viernes, 18 de octubre de 2024

De la necesidad de contar siempre la verdad

 





Este texto es una transcripción de las palabras pronunciadas por el escritor y académico de la RAE, Javier Cercas, en el Hotel Intercontinental de Barcelona antes de la cena de los intervinientes en el foro World in Progress Barcelona, organizado por el Grupo Prisa, EL PAÍS y la Cadena SER, sobre la necesidad de la prensa de contar siempre la verdad.

Joseph Oughourlian me ha pedido que diga unas palabras sobre la cuestión palpitante, sobre uno de los temas candentes de nuestro tiempo, en España y en todas partes: me refiero a la desinformación, a los bulos, a las mentiras. Desde luego, puede parecer paradójico —y tal vez lo sea— que se lo haya pedido a un novelista, es decir, a alguien dedicado sobre todo a escribir ficciones; porque, aunque las ficciones no son exactamente mentiras, la verdad es que se parecen bastante a las mentiras. La prueba es que, en latín, el verbo “mentiri” significa al mismo tiempo mentir e inventar. Hay en la Poética de Horacio un verso en elogio de Homero que dice así: Atque ita mentitur sic veris falsa reminiscet; lo que más o menos significa: “Y así miente (o así inventa) mezclando lo falso con lo verdadero”. En la literatura, en la ficción, el resultado de esa mezcla es una verdad, eso que llamamos verdad literaria, o verosimilitud; en cambio, en el periodismo, o en la historia, el resultado de esa mezcla es una mentira. Y de este asunto quería hablarles hoy.

Como ustedes saben —al menos lo saben los españoles aquí presentes—, el gobierno español ha lanzado un Plan de Acción por la Democracia, o de regeneración, parte del cual consiste en algunas medidas para combatir eso: la desinformación, los bulos, las mentiras. La respuesta a este plan por parte de los medios de comunicación —también los del grupo Prisa— ha sido reticente, una reticencia más o menos enfática. Es natural y saludable: cuando el poder se lanza a legislar sobre la verdad y la mentira, conviene ponerse en guardia. “La verdad os hará libres”, dice el Evangelio; lo cual significa que las mentiras nos hacen esclavos. Y el poder, cualquier poder —incluido el poder democrático—, no es que quiera necesariamente esclavos, pero sí quiere gente obediente, gente que dice Sí y no gente que dice No, gente crítica. De modo que la reticencia es lógica. Aunque también es lógico que el gobierno, en parte por razones locales —incluso personales—, pero en parte también siguiendo una directiva de la Unión Europea, intente regular una situación nueva, que no solo atañe a los medios de comunicación, sino que nos atañe a todos.

Mucha gente tiene la impresión de que en nuestros días se cuentan más mentiras que nunca; yo no creo que eso sea verdad —mentiras, y muchas, se han contado siempre y en todas partes, no digamos en política—. Lo que sí creo es que hoy la mentira posee mayor capacidad de difusión que nunca, gracias a las nuevas tecnologías: a internet, a las redes sociales, a la inteligencia artificial. También creo que este hecho tiene consecuencias inquietantes. La primera, la más visible y la más devastadora, es el descrédito de la verdad —por momentos la verdad parece que ya no importa, que es una cosa cursi, anticuada y moralista— y la extensión cancerígena de lo que podríamos llamar la política del cinismo… De joven viví varios años en los Estados Unidos, y nunca imaginé que un personaje como Donald Trump pudiese llegar a la presidencia de ese país. Nunca. Por lo demás, recuerden que algunos de los hitos fundamentales del nacionalpopulismo —ese movimiento que arrancó o se consolidó en todo Occidente tras la crisis de 2008 y que en mi opinión no es fascismo, aunque tenga algunos rasgos del fascismo y hasta pueda considerarse como una máscara posmoderna del fascismo y sea en cierto modo más peligroso que el fascismo: al fin y al cabo, el fascismo ya sabemos lo que fue y cómo derrotarlo, mientras que al nacionalpopulismo todavía no lo conocemos del todo y sigue vivo—, algunos hitos fundamentales de ese movimiento, como digo, estuvieron acompañados o precedidos por auténticos diluvios de mentiras, a menudo generosamente difundidas por el conocido altruismo del señor Putin: la llegada de Donald Trump al poder, sin ir más lejos, o el Brexit, o simplemente la crisis catalana de 2017, que fue la peor manifestación del nacionalpopulismo en nuestro país, la más aguda y la más peligrosa.

Pero, en fin, todo esto es más o menos sabido; lo que yo quería subrayar hoy es otra cosa.

De entrada, debo decir que a mí los bulos, las mentiras puras, no me preocupan demasiado; no creo que sean nuestro principal enemigo. Miren, a mí me mataron hace poco. Ya me habían matado otras veces, pero esta vez me mataron muy bien, en X. Allí colgaron un tuit —o como se llame ahora— con el logo de mi editorial en el que se decía que yo había fallecido y anunciaban para más tarde otros detalles. Un asesinato brillante, ya digo, muy persuasivo, perpetrado por un sujeto que al parecer ya había matado antes a J. K. Rowling, al papa Benedicto o a Kazuo Ishiguro. Lo cierto es que el bulo se difundió a toda velocidad y que, aunque yo no uso redes sociales, me enteré en seguida. Pero no pasó nada, en un visto y no visto el asunto se había resuelto: mi editorial puso un tuit desmintiendo mi muerte y anunciando que me encontraba bien, y yo mismo aparecí en Radio Nacional de España diciendo lo mismo que había dicho Mark Twain en una ocasión parecida: que las noticias de mi muerte eran francamente exageradas. Y eso fue todo. En menos de un día la mentira estaba desactivada.

Así que, pese a ser un problema, los bulos, insisto, no son el principal problema: casi siempre se pueden desmontar con facilidad. El principal problema no son las mentiras puras: son las medias verdades, las mentiras mezcladas con verdades, las mentiras que albergan un granito de verdad y que tienen por lo tanto el sabor de la verdad. Esas son las peores mentiras, las mentiras realmente peligrosas. Y los periodistas, lo sepan o no lo sepan, se enfrentan a diario a ellas. En cuanto a mí, que no soy periodista, solo cobré del todo conciencia del problema hace unos años, mientras escribía un libro titulado El impostor, una novela sin ficción que trata sobre un personaje real a quien Mario Vargas Llosa llamó el mayor impostor de la historia; con razón: para mí es el Leo Messi, el Lamine Yamal de la impostura. Se trata de un hombre, ya fallecido, que durante años se hizo pasar por antiguo deportado en los campos de concentración nazis, que presidió la principal asociación de deportados españoles en los campos nazis y que gozó de un éxito fabuloso con sus mentiras: hablaba en los colegios, en las universidades y en los medios de comunicación, llegó a hablar en nombre de los deportados españoles en el Parlamento español, y en todas partes se presentaba también como un luchador antifranquista, como un héroe de la guerra civil etc.; este hombre se convirtió, en fin, en un auténtico héroe civil, en una rock-star de la memoria histórica, como lo llamo en el libro…

Pues bien, en un momento determinado, mientras escribía sobre él, caí en la cuenta de que parte importante de su éxito desorbitado se debía a que todas sus mentiras estaban amasadas con verdades, a que detrás de sus grandes mentiras siempre había pequeñas verdades. Por ejemplo: él decía que había estado confinado en un campo nazi durante la Segunda Guerra Mundial (el campo de Flossembürg, en Baviera), y no era verdad; pero sí era verdad que durante la guerra había estado en la Alemania nazi, solo que no era verdad que había estado allí como militante antifascista —igual que lo estuvieron los casi 9.000 españoles recluidos en los campos nazis, casi todos antiguos combatientes republicanos en la guerra civil—, sino que había estado allí como trabajador voluntario: como ustedes saben, durante la Segunda Guerra Mundial Franco mandó varios contingentes de trabajadores voluntarios a Alemania para contribuir al esfuerzo de guerra nazi. Y no, no era verdad que este hombre —Enric Marco, se llamaba— hubiera sido prisionero en un campo nazi; pero sí era verdad que había conocido, durante un período de tiempo muy breve, una prisión nazi, solo que no lo habían encerrado en ella por oponerse al nazismo, sino por culpa de un simple e imprudente comentario derrotista…. Siempre era así: siempre había verdades que daban el sabor de la verdad a sus mentiras.

Marco aseguraba que, durante la dictadura franquista, había vivido de manera clandestina en España por culpa de su oposición al régimen; y era verdad que durante años había vivido de forma clandestina o semiclandestina, pero no era verdad que la culpa de ello la tuviera su oposición al franquismo, que había sido nula: en realidad, había vivido en la clandestinidad por haber cometido pequeños hurtos, porque había sido un ladronzuelo, un delincuente común fugado de la justicia. Insisto: Marco, el mentiroso magistral, casi nunca contaba mentiras puras; al contrario: apenas había una sola de sus mentiras que no contuviera algún fragmento de verdad. Y esas mentiras son el gran problema.

Antes decía que en nuestro tiempo la mentira posee mayor poder de difusión que nunca; eso significa, añado ahora, que el periodismo es más necesario que nunca, solo que ejercerlo es tal vez más difícil que nunca, entre otras razones porque ya no basta con contar la verdad: además, hay que desmontar las mentiras, sobre todo esas mentiras entreveradas de verdades, que son las más ponzoñosas. El gran problema es ese, en definitiva: que la verdad es más cara, más compleja, más difícil de explicar y a menudo más impopular que la mentira; y que la mentira es más barata, más sencilla, más fácil de explicar y casi siempre más impopular que la mentira: es más popular contar que uno fue un deportado en los campos nazis que contar que fue un trabajador voluntario en la Alemania nazi; es más bonito contar que uno fue un combatiente antifranquista que contar que fue un simple ratero. Tal vez contar la verdad sea hoy más difícil que nunca, pero es tan necesario como siempre.

Acabo ya. No quiero hacerlo, sin embargo, sin decir algo que me importa mucho decir, que ya he dicho en otros lugares y que por esa razón —y porque ya soy demasiado viejo para callarme lo que pienso— me siento obligado a repetir aquí. Llevo casi treinta años escribiendo en EL PAÍS —no soy un empleado, soy un simple colaborador que, encima, apenas ha pisado un par de veces la redacción—. Todos ustedes saben que este es el periódico más influyente y más leído no solo de España, sino de nuestra lengua; pero quizá no todos sepan —pienso en los invitados extranjeros— que EL PAÍS es indisociable de la democracia española. Siempre lo fue: EL PAÍS nació con la democracia, al año siguiente de la muerte de Franco; EL PAÍS se ganó sus títulos de nobleza democrática la noche del 23 de febrero, cuando un grupo de militares golpistas secuestró el Parlamento español y este periódico fue el primero en salir a la calle, a las diez de la noche, tres horas y media después del inicio del golpe, cuando el gobierno y todos los diputados seguían retenidos por los golpistas, y lo hizo con un titular a toda página que quienes vivimos aquel momento no olvidaremos: “EL PAÍS, con la Constitución”; y EL PAÍS ha seguido siendo hasta hoy un baluarte de la democracia española. Lo ha sido, ante todo, por el trabajo diario de sus periodistas; pero no solo por eso. Mi amigo el escritor mexicano Juan Villoro, que conoce muy bien España, me dijo una vez: “El debate político-intelectual, en España, pasa por las páginas de EL PAÍS”. Creo que no se equivoca. Durante el último año o año y medio hemos vivido en España una tensión política considerable, con debates durísimos, con una polarización política extrema, y EL PAÍS ha sido el único periódico nacional —esto no es una opinión: es un hecho— que no solo ha tolerado en sus páginas la defensa de ideas contrarias a su propia línea editorial, sino que —doy fe de ello— las ha fomentado. Esa capacidad para acoger en su seno puntos de vista contrapuestos —a veces, radicalmente contrapuestos— es para mí una de las máximas virtudes de un periódico, y tal vez la demostración más palmaria de su fortaleza. Ruego a los periodistas de EL PAÍS que no interpreten estas palabras como un elogio o un halago; son exactamente lo contrario: una exigencia, un desafío. Lo que acabo de describir es, con todos los altibajos y matices que se quiera, lo que ha ocurrido en este periódico durante los últimos cincuenta años; también es lo que debería seguir ocurriendo, como mínimo, durante los próximos cincuenta. La democracia no solo se defiende batallando a diario por la verdad; también se defiende con el debate y la controversia de ideas, que es otra forma de batallar por la verdad. Javier Cercas es escritor y académico de la RAE.










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