domingo, 2 de noviembre de 2025

EL DEBATE SOBRE EL LIBRE ALBEDRÍO. ESPECIAL 5 DE HOY DOMINGO, 2 DE NOVIEMBRE DE 2025

 







¿Determinados o agentes libres? El debate sobre el libre albedrío. Reseña de los libros: Decidido. Una ciencia de la vida sin libre albedrío, de Robert Sapolsky, Madrid, Capitán Swing Libros, 2024; Free Agents: How Evolution Gave Us Free Will, de Kevin J. Mitchell, Princeton, Princeton University Press, 2023; y Determined: A Science of Life without Free Will, de Robert Sapolsky, London, Penguin Books, 2024. Publicado en Revista de Libros, el 20 de octubre de 2025, por Laureano Castro, Miguel Ángel Castro y Miguel Ángel Toro.  

En 2023, comienzan diciendo, coincidieron en el panorama editorial anglosajón dos publicaciones relevantes y de notable impacto: Determined: A Science of Life Without Free Will1 del neuroendocrinólogo Robert Sapolsky, y Free Agents: How Evolution Gave Us Free Will, del neurocientífico y genetista Kevin J. Mitchell. Ambas obras destacan por su solidez argumentativa y por el rigor con el que abordan el problema del libre albedrío desde enfoques marcadamente científicos. Sin embargo, sus conclusiones no podrían ser más divergentes: mientras Sapolsky sostiene desde un determinismo radical que el libre albedrío es una ilusión sin fundamento, Mitchell defiende que la evolución ha dado lugar a formas complejas de agencia2 que justifican una noción naturalista de libertad.

La publicación casi simultánea de estos libros no sólo reaviva una antigua cuestión filosófica —la libertad humana frente a la causalidad natural—, sino que señala la actualidad ética y social del debate. En particular, en contextos como el estadounidense, marcados por discusiones intensas sobre la meritocracia, la desigualdad y la justicia, el modo en que concebimos la libertad y la responsabilidad personal adquiere una relevancia inmediata y práctica.

Este ensayo se estructura en cuatro partes. La primera presenta una aproximación conceptual al problema del libre albedrío en la filosofía contemporánea y lo enmarca en la tensión entre la imagen manifiesta y la imagen científica del ser humano. La segunda examina la propuesta determinista de Sapolsky. La tercera presenta la alternativa evolutiva y emergentista de Mitchell. Finalmente, la cuarta parte sitúa ambos enfoques en el marco filosófico del debate entre compatibilistas e incompatibilistas, introduciendo también una comparación con las contribuciones de Daniel Dennett en su ensayo Freedom Evolves (2003), Sam Harris en Free Will (2012), Michael Tomasello en The Evolution of Agency (2022) y Anil Seth en Being You: A New Science of Consciousness (2022), cuyas obras, anteriores a las aquí reseñadas, ofrecen claves importantes para comprender el actual estado de la discusión.

El libre albedrío en la filosofía contemporánea y el desafío de las ciencias. La cuestión del libre albedrío ha estado presente en la filosofía occidental desde la Grecia clásica, aunque sin formularse con ese nombre. La expresión libre albedrío (del latín liberum arbitrium) aparece explícitamente en los escritos de san Agustín de Hipona. Agustín introdujo el término en un contexto teológico-filosófico para abordar un problema crucial: cómo compatibilizar la libertad humana con la omnisciencia y la justicia de Dios. El liberum arbitrium surge, así, como una herramienta conceptual para defender la idea de que el mal moral proviene de la elección libre del ser humano y no de Dios. Durante la Edad Moderna predominó la afirmación del libre albedrío como la capacidad de decidir sin estar completamente determinado por causas externas (coacción) o internas (inclinaciones, pasiones e intereses), con la excepción de algunos pensadores que, como Spinoza, contemplaban al ser humano dentro del dominio de la necesidad.

En el marco de la filosofía contemporánea, el debate en torno al libre albedrío se estructura, en líneas generales, en tres grandes posturas: el libertarismo, el determinismo y el compatibilismo. Desde la perspectiva libertaria, se sostiene la existencia de un libre albedrío de tipo espectral, entendido como una entidad de naturaleza metafísica capaz de influir directamente en el cerebro. Esta capacidad permitiría que ciertos eventos ocurran en el mundo físico sin estar completamente determinados por causas previas. Los deterministas, en cambio, afirman que todos los fenómenos del universo —incluidos los pensamientos y las acciones humanas— están regidos por leyes causales, tanto internas como externas. Para ellos, el libre albedrío no es más que una ilusión psicológica sin fundamento real. Por último, los compatibilistas rechazan la idea de un libre albedrío espectral, pero defienden una forma de libertad compatible con el determinismo. Según esta postura, el libre albedrío no requiere una ruptura en la cadena causal del universo, sino que puede entenderse como una forma de control deliberativo y autónomo dentro de un mundo regido por leyes naturales que se manifiesta como la vivencia subjetiva de actuar conforme a nuestros deseos, intenciones y razones internas, aun si estos están causalmente determinados.

Sea cual sea la posición que se adopte, el libre albedrío se ha considerado como el fundamento de la responsabilidad moral. Si los seres humanos no fueran capaces de decidir entre alternativas, si sus actos fueran simples efectos de una cadena causal inmodificable, ¿cómo podríamos atribuirles méritos o culpas? La justicia, el castigo, el elogio o la condena parecen exigir que el agente haya podido actuar de otro modo. Esta conexión entre libertad y responsabilidad es tan íntima que muchas teorías contemporáneas del libre albedrío han sido diseñadas precisamente para justificar nuestras prácticas morales y jurídicas.

Un marco conceptual útil para comprender la persistencia de la creencia en el libre albedrío, incluso ante el avance de las ciencias, es la distinción propuesta por Wilfrid Sellars entre la imagen manifiesta y la imagen científica del ser humano3. Dennett, filósofo compatibilista contemporáneo, ha retomado esta distinción para argumentar que el libre albedrío pertenece a la imagen manifiesta, es decir, a la manera en que los seres humanos se comprenden a sí mismos desde la primera persona.

Esa experiencia de la libertad tiene varias características identificables. Cuando deliberamos entre varias opciones, sentimos que estamos sopesando razones, que podemos resistir impulsos, que no somos meros receptores pasivos de estímulos, sino agentes que actúan con intencionalidad. Esta vivencia de agencia incluye la percepción de control, de responsabilidad y de compromiso con las consecuencias de nuestros actos. Esta experiencia no es sólo una ilusión psicológica, sino un elemento estructural de nuestra subjetividad. Incluso quienes sostienen que el libre albedrío no existe suelen reconocer que actuamos como si existiera. Esta ambigüedad entre la vivencia interna y el análisis objetivo es uno de los núcleos problemáticos del debate.

La imagen científica del ser humano, sin embargo, ha ido minando progresivamente esta autocomprensión espontánea. Desde las primeras formulaciones del materialismo antiguo, como el atomismo de Demócrito y la teoría del clinamen de Epicuro, hasta las concepciones deterministas de la física clásica o el naturalismo evolucionista contemporáneo, la ciencia ha tendido a presentar al ser humano como un ente completamente integrado en la cadena causal de la naturaleza. Y eso a pesar de que hay descubrimientos en física cuántica que muestran que algunos eventos a nivel subatómico son inherentemente indeterminados, lo que abre la puerta a cierta indeterminación en el universo. El desarrollo de las neurociencias, la biología evolutiva, la psicología experimental y la biología molecular han contribuido a desarrollar una visión determinista causal cada vez más sofisticada y convincente. La conclusión más radical de estas interpretaciones es que la libertad es una ilusión generada por el cerebro para mantener la coherencia narrativa del yo. Autores como Sam Harris o el propio Sapolsky, como veremos, defienden que todas nuestras acciones son el resultado inevitable de una compleja interacción entre genes, entorno, neuroquímica y experiencia pasada, y que, por tanto, el libre albedrío no es más que una ficción conveniente.

Frente a estas posturas negadoras del libre albedrío, otros autores han tratado de recuperar una concepción de la agencia que sea compatible con el conocimiento científico actual. Autores como Mitchell y Tomasello ponen el énfasis en que la agencia de la que hacen gala los seres vivos es una propiedad emergente de sistemas biológicos complejos. Su punto de vista, influido por la teoría de la evolución y por una comprensión detallada de la neurobiología, desplaza la discusión del terreno metafísico al terreno funcional: lo importante no es si nuestras acciones son causalmente determinadas, sino si podemos decir que son el resultado de un proceso deliberativo, flexible y adaptativo.

Así, el panorama contemporáneo muestra una profunda tensión entre la imagen científica del ser humano como ente determinado y la imagen manifiesta en la que cada uno se experimenta como agente libre. Esta tensión no es meramente teórica, sino que tiene consecuencias prácticas: afecta a nuestras concepciones de la responsabilidad, de la justicia, de la educación y de la vida moral. En las siguientes secciones, se analizarán con mayor detalle las propuestas de Sapolsky y Mitchell, para evaluar hasta qué punto es posible una reconciliación entre estas imágenes, o si estamos ante una ruptura insalvable.

Sapolsky y la negación del libre albedrío. En su libro Determined (2023), el neuroendocrinólogo y primatólogo Robert Sapolsky presenta una de las críticas más contundentes al concepto de libre albedrío en la actualidad. Profesor en la Universidad de Stanford, Sapolsky articula en esta obra una síntesis entre neurociencia, genética, biología evolutiva y psicología que conduce a una tesis rotunda: el libre albedrío no existe en ningún sentido significativo, y la creencia en él es una ilusión profundamente arraigada pero errónea.

Sapolsky parte de una visión determinista del comportamiento humano. A su juicio, cada una de nuestras acciones, pensamientos y decisiones es el producto inevitable de una cadena causal que se extiende desde milisegundos antes del acto hasta años e incluso generaciones atrás. La actividad neuronal inmediata, los estados hormonales, la historia de vida del individuo, el entorno social, las influencias culturales, los traumas infantiles, la estructura genética, las mutaciones aleatorias y las presiones evolutivas son, todos ellos, factores que contribuyen a configurar el comportamiento de una persona en un momento dado. Frente a esta compleja interacción causal, Sapolsky sostiene que no queda espacio alguno para una voluntad libre que se erija por encima de estas condiciones.

El núcleo de su argumento se dirige, en primer lugar, contra las versiones libertarias del libre albedrío, aquellas que postulan que los seres humanos podrían haber actuado de otra manera incluso bajo las mismas condiciones. Sapolsky considera que esta idea es incompatible con todo lo que sabemos sobre la biología y la psicología humana. En su análisis, no existen «puntos de partida» absolutos desde los cuales el sujeto pueda originar sus acciones sin interferencia causal. Incluso las decisiones aparentemente más libres ―como elegir entre dos sabores de helado― están condicionadas por preferencias adquiridas, disposiciones biológicas y patrones cerebrales que el individuo no elige.

Además, Sapolsky rechaza con firmeza las teorías que apelan a la indeterminación cuántica como posible fundamento de la libertad. Si bien acepta que la física cuántica introduce elementos de aleatoriedad en el comportamiento de partículas subatómicas, considera que esta aleatoriedad no es útil para explicar la agencia humana. De hecho, argumenta que introducir azar en la toma de decisiones no sólo no refuerza la idea de libre albedrío, sino que la debilita aún más, ya que sustituye el control racional por el capricho de la casualidad. Así, el autor descarta que la indeterminación cuántica pueda servir de resguardo metafísico para una concepción fuerte de la libertad.

Tampoco supone un inconveniente insalvable experimentos como los de Benjamin Libet y colaboradores (1983)4 en los que pusieron de manifiesto que el cerebro de una persona parece tomar ciertas decisiones incluso antes de que la persona se vuelva consciente de que las ha tomado. Máxime cuando la interpretación que hacen Libet y sus colegas ha sido seriamente cuestionada por un elegante estudio realizado por Aaron Schurger y colaboradores en 20125.

En segundo lugar, Sapolsky emprende una crítica sistemática del compatibilismo, es decir, de la idea de que nuestras acciones pueden ser determinadas y, sin embargo, libres en la medida en que se alineen con nuestras intenciones, creencias o motivaciones. Desde su perspectiva, esta posición no resuelve el problema, sino que lo disfraza. Los compatibilistas, señala, redefinen el libre albedrío en términos que prescinden precisamente de lo que hace que esta noción sea valiosa para quienes creen en ella: la capacidad real de haber actuado de otra manera. Si nuestras intenciones están igualmente determinadas por causas previas, entonces no hay más libertad en actuar conforme a ellas que en hacerlo en contra.

Para ilustrar su punto de vista, Sapolsky recurre a ejemplos de la vida cotidiana y del sistema judicial. Analiza casos de individuos que han cometido actos violentos bajo la influencia de trastornos neurológicos, traumas infantiles o patrones de socialización extremos. En cada caso, se pregunta si realmente podemos atribuir responsabilidad moral a alguien cuya conducta ha sido moldeada, en buena medida, por factores fuera de su control. La respuesta, para él, es negativa. En este sentido, su crítica trasciende el plano teórico y apunta a las consecuencias éticas y sociales de mantener la ficción del libre albedrío.

Una de sus tesis más provocadoras es que la justicia punitiva basada en la responsabilidad individual es un error moral, ya que se sustenta sobre una concepción errónea del ser humano. Si aceptamos que nadie elige sus genes, su entorno o su historia personal, entonces el castigo no puede justificarse en términos de culpa. Esto no significa, aclara, que debamos renunciar al control social o a las medidas de protección ante conductas peligrosas, pero sí que deberíamos repensar radicalmente las bases de nuestro sistema penal, educativo y moral. En lugar de culpabilizar, sugiere Sapolsky, deberíamos enfocar nuestros esfuerzos en la comprensión, la prevención y la intervención temprana.

Su posición se enmarca en un determinismo biológico que no admite excepciones. En este sentido, Determined puede leerse como una expansión del argumento clásico de que «nuestras elecciones no son libres porque no elegimos ser quienes somos». Sapolsky lleva esta idea hasta sus últimas consecuencias y la apoya en una impresionante cantidad de datos empíricos. El resultado es un panorama en el que la agencia humana se reduce a una ilusión persistente, mantenida por nuestra ignorancia de las causas que nos determinan.

A pesar de su contundencia, la propuesta de Sapolsky ha generado controversia incluso entre quienes comparten su naturalismo metodológico. Algunos críticos sostienen que su negación del libre albedrío peca de reduccionismo y no da cuenta de la complejidad de los procesos mentales y sociales implicados en la acción humana. Otros argumentan que, al disolver por completo la noción de responsabilidad, su enfoque corre el riesgo de desarticular las bases normativas de la convivencia social.

Determined es, pues, un alegato riguroso y radical contra la idea de que somos autores libres de nuestras acciones. Sapolsky asume que las acciones voluntarias expresan lo que el cerebro quiere hacer, aunque, en realidad, no pueda hacer en ese momento otra cosa que lo que ha escogido. Desde una perspectiva neurobiológica profundamente informada, Sapolsky cuestiona tanto las versiones tradicionales como las reformulaciones contemporáneas del libre albedrío. Al hacerlo, no sólo desafía una de las creencias más arraigadas de la cultura occidental, sino que propone una revisión profunda de nuestras nociones de agencia, moralidad y justicia. Su diagnóstico es claro: creemos que somos libres porque ignoramos las causas que nos configuran. Pero esta ignorancia no debe ser perpetuada, sino superada, si aspiramos a una comprensión más honesta de lo que somos.

Agencia, evolución y complejidad: la propuesta emergentista de Mitchell. En Free Agents (2023), el neurocientífico y genetista irlandés Kevin J. Mitchell, profesor en el Trinity College de Dublín, se propone responder a la creciente ola de escepticismo hacia el libre albedrío desde una perspectiva evolutiva y neurobiológica. Frente al determinismo estricto defendido por autores como Sapolsky o Harris, Mitchell desarrolla una concepción naturalista del libre albedrío que no lo niega ni lo atribuye a algún principio metafísico misterioso, sino que lo reubica dentro de una teoría de la agencia emergente. El núcleo de su propuesta es que el libre albedrío, correctamente entendido, no es una ruptura del orden causal natural, sino una propiedad evolutiva que surge en organismos dotados de sistemas nerviosos lo suficientemente complejos como para generar comportamiento flexible, deliberativo y autorregulado.

Mitchell comienza por redefinir el problema. En lugar de preguntar si los seres humanos tienen libre albedrío en el sentido clásico —como si fueran agentes no determinados que podrían haber actuado de otra manera en idénticas condiciones—, se enfoca en el surgimiento progresivo de la agencia en el curso de la evolución. Su estrategia consiste en desplazar el problema desde el plano metafísico al plano funcional y evolutivo: no se trata de demostrar la existencia de una libertad absoluta, sino de explicar cómo ciertos organismos adquirieron la capacidad de actuar con autonomía relativa, seleccionar entre cursos de acción posibles y orientar su conducta hacia objetivos internalizados.

Para ello, Mitchell recurre al concepto de agencia como un continuum. En los organismos más simples, como bacterias, ya se observa una forma rudimentaria de agencia en la medida en que son capaces de moverse hacia ciertos estímulos y alejarse de otros. Esta agencia básica se expande exponencialmente con la aparición de sistemas nerviosos, que permiten procesar información, anticipar consecuencias, aprender de la experiencia y modificar el comportamiento en función del contexto. A medida que los sistemas nerviosos evolucionan, los organismos adquieren formas más complejas de control, incluyendo la deliberación, la memoria prospectiva, la planificación y, en el caso humano, la reflexión moral.

Mitchell argumenta que este desarrollo gradual da lugar a formas de agencia que no son reducibles a respuestas automáticas ni a simples cadenas de causa y efecto. Las decisiones humanas, sostiene, no son el producto de una secuencia lineal de estímulos y respuestas, sino de redes neuronales interconectadas, capaces de integrar múltiples fuentes de información, modelar escenarios futuros, sopesar consecuencias y tomar decisiones que no están predeterminadas en un sentido mecánico. Esta es la base de su apuesta por el emergentismo: la idea de que ciertas propiedades (como la intencionalidad, la deliberación o el autocontrol) emergen de la complejidad del sistema y no pueden predecirse completamente a partir del análisis de sus componentes individuales.

Esta complejidad emergente, según Mitchell, no implica indeterminación aleatoria ni niega la causalidad, pero introduce un grado de flexibilidad y apertura que permite hablar, con sentido, de libertad. En este punto, se distancia tanto del determinismo rígido de Sapolsky como del libertarismo clásico. Frente al primero, sostiene que los procesos cerebrales, aunque físicos y causales, no son completamente deterministas en el sentido laplaciano. Frente al segundo, rechaza la idea de que el libre albedrío exija una ruptura con la causalidad natural. Lo que hace que un agente sea libre no es que actúe sin causas, sino que sus acciones surjan de una arquitectura cognitiva compleja que le permite seleccionar sus fines y medios de manera autónoma y adaptativa.

En este marco, la libertad no es un poder místico, sino una función de sistemas biológicos altamente organizados que operan mediante circuitos de retroalimentación, procesamiento jerárquico, aprendizaje y autoorganización. Mitchell recurre a ejemplos como el aprendizaje, el control inhibitorio y el modelado predictivo para ilustrar cómo el cerebro humano no solo reacciona, sino que anticipa y regula su propio comportamiento. Por ejemplo, al decidir entre mentir o decir la verdad, una persona puede simular mentalmente las consecuencias, evaluarlas en función de normas internas y sociales, y finalmente optar por una conducta coherente con sus valores. Esta capacidad deliberativa es, para Mitchell, la esencia del libre albedrío.

Una parte central de su argumento consiste en mostrar cómo la evolución ha favorecido esta forma de agencia compleja. En contextos sociales, cooperativos y normativos como los humanos, ser capaz de actuar con autocontrol, de prever reacciones ajenas, de adherirse a reglas compartidas y de justificar las propias acciones ha resultado ventajoso para la supervivencia y la cohesión grupal. Desde este punto de vista, el libre albedrío no es una ilusión ni un accidente, sino una adaptación evolutiva que emerge de las necesidades prácticas de la vida social. En esto, Mitchell se aproxima al enfoque de Michael Tomasello6, quien ha estudiado la evolución de la agencia humana en relación con la cooperación, la normatividad y la intencionalidad compartida.

Tanto Mitchell como Tomasello entienden que la agencia humana tiene una dimensión social irreductible. Mientras que Tomasello traza una genealogía de la agencia desde los reptiles hasta los humanos, identificando diferentes niveles —agencia dirigida a objetivos, agencia intencional, racional y normativa—, Mitchell se concentra en cómo los sistemas neuronales permiten la aparición de una subjetividad activa, capaz de actuar con propósito y de modificar sus propias inclinaciones a la luz de la experiencia. Ambos coinciden en que la complejidad de la vida social humana requiere habilidades cognitivas avanzadas que no pueden reducirse a determinismos simples. Y ambos sostienen que el desarrollo de estas capacidades es, al mismo tiempo, producto de la evolución y fundamento de la libertad.

En contraste con la visión de Sapolsky, que ve en el comportamiento humano una consecuencia inevitable de variables genéticas, hormonales y ambientales, Mitchell defiende una concepción del ser humano como agente activo en la construcción de su propio comportamiento. Reconoce, por supuesto, que las decisiones están condicionadas por múltiples factores, pero insiste en que eso no equivale a decir que estén determinadas de forma rígida e ineludible. La arquitectura del cerebro, afirma, permite grados de libertad, entendidos como márgenes de acción dentro de un espacio de posibilidades estructurado pero no cerrado.

Una de las principales diferencias con Sapolsky radica en la interpretación de la causalidad biológica. Para Sapolsky, cada acción humana es el resultado final de causas anteriores que escapan al control del sujeto. Para Mitchell, en cambio, esas causas permiten pero no imponen el comportamiento: son condiciones necesarias, no suficientes. El cerebro humano no es una máquina lineal, sino un sistema dinámico, plástico, que puede reorganizarse a partir de nuevas experiencias y que, por tanto, genera novedad y espontaneidad en sus respuestas. Desde esta perspectiva, el libre albedrío no es incompatible con la causalidad, sino con el reduccionismo.

El problema es que ambas posturas sobre el funcionamiento del sistema cognitivo humano, la de Mitchell, una suerte de determinismo causal con un cierto grado de contingencia, y la de Sapolsky, un determinismo causal estricto, son infalsables en términos popperianos. Es imposible saber si, en cada momento, el cerebro hace lo único que puede hacer o si existe un margen de contingencia. Se trata, en último término, de una cuestión de orden metafísico7.

Mitchell se opone a una lectura fatalista del determinismo. Considera que aceptar que somos sistemas físicos no implica negar la responsabilidad, la deliberación o la agencia. Más bien, invita a reformular estos conceptos en términos coherentes con la ciencia contemporánea. Al igual que Dennett, defiende una comprensión naturalista del libre albedrío, pero mientras Dennett se apoya en herramientas filosóficas como la psicología popular y la deliberación racional, Mitchell apuesta por una fundamentación neurobiológica y evolutiva. Ambos coinciden, sin embargo, en que la libertad no consiste en una ruptura mágica con la causalidad, sino en la capacidad de actuar de acuerdo con razones, valores y objetivos propios.

Free Agents ofrece una alternativa sólida al pesimismo determinista. En lugar de ver al ser humano como un autómata biológico, Mitchell lo presenta como el producto de una historia evolutiva que ha favorecido la emergencia de la agencia deliberativa. Su enfoque, aunque firme en sus convicciones científicas, evita el reduccionismo y reivindica la complejidad como el terreno en el que se juega la posibilidad de la libertad. Sin necesidad de invocar el alma, ni de negar la física, Mitchell defiende que somos agentes libres en un sentido funcional y significativo: porque podemos modelar el mundo, anticipar sus consecuencias, y actuar sobre él desde nuestras propias perspectivas.

Determinismo, compatibilismo y emergentismo: un mapa filosófico del libre albedrío. Como señalamos en la primera sección, el debate contemporáneo sobre el libre albedrío suele organizarse en torno a una distinción fundamental: la que separa a los incompatibilistas de los compatibilistas. Los primeros sostienen que el libre albedrío es incompatible con el determinismo mientras los compatibilistas argumentan que la libertad no exige la ausencia de causalidad.

El compatibilismo contemporáneo ha ampliado el marco conceptual del problema, desplazando el foco desde la capacidad de elegir entre alternativas posibles hacia nociones de control, autoría y atribución. Uno de los desarrollos más interesantes en esta línea es la distinción entre el control regulativo y el control de guía (regulative control y guidance control), introducida por John Martin Fischer8. El primero alude a la hipotética capacidad de haber actuado de otra manera —una condición que los incompatibilistas consideran esencial para admitir el libre albedrío—, mientras que el segundo se refiere a que la acción esté bajo el control del agente de manera que sea el fruto de su razonamiento, valores y personalidad. Para Fischer, y otros compatibilistas contemporáneos, el control de guía es suficiente para fundamentar la responsabilidad moral. Esta perspectiva sostiene que lo crucial no es la apertura de alternativas en un sentido metafísico fuerte, sino que la acción fluya de manera adecuada desde las capacidades racionales y deliberativas del sujeto. Así, el libre albedrío se reinterpreta como la expresión efectiva de la agencia, es decir, como la posibilidad de actuar de forma coherente con quien uno es, sin coerción ni manipulación, lo que permite seguir hablando con sentido de responsabilidad y libertad en un universo causalmente estructurado.

En el marco de análisis filosófico que estamos describiendo, Sapolsky se ubica sin ambigüedades en la posición incompatibilista, más concretamente en su vertiente determinista dura. Frente a esta postura radical, Mitchell adopta una posición más matizada, que no se identifica completamente con ninguno de los polos del debate clásico.

Para comprender mejor el debate entre compatibilistas e incompatibilistas, resulta útil examinar la propuesta de Dennett, uno de los principales defensores del compatibilismo contemporáneo. En Freedom Evolves (2003)9, Dennett parte de una premisa provocadora: el libre albedrío, bien entendido, no solo es compatible con el determinismo, sino que necesita de él para funcionar. La razón es sencilla: si el mundo no fuera en cierta medida predecible, si nuestras acciones y sus consecuencias no guardaran relación causal, entonces la deliberación racional sería imposible. Lo que nos permite elegir con inteligencia, planificar el futuro, aprender de la experiencia y asumir compromisos es, precisamente, que vivimos en un mundo donde nuestras decisiones producen efectos regulares. El determinismo es lo que hace posible la agencia racional.

Dennett redefine el libre albedrío en términos funcionales y pragmáticos. Inspirado por la distinción propuesta por Sellars, sostiene que el libre albedrío pertenece a la imagen manifiesta, pero que esta imagen no es falsa ni ilusoria. Más bien, es una forma legítima y útil de representar nuestra experiencia como agentes, siempre que no se confunda con una entidad metafísica misteriosa.

Esta estrategia también ha sido adoptada por otros filósofos contemporáneos, como Peter Strawson, quien en su influyente ensayo Freedom and Resentment10 (1962) argumentó que nuestras prácticas de atribución moral no se basan en una metafísica de la libertad, sino en nuestras formas de relacionarnos como personas: en la capacidad de responder con gratitud, reproche o perdón, según el caso.

El desacuerdo entre Sapolsky y Mitchell ―y por extensión entre incompatibilistas y compatibilistas― no es sólo teórico. Afecta a cómo concebimos la justicia, la educación, la motivación y el sentido mismo de la vida humana. Si, como sugiere Sapolsky, todas nuestras decisiones están dictadas por causas más allá de nuestro control, entonces la noción misma de sujeto responsable se desvanece, y con ella buena parte de las instituciones sobre las que se sostiene la cultura moderna. Si, en cambio, aceptamos que la libertad puede entenderse como una propiedad emergente, como proponen Mitchell y Dennett, entonces podemos mantener un marco normativo que preserve el sentido de la responsabilidad sin necesidad de recurrir a ficciones metafísicas.

Aquellos lectores que estén interesados en las consecuencias morales y jurídicas que se derivan de las opiniones de Sapolsky y Mitchell, encontrarán en estas obras reflexiones muy interesantes, especialmente en Determined, pues su autor aborda extensamente esta cuestión. Sin embargo, en nuestra opinión, el debate moral y jurídico no puede abordarse con garantías sin cerrar primero la pregunta por la naturaleza del libre albedrío, una pretensión que está lejos de poder realizarse completamente. Una tarea pendiente, creemos, es iluminar la experiencia de libre albedrío desde una perspectiva evolucionista e incorporar los resultados de esa investigación a cualquier eventual análisis moral o jurídico. Lo que está en juego no es solo una definición del libre albedrío, sino una concepción del ser humano. ¿Somos productos pasivos de fuerzas que no controlamos, o agentes activos que, dentro de ciertas condiciones, pueden elegir, aprender, cambiar y responsabilizarse? Las respuestas a esta pregunta no son definitivas, pero los libros de Sapolsky, Mitchell y Dennett ofrecen puntos de partida fecundos para seguir explorándola.

Conclusión. Una encuesta11 que realizaron los filósofos David Bourget y David Chalmers a 931 profesores universitarios de filosofía del ámbito anglosajón muestra que el 59,1% se consideraban compatibilistas, el 12,2% deterministas, el 13,7% partidarios de libre albedrío espectral y el 14,9% escogían otras opciones diferentes. Es razonable pensar que una encuesta similar entre profesionales de la biología aumentaría en buena medida el número de compatibilistas y quizás el de deterministas.

En nuestra opinión la opción más sensata es suspender el juicio con respecto al determinismo causal estricto. Aunque el universo sea determinista a nivel fundamental, podría ser que unas fluctuaciones aparentemente aleatorias a nivel de las neuronas y de sus sinapsis tuviesen un papel relevante en la actividad cerebral, o que ciertas propiedades emergentes puedan ejercer una cierta causalidad de arriba abajo. No podemos saberlo con certeza. Sin embargo, sea así o no, esto no altera drásticamente el papel que desempeña el libre albedrío entendido como una experiencia de volición ligada a nuestro sentido del yo con el que la evolución ha dotado a nuestros sistemas cognitivos.

Nuestra posición es próxima al compatibilismo que defiende, entre otros, el neurobiólogo Anil Seth y que posiblemente se acerca a la posición mayoritaria en el campo neurobiológico y de la biología evolucionista. Para Seth, tres son los rasgos que definen las experiencias de volición relacionadas con el libre albedrío. Primero, la sensación de que cuando hago algo de manera consciente estoy haciendo lo que quiero hacer. Las acciones voluntarias expresan lo que yo, como persona, quiero hacer, aunque probablemente, en realidad, no pueda hacer en ese momento otra cosa que lo que he escogido hacer. Segundo, la sensación de que las acciones voluntarias nos parecen salidas de dentro en lugar de impuestas desde fuera. No es lo mismo apartar la mano si me quemo que mover la mano para alcanzar un objeto que necesito. Por último, un tercer rasgo decisivo alude a la sensación de que uno podría haber hecho algo distinto cuando actúa de manera voluntaria. Es muy posible que esta sensación sea ilusoria, ya que, si no podemos elegir lo que queremos, difícilmente podríamos haber hecho otra cosa en el momento que decidimos hacer lo que hicimos.

Sin embargo, la sensación de que podríamos haber actuado de otra forma es un rasgo interesante desde un punto de vista adaptativo, ya que sugiere que en una situación similar podríamos cambiar nuestra forma de actuar en función de las consecuencias de la acción que hemos realizado. La experiencia consciente de la volición es tan real como cualquier otra percepción consciente, como la experiencia visual del color rojo, por ejemplo. De este modo, la creencia de que podríamos haber actuado de un modo diferente nos ayuda a aprender de nuestras acciones anteriores, para, eventualmente, hacer una elección diferente la próxima vez.

Además, el desarrollo de una teoría de la mente en el linaje humano hizo posible atribuir a los congéneres esa misma capacidad de volición que les permite elegir cómo actuar. Esto pudo desempeñar un papel crucial en la evolución de dos rasgos decisivos en el éxito evolutivo de nuestra especie: la enseñanza y la cooperación para beneficio mutuo. Enseñar —entendido como transmitir conocimientos sobre qué hacer y cómo hacerlo— complementó la capacidad de imitar y nos convirtió en organismos auténticamente culturales, capaces de generar una cultura acumulativa con gran valor adaptativo12. Por otra parte, la cooperación para beneficio mutuo exige la coordinación de las acciones, ponerse de acuerdo sobre cómo actuar y, como señala Tomasello, se ha desarrollado en nuestra especie a la par que nuestro sentido moral y normativo. En ambos casos, enseñanza y cooperación, la experiencia consciente del libre albedrío puede haber sido un recurso cognitivo decisivo en la medida en que permite concebir el comportamiento propio y ajeno como el resultado de un acto voluntario y, en consecuencia, flexible, modificable y susceptible de adecuarse a normas13.

No podemos saber si somos libres en un sentido último, pero sí podemos deliberar sobre cómo ejercer nuestra agencia en un mundo complejo. Probablemente el libre albedrío no sea un don metafísico sino una parcial pero significativa conquista evolutiva: el limitado arte humano de negociar entre determinismo y determinación, entre lo dado y lo posible. En esa ambigua franja seguimos actuando como si fuéramos libres y, de ese modo, ampliando nuestras posibilidades de acción.

Miguel Ángel Castro Nogueira es filósofo, doctor en Antropología y profesor de la UNIR. Es coautor, en colaboración con Luis Castro Nogueira y Julián Morales Navarro, de los libros Metodología de las ciencias sociales (Madrid, Tecnos, 2005) y Ciencias sociales y naturaleza humana (Madrid, Tecnos, 2013).

Laureano Castro Nogueira es doctor en CC Biológicas, catedrático jubilado de Bachillerato y profesor-tutor de la UNED. Es coautor, junto con Luis y Miguel Ángel Castro Nogueira, del libro ¿Quién teme a la naturaleza humana? (Madrid, Tecnos, 2.ª edición revisada: 2016).

Miguel Ángel Toro es catedrático emérito de Producción Animal en la Universidad Politécnica de Madrid. Es coautor, con Carlos López Fanjul y Laureano Castro, del libro A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003).

Notas: Hay traducción española: Decidido. Una ciencia de la vida sin libre albedrío, Madrid, Capitán Swing Libros, 2024. ↩︎El término «agencia», procedente del inglés agency, se refiere en su sentido original a la capacidad de un ser para actuar en el mundo, tomar decisiones y perseguir objetivos. Aunque «agencia» no está recogido con esta acepción en el Diccionario de la lengua española [Real Academia Española: Diccionario de la lengua española, 23.ª ed.], hemos decidido emplearlo aquí porque es de uso habitual en las ciencias sociales, la filosofía y la psicología contemporánea. Utilizar «agencia» permite describir de manera precisa fenómenos que implican autonomía, control deliberativo y acción orientada a fines, conceptos fundamentales para el debate actual sobre el libre albedrío y la responsabilidad. ↩︎Sellars, W. (1962). «Philosophy and the scientific image of man». Frontiers of science and philosophy, 1, 1-40. ↩︎Libet B, Gleason CA, Wright EW, Pearl DK. «Time of conscious intention to act in relation to onset of cerebral activity (readiness-potential). The unconscious initiation of a freely voluntary act». Brain. 1983 Sep;106 (Pt 3):623-42. doi: 10.1093/brain/106.3.623. PMID: 6640273. ↩︎Schurger, A., Sitt, J.D. y Dehaene, S. (2012). «An accumulator model for spontaneous neural activity prior to self-initiated movement». Proceedings of the National Academy of Sciences, USA, 109: E2904 – E2913. ↩︎Michael Tomasello es un psicólogo y antropólogo estadounidense, muy reconocido por su trabajo en el estudio de la cognición humana, el desarrollo infantil y la evolución del comportamiento social. Su carrera académica se ha desarrollado principalmente en el Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology (Leipzig, Alemania) y en la Universidad de Duke (EE.UU.). ↩︎Sirva como ejemplo de estas diferentes posiciones en clave metafísica las que defienden, por una parte, Jesús Zamora Bonilla en su libro En busca del yo y otros fantasmas (2022) en el que se propone desmontar nuestra creencia ilusoria en el yo y el libre albedrío en favor de una concepción naturalista de la mente y del ser humano, muy próxima a Sapolsky, y, por otra, la del también filósofo Fermín Rodriguez que aboga en su libro Determinismo y contingencia (2023) por un determinismo causal contingente que podemos considerar cercano a las tesis de Mitchell. ↩︎Fischer, J. M. (1995). The metasphysics of free will: An essay on control. John Wiley & Sons. ↩︎El lector puede encontrar una reseña extensa de este libro, escrita por el catedrático de genética y doctor en filosofía Andrés Moya Simarro, en https://www.revistadelibros.com/dumbo-ya-esta-maduro/. ↩︎Strawson, P. F. (1962). «Freedom and Resentment», Proceedings of the British Academy, 48: 1–25. ↩︎https://www.preposterousuniverse.com/blog/2013/04/29/what-do-philosophers-believe/ ↩︎Véase nuestro artículo Castro, L., Castro-Nogueira, M.Á., Villarroel, M. & Toro, M.Á. The Role of Assessor Teaching in Human Culture. Biol Theory 14, 112–121 (2019). ↩︎Véase nuestro artículo Castro, L., Castro-Nogueira, M. Á. & Toro, M. Á. «Teaching and the origin of the normativity». Biol Philos 39, 23 (2024). https://doi.org/10.1007/s10539-024-09960-2 ↩︎















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