domingo, 17 de diciembre de 2023

De un café como antesala del paraíso

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor Ignacio Peyró, va de un café como antesala del paraíso. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












El café perfecto sí que existe
IGNACIO PEYRÓ
25 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Vivo en un lugar donde el café es tan bueno que, a veces, al dejar la taza sobre el plato, lo que a uno le sale del corazón no es irse del bar sino comenzar un aplauso. Informarles a ustedes de que el café en Italia es bueno está a la altura, en materia de revelación de secretos, de comentarles que Venecia es una maravilla, Florencia el no va más y que, si van a Roma, no deben dejar de ver cierta ermita llamada Vaticano. Asumida esta culpa, sin embargo, debo recurrir para justificarme a la mezcla de estupidez y autoridad que da el haber probado el café de las Galápagos y del Nepal, de Santa Lucía y las Canarias y hasta de la azarosa isla de Santa Helena. Al final, he llegado a agradecer que no haya café en Marte. También les hablo como converso: durante años y años he militado en el café de filtro, en el café que parece té, en los hervidores de complicadas marcas japonesas y básculas capaces de clavar el peso de un protón de uranio. Todo esto, por supuesto, lo he llevado en el mayor secreto, como si en lugar de comprar café me dedicara al menudeo de heroína: podemos soportar que nos tengan por poeta de la calle, filósofo de Instagram o especialista en lifestyle, pero parecer uno de esos modernos que gentrifican barrios con su pan de espelta y su Etiopía Yirgacheffe ya sería un destino humano en exceso cruel. Aún tomamos ese café de filtro en casa: nos gusta por la delicadeza, por eso que expertos y repipis llaman notas aéreas y florales; incluso por un color que deja ver, al modo dieciochesco, una escena chinesca o pastoril al fondo de la taza. Pero ahora no hay mañana en Roma que no me levante con el contento de saber que me espera un café —un espresso— como el abrazo momentáneo de Dios.
Oh, sí, Italia es el país de los cafés institucionales, y es bueno haber pasado el suficiente tiempo para distinguir el color de las chaquetillas —blanco o crema— de los camareros de Florian y Quadri allá en Venecia. En Roma está el Greco, cuyos precios harían titubear a Rockefeller. De estos cafés literarios, como se ha escrito, uno salía directo a la cárcel o al Parlamento. Pero el café italiano es el café de oficinista. Aquí lo llaman “bar”, a despecho de que nunca nadie —Italia es país morigerado— ha tomado allí una copa: tampoco es que una botella de Punch al mandarino tiente mucho. Tiene la barra de metal. Servicio de simpatías algo ásperas. Cafeteras como el V12 de un Lamborghini. Los profesionales beben el café en la barra, pero quienes vamos por el mundo como turistas de Wichita lo podemos tomar en la terraza: son menos de dos minutos de recogimiento moral, en los que la vida y el mundo vuelven a cuadrar, el buen humor reúne a sus tropas y, con algo de suerte, un gorrión pica las migas de bollo en la otra mesa. Que nadie pida aquí specialty coffee: Italia sigue siendo un reino en lo que respecta a los tostadores del café, gremio opaco y de secretos ancestrales. Eso explica que sea siempre bueno, pero también que —­cosas de la irregularidad— solo a veces sea sublime. Por otra parte, llegar a esta armonía de las esferas —cremosidad, densidad, olor, temperatura— es de una sofisticación tan infinitesimal que un solo paso en falso arrasa con ella: un poco más o menos de agua, una molienda demasiado fina o no demasiado gruesa, y adiós.
Nos vigilamos el vino, partimos peras con el tabaco, y una mala tarde con los carbohidratos nos puede sumir en una crisis moral, pero la misericordia de los médicos lo último que nos va a quitar es el café. Incluso, como toda felicidad tiene su sucedáneo, también se puede tomar —pecado capital— descafeinado. Orwell dedicó largas páginas a imaginar en Inglaterra el pub perfecto: en Italia, el café perfecto, por suerte, no hay que imaginarlo. Peregrino por el país, no he encontrado ninguno mejor que el Bar del Corso en L’Aquila, pero en Roma uno puede ir a Natalizi o Strabbioni, donde será el único extranjero del lugar, o bajarse a Nápoles a esa cátedra que es Il Professore. Español expatriado, uno a veces se pregunta si no nos saldría más a cuenta tener una recogida de basuras deficiente con tal de generalizar un buen café: en tanta crispación, en tanta polarización, en tanto malhumor, alguna culpa ha de tener nuestro apego al café incierto. Si queremos que España deje de dolernos, empecemos por dejar atrás la acidez de estómago que provoca el torrefacto.






























[ARCHIVO DEL BLOG] Demografía o historia. [Publicada el 16/09/2019]























sábado, 16 de diciembre de 2023

De los fanáticos

 





Yo, fanática
IRENE VALLEJO
16 DIC 2023 - ​El País - harendt.blogspot.com

Desde siempre, tus amigos han bromeado sobre tu terquedad. Cuando una idea te obsesiona, te aferras al asunto, te exaltas y no sueltas el mordisco. Poco ágil en las conversaciones saltarinas y ligeras, insistes en ahondar machaconamente y ser escuchada hasta la última minúscula matización. Necesitas vencer y convencer. Llegué, vi, insistí. Cuentan que Churchill —autor del mayor glosario de citas probablemente ficticias— afirmó: “Un fanático es alguien que no puede cambiar de mentalidad y no quiere cambiar de tema”. Te asalta una hipótesis incómoda: quien sufre este arrebato intransigente no se da cuenta. Quizá ni siquiera tú misma.
“Fanático” deriva del latín fanum, que significaba “santuario” o “templo”. En la Antigüedad llamaban así a los sacerdotes del culto de Belona o Cibeles, cuyos ritos resultaban excéntricos y frenéticos para los creyentes paganos. Desde el principio, integrista siempre es alguien de otro credo. El escritor Amos Oz se consideraba —con saludable ironía— un experto en fanatismo comparado. Sostenía que el peligro no solo acecha en las manifestaciones colectivas de fervor ciego, entre esas multitudes que agitan sus puños mientras gritan eslóganes en lenguas que no entendemos. No, el fanatismo también se expresa con modales silenciosos y un barniz civilizado. Está presente en nuestro entorno y tal vez también seamos víctimas de su temida infección.
El fenómeno fan se ha incorporado a la vida cotidiana a través de la música y el deporte. Son sus manifestaciones más leves —aludidas con solo las tres primeras letras de la palabra—, aunque a veces también se desmadran. En la antigua Roma algunos devastadores motines empezaron como reyertas en los juegos de gladiadores o en el circo, entre partidarios de las distintas facciones deportivas.
El fanatismo nace de la necesidad —profundamente humana— de pertenecer a algún grupo, equipo o colectivo. Por desgracia, ese anhelo suele derivar en el rechazo a quienes no forman parte de nuestro núcleo, hasta el punto de querer cambiar a los demás, o expulsarlos. Estas actitudes comienzan en casa, en esa tendencia tan común de mejorar al vecino, de enmendar al cónyuge, de hacer ingeniero al niño o enderezar al hermano, en vez de dejarlos tranquilos. El fanático quiere salvarte, redimirte, mejorar tus hábitos. Se desvive por ti, te alecciona. En uno de sus discursos fundacionales de la democracia ateniense, Pericles formuló una idea novedosa para construir comunidades donde nadie sea despreciado: “En el trato cotidiano, no nos enfadamos con el prójimo si hace su gusto, ni ponemos mala cara”. En cada caso y en cada casa, antes de intentar modelar al otro o darle la espalda, recordemos el deseo universal de vivir a nuestro aire.
El romano Luciano de Samósata escribió en el siglo II un irresistible repertorio de obras satíricas donde parodia a los filósofos por sus feroces enemistades, su rigidez y su habilidad para olvidar sus propias faltas cuando pontifican. Con sus bromas certeras denuncia que hasta los sabios se embarran de autoritarismo. Podemos volvernos fanáticos de todo, incluso del diálogo y el respeto. Con frecuencia, quien empieza predicando la tolerancia termina apedreando verbalmente a los diferentes. En nuestras ágoras mediáticas, abundan los fanáticos antifanáticos y los cruzados antifundamentalistas.
Contra este trastorno, previene Oz en su ensayo Contra el fanatismo, no hay tratamiento de eficacia probada. Nos pueden ayudar el arte y la ficción, que abren la mirada a otras mentes y fomentan cambios de perspectiva. Incluso si alguien está absolutamente en lo cierto y el otro vive en el error, sigue siendo útil ponerse en el lugar de los demás. Aprender a mirarnos como nos ven. Asumir que, cuando nos sentimos cargados de razones, nos volvemos pelmas. Peligrosos pomposos. A la larga, es más fácil convivir si actuamos con menos inclemencia, nos reímos de nuestra solemnidad y empatizamos con el prójimo. En un arrebato de locura, incluso podríamos llegar a considerar como posibilidad que —tal vez— estemos equivocados —un poco—. Por supuesto, eso es imposible, puro delirio, pero resulta preferible caer en un exceso fantástico que fanático.​ Irene Vallejo es escritora.












¿De qué se trata: de empatar o de derrotar a Putin?

 







¿Queremos derrotar a Putin o nos conformamos con un empate?
ANDREA RIZZI
16 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

El flujo de ayuda occidental a Ucrania sufre serias tribulaciones. Los responsables directos son la Hungría de Viktor Orbán en la UE y los republicanos aislacionistas en EE UU, que torpedean los procesos para mantener fluido ese flujo. Aclarado esto, conviene preguntarse sin rodeos: ¿quieren la UE y EE UU derrotar a Putin en Ucrania? ¿o se conforman con que no gane él, con un empate?
No hay duda ninguna de que la UE y EE UU han hecho muchísimo para ayudar a Kiev desde la gran invasión rusa del febrero de 2022. Según datos recopilados por el Instituto Kiel, las instituciones europeas han dado apoyo financiero y militar a Ucrania por valor de unos 85.000 millones de euros desde entonces hasta el 31 de octubre pasado, con otros casi 50.000 si se suman las acciones bilaterales de Estados de la UE. Washington, por su parte, otros 71.000 (con mayor proporción militar). Esto ha sido esencial para permitir que las fuerzas de Ucrania resistieran la invasión.
Además, Europa se ha liberado eficazmente de la dependencia del gas ruso, y Occidente en su conjunto ha infligido duras sanciones a Rusia. Algunas -congelación de activos- han sido más eficaces que otras -techo al precio del crudo- pero es indudable que en conjunto han complicado la vida del Kremlin.
Este jueves la Unión Europea ha dado el gran paso de abrir negociaciones para la adhesión al grupo de Ucrania (y Moldavia). Es un gesto de altura, una excelente noticia, que envía un fundamental mensaje político. Mientras, los países europeos aumentan su gasto militar, mientras Finlandia se ha integrado en la OTAN y Suecia está cerca de conseguirlo.
Todo esto es impresionante. Sin embargo, los hechos dicen también otras cosas. La ayuda occidental ha sido muy consistente, pero siempre extremadamente cautelosa, llegando a dar saltos cualitativos en el armamento suministrado solo después de largos procesos de ponderación y negociación. Probablemente, de haber sido más rápidos, se habrían visto mejores resultados.
La misma retórica de los líderes occidentales señala esa cautela extrema, un titubeo a la hora de buscar una derrota plena de Rusia en Ucrania. Se suele hablar de apoyo a Kiev hasta cuando haga falta y de evitar que Putin gane.
La cautela es comprensible: Rusia dispone de un tremendo arsenal nuclear, y su líder ha advertido de que está dispuesto a usarlo. La amenaza tuvo eficacia, inyectando la semilla de la duda a cada paso militar occidental: ¿cruzaremos una línea roja?
Los hechos también dicen que no solo los nuevos grandes paquetes de ayuda de la UE y EE UU están bloqueados, sino que, en el segundo semestre de 2023, el flujo de apoyo ya se ha ido resecando sensiblemente, con nuevos compromisos y desembolsos muy inferiores con respecto a periodos anteriores.
No hay razones para el pánico. Es probable que en EE UU se logre de alguna manera alguna clase de desbloqueo, y poca duda hay de que la UE seguirá apoyando, si no es con la retirada del veto de Orbán, con un mecanismo ad hoc entre los otros 26 -algo parecido se hizo cuando Cameron vetó reformas necesarias para salvar el euro en 2011, y Merkel y Sarkozy montaron una maniobra alternativa entre todos los demás- o con ayudas bilaterales.
¿Pero adonde conduce esta senda? La realidad sobre el terreno es que Putin ha logrado sobreponerse a la pésima planificación de la invasión inicial y a la espectacular contraofensiva ucraniana de septiembre de 2022, que recuperó mucho terreno. Rusia ha consolidado sus defensas en el frente y su capacidad de producción de armamento en casa. La esperada contraofensiva ucraniana de 2023 ha sido, cuando menos, poco eficaz.
Con una ayuda constante es probable que se prolongaría la actual situación de empate bélico. Pero este es un equilibrio menos sólido de lo que se podría pensar a la vista de tantos meses de escasos avances. Lo es por ambas partes. Ambas tienen una férrea voluntad de luchar, en el caso de Ucrania una voluntad popular, en el de Rusia una voluntad del tsar que gobierna con mano de hierro. Pero en ambas pueden abrirse grietas.
En ambos casos es clave lo que haga Occidente. Porque en el lado ucraniano las grietas solo se pueden abrir por un flojeo de los medios para combatir que trastoque la moral mientras la industria rusa deshorna más y más balas; por el ruso, porque el coste socio-económico de mantener la guerra se torne insostenible.
Y el caso es que, aunque decepcione ver a Putin consolidado, la realidad es que su situación no es tan sólida. Para lograr este resultado, su esfuerzo es inmenso. Un estudio publicado por el Instituto Internacional de Investigaciones para la Paz de Estocolmo sobre el presupuesto ruso para 2024 señala que la inversión en la guerra corresponde a un 35% de todo el gasto gubernamental. Como dijo, también esta semana, el jefe del Estado mayor británico, el almirante Radakin, “La última vez que vimos esos niveles de inversión en defensa fue al final de la Guerra Fría y el colapso de la URSS”. Radakin señaló que Rusia gasta más en la guerra que en Sanidad y Educación juntos.
Un aumento marginal del esfuerzo occidental -mínimo en proporción al esfuerzo ruso- haría más insostenible aún la posición rusa. Putin, claro está, trataría de aguantar a cualquier precio. ¿Pero hasta donde podría, hasta dónde se lo permitirían?
Los países occidentales tienen, colectivamente, la fuerza para desequilibrar el empate actual. No han querido. Putin hasta ahora no ha respondido con el arma nuclear a las cautelosas escaladas de apoyo militar occidental, entre otras cosas porque China -socio indispensable de Rusia- se ha manifestado claramente en contra. Pero no se puede minusvalorar el riesgo de que, ante la perspectiva de una derrota total -por ejemplo de la pérdida de Crimea, con todo su significado estratégico y simbólico- recurriría al arma atómica. A la vez, no se puede minusvalorar el riesgo de que una ayuda estancada o incluso menguante a Ucrania, acabe produciendo no ya un empate, sino un deterioro de la posición de Kiev.
¿Qué queremos? ¿Seguir invirtiendo decenas de miles de millones para mantener el conflicto en empate con la sociedad ucraniana en constante sufrimiento? ¿Un armisticio a la coreana con el país partido grosso modo en las líneas actuales? ¿Un Putin que pierde terreno en Ucrania y que, aunque el objetivo no sea un cambio de régimen, perdería pie también en casa con los riesgos que ello conlleva? De entrada, lo urgente es desbloquear los nuevos fondos para sostener a Kiev. Pero, queda solo un año antes de que empiece un nuevo mandato en la Casa Blanca, y hay que reconsiderar ya cuál es, a la luz de todas las circunstancias, el objetivo en Ucrania. Reducir el apoyo a Kiev, y probablemente incluso mantener el mismo nivel, es un riesgo mayor para Europa que aumentarlo. Andrea Rizzi es analista de política internacional.











De las cosas que renuevan el mundo

 






Un señor de Murcia
ANA IRIS SIMÓN
16 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Yo hoy les iba a hablar de Ayuso, que esta semana colgó en su Twitter una foto de varios yonquis de fentanilo para criticar la ley antitabaco. La columna iba a arrancar con un chascarrillo, un recurso facilón pero efectivo: les diría que, al ver el tuit de la presidenta, tuve que comprobar si se trataba de una cuenta parodia. No lo era. A Ayuso le parecía buena idea ironizar con que, aunque en algunos Estados y ciudades americanas se prohíba fumar en las terrazas, tienen adictos por las calles.
Ello me iba a dar pie a reflexionar, o eso creía, sobre el auge del populismo, que como demuestra la victoria de Milei cada vez utiliza más la palabra libertad, y sobre que la peligrosa derecha que viene es esa y no la de los aranceles y las fronteras. Planeaba escribirlo en el tren, de camino a Murcia, donde iba a dar una charla. Pero llevaba en el bolso El reino, de Carrère, y entre escribir acerca de los delirios de Ayuso o leer sobre la conversión del francés al cristianismo, habría sido insensato escoger lo primero.
Cuando salí del AVE y me encaminé a la biblioteca en la que se celebraba el encuentro me puse a buscar una cita de Milton Friedman que recordaba vagamente y a ordenar mis argumentos sobre el populismo liberal. No sospechaba entonces que no serviría de nada: en el turno de preguntas, un señor de Murcia me arruinaría la columna.
Al señor de Murcia, que pidió la palabra para hacer, más que una pregunta, una reflexión, se le antojaba que lo que yo escribía en este espacio era cursi y “poco comprometido”; le parecía un desperdicio que alguien a quien le brindan un huequito en EL PAÍS lo usase de cuando en cuando para hablar “que si de dar la teta”, de tener hijos o un abuelo con un corral, con la de cosas que pasan en el mundo.
En respuesta le conté que es curioso porque cuando escribo sobre Ucrania o la amnistía muchos me mandan, como escritora de modistillas que soy, a escribir sobre dar la teta; y cuando escribo sobre dar la teta, esos mismos se quejan de que no escriba sobre Ucrania o la amnistía. Pero el caso, añadí, es que traer niños al mundo o que sigan existiendo las casas familiares centenarias también son “cosas que pasan en el mundo”, y menos mal. Después menté la golfilla del pelo rojo de Chesterton, que para quien mira sin ver será solo un texto de niñas con piojos en lugar del más bello manifiesto revolucionario que se ha escrito jamás.
Aun así, el señor de Murcia me dejó pensando sobre qué debemos contar los que tenemos el privilegio de ser leídos. Repasé quiénes eran mis columnistas favoritos, vivos y muertos, e intenté dilucidar sus motivaciones, con qué estaban comprometidos. Concluí en que en ningún caso era con la actualidad. Y en que lo ideal seguramente sea que el plumilla no se comprometa con lo que se les ocurra cada semana a sus señorías, dentro o fuera del hemiciclo, sino con Dios. Y si uno es descreído, con los trascendentales del ser: solo merece ser escrito, como seguramente solo merezca ser vivido, aquello que sirva al bien, la bondad o la belleza.
Así que a partir de hoy y gracias a un señor de Murcia, intentaré hablarles de las sillas de anea de los corrales de pueblo o de la inocencia de los críos, que es la que renueva el mundo, cada vez que me vea tentada de desbarrar sobre el último tuit de Ayuso. Ana Irís Simón es escritora.











De la traducción como antídoto

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor Juan Gabriel Vásquez, va de la traducción como antídoto. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Elogio de los invisibles
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
07 dic 2023 - El País -harendt.blogspot.com

A mediados del mes pasado, el Instituto Reina Sofía de Nueva York me invitó a hacer, durante unos minutos, algo que haría gustosamente horas enteras: hablar de traducción y traductores. La ocasión era la ceremonia de entrega de un premio que el instituto organiza con la complicidad de otras entidades, y que distingue la mejor traducción hecha del español al inglés en Estados Unidos. Esta vez lo mereció —y es muy merecido— la traductora Charlotte Whittle, que puso en palabras inglesas El infinito en un junco, el bello libro de Irene Vallejo que habla, entre mil cosas distintas (y todas interesantes), de la importancia histórica de la traducción. Pues bien, siempre he creído en la pertinencia y aun la necesidad de cualquier manifestación que se nos ocurra para declarar públicamente nuestra gratitud hacia los traductores, y no me parece una exageración decir que todos ellos —y todas ellas: pues las mujeres son mayoría en este oficio— son autores de buena parte de lo que decimos cuando decimos: soy humano.
Permítanme que parta de una declaración de principios: si leemos y escribimos literatura, creo yo, es por un sentimiento de insatisfacción. No nos basta la vida que nos ha tocado; nos rebelamos contra el hecho de que la vida sea solo una, en el sentido de que no tenemos otra después de esta, pero también contra el confinamiento en una sola identidad, un solo lugar en el mundo, un único punto de vista desde el cual miraremos el mundo hasta la muerte. Esto es frustrante porque siempre queremos vivir y saber más: queremos tener otras vidas. La literatura es un remedio (imperfecto, pero no tenemos otro por el momento) para esas carencias; pues bien, la traducción lleva ese privilegio un paso más allá, y nos regala el acceso a vidas aún más diferentes, aún más alejadas, o salva el abismo que nos separa de esas vidas distantes. Por eso yo puedo decir que mi visión del mundo, mi moral, mi comprensión de lo que somos como seres humanos, ha sido moldeada por Homero y Tolstói, por Aristóteles y Chéjov, a pesar de que no hablo una sola palabra de griego o de ruso. A menudo he dicho que sin traducción no podría hablar de mi realidad colombiana, porque para ello necesito dos palabras que alguna vez fueron traducidas del griego: político e idiota. Ya ven ustedes: la traducción enriquece nuestra comprensión de la vida.
Durante varios años me gané la vida como traductor, y siempre he pensado que no hay mejor escuela para un aprendiz de escritor que la traducción literaria. La ecuación es muy sencilla: aprendemos a escribir leyendo, y los traductores son los mejores lectores del mundo. Un buen traductor entiende todos los efectos; como un buen imitador, puede hacer todas las voces. Un buen traductor también reconoce todos los atajos, todas las trampas, todos los trucos baratos, y esto, para el escritor traducido, es un acicate invaluable. (Más de una vez he trabajado una frase con sus traductoras en mente: para que sea mejor o más clara, o para que no sea perezosa ni autoindulgente: para que esté a la altura de su oficio y su talento). Por último, los traductores son los mejores detectives del error. Sus correos electrónicos me causan verdadero pánico, pues son la prueba tangible de que, por muchas veces que se corrija un manuscrito, siempre hay alguna falta que solo se hará visible —para enorme desesperanza del autor— con el libro ya publicado y en proceso de traducción. Pero Borges solía decir que su primera lectura del Quijote había sido en inglés, y que luego, cuando leyó el original en español, pensó que se trataba de una traducción mediocre. No sé por qué, pero esta anécdota me consuela.
El premio Queen Sofia, que así se llama en el país donde se da, distingue, como ya dije, una traducción del español al inglés. Nadie puede ser más consciente de la importancia de la traducción que un novelista latinoamericano, pues nuestra novela llegó a la mayoría de edad, por lo menos en parte, gracias a ciertos descubrimientos traducidos. García Márquez no habría escrito lo suyo si no hubiera descubierto La metamorfosis, de Kafka, o esa extraña anunciación del realismo mágico que es Orlando, de Virginia Woolf, o a Faulkner y a Hemingway y a Albert Camus: todos libros que leyó en traducción (y muchos publicados por la gran Victoria Ocampo, sobre la cual habría que hablar más en otro artículo). Lo mismo se puede decir en el sentido contrario: sin la traducción de Cien años de soledad por Gregory Rabassa, o sin las que hizo Norman Di Giovanni de la obra de Borges, toda una generación de novelistas norteamericanos sería más difícil de imaginar: me vienen a la mente Toni Morrison y John Barth. Pero también muchos otros: Las vírgenes suicidas, de Jeffrey Eugenides, es una novela admirable que sería inconcebible sin Crónica de una muerte anunciada.
Quiero decir que la traducción es, entre otras muchas cosas, un antídoto posible contra la cerrazón mental y la xenofobia del espíritu. La traducción amplía nuestro sentido de lo que son los seres humanos, de lo que dicen y piensan y sienten; también, de lo que el lenguaje le hace al mundo. Gregory Rabassa dice que el principio de incertidumbre de Heisenberg se aplica a la traducción: “Cada vez que llamamos pierre a una piedra”, escribe, “de alguna manera la hemos convertido en algo distinto de una stone o una Stein”. Y no sé a ustedes, pero a mí el hecho me parece francamente mágico. Hace muchos años hablé al respecto con Javier Marías, uno de los grandes novelistas-traductores de nuestra lengua —responsable de Tristram Shandy cuando tenía veintipocos años, y luego de obras de Conrad y de Isak Dinesen—, y me decía Marías que lo más misterioso de la traducción es la simple circunstancia de que la aceptemos. ¿Cómo puede un texto seguir siendo el mismo después de perder lo que lo ha hecho posible, que es el lenguaje? ¿Cómo podemos sentir que hemos leído a W. G. Sebald o a Thomas Bernhard los que no sabemos alemán, cuando ni una sola de las palabras que se encuentran en el texto traducido es decisión del autor? Leemos con la conciencia de que las palabras son de Miguel Sáenz, y sin embargo seguimos pensando: leo a Bernhard, leo a Sebald, leo a Joseph Roth.
Esto tiene un corolario: las buenas traducciones hacen desaparecer al traductor; las malas lo hacen visible. Tal vez sea cierto el lugar común que repetimos sin examinarlo, y los buenos traductores sean invisibles en la obra. Pero en cambio creo, y con toda convicción, que deben ser muy visibles, lo más posible, en nuestra sociedad de lectores. O de ciudadanos, sí, porque eso es también lo que indirectamente crean las traducciones, su presencia en nuestras sociedades o nuestro contacto sostenido con ellas. Así que es verdad: los nombres de los traductores deberían estar en la cubierta de los libros. Y es verdad: habría que pagarles mejor. Y es verdad: la industria, esta industria editorial que depende de ellos, debería empezar desde ya a protegerlos de los embates sin control de eso que llamamos inteligencia artificial, que muy bien puede ser el más grande paso atrás que hemos dado los seres humanos. Y nosotros, los lectores de literatura, tendríamos que darles las gracias a esas figuras invisibles, diciéndoles de vez en cuando que los vemos, que los reconocemos, que los apreciamos.
































[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Qué es la política? [Publicada el 28/09/2017]












Decía mi admirada Hannah Arendt en un precioso librito suyo titulado ¿Qué es la política? (Paidós, Barcelona, 1997), que da título a esta entrada, que el objeto central de la política es el mundo (lo "que es", la "realidad") y no los hombres. Y que de la misma manera que no se cambia el mundo cambiando a los hombres -prescindiendo de la imposibilidad práctica de una empresa tal- tampoco se cambia una organización, una asociación, [¿un país?], influyendo sobre sus miembros. Si se quiere cambiar una institución, una organización, [¿un país?], o cualquier corporación pública mundana, sólo puede hacerse renovando su constitución, sus leyes, sus estatutos, y esperar que todo lo demás se dé por sí mismo.
Nunca debería ser tarde para hacer política, señala el historiador José Andrés Rojo. Ante el desafío independentista no basta con cargarse de razón, hay que ocuparse de las cosas, del mundo, de ese "mundo" que, como decía Hannah Arendt, es el objeto real de la política.
En uno de sus artículos, comenta José Andrés Rojo, Rafael Sánchez Ferlosio hablaba del papel que juega el escándalo en la actividad política. Se refería a ese “canónigo repertorio de los no me digas, los estás bromeando, los increíble, inaudito, monstruoso” y toda su “corte de gesticulaciones” con los que, con demasiada frecuencia, los políticos reaccionan ante determinadas cuestiones. Y añadía que, en esas circunstancias, andan como locos para “cargarse de razón”.
Conviene hacer algún matiz. Una parte esencial del trabajo de los políticos es la de sostener con argumentos su discurso y buscar razones que respalden sus decisiones, sus posiciones, sus propuestas. Pero eso no tiene nada que ver con el gesto de rasgarse las vestiduras poco rato después de haberse tomado la molestia de cargarse de razón.
En otro artículo, Ferlosio apuntaba que “el escándalo es una droga que anestesia el sentimiento de nulidad política”. O lo que es lo mismo: si un político se ocupa todo el rato de esconderse tras la retahíla habitual de los increíble, inaudito, monstruoso es que no sirve para nada, pero está tan enfrascado en su encomiable capacidad de escándalo que está convencido de estar cumpliendo con su tarea. Pues no. Toda esa “corte de gesticulaciones” no vale nada.
En política no sirve, no debería servir, el escándalo, el simple y mero cargarse de razón. Sirven, deberían servir, las razones. Pero las razones son solo una parte de la política. En ese guiso intervienen también otros ingredientes que tienen (quizá por desgracia) tanta o igual importancia: las emociones, los intereses —entre los que suelen existir algunos francamente turbios—, la historia de cada cual y la memoria que conserven los otros de sus aciertos y desmanes, las viejas complicidades (o enemistades) entre estos y aquellos y, sobre todo, la voluntad de poder. El querer tomar las riendas, imponer un rumbo, conquistar unas metas.
Hacen bien, en estos momentos, cuantos buscan todos los argumentos para defender la democracia frente al desafío de los independentistas catalanes de saltarse las leyes. Pero es imprescindible que no caigan en la tentación de cargarse de razón. Los políticos tienen la obligación de trabajar, y eso significa no tanto escandalizarse como empezar a construir un marco desde el que se puedan proponer soluciones para resolver cualquier complicación. En el enquistamiento del problema catalán igual todos han terminado por colaborar de alguna manera (el que esté libre de culpa que tire la primera piedra). Como el problema es complejo, los políticos deberían arremangarse ya y empezar a meter las manos en el lodo.
Una última referencia a un tercer artículo de Ferlosio. Avisaba en él del riesgo que existe si se reduce la actividad política a “la huera y redundante contienda entre sujetos”. En ese caso, dice, “su genuino objeto, el trato con las cosas, quedaría abandonado a la incompetencia y al azar”. Nos jugamos mucho. Y no es una batalla entre sujetos: los políticos tienen que ocuparse de las cosas, concluye diciendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt













viernes, 15 de diciembre de 2023

De xarnegos, moros i nosaltres

 







Cuando el odio viene de la Generalitat
NAJAT EL HACHMI
15 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

¿Qué es un niño inmigrante? Yo no lo sé porque, exceptuando los menores no acompañados, ningún chaval toma por sí solo la decisión de trasladarse a otro país. Los hijos de los inmigrantes somos parte del equipaje de nuestros padres, nos vamos a vivir donde van ellos del mismo modo que nacemos donde está nuestra madre. Cuando resulta que aterrizas o naces en Cataluña, cuando eres catalán de tota la vida porque no has vivido en ningún otro sitio, ¿también eres un nouvingut? ¿Cuándo caduca la condición de made in el extranjero? ¿Cuándo termina el tránsito consecuencia de un acto, el de emigrar, que nadie quiere hacer dos veces en la vida? No, no somos inmigrantes ni quienes vinimos de pequeños ni quienes nacieron aquí, porque el lugar en el que pasas la mayor parte del tiempo, donde creces y te educas y estableces vínculos es tu sitio en el mundo y no ese origen remoto que a veces no conoces más que de oídas. En todo caso, los alumnos de los centros educativos deberían ser considerados iguales por el simple hecho de ser niños cuyos derechos hay que garantizar y proteger, sea cual sea su origen o situación administrativa.
Uno de los prejuicios que más se nos ha arrojado a la cara a los que “venimos de fuera” es el de bajar el nivel educativo general. Da igual que saques las mejores notas, que seas brillante, que hables más lenguas que tus compañeros, que seas “espabilada” porque tu realidad es más dura y nadie te va a ayudar a hacer los deberes, si acaso eres tú la que tienes que aprender a rellenar formularios desde pequeña porque tus padres no pueden hacerlo. Aun así, estamos acostumbrados a que los racistas nos tengan por tontos de nacimiento, pero ahora el odio nos viene ni más ni menos que de un alto cargo de la Generalitat. Los catalanes, ya saben, son una raza superior donde las haya, así que la única explicación posible a los nefastos resultados del informe PISA es la sobrerrepresentación de nouvinguts. Ni los recortes de Convergència ni 10 años de procés explican el desastre. No, tiene que ser culpa de los inmigrantes, moros y sudacas que llevan la falta de inteligencia en los genes y contaminan así a los “nativos” nostrats. Pues nada, que les hagan las prueba solamente a los catalanets auténticos, a ver cuántos encuentran y si de verdad son todos unos einsteins que recitan Verdaguer de memoria. Nayat El Hachmi es escritora.













De Ucrania, Europa y Demóstenes

 






Ucrania: Europa vive su “momento Demóstenes”
CARMEN CLAUDÍN, PIERRE HAROCHE y RONJA KEMPIN
15 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Las señales negativas se acumulan. Mientras las fuerzas ucranias afrontan problemas en el frente, mal equipadas para una larga guerra de desgaste, Rusia aumenta considerablemente su producción de armas, Europa se retrasa en las entregas de municiones prometidas y Estados Unidos, con las elecciones de noviembre a la vista, amenaza con poner fin a su ayuda militar.
En este contexto, algunos piensan que la opción más razonable es presionar a Ucrania para que haga concesiones y ponga fin a la guerra.
Hoy, nosotros, investigadores de think tanks que llevamos muchos años trabajando en la seguridad europea, lanzamos un solemne llamamiento a los ciudadanos de Europa y a sus dirigentes.
Abandonar Ucrania dejaría a Europa tremendamente vulnerable. No volveríamos a la Europa de 2021. Caeríamos en un estado de inseguridad permanente. Europa quedaría profundamente debilitada por la pérdida del baluarte ucranio y por la pérdida de confianza mutua entre los Estados europeos. Y nos enfrentaríamos a un imperio envalentonado por la demostración de que puede fortalecerse mediante la agresión. Sería una vuelta a la Europa de los años treinta.
El abandono no es inevitable. Europa dispone de recursos económicos para hacer frente a Rusia. La medida más urgente consistiría en coordinar una vasta movilización industrial para suministrar más armas y municiones a Ucrania y, en última instancia, producir más que Rusia.
La Unión Europea, en particular, demostró que podía ser eficaz cuando puso en común sus recursos para comprar vacunas contra la covid-19. Para 2021, había firmado contratos por valor de 71.000 millones de euros por 4.600 millones de dosis. Hoy tenemos que seguir este ejemplo. De este modo, Rusia y sus partidarios comprenderán que la Unión también tiene capacidad de resistencia.
Si no hacemos estos esfuerzos de armamento hoy, tendremos que hacerlos mañana y, si Rusia logra sus objetivos en Ucrania, en condiciones mucho más difíciles y amenazadoras.
Y habremos perdido un tiempo precioso. Si nos comprometemos plenamente a garantizar a los ucranios un futuro europeo, Rusia no podrá con nosotros. La fuerza de Rusia reside en gran medida en nuestra indecisión.
En sus discursos, conocidos como Filípicas, el orador de la Antigüedad, Demóstenes, pedía a los atenienses que no permanecieran pasivos ante el expansionismo del rey Filipo II de Macedonia. Les instaba a apoyar a los atacados por los macedonios y a organizar su resistencia, fabricando armas y movilizando a toda Grecia.
Para Demóstenes, lo que estaba en juego era la supervivencia de la Grecia de las ciudades libres y democráticas. Para nosotros, lo que está en juego es igual de existencial. La supervivencia de una Europa libre y democrática depende de una victoria ucrania. Carmen Claudín es investigadora; Pierre Haroche es profesor; y Ronja Kempin es investigadora.











De la democracia, la derecha y la izquierda

 







La derecha española, del Tinell al Muro
IGNACIO PEYRÓ
15 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Algunos nunca tuvimos que ser progresistas. Hace ahora tres meses, Antonio Muñoz Molina rememoraba en este periódico el golpe en Chile con un artículo que, a partir de su memoria personal, transparentaba magníficamente las ansiedades y esperanzas de una generación en la agonía del franquismo. No todo el mundo sentía igual, claro: a Franco lo derrocó una tromboflebitis. Y la mirada entre la impiedad y la condescendencia que a veces hemos dedicado a la época —”papá, cuéntame otra vez”— ha difuminado una realidad que, con sus errores y candores, iba a tener una proyección política y moral: la de tantos aquellos que se hicieron progresistas simplemente para considerarse dignos ante el espejo.
Cada generación tiene una inculturación política distinta, sin embargo. Y algunos nunca necesitamos ser progresistas para considerarnos decentes. La izquierda debe recordar que la derecha también tiene su memoria democrática. En el esquinazo de los ochenta y noventa, asistimos in vivo a un máster en ciencia política: los sueños de la izquierda revolucionaria habían sido algo más cruento que “el pasado de una ilusión”. Acto seguido, el nacionalismo desangrado en Yugoslavia parecía del todo desacreditado y desfasado en un momento de estirón de la unidad europea que, en el caso de España, dio cumplimiento al norte intelectual de varias generaciones. En fin: quien nació con Suárez iba a hacer la primera comunión con Fukuyama. No quiero que derramen el café: me ahorro citarles a Thatcher, Reagan o Wojtyla.
En esa educación sentimental para la política, uno podía incardinarse sin culpas ni dudas en una derecha que ya ofrecía, en España, una conjunción liberal-conservadora puesta al día. Algunas de las iniciativas de la derecha, de hecho, estaban en el aire de aquel tiempo: el adiós a la mili, la descentralización o las liberalizaciones podían haber sido obra de la izquierda. Como en los posicionamientos en política exterior o Estado de bienestar, había una trama de consensos: los fastos del 92, la cumbre israelo-palestina o la entrada en la OTAN no se vivieron como un éxito partidista, como tampoco lo hizo el espaldarazo de autoestima de entrar en el euro. ETA mataba a derecha e izquierda: ambas encarnaban a su enemiga, la España democrática. Nuestra propia formación bajo la Constitución sirvió para que también el centroderecha tomara aprecio de sensibilidades que le eran excéntricas: el papel del exilio en nuestra cultura, o una cierta tradición republicana. Esa educación, al fin, sedimentó en una costumbre: siempre fruncimos el ceño cuando alguien allá fuera se refería a la española como una “joven democracia”. Y al llegar la crisis, muchos pensamos que no era una crisis de modelo, sino de crecimiento. Hoy hay motivos para una mayor melancolía: algunos debates de ese tiempo, como la convergencia con Europa, se han esfumado. Otros —como Franco— tienen una presencia mayor.
Así las cosas, es como mínimo una anomalía levantar muros —palabra de evocación funesta— a la derecha. El muro busca el bloqueo político del centroderecha mediante su inhabilitación moral. No es la primera vez que se contempla: quizá antes se llamaba “cordón sanitario” y, en todo caso, antecede con mucho a Vox. Dicho de otro modo, para la excomunión cívica de la derecha no hacía falta una extrema derecha. Esto se vio, hace ahora veinte años, en el Pacto del Tinell que la naturalizó. Seguidamente, la legislación sobre memoria no se quiso limitar a una necesaria reparación humana e institucional: ha buscado anclar la legitimidad de nuestra democracia no en los debates del 78 —donde la izquierda no impuso sus tesis— sino en la vieja legalidad republicana. Hoy, la jaculatoria —dudosa de por sí— es “somos más”, como si eso fuera un salvoconducto o como si hubiera alguna virtud aprendida en la Historia en que media España se desentienda de la otra. Ante esta realidad, toda protesta es “crispación”, y todo el que la verbalice, “cayetano” o “facha”, cuyos significados abarcan cada vez tipos más extensos. El hecho de que hayamos visto una derecha montuna rodeando Ferraz confirma que está mal rodear las sedes de los partidos y las instituciones en 2023: también lo estuvo en 2012 y 2004.
Podríamos pensar que hay esperanza. Ironía on: si se negocia con la derecha independentista catalana, será menos gravoso acercarse a la derecha constitucional española. Si se habla con el partido del que fue fundador Pujol, podrá hablarse también con el partido del que fue contable Bárcenas. Así podemos seguir hasta cubrir todo el espectro. A buen seguro, el mayor cambio está en que, antes, izquierda y derecha pactaban programas con los nacionalismos y ahora la entente entre nacionalismos e izquierda se quiere pacto permanente. Y ahí alguien sobra. Es el muro. “Somos más”.
Ningún error de la derecha justifica la cuarentena de una realidad social inescamoteable. La izquierda no tiene la patente de la democracia española. Pensar que o actuar como si nuestra democracia tuviera un dueño es poco demócrata, ya sea por interés electoral, ya sea por una superstición que dice poco de una izquierda que se reclama ilustrada. Es una tentación que se debe desactivar desde la propia izquierda. Ser progresista ha constituido, para no pocos, una fe de vida: muy bien. Pero antes que progresista se es demócrata. Ignacio Peyró es escritor.