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jueves, 11 de junio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] El Prado, la Monarquía y la República. Publicada el 23 de enero de 2010



Las pinturas del Prado, a salvo de la guerra. 1939


Fue el propio Manuel Azaña, presidente de la República española quien convenció al del Gobierno, Juan Negrín. Él, personalmente, le dijo: "El Museo del Prado es más importante para España que la Monarquía y la República juntas". Y en febrero de 1939, primero en camiones hasta Perpiñán, vía Valencia y Barcelona, y luego en tren hasta Ginebra, las obras más importantes del madrileño Museo del Prado, entre ellas Las Meninas, viajan hasta la ciudad suiza para quedar bajo protección de la Sociedad de Naciones hasta el término de la guerra. No fue una estancia larga, apenas dos meses después, fueron devueltas a España.

El Consejo de Ministros de ayer viernes acordó conceder a los nueve museos de todo el mundo que conformaron el Comité encargado de la organización y traslado de los cuadros (el Louvre de París, la National Gallery, el Tate, y la Wallace Collection de Londres, el Museo de Arte e Historia de Ginebra, el Rijkmuseum de Ámsterdam, el Metropolitan de Nueva York, los Museos Reales de Bellas Artes de Bruselas y los Museos Nacionales Franceses), la Orden de las Artes y las Letras en agradecimiento a esa gestión, que permitió salvar para la Humanidad un patrimonio cultural y artístico de incalculable valor..

Es una hermosa noticia que me confirma en mi sentimiento de que es el Arte y la Cultura lo que nos hace más genuinamente humanos, sin acepciones de raza, nacionalidad, ideología o creencias,

Les recomiendo la lectura del reportaje que en El País publica al respecto Jesús Ruiz Mantilla [Tributo a los rescatadores del Prado. El País, 23/1/2010] que pueden leer en el enlace anterior. HArendt



Fachada este del Museo del Prado



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sábado, 12 de octubre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] El detalle en el arte (Publicada el 31 de enero de 2009)



Adán y Eva, de Alberto Durero (Museo del Prado, Madrid)


El pasado martes mi hija Ruth, historiadora del arte (no ejerciente), y un servidor de ustedes asistimos a la primera jornada del Curso de Iniciación al Arte Contemporaneo programado por el Centro Atlántico de Arte Moderno de Las Palmas entre los meses de enero a mayo de este año. El Centro Atlántico de Arte Moderno, el CAAM, es uno de los grandes museos de arte contemporáneo de España, en la estela del Reina Sofía de Madrid, y una de las instituciones culturales más prestigiosa de las islas. Soy socio del mismo desde su fundación, lo que no implica ninguna clase de privilegio o prerrogativa, salvo la de recibir gratuitamente su magnífica revista "Atlántica", revista de arte y pensamiento, que ya va por su número 44. Dicha revista, junto a periódicas y asiduas visitas al museo, me mantiene al tanto de las corrientes y tendencias vanguardistas del arte contemporáneo, arte, que dicho sea de paso, no entiendo, y en la mayor parte de las ocasiones no me gusta, aunque me abstengo de enjuiciarlo con excesiva acritud. La asistencia a este curso es un enésimo intento de acercarme a su comprensión; a ver si ahora lo consigo; tengo mis dudas...

Hace unos días se publicó la noticia del acuerdo suscritos entre Google y el Museo del Prado, por medio del cual, a través de Google Earth pueden examinarse con el más absoluto de los detalles, casi microscópicos, algunas de las más celebradas obras pictóricas del Museo. Es muy interesante, aunque yo pienso que las obras de arte deben observarse con cierto distanciamiento entre el espectador y la propia obra. No todo el mundo piensa así.

En ese descender al detalle de la obra pictórica como objeto de estudio, análisis, mera curiosidad, o facultad de admiración, se centra el artículo que, con el título de "Detalles de la pintura", escribe Charo Crego, ensayista y crítica de arte, en el último número de Revista de Libros, comentando la obra "El detalle. Para una historia cercana de la pintura" (Abada, Madrid, 2008) del historiador del arte francés, Daniel Arasse.

Dice la articulista sobre el libro comentado que, probablemente, uno de los méritos más auténticos del mismo sea que, a pesar de su erudición e ingente conocimiento, Arasse nunca pierde de vista la mirada. Ésta sigue siendo lo esencial para él, como historiador y amante del arte. Mirada próxima y escrutadora del espectador que no sólo descubre lo que hay en la imagen, que no sólo permite apreciar la invención humana, sino que sirve además para poner límites a las derivas interpretativas en las que tan fácilmente pueden caer los historiadores del arte.

Me he apropiado la frase, y haciéndola mía, voy a aprovechar el curso que ahora inicio para intentar mirar el arte contemporáneo con otros ojos, pero eso sí, sin dejarme impresionar por la retórica de sus valedores, que los tiene. En todo caso, disfruten de las bellísimas imágenes -no precisamente contemporáneas- que acompañan este comentario. Entre ellas, las del para mi más bello cuadro del Prado: "La Anunciación", de Fray Angélico. Las otras dos, "La vista de Delft", de Vermeer, y "La Virgen de Lucca", de Van Eyck, se citan en el artículo de Charo Crego que comento. HArendt




La Anunciación, de Fra Angelico (Museo del Prado, Madrid)


"Detalles de pintura", por Charo Crego

En La vista de Delft del pintor holandés Johannes Vermeer hay un recuadro de pintura amarilla que representa un tejado de una de las casas de la ciudad. Este «pequeño lienzo de pared amarillo» se ha convertido en uno de los «trozos de pintura» más literarios de la historia. En En busca del tiempo perdido, Proust sitúa la muerte del escritor Bergotte en el momento en que éste se halla ante esta obra. Maravillado por esa pared, «que era como una preciosa obra de arte china», Bergotte sufre intensamente la amargura de sus carencias: «así debería haber escrito yo».

También el poeta Rainer Maria Rilke se deja seducir por un trozo de pintura, en este caso aún más pequeño. Al contemplar la Virgen de Lucca de Van Eyck, el poeta queda cautivado por un mínimo detalle: «Y de repente deseé, deseé, oh, deseé ser no una de las dos pequeñas manzanas del cuadro, no una de esas manzanas pintadas en el alféizar [...] No, deseé ser la sombra dulce y minúscula, la sombra insignificante de una de esas manzanas [...] ese fue el deseo en el que todo mi ser se contuvo».

Bergotte deja de ver la panorámica de Delft para quedarse con ese pequeño rectángulo amarillo; Rilke pierde de vista a la Virgen con el niño, su trono y su manto, incluso las manzanas, para quedarse con esas escasas pinceladas oscuras. El cuadro se disloca cuando no se guarda una cierta distancia para su contemplación, cuando uno se acerca tanto que prácticamente huele la pintura. Daniel Arasse nos invita a esta forma de mirar, de tocar con la mirada, en esta Historia cercana de la pintura.

La sombra, el tejado amarillo, la mosca pintada en el marco interior del cuadro que uno quiere espantar, el pliegue que de repente adquiere formas humanas insinuantes, o el gato que es sorprendido por el arcángel Gabriel, son algunos de los numerosos detalles que Arasse analiza en este libro. Aunque publicado por primera vez en Francia en 1992, su éxito fue tan grande que aún hoy sigue encontrándose en edición de bolsillo y Flammarion acaba de publicarlo en una nueva edición de lujo que, por fin, hace justicia al texto. Gracias a esta obra, Daniel Arasse se convirtió en un autor a la vez respetado por los especialistas y reconocido por el gran público. Aunque tarde, con esta excelente traducción se brinda ahora al público español la oportunidad de conocerlo de primera mano.

Arasse, que había empezado sus estudios con el famoso italianista André Chastel, terminó doctorándose de la mano del filósofo y semiótico Louis Marin sobre la memoria y la retórica. Además de traducir a famosos historiadores, como Panofsky, Montias o Yates, enseñó durante años en la Sorbona, fue director del Instituto francés de Florencia y, por último, director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales. Hasta su muerte en 2003, Arasse se convirtió en un animador excepcional del arte en Francia. Entre otras, organizó la famosa exposición sobre Botticelli que se celebró en París en 2003 y fue el protagonista de una serie de emisiones radiofónicas sobre historia del arte que alcanzaron una gran popularidad.

Una parte importante de sus escritos está dedicada al Renacimiento italiano, con estudios sobre Leonardo da Vinci, los primitivos italianos o la Anuncicación en la pintura italiana. Su italianofilia, o italianomanía, como él mismo la catalogaba, no le impidió, sin embargo, asomarse a otros campos. En 1987 escribió un estudio sobre La guillotina y la figuración del terror, traducido al castellano y a otras lenguas. En 1993 publicó el libro La ambición de Vermeer y en 2001 un estudio esencial sobre el artista alemán de nuestros días Anselm Kiefer, en el que indagaba sobre la memoria y su representación. Tras su muerte, se han publicado algunos textos inéditos, entre ellos una recopilación de artículos dedicados a artistas contemporáneos, como Cindy Sherman, Andrés Serrano o James Coleman, bajo el título Anachroniques.

En el marco de esta compacta obra, El detalle representa una inflexión en su carrera. Por una parte, en él Arasse no se limita al Renacimiento italiano, sino que extiende el período histórico de su estudio desde el final de la Edad Media hasta el último cuarto del siglo XIX. Por otra, es el primer texto en el que rompe explícitamente con la forma de análisis propia de la historia del arte. Se distancia en él de las atribuciones, los estilos o las grandes interpretaciones, para centrarse en esos elementos que hasta entonces habían pasado inadvertidos: los detalles. Desde el primer momento, Arasse distingue entre el detalle considerado como una parte de un objeto o de un cuerpo –las cejas, las arrugas, los pliegues, el pétalo de una flor, etc.– y el detalle visto como el rastro y el resultado de alguién que ha «de-tallado» una parte del todo, ya sea el pintor o el espectador, como la sombra de las manzanas de Van Eyck o el pequeño recuadro amarillo de Vermeer. El detalle es, por ello, una plataforma privilegiada para estudiar desde él tanto la historia de la producción como de la recepción de las obras de arte.

Se abre así un campo de estudio inmenso en el que Arasse se adentra con la ayuda de un método de análisis al que denominó «iconografía analítica». Iconografía, porque para dilucidar el significado de una imagen se sirve de textos, documentos u otros testimonios, próximos histórica o espacialmente. Y analítica, porque es muy consciente de que no hay transparencia entre las imágenes y los textos, sino que, lejos de contar con una fuente única, los cuadros, frescos, dibujos o estampas se superponen, se entremezclan y condensan, como los sueños según Freud. Además, es iconografía y no iconología, porque no pretende elaborar un sistema en el que las imágenes se ordenen según series, sino que se interesa en descifrar los casos particulares, sin intentar traicionar la singularidad indómita que revela cada detalle.

Hablar de iconografía, iconología, etc., puede inducir al lector a pensar que nos encontramos ante una obra erudita con una abrumadora cantidad de datos y referencias históricos. Nada más lejos de la verdad. Arasse es un estilista y, en su escritura, siempre intentó ser fiel a su admirado Roland Barthes. Era consciente de que el placer del texto tenía que ser compartido por el escritor y el lector, igual que el placer que producen el descubrimiento y la contemplación de las obras de arte tenía que ser transmitido al lector y futuro espectador.

Probablemente uno de los méritos más auténticos de este libro sea que, a pesar de su erudición e ingente conocimiento, Arasse nunca pierde de vista la mirada. Ésta sigue siendo lo esencial para él, como historiador y amante del arte. La mirada próxima y escrutadora no sólo descubre lo que hay en la imagen, no sólo nos permite apreciar la invención humana, sino que sirve además para poner límites a las derivas interpretativas en las que tan fácilmente puede caer el historiador. El lector de este libro comprobará que los argumentos que se desarrollan en él le llevan a volver constantemente a la imagen de la que se habla, e incluso a buscar en Internet, a falta de no poder ir directamente a los museos, para apreciar en su justa medida las interpretaciones propuestas.
Se ha acusado a Arasse de sobreinterpretar y ser imprudente en sus análisis, de buscar más la excepción que la regla. A modo de epílogo, Arasse nos presenta algunos ejemplos en que muestra cómo historiadores del calibre de Shapiro, Settis o Panofsky han caído en errores de interpretación por privilegiar más los textos y los documentos que la imagen y lo que se ve en ella. Quizás el ejemplo más hermoso sea el de El retablo de Merode de Robert Campin, en el que se ve a san José trabajando como carpintero con una tabla en las manos y un taladro. Antes de que se atribuyera a Campin, se creía una obra del conocido como «Maestro de la ratonera». Este motivo, unido a la interpretación de una metáfora según la cual la cruz era la ratonera del diablo y al papel que se atribuía a san José en la Encarnación, junto con el emergente realismo, llevaron a Shapiro a afirmar que lo que está construyendo san José es una ratonera, a pesar de que los agujeros que está haciendo carecerían de función en ella. Tanta interpretación aleja a estos eruditos de lo más evidente: que sí hay dos ratoneras pintadas en el retablo de Merode, pero que éstas están sobre la mesa y la ventana, y que de ahí provenía la denominación del «Maestro de la ratonera». Además, en la tabla central del retablo puede verse un salvachispas ante una chimenea, lo que, si nos dejamos llevar sólo por la imagen, nos da la pista para descubrir que lo que san José está construyendo es la tapadera de una rejuela, ese objeto en el que se meten las brasas para guardar el calor.

Arasse ofrece muchos otros ejemplos de interpretaciones fallidas en los que los historiadores han caído presas en las ratoneras de su propio deseo interpretativo. La única cura posible contra la sobreinterpretación es volver a la imagen, intentar leer su propio mensaje, sin limar las asperezas o las desviaciones que los detalles representan. Y eso es lo que hace Arasse en este libro: acercarse tanto a la pintura que casi llega a acariciarla con la mirada. (Revista de Libros).



"La vista de Delft", de Vermeer (Mauritshuis, La Haya)



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martes, 1 de octubre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Entre dioses y hombres (Publicada el 19/1/2009)




Catálogo de la exposición, Museo del Prado


Más de treinta años de relación amor-odio, aunque al final prevalezca nítidamente lo primero, con la universidad: La Escuela Social de Madrid, la Escuela Normal de Magisterio, la Escuela Central de Idiomas, el Instituto "Balmés" de Sociología del C.S.I.C., la New York University en Madrid, y la UNED en sus Facultades de Derecho, Geografía e Historia y Ciencias Políticas y Sociología, en la que formé parte de su Claustro Constituyente, Junta de Gobierno y Consejo Social, me han permitido el placer y el honor de conocer y tratar a ilustres profesores de la misma, muchos ya, por desgracia, desaparecidos, o jubilados de su vida académica.

Si tuviera que personalizar en uno solo de ellos el inmenso privilegio que para mi supuso el paso por la universidad, no tengo duda que elegiría, sin desdoro alguno para los demás, al profesor Emilio Lledó, eminente filólogo, filósofo, humanista, y miembro de la Real Academia Española. Él fue mi profesor de Historia de la Filosofía, en la licenciatura de Geografía e Historia en la UNED, y con él descubrí a Platón y la "República", Aristóteles y la "Política", o San Agustín y la "Civitatis Dei", pero sobre y ante todo, aprendí a admirar y reconocerme como heredero del mundo de la cultura clásica legada por Grecia y Roma al occidente europeo y la humanidad.

Una sola anécdota, de las varias que le oí contar -pues era uno de esos profesores que se ganaba a sus discípulos por su facilidad de acceso y sus digresiones siempre relacionadas con el mundo de la filosofía-, al parecer atribuida a Zubiri, el gran filósofo español, discípulo de Ortega, y dirigida a un alumno que le pidió opinión sobre como llegar a ser un buen historiador de la filosofía. La respuesta de Zubiri parece ser que fue: "Aprenda alemán y griego clásico, y luego vuelva por aquí, que ya le diré...". Y es que, para el profesor Lledó, que no se cansaba de repetirlo, la Historia de la Filosofía, no era nada más, y nada menos, que el conocimiento y profundización en las grandes obras escritas por los filósofos.

Todo eso me ha venido a la memoria, aunque nunca lo haya olvidado, leyendo el bellísimo artículo que el profesor Lledó publicaba en El País Semanal de ayer, titulado "Lo bello es difícil", en el que glosa la impresión recibida al visitar la exposición de más de 60 esculturas clásicas que el Museo Albertinum de Dresde y el Museo del Prado, de Madrid, acaban de inaugurar en éste último con el título de "Entre dioses y hombres", y que permanecerá abierta hasta el próximo mes de abril. ¡Qué magnífica excusa para una escapada de fin de semana! De todas maneras, disfruten de su crónica, y si pueden, de la exposición. HArendt



Entre dioses y hombres, Museo del Prado


"Lo bello es difícil", por Emilio Lledó

Al entrar en el Prado para recorrer con la mirada la exposición, no podemos por menos de recordar una palabra maravillosa de las muchas que hemos heredado de la cultura griega y que, espero, no se nos vayan olvidando. Esa palabra es el "asombro" (thaumasía). Parece que fue esta extrañeza ante los misterios del mundo, ante la armonía de los astros, ante la luz y la belleza que podían mostrarnos, lo que provocaba ese asombro. Asombrarse suponía descubrir lo "otro" y saber establecer esa distancia que nos permite entender. Si vivimos saturados de entorno, aplastados de noticias que no queremos o no podemos discernir; si no sabemos intuir esa lejanía necesaria para mirar, para entrever, incluso para tocar lo que nos rodea, estamos en el camino, en el mal camino, de perder la sensibilidad y, por supuesto, la inteligencia. Fue el asombro, la distancia, el no querer dar por hecho nada de lo que observábamos, lo que originó, decían los griegos, la filosofía, o sea, la curiosidad, el apego, la necesidad y la pasión por entender y entendernos.

Una experiencia asomborsa es, pues, la visita a esta exposición de esculturas del Museo Albertinum de Dresde y el Museo del Prado. El primer momento de asombro, de distancia ante tanta belleza, es el que nos lleva a pensar que fueron ellos, los griegos, quienes la inventaron al debatir largamente sobre esa palabra "bello" (kalós), que junto con la "verdad" (aletheia) y la "justicia" (dike) marcaban y nutrían el espacio de la cultura, de la paideia. La cultura, entendida no como un bloque de artes, conocimientos y saberes, sino como un proceso, una construcción encarnada en la estructura natural, la physis; un dinamismo que convertía a ese animal atado a todos los instintos de los otros animales en animal que con el logos, con la palabra, con la capacidad de entender y crear, trascendía los límites de su propia animalidad y entraba así en un territorio absolutamente nuevo, el territorio de lo humano. Y en él, no sólo la palabra nos distinguía, sino también la mirada: el aprender a mirar y, desde esa mirada, descubrir el querer, el amar.

Hay testimonios literarios suficientes para definir esa cultura de la luz, de la iluminación que el romanticismo alemán empezó a llamar el "milagro griego". Basta recordar aquel comienzo de un libro clásico en los orígenes de la filosofía cuya primera línea dice: "Todos los hombres tienden por naturaleza a mirar". A mirar sabiendo, claro está, porque esa mirada, esa "idea", era etimológicamente resultado de la visión. Los ojos y la luz. Sobre todo esos "ojos del alma" que dentro de la frente "se hermanaban con la luz del sol" y levantaban el sueño de los ideales hacia los que tendía otro de los grandes principios del mundo griego, la democracia. Porque la mirada, el entendimiento, requiere y exige libertad: ese dominio infinito de posibilidades por donde navegan los también infinitos deseos de los seres humanos. Fruto de esa libertad fue la ciencia, la filosofía, la tragedia, la lírica, la épica, la política, la historia, la comedia, la ética... todos esos campos que inventaron los griegos y por donde empezaron a sembrar las semillas y en muchos casos los grandes árboles que hoy, casi sin saberlo, nos cobijan y alimentan.

Es un acierto, entre otros muchos, que la exposición, a la que acompaña un excelente catálogo, se abra con esa imponente estatua de Zeus Eleutherios, el dios que da libertad, el dios liberador que no sólo les habría dado la victoria sobre los persas. Podríamos imaginar que algunas de estas obras estaban colocadas en determinados lugares del ágora de Atenas, del espacio público, donde la palabra de los sofistas, los diálogos sobre sucesos y opiniones era el instrumento imprescindible de humanización y democracia. Un dios de libertad, que nunca necesitó de una clase sacerdotal que tuviera poder real sobre los ciudadanos diciéndoles qué tenían que entender, qué tenían que hacer. Unos dioses, pues, liberadores y liberados ellos mismos de cualquier manipulación engañosa, y sólo cobijados en el, una vez más, asombroso mundo de los mitos, ese hallazgo exclusivo de los hombres. Es verdad que algunas veces la política quiso manipular esa religión desterrando y condenando a los negadores de la existencia de los dioses "de la ciudad" que los tiranos y sus aprendices habían pretendido incorporar, de alguna manera, a ciertas formas de corrupción del poder. Esta religión de la libertad que en principio nadie administró fue, sin duda, uno de los fundamentos esenciales de la cultura griega y el que, en buena parte, la hizo posible.

En el mundo de los dioses y héroes se manifestaban los deseos y esperanzas humanas. Otro "logro para siempre", que expresó un texto de uno de aquellos siempre vivos maestros: "Amamos el conocimiento, amamos el saber, pero sobre todo amamos la vida". La vida que nos ofrece el gozo "de los sentidos, y entre ellos, sobre todo el de poder ver". Una religión, pues, de la vida, de la vida real de los hombres. "Hermano, permanece fiel a la tierra", ya que es esto lo único que tienes. Por ello fue, además, una religión que, después de Fidias, se atrevió a desnudar a sus dioses y héroes, a alegrar la mirada en esos hermosos cuerpos en los que se vislumbraba no sólo el amor hacia los seres, sino la idea de una incesante superación. Un canon, pues, para el cuerpo, y un canon de libertad, armonía y progreso para la mente.

Si contemplamos el Diadúmenos, se nos hace presente el asombro al que me refería: un cuerpo tal vez soñado, rozado ya por el aire de la perfección, pero un ser humano cuya mirada sin pupila está, paradójicamente, llena de luz. Esa luz que era condición necesaria de la vida, de toda la vida, de todo momento de la vida. "¡Padre Zeus, libra de la espesa niebla a los aqueos, serena el cielo, deja que nuestros ojos vean, y destrúyenos, ya que así te place, pero en la luz!", exclama Ayax en la Ilíada. No me resisto a reproducir otro texto de esa cultura de la luz. "Los compañeros dormían alrededor de Diomedes, con las cabezas apoyadas en los escudos y las lanzas clavadas por el regatón en la tierra; el bronce de las puntas lucía a lo lejos como un relámpago del padre Zeus". Diadúmenos tiende sus ojos luminosos al suelo que le sostiene con una mirada lejana y próxima, entristecida y alegre en su acogedora serenidad. No es extraño que en un momento supremo del ideal griego surgiese la unión de la belleza y la bondad, creando una palabra que unía ambos conceptos: la kalokagathía, algo así como lo "bellibueno": la belleza traslucía desde la bondad. Este concepto desgraciadamente tan desgastado y que, unido a la veracidad, al no engaño, propio o ajeno, podríamos rebajarlo, en nuestros tiempos, a un término más modesto, pero no por ello menos necesario: la decencia.

Para la enfermedad moral de la doble verdad, de la hipocresía, se ha esfumado la decencia entre una serie de siniestras consignas patológicas que trastornan la mente de los seres humanos. Por ello, es un salto de alegría, en la conquista de la realidad y de la vida, esa -¿cómo adjetivarla sin tópicos?- Venus de Medici: un cuerpo bellísimo, pura y hermosa naturaleza, pero con los brazos y los pies rotos por la historia. El olvido y la desmemoria rompen también manos y pies, pero, a pesar de tales quiebras, ese busto nos descubre en el imposible abrazo de la vida el abrazo inagotable de la inmortalidad. Una inmortalidad tan evidente que hoy su contemplación nos da lenguaje y nos alienta. "No moriré del todo", escribió el poeta que admiró probablemente, hace más de veinte siglos, esas estatuas. "No me devorará la sucesión de los años ni la incesante fuga del tiempo".Tal vez eso que escapaba al mordisco de la temporalidad era esa palabra que ha definido siempre al arte más eterno: lo clásico.

No somos plenamente conscientes de esas lecciones que aún no hemos asimilado y que tienen su origen en esta tradición que hizo posible el que hoy sigamos luchando por la cultura como fuerza y dinamismo, como energía (enérgeia), como educación de la mirada, como forja de la posibilidad y la igualdad. Es verdad que también descubrieron la tristeza, el dolor, la melancolía: "¿Por qué tantos hombres excepcionales en la filosofía, la política o la poesía son melancólicos?". Esa melancolía, "el gesto supremo del espíritu", no logró empañar la alegría del más acá, la alegría de vivir. Una de las maravillas de esta exposición es, por ejemplo, ese relieve de una ménade pensativa. Las ménades eran, como es sabido, esas mujeres poseídas de pasión que cuidaron de Dioniso niño y formaron después parte de su cortejo. Se las representaba desnudas o cubiertas, como ésta del Museo del Prado, con un velo muy fino que transparenta el cuerpo y que vuela luego a sus espaldas suavemente dominado por una mano. La otra sostiene el tirso típico de las fiestas dionisiacas. La melancolía del rostro que también mira al suelo lo alegra ese movimiento de extraordinaria sensualidad en un cuerpo que parece desfallecer, mientras la rodilla, levemente doblada, anuncia el baile que apenas entrevemos en esa otra maravillosa ménade de Dresde que sin brazos, casi sin rostro borrado por la impiedad del tiempo, hace ver la alegría de vivir.

Pero también la sabiduría griega nos entregó otro de sus descubrimientos expresado en una no menos asombrosa frase: "El hombre es el más inteligente de los seres vivos, porque tiene manos". Aristóteles, que cita este dicho atribuyéndolo a Anaxágoras, comenta que "esa inteligencia se debe a que es capaz de utilizar un gran número de utensilios, de instrumentos, y la mano es el instrumento de los instrumentos, el órgano de los órganos". Esa poesía (poíesis) sobre el mármol era obra de las manos. El filósofo que imaginó ese poder de las manos dijo también que "todo artista, todo creador, ama su obra porque ama el ser... que consiste precisamente en sentir y pensar". No dejen reposar los ojos en esta exposición. Salimos de ella limpios, purificados por esa catarsis -esa otra palabra de la tragedia y el arte griego- que aseaba, renovaba, la mente, y nos libraba de la pesadumbre del existir diario, de la maldad y la miseria.

Me permitiré, al final, una pequeña coda, anacrónica, me temo. No podía dejar de pensar en ello, cada vez que iba al museo, y casi siento como un paradójico deber el evocarlo. Esta exposición enseña muchas más cosas, pero entre ellas: la sorpresa, el asombro del arte, el amor a la vida, a la verdad, a la educación, a la sensibilidad de la mirada, a la reflexión, a la libertad. He visto muchas veces, en los museos de Berlín, sentados en pequeñas sillas puestas a disposición de los alumnos, grupos de niños, de jóvenes, escuchando a una profesora que les enriquecía, con sus palabras, la mirada y, por supuesto, la inteligencia. Esa educación de la mirada es un antídoto necesario para ese chisporroteo de crueldad y violencia de muchos de los llamados videojuegos, y en los que, desgraciadamente, los jóvenes no son sólo sujetos pasivos en la visión de inacabables monstruosidades, sino que son personajes activos que practican, con las teclas adecuadas, la frialdad, la indiferencia ante un imaginario y siempre posible aniquilar, matar, suprimir. Nada que ver con los viejos tebeos de aventuras, incluso con las películas más o menos violentas. En el pulso de esos teclados se aprenden y domestican, como amarrados perros de Pavlov, los reflejos condicionados que suavizan y vanaglorian la muerte y el horror ajeno.

Después de un largo debate sobre la belleza, uno de los diálogos de Platón concluye: "Me parece que me ha sido beneficiosa la conversación con cada uno de vosotros. Creo que entiendo ahora el sentido del proverbio que dice: Lo bello es difícil".




El profesor Emilio Lledó



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