Los españoles hablan de derechas porque creen que son muchas; los sudacas decimos derecha porque quizá sospechamos que todas son una, dice en El País [La palabra derecha, 19/10/2024] el escritor Martín Caparrós. Pero el significado político de la palabra viene de París y cumplió, hace semanas, 235 años: “El 29 de agosto empezamos a reconocernos: los que defendían su religión y su rey se reunieron a la derecha del presidente para evitar los gritos, los insultos y las indecencias que sucedían en la parte opuesta, a su izquierda”, escribió en sus memorias el barón de Gauville, diputado de la nobleza en la Asamblea de la Revolución Francesa. Era el nacimiento de la definición política más eficaz de los últimos siglos: la izquierda, la derecha.
Funcionó, se mantuvo: era muy clara, muy gráfica y tan arbitraria que, aunque ahora parezca extraño, aquellos señores se podrían haber parado al revés y lo diríamos al revés y sería lo mismo. En cualquier caso seguimos hablando de derechas e izquierdas, sus matices. Durante años las derechas quisieron disfrazarse de centros. Pero vieron que las izquierdas lo conseguían mejor y tuvieron que lanzarse a su derecha. Así que ahora las que más suenan se hacen llamar “extrema derecha” o “ultraderecha”.
Estamos impresionados porque la “extrema derecha” resucitó cuando la dábamos por muerta. Durante décadas fue la etiqueta que casi todos esquivaban; ahora, al contrario, es una que muchos buscan, aun cuando no esté muy claro qué quiere decir, qué quieren decir. Lo que sí lo está es que nos venden la ilusión de un movimiento global unificado —”la extrema derecha avanza en el mundo”— cuando las diferencias entre ellos son cuantiosas.
A veces parece que decir “extrema derecha” es tan vago como decir “populista”. Vago, digo, en el sentido de perezoso, descuidado. Es una concesión que les hacemos y deberíamos dejar de hacerles. Definir a todos esos oportunistas dispersos como parte de lo mismo les da poder, los agiganta —y, por lo tanto, vale la pena hilar más fino y resaltar sus diferencias.
Que son tantas: algunos son estatistas, otros quieren destruir el Estado; algunos son nacionalistas, otros son pura globalización; algunos mueren por el mercado, otros le desconfían; algunos responden a viejas tradiciones fascistas, otros acaban de inventarse; muchos son bien cristianos, otros más bien supersticiosos; varios son muy homófobos, otros un poco más. Y suelen ser antisemitas como sus mayores pero han inventado una nueva manera de serlo: apoyar a su camarada de Israel.
Los une, si acaso, su forma de aprovechar la frustración reinante y ofrecer a esos frustrados la expectativa de un “cambio social”. Es curioso: en varios países esas derechas han conseguido aparecer como la única reacción contra un statu quo que todos los demás supuestamente representan. Y así convierten a los demás en “conservadores” que quieren mantener la democracia, estas sociedades donde tantos no viven las vidas que merecen.
Eso sí que es un cambio: la derecha siempre se definió por conservar, por pelear para que nada cambiara porque cualquier cambio era peor, destruía el orden. No se podía ser de derecha sin una religión, que garantizaba que todo iba a seguir igual porque era la voluntad de un dios. Ni se podía ser de derecha sin algún dinero porque la derecha existía para garantizarte que los pobres no te lo “robarían”. Ni se podía sin aferrarse a las viejas tradiciones y las viejas reglas. Ahora, en cambio, muchos de los votantes de derecha son trabajadores que temen ser reemplazados por migrantes, perder los privilegios que deberían tener por haber nacido más cerquita. Estas nuevas derechas expresan y exprimen como nadie el miedo al diferente.
Pero la meta que realmente los unifica a todos es la que silencian: mejorar las vidas de los ricos. Lo hacen de muchas maneras. El enredo fiscal es uno de sus favoritos: se nota poco y los beneficia mucho. Y así cumplen su viejo objetivo con eficacia renovada: si hay algo que estas nuevas derechas tienen en común es su habilidad para conseguir que los voten los pobres para defender los intereses de los ricos. Descubrieron que estas nuevas máscaras ultras pueden dar un aspecto moderno y sexy a las políticas de siempre, y tratan de ponérselas. Usar a los descontentos para mejorar la situación de los más contentos es el truco más viejo del manual y, por eso, cada tanto cambia de nombre comercial: ahora se llama extrema derecha cuando debería llamarse la gran derecha, el gobierno tradicional de los poderosos de toda la vida. O derecha a secas, que es lo que es y ha sido desde aquel día en que todos los nobles que defendían al rey decidieron juntarse en un costado del salón —y atrincherarse allí. Martín Caparrós es escritor.
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