sábado, 25 de octubre de 2025

DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY SÁBADO, 25 DE OCTUBRE DE 2025

 




























viernes, 24 de octubre de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY VIERNES, 24 DE OCTUBRE DE 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes, 24 de octubre de 2025. El golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy, fue el último golpe militar que padecimos en España y, de algún modo, constituye el mito fundacional de la democracia española. En la segunda, un archivo del blog de febrero de 2014, HArendt nos dejaba el recuerdo de su vivencia personal de ese día de 1981. El poema del día en la tercera es de hace ocho siglos y comienza con estos versos que, seguro, reconocerán sobre la marcha: Y ahí estaba, no tuve que andar mucho:/un leopardo ligero y todo presto/que de piel tachonada se cubría;/plantado me miraba sin moverse. Y la cuarta y última son las viñetas de humor. Volveremos a vernos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos, y como decía Sócrates: ἡμεῖς ἀπιοῦμεν. HArendt













DE LOS HÉROES DE LA TRAICIÓN

 








El escritor Javier Cercas despide la primera sesión del World in Progress reivindicando la necesidad de políticos que antepongan el interés general al suyo, dice El País [¿Existen hoy los héroes de la traición?, 21/20/2025].

Buenas noches. Siguiendo una tradición inaugurada el año pasado, Joseph Oughourlian me pide que diga unas palabras antes de que nos sirvan la cena, unas palabras que esta vez versarán sobre un concepto que acuñé hace tiempo en un libro titulado Anatomía de un instante: los héroes de la traición. Naturalmente, esa expresión es un oxímoron, una contradicción en términos, como “matrimonio feliz”, y Joseph, que es un hombre singular y piensa que los novelistas tenemos cosas relevantes que decir, me ha pedido que explique qué son los héroes de la traición y me ha preguntado si creo que todavía existen. Y, si existen, quiénes son. Y, si no existen, por qué no existen.

Para explicar qué son los héroes de la traición debo decir antes unas palabras sobre Anatomía de un instante, un libro que gira en torno al golpe de Estado del 23 de febrero 1981, o más bien en torno a un instante de ese golpe, a través del cual el libro narra todo el proceso de transición de la dictadura a la democracia en España, es decir, la historia de la conquista de la democracia.

Como ustedes saben, el golpe de Estado del 23 de febrero fue el último golpe militar que padecimos en España y, de algún modo, constituye el mito fundacional de la democracia española. Por esa razón, cuando tengo que hablar de él fuera de España suelo decir que es nuestro asesinato de Kennedy, el punto exacto donde convergen todos los demonios del pasado español: en 1981, seis años después de la muerte de Franco, los españoles empezábamos a pensar que vivíamos ya en una democracia asentada, más o menos como las demás europeas, cuando de repente, en aquella tarde de febrero, se produjo una escena que nos retrotraía a nuestro pasado más oscuro, un pasado de violencia, de guerras civiles y dictaduras: mientras el Parlamento elegía al segundo presidente del Gobierno democrático, irrumpió pegando tiros en el hemiciclo un grupo de guardias civiles al mando de un oficial con un tremendo mostachón y un tricornio, igual que un personaje recién salido de un poema de García Lorca. Todos ustedes recuerdan esa escena, incluidos nuestros invitados extranjeros, porque las imágenes fueron grabadas, igual por cierto que las del asesinato de Kennedy. Y, como el asesinato de Kennedy, el golpe del 23 de febrero acabó convirtiéndose con el tiempo —esto yo solo lo comprendí después de años investigando sobre él— en una especie de gran ficción, en una fábula colectiva fabricada durante décadas a base de especulaciones noveleras, recuerdos inventados, teorías insensatas, leyendas urbanas, medias verdades y simples mentiras amañadas por los propios golpistas con el fin de eludir sus responsabilidades, por periodistas con muchas prisas y pocos escrúpulos, por políticos deseosos de construir un pasado útil para sus intereses y por la imaginación popular. Para colmo, y a diferencia del golpe de 1936 —el que desencadenó la Guerra Civil—, el golpe de 1981 fue un golpe sin documentos o casi sin documentos, de manera que sobre él puede decirse de todo con absoluta impunidad; de hecho, salvo que lo organizaron la reina de Inglaterra o Walt Disney, del golpe se ha dicho de todo, como por cierto del asesinato de Kennedy. Así que, del mismo modo que no hay un norteamericano que no tenga una teoría sobre el asesinato de Kennedy, no hay un español que no tenga una teoría sobre el golpe de Estado del 23 de febrero. ¿Qué es un español? Es un tipo, o una tipa, que tiene una teoría sobre el golpe de Estado del 23 de febrero: si ustedes se cruzan con alguien que dice ser español y no tiene una teoría sobre el golpe de Estado del 23 de febrero, es que no es español.

Muy brevemente recordaré aquí el origen de Anatomía de un instante, porque importa a nuestro asunto. El libro surgió el día del 25º aniversario del golpe de Estado. Aquella noche yo estaba en mi casa, con un whisky en la mano, después de haberme pasado un día entero viendo, oyendo y leyendo reportajes sobre el 23 de febrero, cuando volví a ver en televisión las imágenes del golpe, o el pequeño fragmento de las imágenes del golpe que prodigan las televisiones, con el teniente coronel Tejero entrando en el hemiciclo del Parlamento y exigiendo a tiros a los presentes que se tiren al suelo. Todos los españoles hemos visto centenares, miles de veces esas imágenes, son casi una obsesión nacional (hagan zapping esta noche en la televisión, al regresar a su hotel o a su casa, y seguro que en un momento u otro las verán aparecer en la pantalla...) Pues bien, aquella noche estaba viendo por enésima vez esas imágenes cuando me fijé en una cosa que había visto muchas veces, pero la vi como la viese por vez primera. Lo que vi es que tres de los parlamentarios presentes en el hemiciclo desobedecían las órdenes de los golpistas y no se arrojaban al suelo buscando refugio bajo sus escaños, como hacían todos los demás: eran Adolfo Suárez, presidente del Gobierno saliente y arquitecto de la Transición; el general Gutiérrez Mellado, vicepresidente del Gobierno; y Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista.

Debo decir que algunos parlamentarios presentes aquel día en el hemiciclo detestan este libro, y tal vez me detesten a mí, porque creen que yo los acuso de cobardes; nada más lejos de la realidad: lo normal fue hacer lo que ellos hicieron, es un milagro que aquel día no muriese nadie en el hemiciclo; lo normal, cuando te disparan, es tirarse al suelo; lo raro, lo extraordinario es lo que hicieron aquellos tres tipos: no arrugarse, desobedecer a los golpistas, plantarles cara. El caso es que aquella noche, delante de la televisión con un whisky en la mano, yo me hice una pregunta elemental, la pregunta que hubiera podido hacerse un niño: ¿por qué esos tres tipos hacen eso? ¿Y por qué lo hacen precisamente ellos, tres hombres que durante la mayor parte de su vida no habían creído en la democracia? Y, bueno, uno puede intuir casi en seguida por qué lo hicieron el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo —el general era un militar y no podía tolerar la insubordinación; Carrillo conocía la guerra, era el demonio para los golpistas y sabía que iba ser el primero en morir—, pero ¿por qué Adolfo Suárez, el hombre que ocupa el centro de la imagen, solo e inmóvil en su escaño de presidente en medio de un desierto de escaños vacíos, por qué había hecho aquello aquel hombre que, por lo demás, en su época de gobernante no me había inspirado la menor simpatía?

Y bien, cuatro años después, cuando terminé de escribir el libro, comprendí que aquel instante es un instante cebado de sentido, que en aquel instante —cuando tres políticos que nunca habían creído en la democracia decidieron jugarse la vida por la democracia— empezaba de verdad la democracia en España, que en aquel instante terminaban la Transición y la dictadura, que en aquel instante terminaba la Guerra Civil: contra lo que dicen los libros de historia, la guerra civil española no duró tres años, sino 43, porque —a menos que creamos a Franco y los propagandistas del franquismo— la dictadura no fue la paz, sino la guerra por otros medios. Pero no solo comprendí eso. También comprendí que aquellos tres hombres tan diferentes estaban unidos por lazos personales estrechísimos, que existía una complicidad estrechísima entre ellos, que los tres habían cargado con el peso principal del cambio de la dictadura a la democracia y que los tres podían definirse como héroes de la traición.

¿Qué es un héroe de la traición? Estamos acostumbrados a pensar que la lealtad es una virtud, y lo es; pero hay momentos en la vida de las personas, y de las colectividades, en que es más valiente, más honorable y más virtuosa la traición que la lealtad. El tránsito de la dictadura a la democracia en España fue uno de esos momentos, y los tres protagonistas de Anatomía de un instante encarnan ese tipo de personas. El general Gutiérrez Mellado había hecho la guerra con Franco y toda su carrera en el franquismo; pero, al llegar la Transición, bajo las órdenes de Adolfo Suárez, cambió un ejército dictatorial por un ejército democrático y se convirtió en el gran traidor para sus compañeros, que lo odiaron encarnizadamente: tras el golpe de Estado, lo primero que le pidieron los jefes del ejército al ministro de Defensa, Alberto Oliart, fue que, por favor, el general Gutiérrez Mellado no apareciese por ningún acuartelamiento, porque era un personaje divisivo. Por su parte, Santiago Carrillo fue el gran traidor de la izquierda, y para algunos lo sigue siendo: Carrillo no solo abandonó los ideales del comunismo y la dictadura del proletariado; abandonó, sobre todo, los símbolos republicanos y la ambición de la Tercera República, y aceptó la monarquía, porque entendió —con razón, por cierto— que el dilema real no era monarquía o república, sino dictadura o democracia, como demuestra el hecho de que las mejores democracias del mundo son monarquías parlamentarias; y todo esto hay gente que a Carrillo nunca se lo ha perdonado. En cuanto a Suárez, fue por supuesto el gran traidor, el mayor traidor de todos, porque hizo posible la traición de los demás: cuando el Rey lo nombró presidente del Gobierno, en julio de 1976, quienes celebraron su nombramiento no fueron los demócratas españoles, sino los franquistas, los Guerrilleros de Cristo Rey, los viejos falangistas que siempre lo habían considerado uno de los suyos y pensaron que aquel camarada de toda la vida, aquel chico tan amable y obsequioso con ellos, tan joven, tan seductor, tan dinámico, tan kennediano, iba a asegurarles 10 o 20 o 30 años de franquismo sin Franco; pero, para sorpresa de todos, en menos de un año fulgurante el antiguo falangista de provincias disolvió las Cortes franquistas, legalizó los partidos políticos, incluido el Partido Comunista, y convocó las primeras elecciones libres desde la II República; dicho de otro modo: en menos de un año desmontó una dictadura de cuatro décadas y puso los cimientos de la democracia. Y, como es natural, los suyos nunca se lo perdonaron: Suárez se convirtió en el enemigo a muerte de sus antiguos compañeros franquistas, de hecho el golpe del 23 de febrero se organizó ante todo contra él, que se había transformado en el símbolo de la democracia. (Suárez era un hombre profundamente católico, y es fama que, más de una vez, hubo gente que se negó a darle la paz en misa).

Eso es un héroe de la traición: un político capaz de traicionar un pasado personal para construir un futuro colectivo, capaz de traicionar un error para construir un acierto, capaz de traicionar a los suyos para ser fiel a todos; y que, además, paga un precio altísimo por hacerlo. No hay premio para el héroe de la traición, o al menos no hay premio inmediato, tangible: a la altura de 1981, los tres protagonistas de Anatomía de un instante eran tres hombres personalmente rotos y políticamente acabados: baste recordar que, en las elecciones generales posteriores al golpe, Suárez obtuvo dos diputados —Carrillo, cuatro—; y, sí, cuando el expresidente falleció, en el año 2014, todo fueron alabanzas para él: había sido, de lejos, el presidente más vilipendiado de la democracia, pero a su muerte los medios de comunicación y algunos de sus peores enemigos parecían competir por presentarlo como una mezcla de Pericles y la Madre Teresa de Calcuta. Como dijo otro político español, en España enterramos muy bien.

Vuelvo de nuevo a la pregunta de Joseph: ¿existen hoy los héroes de la traición? ¿Hay todavía en España políticos así? Si no me engaño, la mayoría de ustedes diría que no, entre otras razones porque un héroe es una figura excepcional y solo se da en circunstancias excepcionales, como lo fueron las de la Transición. De acuerdo. Pero lo que sí puede existir, o lo que debería existir, son políticos capaces de poner el interés general por encima del particular, que al fin y al cabo es lo que hacen los héroes de la traición. Formulemos entonces de otra manera la pregunta: ¿existen hoy en España políticos capaces de poner el interés general por encima del particular? Si existen, ¿quiénes son? Y, si no existen, ¿por qué no existen?

Son tres preguntas diabólicas, pero arriesgo tres respuestas. La primera es la más fácil: nunca ha habido muchos políticos capaces de poner el interés general por encima del particular, porque los políticos no son diferentes de los demás seres humanos, y hay pocos seres humanos capaces de hacer una cosa así. La segunda respuesta no es menos realista, pero sí más reconfortante: es casi seguro que algún político de ese tipo existe, aunque no sepamos quién es, porque la virtud es secreta o no es; tal vez solo sepamos quién es ese político con el tiempo, como solo con el tiempo supimos quiénes fueron los traidores heroicos de la Transición. La tercera respuesta es la más melancólica: si no me engaño, ahora mismo se dan circunstancias que no favorecen en absoluto la aparición de esa clase de políticos, y no solo en España.

Menciono solamente dos de ellas, una general y otra quizá más particular. La primera es la propagación cancerígena del cinismo en política, en parte resultado del descrédito universal de la verdad, que acaso es uno de los rasgos fundamentales de nuestro tiempo: hoy la mentira, al menos la mentira en política, no parece penalizar a quien la dice; solo recordaré un contraste desolador: a finales de los años ochenta, Bill Clinton estuvo a punto de dimitir como presidente de los Estados Unidos, no a causa de sus escarceos sexuales con una becaria, sino por culpa de una mentira, mientras que en noviembre de 2024 Donald Trump consiguió volver a la Casa Blanca tras haberse erigido en el campeón mundial de la mentira y haberla transformado en su principal herramienta política. No hace falta haber leído a Maquiavelo ni a Max Weber para saber que la ética y la política siempre han mantenido relaciones complejas o problemáticas, siempre se han llevado mal; pero, cuando la ética se desvincula por completo de la política y la política se desentiende de la verdad y se legitiman el engaño, la mentira y las tropelías que la mentira y el engaño conllevan (se legitiman siempre y cuando incurramos en ellos nosotros o los nuestros, claro está), en ese momento empiezan a disolverse los estímulos que invitan a un político a anteponer el bien común al propio: hacer eso equivale a tomar una decisión éticamente superior, y es imposible tomarla si quien la toma no está animado por un impulso ético.

La segunda circunstancia es sobre todo española, o yo la detecto sobre todo en España (aunque no es desde luego exclusiva de nuestro país). Aquí, a mi modo de ver, el problema político esencial no son los políticos, ni siquiera el sistema político; aquí el problema esencial son los partidos políticos. El sociólogo Robert Michaels escribió que, para los partidos políticos, la democracia es un producto de exportación, no de consumo interno. Así es en España: como saben mejor que nadie nuestros políticos, aquí los partidos son organizaciones verticales, a menudo patológicamente sectarias, rigurosamente cesaristas, más semejantes a veces a clubs de fans del líder que a auténticos partidos políticos, organizaciones donde se esconde o se maquilla o no se combate en serio la corrupción —un tanto por ciento elevadísimo de la cual empieza o termina en los propios partidos—, organizaciones donde no suele salir adelante el más capaz sino el más obediente, por no decir el más servil, donde muchas veces se confunde la lealtad con el vasallaje y donde todo discrepante corre el riesgo de ser considerado un desleal o un felón. Por supuesto, todo esto podría cambiarse, pero no es nada fácil, sobre todo porque quienes tienen que cambiarlo son los propios partidos, y los partidos no quieren cambiarlo; es decir: porque los partidos son la solución, pero también el problema. Sea como sea, se comprenderá que en estas condiciones resulte muy difícil que se dediquen a la política los mejores, los más capaces e idealistas, los más dispuestos a trabajar por el bien común y a ponerlo, si es necesario, por encima del bien particular.

Acabo ya. “¿Qué es un hombre rebelde?”, se preguntó Albert Camus. “Es un hombre que dice no”. Pero no es un hombre que dice no a los otros, a sus adversarios: eso es muy fácil, eso solo es una forma inversa de gregarismo; el hombre rebelde es quien dice no a los suyos, como hicieron los tres protagonistas de Anatomía de un instante, los tres héroes de la traición. Para eso, ante todo, hace falta coraje, que es la virtud más difícil, pero también la más necesaria. No lo digo yo; lo dijo un político: Winston Churchill. Churchill escribió en efecto que el coraje es la virtud esencial, la base, el fundamento de todas las demás virtudes; llevaba razón: uno puede ser una persona bondadosa, y la bondad es sin duda una virtud extraordinaria, pero, dadas determinadas circunstancias adversas —un golpe de Estado, sin ir más lejos—, si uno carece del coraje suficiente para ejercer esa bondad, se convierte o puede llegar a convertirse en un canalla. Yo no creo que debamos pedirles a nuestros políticos que sean héroes; de hecho, yo aspiro a vivir en un país que no necesite héroes. Pero lo que sí creo es que no hay democracia de verdad sin políticos que conciban la política como un servicio público y no como una carrera profesional o como un negocio personal, que merecemos políticos capaces del mínimo coraje de decir no a los suyos, de decirles que se equivocan cuando creen que se equivocan, políticos capaces de restaurar el vínculo roto entre ética y política, en definitiva, creo que debemos aspirar a tener políticos pragmáticos, cualificados y flexibles, sí, pero también valientes, humildes, veraces e idealistas. En este tiempo de cinismo obligatorio, esa aspiración puede parecer ingenua; a mí me parece simplemente indispensable. Muchas gracias. 

Este texto es una transcripción de las palabras pronunciadas por Javier Cercas antes de la cena de los intervinientes en el foro World in Progress Barcelona, organizado por el Grupo Prisa, EL PAÍS y la Cadena SER. Javier Cercas es escritor y miembro de la Real Academi Española. World In Progress (WIP) es un foro internacional de reflexión y debate organizado por PRISA, EL PAÍS y, como medio colaborador, la Cadena SER. Tiene el apoyo del Ajuntament de Barcelona, Generalitat de Catalunya, BBVA, Cellnex, Fundación la Caixa, Glovo, Mango, Moeve, Naturgy, OEI, PWC, Redeia, Sabadell, Santander, Veolia y Vueling. Colaboran Foment del Treball Nacional, CAF Banco de Desarrollo de América Latina y el Caribe y Cidob.























DEL ARCHIVO DEL BLOG: EL 23-F: UN RECUERDO PERSONAL. PUBLICADO EL 07/02/2014

 






Hacía tiempo que no tenía una racha tan febril de lectura como la de este mes de febrero. En apenas una semana he leído dos libros de historia: "Breve historia del mundo contemporáneo. Desde 1776 hasta hoy", de Juan Pablo Fusi, y "La herencia viva de los clásicos. Tradiciones, aventuras e innovaciones", de Mary Beard;  dos novelas: "El abuelo que saltó por la ventana y se largó", de Jonas Jonasson, y "Escenas de la vida rural", de Amos Oz; y uno de memorias. En total, algo más de 1500 páginas. El último, el de memorias, de Fernando Ónega, que lleva por título "Puedo prometer y prometo. Mis años con Adolfo Suárez" (Plaza y Janés, Barcelona, 2013) me ha emocionado especialmente. En gran medida, porque tuve la fortuna de conocer personalmente a Adolfo Suárez y su lectura me ha hecho recordar acontecimientos que se van diluyendo en la memoria con el paso de los años. Uno de ellos, sin duda, el intento de golpe de Estado de febrero de 1981, conocido en la historia de España como el "23-F", y sobre el que ya he escrito en anteriores entradas que pueden leer si lo desean bajo ese mismo epígrafe en el buscador del blog. 

Dentro de dos semanas se cumplen 33 años del mismo. A estas alturas, ya es historia. Los responsables fueron juzgados, condenados, cumplieron sus penas o fueron indultados cuando el Gobierno lo consideró conveniente. Pero es una fecha para el recuerdo. Recuerdo para el que yo no guardo ningún sentimiento especial salvo el de la enorme vergüenza que sentí aquella tarde-noche de 1981. Hasta que el rey pudo leer su discurso por televisión. Como para muchos españoles, para mí, con él terminó la zozobra, pero la vergüenza persistiría por mucho tiempo. Mejor dicho, todavía persiste, porque aunque me resisto a ello, cuando ponen las imágenes de aquellos traidores a su patria, su rey, sus conciudadanos y su honor, asaltando a tiro limpio el Congreso de los Diputados, se me viene el rubor a las mejillas y la vergüenza me impide articular palabra.

Aquella tarde estaba esperando en la biblioteca del Centro Asociado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) en Las Palmas a que fuera la hora del coloquio de una de las asignaturas, no recuerdo cuál, de la licenciatura en Geografía e Historia que correspondía aquel día. Un alumno llegó a la biblioteca y comentó que habían asaltado el Congreso en plena sesión de investidura de Calvo Sotelo como presidente del Gobierno. Bajé enseguida al coche, que tenía aparcado en la puerta misma del centro y me puse a oir emisoras de radio. Ninguna era capaz de concretar nada, salvo que se había interrumpido la sesión en el Congreso ante la entrada de guardias civiles armados, que había habido disparos... Y poco más. Busqué un teléfono público y llamé a casa. No me contestó nadie, y entonces me acordé que aquella tarde mi mujer había quedado en visitar a algunos clientes con el director regional del Banco para el que ella y yo trabajábamos en aquel entonces. Volví a casa tras recoger a nuestras hijas, de 12 y 2 años que estaban con su abuela, a unos cinco kilómetros de la universidad, en el cono sur de la ciudad. Mi mujer volvió a casa poco después; no sabía nada sobre lo que había ocurrido, así que nos pusimos a oir la radio. Llamamos, sin problema en las líneas a mis padres y mis dos hermanos. Todos vivían en Madrid. Nos contaron que las calles estaban tranquilas, y la gente atenta en sus casas, pegadas a las radios en espera de noticias que no llegaban. No logro recordar que tipo de sentimientos nos embargaban en ese momento. Desde luego no eran de temor, miedo o algo similar, a pesar de ser sindicalista en activo con responsabilidades de ámbito provincial en la Unión General de Trabajadores (UGT), el sindicato hermano del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), el partido mayoritario de la oposición. Más bien de incredulidad, estupor y vergüenza; sí, mucha vergüenza, porque de nuevo España fuera protagonista de una asonada militar a lo siglo XIX. Lo había estudiado en profundidad por aquellas fechas en la universidad y el recuerdo era irremediable. La angustia y la incertidumbre duraron hasta el momento de ver al rey por televisión. Después de verlo nos fuimos a dormir, agotados pero tranquilos. El golpe, o lo que intentara ser, estaba claro que había fracasado. A la mañana siguiente acudimos a nuestro trabajo, no como siempre de ánimo, pero acudimos. A medida que fueron transcurriendo las horas, el intento de golpe de Estado fue tomando el formato de un esperpento valleinclanesco. Ver salir por las ventanas del Congreso, arrojando sus armas al suelo, a numerosos guardias civiles de los que habían participado en el asalto, que se entregaban brazos en alto a las fuerzas de policía que rodeaban el edificio, era un espectáculo en el que uno, como espectador, no sabía muy bien si reír o llorar.

Hace unos años Televisión Española puso en antena por estas mismas fechas una mini serie de ficción de dos capítulos titulada "23-F: El día más difícil del rey", dirigida por Silvia Quer, que batió todos los récords de audiencia del país durante las dos jornadas en que se emitió. Aunque algunos medios la tildaron de oportunista y falta de rigor, a mi, personalmente, me gustó y me emocionó. Y por el número de espectadores que la vieron, parece que también interesó a bastantes españoles. Quiero suponer que sobre todos a los que por aquellos años teníamos ya edad suficiente para darnos cuenta de lo que pudo suponer. Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt












DEL POEMA DE CADA DÍA. HOY, EL LEOPARDO, EL LEÓN Y LA LOBA, DE DANTE ALIGHIERI

 







EL LEOPARDO, EL LEÓN Y LA LOBA




Y ahí estaba, no tuve que andar mucho:

un leopardo ligero y todo presto

que de piel tachonada se cubría;

plantado me miraba sin moverse,

y de tal modo me cerraba el paso

que estuve por volverme varias veces.

Era muy pronto, apenas clareaba,

el sol trepaba el cielo con los astros

igual que el día en que el amor divino

movió por vez primera aquellos cuerpos.

Y a pesar del leopardo moteado,

me hicieron concebir buenos augurios

la hora pronta y la estación tan dulce,

mas no al punto que no me amedrentase

la vista repentina de un león.

Parecía venir derecho a mí,

la testa erguida y con rabiosa hambre,

hasta el aire temblaba en apariencia.

Y una loba, que toda la avidez

congregaba en sus carnes consumidas,

devoradora de un montón de gente,

me redujo a un estado lamentable

con solo dirigirle la mirada,

y ya no confié en llegar arriba.

Y como aquel que goza acumulando,

y cuando la fortuna le desprecia,

solloza y se lamenta amargamente,

igual hizo conmigo la insaciable,

que viniendo a mi encuentro poco a poco

me fue empujando donde el sol se calla.

Infierno, I, 31-60



DANTE ALIGHIERI (1265-1321)

poeta florentino














DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY VIERNES, 24 DE OCTUBRE DE 2025

 




























jueves, 23 de octubre de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY JUEVES, 23 DE OCTUBRE DE 2025

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves, 23 de octubre de 2025. Ahora que Trump ha impuesto un plan de paz, es crucial volverse hacia la mayoría que presenció la violencia y no hizo nada. En la segunda, un archivo del blog de diciembre de 2016 se hablaba del futuro de la universidad tradicional, y la respuesta que se da a esa pregunta es que no, que la mayoría de universidades del mundo van a desaparecer. El poema del día es de una poetisa argentina, nacida en 1971, que comienza con estos versos: Pude retenerte en el espejo,/te acuno/sin pestañear. Y la cuarta y última son las viñetas de humor. Volveremos a vernos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos, y como decía Sócrates: ἡμεῖς ἀπιοῦμεν. HArendt













DE LOS ESPECTADORES DEL GENOCIDIO

 








Ahora que Trump ha impuesto un plan de paz, es crucial volverse hacia la mayoría que presenció la violencia y no hizo nada, señala en El País la escritora Eliane Brum [Espectadores del genocidio, 15/10/2025]. “Cuando perdí la pierna, estaba muy triste. Salí del hospital y me pasaba el día en la tienda. No quería hacer nada, no quería ver a nadie. Y luego, cuando tuve que volver al hospital, me di cuenta por el camino y en el hospital de que ahora la mayoría de la gente de Gaza es como yo. Casi todos han perdido una pierna o un brazo. Así que no pasa nada”. La historia del niño al que la guerra le robó una pierna (y mucho más) la contó la psicóloga de Médicos Sin Fronteras Letícia Furlan en el Museo de las Memorias (In)Posibles, una institución que acoge los relatos de los que no tienen sitio. Era el 11 de octubre, un día después del alto el fuego de Israel en el marco del “acuerdo de paz” impuesto por Donald Trump. Los palestinos han tenido que tragarse un acuerdo que, una vez más, los humilla y los mantiene sin soberanía en su propio país, porque era la única manera de impedir que Israel los siguiera matando hasta que no quedara ni uno. Han tenido que tragárselo por la omisión de muchos países, sobre todo de Europa. Pero ¿y los espectadores del genocidio?

Mucho se ha escrito sobre la complicidad de los “ciudadanos de a pie” de Alemania en el genocidio nazi, y sobre la omisión, año tras año, de los gobiernos y ciudadanos del mundo. Siempre será obsceno que todo ese horror se ignorara durante años. Europa y Estados Unidos no se opusieron a Alemania en la Segunda Guerra Mundial por el exterminio de los judíos, sino por razones geopolíticas y económicas. Pero ahora, en la tercera década del siglo XXI, ¿cómo se explica que los gobiernos no actuaran? Porque los palestinos no necesitaban discursos vacíos mientras los israelíes reducían sus cuerpos a escombros humanos. A diferencia del genocidio nazi, oculto a los ojos de la mayoría en una época sin internet, la destrucción masiva de los palestinos ha sido documentada diariamente en vídeo, audio y texto por las familias de las víctimas, los profesionales de la salud, los periodistas que se han arriesgado a cubrirla —al menos 252 han sido asesinados por las fuerzas israelíes—. Entonces, ¿cómo se explica la omisión de la mayoría de las personas del mundo?

En un manifiesto contundente, un grupo de más de 50 intelectuales, entre ellos Angela Davis, Virginie Despentes y Benjamin Seroussi, pidieron apoyo para las acciones de los activistas de la flotilla que se dirigió a Gaza, cuyo espíritu humanista “rompe el estupor”. En el texto, distinguen entre los asesinos, los muertos y los espectadores: “El espectáculo del genocidio nos aturde, pero la destrucción no es el fin de todo: inaugura nuevas formas de gobernar y, en todas partes, mucho más allá de Gaza, aparecen nuevos sujetos, desvitalizados, aturdidos, paralizados. Nos guste o no, la escena tiene tres actores: los asesinos, los muertos y los espectadores. Nosotros, los espectadores, nos hemos convertido en una población reducida a percibirnos —con vergüenza y rabia— impotentes, atrapados en nuestro punto más débil: nuestra sensibilidad ante lo obsceno, mezclada con el miedo y la fascinación, seguida de una gradual insensibilización al mismo espectáculo”. Para ellos, los espectadores han consentido el genocidio por omisión, al no reaccionar ante el horror y el sufrimiento que estaban viendo en pantalla.

Tantas veces acusadas de montar un espectáculo, las flotillas, por el contrario, denunciaron la conversión del genocidio en espectáculo, rompieron la parálisis, humanizaron la respuesta, pusieron el cuerpo en la lucha por la dignidad. Greta Thunberg fue atacada repetidamente por miembros del Gobierno israelí e insultada en muchos idiomas en internet por incorporar la relación entre colapso climático y genocidio, entre colonialismo y genocidio. Cuando Greta fue puesta en libertad, Trump, el “artífice de la paz”, la llamó “alborotadora” y le aconsejó ir al médico para “controlar la ira”. Pero ¿es Greta el problema? ¿No deberían ser los espectadores, los que día tras día consienten por omisión que niños exploten o mueran de desnutrición, los que causan estupor? ¿Cómo una reacción de solidaridad ante un genocidio se ha convertido en un “problema” que debería tratar un médico?

Aún estamos a tiempo de dejar, colectivamente, de ser espectadores. No habrá paz si Benjamín Netanyahu y los miembros de su Gobierno no rinden cuentas por sus crímenes y acaban su vida en la cárcel. No habrá paz, no solo para Palestina, sino para el mundo, si el genocidio queda impune. El destino de Palestina depende del tamaño de la presión que los ciudadanos ejerzan sobre sus gobernantes, de su solidaridad activa con el pueblo destrozado. Les debemos una respuesta a los 67.000 asesinados, más de 20.000 de ellos niños, cifras asumidamente subestimadas, porque hay miles más bajo los escombros. Estas estadísticas tampoco incluyen a los 461 muertos de hambre, convertida en arma de guerra por Israel. Les debemos una respuesta al niño gazatí que tendrá que vivir sin una pierna entre los escombros de su tierra y a los 21.000 niños a quienes la máquina del horror israelí ha dejado alguna discapacidad. Seguir consintiendo por omisión nos destruirá a todos. Eliane Brum es una periodista, escritora y documentalista brasileña.​ Se formó en la Pontificia Universidad Católica de Río Grande del Sur en 1988 y ganó más de 40 premios nacionales e internacionales de reportaje.





















DEL ARCHIVO DEL BLOG. ¿TIENE FUTURO LA UNIVERSIDAD TRADICIONAL? PUBLICADO EL 02/12/2016

 






La respuesta que da a esa pregunta David Roberts, fundador de Singularity University, la universidad de Silicon Valley (que tiene sede abierta en la ciudad española de Sevilla) que fue creada en 2009 con el apoyo de la NASA y Google, es que no. La mayoría de universidades del mundo van a desaparecer, dice sin cortarse un pelo en la entrevista que para El País concedió en octubre pasado.

Cuando David Roberts era pequeño, su padre le contó que Thomas Edison había hecho mucho más por la humanidad con el descubrimiento de la bombilla que cualquier político en la historia. Esa idea marcó su camino. 

Roberts considera que el negocio de las universidades tiene los días contados y que solo sobrevivirán aquellas que tengan una gran marca detrás. Singularity University ha roto con el modelo de certificación; no expide títulos ni existen los créditos. Su único objetivo es formar líderes capaces de innovar y atreverse a romper las normas para alcanzar el ambicioso reto que se ha marcado la universidad desde su creación. Sus alumnos están llamados a utilizar la tecnología para resolver los 12 grandes desafíos del planeta: alimentar a toda la población, garantizar el acceso al agua potable, la educación para todos, la energía sostenible o cuidar el Medio Ambiente, entre otros. Todo en menos de 20 años.

Roberts atiende a EL PAÍS en la Oslo Innovation Week, un encuentro organizado por el gobierno noruego estos días para detectar las nuevas tendencias en innovación que están transformando la economía.

Pregunta. En Singularity University (SU) los cursos no están acreditados. Eso quiere decir que están rompiendo con los títulos oficiales. Las universidades y los gobiernos hacen negocio con ello. ¿Cree que están dispuestos a cambiar el modelo?

Respuesta. No, no creo que estén abiertas a transformarse. Estos años estamos viendo la mayor disrupción de la historia en la educación y la mentalidad habitual ante estas transformaciones tan radicales suele ser la de pensar que lo anterior es mejor. Sucedió en el mercado estadounidense cuando llegaron los coches japoneses; eran más baratos y todos pensaban que de peor calidad, hasta que se demostró que eran mejores. Con la educación va a pasar lo mismo; las grandes universidades no quieren ofrecer sus contenidos online porque creen que la experiencia de los alumnos será peor, que no hay nada que pueda igualar el cara a cara con el profesor en el aula. Mientras ignoran la revolución que está sucediendo fuera, la experiencia de aprendizaje online irá mejorando.

Los programas académicos cerrados y la acreditación ya no tienen sentido porque en los cinco años que suele durar los grados los conocimientos se quedan obsoletos. Nosotros no ofrecemos grados ni créditos porque el contenido que enseñamos cambia cada año.

P. ¿Hay alguna plataforma de aprendizaje online que esté destacando sobre las demás?

R. Udacity. En 2011 el profesor de la Universidad de Stanford Sebastian Thrun, el mejor experto en Inteligencia Artificial de los Estados Unidos, se planteó impartir uno de sus cursos en Internet, gratis y para todo el mundo. Casi 160.000 estudiantes de más de 190 países se apuntaron y el porcentaje de alumnos que obtuvo una A (un sobresaliente) fue superior al de las clases presenciales. Thrun dejó Stanford y montó Udacity, donde ha desarrollado una metodología de enseñanza totalmente nueva. Además, ha creado un nuevo modelo de negocio: si terminas el curso a tiempo te devuelven tu dinero y si no consigues un trabajo tres meses después, también. ¿Te imaginas esto en una universidad tradicional? Las únicas universidades que van a sobrevivir son las que tienen una gran marca detrás, como Harvard o Stanford, o en el caso de España las mejores escuelas de negocios. Las marcas dan caché y eso significa algo para el mundo. El resto, van a desaparecer.

P. Uno de los programas que ofrece SU, el Executive Program, cuesta 14.000 dólares (unos 12.800 euros) y tiene una duración de seis días. Ese precio se aleja bastante de uno de sus retos: la educación accesible para todos.

R. La nuestra es una universidad excepcional. No se trata solo de adquirir información o aprender algo muy específico online, como sucede, por ejemplo, con Khan Academy. Nosotros vamos más allá. Ofrecemos una experiencia que cambia tu mentalidad, que transforma a la gente y cuando se marchan no vuelven a ser los mismos. A mí me sucedió. Unos años después del 11-S me puse a disposición del Gobierno y me incorporé como oficial de las fuerzas aéreas. Cuando escuché que querían crear una universidad para resolver los grandes problemas del mundo, tuve claro que participaría. Y lo hice; primero como alumno y después como vicepresidente y director del Global Solutions Program. Allí te das cuenta de que la vida es corta y de que puedes hacer cosas ordinarias o extraordinarias. Cuando estás en clase con otras personas, empiezas a darte cuenta del potencial que tienes, tu visión de ti mismo y de futuro cambia. No llegas a ese punto con el método habitual de recibir información únicamente.

P. ¿Cuál es hoy es principal problema de la educación?

R. La educación se ha roto. Hemos enseñado a la gente de la misma forma durante los últimos 100 años y, como hemos crecido en ese sistema, creemos que es normal, pero es una locura. Enseñamos en las escuelas lo que los colonialistas ingleses querían que aprendiese la gente: matemáticas básicas para poder hacer cálculo, literatura inglesa… Hoy no tiene sentido. Tenemos que enseñar herramientas que ayuden a las personas a tener una vida gratificante, agradable y que les llene. Algunos son afortunados de tener unos padres que les ofrecen eso, pero la mayoría no. Los programas académicos están muy controlados porque los gobiernos quieren un modelo estándar y creen que los exámenes son una buena forma de conseguirlo. Otro de los grandes dramas es la falta de personalización en las aulas. Cuando un profesor habla, para algunos alumnos irá demasiado rápido, para otros muy despacio y para cuatro a la velocidad idónea. Luego les evalúan y su curva de aprendizaje no importa, les aceleran al siguiente curso. Hoy sabemos que si nos adaptamos a los diferentes tipos de inteligencias, el 98% de los alumnos obtendrán el mejor resultado.

P. ¿Qué materias deberían ser imprescindibles?

R. La idea de aprender mucho, solo por si algún día hace falta, es absurda. Quizás deberíamos sustituir la idea de educación por la de aprendizaje y permitir que la gente aprenda en tiempo real, según sus necesidades. El verdadero propósito de la escuela debería ser crear curiosidad, gente hambrienta de aprender, ahí es donde los profesores tienen que ser buenos. Las habilidades emocionales van a jugar un papel muy importante en la nueva economía. Pongo un ejemplo. Los conductores de Uber en Estados Unidos son puntuados por los clientes de uno a cinco. Si alguno de los conductores tiene menos de 4,6 o más de tres opiniones negativas, directamente se le saca de la plataforma. Lo mismo sucede con los usuarios, si tienen menos de 4,6, ningún conductor les recogerá. ¿Quién me enseña hoy a ser honesto, íntegro y a tener compasión?

P. Se ha hablado mucho de que en menos de 50 años los robots terminarán con la mayoría de trabajos. ¿Cómo será el nuevo mercado laboral?

R. Hace 50 años éramos granjeros. Todos estaban preocupados porque las máquinas nos quitarían el trabajo, era la única manera de ganar dinero: tener una granja y vender comida. Hoy las cosas cambian 50 veces más rápido; hace 20 años nadie sabía lo que era un desarrollador web y ahora hay miles, es muy fácil y cualquiera puede hacerlo. Todo el mundo se pregunta en qué trabajo seremos mejores que los ordenadores. En ninguno. Esa no es la pregunta correcta. Hay que plantearse qué tareas no queremos que hagan, aunque lo puedan hacer mejor. No los queremos como militares, ni como alcaldes, tampoco que decidan qué presos pueden abandonar la cárcel. Eso es lo que tenemos que enseñar a la gente a decidir.

P. ¿Cómo podemos estar seguros de que habrá trabajo para todos?

R. La cuestión que me preguntas es si el dinero va a ser más o menor importante en el futuro. Yo solía pensar que la evolución de la tecnología hace que los costes bajen y que la gente pague menos por los mismos servicios. Siguiendo esa predicción, se podría pensar que vamos a trabajar menos porque no necesitaremos tanto dinero y vamos a tener más ocio. Es incorrecto. El ser humano va a seguir creando productos excepcionales, como el iPhone; todo el mundo querrá uno. Tendremos que ser capaces de crear valor para generar dinero y poder comprar esas cosas. La realidad virtual, la impresión 3D, o la salud van a ser algunos de los campos que nos van a sorprender. El mundo seguirá girando alrededor del dinero, que es la energía para hacer cosas o cambiarlas. Esos nuevos inventos te inspirarán a trabajar para poder comprar.

P. La clave del éxito, ¿está en la confianza en uno mismo? ¿Se aprende eso en SU?

R. Como alumno, yo aprendí que una sola persona puede impactar positivamente a todo el planeta. Ese don no está reservado a personas especiales, sino a gente normal, como tú y yo. La gente se convierte en lo que piensa. ¿Qué potencial tiene un bebé? La mayoría de la gente responde que es ilimitado, pero si les preguntas sobre su potencial, no responderán lo mismo. Mi misión ahora es viajar por el mundo bajo la marca de Singularity University para mostrar a los gobiernos, empresas e instituciones que el poder para innovar está ahí, solo tienen que dar el primer paso: cambiar su mentalidad.

P. ¿Cree que los universitarios deben cambiar también su mentalidad?

R. Sí. La aspiración no debe ser que una empresa te contrate. Eso significa que te van a pagar menos de lo que mereces. No tenemos que enseñar cómo conseguir un trabajo, sino cómo crearlo.Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt