viernes, 8 de noviembre de 2024

De la destrucción de las democracias

 





Es más fácil destruir una democracia que construirla, afirma en Letras Libres [Cómo los demagogos destruyen las democracias, 01/11/2024] el politólogo John Keane. Los demagogos aprovechan los mecanismos de regulación, el descontento generalizado y el resentimiento para devastarla. En una época donde las papeletas se utilizan con la misma efectividad que las balas para arruinar las instituciones democráticas, se vuelve urgente preguntarnos cómo contrarrestar el daño.

Es un signo de nuestros tiempos turbulentos que, cuando se les pregunta por la salud de sus democracias, millones de ciudadanos maldigan a los políticos, se quejen de la mala actuación del gobierno y expresen el temor de que sus democracias se estén deslizando rápidamente hacia el borde del precipicio.En todo el mundo, dicen estar especialmente preocupados por cuestiones como la desigualdad, la polarización social, el desorden político y el ascenso de líderes extremistas. Subrayan acontecimientos como el del 6 de enero de 2021 en Estados Unidos, cuando manifestantes armados y furiosos, empeñados en anular un resultado electoral, irrumpieron en un parlamento, instigados por un presidente demagogo y sus adeptos.

También mencionan momentos críticos como los que se vivieron en Brasil dos años después, cuando los partidarios de Jair Bolsonaro –que se negaban a reconocer su derrota electoral y pedían una intervención militar– asaltaron un palacio presidencial, destruyeron obras de arte, lanzaron muebles rotos a través de ventanas destrozadas, saquearon salas del Tribunal Supremo y, solo porque sí, encendieron sistemas de aspersión para inundar partes del edificio del Congreso de Brasil.

Estos temores ciudadanos ante los momentos en que se impone la turba tienen fundamento. Nos recuerdan la gran fragilidad de la democracia y, sobre todo, que construir una democracia es una ardua tarea que puede llevar al menos toda una vida, mientras que su destrucción o “democidio” es mucho más fácil y puede ocurrir más rápido.2 De hecho, ha ocurrido muchas veces en la historia de la democracia. El democidio siempre es más veloz que la demogénesis, pero la destrucción del espíritu y la sustancia de la democracia no suele producirse en un santiamén. Esta es la preocupante verdad de las insurrecciones inspiradas por demagogos que hemos visto en Estados Unidos, Brasil y otros países en los últimos años: no son momentos de “muerte súbita”, sino actos aislados en un circo ambulante mucho más prolongado de vanidades políticas, fanfarronería, decadencia social y ansia de venganza, con el telón de fondo del hambre de poder, riqueza y fama.

El democidio a manos de demagogos tiene una larga tradición que se remonta a la antigua Grecia, donde los hombres fuertes que desempeñaban el papel de “falsos líderes del pueblo”3 eran moneda corriente. Esto ocurría a pesar de los esfuerzos por impedir su ascenso mediante medidas como el voto que los mandaba al exilio (ostrakismos), las revisiones públicas de su idoneidad para el cargo (dokimasia) y las acciones legales (graphe paranomon) contra los demagogos que defendían negligentemente políticas que contravenían las leyes vigentes.

Desde los tiempos de la Revolución francesa, la demagogia también ha afectado a la era de la democracia electoral (pensemos en hombres a caballo como Juan Manuel de Rosas en Argentina a finales de la década de 1820, o el fogoso y campechano “Kingfish” Huey Long en los Estados Unidos de la década de 1930). Los demagogos de los últimos tiempos –la mayoría de ellos hombres agresivamente machistas: pensemos en las payasadas misóginas de Trump y en los mensajes (“los chicos son así”) de WhatsApp de Boris Johnson y sus tropos sobre la “inconstancia” de las mujeres– están de nuevo al alza en todas partes.4

La enfermedad autoinmune de la democracia. ¿Cómo y por qué ocurre esto, en lugares alejados geográficamente, y por qué ahora? ¿Qué tienen en común los aspirantes a demagogos?

En primer lugar, es importante entender que los demagogos no son un regalo divino ni una prueba de que el culto a los héroes sea una característica “natural” de la condición humana, como sostenía el pensador y escritor escocés Thomas Carlyle hace dos siglos.5

Los demagogos son, de hecho, una enfermedad autoinmune de la democracia, como señaló por primera vez el sociólogo alemán Max Scheler hace más de un siglo.6 Para decirlo en pocas palabras, la demagogia no solo es sintomática del fracaso de las instituciones democráticas a la hora de responder eficazmente a desafíos antidemocráticos como el aumento de la desigualdad social, las expectativas defraudadas y el envenenamiento de las elecciones por el dinero sucio. Los demagogos inflaman y dañan de forma autodestructiva las células, los tejidos y los órganos de las instituciones democráticas. La demagogia se asemeja a un cáncer del cuerpo político conocido como democracia.

O, para mezclar metáforas, la demagogia es como la artritis reumatoide, en el sentido de que se aprovecha de los mecanismos inmunitarios del cuerpo –libertad de reunión pública, comunicaciones abiertas, elecciones libres y competencia multipartidista– para sobrecargarlos con ataques conjuntados que paralizan esos mecanismos inmunitarios y enferman a todo el cuerpo político.

Para un médico, por supuesto, las comparaciones con la biociencia pueden ser solo retóricas. Pero la idea central está clara: como las democracias se enorgullecen de las garantías de “una persona, un voto” y de las promesas de dignidad y bienestar para todos, se buscan problemas cuando permiten que las desigualdades políticas, las injusticias sociales y las quejas de los ciudadanos arraiguen y se multipliquen. Estos fracasos de la democracia engendran en los ciudadanos sentimientos que se conocen como resentimiento (que Friedrich Nietzsche definía como un sentimiento de hostilidad envidiosa hacia lo que se percibe como fuente de las propias frustraciones). Se vuelven celosos y furiosos, nostálgicos de un pasado glorioso imaginario –que a menudo incluye las posesiones perdidas del imperio– y esperanzados por lo que consideran un retorno a la grandeza en el futuro. Esta decepción y esta amargura, mezcladas con la envidia y la esperanza, son graves patologías de la democracia. Son los desechos –los excrementos político-fecales sin tratar– en los que se incuban los demagogos.

Los demagogos en campaña tienen olfato para el resentimiento. Al olfatear el descontento generalizado de la población, se hacen cargo de un partido político o de una coalición que dice tener una línea directa con los descontentos. Con dinero, rebosantes de confianza narcisista en sí mismos, haciendo buen uso de los derechos públicos de reunión y de las libertades de los medios de comunicación, aspiran a ganar las próximas elecciones. Lanzan tranquilizadoras proclamas de moderación. Construir cabezas de puente verbales con los oponentes, empujar sutilmente los límites de lo que se puede decir, “entrelazarse con el enemigo” y parecer “inofensivo”7 son prioridades. Hay promesas de gobierno responsable y momentos en los que parece que nunca hubieran roto un plato. Pero, a medida que la campaña se endurece, surgen apelaciones toscas al “pueblo”.

Algunos demagogos llegan a afirmar que son la encarnación física y material de “la voluntad del pueblo”, como ocurrió en 2014 cuando el indio Narendra Modi dijo que su victoria había sido bendecida por el dios hindú Krishna. Simplificaciones burdas, alarmismo, falsedades, risas fáciles e insultos con epítetos vulgares se repiten en un discurso tras otro del típico demagogo.8 Nadie sabe si el demagogo se cree las cosas que dice. Mientras tanto, hay promesas de drenar el “pantano” político y de destruir la corrupta clase política establecida (o la casta, por usar un término predilecto del agresivo, extravagante y populista presidente de derechas argentino Javier Milei).

Los demagogos piden al “pueblo” que ponga fin a sus miserias. Los demagogos le instan a votar, y a votar por lo correcto, incluso a hacer cosas extraordinarias como “derribar el régimen”, las palabras clave de la Revolución tunecina de 2011 hábilmente recicladas por el demagogo acaparador de poder Kais Saied en sus discursos de la campaña electoral de 2019.9

Siguiente paso: con los políticos rivales sumidos en una impopularidad general y los partidos de la oposición luchando por mantenerse, el Líder, a estas alturas entrenado en las oscuras artes de la seducción popular, atrae a un número considerable de seguidores. El demagogo actúa como un dios en la tierra, un metahumano capaz de hacer llover bienestar y malestar, arbitrariamente, con impunidad.

La retórica del demagogo sobre “el pueblo” está diseñada para movilizar a sectores de la población y confirmarles quiénes son: El Pueblo. La demagogia es demolatría (el culto al pueblo en lugar de a los dioses). La demagogia es ventriloquia. Millones de votantes descontentos encuentran atractivas las promesas del demagogo. La emoción aumenta a medida que se acerca el día de las elecciones. Con la ayuda de montones de dinero, determinación en abundancia, una participación decente y una pizca de buena suerte, es oficial: el demagogo se hace con la victoria.

Hay alabanzas y odios en las redes sociales, tertulias interminables, rumores y cotilleos por doquier, y alegría en las calles. El demagogo Gran Redentor está encantado. La victoria en nombre del Pueblo es dulce. El demagogo dice que es un gran triunfo de la democracia. Después de todo, ¿qué podría ser más democrático que una victoria electoral sobre los oligarcas de la empresa y el gobierno, los partidos centristas con sus cárteles, y los políticos corruptos que engañan y disimulan a favor de los poderosos y ricos? ¿No es la democracia un modo de vida fundado en la autoridad del “Pueblo”? ¿No es la movilización de la esperanza, la insistencia en que las cosas pueden ser diferentes y en que todos los ciudadanos deben esperar algo mejor lo que confirma el espíritu nivelador de la democracia?

Trucos sucios. Ahora llega el momento en que se pone en marcha la transición que se aleja de la democracia de poder compartido. Llegar al cargo tienta al demagogo y a sus asesores a actuar con rapidez, a flanquear y aplastar políticamente a sus oponentes. Se utilizan todos los trucos políticos posibles. Nada es normal. Continúan las bravatas y los alardes. Hay amenazas y sobornos en reuniones de trastienda, cenas con oligarcas empresariales, victorias judiciales, dog whistle de última generación, fábricas de trolls y bombardeos con mensajes, silencio calculado y amenazas de fuerza bruta.

El demagogo se arrima a magnates de los medios de comunicación: multimillonarios como el estadounidense Rupert Murdoch, el indio Gautam Adani y el acaudalado magnate filipino Manuel Villar. Las plataformas de medios de comunicación independientes y los periodistas (Modi los llama presstitutes) son objetivos señalados. Los discursos teledirigidos y las ruedas de prensa amañadas se convierten en espectáculos habituales, como demostró el presidente de México Andrés Manuel López Obrador en sus ruedas de prensa diarias (“mañaneras”) televisadas en directo a primera hora de la mañana, en las que atacaba a los oponentes a los que llamaba “fifís”, “neoliberales” y “títeres”, ofrecía “otros datos” y exponía elogios descabellados de México como “un país hermoso y seguro”. Se hacen esfuerzos para neutralizar, politizar y secuestrar las burocracias de los servicios públicos, los organismos reguladores independientes, los gobiernos locales y otras instituciones de vigilancia del poder. Los tribunales independientes y los parlamentos insumisos también son objetivos muy preciados. (En Turquía, el presidente Erdoğan denuncia regularmente a los jueces como miembros de la “juristocracia”, mientras que el salvadoreño Nayib Bukele los llama “genocidas”.)10El ganador se lo lleva todo: ese es el nombre del juego.

El gobierno dirigido por el Gran Redentor charlatán ansía concentrar el poder político. Le importan poco la complejidad del mundo11 o las sutilezas de la responsabilidad pública. Lo suyo es la ambición descontrolada. El Gran Redentor prefiere los decretos. Se trata de succionar la vida de la democracia de poder compartido y los acuerdos negociados y comprometidos con el principio de trato justo. Atrapado por un impulso interior de destruir los controles, los equilibrios y los mecanismos de escrutinio público y restricción del poder, el demagogo empieza a mostrar su verdadera cara.

Es un mito que llegar al cargo sacie su sed de poder. En el Perú de Alberto Fujimori, “democracia plena” (como él la llamaba) significaba hostilidad hacia lo que consideraba la palabrería excesiva y ociosa de la clase política y sus medios de comunicación establecidos. Declarando el fin de la oligarquía, el secretismo gubernamental y el silencio, el demagogo se contradecía abiertamente sobornando y amedrentando a legisladores, jueces, burócratas y ejecutivos de empresas.12

Boris Johnson soñaba con transformar el parlamento de Westminster en un caniche del poder ejecutivo, en nombre de un supuesto “pueblo británico” ficticio. El keniano Uhuru Kenyatta despotricaba contra los tribunales dirigidos por lo que llamaba “matones” pagados por “extranjeros y otros idiotas” que gobiernan “contra la voz soberana y suprema del Pueblo”. En México, López Obrador ordenó reescribir los libros de texto escolares, disolvió la policía federal, hostigó al Instituto Nacional Electoral y a la Suprema Corte, y reforzó el poder del ejército. En Hungría, el gobierno de Viktor Orbán ha acorralado a los principales medios de comunicación, al poder judicial y a la policía, y hostigado a las universidades y las organizaciones de la sociedad civil.

Donald Trump no ha sido distinto. Su tormentosa presidencia de cuatro años se enredó en una guerra permanente con la burocracia federal, los medios que según él daban “noticias falsas”, el poder judicial, los servicios de inteligencia e incluso los boy scouts. Se aferró a la confianza en los lazos familiares y exigió lealtad a sus seguidores, animado por la necesidad de “derribarlo todo”, en palabras de Steve Bannon, su facilitador. Lo consiguió mediante profundos recortes presupuestarios, la centralización de la toma de decisiones a nivel federal y la negativa a cubrir puestos directivos vacíos. Trump se imaginaba a sí mismo como un líder asombroso, un guía, un dios, un redentor que nunca pierde batallas. Defendió el gobierno del nepotismo: no las normas y procedimientos que garantizan el juego limpio, sino los canales personales, el machismo autoproclamado contra los enemigos en casa y en el extranjero.

Advertencias. Al principio, los espectadores inocentes encuentran desconcertante la dinámica de la demagogia, porque la devastación de la democracia se lleva a cabo en nombre de la democracia. Pero llega un momento en que suenan las sirenas: a medida que se suceden los juegos de tronos a alto nivel y se acelera la captura de poder, los adversarios del demagogo se alarman. Se dan cuenta de que, a pesar de todas las bravatas populistas, el demagogo es un saboteador de la democracia: que el gobierno del “pueblo” obedece a un impulso interno de zanjar y destruir las instituciones y herramientas que controlan a los que están en el poder. Estos controles y equilibrios de la “democracia monitorizada” son vitales para vigilar el poder y frenar públicamente sus abusos, tanto por parte de los gobiernos como de las empresas.13 Plantean una pregunta vital: ¿qué se pierde cuando una democracia pierde su rumbo, y su espíritu y su sustancia se vacían de vida? Pocos periodistas y expertos muestran interés en responder; quienes advierten que la democracia se está muriendo obtienen una cobertura mediática limitada o son silenciados a la fuerza.

Las protestas crecen y no pasa mucho tiempo antes de que el demagogo y el gobierno del “pueblo” empiecen a reprimir duramente a los opositores. La política se carga de frases combativas y de la oscura energía de la violencia. La exhortación de Trump al público a tratar con dureza a los abucheadores –“dadles un puñetazo en la cara”, “sacadlos en camilla”– y su consejo a los agentes de policía de “no ser demasiado amables” con los sospechosos no son excepciones ni fenómenos idiosincrásicos. Respaldados por policías ataviados con uniforme militar, ayudados por la táctica del kettling, balas de goma, cañones de agua y gases lacrimógenos, se imponen restricciones a las reuniones públicas y censura a los medios de comunicación. Hay detenciones, condenas judiciales y encarcelamientos.

Pero es importante entender que el gobierno de los demagogos no se basa únicamente en la represión. Los demagogos sienten predilección por la seducción. Tratan al mundo entero como un escenario en el que interpretan el papel del protagonista heroico en actuaciones jactanciosas diseñadas para ganarse los corazones y las cabezas de su público.

Hay adulación, risas estridentes, lenguaje soez, bromas subidas de tono y cosas escandalosas que se dicen mientras el gran jefe Líder azuza con apelaciones a la “democracia” y “el pueblo”. El demagogo vende pasión y prejuicios, fanatismo e ignorancia. Los demagogos alardean de que lo están cambiando todo y siguen construyendo un sistema clientelar para recompensar a los amigos y castigar a los enemigos.

A estas alturas del circo, la política ya no es una negociación de toma y daca que sigue el espíritu de un acuerdo justo. Degenera en espectáculos, chivos expiatorios, trucos sucios y campañas permanentes de un gobierno dirigido por un mesías demagogo. Se extiende una manera de gobernar a base de mentiras y engaños,14 pero el Gran Redentor promete al “pueblo” mejoras en su vida cotidiana.15 Se habla mucho de soluciones para los quebraderos de cabeza y las angustias por el desempleo, la inflación, la vivienda inasequible y la mala atención sanitaria, pero gran parte de lo que se dice es solo palabrería.

Política del quid pro quo. Dado que ganar y conservar los corazones de los seguidores leales es una prioridad, prospera la política del quid pro quo, en la que todo se hace a cambio de algo y se reparten favores a los preferidos. Los amigos ricos son recompensados con creces.

Los antiguos demócratas griegos utilizaban un verbo (ahora obsoleto), dēmokrateo, para describir cómo los demagogos que gobernaban en nombre del pueblo solían aliarse con aristócratas ricos y poderosos para acabar con la democracia. Eso es exactamente lo que ocurre en nuestra era de demagogos.

En Hungría, el gobierno de Orbán ha cultivado un estrato de nuevos ricos oligarcas que disfrutan de exenciones fiscales, oportunidades de negocio y una vida de lujo.16 El discurso de Trump en la campaña de 2016 sobre “drenar pantanos” los terminó llenando de millonarios y multimillonarios.

Hay, mientras tanto, generosas ofrendas de regalos materiales al “pueblo”. En el mes anterior a las elecciones húngaras de 2022, el gobierno de Viktor Orbán gastó, al parecer, alrededor del 3% del pib del país en pagos a determinados votantes, incluidas grandes bonificaciones a setenta mil miembros del ejército y la policía, devoluciones de impuestos a casi dos millones de empleados y un mes más de prestaciones a dos y medio millones de pensionistas.

Mientras tanto, en la India, Modi ha convertido a los ciudadanos con derecho a voto en beneficiarios del gobierno (labharthis). En un país donde el 80% de la población es rural o pobre, sus gobiernos han gastado menos en educación, sanidad, programas de creación de empleo y otras inversiones sociales a largo plazo, pero fue reelegido en junio de 2024 con la ayuda de entregas gratuitas de sacos de arroz y trigo con la marca del primer ministro, la creación de millones de cuentas bancarias personales, “transferencias directas de beneficios” y promesas de aseos y agua potable en todos los hogares.

Rehacer al pueblo. ¿Y ahora qué? El partido del demagogo en el poder, ayudado por las astutas tácticas de los medios de comunicación y el comentario incesante sobre una oposición corrupta y poco fiable, se prepara para las próximas elecciones. Se llega al punto en que las papeletas se utilizan para arruinar la democracia con la misma efectividad que las balas. Las elecciones se convierten en algo más que elecciones. El “despotismo electivo” (como lo denominó Thomas Jefferson) está a la orden del día. Las elecciones parecen plebiscitos alborotados, rituales públicos, carnavales de seducción política o celebraciones del imponente poder del Estado, refrendado por los votos de millones de fieles seguidores.

Mientras se acelera la transición que se aleja de la democracia en nombre de la democracia, ocurre algo más sorprendente. En manos del partido gobernante y de su déspota líder, los fuegos artificiales sobre “el pueblo” tienen un efecto más siniestro: pretenden redefinir quién es “el pueblo”. Desesperados por afianzar su control sobre el poder del Estado, con la vista puesta en otras elecciones en un futuro no muy lejano, el demagogo y el partido gobernante reparten pan y rosas a sus fieles seguidores y a los indecisos. Pero también golpean con dureza a sus supuestos “enemigos”. El gobierno difunde un lenguaje incivil, se pelea políticamente con sus oponentes, endurece los controles fronterizos y construye alambradas de espino para detener a los extranjeros y las llamadas “influencias foráneas”. Engaña y miente impunemente; la cháchara y el cotorreo pretenden persuadir a millones de seguidores acerca de que viven juntos la mentira, y de que la mentira es un instrumento de resistencia a sus desgracias.17 Las conspiraciones, los chivos expiatorios, las exageraciones jactanciosas, las payasadas y las patrañas siguen siendo difundidos por los órganos mediáticos leales al demagogo.

La táctica emblemática de campaña es armar barullo sobre quién cuenta como “el pueblo”. Se impone un nuevo tipo de demogénesis. El gobierno pregona el miedo a los enemigos internos y condena al ostracismo a las personas que, según él, no pertenecen al “verdadero pueblo” (Donald J. Trump). Los demagogos del pasado arremetían contra monarcas, aristócratas, magnates del ferrocarril, banqueros e inmigrantes chinos. Los demagogos de hoy atacan a los musulmanes y su supuesto “terrorismo” y deslealtad a una imaginaria “nación hindú” (Modi). En otros lugares escupen a los liberales, las minorías étnicas y los activistas medioambientales. Se les advierte a los “polacos de peor calidad” (Kaczyński), “marroquíes” (el holandés Geert Wilders), personas que no son “húngaros de verdad” (Orbán) y “defensores del antisemitismo” (Benjamín Netanyahu). También reciben advertencias las personas de piel oscura que llegan en barcos, los padres del mismo sexo, los intelectuales disidentes y otros opositores a la italianità (Giorgia Meloni). El Gran Redentor repite, y vuelve a repetir, que el gobierno goza del respaldo de un auténtico “Pueblo soberano”. Por eso, ganar las próximas elecciones significa crear un nuevo “pueblo”, un “pueblo” homogeneizado que (se dice) es la verdadera base de una verdadera democracia gobernada por un verdadero líder cuya fuerza proviene del verdadero “Pueblo”. Es como si las elecciones se pusieran patas arriba. Es una dinámica a lo Alicia en el País de las Maravillas: el gobierno vota por el pueblo.

Despotismo. El final del juego: la experiencia confirma que la demagogia no es necesaria ni inevitable. En efecto, es posible frenar en seco a los demagogos: pueden ser abandonados por sus rivales de partido, obligados al exilio por un golpe de Estado, encarcelados o asesinados. Los demagogos también pueden verse superados por reformas democráticas duraderas, como ocurrió en Estados Unidos durante la era progresista, que contrarrestó el “¡Que se vayan los chinos!” y otros estallidos de intolerancia populista y malestar ciudadano con reformas integradoras como un Senado elegido directamente (1913), la plena emancipación de las mujeres (1920), el socialismo municipal, nuevas leyes sobre el impuesto de la renta y la regulación de las empresas, y la jornada laboral de ocho horas para todos los asalariados del país.18

En nuestros tiempos turbulentos, lo que se necesita para contrarrestar la demagogia no es solo una mayor participación ciudadana en la vida pública –lo que se ha denominado “democracia deliberativa”–, sino formas más sólidas de bloquear el poder depredador, creando redes e instituciones de vigilancia con dientes afilados capaces de hacer retroceder el poder estatal y corporativo irresponsable, proteger la vida en nuestro planeta y, en general, fomentar el espíritu de una mayor igualdad social entre los ciudadanos que valoran las elecciones libres y justas, acogen con satisfacción la diversidad de los medios de comunicación y se sienten totalmente cómodos en compañía de aquellos diferentes a los que no se trata como “enemigos”, sino como socios, desconocidos competidores, ciudadanos y amigos.

Pero si se producen pocas o ninguna de estas reformas, la demagogia está abocada al triunfo. El democidio en nombre de la democracia se convierte en la nueva realidad. La mariposa de la democracia abierta y de poder compartido se convierte en la oruga de un nuevo y extraño tipo de sistema político controlado por el gobierno en el que la mayoría de la gente siente que tiene poca o ninguna influencia sobre las grandes decisiones que dan forma a sus vidas. Triunfa una versión corrupta, una falsa democracia. Se hacen fortunas empresariales. Los ricos se convierten en superricos. Se celebran elecciones con regularidad y se habla constantemente del “pueblo”. Pero la democracia se parece ahora a una máscara fantasiosa en el rostro de adinerados depredadores políticos. Casos contemporáneos tan diferentes como la India de Modi, la Serbia de Vučić y la Venezuela de Maduro demuestran lo rápido que puede suceder –no lleva más de una década– y por qué la democracia ficticia resultante no es una tiranía anticuada o una dictadura militar ni se puede describir como el espectáculo de terror de un solo gobernante que los antiguos llamaban autocracia. No debe confundirse con las formas de fascismo y totalitarismo soviético del siglo XX. Es más que el triunfo del “autoritarismo” de mano dura.19

El final del juego es un tipo de despotismo extrañamente nuevo: un Estado corrupto gobernado por un demagogo, respaldado por oligarcas gubernamentales y corporativos con la ayuda de periodistas dóciles y jueces sumisos, una forma de gobierno de arriba abajo asegurada por la fuerza combinada del puño y la servidumbre voluntaria de millones de súbditos, a veces gruñones pero en última instancia leales, dispuestos a prestar sus votos a un Líder que les promete futuros beneficios materiales a cambio de su obediencia como “pueblo” ficticio. Una democracia fantasma. 












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