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martes, 4 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] Historias de la Transición





Seguimos a vueltas con el pasado, una de las mejores fórmulas para entender el presente... Hoy, con la tan traída, llevada y al parecer de algunos, inacabada transición española. Hoy habla de ella en El País el que fuera tres veces ministro en los gobiernos de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo, Alberto Oliart.

Dice Oliart, y lo dice con rotundidad, que no se puede llamar "nueva transición" a la llegada al gobierno de Felipe González, José María Aznar o José Luis Rodríguez Zapatero. Que la "Transición", la que ha pasado a la historia con ese nombre, tuvo otros protagonistas y finalizó tras la aprobación de la Constitución de 1978 y la elección de Felipe González como presidente. Dice también que eso de que "España se rompe", lo viene oyendo él desde que murió Franco, pero que no es verdad; que España no está rota, ni se rompe ni va a romperse. Y crítica con severidad a quienes desde la ultraderecha y las filas del PP lo siguen afirmando, aún hoy...

Pero lo que más me ha llamado la atención de su artículo es el rapapolvo que echa a la actual jerarquía católica española en su enfrentamiento con el gobierno socialista. Les dice cosas muy severas a los obispos, y contrapone con acierto la actitud de hipócrita beligerencia de su dirección actual con la postura de respeto y colaboración de su antecesor en aquella época, el cardenal Tarancón.

A mi lo que me molesta de Rouco, Cañizares y Cía no es lo que dicen... ¡Faltaría más, claro que pueden decir lo que quieran!... Incluso mentir, como hacen con ese desparpajo tan clerical y tan ajeno a las enseñanzas de su Maestro... Lo que me repatea de esta gente es que encima se hagan, -porque la verdad, resulta difícil de creer que lo digan en serio- los perseguidos y las víctimas. Viniendo de quienes viene, unos señores que han tenido bajo su bota durante siglos y sin contemplaciones a las buenas y crédulas gentes de este país, -"se sienten acreedores del mundo siempre, aunque lleven la vida entera agraviándolo y despojándolo"- ("Tu rostro mañana. Fiebre y Lanza", Javier Marías, Santillana, Madrid, 2004) no deja de ser, como mínimo, un ejercicio de cinismo. Aunque en cinismo, los del capelo sean unos maestros consumados... 




Antonio María Rouco


El uso de ETA contra el Gobierno y el partidismo de algunos obispos han sido las principales novedades de los últimos tiempos con relación al periodo 1976-1982. Pero lo de que España se rompe ya se decía entonces, comenta el exministro Alberto Oliart.

El objetivo de la Transición fue instaurar una democracia parlamentaria a partir de las instituciones que se querían transformar, y con un rey como jefe de Estado. Ese objetivo comenzó a alcanzarse con la aprobación, por las Cortes y en referéndum, de la Ley de Reforma Política. El proceso desencadenado llevó a la legalización de todos los partidos políticos que concurrieron a las primeras elecciones libres celebradas tras la Guerra Civil, las del 15 de junio de 1977.

Para culminar el cambio, fue preciso que los entonces llamados "continuistas" y "rupturistas" llegaran a un consenso básico sobre el proceso a seguir, la estructura y forma de las instituciones y la Constitución. Aceptaron tratar como ciudadanos libres e iguales tanto a los partidarios y colaboradores del régimen anterior como a sus contrarios políticos, en el exilio, la cárcel o la clandestinidad, incluidos los nacionalistas democráticos catalanes, gallegos y vascos. Se trataba de superar, que no olvidar, la trágica y profunda división entre españoles causada por la Guerra Civil. Y así se consiguió lo que parecía imposible a muchos de dentro y a casi todos los de fuera: que la Transición en España se hiciera sin más violencias que las del terrorismo y fuera aceptada por la inmensa mayoría de españoles.

La Transición fue la obra tanto de políticos que procedían del Movimiento Nacional como de otros que eran antifranquistas, muchos de los cuales estaban exiliados o en la cárcel. La habilidad y el coraje de Adolfo Suárez, nombrado por el Rey presidente del Gobierno, le convirtieron en el protagonista de la Transición. Pero también lo fueron los políticos de la oposición al régimen franquista: Felipe González, Alfonso Guerra, Santiago Carrillo, Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius, los catalanes Joan Raventós, Carner, Jordi Pujol, Antón Cañellas, los nacionalistas vascos Ajuriaguerra, Xabier Arzalluz...

Como lo fue el presidente de la Conferencia Episcopal española, el cardenal Tarancón, al proclamar la necesidad de que acabara la división entre españoles causada por la Guerra Civil y de una separación, porque era lo mejor para los dos, entre la Iglesia católica y el Estado; una Iglesia que, a juicio de muchos, todavía estaba marcada por su apoyo al régimen anterior.

Todos los que la vivimos conocimos el esencial papel de Torcuato Fernández Miranda en las Cortes franquistas y el del general Manuel Gutiérrez Mellado en las Fuerzas Armadas. Leopoldo Calvo-Sotelo puso en pie la estructura de lo que fue la UCD. Con él estuvieron políticos azules -Rodolfo Martín Villa, Fernando Abril, Pío Cabanillas-, demócratas cristianos -Landelino Lavilla, Marcelino Oreja, Íñigo Cavero-, liberales -Joaquín Garrigues, Muñoz Peirats, Satrústegui-, socialdemócratas -Fernández Ordóñez, García Díez, Carlos Bustelo-, por citar algunos de los más importantes.

Ese consenso básico, institucionalizado en los Pactos de La Moncloa (esencial fue la autoridad doctrinal de Enrique Fuentes Quintana), permitió pactar la Constitución de 1978 y crear un espacio político democrático de convivencia y diálogo. Y ello a pesar de la profunda crisis económica, del brutal y sangriento terrorismo etarra y del fracasado golpe de Estado del 23-F de 1981. La Transición terminó con el traspaso ordenado, leal y pacífico del Gobierno presidido por Calvo-Sotelo al Gobierno socialista de Felipe González, al ganar éste por aplastante mayoría las elecciones de 1982. Triunfo que, a mi juicio, supuso la consolidación de la democracia y de la monarquía constitucional y parlamentaria.

No me parece cierto que fueran una nueva transición ese triunfo electoral del PSOE de Felipe González o el del PP de José María Aznar en 1996; ni tampoco el del PSOE de Zapatero en 2004. Sí hubo, en la última etapa de Felipe González, en la segunda de Aznar y en la primera de Zapatero, una lucha parlamentaria más violenta, dura y descalificadora para ganar, conservar o recuperar el poder perdido. Pero esto no nos diferencia mucho de las demás democracias europeas y occidentales. En ellas, como en España, las elecciones, más que ganarlas la oposición, las pierde el partido que gobierna. O las gana el Gobierno porque la oposición se divide o deja de ser una alternativa creíble.

Desde la Transición, las circunstancias, sociales, económicas y políticas, han cambiado mucho en España y en el mundo globalizado en el que vivimos. En España, los traspasos de competencias importantes a las autonomías -educación, sanidad...- han producido en todas un aumento de su poder social y político y, además, la inadecuación de su sistema de financiación actual. Se ha radicalizado el soberanismo nacionalista en Cataluña, y asimismo en el País Vasco con el plan Ibarretxe. Pero no es menos cierto que en las últimas elecciones generales el PSC ha quedado en Cataluña por delante en votos de CiU, y que Esquerra Republicana ha perdido todo lo que ganó en noviembre de 2003. Y que en el País Vasco el PSE ha quedado como el primer partido en Álava y Guipúzcoa y, por primera vez en estos 31 años de democracia, en Vizcaya.

España no se rompe, aunque con tonos apocalípticos lo proclama la extrema derecha y algún destacado miembro del PP. Como testigo o ciudadano, he oído lo mismo desde que se aprobó la Constitución y los Estatutos vasco y catalán. En cambio, expertos europeos y españoles sostienen que el dinamismo español en lo social y económico se debe en gran parte a la descentralización autonómica. Ahora bien, lo que nunca oí en las negociaciones con ETA, como miembro de los Gobiernos de Suárez y de Calvo-Sotelo y como ciudadano en tiempos de Felipe González y de Aznar, es que se traicionaba a nuestras víctimas del terrorismo o se entregaba el País Vasco a ETA.

Tampoco son una segunda transición negativa los dos triunfos electorales del Partido Socialista de Zapatero. Las leyes de su primera etapa estaban anunciadas en un programa electoral votado por la mayoría de los españoles. Y en el caso del Estatuto de Cataluña, recurrido ante el Tribunal Constitucional, el Gobierno tripartito formado en 2003 declaró prioritaria, como también CiU, la reforma del anterior Estatuto; y ello cuando se creía que el PP ganaría las elecciones generales de 2004.

Ahora hay, sin embargo, una novedad importante en lo que respecta a la Iglesia católica: su cambio de actitud respecto al Estado laico, que es lo que significa "no confesional" (artº 16, 3 C. E. Diccionario de la RAE, 2). Tres apartados de la nota de la Comisión Ejecutiva de la Conferencia Episcopal del pasado diciembre -el consejo sobre el voto de los católicos, su juicio sobre la unidad de España y el juicio sobre el terrorismo- son de carácter político. Como lo son las declaraciones de algunos cardenales y obispos. Tienen constitucionalmente derecho a hacerlo, como cualquier otro agente político o ciudadano. Pero deben admitir que, al hacerlo, pueden recibir las mismas críticas y descalificaciones que los demás sujetos políticos o ciudadanos, sin que eso suponga un ataque a la Iglesia. Y también que la opinión política pública de un obispo o cardenal tiene el mismo valor que la de cualquier ciudadano. La nuestra es una democracia constitucional de ciudadanos libres e iguales.

A mi juicio, ciertas expresiones de condena frente al desarrollo de leyes aprobadas por mayoría en las Cortes debieran ser más medidas. Primero porque católicos creyentes, que también son Iglesia, las han criticado públicamente, y aún son más los que lo hacen entre amigos o conocidos. Segundo, porque dada la categoría eclesial de los que emiten esas opiniones, pueden dificultar o dañar la necesaria convivencia y el consenso político básico de la democracia constitucional.

Si queremos conservar y hasta recuperar consenso entre ciudadanos libres e iguales, cualesquiera que sean sus ideologías, convicciones morales o creencias religiosas, ese consenso nada tiene que ver con relativismos filosóficos o morales, sino con dejar de percibir al adversario político como un enemigo. Se trata de seguir viviendo en libertad y democracia; de dialogar para combatir el terrorismo y enfrentar nuestros problemas nacionales en estos tiempos difíciles, de cambios continuos; de ayudar, en lo que podamos, a la lucha contra el hambre, la enfermedad y la ignorancia en el mundo. Que el pasado irrepetible, con sus aciertos y errores, nos sirva de lección. (El País, 03/06/08)



No se puede mostrar la imagen “http://www.fundef.org/img/Oliart.jpg” porque contiene errores.
Alberto Oliart



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4947
Publicada originariamente el 3/6/2008
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 28 de enero de 2019

[HISTORIA] Siete días de enero




La diosa Clío, musa de la Historia


No existen procesos políticos ejemplares, pues el ser humano es imperfecto y el azar siempre interfiere en los planes de la razón, produciendo turbulencias, malentendidos y errores, escribe el profesor de filosofía y crítico literario Rafael Narbona, refiriéndose a los sucesos que ocurrieron en los últimos días de enero de 1977 en Madrid, que pusieron en jaque la transición española a la democracia. Sin embargo, añade, hay cambios históricos que merecen ser elogiados por su contribución al bienestar general. 

Podemos citar como ejemplos el fin del apartheid en Sudáfrica, la caída del Muro de Berlín, la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial o la Transición española. Desde la crisis de 2008, la Transición ha sufrido un descrédito inmerecido. El populismo de izquierda elaboró un nuevo relato que explicaba el paso de la dictadura al actual Estado de Derecho como una operación de maquillaje del franquismo. Ese planteamiento apareció acompañado por la recuperación de las viejas ideologías que –presuntamente‒ podrían ofrecer una alternativa al sistema capitalista, demonizado hasta lo grotesco. Se rehabilitó el marxismo-leninismo, el anarquismo y, en algunos casos, el estalinismo. Afortunadamente, nadie –al menos que yo sepa‒ agitó la bandera del maoísmo, si bien se alzaron algunas voces en defensa de Corea del Norte, celebrando las excelencias del «socialismo autosuficiente y creativo» de Kim Jong-un. Parece que ese discurso disparatado se ha desinflado notablemente, pero el separatismo regionalista ha aprovechado su fuerza para movilizar a las víctimas de la crisis económica, prometiéndoles el paraíso en el marco de pequeños Estados independientes. De momento, ha copiado las técnicas del populismo izquierdista, promoviendo la insurgencia callejera. Al mismo tiempo, ha surgido un populismo de derechas que habla de Reconquista con una retórica de cartón piedra. En este escenario, el centro político, liberal y reformista, se revela más necesario que nunca, pero en un tiempo de estériles radicalismos casi nadie se atreve a invocar la moderación, la prudencia y el diálogo, las grandes virtudes de la Transición. Un espíritu conciliador, hoy inexistente, podría atemperar el debate político, ahorrándonos los malos modos de algunos parlamentarios, sin otra fuente de inspiración que el lodo, el ruido y la furia de las redes sociales.

De las películas que intentaron reflejar los acontecimientos políticos de la Transición, recuerdo dos con especial aprecio: ¡Arriba Hazaña! (José María Gutiérrez Santos, 1978) y Siete días de enero (Juan Antonio Bardem, 1979). ¡Arriba Hazaña! emplea un internado religioso como metáfora de lo que estaba sucediendo en la sociedad española. Los curas más viejos se oponen a cualquier cambio, los jóvenes se muestran partidarios de introducir reformas y los alumnos oscilan entre el pacto y la ruptura revolucionaria. La interpretación de Fernando Fernán Gómez es memorable, encarnando a un sacerdote que ha servido en la Legión durante la Guerra Civil. ¿Quizá se pretendía lanzar un guiño al espectador, aludiendo al papel del actor en Balarrasa, la película de 1951 dirigida por José Antonio Nieves Conde, en la que Fernán Gómez interpretaba al capitán Mendoza, un legionario que ingresaba en un seminario para ordenarse sacerdote? Héctor Alterio también realiza una brillante interpretación como director del internado. Desbordado por los crecientes altercados, Alterio da palos de ciego para mantener el orden. Su impotencia e inseguridad muestra la carga soportada por los políticos que temían pronunciarse en un ambiente de máxima crispación. José Sacristán asume con solvencia el papel de cura reformista con un talante que recuerda a Adolfo Suárez. Los alumnos que rechazan su oferta de diálogo, cabecillas de la oposición surgida contra las rígidas normas del internado, manifiestan su desacuerdo con nuevos actos de sabotaje, pero sus compañeros no les siguen en su deriva hacia ninguna parte. Es evidente que la actitud de esa minoría descontenta se corresponde con el terrorismo de ETA y los GRAPO, dos siglas que han escrito los episodios más negros de nuestra historia reciente, intentando dinamitar la convivencia democrática en nombre la revolución socialista y la independencia de los pueblos. En 2020, HBO estrenará una serie de ocho capítulos basada en Patria, la magistral novela de Fernando Aramburu. Desconozco los planes literarios de Aramburu, pero sería fantástico que se animara a escribir una trilogía, recreando los orígenes de ETA y mostrando las secuelas de la violencia en la memoria colectiva.

Siete días de enero recrea la semana más trágica de la Transición. Con un estilo neorrealista y testimonial, Bardem combina ficción y realidad para reproducir el clima de tensión creado por una cascada de catástrofes: el secuestro de Antonio Oriol y el teniente general Emilio Villaescusa, el asesinato del estudiante Arturo Ruiz, la muerte de la universitaria María Luz Nájera y la matanza de Atocha. Oriol y Villaescusa fueron secuestrados por los GRAPO. Arturo Ruiz cayó bajo las balas de la ultraderecha. María Luz Nájera perdió la vida cuando un bote de humo de la policía impactó en su cara. La matanza de Atocha –cinco muertos y cuatro heridos graves‒ se produjo el 24 de enero de 1977. El 4 de octubre del año anterior, ETA había asesinado Juan María Araluce Villar, presidente de la Diputación de Guipúzcoa, ametrallado por un comando que también acabó con la vida de su chófer y sus tres escoltas. Las fuerzas que luchaban contra la Transición hicieron todo lo posible para propagar el caos y evitar que se celebraran las primeras elecciones democráticas. La película de Bardem emplea imágenes de la época para acentuar la credibilidad, logrando un perfecto encaje entre lo cinematográfico y lo documental. José Manuel Cervino interpreta magistralmente a uno de los pistoleros ultraderechistas que dispararon contra los abogados de Atocha. La película produce desasosiego y malestar. No está de más recordar esos días de sangre, frustración y esperanza en una época de revisionismo histórico que falsea la verdad.

La Transición triunfó sobre sus enemigos. No fue el preámbulo del régimen de 1978, sino una valiente y difícil apertura que hizo posible una sociedad libre, plural y democrática, con elecciones, pluripartidismo, derechos, libertades, separación de poderes y avances sociales. No fue una maniobra perfecta que abrió las puertas a la utopía, sino un ejercicio de precisión que hizo posible un escenario donde las diferencias podrían resolverse al fin pacíficamente. No significó el fin de los problemas económicos y sociales, pero sí el descrédito de la violencia como arma política. Las necesarias críticas al régimen de Franco no deben desfigurar nuestro pasado. El cine político debe aspirar a la objetividad. De momento, no se ha cumplido esta exigencia. Las películas de las últimas décadas no se cansan de exaltar a la izquierda revolucionaria de los años treinta, omitiendo sistemáticamente que la Revolución de Asturias no fue una gesta épica, sino un golpe de Estado organizado por el PSOE con la colaboración de la CNT. Salvador de Madariaga, notable antifranquista, escribió en 1979: «El alzamiento de 1934 es imperdonable. [...] El argumento de que José María Gil-Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era a la vez hipócrita y falso. […] Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936» (España. Ensayo de historia contemporánea). También se silencia que la represión republicana no fue obra de «incontrolados», sino una estrategia de guerra respaldada por los sucesivos gobiernos, como ha demostrado Julius Ruiz en El terror rojo (2012) y en Paracuellos, una verdad incómoda (2015).

Ruiz sostiene que Santiago Carrillo se limitó a cumplir las órdenes de la Junta de Defensa y el Gobierno, organizando con su íntimo amigo Segundo Serrano Poncela, delegado de Orden Público, la matanza de Paracuellos, perpetrada con el pretexto de aniquilar a una quinta columna inexistente. Los supuestos traslados o evacuaciones que finalizaron con fusilamientos en masa contaron con el apoyo de Manuel Muñoz (director general de Seguridad), Ángel Galarza (ministro de Gobernación), Juan García Oliver (ministro de Justica) e incluso Francisco Largo Caballero (presidente del Gobierno). Dentro de esta estrategia represiva, hay que mencionar los campos de trabajos forzosos. En abril de 1937 se abre el primero en Totana (Murcia). No fue creado por las autoridades franquistas, sino por las republicanas, y no se distinguió por su carácter humanitario. Según Julius Ruiz, se ejecutaba sumariamente a quienes se negaban a trabajar por estar demasiado enfermos o hambrientos. Corrían la misma suerte los compañeros de brigada de los presos fugados para desanimar a posibles fugitivos. A la entrada del campo había un cartel con la siguiente consigna: «Trabaja, y no pierdas la esperanza». Juan Negrín, presidente de Gobierno, aprobaba esta política represiva, pues creía que no había otra forma de ganar la guerra.

La Transición pudo fracasar. En aquellos siete días de enero de 1977 se tambaleó la reforma política que condujo a la democracia, pero, afortunadamente, la crisis se superó, permitiendo que en junio se celebraran las primeras elecciones generales. Después vendrían el 23-F y los años de plomo de ETA y los GRAPO. La democracia volvió a imponerse, no sin grandes dosis de sufrimiento, pero el cine aún no nos ha proporcionado obras a la altura de los acontecimientos. Espero que las películas de las próximas décadas sean justas con la Transición, pues –como señaló Felipe VI ante el Parlamento con motivo del cuadragésimo aniversario de la Constitución de 1978‒ «en el espíritu, en los valores y en los ideales que inspiró este período de nuestra historia se encuentra la mejor España».



Entierro de los abogados laboralistas asesinados en Madrid en 1977


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






Entrada núm. 4741
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martes, 18 de septiembre de 2012

Santiago Carrillo: "In memoriam"





Carrillo y el Rey: ¿Una imagen incómoda?


El pasado 15 de agosto dediqué una de mis entradas del blog a glosar la figura política y la persona de Santiago Carrillo, histórico exdirigente del Partido Comunista de España, fallecido hoy a los 97 años de edad en su casa de Madrid.

No era la primera vez que le dedicaba mi atención, y desde este enlace pueden ustedes acceder, al menos, a las ocho últimas entradas en que escribí sobre él lleno de admiración y respeto hacia una de las figuras claves de la tan denostada hoy "transición española" a la democracia. Transición y democracia que, sin su concurso, muy posiblemente no hubieran sido lo que fueron, y con toda seguridad, bastante peor.

Santiago Carrillo no necesita un panegírico. Se ha ganado un puesto de honor en la historia reciente de España, que yo, anticomunista convencido, no puedo discutirle ni escatimarle. Prueba de ello, la visita del rey a la familia del exdirigente comunista nada más conocerse su fallecimiento. Una imagen incómoda para cierta izquierda empecinada en equivocarse de enemigo.

El vídeo con el que acompaño esta entrada corresponde al capítulo 13 y último de la serie que TVE dedicó a la "transición española". En él se relatan los hechos acaecidos en los meses de febrero a junio de 1977, precisamente el período en que fue legalizado por el gobierno de Adolfo Suárez el partido comunista.

Desde este otro enlace pueden ustedes acceder a un amplio y detallado reportaje sobre la peripecia personal y política de Santiago Carrillo a lo largo de sus casi cien años de vida. 

Sobre la vergonzosa tarea de desprestigio y basura hacia su persona de los medios de prensa, radio y televisión de la reaccionaria y casposa ultradederecha española, tan paradigmáticamente representada por Libertad Digital, Intereconomía, La Gaceta, Canal13, y demás órganos afines, mejor correr un tupido velo...

Conmovedor y un tanto cínico, por oportunista, el sentido homenaje de la dirección del partido comunista español a su exsecretario general, partido del que fue expulsado en abril de 1985 y nunca rehabilitado en su militancia.

Espero y deseo como decían los antiguos romanos, que la tierra (el mar en este caso) le sea leve y que descanse en paz para siempre. Se lo merece. 

Y sean felices, por favor; a pesar del gobierno. Tamaragua, amigos. HArendt







Entrada núm. 1741
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"Tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)
"La historia del mundo no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco" (Hegel)