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lunes, 26 de septiembre de 2016

[Pensamiento] Los intelectuales descarriados



La acrópolis ateniense, cuna de Occidente

Del libro La desfachatez intelectual. Escritores e intelectuales ante la política (Los Libros de la Catarata Madrid, 2016), de Ignacio Sánchez-Cuenca, se ha hablado y escrito profusamente en lo que va de año en prensa y sobre todo en las redes sociales en las que he participado modestamente, en mi caso, bastante críticamente con el libro y no tanto con su autor. Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid, hace una crítica de ambos, de libro y de autor, en un enjundioso artículo del último número de Revista de Libros que no me resisto a subir hasta el blog.

Desde que los intelectuales hicieron su aparición en el mundo moderno, comienza diciendo, han abundado las críticas a su protagonismo en la vida pública desempeñando funciones y asumiendo una representación que, según sus detractores, nadie les había otorgado. La mayor parte de esas críticas procede de autores conservadores que han denunciado la propensión de los intelectuales a militar en la izquierda, cuando no en la extrema izquierda, y a ejercer su función crítica a partir de un doble rasero que a menudo comportaba una doble moral, bien patente en su disposición a justificar las atrocidades de los suyos. Ejemplo de esta literatura de denuncia sería el libro de Raymond Aron El opio de los intelectuales (1955), sobre su adicción al marxismo durante la Guerra Fría, y, más recientemente, Intellectuals (1988), del escritor británico Paul Johnson. Pero tampoco han faltado quienes, desde la izquierda, hayan criticado algunos rasgos característicos del gremio, como su falta de sentido de la realidad y su oportunismo. Julien Benda les dedicó su célebre La trahison des clercs (1927), dirigido en particular contra Charles Maurras y Maurice Barrès, y, en nuestro país, Indalecio Prieto llegó a lamentar el trato de favor que les dispensó la Segunda República, repartiendo prebendas entre ellos y metiéndolos con calzador en las candidaturas electorales de la izquierda. «¡Cómo se lo pagaron!», exclamará al recordar que algunos estuvieron en el origen de Falange y otros acabaron apoyando la sublevación militar.

Todo empezó a finales del siglo XIX, continúa diciendo, cuando surgió en Francia y España, con una sorprendente sincronización, el nuevo sustantivo intelectual, que Miguel de Unamuno utilizó, acaso por primera vez en español, en una carta a Cánovas del Castillo fechada en noviembre de 1896 a propósito de los llamados procesos de Montjuïc, que concluyeron con varias penas de muerte a presuntos terroristas. En Francia, el sustantivo adquirió carta de naturaleza tras la intervención de Émile Zola con su célebre J’accuse, publicado en enero de 1898, en la polémica por el affaire Dreyfus, que plantea similitudes de fondo y forma con los procesos de Montjuïc en España. El llamativo paralelismo en la aparición del término a uno y otro lado de los Pirineos sugiere la existencia de un sustrato histórico común, propicio al protagonismo de los intelectuales, generalmente a través de la prensa, como contrapeso a los poderes públicos. El fenómeno podría hacerse extensivo al resto de la Europa mediterránea y a la Rusia zarista, donde, a mediados del siglo XIX, surgió la voz intelligentsia para definir, en palabras de Isaiah Berlin, una suerte de «sacerdocio secular» imbuido de una idea de redención colectiva que con el tiempo definiría el papel del intelectual en el siglo XX, no en vano calificado como «el siglo de los intelectuales».

«No sé nada de eso. Yo no soy un intelectual, soy un escritor», contestó Graham Greene al requerirle un periodista su opinión sobre Alexis de Tocqueville. La respuesta del novelista británico, añade, es un caso de modestia poco frecuente entre los de su profesión y un recordatorio de la diferencia que, pese a todo, subsiste entre el escritor y el intelectual, sobre todo en el mundo anglosajón. El libro que acaba de publicar Ignacio Sánchez-Cuenca mantiene, como se aprecia en el subtítulo, la distinción entre estas dos figuras y carga las tintas principalmente contra los escritores, carentes en la mayoría de los casos de preparación para opinar sobre los grandes temas de la actualidad, pero provistos de poderosas tribunas mediáticas que les permiten comunicar sus ocurrencias a una ciudadanía indefensa. No son verdaderos intelectuales, nos dice el autor, sino meros literatos que actúan y opinan con la arrogancia propia del «macho discursivo» que llevan dentro.

La mayoría de ellos han asumido en los últimos años posiciones muy activas en el debate político español, en un sentido contrario a las inquietudes y simpatías de Sánchez-Cuenca, conocido en su día por su pertenencia al círculo intelectual del socialismo zapaterista, continúa más adelante. El índice onomástico permite graduar la importancia que otorga a estos «figurones con egos inflados» contra los que va dirigido el libro. Ordenados de más a menos, según el número de páginas en que aparecen, el ranking de los diez primeros sería el siguiente: Fernando Savater (31 páginas), Antonio Muñoz Molina (30), Félix de Azúa (22), Mario Vargas Llosa (14), Javier Cercas (12), Jon Juaristi (12), César Molinas (11), Luis Garicano (9), Javier Marías (9) y Arcadi Espada (5). A partir de esta lista, puede establecerse un retrato-robot del tipo de escritor que sufre las iras de Sánchez-Cuenca. Predominan los novelistas, pero hay también profesores de universidad y economistas, acusados no de diletantismo, como los demás, sino de practicar un rancio arbitrismo en su diagnóstico de los males de la patria y en sus propuestas de regeneración. Salvo estas pocas excepciones, se trata sobre todo de renombrados escritores que utilizarían sus columnas de opinión en la prensa como puertas giratorias entre la realidad y la ficción. Esa condición de literato entrometido y sabelotodo es una razón de peso para figurar en la lista negra de Sánchez-Cuenca, pero no la única ni la más importante. Hay otros dos factores que, en diverso grado, determinan su adscripción al lado oscuro: su evolución a lo largo de los años de la extrema izquierda a una izquierda establecida, e incluso a la derecha neocon, y su actitud crítica hacia los nacionalismos vasco y catalán. Al menos en la mitad de los casos citados, podría añadirse su vinculación al periódico El País.

«El fenómeno de la derechización, señala que afirma Sánchez-Cuenca, es especialmente agudo entre intelectuales que hoy tienen más de sesenta años». Y lo ilustra con una larga nómina de escritores, profesores y periodistas cuyos nombres aparecen acompañados de las organizaciones en que militaron en su juventud, desde el PCE hasta ETA, pasando por el GRAPO. Hay amplios y jugosos extractos también de lo que decían entonces sobre ETA y su entorno intelectuales que con el tiempo asumieron posiciones intransigentes no sólo ante el nacionalismo radical, sino en contra de los nacionalistas de toda condición y de quienes, sin serlo, han buscado una solución pactada al problema terrorista. Esta parte del libro, esa yuxtaposición entre el pasado y el presente de autores inconstantes en sus ideas, pero contumaces en el error, recuerda un panfleto de los años sesenta publicado con el título de Los nuevos liberales. Florilegio de un ideario político, sin autor ni pie de imprenta, pero auspiciado, según todo los indicios, por el Ministerio de Información y Turismo, e inspirado probablemente por el ministro del ramo, Manuel Fraga Iribarne. La técnica era la misma que ahora utiliza Sánchez-Cuenca: se cogía a seis intelectuales que habían cambiado de bando, pasando del falangismo al antifranquismo –Laín, Tovar, Maravall, Ridruejo, Aranguren y Montero Díaz–, y se comparaban sus puntos de vista antes y después de mudar de chaqueta, con el consiguiente escándalo del lector, que no podía dar crédito a tanta desvergüenza. Como el planfleto franquista, La desfachatez intelectual tiene mucho de «florilegio» de pasajes escogidos de sus protagonistas en su tránsito por las distintas formas de equivocarse que han jalonado su vida. Su propensión al error, nos dice Sánchez-Cuenca, responde a veces a motivaciones tan primarias como la pereza mental o el gusto de apropiarse de lo ajeno, como demuestra una nota a pie de página dedicada al turbio fenómeno del plagio. La nota no tiene desperdicio como ejemplo del doble rasero del autor, porque sorprende que en una relación de «escritores pillados copiando a otros» no figure el nombre de Manuel Vázquez Montalbán, ese gran referente moral de la izquierda, condenado por un juez en 1990 por haber firmado como suya una traducción de Julio César, de Shakespeare, que plagiaba el 40% de otra ya publicada por un especialista. Se dirá que, al tratarse de un autor ya fallecido, su caso estaba de más en una obra dedicada a la actualidad. Esta piadosa razón no impide, sin embargo, que se incluya al también fallecido Camilo José Cela, junto a dos exaltos cargos del PP, entre los escritores conocidos por su «manga ancha con el plagio».

Más importante aún que el eje derecha/izquierda para explicar esta peculiar forma de impartir justicia, añade el profesor Fuentes, es la tendencia de estos autores a sufrir lo que Sánchez-Cuenca llama «la obsesión nacional» o, simplemente, la «obsesión con el terrorismo», que podríamos definir como esa manía de algunos de no dejarse matar. Critica sobre todo su afición a denigrar al nacionalismo vasco y catalán, planteando una analogía con el fascismo que él considera completamente fuera de lugar. No es una cuestión baladí, porque hay argumentos que justifican al menos un debate sobre los elementos simbólicos y las prácticas políticas que comparten los nacionalismos entre sí y estos a su vez con el fascismo, que vendría a ser un nacionalismo sin bozal. Una persona tan poco sospechosa de neocon como el histórico dirigente anarquista José Peirats, al regresar a España tras largos años de exilio, no dudó en calificar de «lenino-fascistas» a los miembros de ETA. No era sólo el recurso al asesinato como parte de una política de exterminio, sino la utilización de una violencia cotidiana que buscaba un efecto intimidatorio entre la población, obligada a elegir entre su tranquilidad y sus principios, cuando estos eran contrarios al credo nacionalista. De la misma forma y con parecida efectividad actuaron las SA hitlerianas en la fase final de la República de Weimar, practicando la kale borroka contra sus adversarios y facilitando el triunfo electoral del nacionalsocialismo en un clima de fuerte presión sobre la ciudadanía, que optó finalmente por claudicar ante los violentos. Ya lo dijo Xabier Arzallus, en frase que, según el interesado –lo recuerda Sánchez-Cuenca, siempre al quite–, se ha interpretado de forma aviesa: «Unos agitan el árbol y otros recogen las nueces».

El caso catalán, añade Fuentes, es, sin duda, distinto, pero no se puede afirmar, como hace el autor, que la trayectoria del nacionalismo en Cataluña, de la Transición a nuestros días, haya estado presidida por la «ausencia de violencia». No hay más que recordar que la oposición a la política lingüística de la Generalitat por parte de un nutrido grupo de escritores, periodistas y profesores, firmantes en 1981 del llamado Manifiesto de los 2000, llevó a la organización terrorista Terra Lliure a secuestrar a uno de sus promotores, Federico Jiménez Losantos, y a dispararle un tiro en la rodilla. El mensaje estaba claro: quien se opusiera al nuevo modelo lingüístico ya sabía a lo que se exponía. Quién sabe si este hecho no influyó en la escasa contestación social que ha suscitado la inmersión lingüística, prueba irrefutable, según los biempensantes, de su aceptación general en el marco del llamado «oasis catalán». Hay ejemplos muy recientes de la existencia de una violencia de baja intensidad, pero sumamente eficaz para conseguir la invisibilidad de quienes cuestionan la inmersión identitaria impuesta por el nacionalismo. Recientemente, dos ciudadanas fueron apaleadas en el centro de Barcelona por defender a la selección española de fútbol. Las autoridades municipales y autonómicas llevan años justificando sus trabas a la celebración pública de los triunfos de la selección por su escaso arraigo en Cataluña. Y, a este paso, acabará siendo cierto, porque el efecto combinado de la coacción desde abajo y el obstruccionismo administrativo desde arriba puede conseguir, como en otros terrenos, que el sentimiento español se convierta en una especie de herejía tolerada, como mucho, en el ámbito privado. La afirmación de Sánchez-Cuenca de que en un futuro «Estado catalán no tendría por qué haber exclusivamente identidades catalanas» resulta de una ingenuidad asombrosa, a la vista del control casi absoluto que el nacionalismo ejerce ya sobre el espacio público y simbólico, antes incluso de haber conseguido un Estado propio.

El exceso de celo del autor en su defensa de los nacionalismos, sigue diciendo, le juega alguna mala pasada. Como ejemplo del juego sucio de «los antinacionalistas más primarios», aduce su insistencia en presentar el ideario nacionalista como un regreso a la tribu. No parece, sin embargo, que anden tan errados, si se recuerda que Anna Gabriel, la dirigente de la CUP y pieza clave en el procés independentista, se ha declarado partidaria de que a los hijos los eduque «la tribu». Sánchez-Cuenca considera temerario prejuzgar la calidad democrática de una futura Cataluña independiente. ¿Quién puede asegurar que se produciría un recorte de libertades, y no lo contrario? Aquí le convendría ser más consecuente con el legado histórico de la izquierda española, que pasó ya por un trance parecido en los años treinta. «No hago la guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino», declaró el doctor Negrín en 1938, siendo presidente del Gobierno. Cualquiera que haya leído a Manuel Azaña, como sin duda es el caso del autor de este libro, debería tener presente su autorizado testimonio sobre la deslealtad de Esquerra Republicana con la República española, por ejemplo, cuando Azaña reprocha a los dirigentes de ERC «ese sentimiento deprimente de pueblo incomprendido y vejado que ostentan algunos de ustedes», cuando señala las «enormes y escandalosas […] pruebas de insolidaridad y despego, de hostilidad, de “chantajismo” que la política catalana de estos meses ha dado frente al Gobierno de la República», o cuando denuncia la existencia de «delegaciones de la Generalidad en el extranjero». Las «extralimitaciones y abusos de la Generalidad» eran de tal índole, según el presidente de la República, que no cabían «ni en el federalismo más amplio». Hay una base histórica, por tanto, para «prejuzgar», en contra de lo que aconseja el autor, los derroteros que puede seguir el procés en un futuro no muy lejano y para comprender el alarmismo de aquellos «machos discursivos», como los llama Sánchez-Cuenca, que abordan el tema con una «mezcla de frivolidad política y mala leche».

Las marrullerías y el victimismo del nacionalismo, señala más adelante, denunciados ya en su día por Azaña, obligan a ser prudentes ante una posible consulta a la ciudadanía, una opción que en sí misma podría considerarse una salida razonable al atolladero en que se encuentra el contencioso catalán. Huelga decir que el autor es firme partidario de «un referéndum que establezca con claridad cuál es el nivel de apoyo popular a la causa de la independencia». El problema consiste precisamente en fijar y hacer cumplir unas reglas del juego claras. Por lo pronto, no parece fácil traducir en una pregunta concreta y en un porcentaje de votos predeterminado, ya sea sobre el censo electoral o sobre el total de votos emitidos, el gran sofisma del «derecho a decidir». Habría que preguntarse si el principio de autodeterminación que se invoca frente a España se aplicaría también en el interior del «ámbito de decisión», respetando el derecho a decidir de aquellas unidades territoriales –municipios, comarcas, provincias– que mostraran una voluntad contraria a la del conjunto del territorio. Cabría el riesgo, asimismo, de que los partidarios del referéndum rechazaran un resultado que les fuera adverso y siguieran reclamando nuevas consultas hasta salirse con la suya. Aquí Sánchez-Cuenca podría alegar de nuevo que no deben formularse juicios de intención para desacreditar reivindicaciones plenamente legítimas. Pero la historia reciente ofrece una vez más elementos de juicio que hay que tomar en consideración. Valga como aviso a navegantes la respuesta que, en una entrevista en La Vanguardia dio una ministra del Gobierno autónomo de Quebec, partidaria de la independencia frente a Canadá, a la pregunta de si un hipotético triunfo de la secesión en un tercer referéndum, tras su derrota en los dos anteriores, podía ser revisable en un referéndum posterior: «No. ¿Para qué, si ya lo habríamos ganado?» Preguntada por la posibilidad de que el pueblo «cambiase de opinión», contestó lisa y llanamente: «No hay precedentes». Conviene informarse bien sobre esta cuestión de los «precedentes», no sea que alguno se lleve un chasco cuando descubra que el derecho a decidir no comporta el derecho a desdecirse y que la autodeterminación caduca, al parecer, cuando sus partidarios consiguen su objetivo.

Hace poco, señala el profesor Fuentes, una periodista de la televisión pública catalana prendía fuego a un ejemplar de la actual Constitución española en un programa de gran audiencia. Quemar la Constitución no es una práctica tan novedosa como podría parecer. La Inquisición hacía lo mismo con la de Cádiz tras su derogación en 1814. Que, al cabo de doscientos años, pueda considerarse retrógrada la defensa del sistema constitucional y progresista a quien lo vulnera y lo denigra es un fenómeno digno de estudio. Sería un error, por ello, considerar el libro de Sánchez-Cuenca una versión castiza de La trahison des clercs o un simple ajuste de cuentas, tipo Los nuevos liberales, contra aquellos escritores que, según él, se han pasado al enemigo. La desfachatez intelectual es sobre todo un síntoma del extraño síndrome que aqueja a ciertos sectores de la izquierda: la creencia de que los nacionalismos periféricos representan una fuerza progresista y que merecen por ello ser tratados con un respeto reverencial. En cambio, la crítica a los nacionalismos históricos, en parte herederos del viejo carlismo, y la defensa de la Constitución serían el rasgo indeleble de eso que el autor llama «el macho discursivo» y su reaccionaria visión de la política española. Cuesta creer, sin embargo, que semejante desatino pudiera ser compartido por las figuras históricas del republicanismo y del socialismo, especialmente tras el profundo desengaño que sufrieron en los años treinta. Parece urgente que los actuales líderes e intelectuales orgánicos de la izquierda vuelvan a leer a Azaña, Negrín, Prieto, Largo Caballero, Fernando de los Ríos, Araquistáin y demás «machos discursivos» que pasaron ya en su día por una experiencia similar a la nuestra.



La tertulia del café Pombo ( José Gutiérrez Solana, 1920)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt




Entrada núm. 2922
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)