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sábado, 11 de enero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Terapia antibelicista. (Publicada el 13 de junio de 2009)




Fotograma de "Vals con Bashir", de Ari Folman



No soy lector asiduo de cómics para adultos. Nunca me han atraído especialmente. De niño disfrutaba mucho con los tebeos (la versión hispánica del cómic) de "El guerrero del antifaz""El hombre enmascarado" o "Supermán". Del primero, recuerdo sus incesantes luchas contra los sarracenos que ocupaban la península ibérica, siempre con su antifaz puesto, acompañado de su joven amigo; me gustaba imitarle con mi espada de madera, un antifaz sobre los ojos, y unos gruesos calcetines de lana blancos que doblaba sobre los tobillos a modo de calzas, como los que vestía el protagonista. Del segundo ("El Fantasma" era el nombre original del cómic norteamericano de 1936) recuerdo muy bien sus aventuras en las selvas asiáticas, montado en un hermoso caballo. Todo ello gracias a mi hermano Alberto, once años mayor que yo, que me regaló la colección completa de sus aventuras. De "Superman" no puedo decir nada que ustedes no sepan, si acaso, el sentimiento de preocupación que me embargaba cada vez que mi héroe volador caía en manos de los malos por culpa de la kriptonita... No soy yo de los que dicen que todo tiempo pasado fue mejor; "fue", y con eso basta para pasar página.

Con la introducción anterior no pretendo en modo alguno trivializar mi comentario de hoy, sino por el contrario, situarlo en la diferente capacidad de la sociedad de nuestro tiempo para asumir una historia aunque se presente ésta en un formato tan poco "formal" como el de un documental de dibujos animados. Esta tarde he visto por televisión un película de animación realmente impactante. Se trata de "Vals con Bashir" (2008), que pueden ver íntegra en el enlace anterior, del realizador israelí Ari Folman, ganadora del Globo de Oro a la mejor película extranjera y propuesta para los Óscar de este año. Me ha recordado muchísimo a otra gran película. "Munich" (2005), de Steven Spielberg. 

Si el film de Spielberg recreaba la operación de castigo preparada por los servicios secretos israelíes contra los terroristas palestinos responsables de la matanza de varios atletas judíos al inicio de las Olimpiadas de Munich, en 1972, y los escrúpulos que en forma cada vez más acusada, el protagonista, jefe del comando del Mossad encargado de la operación, se va formando en cuanto al sentido de la venganza israelí, "Vals con Bashir" lo que plantea es la necesidad de conocer la verdad y enfrentarse a ella para poder seguir viviendo. Algo que a muchos aún incomoda, molesta y perturba en España, en Israel, y en otros muchos lugares.

La película comienza con la visita al protagonista de la misma, el propio director del documental, Ari Folman, de un antiguo compañero suyo en el ejército con el que veinte años atrás, participó en la invasión del Líbano por las tropas israelíes (1982), que le cuenta una pesadilla que sufre todas las noches en la que unos perros asilvestrados le persiguen hasta su casa por las calles de una ciudad, en lo que él cree que es una rememoración de una acción de guerra en la que participó, junto con el director, y de la que éste le confiesa no recordar absolutamente nada.

A partir de ahí, el protagonista del documental, el propio Ari Folman, comienza a interrogarse e investigar el "por qué" él no puede recordar nada de aquella misión de 1982. Visita a amigos y compañeros, y poco a poco, su memoria va reaccionando a los estímulos que le aportan sus investigaciones y recordando cada vez con más fidelidad aquellas acciones de guerra en las que participó, veinte años atras, cuando sólo era un joven soldado con 19 años.

Con unas cada vez más angustiosas y dramáticas imágenes (dibujos), tejidas a base de los recuerdos de quiénes fueron sus compañeros de misión, el documental nos va acercando a la que es la escena central, y final, del film: el asesinato a manos de las milicias cristianas libanesas, aliadas de Israel, de miles de refugiados palestinos, entre ellos ancianos, mujeres y niños, en los campamentos de Sabra y Chatila, en las afueras de Beirut, ante la pasividad del ejército de ocupación israelí, que conocedor de lo que estaba sucediendo, no hizo nada por parar la matanza hasta varios días después de que comenzara. La película termina con el protagonista recordando y asumiendo el horror de lo ocurrido y con imágenes, ahora reales, de lo que los soldados israelíes encontraron allí cuando recibieron órdenes de parar la masacre.

El hecho de que no sean imágenes reales lo que vemos, sino dibujos, apenas sin colores, en blanco y negro, acrecienta en cierto modo la sensación irreal de angustia de los personajes. Un alegato antibelicista que honra a su autor y a una buena parte de la sociedad israelí.

Pocas horas después de publicada esta entrada en mi blog, en el diario El País en su sección "Cuarta Página", normalmente dedicada al gran artículo de Opinión de ese día, aparece uno del escritor y periodista israelí Akiva Eldar, columnista del periódico israelí Ha'aretz y coautor del libro "Lords of the Land, the war over Israel's settlements in the occupied territories, 1967-2007", titulado "Colonos, el enemigo interior", que pueden leer en el enlace anterior, y que es un excelente complemento a lo dicho por Ari Folman sobre memoria, historia y responsabilidad personal. Espero que les resulte interesante esta entrada de hoy. HArendt




El cineasta israelí Ari Folman



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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Entrada núm. 5626
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 18 de junio de 2015

[De libros y lecturas] "Eichmann en Jerusalén", de Hannah Arendt



Hannah Arendt



El 31 de mayo pasado se cumplieron cincuenta y tres años de la ejecución de Adolf Eichmann en la prisión de Ramla (Israel). Había sido secuestrado en Argentina por un comando del Mossad el 11 de mayo de 1960 y trasladado a la fuerza hasta Israel. El 15 de diciembre de 1961 el tribunal que le juzgó le encontró culpable de crímenes contra la humanidad y contra el pueblo judío y le condenó a la pena capital. La suya ha sido la única pena de muerte ejecutada en toda la historia del Estado de Israel.

Escribí sobre ello en el blog con motivo del cincuentenario de su ejecución y me resultó llamativo que el aniversario de un acontecimiento de tanta notoriedad mediática como fue el jucio y posterior ejecución de Aldof Eichmann pasaran absolutamente desapercibidos. Un excelente artículo del escritor argentino Álvaro Abós en El País de aquel día, titulado "Eichmann en la horca", rememoró el hecho analizando con detalle las consecuencias que tuvo para la instauración de una justicia internacional que persiguiera y enjuiciara delitos calificados como crímenes contra la humanidad, sentando principios jurídicos como los de la imprescriptibilidad y la no consideración de la obediencia debida como eximente cuando se juzgan crímenes de lesa humanidad. Y es que, como dice Abós al final de su artículo, el olvido no puede lavar el horror.

Resulta imposible hablar del secuestro, procesamiento, condena y ejecución de Adolf Eichmann sin hacer mención a una obra capital de la teórica política norteamericana de origen judeo-alemán Hannah ArendtSi desean profundizar en el conocimiento de aquel hecho histórico y sus consecuencias nada mejor que recurrir a las fuentes, que no pueden ser otras que el propio texto de Arendt, "Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal" (Lumen, Barcelona, 2003), al que pueden acceder en el enlace anterior. Les recomiendo igualmente que vean en el siguiente enlace el documental de la cadena televisiva ORF2, con imágenes reales del proceso llevado a cabo en Jerusalén. Está subtitulado en alemán, aun así, merece la pena verlo.

Hannah Arendt, siguió todo el proceso de Eichmann en Jerusalén como corresponsal de una prestigiosa revista neoyorkina y escribió una serie de artículos sobre el mismo que más tarde publicaría en forma de libro. Ese libro fue "Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal", un texto que levantó notable polémica en Estados Unidos, en Alemania, y dentro del mundo judío, por lo atrevido de algunas de sus conclusiones, por ejemplo, la de que el mal no necesariamente encarna en psicópatas delirantes como Hitler, sino que puede también presentarse en envases cotidianos, bajo la forma de un señores normales como Adolf Eichmann, buenos padres de familia, ciudadanos ejemplares y funcionarios cumplidores. 

Yo tenía catorce años cuando Adolf Eichmann fue secuestrado por el Mossad, y llevado de forma clandestina a Israel. No recuerdo nada especial sobre el proceso que se siguió contra Eichmann, del que conocí muchos años más tarde los detalles, gracias entre otras razones al libro de Hannah Arendt. Si recuerdo en cambio el revuelo que causó la noticia de su ejecución en España, y sobre todo recuerdo con precisión la admiración que suscitó en mí, quizá, y en gran parte, por ser descendiente de conversos y sentirme orgulloso de mis orígenes judíos, la operación desarrollada por el Mossad, con detalles que parecían sacados de una novela policíaca, y que a tan temprana edad no era capaz de enjuiciar en todas sus dimensiones políticas, diplomáticas y jurídicas.

Pero fue hace unos días que el escritor y crítico literario Rafael Narbona, en su blog Viaje a Siracusa, de Revista de Libros, traía de nuevo a colación el asunto en un documentado análisis titulado "Hannah Arendt y la terrible banalidad del mal". ¿Casualidad? No lo creo; más bien permanente actualidad de un texto tan trascendental como el de Hannah Arendt.

Pocos libros han provocado tanto revuelo como "Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal", dice Narbona de él. Hannah Arendt aceptó ser la corresponsal de The New Yorker durante el juicio celebrado en Jerusalén contra Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y uno de los principales responsables de la deportación de los judíos europeos a los campos de exterminio nazis. David Ben Gurion, primer ministro de Israel en aquel momento, quería recordar al mundo que millones de judíos habían sido asesinados por el simple hecho de ser judíos, no por sus actos o ideas: «Queremos que todas las naciones sepan que deben avergonzarse». La aparente insignificancia de Eichmann, pálido y fantasmal en la cabina blindada, contrastaba con la magnitud de sus crímenes. 

Hace unos años, continúa diciendo Rafael Narbona, el líder ultraderechista Jean-Marie Le Pen declaró que el Holocausto sólo era una nota a pie de página en la historia de la Segunda Guerra Mundial. Desgraciadamente, tenía razón, si juzgamos el genocidio de judíos, gitanos y otras minorías desde el punto de vista del lugar que ocupó en la conciencia de la sociedad europea o la norteamericana. El destino de los judíos nunca preocupó demasiado a nadie y su exterminio contó con la cobertura legal e institucional del Reich alemán. Las leyes de Núremberg, aprobadas por unanimidad el 15 de septiembre de 1935 durante el séptimo congreso anual del NSDAP, sólo representaron el primer paso de la discriminación, exclusión y exterminio de la población judía, un procedimiento que no adquirió el carácter de secreto de Estado hasta su último tramo (Conferencia de Wannsse, 20 de enero de 1942), si bien por entonces corrían por toda Europa historias sobre asesinatos masivos en cámaras de gas. Jan Karski , enlace del gobierno polaco en el exilio, y el conde Edward Raczyński, ministro de Asuntos Exteriores, informaron del genocidio a lo largo de 1942. Karski aportó su testimonio, pues había visitado clandestinamente el gueto de Varsovia y el campo de transición de Izbica, y Raczyński proporcionó pruebas y documentos en un informe titulado «El exterminio masivo de judíos en Polonia bajo la ocupación alemana». Los aliados no adoptaron ninguna medida para frenar o mitigar el drama.

El nazismo siempre disfrutó de amplias simpatías en la sociedad alemana, dice Narbona. El fiscal Hausner señaló en el proceso contra Eichmann que los arquitectos del genocidio no eran vulgares hampones, sino abogados, profesores, médicos, banqueros, economistas. El responsable último no era el Gobierno nazi, sino varios siglos de odio institucional y popular a los judíos: «En este histórico juicio, no es un individuo quien se sienta en el banquillo, no es tampoco el régimen nazi, sino el antisemitismo secular».

La defensa de Eichmann se basó en la obediencia debida, particularmente estricta en un régimen totalitario. Eichmann, un hombre gris y de escasa iniciativa, descubrirá enseguida las ventajas de la «obediencia debida», que exime de pensar, juzgar y rectificar. La derrota de Alemania significaría una catástrofe para su temperamento gregario: «Comprendí que tendría que vivir una difícil vida individualista, sin un jefe que me guiara, sin recibir instrucciones, órdenes ni representaciones, sin reglamentos que consultar, en pocas palabras, ante mí se abría una vida desconocida que nunca había llevado». 

Desde las primeras vistas, sigue diciendo Narbona comentando el libro de Arendt, Hannah Arendt advierte el vacío interior de Eichmann y su impotencia para obrar como un individuo: «Cuanto más se lo escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros y, por ende, contra la realidad como tal». Durante el juicio, se hace evidente que Eichmann carece de la empatía más elemental. Llama la atención su «incapacidad casi total para considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor». Siente lástima de sí mismo y no entiende que los otros no simpaticen con su desdicha personal. Se considera un hombre decente y con un acusado sentido de la ética. Como señala Narbona, Hannah Arendt escribe a ese respecto: «A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquier podía darse cuenta de que aquel hombre no era un “monstruo”, pero en realidad se hizo difícil no sospechar que fuera un payaso». La inanidad intelectual del burócrata nazi nunca resultó tan incontestable. Eichmann invoca la obediencia, subrayando que si hubiera vivido en una sociedad democrática, habría cumplido sus normas con la misma meticulosidad.

Hannah Arendt escribió sus artículos con una feroz independencia, sin maquillar hechos ni contemporizar. No ocultó la responsabilidad de los Consejos Judíos o Judenrat, y entre ellos, casos tan llamativos como el de Mordechai Chaim Rumkowski, hombre de negocios, militante sionista y director de un orfanato, que fue la máxima autoridad del gueto de Łódź (Polonia). Hannah Arendt, sigue diciendo el articulista, destacó que no todos los países ocupados por el Reich alemán colaboraron en la deportación de los judíos: «Suecia, Italia y Bulgaria, al igual que Dinamarca, resultaron ser inmunes al antisemitismo, pero de las tres naciones que estaban en la esfera de la influencia alemana, solamente Dinamarca se atrevió a hablar claramente del asunto a sus amos alemanes». Italia y Bulgaria sabotearon las órdenes, explotando el ingenio para salvar a sus compatriotas judíos. Los daneses se opusieron frontalmente. Cuando los alemanes les propusieron que se identificara a los judíos con estrellas amarillas, contestaron que el rey sería el primero en llevarla y que incumplirían cualquier medida discriminatoria. Cuando los nazis impusieron la ley marcial, las tropas destinadas a Dinamarca habían cambiado profundamente desde hacía mucho tiempo y se negaron a participar en las deportaciones. La lección que nos dan los países a los que se propuso la aplicación de la Solución Final es que “pudo ponerse en práctica” en la mayoría de ellos, pero no en todos. Desde un punto de vista humano, la lección es que actitudes como la que comentamos constituyen cuanto se necesita, y no puede razonablemente pedirse más, para que este planeta siga siendo un lugar apto para que lo habiten seres humanos».

Lo más sobrecogedor del caso Eichmann es que el burócrata nazi «no era un Yago ni un Macbeth» y, menos aún, un «Ricardo III». Según Arendt, tampoco era un estúpido, sino «pura y simple irreflexión». Hubo «muchos hombres como él». No «fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente, que en realidad, merece la calificación de "hostis generis humani", comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad».

Hannah Arendt nos cuenta, concluye Narbona, que Eichmann se dirigió al patíbulo con entereza. Después de beber media botella de vino y rechazar la asistencia de un pastor protestante, rechazó la capucha negra que le ofreció el verdugo. Sus últimas palabras fueron: «Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Austria! ¡Viva Argentina! Nunca las olvidaré». Arendt considera que Eichmann se despidió del mundo con una sarta de majaderías: «Incluso ante la muerte, encontró el cliché propio de la oración fúnebre. […] Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se siente impotentes». Arendt justifica la pena de muerte dictada contra Eichmann: «Del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación –como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar en el mundo–, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Ésta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado». ¿Se puede considerar que el genocidio es un delito infrecuente, que las cámaras de gas pertenecen a un pasado irrepetible? Desde que acabó la Segunda Guerra Mundial, las matanzas no han cesado: Vietnam, Camboya, Indonesia, Guatemala, Chile, Argentina, Ruanda, Bosnia-Herzegovina… Podrían citarse más casos, pero es innecesario. Sin embargo, el totalitarismo como fenómeno político no es una masacre más. Se caracteriza por un rango distintivo: «el criterio selectivo depende únicamente de ciertos factores circunstanciales». Después de liquidar a los enfermos incurables, Hitler pensaba eliminar a los alemanes «genéticamente lesionados», con enfermedades pulmonares o cardíacas. En la «cultura del descarte», por utilizar una expresión del papa Francisco, podría considerarse una medida de higiene pública suprimir las vidas de los individuos improductivos o con escasas expectativas de éxito. Sólo hace falta una idea, un absoluto moral o político, para poner en funcionamiento las fábricas de la muerte. Puede ser la excelencia económica, biológica o social. O la materialización de una utopía con apariencia de justicia o equidad. O la creación de un nuevo orden mundial. El totalitarismo empieza donde acaba el individuo. Nunca se disipará su amenaza. La banalidad del mal reside en considerar que hay vidas banales, prescindibles. Conviene releer de vez en cuando a Hannah Arendt para recordar que cualquier vida debe ser objeto de respeto y reconocimiento. Los que se atreven a cuestionarlo, rescatarán antes o después la rampa de Auschwitz.

Les recomiendo encarecidamente la lectura de los artículos citados. Y por supuesto, el libro de Hannah Arendt que ha dado pie a esta entrada de hoy. Me lo agradecerán. De mi admiración y respeto por la persona y la obra, total, de Hannah Arendt, da prueba testimonial el hecho de que utilice como firma en este blog y en las redes sociales un acrónimo de su nombre como seudónimo.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt







Entrada núm. 2341
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