen, sin embargo, la discriminación del vocablo. Por ello han sustituido “negros” por “afroamericanos”. Y esto ha llegado incluso a la prensa de España. De vez en cuando se lee aquí el término “afroamericano” para referirse a un negro, ¡aunque no sea americano!
Esta serie de absurdos lleva a ciertas incoherencias. Se supone que los negros de EE UU proceden de África en última instancia, y de ahí viene el término “afroamericano”; pero también llegan a América blancos nacidos en África, y no se llama afroamericanos a los de esta raza, que, por cierto, también llegó desde allí, hace más de un millón de años. Por si fuera poco, en Europa nacen y viven negros a quienes no se denomina “afroeuropeos”. Pero ¿cómo llamar entonces a un senegalés?: pues o bien le decimos “afroafricano” o no tendrá más remedio que ser un simple negro, mientras que un negro de EE UU es un afroamericano; es decir, supuestamente un negro de mayor categoría en cuanto negro.
A veces, la palabra “negro” se evita mediante una solución eufemística diferente: persona “de color”. Y con ello se incurre en una nueva discriminación, porque de ese modo se considera “de color” solamente a los negros, cuando todos tenemos algún color. Así que los mal llamados “caucásicos” somos personas de color… blanco (si damos por bueno el blanco como color de nuestra piel).
Los seres humanos nos estamos inclinando cada vez más por cambiar las palabras en lugar de arreglar la realidad que transmiten. Lo que logre mostrar un espejo manipulado nos atrae más que aquello que se le pone delante. El lenguaje políticamente correcto consigue así la satisfacción de sus promotores, que de ese modo se sienten progresistas, respetuosos…, mientras a su alrededor continúan los desmanes.
El color de la piel es un accidente como el del pelo o la talla del calzado. Si a una colectividad le diera por considerar inferiores a quienes calzan un 49, y se empezara a llamarlos “zapatones”, no arreglaría el problema denominarlos eufemísticamente “pies grandes”, porque con el simple hecho de resaltar el tamaño del pie se continuaría dando por relevante aquello que no lo es. Si un periódico destaca en un crimen la raza del autor, da lo mismo que diga “negro” que “afroamericano”.
Las razas existen, como las tallas. La lucha contra estas discriminaciones no se basa en negar las peculiaridades ni en cambiarles el nombre, sino en no presentar las diferencias como si fueran causas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt















Del poema de cada día. Hoy, Sombra negra / Negra sombra, de Rosalía de Castro

 






SOMBRA NEGRA / NEGRA SOMBRA



Cando penso que te fuches

negra sombra que me asombras,

ó pe dos meus cabezales

tornas facéndome mofa. Cando maxino que es ida

no mesmo sol te me amostras

i eres a estrela que brila

i eres o vento que zoa. Si cantan, es ti que cantas

si choran, es ti que choras

i es o marmurio do río

i es a noite, i es a aurora.


En todo estás e ti es todo

pra min i en min mesma moras,

nin me abandonarás nunca,

sombra que sempre me asombras.


*****


Cuando pienso que te huyes,

negra sombra que me asombras,

al pie de mis cabezales,

tornas haciéndome mofa.


Si imagino que te has ido,

en el mismo sol te asomas,

y eres la estrella que brilla,

y eres el viento que sopla.


Si cantan, tú eres quien cantas,

si lloran, tú eres quien llora,

y eres murmullo del río

y eres la noche y la aurora.


En todo estás y eres todo,

para mí en mí misma moras,

nunca me abandonarás,

sombra que siempre me asombras.



ROSALÍA DE CASTRO (1837-1885)

poetisa española












De las viñetas de humor del blog de hoy sábado, 12 de abril de 2025

 


































viernes, 11 de abril de 2025

De las entradas del blog de hoy viernes, 11 de abril de 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes, 11 de abril de 2025. En el mundo de la economía académica Thomas Sowell ocupa un lugar especial, que lo diferencia de sus colegas más relevantes de las últimas décadas, escribe en la primera de las entradas del blog de hoy el economista Francisco Cabrillo. En la segunda, un archivo del blog de 2011, se hablaba de una manifestación pacífica de jóvenes españoles en la Puerta del Sol de Madrid que era foto de portada en el The Washington Post: era el comienzo de la "spanish revolution". El poema del día, en la tercera, es del poeta francés Víctor Hugo, y comienza con estos versos: Mañana, al alba, cuando blanquea el campo,/Yo partiré. Mira, sé que me esperas./Iré por el bosque, iré por la montaña./No puedo permanecer lejos de ti más tiempo. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt












De la ciencia económica y Thomas Sowell

 






En el mundo de la economía académica Thomas Sowell ocupa un lugar especial, que lo diferencia de sus colegas más relevantes de las últimas décadas, escribe en Revista de Libros [Thomas Sowell: más allá de la economía, 26/03/2025] el catedrático Emérito de Economía de la Universidad Complutense Francisco Cabrillo. Su carrera universitaria, comienza diciendo Cabrillo, siguió, al principio, la trayectoria habitual que recorren los catedráticos de primer nivel en los Estados Unidos. Estudió en Harvard y en Chicago. Y, ya doctor, fue contratado por un departamento prestigioso como era entonces el de la Universidad de California (Los Ángeles). Estamos en la primera mitad de la década de 1970. Pero, para entender la vida y la obra de nuestro personaje, es preciso hacer una breve referencia a su biografía y preguntarse, en concreto, cómo un chico de color cuya familia tenía unos medios económicos muy modestos pudo llegar a alcanzar esta posición social. Thomas Sowell nació en 1930, en Carolina del Norte, pero creció en el barrio neoyorquino de Harlem. Abandonó temporalmente sus estudios para alistarse en el cuerpo de marines del ejército norteamericano; y, de hecho, no consiguió su grado universitario hasta los 28 años; y su doctorado hasta los 39. Eso sí, lo hizo de forma muy brillante, con una graduación magna cum laude en Harvard en 1958. Y un doctorado en Chicago en 1969.

Dado que yo fui estudiante de postgrado en Los Ángeles entre 1974 y 1976, fue allí donde oí, por primera vez, el nombre de Thomas Sowell. Y fue en relación con uno de sus primeros trabajos, hoy bastante olvidado, dedicado a la Ley de Say1. Sowell, al comienzo de su carrera estaba muy interesado en la historia del pensamiento económico; y en aquellos años, en California, la ley de Say era algo más que un capítulo relevante de la historia del análisis económico, ya que Robert W. Clower y Axel Leijonhufvud habían hecho uso de esta teoría en sus trabajos dedicados a reinterpretar el pensamiento de Keynes y a analizar los fundamentos microeconómicos de la macroeconomía. Y recuerdo a Clower criticando en clase ese libro por no estar de acuerdo con la interpretación que su autor hacía del tema.

Pero Sowell orientaría pronto sus trabajos de investigación y su amplísima obra hacia el estudio de cuestiones que iban más allá de lo que tradicionalmente se había considerado el núcleo del análisis económico y pasaría a abordar temas como la raza, la cultura, el conocimiento o la educación. Otro campo al que prestaría especial atención sería el papel que desempeña el sector público en la economía, desarrollando las ideas de dos grandes maestros del siglo XX: George Stigler, de quien tuvo la fortuna de ser alumno en Chicago, y Friedrich Hayek, cuyas ideas sobre la información y el conocimiento influyeron de forma significativa en el desarrollo de su visión del mundo económico.

Autor de numerosos libros, Sowell ha desempeñado también un papel muy relevante en el mundo de la prensa y de los medios de comunicación, como un pensador siempre al día de lo que ocurría en el país, defendiendo posiciones a menudo contrarias a determinadas políticas consideradas «progresistas»; lo que podía resultar sorprendente en el caso de una persona de raza negra, de quien muchos esperaban una posición política de izquierdas o, al menos, una defensa firme de las políticas del estado del bienestar. Recuerdo, por ejemplo, las críticas que le dirigieron cuando en 1987 apoyó el nombramiento de Robert Bork como juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. La candidatura de Bork ―propuesta por Ronald Reagan― fue rechazada en el Senado porque, en opinión de senadores demócratas como Ted Kennedy, su nombramiento habría supuesto que se prohibiera el aborto, que los negros fueran de nuevo segregados, que la policía pudiera violar los derechos de la gente de la calle y que se limitara el acceso a los tribunales de millones de ciudadanos norteamericanos. Pero Sowell, a pesar de formar parte de uno de los grupos étnicos a los que, aparentemente, Bork habría podido ocasionar todo tipo de perjuicios, defendió su nombramiento por considerarlo el jurista más cualificado para el cargo y porque ―en su opinión― la jurisprudencia de los tribunales Warren y Burger, a la que Bork se oponía en determinados casos, no había favorecido realmente a las minorías a las que se supone estaba ayudando.

Es fácil entender que la raza haya sido un tema de preocupación en la obra de un hombre de color nacido en un estado del Sur y criado en un barrio como Harlem. Casi veinte años después de la aparición de la obra fundamental de Gary Becker sobre la economía de la discriminación 2, Sowell publicó en 1975 su libro Race and Economics, al que seguiría, ocho años más tarde The Economics and Polítics of Race: An International Perspective. En estas obras, llamó la atención sobre los numerosos lugares comunes, a menudo con muy escaso sentido y fundamento empírico, que son generalmente aceptados cuando se debaten cuestiones tan delicadas como la discriminación racial. En estos y en otros trabajos dedicados a temas distintos insistió en los fallos que, a menudo, se cometen al analizar los datos estadísticos, lo que lleva a errores en el diagnóstico de los problemas y al diseño de políticas equivocadas para solucionarlos.

Su visión del problema de las minorías étnicas no se limita, ciertamente, al caso de los negros norteamericanos. Insiste en que en su país han sido muchos los grupos nacionales y étnicos que debieron enfrentarse al principio con discriminaciones de todo tipo, pero que, sin embargo, al cabo de unas pocas generaciones, se encontraban muy por encima de la media nacional en ingresos per capita. Los casos de los judíos y los chinos son ejemplos claros de esto.

Un tema que, en los Estados Unidos, ha estado tradicionalmente ligado a la cuestión racial es la educación. Un punto básico de este problema es el siguiente: si hay segregación, en el sentido de que los niños negros asisten a escuelas de nivel inferior a aquellas en las que estudian los niños blancos, el sistema estará perpetuando la discriminación y la posición inferior de la minoría de color frente a los norteamericanos de raza blanca. Por su edad, Sowell vivió aun durante bastantes años bajo las numerosas normas que establecían la segregación por motivos de raza en la prestación de servicios ―públicos y privados― muy diversos, como el trasporte, la hostelería, la educación o la sanidad. Eran las denominadas leyes «Jim Crow», vigentes en algunos estados hasta mediados de la década de 1960, cuya constitucionalidad había sido confirmada por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos con la condición de que su aplicación no significara que los servicios destinados a los negros fueran de inferior calidad que los destinados a los blancos. Era el principio «Separados pero iguales», que trataba, de alguna forma, de resolver los viejos debates que habían empezado ya en el diseño de la propia Constitución de los Estados Unidos, pero que, de facto, implicaban la separación de las dos principales comunidades étnicas del país, en una buena parte de la nación.

En los años 60 del siglo pasado, la lucha por los derechos civiles de las minorías, en especial de las personas de raza negra, experimentó un gran desarrollo en Norteamérica. Y se avanzó en este campo de forma sustancial, gracias tanto a diversas reformas legales como a una nueva jurisprudencia del Tribunal Supremo que empezó con el caso Brown v. Board of Education (1954). Suprimidas las restricciones legales, cabía esperar una mejora significativa en los servicios ofrecidos a la gente de color; y en concreto en el campo de la educación. Y este es un tema que Sowell analizó con detenimiento, llegando a conclusiones poco optimistas. Su tesis fue que las escuelas a las que acudía la población de color en los años anteriores al final de la segregación eran significativamente mejores que las de las décadas posteriores. «Nunca vi, hasta muchos años más tarde ―afirmaba― que fuera necesario poner vigilantes armados en las puertas de las escuelas». Y, además consideraba que el deterioro de la calidad de la enseñanza era sido evidente. ¿Qué sucedió para que se llegara a resultados tan diferentes de los previstos?

La tesis de Sowell es que no basta con garantizar la igualdad legal, ni con crear enormes programas de fondos públicos para ayudar a los grupos de renta más baja, si se abandonan los principios de la disciplina y el esfuerzo personal en la educación. Para apoyar su argumento, llamaba la atención sobre el éxito que han tenido las denominadas Charter Schools (escuelas que permiten a los padres elegir ―sin costes― el centro escolar que mejor convenga al niño) que, al menos en Nueva York, han conseguido eliminar la posición de inferioridad en rendimiento escolar de los niños de color3.

Es nuestro economista muy crítico de la política denominada affirmative action o discriminación positiva, argumentando que no es cierto que la mejor manera de corregir los efectos negativos de la segregación del pasado sea discriminar hoy positivamente a la gente de color, matriculando, por ejemplo, en determinadas instituciones de enseñanza, a chicos con una capacidad inferior a la media de los restantes admitidos, por el simple hecho de ser negros, ya que esto puede condenarlos a ser los últimos de la clase, o incluso a dejar los estudios, lo que no habría ocurrido si hubieran estudiado en otros centros

Y es muy escéptico, en general, con respecto a los numerosos programas de gasto público diseñados para mejorar la situación de la población de color norteamericana. Por una parte, insiste en varios de sus libros en el uso equivocado ―y a menudo interesado― de las estadísticas para justificar determinados programas de gasto público; programas que ha llegado a denominar «mitos e ilusiones». Un ejemplo: señala que en la década de 1990, los políticos y los medios de comunicación llamaron la atención sobre el hecho de que las mujeres de color recibían en el país menor atención prenatal que las mujeres blancas; y que las tasas de mortalidad infantil eran mayores entre los negros que entre los blancos. Conclusión: para reducir la mortalidad infantil en la población de color habría que incrementar de forma sustancial el gasto público en asistencia prenatal. Pero un análisis más completo de los datos planteaba serias dudas sobre esta conclusión. En concreto, las mujeres de origen mexicano recibían menor atención prenatal que las blancas, y también menos que las mujeres negras. Y la tasa de mortalidad infantil entre los mexicanos era inferior no sólo a la de los negros, sino también a la de la población blanca. En resumen: la atención prenatal no era la causa principal de la mayor mortalidad infantil entre los negros. Pero se puso en marcha un programa que incidía en este punto dejando a un lado otras causas que explicarían mejor los datos. En términos generales, Sowell siempre ha defendido la idea de que, con frecuencia, las estadísticas convencionales no miden las cuestiones que son realmente importantes a la hora de diseñar la política social, y que no es difícil encontrar en el mundo real casos como el que acabo de mencionar.

No está solo Sowell, ciertamente, en la población de color norteamericana a la hora de criticar los programas de gasto público dirigidos a mejorar la situación de su grupo étnico. Clarence Thomas, el veterano juez del Tribunal Supremo, también de raza negra, ha señalado en repetidas ocasiones que la pobreza relativa de la población de color en los Estados Unidos tiene causas complejas y ha insistido en la importancia que debería tener en cualquier programa de reforma el reforzamiento de los valores básicos de la interacción social y el fomento de la responsabilidad de cada persona, de modo que sea consciente de que su éxito o fracaso en la vida se debe, en gran medida, a sus propias decisiones. Un buen resumen de esta visión del problema lo ofrece el propio Sowell cuando escribe sobre sus experiencias en la infancia: «En el Harlem de la década de 1940 nadie nos preguntaba si nuestros hogares estaban rotos. No nos sentábamos en círculo para aliviar nuestras psiques… y a ninguno de nosotros se la habría ocurrido siquiera llamar a su profesor por su nombre de pila. Nadie me preguntó nunca cuáles eran mis preferencias sexuales… pero tuve la suerte de asistir a la escuela en aquellos años y no en estos momentos (1990)… y de ello me he beneficiado toda mi vida… Si hubiera vivido en un hogar con el doble de dinero, pero en el que se me hubiera prestado la mitad de la atención que recibí, no cabe duda de que las cosas me habrían ido mucho peor».

Además de su constante preocupación por estos temas, la obra de Sowell tiene otros aspectos muy relevantes. Si me preguntaran cuál es el libro más importante de nuestro economista, me inclinaría por Knowledge and Decissions (1980), seguramente su mayor aportación a la economía académica. Y creo que muchos colegas estarían de acuerdo con tal valoración. Este ensayo se centra en las diferencias que existen en los procesos de toma de decisiones en el mercado y en el sector público, un tema fundamental para la política económica. El punto de partida de Sowell es un famoso artículo de Friedrich Hayek «The Use of Knowledge in Society», en el que el pensador austriaco desarrolla su teoría sobre la forma en la que la sociedad, mediante los mecanismos del mercado, genera, coordina y transmite la información necesaria para la realización de las actividades económicas. El principal problema del sector público es ―en su opinión― su incapacidad para obtener y asimilar una gran cantidad de información, a menudo de carácter informal, pero muy necesaria para cualquier gestor de políticas públicas; y esto plantea serios problemas a la hora de diseñar una política económica eficiente.

Sowell analiza con detalle no sólo el comportamiento de los gobiernos y de las agencias regulatorias, sino también el papel de los parlamentos y los tribunales de justicia, utilizando para ello numerosos ejemplos, que van desde los controles de precios y la determinación de los salarios mínimos a los subsidios agrarios o la política de defensa de la competencia. Y tiene sentido referirse a un número tan elevado de temas, ya que el problema de la información inadecuada que sufre permanentemente el sector público se plantea en prácticamente todos los campos de la política económica. Critica con acierto la posición supuestamente científica de los reguladores, que desprecian las opiniones tanto de la gente de la calle como las de las empresas afectadas por las leyes y reglamentos que ellos redactan y aplican. Las primeras porque, para muchos gobernantes, la gente carece de los conocimientos necesarios para entender bien las políticas públicas. Y en lo que respecta a las empresas, el problema no es la falta de conocimientos, sino la presunción de que sólo buscan maximizar su beneficio particular. Y se da por supuesto, en cambio, que los gestores públicos dedican todos sus esfuerzos a la búsqueda del bien común.

Estas ideas son las que han servido de soporte a los principales modelos con los que se ha intentado justificar la necesidad de una regulación sustancial de las actividades del sector privado por parte del Estado. Tal enfoque fue utilizado, entre otros por Arthur Pigou y por John M. Keynes, los dos economistas que más hicieron en el siglo XX por extender las competencias de los gobiernos en la gestión de la economía. Ambos desconfiaban de los políticos, por tratarse, por lo general, de personas poco fiables a la hora de dirigir la economía de un país y perseguir, básicamente, sus intereses particulares en el corto plazo. Pero tenían una sorprendente fe en los técnicos ―las agencias reguladoras de Sowell― que estarían dotados tanto de los conocimientos necesarios como de la imparcialidad precisa para elevar el nivel de bienestar de la gran mayoría de la población. A juicio de nuestro autor, multitud de problemas que pueden surgir en cualquier nación, incluso emergencias y catástrofes, pueden ser utilizadas por los gobernantes y sus burocracias para extender su poder sobre la sociedad civil. No le resultará difícil al lector encontrar ejemplos de ello.

James Buchanan, el gran economista norteamericano creador de la teoría de la elección pública y premio Nobel de Economía afirmó, cuando se publicó esta obra, que Knowledge and Decissions era el mejor libro de economía que había leído, solo superado por La riqueza de las naciones de Adam Smith. Parece que cuatro décadas después de su publicación, su autor sigue pensando ―con razón― que se trata de la obra de la que puede sentirse más orgulloso. Si bien recomienda a los interesados en conocer sus opiniones sobre estos temas empezar por la lectura de un libro suyo algo posterior titulado A Conflict of Visions (1987), mucho más breve, en el que se presentan de forma más accesible sus principales ideas. 

Thomas Sowell es, sin duda, uno de los pensadores más relevantes de los Estados Unidos. Durante muchos años ha sido un intelectual profundo y un columnista brillante, defendiendo ideas con frecuencia «políticamente incorrectas» en un país en el que la corrección política se ha convertido en un dogma. Y no cabe duda de que tal posición ha impedido que sus escritos y sus ideas sean más conocidos, dentro y fuera de su país. Aunque, lógicamente, dada su edad, su actividad hoy tiene ya poco que ver con sus numerosos trabajos y publicaciones del pasado, hay que recordar que publicó su último libro a los noventa años y que sigue desempeñando el puesto de Milton and Rose Friedman Fellow on Public Policy en la Hoover Institution, organización liberal con la que ha colaborado a lo largo de más de cuatro décadas. Y, lo más importante, es todavía una voz autorizada a la que se debería escuchar con atención en los debates sobre muchas de las cuestiones fundamentales de la política económica y social de nuestro tiempo. Francisco Cabrillo es catedrático Emérito de Economía de la Universidad Complutense y director del CASME de la Fundación Civismo.