Mostrando entradas con la etiqueta Vida. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Vida. Mostrar todas las entradas

lunes, 4 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Ensoñaciones



Dibujo de Eva Vázquez para El País


El virus, comenta en el A vuelapluma de hoy lunes [La ventana. El País, 26/4/2020] la escritora polaca Olga Tokarczuk, Premio Nobel de Literatura 2019, no tardará en recordarnos lo poco iguales que somos. El cierre de fronteras, añade, es el mayor fracaso de estos tiempos miserables: vuelven los viejos egoísmos y las categorías "los nuestros” y “los extraños”.

"Desde mi ventana -comienza diciendo Tokarczuk- veo una morera blanca, un árbol que me fascina y que fue una de las razones por las que vine a vivir aquí. La morera es una planta generosa: durante toda la primavera y todo el verano alimenta a decenas de familias de pájaros con sus dulces y saludables frutos. Ahora, sin embargo, la morera no tiene hojas, así que me deja ver tan solo un pedazo de una calle tranquila por la que rara vez pasa alguien camino del parque. En Wroclaw hace un tiempo casi estival, brilla un sol deslumbrante, el cielo es azul y el aire puro. Hoy, mientras paseaba con el perro, he visto cómo dos urracas ahuyentaban de su nido a una lechuza. La lechuza y yo nos hemos mirado a los ojos a una distancia de apenas un metro.

Tengo la impresión de que los animales también están a la espera de lo que ha de suceder. Para mí, ya desde hace mucho tiempo, ha habido demasiado mundo. Demasiado, demasiado veloz, demasiado ruidoso. Así que no padezco el “trauma de la reclusión” ni sufro tampoco por no encontrarme con gente. No me da pena que hayan cerrado los cines, me resulta indiferente que no funcionen los centros comerciales. Quizá tan solo cuando pienso en todas aquellas personas que han perdido el trabajo. Cuando me enteré de la cuarentena preventiva, sentí una especie de alivio, y me consta que muchas personas sintieron lo mismo aunque les dé vergüenza reconocerlo. Mi introversión, ahogada y maltratada por el dictado de los extrovertidos hiperactivos, se ha sacudido el polvo y ha salido del armario.

Veo por la ventana a un vecino, un abogado saturado de trabajo al que no hace mucho veía salir camino del tribunal con la toga al hombro. Ahora, con un chándal holgado, se pelea con una rama de su pequeño jardín, al parecer se ha puesto a hacer limpieza. Veo a una pareja joven que saca a pasear a un perro viejo que desde el último invierno apenas anda. El perro se tambalea sobre sus patas y ellos lo acompañan pacientemente, al paso más lento posible. El camión de la basura recoge los contenedores con gran estruendo.

La vida sigue, cómo no, pero a un ritmo del todo diferente. He puesto orden en el armario y llevado los periódicos ya leídos al contenedor de papel. He trasplantado las flores. He recogido la bicicleta del taller. Disfruto cocinando.

Una y otra vez acuden a mi mente imágenes de la infancia, cuando había mucho más tiempo y se lo podía perder tranquilamente mirando por la ventana durante horas, observando las hormigas, tumbándonos bajo la mesa e imaginando que era un arca. O leyendo una enciclopedia.

¿No será que hemos vuelto al ritmo de vida normal? ¿Que el virus no es el trastorno de la norma, sino que, por el contrario, lo anormal era el frenético mundo anterior al virus?

Al fin y al cabo, el virus nos ha recordado lo que tan apasionadamente negábamos: que somos seres frágiles hechos de la materia más delicada. Que morimos, que somos mortales.

Que no estamos separados del mundo por nuestra “humanidad” y excepcionalidad, sino que el mundo es una especie de inmensa red en la que permanecemos unidos a otros seres por medio de invisibles hilos de influjos y dependencias. Que dependemos los unos de los otros y que, independientemente del país del que vengamos, de la lengua en que hablemos y del color de nuestra piel, enfermamos de la misma manera, tenemos el mismo miedo y morimos del mismo modo.

El virus nos ha hecho tomar conciencia de que, independientemente de lo débiles e indefensos que nos sintamos ante la amenaza, a nuestro alrededor hay personas aún más débiles que necesitan ayuda. Nos ha recordado lo delicados que son nuestros viejos padres y abuelos, y lo mucho que merecen nuestros cuidados.

Nos ha enseñado que nuestra febril movilidad amenaza al mundo. Y nos ha recordado la misma pregunta que rara vez tuvimos el valor de plantearnos: ¿qué es lo que en realidad buscamos?

El miedo a la enfermedad nos ha hecho salir del círculo vicioso y, a la fuerza, nos ha recordado la existencia de los nidos de los que venimos y donde nos sentimos a salvo. Y por más grandes viajeros que nos sintamos, en una situación como ésta siempre nos veremos empujados a volver a ese hogar.

Por eso mismo, se nos han revelado verdades tristes: que en momentos de amenaza vuelve el pensamiento en categorías excluyentes de naciones y fronteras. En este difícil trance ha resultado evidente lo frágil que es en la práctica la idea de comunidad europea. La Unión, al traspasar las decisiones en tiempos de crisis a los Estados nacionales, parece haber dado el partido por perdido. El cierre de fronteras lo considero el mayor fracaso de estos tiempos miserables: han vuelto los viejos egoísmos y las categorías “los nuestros” y “los extraños”, es decir, todo aquello que durante los últimos años hemos combatido con la esperanza de que nunca más formatearía nuestras mentes. El miedo al virus ha invocado automáticamente la convicción atávica más simple: los culpables son los extraños y son ellos los que siempre traen la amenaza desde alguna parte. A Europa, el virus ha venido “desde alguna parte”, no es nuestro, es extraño. En Polonia, todos los que regresan del extranjero se han convertido en sospechosos.

La oleada de cierres de fronteras y las colas monstruosas en los pasos fronterizos habrá supuesto una conmoción para muchos jóvenes. El virus no permite olvidar: las fronteras existen y gozan de buena salud.

Me temo que el virus no tardará en recordarnos otra vieja verdad: lo poco iguales que somos. Algunos volarán en aviones privados a la casa que tienen en una isla o en un solitario paraje boscoso, mientras que otros se quedarán en las ciudades para mantener operativas las centrales eléctricas e hidráulicas. Y otros pondrán en riesgo su salud al trabajar en tiendas y hospitales. Unos se harán ricos con la epidemia, otros perderán hasta la camisa. Seguramente la crisis que se avecina socavará principios que creíamos inamovibles, muchos Estados no lograrán sortearla, y, ante su descomposición, surgirá un nuevo orden, tal y como suele ocurrir después de las crisis. Nos quedamos en casa, leemos libros, vemos series, pero en realidad nos estamos preparando para una gran batalla por una realidad nueva que ni siquiera podemos imaginar, mientras vamos entendiendo lentamente que ya nada será igual que antes. La situación de cuarentena forzosa y el acuartelamiento familiar en casa pueden hacernos caer en la cuenta de algo que preferiríamos no admitir: que la familia nos cansa, que los lazos matrimoniales hace tiempo que se han roto. Nuestros hijos saldrán de la cuarentena adictos a Internet, y muchos de nosotros tomaremos conciencia de lo absurdo y estéril de la situación en la que permanecemos atrapados por obra de la inercia. ¿Y qué ocurrirá si aumenta el número de asesinatos, suicidios y enfermedades mentales?

Ante nuestros ojos se desvanece como el humo el paradigma civilizatorio que nos ha formado en los últimos doscientos años: que somos dueños de la creación, que lo podemos todo y que el mundo nos pertenece. Se avecinan tiempos nuevos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 5986
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 1 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] La vida del espíritu



Cuaderno de 'collages' de Antonio Muñoz Molina 


Cervantes ya nos advirtió muy agudamente de que el exceso de lectura y el ocio estéril pueden llevar a la locura a las imaginaciones peregrinas, afirma en el A vuelapluma de hoy [Trabajos manuales. Babelia, 22/4/2020] el escritor Antonio Muñoz Molina. 

"En el encierro forzoso -comienza diciendo Muñoz Molina- se hacen más visibles los peligros que acechan a quienes por razón de su oficio tienden a pasar una parte considerable de la vida encerrados. Una gran parte de lo que yo hago para ganarme la vida sucede en una habitación, y requiere un mínimo de actividad física, la suficiente para pulsar con las yemas de los dedos las teclas de un portátil. Y también las cosas que me gusta hacer cuando no estoy trabajando permiten, y hasta requieren, un cierto grado de inmovilidad. Miro pelícu­las en una pantalla, leo en la cama o en un sofá, escucho música y solo he de pulsar cada cierto tiempo un mando a distancia, o, como máximo, levantarme para cambiar un disco de vinilo, o para darle la vuelta, y asegurarme de que la aguja desciende sobre los primeros surcos. La plena dedicación digital simplifica todavía más las cosas. Las modestas variaciones sensoriales del tacto del papel —de libro, de periódico, de revista, de cuaderno, cada uno con cualidades distintas— o de las herramientas de trabajo —el lápiz, la pluma, el rotulador— quedan unificadas en la lisura de una pantalla táctil.

Lo que antes se llamaba la vida del espíritu está más apartada de lo material y lo corporal cada día. Esa es una fuente segura de irrealidad y de delirio. Lo viene siendo al menos desde que el trabajo manual adquirió un estigma de vileza porque lo hacían los esclavos, y desde que los filósofos de tradición platónica inventaron la separación radical entre el espíritu y la materia, entre la belleza pura de las abstracciones y la vulgaridad de las cosas reales, entre la actividad mental y el esfuerzo físico, el cuerpo y el alma. Se trata de una superstición occidental. El yoga o la meditación budista combinan inseparablemente el bienestar físico con la claridad espiritual. El taichi es una disciplina más cercana a la danza y a la contemplación que a la educación física, o a eso que ahora, sin duda por falta de nombre adecuado en la lengua española, no ha habido más remedio que llamar fitness. La idea común sobre el zen es que se trata de una especie de oscuro misticismo oriental, dedicado a la búsqueda de un éxtasis vaporoso acompañado por música new age. Pero lo que en el budismo zen se llama la iluminación consiste sobre todo en aprender a ver las cosas tal como son, en el momento presente, sin veladuras de fantasía o de engaño, de expectativa o de nostalgia, gracias al ejercicio sostenido de tareas casi siempre comunes que anclan en la realidad a quien las lleva a cabo. Un epigrama zen dice: “Qué es la iluminación? Cortar la leña, acarrear el agua”. La disciplina de una postura corporal es en sí misma un acto del espíritu.

El equivalente de ese “cortar la leña, acarrear el agua” puede ser, más aún estos días, preparar cuidadosamente el desayuno, fregar los platos, ponerlos en el lavavajillas, dedicar una o dos horas a una receta sabrosa, dar un paseo al perro, ir al supermercado. La idea común es que esas obligaciones interfieren en la dedicación superior a la literatura, o a cualquier otra actividad que parezca más noble porque se hace con las manos limpias y no requiere cansancio físico, ni exposición a la intemperie. Mi padre, que amaba tanto su trabajo en el campo, pero que también se cansaba de sus mezquinas recompensas, me aconsejaba, en momentos de desánimo, que me buscara un oficio que se pudiera hacer “bajo techado”. Cavar con una azada al amanecer de un día de agosto o cargar y descargar sacos de aceituna en un olivar embarrado en diciembre son experiencias que vacunan para siempre a cualquiera contra el romanticismo del trabajo campesino. Pero muchas de las labores que hacían a diario las personas con las que crecí requerían más destreza manual que puro esfuerzo físico, y en ellas había una mezcla de sabiduría práctica y pura complacencia muy semejante a la que se encuentran en las creaciones prestigiosas del arte. La ignominia no estaba en el trabajo en sí, sino en las condiciones de injusticia y pobreza en las que se ejercía. Y en la cocina, la arquitectura, la música popular se dilucidaban cotidianamente las mismas cuestiones fundamentales del arte condecorado de mayúscu­las: cómo lograr un máximo de expresividad y eficacia exactamente con los materiales y en las condiciones que se tienen a mano; cuál es el lugar de la invención personal en el repertorio de los saberes compartidos y heredados; cómo añadir placer y belleza a la vida.

Para que se reconociera la nobleza de su arte, los pintores españoles del siglo XVII tenían que demostrar que no trabajaban con las manos, sino con la inteligencia, y que no hacían el menor esfuerzo físico, ni vendían sus obras en tiendas, como viles artesanos o comerciantes. También ahora los artistas de mayor cotización se ufanan de no tocar siquiera las obras que firman, puros conceptos que luego cobran forma material gracias al trabajo con frecuencia mal pagado de nubes de asistentes atareados en naves industriales, muy lejos de la nobleza aséptica de las galerías y más lejos aún de las viviendas de lujo de los coleccionistas.

Si yo paso más de una o dos horas sin hacer algo práctico, inmediato, objetivo, mi fluidez mental se entorpece tanto como mi estado físico, más aún ahora, que no puedo salir a correr, ni montar en bici, ni atravesar Madrid en una caminata. Para lo que necesito hacer cosas no es para relajarme o distraerme de mi trabajo: es para estar en el mundo, atento a lo real, alojado en el espacio del sentido común. La prueba de que la inactividad genera desvarío y trastorno son todas esas elucubraciones filosóficas, ultrateóricas, intraducibles a la lengua de todos los días, que segregan los departamentos universitarios no dedicados a las ciencias, o las que manan estos días, con motivo del coronavirus, de los cráneos privilegiados y las bocas de estrellas del “pensamiento” a la manera de Zizek o Giorgio Agamben. Cervantes ya nos advirtió muy agudamente de que el exceso de lectura y el ocio estéril pueden llevar a la locura a las imaginaciones peregrinas, no sujetas a las limitaciones de la realidad. Mantener limpia y ordenada la cocina ayuda a lograr la limpieza y el orden de una página escrita. El golpe de inspiración que se me había negado durante dos horas de inmovilidad frente a una pantalla ha llegado como un relámpago un rato después, mientras hacía un sofrito o estaba concentrado pelando una patata".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 5976
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 24 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] El futuro





Si asumir el presente ya cuesta, y del futuro es que ni idea, mejor aprovechar el momento y luego ya nos irán explicando despacito, comenta en el A vuelapluma de hoy [Suspense general. El País, 16/4/2020] el escritor Íñigo Domínguez. 

"Lo del aprobado general me ha dado mucha envidia, comienza diciendo Domínguez-. Quién lo hubiera pillado de niño, era un sueño que jamás se haría realidad. No es la única utopía que se ha visto realizada, que se lo pregunten a quienes han visto por primera vez al marido pasar la aspiradora. Ahora bien, razonando como un niño, no sé si ha sido buena idea decirlo en abril. Yo pensaría de inmediato: ya no tengo que estudiar ni hacer los deberes, la vida es maravillosa. Me parece bien hacerles creer a los chicos que el mundo es mejor de lo que es, ya que se han visto menos considerados que las mascotas, pero diría que se ha tomado esta medida pensando como adultos. Suele ser así, se proyecta en ellos paranoias de mayores. Un amigo me contaba perplejo que su hijo aún no sabe restar, pero en las clases virtuales se pasan el día con la gestión de las emociones, y los críos están convencidos de que la profesora es tonta, mira que no saber lo que es estar triste.

Inventarse reglas, crear mundos nuevos, es complicado. No envidio a quien trabaja en el CIS en este momento. Tampoco a los elementos más imaginativos de la derecha, fantaseando con una dictadura soviética, con la ilusión que les haría tener razón. Recuerdo una historia que no sé si es cierta o una leyenda de cooperantes, pero vale igual. En una población pobre y con riesgos sanitarios se les ocurrió afrontar la plaga de ratas dando una moneda por cada rata muerta, como incentivo para acabar con ellas. Pero nada parecía cambiar, hasta que descubrieron por qué: todo el mundo se había puesto a criar ratas.

Estos hechos reales que vivimos, basados en un relato fantástico, se van a alargar más de lo imaginado y a ver qué sale. Todavía estamos intentando comprender los primeros capítulos y los guionistas ya van por la tercera temporada. De los creadores de la peor pandemia del siglo llegará pronto la nueva sociedad del futuro. Se habla de aplicaciones que nos dirán si nos hemos cruzado con un contagiado. Ya puestos, podrían desarrollarla para que en una cena te diga quiénes son los pelmazos y poder elegir la silla. No sé si acabarán haciendo carnés a los contagiados ya inmunes (falsificables y a la venta en eBay), para crear zonas seguras en restaurantes, playas y, por qué no, en ciudades. Nuevas castas sociales, partidos políticos: los no contagiados exigen descuentos en el bonobús y tal.

La verdad, si asumir el presente ya me cuesta, del porvenir es que ni idea, mejor aprovechar el momento y luego ya nos irán explicando despacito. Es como ese diálogo de Woody Allen, cuando intenta ligar con una chica en Sueños de un seductor (Herbert Ross, 1972):

-¿Qué haces el sábado por la noche?

-Me voy a suicidar.

-¿Y el viernes por la noche?

La frase estoica de la cuarentena ha sido: “Es lo que hay”. Pero ya pasamos a preguntarnos qué habrá después. Quizá el plan es financiar con las multas la renta mínima o, si esto sigue así, un túnel para un AVE a Canarias. Si multiplicas las casi 600.000 denuncias que llevamos por los 300 euros que te cascan como mínimo, salen 180 millones. Y las sanciones pueden llegar a 30.000 euros. “Menospreciar” a un policía son 2.000 (¿si le haces la pelota te hacen descuento?). Están rompiendo el mercado, así las injurias a la corona se van a poner por las nubes. Ah, si pudiéramos hacer lo mismo los periodistas, cobrar cuando nos insultan, tendríamos el futuro resuelto.

En cuanto al teletrabajo, quizá vaya tan bien que nunca más volvamos a ver a los colegas, hasta que un día los veas por la calle: “Ah, ¿te despidieron hace dos años? No me había enterado”. En realidad en el encierro no paras y hasta te falta tiempo, entre trabajar, la compra, la comida y tender la ropa. Te dan las diez de la noche y caes dormido delante de la tele. Quedar con amigos en un chat empieza a ser complicado, todo el mundo anda liado. Al volver a la vida normal a lo mejor uno ha aprendido chino y otro se ha sacado una carrera.

La vacuna, el fin del confinamiento, son metas inciertas. Lo importante también está pasando ahora, estamos en medio de la trama. Es como el célebre truco del MacGuffin de Hitchcock, el mago del suspense: un elemento narrativo que parece importantísimo, pero que solo sirve para mover la historia. En su caso lo que generalmente le interesaba era una historia de amor. En Encadenados (1946) Ingrid Bergman también está encerrada en una casa, y encima con un nazi. El MacGuffin es encontrar unas botellas de uranio, pero recuerdas la película por su beso sin principio ni fin con Cary Grant, y la forma de mirar de ella cuando está enamorada, aunque no lo diga. Un día estaremos todos vacunados de espanto, tendremos rechazo a mirar al pasado, pero luego recordaremos cosas que no dijimos, y escenas que ahora nos parecen sin misterio".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 5954
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 23 de abril de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] El blog secreto de MM. Publicada el 27 de octubre de 2009





La actriz Marily Monroe, leyendo a Joyce


Siento de veras que el título de mi entrada de hoy haya podido despistar a más de uno y que llegara al blog atraído por la posibilidad de que un servidor de ustedes hubiera podido encontrar la bitácora secreta de Norma Jean Monterson, más conocida por su nombre artístico de Marilyn Monroe, y trágicamente fallecida (asesinada, dicen algunos) en agosto de 1962, a los treinta y seis años de edad.


Lo siento, no me refería a ella, aunque de haber llevado Marilyn un blog les aseguro que lo hubiera leído con sumo placer. La persona a la que me refiero con las siglas "MM", y que escribió una serie interesantísima de reflexiones personales sobre los más diversos aspectos de la vida y de la sociedad de su tiempo -no en un blog, por supuesto, pues lo hizo a finales del siglo XVI-, fue mi admirado Michel de Montaigne (1533-1592), un humanista francés de noble cuna, que fue juez y consejero en el Parlamento de Burdeos y alcalde de dicha ciudad.

Sus "Ensayos" (Cátedra, Madrid, 1962), a los que ya he hecho mención numerosas veces, pueden leerse con la misma facilidad y placer que se leen algunos blogs, magistralmente escritos (no como éste, mediocre, que ojean ahora mismo), que pululan por el universo de Internet. No otra cosa que un erudito blog son sus "Ensayos". Y como tantos otros blogs, éste entre ellos, sus autores nos paramos a reflexionar de vez en cuando sobre sobre los "por qué, para qué y para quién" los escribimos.

Dice Montaigne en su Prólogo al Lector: "Es éste un libro de buena fe, lector. De entrada te advierto que con él no me he propuesto más fin que el doméstico y privado. En él no he tenido en cuenta ni el servicio a ti, ni mi gloria. No son capaces mis fuerzas de tales designios. Lo he dedicado al particular solaz de parientes y amigos: a fin de que una vez me hayan perdido (lo que muy pronto les sucederá), puedan hallar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y así, alimente más completo y vivo, el conocimiento que han tenido de mi persona. Si lo hubiera escrito para conseguir el favor del mundo, habríame engalanado mejor y mostraríame en actitud estudiada. Quiero que en él me vean con mis maneras sencillas, naturales y ordinarias, sin disimulo ni artificio: pues píntome a mí mismo. Aquí podrán leerse mis defectos crudamente y mi forma de ser innata, en la medida en que el respeto público me lo ha permitido. Que si yo hubiese estado en esas naciones de las que se dice viven todavía en la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que gustosamente me habría pintado por entero, y desnudo. Así, lector, yo mismo soy la materia de mi libro: no hay razón para que ocupes tu ocio en tema tan frívolo y vano. Adiós pues; de Montaigne, a uno de marzo de mil quinientos ochenta".

¿Hermoso texto, no es cierto? Pues bien, en el capítulo XXXIX del Libro I de sus "Ensayos", Michel de Montaigne aclara muy bien que, en realidad, todo escritor escribe en verdad para sí mismo, en un doloroso, y a veces narcisista, ejercicio que no llega a "paja mental" pero se le parece. Lo de "paja mental", es lo que nos hacemos la mayoría de los blogueros españoles a juicio de mi también admirado Javier Marías, aunque en este caso concreto piense que se ha pasado tres puertos, pero en fin, es una opinión...

Dice Montaigne sobre esto de los "por qué-para qué-para quién": "Dejad junto a los otros placeres el que nace de la aprobación de los demás; y en cuanto a vuestra ciencia e inteligencia no os preocupéis, que no perderá sus efectos y así valdréis más vos mismo. Acordáos de aquél que cuando le preguntaron para qué se esforzaba tanto en un arte cuyo conocimiento podía llegar a tan poca gente, respondió: Me basta con muy pocos, me basta con uno, me basta con ninguno. Decía verdad: vos y otro compañero sois público suficiente el uno para el otro, o para vos mismo".

Pues, eso; con lo bien que lo dice Montaigne, para qué lo voy a explicar yo... Por cierto, si quieren leer sus Ensayos, los pueden leer en el enlace anterior de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de la Universidad de Alicante. Estoy seguro de que me lo agradecerán, pero tampoco pasa nada si no lo hacen. Lo interesante es que los lean, sin prisas, saltando de uno a otro, sin orden aparente. Seguro que los disfrutarán. HArendt




Retrato de Michel de Montaigne



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 5950
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 19 de abril de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Miedo



Dibujo de Raquel Marín para El País


El poder ha buscado controlar el temor, pero normalmente se le ha ido de las manos. La política y la civilidad de la democracia por lo común consiguen atarlo; soltarlo o jugar con él es de irresponsables, dice en el Especial de hoy domingo [Miedo al  miedo. El País, 16/4/2020] la filósofa Amelia Valcárcel. 

"La pintura El triunfo de la muerte de Brueghel que guarda el Museo del Prado  -comienza escribiendo Valcárcel- es un auténtico paisaje mental del pasado, pero sigue siendo motivo de una extraña atracción hoy para sus admirados visitantes. Pasan un tiempo mucho mayor ante ella que ante otras obras de la misma sala. A Rafael Sánchez Ferlosio le fascinaba. Poco misterio tiene porque sólo pinta una cosa, el miedo. Desde hace muy poco ya no nos resulta difícil ponernos en el cuerpo de quienes vivían, por ejemplo, en medio de una de las grandes pestes. En ese cuadro los ejércitos de esqueletos avanzan sobre gentes que no saben ni cómo oponerse a ellos ni adónde escapar. Ha llegado la Gran Niveladora y asistimos a su triunfo.

Bocaccio sitúa el inicio de su Decamerón en la feliz y aliviada reunión de afortunados que han logrado escapar de ella en un entorno paradisiaco: un fresco y vivo jardín. Los diez afortunados se burlan y la burlan contando historias a la hora de la fresca siesta. Por el contrario, en la pintura de Brueghel se nos muestran hombres que caen derrumbados en el segundo que tardan en echar los dados sobre la mesa. Se han puesto a beber y jugar para olvidar, y allí mismo, en un instante, se les siegan sus vidas. El banquete se ha interrumpido de modo abrupto, igual que el juego. Los naipes caen bajo la mesa. Un esqueleto trae el siguiente plato: porta en una bandeja una calavera. Un caballero intenta en vano desenvainar la espada: con la muerte no se puede luchar. Mientras hilan o mientras trabajan, mientras cantan… la muerte a todos empuja hacia un ataúd inmenso al cual todos acabarán por entrar. Sonaron las trompetas y no hay piedad.

El mundo que nos ha precedido tenía buenos motivos de miedo, por eso lo conocía bien, lo dividía en tipos y también los clasificaba por su orden. Está el simple miedo, pero con él coexisten el miedo pánico, el espanto, el temor, el terror, el pavor, el horror. Cada uno posee su campo semántico propio por buenas razones. El miedo que angustia no es el que hace verter lágrimas, ni tampoco el que deja petrificado es el mismo miedo que hace temblar. No es el mismo el miedo súbito que el que se mete fría y lentamente por los huesos.

El mundo que emerge de la Baja Edad Media es un mundo lleno de fuentes de fundado temor. La vida no estaba asegurada, la muerte era un fenómeno visible y constante, la enfermedad raramente se curaba, los desastres de fortuna acechaban en forma de incendios, robos, asaltos, inundaciones, rayos... y, por si esto fuera poco, la guerra era siempre de esperar. La guerra era sin duda lo peor porque todo lo juntaba. Sus aliados, la pérdida de cosechas, la carestía, el hambre y la peste campaban. Era el infierno en la tierra. Y abría sus puertas cada poco tiempo de tal modo que prácticamente ninguna generación humana se libraba de conocerla durante sus años de vida. Ha sido la compañera inevitable de la vida humana.

En realidad, el mundo ha dejado de ser apocalíptico hace bien poco, si es que verdaderamente lo ha dejado y no se trata tan sólo, esta nuestra larga paz, de una suspensión temporal de usos y costumbres. Las gentes que nos precedieron en la Edad Moderna vivían administrando prudentemente el miedo. Se educaban en él y lo conocían bien. Y la misma política era, y quizá aún no lo ha dejado de ser, un diestro manejo de él: el arte de mezclar amor, temor y disuasión. Todos padecían el miedo propio y se burlaban del ajeno. Disfrutaban con lo que pone los pelos de punta. Se divertían con la crueldad. Se parapetaron en murallas que adornaban con los trozos de cadáveres de cuya ejecución pública habían gozado. El miedo es lo que brilla tanto en las torres como en los garfios que frecuentemente las adornan. No eran para colgar dorados pendones.

El miedo presidía también las relaciones religiosas y los movimientos populares, sobre todo cuando, inopinadamente, se salía de su cauce. Hubo épocas de “gran miedo”. Nos avisa Montaigne de que el miedo trastorna el juicio, vuelve insensata a la persona más prudente y llega incluso a provocar alucinaciones. Momentos ha habido en que se ha apoderado de las gentes sin que ni los más bajos ni tampoco sus señores pudieran evitarlo ni ponerle coto. Se ha presentado y echado de la escena a todo lo demás. Cuando se ha vuelto la emoción prevalente, como en las grandes pestes, las guerras de religión, las hambrunas y los desastres, entonces ha buscado además chivos expiatorios. La dinámica es conocida: se instala el rumor, crece, se embola, adviene el miedo, se pierde el camino y comienza la búsqueda del responsable que ha de pagar por todo. Estalla la persecución de las víctimas que han de sufrir la hecatombe. Hay víctimas con muchos más boletos que otras: aquellas que se supongan siempre en la parte exterior del propio grupo, o que allí se las pueda colocar. Son los señalados como parte de la quinta columna de Satanás. Siempre son los mismos, los diferentes y las mujeres.

Un historiador enorme, Jean Delumeau, nos enseña casi todo lo que hay que saber sobre el miedo y cómo Occidente cayó bajo su dominio, el del diablo y su corte, en más de una señalada ocasión, al menos hasta los tiempos ilustrados, que nunca lo fueron tanto como nos parecen. Y los tiempos posteriores a Las Luces tampoco le han sido inmunes. Él se ha especializado en estudiarlo en una obra magistral, El miedo en Occidente. En realidad, nos dice, conocemos que existe el miedo de dos maneras: por su expresión visible y masiva y porque aparezca el señalamiento de víctimas. Si aparece un grupo al que se culpa de desastres odiosos, sepamos que es el miedo quien está ocupando la escena.

A veces el miedo es inoculado adrede y con crueldad para desviar la atención. A veces campa por su propia fuerza. En todos los casos es poderoso y él mismo temible. El poder ha buscado su manejo, asunto difícil porque normalmente se le ha ido de las manos. El miedo no es un perrillo obediente, es un lobo. Gustave Le Bon sabía bastante de esto. Las masas son ante todo sugestionables y harán cosas que los individuos que las componen ni osarían ni aprobarían. Cuando aparece, la emoción se contagia rápidamente. Al miedo nada le asombra aunque todo le desconcierta. Suspende cualquier reflexión. Es una respuesta que ha sido colocada demasiado dentro de nosotros. Vive agazapado por si resultara necesaria una respuesta extrema a la supervivencia. Es primo carnal de Argos. Hay que andarse con pies de plomo para no despertarlo.

Nada más sensato que detenerlo. La política y la civilidad de la democracia por lo común consiguen atarlo. Soltarlo o jugar con él es de irresponsables. Hay que tener miedo al miedo. Mantenerlo a raya. No darle canal. No señalar ni ayudar a que otros señalen. Es mucho más fácil despertarlo y que eche a correr sin freno que hacerlo regresar a su sitio y atarlo. Eso lo tienen que tener siempre escrito en letras de bronce tanto quienes nos gobiernan como aquellos que pretendan hacerlo. Cave canem".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




La filósofa Amelia Valcárcel


La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 5939
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 17 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Prósopon



Estación de Renfe, en Valencia. Fotografía de Mónica Torres


Todos tenemos un aire teatral, de conspiradores de dramón, con las mascarillas puestas, comenta en el A vuelapluma de hoy viernes [La máscara. El País, 15/4/2020] el escritor Vicente Molina Foix. "No será el mejor papel de su vida, -comienza diciendo Molina Foix- pero el monólogo ex abrupto de Juan Echanove al ministro Uribes quedará: en la historia de nuestra pandemia o en la del teatro. Quizá en las dos. Echanove habla en ese vídeo, y el pasado domingo en La Sexta, de la mutabilidad de la política. En sus 42 años de profesión dice haber visto pasar por el puesto a muchos ministros de Cultura que ya no son nada, y él sigue ahí, subido a las tablas. No es una vanidad, sino un recordatorio. Ciertos legisladores dejan rastro de estadistas o de canallas, pero son mayoría los ministros que no dejan ni rostro ni memoria de su nombre. Por el contrario, los actores persisten, ya que poseen, sean grandes estrellas o característicos, el supremo misterio de la encarnación humana. Nos hacen disfrutar y llorar, como una sinfonía o un poema, pero su constancia física, incluso su deterioro cuando envejecen ante las candilejas, nos fija a ellos, aun diciendo palabras que no son suyas. ¿Idolatría de fans desquiciados? Se trata más bien del apego casi familiar, y por ello amoroso, a los seres que toda la vida nos han llevado al cine, a un concierto en vivo, y que, cuando había poco teatro, los mayores descubrimos en un televisor en blanco y negro, el color de nuestra posguerra. Ministros celebérrimos de mi juventud: Nieto Antúnez, José Solís, la sonrisa del régimen de Franco. ¿Dicen hoy algo esos nombres, salvo a los expertos y a los ancianos que aprendieron a odiarles o les veneraron? Mientras que gente joven de hoy celebra entre risas las payasadas de Gracita Morales, sin olvidar, de aquella misma época, la voz de un Fernán Gómez o un Rabal. Todos tenemos un aire teatral, de conspiradores de dramón, con las mascarillas puestas. El día que nos las quitemos ahí estará el cómico para ponerse la verdadera máscara de la ficción que da vida".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 5932
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 16 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Un cielo tan límpido



Vista de la sierra de Madrid, desde la Gran Vía. Foto de Nacho Carretero


¿Lecciones del sabio virus?, se pregunta en el A vuelapluma de hoy [Lecciones del sabio virus. El País, 15/4/2020] el escritor Manuel Jabois: ninguna, responde. "Hace unos días, -comienza diciendo Jabois- el periodista Nacho Carretero publicó en Twitter una foto del cielo de Madrid. Era un cielo tan azul y limpio que al fondo se podían ver las cumbres nevadas de la sierra. Era algo aún peor: una foto bella. Ya saben que entre tanta muerte y tanto dolor, la belleza siempre produce “una cierta cosa extraña”, que es lo que dijo Pla a Pániker con la misma soltura que un Meursault: “Mi madre murió hace 15 días, y esto, claro, siempre produce una cierta cosa extraña”. A Carretero le dijeron que la foto no venía a cuento y él tuvo que explicar que su posición editorial respecto a su propia foto no era la de mantener ese cielo limpio “cueste lo que cueste”. Hay pocas cosas más periodísticas que contar, en tu perfil sobre un asesino en serie, que el hombre promovía la caridad, defendía a los más débiles y ayudaba a cruzar la acera a los ciegos. De ahí a titular Un gran hombre querido por todos hay un trecho, del mismo modo que se puede decir que un mundo sin contaminación es un mundo mucho más bello y más limpio, pues como el mundo se ha vaciado de gente, el aire se ha vaciado de mierda, sin que eso signifique que la noticia más importante de la Covid-19 sea el paisaje, ni que haya que programar más pandemias.

Al menos todavía no estamos tan acostumbrados a la contaminación como para salir a la calle, ver el cielo tan claro y que se nos doblen las rodillas de miedo, del mismo modo que hay belleza en una playa vacía un día de sol, pero si te dicen que ese día de sol es el 18 de julio de 1936 la belleza se convierte en terror, como sabe Manuel Rivas.

Y sin embargo, poco a poco y sin darnos cuenta, el virus ha traído consigo un fenómeno inesperado: lecciones. Se supone que, si lo sobrevivimos, hay que aprender de él. Lecciones a partir de pequeñas noticias positivas que, reunidas, nos dan la oportunidad de cambiar: no era un virus, era un coach. Hasta Ricardo Darín se ha sumado al decir que la economía se tambalea porque consumimos cosas que no necesitamos, como si estrictamente necesitásemos algo más que agua, techo y pan. Qué economía se tambalea, ¿la de Amazon, especialista en productos de primera necesidad? ¿Por qué no vamos a poder disfrutar de lo que no necesitamos, pero nos apetece disfrutar o aspirar a disfrutarlo?

Más allá de esto, lo cierto es que desde los primeros días se produjo una especie de movimiento terapéutico que venía a contextualizar el virus, con lo que eso supone, cuando no directamente descargarlo de responsabilidad, que por supuesto era nuestra.

Y así, el virus lo mismo nos mata o nos encierra en casa que nos enseña cosas de la Tierra, expresa la cólera de Dios, nos habla de nuestro estilo de vida, nos señala la economía, nos reorganiza como sociedad, nos ha salido ecofriendly y promueve ahorro de energía, es un virus anticapi y, al mismo tiempo, un virus facha que le dice al feminismo las únicas prioridades sociales: las pandemias, los meteoritos y los terremotos. Un virus que, en esta carrera enloquecida de desencriptadores ideológicos, hará campaña electoral en las próximas generales para contarnos lo que debemos hacer para que no vuelva, como cuando ETA nos señalaba, generosa, el camino de la paz".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 5929
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 14 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] La plaga



Dibuo de Nicolás Aznárez para El País


Esta plaga sin rostro parece amenazar con absorber todo nuestro ser. Pero, cuando pase, es posible que una nueva conciencia de la brevedad y la fragilidad de la vida empuje a la gente a cambiar sus prioridades, comenta en el A vuelapluma de hoy martes [Un mismo tejido humano infeccioso. El País, 12/4/2020] el escitor israelí David Grossman.

"Esta plaga es más grande que nosotros -comienza diciendo Grossman-. Más poderosa que cualquier otro enemigo de carne y hueso que hayamos imaginado o visto en el cine. De vez en cuando se abre paso hasta nuestro corazón la aterradora idea de que esta vez, quizá, vamos a perder la guerra. El mundo entero. Como cuando la “gripe española”. Enseguida descartamos la idea, porque no es posible. ¡Estamos en el siglo XXI! Somos seres avanzados, informatizados, dotados de armas y medios de destrucción infinitos, protegidos por antibióticos, inmunizados. Sin embargo, esta plaga nos dice que las reglas del juego son diferentes, tan diferentes que, de hecho, no hay reglas. Contamos con miedo, cada hora, los enfermos y los muertos en todo el mundo. Y el enemigo no da señales de cansancio en su labor de cosecha y utilización de nuestros cuerpos para multiplicarse.

Esta plaga sin rostro, violenta y desoladora parece amenazar con absorber todo nuestro ser, de pronto tan frágil e impotente. Y ni siquiera las innumerables cosas que se han dicho en los últimos meses han logrado hacerla un poco más comprensible y predecible.

“Una plaga no está hecha a la medida del hombre; por eso nos decimos a nosotros mismos que no es más que una pesadilla, un mal sueño que pasará”, escribió Albert Camus en su novela La peste. “Pero no siempre pasa, y, de mal sueño en mal sueño, son los hombres los que fallecen... Creían que todavía todo era posible para ellos; lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles... ¿Cómo iban a pensar en algo como la peste, que suprime el porvenir?”.

Ya sabemos que hay cierto porcentaje de la población que se infectará con el virus. Cierto porcentaje morirá. En Estados Unidos se habla de un millón de fallecidos. La muerte se ha vuelto muy tangible. Quienes pueden, se reprimen. Pero los que tienen una imaginación muy activa —como yo, por ejemplo, así que lean esto con una dosis de escepticismo— se entregan a hipótesis que se multiplican tan deprisa como la tasa de infección. Cada vez que me encuentro con gente, me planteo sus posibilidades en la ruleta de la epidemia. Y mi vida sin esa persona. Y su vida sin mí. Cualquier conversación podría ser la última.

El círculo se cierra cada vez más. Al principio nos dijeron que “cerraban los cielos” (qué expresión). Luego cerraron los amados cafés, los teatros, los campos de deportes, los museos. Las guarderías, las escuelas, las universidades. Una tras otra, la humanidad apaga sus linternas.

De pronto, en nuestra vida ha irrumpido una catástrofe de dimensiones bíblicas. Todo el mundo participa en este drama. Nadie se queda fuera. Nadie tiene un papel menor. En una matanza tan masiva, los muertos no son más que números, anónimos y sin rostro. Pero, cuando miramos a nuestros seres queridos, sentimos que cada persona es una cultura entera, infinita, cuya desaparición eliminaría del mundo a alguien insustituible. La singularidad de cada uno grita desde dentro y, así como el amor nos hace distinguir a una persona de todas las demás, ahora es la conciencia de la muerte la que lo hace.

Y bendito sea el humor, la mejor forma de soportar todo esto. Cuando podemos reírnos del coronavirus, en realidad estamos diciendo que todavía no estamos del todo paralizados. Que todavía podemos movernos y hacerle frente. Que seguimos combatiéndolo y que no somos solo víctimas indefensas (somos víctimas indefensas, pero hemos inventado una manera de evitar el horror de saberlo e incluso divertirnos con ello).

Para muchos, la plaga puede acabar siendo el acontecimiento más trascendental de sus vidas. Cuando todo pase y la gente salga de sus hogares después del largo encierro, quizá se articulen nuevas y sorprendentes posibilidades. A lo mejor la tangibilidad de la muerte y el milagro de haber escapado a ella constituirán una sacudida. Muchos perderán a sus seres queridos. Muchos se quedarán sin trabajo, sin ingresos, sin dignidad. Pero también es posible que algunos no quieran regresar a sus vidas anteriores. Que algunos —los que puedan, claro— dejen el trabajo que los asfixió durante años. Algunos decidirán abandonar a su familia. Separarse de sus parejas. Traer un hijo al mundo o todo lo contrario. Otros saldrán del armario (de cualquier tipo de armario). Unos empezarán a creer en Dios. Otros, creyentes, apostatarán. Tal vez la conciencia de la brevedad y la fragilidad de la vida incitará a la gente a establecer otras prioridades. A separar con más ahínco el trigo de la paja. A comprender que el tiempo, y no el dinero, es el recurso más preciado.

Habrá quienes por primera vez duden sobre decisiones tomadas, opciones ignoradas y concesiones hechas. Sobre los amores que no se atrevieron a sentir. Sobre las vidas que no se atrevieron a vivir. Hombres y mujeres se preguntarán por qué arruinaron sus vidas con relaciones que las llenaron de miseria. A otros, de pronto sus opiniones políticas les parecerán equivocadas, basadas exclusivamente en miedos o valores que se han desintegrado durante la epidemia. Quizá algunos desconfiarán de por qué su nación ha luchado durante generaciones y ha creído que la guerra es un mandato divino. Tal vez esta experiencia tan difícil haga que la gente aborrezca los nacionalismos, por ejemplo, y todo lo que subraya la separación, el extranjero, el odio y la trinchera. Algunos se preguntarán quizá, por primera vez, por qué los israelíes y los palestinos siguen batallando entre sí, arruinando sus vidas desde hace más de mil años en una guerra que podría haberse resuelto hace mucho.

El mismo hecho de ejercer la imaginación desde las honduras de la desesperación y el miedo posee su propia fuerza. La imaginación no solo ve las fatalidades, sino que también hace que nuestra mente sea libre. En tiempos de parálisis, la imaginación es como un ancla que arrojamos hacia el futuro, para que tire de nosotros hacia él. La capacidad de concebir una situación mejor significa que aún no hemos dejado que la plaga y la desolación se apoderen de todo nuestro ser. Por eso podemos esperar que quizá, cuando termine la epidemia y llegue la curación, la humanidad se inunde de un espíritu diferente, de sosiego y frescura. Quizá veamos en la gente, por ejemplo, señales de inocencia sin un atisbo de cinismo. Quizá la dulzura se convierta en moneda corriente. Tal vez comprenderemos que la pandemia asesina nos ha dado la oportunidad de liberarnos de capas de grasa y sucia codicia. De ideas espesas y sin criterio. De una abundancia que se ha vuelto exceso y ya ha empezado a ahogarnos.

Es posible que la gente mire los perversos resultados de la sociedad de la abundancia y el exceso y sienta náuseas. Quizá se dé cuenta ingenuamente de que es terrible que haya personas tan ricas y personas tan pobres, que un mundo tan rico y rebosante no ofrezca igualdad de oportunidades a todos los que nacen. Estamos descubriendo que todos formamos un mismo tejido humano infeccioso. Lo que es bueno para cada uno es bueno para todos. Lo que es bueno para el planeta es bueno para nosotros, nuestro bienestar, nuestro aire limpio y el futuro de nuestros hijos.

Y tal vez los medios de comunicación, que tanto ayudan a escribir el relato de nuestra vida y nuestra época, se pregunten también con sinceridad cuánto han contribuido al sentimiento de náusea general en el que estábamos sumidos antes de la plaga. Por qué teníamos la sensación de que algunas personas nos manipulaban mientras esos medios nos contaban nuestra trágica y complicada historia de forma grosera y cínica. No hablo de la prensa seria, sino de los “medios de masas”, que hace mucho pasaron de ser medios para las masas a ser medios que convierten a la gente en una masa.

¿Será verdad algo de todo esto? ¿Quién sabe? Y, aunque sea verdad, me temo que pronto se desvanecerá y todo volverá a ser como era antes de la epidemia, antes del diluvio. Es difícil saber lo que vamos a vivir hasta entonces. Pero haremos bien en seguir haciendo preguntas, a modo de medicina, hasta que se encuentre una vacuna".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 5923
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)