martes, 9 de abril de 2024

De predecir el pasado

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Las plataformas y redes sociales, escribe en El País la historiadora Berta Ares, se empeñan en cultivar una mirada retrospectiva sin apenas advertir de que ese objeto de nostalgia es solo artificio. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












Predecir el pasado
BERTA ARES YÁÑEZ
06 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Según un refrán ruso predecir el pasado es aún más difícil que predecir el futuro. Svetlana Boym parte de esta premisa al abordar el peliagudo tema que plantea en su libro El futuro de la nostalgia. Arranca el análisis relatando la siguiente noticia que lee en un diario: tras años en el exilio, aprovechando que se abren las fronteras soviéticas, una pareja de alemanes decide visitar la antigua ciudad de Königsberg, ahora Kaliningrado. En su paseo por el que un día fue su hogar nada les resulta familiar, hasta que llegan al río. Entonces, el anciano se arrodilla para remojarse la cara y al instante retrocede dando gritos de dolor: las aguas le habían abrasado la cara. La crónica finaliza con un sarcasmo: “Pobre río, imagínense la cantidad de basura y de desechos tóxicos que se habían vertido en él”. Ni rastro de compasión con el anciano que, poseído por el anhelo de regreso, había obviado el pasado real de la ciudad.
A partir de esta noticia, la pensadora desgrana sus observaciones en torno a la nostalgia. Un concepto paradójico, porque parece indicar el anhelo por un lugar, pero, de hecho, expresa el anhelo por un tiempo. Según Boym, este fenómeno manifiesta el desajuste que se produce cuando la modernización (tecnológica, industrial, capitalista) provoca un cambio radical en la experiencia del tiempo y en el ritmo de vida. Es decir, la nostalgia surge y se hace intensa cuando el avance y la consecuente agitación histórica imprimen una aceleración del tiempo. Ahora bien, esta celeridad se puede experimentar y proyectar de dos formas drásticamente diferentes. De forma reaccionaria, haciendo hincapié en la primera parte del concepto, el nostos, que significa regreso, para acometer la restauración del pasado. O de forma creativa, centrándose en la segunda parte del concepto, el algia, dolor y anhelo, lo cual obliga a realizar una reflexión no exenta de cuestionamiento, pues primero debe predecirse el pasado, es decir, hay que responder a la pregunta: ¿qué se añora concretamente?
Esta es la perspectiva del brillante ensayo de Barbara Cassin La nostalgia. Ulises, Eneas, Arendt. La filóloga y filósofa se pregunta de qué es nostalgia la nostalgia, ¿de lo igual o de lo otro? Relaciona este escurridizo sentimiento con el concepto de hogar (en el sentido de patria), el de exilio y el de lengua materna. Para hacerlo parte de la experiencia de desplazamiento (viaje, éxodo, exilio) de los héroes Ulises y Eneas, de la filósofa Hannah Arendt y de ella misma, aún conmovida por la hospitalidad recibida en una isla que nunca había sido su hogar.
Aunque su nombre así parezca indicarlo, no fueron los griegos, sino un médico suizo alemán quien acuñó el concepto nostalgia, a finales del siglo XVII. Sin embargo, sí existió en la literatura griega antigua el género del nostos, cuyo motivo es el regreso de los héroes a sus tierras patrias. El máximo exponente es la Odisea, uno de los grandes relatos que conforman nuestro pensamiento e imaginario occidental. Pues bien, Cassin destaca un detalle importante que tantas veces se nos escapa u olvida: Ulises nunca termina de no volver. Tras regresar a Itaca, reconquistar su identidad y el lecho de Penélope, el héroe parte de nuevo, debe viajar a “lo más lejano”, a “lo más otro”, a “lo más ajeno”. Algo nos dice ahí Homero.
Desde que el médico suizo diagnosticara en los soldados la enfermedad que acuñó como nostalgia, el avance de este fenómeno no ha parado de propagase. Boym señala que las revoluciones modernizadoras siempre provocan brotes y ahora la tecnología lo excita, pues acelera de forma exponencial la velocidad del tiempo. Hay algo despiadado en su ritmo frenético. Como el personaje MacNamara de Un, dos, tres, de Billy Wilder, nos apura: next, next, next! Hoy en día este desquiciante ritmo afecta hasta a los más flemáticos.
La tecnología, tal como la estamos manejando, lo acelera todo, lo acapara todo y deja muy poco margen a la filosofía, a las artes, a la literatura e incluso a la política para amoldar unas estructuras y unas condiciones de hospitalidad, de acogida y de arraigo mental, fundamentales para disfrutar una relación saludable con el tiempo y también con nuestras identidades.
Ahora que el mundo emprende una nueva carrera armamentística que tanto recuerda a esa guerra fría de la película de Wilder, y que las plataformas y redes sociales se empeñan en cultivar la mirada al pasado sin apenas advertir de que ese objeto de nostalgia es solo artificio, es buen momento para pulir nuestra mejor arma de resistencia: la humana y fascinante capacidad de imaginación. Ante la velocidad aún podemos oponer firmeza, alejarnos de ríos tóxicos, cultivar la curiosidad y el asombro, ese “más lejos y más otro” de Ulises, insistir en crear perspectivas para un mundo que no tiene por qué cerrarse. No podemos predecir el pasado, no conviene ser esclavos del regreso, pero sí podemos imaginar futuros. Berta Ares es historiadora.


































[ARCHIVO DEL BLOG] La edad de la ira. [Publicada el 15/12/2017]












¿Está el pensamiento de la Ilustración en el origen del fenómeno yihadista? Mikel Arteta, profesor de Filosofía del Derecho, Moral y Política en la Universidad de Valencia, reseñaba hace unos días en Revista de Libros la más reciente obra del ensayista y novelista indio Pankaj Mishra, La edad de la ira (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017), y llega a la conclusión de que la opinión del autor de que en cierto modo el pensamiento ilustrado está en la base de gran parte de la violencia yihadista actual y de los totalitarismos del pasado siglo, es pasarse, como se dice coloquialmente, dos pueblos...
Pankaj Mishra, colaborador de The New Yorker, The New York Review of Books o The New York Times Review, experto en nuevas realidades de países asiáticos, comienza diciendo el profesor Arteta, nos guía por las raíces del pensamiento de los siglos XVIII, XIX y XX con la intención de mostrar la lógica que rige, desde hace dos siglos, los episodios contemporáneos más sangrientos. En síntesis: lo que hoy se nos aparece como violencia irracional de perturbados o fanáticos con quienes no cabe entendimiento, obedecería en realidad a reacciones desquiciadas por el desarraigo y la angustia que la modernidad va propagando allí donde toma sitio. Filósofos, novelistas, poetas, activistas o políticos le brindan material interesante para defender esta tesis. Innumerables citas y contextualizaciones biográficas confeccionan una trenzada historia de las ideas, donde, más que las propias ideas, importa su relación –y esto es lo novedoso– con la subjetividad y circunstancias socioeconómicas de quienes las han sostenido originalmente y de quienes las han acogido y difundido en otros tiempos y lugares.
Lo que hace más bien [este libro] es explorar un particular clima de ideas, una estructura de sentimientos y una disposición cognitiva, desde la época de Rousseau hasta nuestra propia edad de la ira (p. 33).
El autor tratará de persuadirnos de que el resentimiento es un mal endémico de la modernidad; y de que, en plena era global (no hay sociedad que no haya mimetizado estructuras, postulados y anhelos insatisfechos de democracia, libertad, igualdad, autonomía, autorrealización, etc.) dicho resentimiento, mutado a veces en ira y ésta en violencia, es la mayor amenaza a que nuestras sociedades han de hacer frente. La promesa de libertad tiene doble filo.
A lo largo del libro se intentará demostrar que el patrón propuesto explica incluso la peor –y aparentemente más irracional– de las violencias contemporáneas, la del Daesh. Incluso la ira que alimenta a yihadistas sólo podría germinar, según el autor, entre los desgarros y resentimientos de la modernidad. Tesis como las del choque civilizacional y su derivada violencia irracional surgen de «haber empañado los costes del “progreso” occidental», lo que «ha minado seriamente la posibilidad de explicar la proliferación de las políticas de violencia e histeria del mundo actual» (p. 51). Entre los costes del universal intento de copiar el progreso occidental se cuentan los totalitarismos y sus violentos preludios. Sin embargo, como habríamos optado por explicarlos como mera aberración patológica («empañando» la causa real), hoy somos incapaces de entender que no hay gran diferencia entre el terrorismo yihadista y otras manifestaciones más familiares de odio, exclusión del «otro» y violencia masiva (p. 47).
El Perú empezó a joderse con los philosophes. La fe, arrastrada del siglo anterior, en la razón y el progreso laico, animó a los philosophes a intentar dominar científicamente fenómenos ajenos al mundo natural, como gobierno, economía, ética, derecho o vida interior. Con Adam Smith, la «mano invisible» inducía a confiar en un mercado autorregulado gracias al egoísmo y la envidia; la meritocracia era lo propiamente «racional». Según Montesquieu, el comercio podía «curar prejuicios destructivos» y promover «la comunicación entre pueblos». Diderot elogiaba al intelectual cosmopolita como elegante hombre de mundo. Y Voltaire, que murió, según Mishra, siendo un «hombre muy rico, con una fortuna amasada a base de derechos de autor, mecenazgo real, propiedad inmobiliaria, especulación financiera, apuestas de lotería, préstamos monetarios a príncipes y fabricación de relojes» (p. 82), defendía fervientemente la Bolsa porque «allí el judío, el mahometano y el cristiano tratan el uno con el otro como si fuesen de la misma fe, y no dan el nombre de infieles más que a los que hacen bancarrota» (p. 90).
Los filósofos ilustrados, que a comienzos del siglo XVIII vivían retirados, pasaron a ganar relevancia social y a disfrutar del mecenazgo de Federico de Prusia o Catalina de Rusia. Y de ahí que el racionalismo fuera «a menudo agresivamente interesado, además de imperialista; estaba pensado para beneficiar principalmente a una clase emergente de hombres cultos y ambiciosos» (p. 62). Tras la defensa ilustrada de la libertad «latían viejas luchas en torno al poder y la eminencia. Porque [...] las particulares circunstancias de los filósofos franceses perfilaban su ideología» (p. 57).
Reacio siempre a diseccionar ideas, y abusando aquí del cui prodest, el autor raya la falacia post hoc ergo propter hoc: al parecer, los philosophes no ganaron prestigio por el valor y utilidad de sus revelaciones, sino que bien defendieron sus tesis para ganar relevancia, bien ganaron relevancia sólo porque previamente se acercaron al poderoso (lo que no explica por qué los poderosos requirieron sus servicios antes de que trascendiera la calidad de estos). Una segunda falacia, ahora ad hominem, consiste en atacar la posición socioeconómica del ilustrado (aprovechando, dicho sea de paso, un marco cognitivo –recordemos a George Lakoff− que hoy rechaza de raíz todo lo que suene a finanzas) en lugar de enfrentarse a sus ideas.
Para ilustrar su tesis, que, pese a todo, nos penetra hondo, se acoge a Rousseau. Rara excepción: marcado por infancia y juventud duras y de privaciones materiales, siempre señaló las injusticias ocultas tras la igualdad formal y denunció que los «sistemas financieros hacen almas venales». Fue el primero en describir la «experiencia quintaesencial de la modernidad», correspondiente al «desarraigado extraño a las metrópolis comerciales que aspira a un lugar en ellas y se debate con complejos sentimientos de envidia, fascinación, revulsión y rechazo» (p. 85). Advertía que el amor propio, un impulso por lograr reconocimiento por encima de los demás, inclina al odio y al autoaborrecimiento; y sabía que las escasas recompensas del mérito individual y la competencia no compensan sus altos costes psíquicos. Por eso, como fuente del contrato social, anhelaba –Esparta en mente– una persecución virtuosa del bien común que limitara la individualidad (pp. 86-90). Dada su influencia en los jacobinos, la ruptura con el Ancien Régime se logró con la apelación a una fraternidad y una igualdad tan radicalizadas que difícilmente podrían haberlas firmado ni previsto sus morigerados colegas. Aupó, así, la «cuestión social» que más tarde inquietaría al pensamiento socialista y que, según Hannah Arendt, ya entonces distinguió a la Revolución Francesa de la americana, más pendiente de la libertad política.
En fin, mientras Voltaire y los suyos eran «modernizadores desde arriba» y celebraban la occidentalización de Rusia, Rousseau denunciaba que dicho proceso condenó a los rusos a un doloroso desgarro: debían convertirse en alemanes e ingleses sin poder llegar a serlo, pero sin ser tampoco lo que «estaban llamados a ser» (pp. 92-93).
[Nietzsche] parecía estar reflexionando en torno a este contraste cuando dijo considerar la batalla entre Voltaire y Rousseau como «el problema inconcluso de la civilización» (p. 89).
Del terror retributivo de jacobinos moralistas pasamos al nacionalismo económico y cultural de los románticos alemanes. Como sucedió con Rusia, el impulso cultural del idealismo provino de un querer seguir los pasos de la Revolución Francesa y no poder. Su denuncia de la agresiva búsqueda de riqueza material y poder a expensas de las dimensiones estéticas y espirituales de la vida humana no procedía tanto de una repulsa de los ideales ilustrados como del «resentimiento y el desdén defensivo de los aislados intelectuales alemanes, a los cuales justificó y fortaleció la retórica de Rousseau» (p. 148).
Romanticismo e idealismo opusieron, «a los ideales cosmopolitas de comercio, lujo y urbanidad metropolitana», la Kultur, que siendo dominio de los «humildes pero profundamente alemanes, habitantes de pequeñas ciudades, sacerdotes y profesores, era un logro superior a la Zivilisation francesa levantada en torno a la sociedad cortesana». Entre los despechados por no ser dignos del prestigio francés destaca Herder y su «búsqueda nativista»: «cada nación habla de acuerdo con la forma en que piensa, y piensa de acuerdo con la forma en que habla» (pp. 149-152).
Fichte, menos tentado que Herder de darle a su nacionalismo una pátina universalista, compuso su nacionalismo étnico transponiendo lealtades religiosas a lealtades políticas. Este paso de nacionalismo cultural a uno político fue respaldado por el sentimiento de humillación tras las derrotas en Jena y Auerstadt. La admiración por Napoleón, espíritu de la historia hecho hombre, mutó en resentimiento e ira. Esto sirvió para apretar las filas en la retaguardia alemana, donde el movimiento nacionalista ya esparcía su trascendental pegamento contra el disolvente moderno: servían recicladas ideas cristianas, como la resurrección, volcada ahora en un renacer glorioso de los pueblos, tras su declive y decadencia.
Con estos mimbres, y tras el fracaso de las expectativas socialistas en 1848, el culto al Volk se prolongó incluso durante la industrialización promovida por Bismarck. Consecuentemente, cuando Alemania alcanzó la altura industrial de Francia e Inglaterra, las identidades forjadas contra la modernidad quedaron súbitamente negadas, desgarradas; muchos fueron señalados por la degeneración moral occidental. Se iba prendiendo la mecha.
En Rusia, afrancesada largo tiempo, perduraron las ilusiones. Lo ilustra el Crystal Palace de la novela ¿Qué hacer? (1863), de Nikolái Chernyshevski: éste encarna la defensa de «un futuro utópico, construido sobre principios racionales, de trabajo gozoso, vida comunal, igualdad de género y amor libre» (p. 67). Una utopía paradigmática que no dejaron de hacer suya fascistas o estalinistas. Anhelo, mimetización y reacción de los perdedores de la primera gran globalización en el siglo XIX –redes ferroviarias, puertos, canales, barcos de vapor, líneas de telégrafo, servicios financieros y catorce millones de emigrantes italianos hacia América desde 1870 a 1914– desembocarían en violencias totalitarias y anarquistas.
Por una parte, entre los que prendieron en Alemania la mecha idealista contra los sueños de racionalización emancipadora prometida por el Crystal Palace se encuentra Wagner, que «despreciaba los parlamentos y deseaba que la revolución gestara un líder capaz de elevar a las masas al poder» (p. 181). El anhelo mimético de un Napoléon guiando al pueblo seguía –y sigue− ahí, agazapado entre los iracundos. Y formas de canalizarlo había muchas: desde el nacionalismo «universalista» del italiano Giuseppe Mazzini al conservadurismo de Georges Sorel: harto de «la humillación de las arrogantes democracias burguesas, hoy tan cínicamente triunfantes», y pertrechado de léxico religioso con referencias al honor, la gloria, el heroísmo, la vitalidad o la virilidad, el filósofo francés influyó tanto en Gramsci como en Mussolini, en Ernst Jünger como en Hitler.
Entre los devotos de Mazzini, defendieron sus particulares vías tradicionales hacia la modernidad Lala Lajpat Rai, en India, o Liang Qichao, en China. Sin embargo, al chocar contra la falta de condiciones materiales de posibilidad, los anhelos de modernización frustraban las expectativas de generaciones posteriores: el indio Vinaiak Dámodar Savarkar apostó entonces por fortalecer la identidad del yo hindú por oposición al no-yo musulmán, alejándose de la vía –más ajustada al universalismo mazziniano– escrutada por Mahatma Gandhi. La radicalización del nacionalismo político nació en Alemania, pero pronto saltó a escala mundial.
Por otra parte, otra extendida reacción contra la visión idealizada de la europeización fue abanderada por Fiódor Dostoievski, que en 1864 publicó Memorias del subsuelo, repudiando la visión del progreso de Chernyshevski y aclarando que el interés propio racional es mala base para la acción por lo placenteramente que es desobedecido. Si ligamos la nihilista reacción rusa con Alemania, epicentro de las mechas que se prendieron en el siglo XIX para explotar en el XX y el XXI, encontraremos el mismo talante «debilitador» en la resignación recetada por Schopenhauer ante la ilusión de libertad. Pero mucha más enjundia tiene el giro vitalista (activo) que le imprimió Nietzsche, influido por Dostoievski. Crítico de las abstracciones ilustradas, pero más aún de las ciegas y torpes reacciones nacionalistas, tenía claro que tras la muerte de Dios, no asumida todavía, «ninguno de nosotros es ya material para una sociedad». Convencido de que el nihilismo es condición necesaria para «una raza de espíritus libres», de superhombres que despunten sobre la felicidad bovina, fue quien mejor comprendió el potencial tóxico del resentimiento: del débil brotará odio, agresividad, contra una elite inaccesible.
Una de las más explosivas plasmaciones políticas del nihilismo activo fue el anarquismo de Mijaíl Bakunin. Arrestado y exiliado en Siberia durante más de una década, crítico del idealismo, el nacionalismo y el socialismo, sus tesis calaron hondo en países pobres, desiguales y agrarios como Italia o España. Su defensa de una libertad individual irrestricta anunciaba barricadas callejeras que facilitarían el tránsito de la jaula autoritaria a la arcadia de libertades. Varios atentados anarquistas, incluido el asesinato de un presidente francés, coronaron el siglo XIX. Según Eric Voegelin, con Bakunin se concentra «la existencia en la voluntad espiritual de destruir, sin la guía de una voluntad espiritual de orden» (p. 268)
Una manifestación explosiva, a caballo entre nihilismo y nacionalismo, fue el «darwinismo social» de Herbert Spencer. Logró conjugarse el racismo de los peores nacionalistas con las interpretaciones más burdas de Nietzsche para vaticinar «que una raza de superhombres surgiría después de que la sociedad industrial hubiera cumplido su tarea de deshacerse de los menos aptos» (p. 204). De este poso surgió la vida y obra del poeta italiano Gabriele d’Annunzio, cautivado por la idea nietzscheana del superhombre. Caído en desgracia literaria a causa de deudas y revivido gracias a canciones de guerra, desengañado de la democracia liberal, apóstata del socialismo, afirmaba que «la palabra, dirigida oralmente y de modo directo a la multitud, debe tener como único fin la acción, la acción violenta si fuera necesario» (p. 199). El líder italiano de la Primera Guerra Mundial suministró un modelo para enardecer a las masas por medio de discursos pseudorreligiosos que encandilaron a los jóvenes Mussolini y Hitler.
En la estela de la «filosofía de la sospecha» nietzscheana, no han sido pocos quienes, como Heidegger o Foucault, han tratado de denunciar las idealistas abstracciones de la ilustración y las devastadoras consecuencias de un proceso de racionalización burocrática y mercantil que amenaza siempre con regir todo tipo de relaciones interpersonales, amenazando con convertir confianza y solidaridad –sin las cuales no cabe imaginar una sociedad democrática– en moneda de tráfico mercantil.
El consenso internacional apostaba por expandir el «modelo occidental» para ayudar a los países «subdesarrollados». Tras la estela de Walt Whitman Rostow (Las etapas del crecimiento económico) o Samuel P. Huntington (El orden político en sociedades en cambio), la propia ONU bendijo las políticas desarrollistas:
En cierto sentido, un rápido progreso económico es imposible sin ajustes dolorosos. Hay que borrar filosofías ancestrales; desintegrar antiguas instituciones sociales; romper lazos de casta, credo y raza; y frustrar las expectativas de una vida confortable de un gran número de personas que no pueden mantenerse al ritmo del progreso (ONU, 1951).
En uno de esos golpes más efectistas que efectivos, recuerda Mishra la historia de un desarraigado de clase baja de El Cairo, que escribía su tesina sobre planificación urbana, leída luego en Hamburgo. Denunciaba el expolio en una barriada de Alepo por autopistas y altos edificios modernos, y pedía demolerlos y reconstruir sobre modelos tradicionales. Era Mohammed Atta, pocos meses antes de ser informado de que iba a destruir las Torres Gemelas (p. 108).
Resulta interesante la narración de reacciones violentas que se han llevado a cabo fuera de Occidente contra la apisonadora del Progreso. Reacción islamista de Erdogan en Turquía tras las reformas modernizadoras de Ataturk; reacción en la India de Modi tras la reformas modernizadoras de Nehru; reacción en el Irán de Jomeini tras las reformas del sha Yalal Al-e-Ahmad. Reacciones como las descritas en el libro muestran que el fracaso de los sucesivos intentos de «modernización desde arriba» se debe a que ninguna sociedad hace tabula rasa. En todos los casos asistimos al deseo «mimético» de grandes hombres (desde Herder hasta Gandhi, pasando por Yalal Al-e-Ahmad) de acomodarse a las exigencias modernizadoras, seguido de un desengaño: «Gandhi intentó convertirse en un gentleman inglés antes de dedicarse a escribir Hind Swaraj (1909), donde señalaba los peligros de que los hombres cultos de los territorios colonizados imitaran absurdamente las costumbres de sus jefes colonizadores» (p. 127). Todos pasaron a ser conscientes de sus debilidades, pero, pese a todo, muchos de ellos (y sobre todo sus radicalizados sucesores en el cargo) recondujeron su resentimiento con vistas a liderar una nueva intelligentsia, imponiendo remedos como vías propias hacia la modernidad.
Los distintos regímenes conformaron malas copias de Occidente (del cual quedaban más separados por el «narcisismo de las pequeñas diferencias» que por cualquier otra cosa) y acabaron imponiendo a sus súbditos (como en el caso de Jomeini) proyectos «radicalmente modernos». Por supuesto, estas afirmaciones sólo son inteligibles si se ignora el desarrollo democrático y se reduce la evolución social a las maquiavélicas orquestaciones de aspirantes a filósofos-reyes, anhelo, por cierto, que lógicamente puede rastrearse al menos hasta el no muy moderno Platón. Sea como fuere, se colige, como veníamos avisando, que ahora sufren allí los desgarros que ya sufrimos en Europa desde el siglo XIX.
Por lo demás, cuando no es la «mistificación» nacionalista la que demoniza al «otro» (hasta aniquilarlo incluso) y oculta el verdadero origen del sufrimiento con la promesa de hacer al país «otra vez grande», serán las explosiones de terrorismo nihilista en el corazón de Europa las que nos recuerden el potencial venenoso del resentido. Esta segunda vía la inauguró, por cierto, Timothy McVeigh en Oklahoma City el 19 de abril de 1995, asesinando a 168 personas y mostrándonos la existencia –luego confirmada– de un submundo de rabia política, teorías conspirativas y paranoia a punto de estallar. A raíz de sus confesiones, su transición del nihilismo pasivo al nihilismo activo quedaría explicada por frustradas promesas de autonomía y autosuficiencia.
A estas alturas quedaría confirmada la hipótesis de partida. Dada la inmersión de los jóvenes musulmanes en el mundo moderno (muchos socializados en Occidente), su absoluto desconocimiento del islam (como el caso de Abu Musab al Zarqaui), el uso del marketing y las vías de captación, el discurso empleado para legitimarse, etc., el islamismo yihadista no sería más que una prolongación del mismo fenómeno patológico, equivocado y macabro, de huida equivocada de una modernidad asfixiante.
Es indicativo que, desde 2006, Osama Bin Laden pasara a hablar no tanto de la política exterior estadounidense como del calentamiento global y la incapacidad de las democracias occidentales para hacerle frente. Anwar al-Awlaki, influyente predicador yihadista con acento estadounidense, pregonaba que «una cultura global» ha seducido «a los musulmanes, y sobre todo a los musulmanes que viven en Occidente». Tras expandir su mensaje por redes sociales, abandonó Estados Unidos y se lanzó al yihadismo para no ser denunciado por frecuentar prostitutas cuando clamaba contra la fornicación. Abu Musab al Zarqaui, arquitecto del Daesh, huía de un pasado de proxenetismo, tráfico de drogas y alcohol. Omar Mateen era habitual del club gay donde masacró a cuarenta y nueve personas.
Los fanáticos no dejan de sentirse amenazados por un Crystal Palace mundial y sus reacciones «son reflejo o parodia [...] de sus supuestos enemigos, pero a un ritmo acelerado: obedecen a una lógica de reciprocidad y escalada de violencia mimética antes que a cualquier imperativo escritural» (p. 248). Por eso el Daesh, que sería la reacción a la Operación Justicia Infinita y Libertad Duradera, viste a sus víctimas con monos de presos de Guantánamo. Y ello pese a que la privatización de la violencia tenga más visos de destruir el paraíso que de alumbrarlo.
Muchas son las razones por las que este ensayo merece ser leído y atendido. Con buena letra –que ya es una razón–, apunta con tino a la angustia desgarrada de tantos que viven con miedo por un futuro incierto y con falta de autoestima por la impúdica exposición del éxito (¡casi siempre impostado!) de los pares. En una estela benjaminiana («Marx dice que las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero tal vez las cosas sean diferentes. Quizá las revoluciones sean la forma en que la humanidad, que viaja en ese tren, acciona el freno de emergencia»), señala inadaptaciones que, sin duda, han causado y causarán reacciones patológicas y peligrosas. Resulta, además, atractivo bucear por la vida de los grandes hombres; y tiene gracia, pese a todo, comprobar que cuanto más aliviado económicamente se vive, más fácil es confiar en el progreso. Un sesgo fácil de anticipar introspectivamente. Y poco que objetar a la asociación de yihadismo y modernidad: es un error mirar al fenómeno con ojos marcianos que rechacen entablar comunicación (¡incluso la violencia es comunicación!) y se empeñen en una guerra moralista contra los bárbaros (desligada del imperio de la ley, cuya pena o sanción es comunicación). Una estrategia así sólo alimentará las filas de quienes saben cómo apuntarse al victimismo y manejar el marketing como estrategia de captación.
Respecto a las carencias argumentales, el propio autor anticipa algo tímidamente: «seguirán siendo indispensables los análisis materialistas [...], pero nuestra unidad de análisis debe ser también el ser humano irreductible, sus temores, deseos y resentimientos» (p. 39). Vale, pero cabrá contestarle que, puesto que las emociones son en buena medida indesligables de las ideas que nos hacemos del mundo, no podremos evaluar esos «temores, deseos y resentimientos» al margen de los «análisis materialistas» postergados. Que la humillación sea injusta y dispare luchas por el reconocimiento como iguales políticos (democracia), y que el victimismo sea venenosamente autoalimentado y genere odio y exterminio, no constituyen situaciones comparables ni por justificables igual, por más que ambos proyectos se alimenten de resentidos. Deudora de la estrategia del  mismo continuum la reacción romántica y las masacres del Daesh.
Los análisis no están, pero los juicios del autor sí se infieren. Viene aquí al pelo aquel dictum de que «explicarlo todo es justificarlo todo»: uno va ligando cabo tras cabo y, cuando quiere darse cuenta, está reconviniendo a Voltaire porque Al-Zarqaui ha fundado el Daesh. No deja de desconcertarnos durante todo el libro el relativismo de unas premisas que hacen pagar el pato de la falta de democracia precisamente al autogobierno (democracia) y a la autonomía (libertad): los odios, exclusiones y violencias se derivan del intento moderno de institucionalización de un poder que, al carecer necesariamente de refrendo de una autoridad trascendente, y ser «concebido como poder sobre otros individuos», es «inherentemente inestable» y condena a los hombres a un «resentimiento y desazón permanentes» (p. 276).
Radicalizada –y vulgarizada− la dialéctica de la Ilustración, el autor se enroca en la negación del legado occidental, omitiendo sus éxitos, como la reducción de la miseria y la violencia. Lo cierto es que la mayoría de los críticos occidentales pretendían darle la vuelta al predominio cartesiano-kantiano de la razón abstracta y solipsista. ¿Alternativa? Aprehender el mundo (natural y social) desde una razón sumergida en una lengua, encarnada y por eso impura, pero intersubjetiva, aunque escéptica, en todo caso, respecto de una fe en el progreso lineal e indefinido. Pero el maniqueo enfoque que nos ocupa ensalza a dichos críticos al tiempo que los cataloga en las antípodas de la modernidad, allí donde se niega la posibilidad intersubjetiva del punto de vista común, transcultural, universal. Y, por esa pendiente, se corre el riesgo de tirar al niño junto con el agua sucia del baño. Más valdría interpretarlos como profundizadores del proyecto ilustrado −siempre crítico, dialéctico e inacabado; pero siempre preocupado por lo universal−, sin necesidad de arrinconarlos en el irracionalismo6, éste sí, único cierre seguro –y desencadenante de violencias− de la modernidad.
Al menospreciar la modernidad, el autor acaba exculpando a sus enemigos, lo quiera o no; sobre todo si no asoman fórmulas para contener las peligrosas reacciones antimodernas. Y aquí, cuando asoma alguna, se toma pie para afirmar, en un registro un poco cursi, que «la guerra global es también un hecho profundamente íntimo; su línea Maginot discurre por los corazones y almas individuales. Tenemos que examinar nuestro propio papel en una cultura que alienta la vanidad insaciable y un narcisismo vacío» (p. 277). Concluyéndose, de modo algo fatuo, que «el fracaso a la hora de contener la expansión y la atracción de una banda como el Daesh no es sólo militar, sino también intelectual y moral» (p. 290). Sí, claro. ¿Les contendrá mejor la moral feudal? Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













lunes, 8 de abril de 2024

Sobre la guerra desde el punto de vista de Dios. Especial 1 de hoy lunes, 8 de abril

 







La guerra desde el punto de vista de Dios
ÍÑIGO DOMÍNGUEZ
07 ABR 2024 - Ideas - harendt.blogspot.com

Conocerán la famosa escena de la noria en El tercer hombre, cuando el malvado Harry, Orson Welles, reflexiona sobre el bien y el mal. Es un traficante sin escrúpulos que hace dinero con medicinas adulteradas en una Viena destrozada por la guerra. Un viejo amigo se lo reprocha, y él le señala las personas que se divisan allá abajo en la calle, y qué fácil es eliminarlas si se ven así, como hormigas: “¿Víctimas? ¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse?”. Ese punto de vista, el de los humanos como puntitos, como se ven desde las alturas, es el de Dios. Es inquietante que se parezca tanto al de los drones y satélites de las guerras de hoy. Como esas imágenes cenitales en blanco y negro de un camión repartiendo comida en Gaza en torno al que se agolpaban puntitos, que luego eran ametrallados y quedaban inmóviles, y deducías que ya no tenían vida, como en un videojuego. De hecho, hay una variedad de juegos que se llaman así, simuladores de Dios, donde uno crea mundos y los destruye, con una visión aérea.
Asistimos al horror y la pérdida de humanidad en unos extremos nunca vistos. En un lado, la pura barbarie a ras de tierra de Hamás: irrumpen en casas, matan y violan a todo el que ven y se llevan civiles a rastras con gritos de euforia. Ahora Israel es la vanguardia de la maldad tecnológica sin tocar suelo. Hay un tipo sentado en una especie de sala VAR, como las del fútbol, viendo las pantallas, y decide apretar un botón, borrar algunos puntitos y seguir comiendo patatas fritas. O quizá esa sala ya está vacía y todo lo decide un algoritmo, con una simple instrucción, disparar a todo lo que se mueva. The Guardian ha contado cómo se está usando la inteligencia artificial para fijar y eliminar objetivos. Las personas reducidas a datos y su vida, a cálculo de probabilidades. Esta semana han suprimido siete puntitos más. Viajaban en tres puntos más gruesos, tres coches de la ONG World Central Kitchen, como se leía en el techo, para que lo viera el señor de la pantalla. Suponiendo que sepa leer, queremos creer que sí, y además el ejército israelí estaba informado. No sé si ustedes han querido conocer los detalles, uno prefiere no seguir leyendo. Se lo resumo. Primero dispararon un misil al coche que abría el convoy. Le dieron, llegaron los otros dos, les ayudaron y siguieron. Entonces el señor del botón, ese diosecillo menor, no sé si mientras se rascaba el cogote o las pelotas, volvió a apretarlo para lanzar otro misil al segundo coche, y también le dio. No sé si esto da puntos en alguna porra interna en la sala de drones. Los del tercer y último automóvil se pararon para auxiliar a sus compañeros, el tipo del botón volvió a apuntar y se los cargó también. Según el diario Haaretz, todo duró unos 4 minutos, a lo largo de dos kilómetros. Fin del juego.
Israel ha roto en Gaza cualquier norma de guerra. Su objetivo simplemente es arrasar y exterminar, a cooperantes, periodistas y, por supuesto, niños y adultos palestinos, culpables solo por ser eso, matándolos de hambre si hace falta. Miles de puntitos que deben ser aplastados. Quien manda en Israel se cree Dios, algo que debe de ser el peor y más diabólico de los pecados. Hay un chiste judío de dos hebreos que están haciendo bromas sobre el Holocausto, se les aparece Dios y les riñe, y ellos contestan: “¿Y a ti qué más te da si tú no estabas?”. Dios ahora tampoco se sabe dónde está, en esa tierra donde todos lo tienen tan presente, y aquí estamos nosotros, mirando cómo desaparecen puntitos, día tras día. Nadie con la responsabilidad y el poder de hacer algo en Europa, en Estados Unidos, en el mundo, debería hacer otra cosa que parar esto. Íñigo Domínguez es periodista.












De las guerras sin fin

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Netanyahu ha embarcado al país en un conflicto en el que la victoria es inalcanzable, afirma en El País el escritor y diplomático José María Ridao: la resistencia del enemigo es inagotable y él no tiene plan para controlar el territorio; la única solución es a largo plazo y está en manos de los israelíes, que deben decidir qué país quiere ser Israel. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com













Israel y las guerras sin fin
JOSÉ MARÍA RIDAO
03 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

El acuerdo que parece ir abriéndose paso en la comunidad internacional para poner fin al conflicto entre Israel y Hamás desencadenado por los atentados del pasado 7 de octubre se articula en torno a dos principios expresos: la salida del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, y el inicio de negociaciones que conduzcan a la solución de los dos Estados en el territorio del antiguo mandato británico sobre Palestina. Pero existe, además, un principio implícito, que es el que probablemente acabará marcando la evolución del conflicto en los próximos meses y años: al contrario de lo que han venido sosteniendo Netanyahu y sus aliados, incluyendo los patrocinadores de los Acuerdos de Abraham, la completa anexión de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este, ocupados a raíz de la guerra de 1967, no conducirá a la “extinción” del problema palestino, sino a la profundización de la fractura política, social y religiosa que ensombrece el futuro de Israel.
El asesinato de Isaac Rabin, en 1995, fue una señal de alarma que la comunidad internacional, además de la propia opinión israelí, han preferido ignorar a lo largo de tres décadas, transigiendo entretanto con la colonización intensiva de los territorios ocupados, contra el derecho internacional. Por más que se haya responsabilizado invariablemente a los líderes palestinos de las dificultades para alcanzar un acuerdo de paz —un acuerdo que, sea del signo que sea, contendría siempre algún género de arreglo territorial—, lo cierto es que amplios sectores de la sociedad israelí, reflejados en la mayoría parlamentaria que ha sostenido durante años a Netanyahu y que lo trajo de vuelta al poder, rechazan realizar concesiones como las que proponía Rabin, quien pagó con su vida a manos de un colono radicalizado. Desde entonces poco o nada ha cambiado la corriente de fondo en Israel, salvo que las fuerzas que se encontraban en los márgenes del sistema político ocupan ahora un lugar central, polarizando a los israelíes, por un lado, y bloqueando, por otro, cualquier salida negociada con los palestinos. Y cualquier salida significa cualquier salida, territorial o jurídica, puesto que Netanyahu hizo aprobar una ley que define a Israel como un Estado judío, más de seis décadas después de su creación. La intención no era afirmar una obviedad, sino establecer un orden jurídico que conduciría a un sistema de apartheid si la salida al conflicto fuera, no la de los dos Estados, a la que Netanyahu y sus aliados se oponen, sino la de un único Estado con iguales derechos para todos, palestinos e israelíes, a la que también se oponen.
De acuerdo con una mínima exigencia democrática, sin entrar siquiera en las eventuales responsabilidades contraídas por no haber anticipado un atentado como el perpetrado por Hamás y ordenar, en represalia, una operación militar que ha causado 34.000 muertos, la destrucción de hospitales e infraestructuras civiles o la hambruna de dos millones de civiles en Gaza, un líder como Netanyahu no podría permanecer al frente de ningún Gobierno. Pero considerar que su caída, si se produce, va a permitir un giro de la política israelí con respecto a la ocupación y el trato a los palestinos es fruto de un cálculo que no toma en consideración la bomba de relojería que el propio Israel ha ido cebando en su interior desde 1967, cuando comenzó la ocupación. Hasta donde se sabe, los ciudadanos israelíes reprochan a Netanyahu haber prestado más atención a sus problemas con la justicia, tratando de someterla, que a sus deberes como primer ministro, comenzando por el de preservar la seguridad del país. Sobre la manera en la que está conduciendo las operaciones militares y el objetivo de acabar con Hamás el acuerdo es amplio, con la única excepción de si debe declarar una tregua para negociar la liberación de los rehenes.
Pero es precisamente la manera en la que Netanyahu está conduciendo las operaciones militares y el objetivo de acabar con Hamás lo que está llevando a Israel a un callejón sin salida; el mismo, por cierto, en el que se precipitó Estados Unidos al declarar una “guerra contra el terrorismo” tras los atentados del 11 de septiembre. Ambas son guerras sin fin, guerras que deben librarse indefinidamente, no porque los enemigos dispongan de una inagotable capacidad de resistencia, sino porque quienes las declaran definen la victoria en unos términos que impiden alcanzarla por medios militares, obligando a que los ejércitos emprendan una interminable carrera contra la propia sombra. Por medios militares Israel podría, quién sabe, tomar el perímetro de Gaza, si es que supiera qué hacer después con el territorio y los habitantes. Acabar con Hamás, por el contrario, es una victoria inalcanzable, porque mientras uno solo de los militantes de la organización, uno solo, cometa un atentado y lo reivindique en su nombre, la guerra no habrá terminado. Esta es la razón por la que Netanyahu y sus aliados se resisten a declarar ninguna tregua, ya sea la que le reclama el Consejo de Seguridad o la que le exigen los familiares de los rehenes para negociar su liberación. Las treguas, para Netanyahu y sus aliados, son victorias parciales de Hamás, puesto que obligan a reconocer, fortaleciéndolo en el plano político, a un enemigo que, sin embargo, buscan aniquilar en el militar.
Aun suponiendo que Netanyahu cesara como primer ministro y aun suponiendo, además, que su eventual sucesor quisiera y pudiera declarar el fin de la guerra pese a los atentados que Hamás perpetraría acto seguido para arrogarse la victoria —pírrica sin duda, pero victoria al fin y al cabo, porque no habría sido destruida—, Israel se asoma a un tenebroso horizonte de división interna. En este momento, los sucesivos gobiernos de Israel han consentido que se asienten en Cisjordania y Jerusalén Este medio millón de colonos, civiles armados que algunas fuerzas políticas llevan instrumentalizando desde el asesinato de Rabin contra cualquier decisión que pudiera implicar una cesión territorial en favor de los palestinos. Así las cosas, ¿es previsible imaginar en el corto o medio plazo un gobierno israelí que cuente con la mayoría parlamentaria y el consenso social requeridos para afrontar la solución de los dos Estados, desmantelando los asentamientos? ¿O lo que puede suceder, por el contrario, es que la fractura política, social y religiosa deliberadamente alimentada por Netanyahu y sus aliados alcance un punto sin retorno si un nuevo gobierno lo intenta? La solución de los dos Estados, por lo demás, se limita a recordar, con 76 años de trágico retraso, la necesidad de dar cumplimiento a la Resolución 181 por la que Naciones Unidas dividió el mandato británico sobre Palestina entre los pioneros sionistas y los habitantes nativos.
La pregunta, como siempre en Oriente Próximo, es qué hacer. Pero la respuesta, esta vez, solo depende de los israelíes. En concreto, de la decisión que adopten acerca de en qué país quieren vivir y cuál quieren que sea la naturaleza de su Estado. ¿Pueden continuar la ocupación y los asentamientos ignorando los más elementales derechos de los palestinos, violando la legalidad internacional y acusando de antisemita a cualquiera que denuncie que sus ataques contra Gaza exceden con mucho los límites de la legítima defensa? El tiempo, entretanto, corre contra los palestinos, porque siguen muriendo cada día bajo unas bombas que exhiben obscenamente fuerza, nada más que fuerza. Pero también corre contra los israelíes, cada vez más divididos mientras Netanyahu y sus aliados, intentando imponer una solución que no es solución, perseveran en la guerra sin fin en la que se han embarcado y que ahora amenaza con arrastrar a toda la región y con llegar aún más lejos. José María Ridao es escritor y diplomático.




















 


[ARCHIVO DEL BLOG] Políticos: ¿Señores o empresarios del poder? [Publicada el 28/05/2013]











El pasado 18 de abril aparecía en "Vitrinas" (Revista de Libros) un artículo del profesor Rafael Núñez Florencio, titulado "Los empresarios del poder", comentando el libro del también profesor de Historia, José Varela Ortega, titulado "Los señores del poder y la democracia en España: entre la exclusión y la integración" (Círculo de Lectores, Barcelona, 2013). 
De entrada, me llamó la atención la notable diferencia semántica entre el título de la reseña y el del libro. ¿Mera argucia publicitaria? No lo creo, más bien, supuse, tras la lectura de la misma (a la que pueden acceder en el enlace de más arriba resaltado en rojo), perspectivas distintas sobre el análisis de un mismo fenómeno histórico: el ejercicio del poder político por las élites que lo conforman.
Ese mismo día envié por internet una desiderata a la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas para ver si podían adquirirlo, algo complicado en los tiempos actuales por mor de las restricciones presupuestarias. Me equivoqué de nuevo. La responsable de adquisiciones de la Biblioteca me respondía al siguiente día que la propuesta había sido admitida y que me avisarían en cuanto tuvieran el libro. Ayer me avisaron de que había llegado y por la tarde, sentado en un banco del parque de San Telmo, al calor tibio de un día soleado y ventoso mientras esperaba para recoger a mi nieto a la salida del colegio comencé a leerlo. Nada más hacerlo, tras el magnífico prólogo del también historiador,  hispanista y exembajador de Israel en España, Shlomo Ben-Ami, y el capítulo introductorio del propio autor, afloraron a mi mente las percibidas perspectivas distintas de autor y reseñador que se vislumbraban, implícitas algunas, y explícitamente otras, en el artículo de "Vitrinas".
Como no he pasado de la página 50 del libro no puedo dar una opinión ni siquiera aproximada del mismo, pero si me voy a atrever a transcribir la contraportada, que supongo es un resumen elaborado por el editor, y del esbozo biográfico de su autor, el profesor Varela Ortega. 
El currículum del profesor Varela es impresionante: Doctor en Historia por las universidades de Oxford y Complutense de Madrid, catedrático en las de Santiago, Valladolid, Rey Juan Carlos y Oxford, director del Colegio de España en París, presidente de la Fundación Ortega y Gasset-Gregorio Marañón, y autor de prestigiosas publicaciones que se citan en la reseña del profesor Núñez Florencio.
"Este libro -dice la contraportada del mismo- es un magistral ensayo interpretativo de la historia contemporánea de España desde la invasión francesa hasta la democracia post-franquista, pasando por la Restauración, la Dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República y la Guerra Civil. En su recorrido a través de los grandes hitos de este largo devenir histórico, José Varela Ortega nos deja reflexiones y análisis originales e instructivos sobre la imagen, o el estereotipo, de España en la literatura occidental, los diferentes sistemas políticos que se instauraron en España, los grandes debates historiográficos en torno a ellos, el uso y abuso del tan debatido tema de la "memoria histórica" en estos días, y el papel del ejército en la España contemporánea, no sin desarrollar en el proceso una tipología del pronunciamiento y un recorrido histórico comparativo del violento flirteo de los militares con la política desde la Roma de Sila hasta el fallido golpe de 1981 en España. Un recorrido hilvanado por la aventura de algunos políticos profesionales que ambicionaron el poder con pasión y se dedicaron a maximizarlo con empeño. En ocasiones, lo hicieron en alianza con el demos, extendiendo e impulsando derechos. Pero a veces -continúa- sus querellas les llevaron hasta su propia descalabro, arrastrando con ellos a los ciudadanos a quienes decían representar o beneficiar. Por eso es también la conmovedora historia de quienes aprendieron de las catástrofes que generó su propia incompetencia. Decía Ortega -y concluye con el texto que estoy reseñando- que de la Historia, lo más interesante era aprender de los errores. Y, no obstante, demasiados políticos, en lugar de interpretarla como fórmula de comprensión, se aferran a Clío con voluntad anacrónica, cual maza de alabardero, que es un símbolo de poder".
Una última reflexión personal, y termino por hoy: No hay un "caso España" en la historia de Europa ni del mundo. No somos una excepción a lo vivido en otras sociedades y épocas alejadas y contemporáneas. Lo deja claro el autor del libro desde esas primeras páginas que sí he leído. Con él coinciden otros muchos historiadores españoles y extranjeros, por citar algunas publicaciones recientes, las de Juan Pablo Fusi y Juan Marichal, ya reseñadas por mí en el blog. También es mi opinión: no somos ni peores ni mejores que los demás pueblos y sociedades que han luchado a lo largo de su historia por su libertad.
Les animo de nuevo a leer la reseña del profesor Núñez Florencio, y por supuesto, si pueden y se animan a hacerlo, el libro del profesor Varela. Y espero que esta entrada de hoy les haya resultado interesante, pues dicho sea con sinceridad y reconocimiento de culpa, el blog anda algo alicaído desde hace un tiempo. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt













domingo, 7 de abril de 2024

Sobre Franco, el PP y Vox. Especial 3 de hoy domingo, 7 de abril

 






Con Franco hemos topado
CARLES FRANCINO
07 MAR 2024 - El Periódico - harendt.blogspot.com

Debe ser cosa del cambio climático. O del cambio de horario. O de la primavera. Tal vez algún virus que circula por los despachos de los estrategas políticos de la (ultra) derecha. Aunque tampoco descartemos una salida masiva del armario al grito de ¡sin complejos!, pero desde luego esto no es normal. Si habitualmente era la izquierda la que, cuando se acercaban elecciones, se las ingeniaba para desenterrar la momia de Franco; ahora, sorprendentemente, es el Partido Popular el que ha servido en bandeja este argumento, que puede movilizar a sus rivales. Seguro que habrá politólogos, gurús de la demoscopia e incluso historiadores con mucho más conocimiento de la materia, que discrepen y aseguren que el recuerdo de la dictadura ya no mueve votos. O conciencias.
Pero yo, sinceramente, me niego a creer que de la noche a la mañana mucha gente pueda tragarse, como si tal cosa, la humillación y el desplante que suponen las leyes de involución de la memoria democrática que se han aprobado en Aragón, Castilla y León y la Comunitat Valenciana, con el cinismo añadido de apelar a la concordia. En el resto de Europa tienen que estar alucinando y acordándose de aquello del “Spain is diferent”. Porque lo cierto es que el matrimonio de conveniencia del PP con Vox, para pillar un buen cacho de poder territorial, no parece haber domesticado a los aguerridos patriotas del color verde, sino que más bien ha asilvestrado el discurso de un partido que anteayer se conjuraba para conquistar el centro. Visto el panorama, y convencido de que las heridas mal curadas acaban en gangrena, me permito recomendar la oportunísima publicación de 'El abismo del olvido', la última novela gráfica de Paco Roca, en colaboración con el periodista Rodrigo Terrasa. Si alguien cree que el cómic no puede remover conciencias, que lo lea y después me llame. De momento, dejo anotadas, para los negacionistas de abrir las fosas con restos de represaliados, las frases escritas en un par de viñetas: “El olvido es el abismo que separa la vida de la muerte. Recordar es traer de vuelta a los que ya no están”. Tampoco es tan difícil de entender. Carles Francino es periodista.













Sobre el comodín de Franco. Especial 2 de hoy domingo, 7 de abril

 









El comodín de Franco
ELVIRA LINDO
07 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

A Domingo, el abuelo de la artista María Herreros, le gustaba ir al campo con peladuras de fruta para echárselas a los animales, que le salían al paso porque lo conocían. Luego regresaba trayendo hierbas para las vecinas, lavanda, espliego, manzanilla. A la nieta, ese abuelo que prefería la libertad de los paseos solitarios al gregarismo del bar le provocaba fascinación. Con los años ha podido desentrañar el misterio: la madre de la ilustradora puso en sus manos el diario que el abuelo escribió en guerra, el relato de un muchacho todavía adolescente al que el 36 sorprendió haciendo la mili en Valencia. Durante los siguientes cinco años ya no pudo soltar el fusil: después de la guerra, el castigo por haber luchado en el bando republicano. El diario ilustrado, Un barbero en la guerra, es el testimonio único de un joven al que la contienda y la represión le arrebatan la juventud, también la narración del compañerismo, de la conciencia del chico de pueblo por las cosechas sin recoger y del cariño que siente hacia los animales que acompañaban al batallón. El relato de un soldado pacifista. María ha descubierto al joven que escribía cartas de amor a su novia, al muchacho que tras presenciar el horror ya no pudo volver a ser el mismo. Dice Herreros que por momentos lloró al ilustrar estas palabras, y no extraña: el corazón de dos generaciones late acompasado en el relato del joven soldado y en los dibujos de María, que traduce con arte unas palabras que suenan a riguroso presente.
Otro ejercicio ejemplar de memoria ha sido el que ha surgido de la colaboración entre el dibujante Paco Roca y el periodista Rodrigo Terrasa. El abismo del olvido sigue los pasos de Pepica, una anciana que lucha contra las rocosas barreras burocráticas para que se exhumen los restos de su padre, fusilado tras la guerra y arrojado a una fosa común en el cementerio de Paterna, población valenciana en la que se fusiló a 2.238 personas; el lugar, después de Madrid, con más ejecuciones de España. Esta novela gráfica es la historia de Pepica, de tantas otras, y del sepulturero que trata, jugándose la vida, de ordenar los cadáveres y rescatar objetos de los muertos, un botón, un cordón, un sonajero, que se han de convertir en talismanes del dolor para las familias. El dibujante cuenta con maestría por qué saber dónde están los restos de nuestros seres queridos apacigua nuestro dolor. La crueldad con la que fueron tratados los familiares de los derrotados debiera ser el principal motivo por el que la derecha española tratara de compensar tanto escarnio. No es así. Se comportan como dignos herederos de unos vencedores sin piedad.
Hay un tercer cómic, Contrapaso. Los hijos de los otros, de la autora Teresa Valero, que nos sitúa en el Madrid de los cincuenta en el que dos periodistas, un hijo de republicano y otro de falangista, investigan sucesos y nos introducen en las miserias de la dictadura: de la psiquiatría como instrumento de control a la construcción clandestina de chabolas en la periferia, de seguir el rastro a un asesino de mujeres a las primeras publicaciones prohibidas que salían de las cárceles. Si quieren visitar ese Madrid de posguerra piérdanse en estas páginas tan bien documentadas.
Estos y otros dibujantes han encontrado en las historias de sus abuelos un tesoro argumental y sus libros están conquistando a lectores insospechados. No son panfletarios, ni partidistas, no están haciendo campaña sino justicia. ¿Por qué la derecha española es tan reacia a recompensar a los vencidos? No perciben que hay ahora una generación que desea rescatar del olvido a sus antepasados, sacarlos, aunque sea a través de sus dibujos, de la fosa común de la historia. Pero cómo esperar sensibilidad en quien dice (el inefable García-Gallardo) que el Gobierno para tapar sus miserias “recurre al comodín de Franco”. No es Sánchez, amigo, es una parte del pueblo. Elvira Lindo es escritora.










Sobre la defensa de Puigdemont o algo así. Especial 1 de hoy domingo, 7 de abril

 







En defensa de Puigdemont, o algo así
PAU LUQUE SÁNCHEZ
07 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

El posible regreso de Carles Puigdemont a Cataluña difícilmente elevará su figura política. Como mito de Cataluña, Puigdemont ocupa un lugar muy discreto. Compararlo con Lluís Companys o con Jordi Pujol sería, por razones de distinta naturaleza, un ejercicio hiriente para Puigdemont. Comparémoslo, pues, con el último presidente de la Generalitat que regresó tras años de exilio. Josep Tarradellas poseía la fuerza moral de ser perseguido por una dictadura. Fuerza que quedó acreditada al ser su regreso a Cataluña parte de un pacto de Estado que refundaba democráticamente un país. Puigdemont llegará, si llega, a Cataluña como consecuencia de una carambola electoral que obligó a Sánchez a perfeccionar, más aún si cabe, su arte de hacer lo correcto por las razones incorrectas.
Al regreso de Tarradellas lo amparaba un relato forjado a la luz de las mejores virtudes políticas, como Jordi Pujol reconoce, con sorpresa retrospectiva, en sus Memòries. Al de Puigdemont no lo ampara ninguna narración que no sea tan, pero tan, de parte que a su lado el himno de tu equipo favorito de futbol se convierte en un canto a la equidistancia.
A Puigdemont lo votarán desde luego centenares de miles de personas pero, a estas alturas, su figura encarna, si acaso, a unos pocos centenares de personas que tiran de su propio cabello para salir del pozo emocional al que cayeron en 2017. Tarradellas, en cambio, encarnaba la suerte institucional de una cultura y una lengua sometidas al yugo de más de treinta años de fascismo.
Tarradellas, en fin, tenía voz moral. Puigdemont, tiene tuiter.
Ya paro. La comparación es insoportable, más aun si tenemos en cuenta que Tarradellas adquirió categoría de mito más por un deus ex machina que por su trayectoria política. Y, sin embargo, es porque Puigdemont palidece ante Tarradellas que hay que celebrar su eventual retorno. Y es que una persona que no está dispuesta a pasar ni un solo día en la cárcel por la causa de la independencia de Cataluña es alguien a quien yo comprendo perfectamente. Su retórica es ambigua, desde luego. Y no dejará de serlo. Su obsesión por el poder, así como su desprecio por la autoridad moral, hacen imposible que no hable como si quisiera destruir España. Pero del mismo modo que —como decía aquel refrán sefardí— no por decir “fuego” arde la boca, tampoco por decir “independencia” se rompe España. Puigdemont no puede dejar de pronunciar esa palabra que en algún momento muy temprano interiorizó y que ya no dejó de conjurar en él, así como en muchos otros, algún tipo de bienestar personal al que no está dispuesto a renunciar. ¿Pero pasar ni que sea un único y solitario día en el talego por desfigurar España? Ni de broma. Olvídense de lo que dice y fíjense solo en lo que hace. Puigdemont actúa teniendo muy claro que solo los locos o los tontos pisarían la cárcel por la independencia de Cataluña. Y ahora, en un episodio más de su magistral picardía disfrazada de alta política, Puigdemont consigue además pactar la amnistía para aquellos que, a diferencia de él, se habían dejado pillar.
Pero si digo que comprendo a quien cree que la independencia de Cataluña vale exactamente un total de cero días de cárcel es porque yo pienso lo mismo de la unidad de España: vale cero días de cárcel. Es una suerte de pacto implícito de no agresión, el que Puigdemont establece con gente como yo. Un pacto, por lo demás, del todo ininteligible fuera del manicomio en que se ha convertido la Cataluña política de las últimas décadas. Y un pacto que otros compañeros de generación, sin ir más lejos Oriol Junqueras, han rechazado porque sí asumieron que valía la pena ir a la cárcel por intentar resquebrajar España.
Cierto es que Puigdemont ha estado refugiado en Bélgica casi siete años. Pero no deduciría yo de semejante circunstancia que él piense que la independencia de Cataluña sí vale siete años de exilio. Lo único que inferiría es, en el fondo, una obviedad: una vida entera exiliado en un país de la Unión Europea en pleno siglo XXI es infinitamente mejor que un solo día en una cárcel donde sea. En el fondo Puigdemont es, como todos los pícaros, una persona sensata y de orden. Y la prueba definitiva es que, tras declarar la independencia de Cataluña y tras jurar haber destruido la unidad de España, Puigdemont se volvió de nuevo políticamente relevante en Cataluña al contribuir a la formación y estabilidad de un Gobierno…español.
Y es que si no fuera por lo acomplejados que por fortuna nos sentimos los españoles, más aún los catalanes que no somos independentistas, deberíamos concluir una cosa que de tan trivial se nos olvida, a saber, que no hay signo más inequívoco de que Puigdemont ha aceptado su vulgar derrota política que su regreso a Cataluña como un vulgar cabeza de lista que se presenta a unas anodinas, felices y vulgares elecciones autonómicas. Pau Luque es investigador en filosofía del derecho en la UNAM.