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viernes, 23 de agosto de 2019

[PENSAMIENTO] A propósito de la posverdad



Karl Marx y su hija Jenny


El profesor Emilio Lamo de Espinosa, catedrático de Sociología en la Universidad Complutense, presidente del Real Instituto Elcano y académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, escribe en Revista de Libros un interesante artículo titulado "A propósito de la posverdad. Marx, Nietzsche y la deriva idealista de la izquierda política". 

Me propongo comentar, comienza diciendo Lamo de Espinosa, el tema de las fake news y la posverdad, de lo que podríamos llamar los «tiempos» y los «espacios» de la posverdad, pues me atrevo a detectar en ello algo más profundo que una simple consecuencia inintencionada de los nuevos medios de comunicación, de las redes sociales o los «trinos», y que va también más allá (o más acá) de los populismos y nacionalismos actuales, y que hunde sus raíces en un cierto Zeitgeist posmoderno y, por supuesto, pos- (y anti-) ilustración. En definitiva, tratare de argumentar que la llamada posverdad es una poderosa corriente intelectual, con hondas raíces históricas y con amplia extensión, no solo popular, sino incluso académica.

Y me serviré para iniciar el camino de un comentario que formuló Max Weber hace ya más de un siglo. Decía Weber: «Puede medirse la honestidad de un filósofo contemporáneo por su posición en relación con Marx y con Nietzsche». Y añadía: «Nuestro mundo intelectual ha sido conformado en gran medida por Marx y Nietzsche». Creo que tenía (y sigue teniendo) razón, aunque argumentaré que hay una gran asimetría en el modo como uno u otro han conformado nuestro mundo mental, en el modo como hemos «dado cuenta» de ellos.

Efectivamente, creo que, en este pasado bicentenario, sí hemos dado cuenta de Marx, lo hemos asimilado, e incluso superado. No es exagerado decir que todos somos marxistas, como somos weberianos, o kantianos, o hobbesianos. Todos ellos forman parte de nuestro arsenal cognitivo, de nuestros mapas conceptuales y de nuestro lenguaje. Decía Xabier Zubiri que los griegos o los romanos no son nuestros clásicos, sino que nosotros somos griegos o romanos: del siglo XX, pero somos aún ellos. Y por eso son clásicos. Otro tanto podemos decir de esos autores, clásicos asimilados, hasta el punto de que no podemos pensar sin usarlos de algún modo, pues están dentro de nosotros. Tanto que, más que pensarlos nosotros a ellos, son ellos quienes nos piensan dentro de nosotros. Nos han enseñado a pensar de cierto modo, son –como decía Émile Durkheim– manières de penser, mucho más que maîtres à penser (que lo fueron quizás inicialmente), hábitos adquiridos de pensamiento.

Algo similar ocurre con Marx, aunque de modo paradójico. Pues así como la izquierda se ha vuelto idealista –como argumentaré más tarde–, la derecha se ha vuelto marxista. Pero sin saberlo. Cuando Bill Clinton, en la campaña de 1992, dijo aquello de «Es la economía, estúpido», o cuando Mariano Rajoy y el PP confiaban en la buena marcha de la economía para resolverlo todo, menospreciando la política, representan un economicismo tecnocrático, que lo espera todo de la economía y que le debe mucho a Karl Marx. No voy a insistir, pero, por ejemplo, cuando hemos atribuido los nuevos populismos, Vox incluido, principalmente a la crisis económica, al llamado «precariado» o la desigualdad, creo que cometemos el mismo error de menospreciar la relevancia de las ideologías y, en definitiva, de la cultura, para la política. Podríamos llamarlo «marxismo naíf», que menosprecia la «superestructura» ideológica, por recordar la vieja jerigonza.

Pues bien, no ocurre lo mismo con Nietzsche, con quien creo que tenemos una cuenta pendiente, pues me temo que también somos nietzscheanos sin saberlo, pero, en este caso, sin haber ido más allá de él, sin haberlo asimilado y, por lo tanto, superado. El punto de partida (no superado) lo expresa una famosa cita de los Fragmentos póstumos, apuntes y anotaciones que dejó sin publicar, pero editados en 1967 por Giorgio Colli y Mazzino Montinari en Berlín:

Contra el positivismo, que se queda en el fenómeno «sólo hay hechos», yo diría, no, precisamente no hay hechos, sólo interpretaciones. No podemos constatar ningún factum «en sí»: quizá sea un absurdo querer algo así. «Todo es subjetivo», decís vosotros: pero ya eso es interpretación, el «sujeto» no es algo dado, sino algo inventado y añadido, algo puesto por detrás.— ¿Es en última instancia necesario poner aún al intérprete detrás de la interpretación? Ya eso es invención, hipótesis.

En la medida en que la palabra «conocimiento» tiene sentido, el mundo es cognoscible: pero es interpretable de otro modo, no tiene un sentido detrás de sí, sino innumerables sentidos, «perspectivismo».

Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo: nuestros impulsos y sus pros y sus contras. Cada impulso es una especie de ansia de dominio, cada uno tiene su perspectiva, que quisiera imponer como norma a todos los demás impulsos (Fragmentos póstumos, IV, 7 [60]).

Es esta una cita que resume muchas e importantes ideas. Las resumo en tres: 1) Todo es interpretación, pues no hay hechos sino para alguien; 2) El conocimiento es una «perspectiva» de lo real; 3) El conocimiento parte de los impulsos que son, a su vez, un ansia de dominio, una «voluntad de poder».

Todo ello es muy relevante hoy, sobre todo el punto primero, pues si con Nietzsche y la «muerte de Dios» entrábamos en el relativismo moral («Bueno y malo son sólo interpretaciones, y de ninguna manera un hecho, un “en sí”»), con la idea de que no hay hechos, sino interpretaciones («también la esencia de una cosa es sólo una opinión sobre la “cosa”») nos instalamos en el relativismo cognitivo. No es que no sepamos distinguir lo Bueno de lo Malo; lo que es preocupante es que tampoco podemos hacerlo con lo Cierto y lo Falso, lo cual es dramático. Y si la búsqueda de una Moral objetiva y racional es una tarea bien difícil (si no imposible), la duda lanzada sobre el conocimiento es más radical, más nihilista si cabe. Pues la frase «no hay hechos, sólo interpretaciones» es casi el eslogan del posmodernismo antiilustrado y de la posverdad. Desde luego, a Donald Trump le encantaría esta afirmación: es casi su mantra cotidiano. «Hechos alternativos».

En la cita de Nietzsche percibimos, sin duda, la herencia envenenada y tóxica del historicismo alemán y su crítica a la Ilustración, la herencia de Johann Gottfried Herder (siempre detrás de nacionalismos o idealismos), de su ataque a Montesquieu y el imperialismo parisiense de la Razón (con mayúscula y única), y la defensa de la diversidad de razones, cada una asentada en un Volk, en un pueblo, por supuesto constituido a su vez por una lengua. Una lengua cuyos límites son los límites del mundo, en la hipótesis de Sapir-Whorf, repetida una y otra vez, a pesar de que su falsedad se ha demostrado también una y otra vez.

Efectivamente, si la Ilustración argumentaba que hay una sola Razón, apoyada en la naturaleza humana («tous les hommes ont un esprit également juste», decía Claude-Adrien Helvétius), idéntica en todas las partes y en todos los tiempos, el historicismo la rompe según tiempos y espacios. No hay pueblos más cerca de la Verdad, pues, como decía Leopold von Ranke, todos están igualmente cerca de Dios. A cada Volk, a cada pueblo, a cada identidad, su verdad, distinta para el castellano o el catalán, para el hombre o la mujer, para el homosexual o el heterosexual, para el colonizado o el colonizador, etc., etc. Si los ilustrados enraizaban la Razón en la Naturaleza, el historicismo va a asentar las variadas razones en la Cultura y la Historia. Para ellos, la razón y el conocimiento no son la variable independiente, sino, al contrario, algo que depende del sustrato orgánico pueblo-cultura-lengua, en una radical sociologización (y disolución) de la Razón para hacer de ella razones, en minúsculas y en plural.

Pero el problema es evidente: si hay diversas y variadas razones, ¿quién tiene razón? El historicismo abrió la puerta al relativismo cognitivo y en él hunde sus raíces el Zeitgeist de la posverdad. Es por ello por lo que a comienzos del pasado siglo surgió un profundo debate para solventar la paradoja del historicismo. El «perspectivismo», apuntado ya por Nietzsche, se desarrolla en Max Scheler, en Karl Mannheim y en Ortega y Gasset. Pero, ¿por qué la suma de perspectivas va a proporcionarnos una visión objetiva y no un reforzamiento de sesgos y prejuicios? Mannheim acudía por ello al «intelectual flotante», desclasado, sin prejuicios, que observa el mundo desde la distancia de su no-posición social (y György Lukács hacía lo mismo, pero con el proletariado, la clase fuera de todas las clases). Pero, ¿acaso no son los intelectuales una clase, la «nueva clase»? Y por ello la respuesta del neopositivismo del Círculo de Viena será casi el negativo de Nietzsche y de los perspectivistas, y el primer Wittgenstein, el del Tractatus, dirá lo contrario:

El mundo es el conjunto de los acontecimientos, de los hechos, y, en último término, de los estados de cosas existentes. Los estados de cosas constan de cosas, son relaciones entre cosas.

Para el primer Wittgenstein, el mundo es una colección de cosas, de hechos. ¿Acaso las interpretaciones no son también hechos? Hechos de conciencia si se quiere, subjetivos, pero hechos, medibles y cuantificables como cualquier otro. Así pues, hechos sin interpretaciones para unos, o interpretaciones sin hechos para los otros. Mal dilema.

La nueva izquierda neocomunista, eurocomunista, iniciará su deriva hacia el historicismo al potenciar la super- sobre la infra-, la cultura sobre la economía, el «hombre nuevo» sobre la «sociedad nueva» y el «socialismo real». Es el eurocomunismo, es Antonio Gramsci y su idea de hegemonía, hoy ciertamente hegemónica. Y mayo del 68 acabará de diluir el materialismo marxista en un pensamiento que le debe más al consumo que a la producción, más a la comunicación que al trabajo, y que, en todo caso, se escapa de la realidad y huye de los hechos: «Mis deseos son la realidad. La imaginación toma el poder. Comiencen a soñar. Abajo el realismo socialista». Y sobre todo: «Sean realistas: pidan lo imposible». En el contraste entre el Partido Comunista Francés y los jóvenes estudiantes rebeldes, serán estos quienes acabarán definiendo el lenguaje e interpretando el mundo. Pasamos de una ética materialista de la escasez y el trabajo a una moral posmaterialista de la abundancia y el consumo, una ética de la autorrealización y de la identidad. Lo que importa son los estilos de vida, los lifestyles, las identidades, lo que (se supone que) somos, no lo que hacemos.

Jacques Derrida, Jacques Lacan y, sobre todo, Michel Foucault dará a este idealismo una vuelta de tuerca casi definitiva. No hay hechos sino interpretaciones, cierto, pero es el Poder quien interpreta. Cada individuo crea su interpretación, su verdad, pero es el Poder (magnificado, ubicuo, omnipresente y reificado) el que dispone de los medios para imponer su (única) interpretación a los demás. Llevando al extremo la tesis de que «la ideología dominante es la de la clase dominante», la verdad es un reflejo del poder, una verdad engañosa, siempre una verdad de dominio frente a la que solo cabe la crítica y la de-construcción. Frente a la construcción ideológica de los dominantes, la política consiste en la deconstrucción, en la reinterpretación.

De Nietzsche a Gramsci, a Foucault, al significante vacío de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, sólo hay un paso. Mezclado con el control de «la agenda», el framing y el labelling (enmarcar e identificar), con George Lakoff. Cómo no pensar en un elefante, cómo no pensar en la casta, en el «régimen del 78», por ejemplo. Pronuncias la palabra y te atrapa.

Donald Trump habría saltado de alegría ante esta afirmación de que la verdad es el poder. De hecho, la practica a diario: mi poder es mi verdad, y no hay otra.

Hay que tener cuidado con no tirar al bebe con el agua sucia, pues este giro paradigmático hacia la comunicación ha tenido mucho bueno. El llamado «giro lingüístico» de la filosofía, que comienza con Hans-Georg Gadamer y el segundo Wittgenstein y se extiende por todas las ciencias sociales, ha implicado recobrar el «lado activo del conocimiento». No hay conocimiento sin interés que lo justifique, dice Jürgen Habermas, y antes Karl Mannheim (y antes Nietzsche, como veíamos). Toda verdad responde a un interés y emerge en un espacio y un tiempo que la hace relevante. Tiene raíces, es local y temporal. Sin interés no hay conocimiento. Cierto, pero eso no lo agota, pues la motivación psicológica o la causa de un enunciado no elimina ni cancela su verdad o falsedad. Puede que el descubrimiento del ADN haya sido consecuencia de la ambición desmedida de unos científicos, o de una casualidad, o de su ansia de poder, o de que se enfadaron con su mujer esa mañana: no importa. Lo que sí importa es que es así, es un hecho, es cierto. La ciencia no deja de serlo porque haya sido generada por individuos ambiciosos, venales, machistas o imperialistas.

Hay aquí una grave confusión que, por fortuna, Marx no compartía. Y que se soluciona (se supera) aceptando que los humanos vivimos en un mundo bidimensional y que hay que atender a sus dos dimensiones. Por una parte, un mundo de hechos, de cosas materiales; pero, por otra, hechos y cosas que son interpretadas, que tienen un sentido, socialmente construido. Por usar lenguaje clásico, vivimos en un mundo material penetrado y traspasado por la palabra hablada. De tal modo que, si podemos y debemos atender a la construcción material del mundo (al trabajo), como quería Marx (trabajo vivo que trabaja sobre trabajo muerto, de generaciones anteriores), también debemos atender a la construcción simbólica del mundo (a la comunicación), como quería George Herbert Mead (en quien me he basado yo). Y no son independientes la una de la otra, por cierto, pues hasta el más tonto de los arquitectos –es cita de Karl Marx– construye primero en su imaginación antes de hacer ningún edificio. El cerebro guía la mano desde hace milenios, pero la mano manipula e ilustra al cerebro.

Y, por ello, es verdad que «ir a las cosas mismas» (en expresión de la fenomenología, retomada por Ortega) requiere deconstruir esa previa construcción simbólica. Pues, cuando nos ponemos a pensar, ya hemos pensado el objeto, ya lo hemos preconstruido. Como señalaba antes, pensamos de acuerdo con hábitos adquiridos e interiorizados en largos procesos de socialización de nuestra mente.

Pero todo esto no es nada nuevo: muy al contrario. Si la apariencia y la esencia de las cosas coincidieran, no haría falta la ciencia, dice Marx. La realidad aparece siempre escondida detrás de prejuicios, ideologías, estereotipos o lo «políticamente correcto». Ir detrás de las ideologías a la esencia de las cosas, desmitificar y desfetichizar, es la esencia de la metodología marxista, que es toda ella una deconstrucción de ideologías (de la ideología alemana, o de la francesa, o de la economía política: «Crítica de la economía política» se titula El capital). Pero Émile Durkheim nos dice lo mismo: desconfiemos del sentido común, de lo políticamente correcto, se construye la ciencia contra las apariencias. Y por eso Ortega diferenciaba entre ideas (lo que pensamos) y creencias (que nos piensan), y nos alertaba ante el riesgo de creer ciegamente en las creencias y nos incitaba a pensar desde donde pensamos. La razón debe analizarse si quiere estar a la altura de los tiempos, debe estar siempre atenta al punto ciego de la mirada. Pensar a ambos lados del pensamiento. Todo modo de ver es un modo de no ver: si miro algo, dejo de mirar algo.

De modo que sí: Marx, Durkheim y Ortega dicen casi lo mismo. Tras lo manifiesto está lo latente. Añadamos a Sigmund Freud, sumemos el funcionalismo sociológico. Nada nuevo. Deconstruir las apariencias es la tarea de la buena ciencia. Pero todos los que he citado sabían que, detrás de mistificaciones y fetichismos, está la realidad, los hechos y las cosas. También los hechos y las cosas de conciencia. Detrás de las interpretaciones, del framing y del labelling, está la realidad. Ni el más osado constructivista se atrevería a decir que el autobús que viene por la calle esta socialmente construido y es una interpretación, y no un hecho. Esta sala mide lo que mide, y eso es un hecho no interpretable. La interpretación aureola la realidad y de ese modo la encubre y mistifica, o la agranda y agiganta. Pero sigue allí detrás de su interpretación.

Sin embargo, este idealismo de izquierdas es hoy casi hegemónico en facultades de Ciencias Sociales en todo el mundo. Todo es lenguaje, labelling, framing, comunicación y construcción social. Es significativo el cambio de título del conocido libro de Peter L. Berger y Thomas Luckmann, La construcción social de la realidad, nada menos que el quinto libro más importante de la sociología contemporánea (según la Asociación Internacional de Sociología). Libro que inicialmente llevaba el subtítulo de A Treatise in the Sociology of Knowledge, mención que desapareció en ediciones posteriores. Pues no era ya una introducción a cómo conocemos, sino una introducción a la misma realidad, producto de la construcción social. Y hoy todo es, al parecer, construcción social, incluido el cuerpo, lo que roza el disparate.

Un ejemplo nos permitirá percibir este giro desde el materialismo clásico basado en la producción y el trabajo al moderno idealismo de la «construcción» e interpretación del mundo, dominante en los «hábitos de pensamiento» contemporáneos. Hace algunos años hice un análisis de contenido de las ponencias presentadas en el IX Congreso de Sociología Española celebrado en Barcelona en septiembre del año 2009. Más de mil doscientas ponencias o comunicaciones fueron presentadas y todas, por supuesto, llevaban su título. Pues bien, ¿qué nos dicen esos títulos, qué palabras, términos, conceptos, aparecían con mayor frecuencia y cuáles no figuran? ¿Qué «marco teórico en uso» emerge?

Por supuesto, algunos de los términos más usados son clásicos y, así, la palabra que aparece más citada es «trabajo», con 91 referencias. Otros términos clásicos que mantienen su relevancia son «política» (60), «educación» (59) o «valores» (36). Más interesante es explicitar los términos o conceptos que no aparecen o que lo hacen con escasa frecuencia. Así, los términos «obrero», «lucha de clases» o «modo de producción» no aparecen mencionados ni una sola vez, al igual que sucede con «neocapitalismo», «imperialismo», «colonialismo», «clase obrera», «fábrica», «hambre» o, incluso, «sociedad industrial». Datos, a mi entender, reveladores de un claro desinterés por ciertos temas y cuestiones clásicas. «Economía» aparece mencionada sólo tres veces, y para aludir a «economía informal»; «sindicato» aparece cuatro veces; «capitalismo», sólo cinco; «industrial», cuatro veces; «pobreza», tres; y «capital», dieciséis veces, pero la mitad aluden a «capital social». Estas frecuencias ponen de manifiesto un evidente alejamiento de un marco teórico y conceptual dominante hace un par de décadas. Y que es sustituido por otro cuyos términos usuales son nuevos. Así, el segundo término más citado (tras «trabajo») es el de «género», que aparece 62 veces; «construcción» es el quinto más citado y aparece 43 veces; «mujeres» aparece en 38 ocasiones (pero «hombre», sólo siete); «cultura» y «consumo», ambas 37 veces, e «identidad», 33.

Todo un mapa conceptual, una radiografía o, para ser más precisos, una topología de lo que preocupa (o no) a los sociólogos españoles en activo, de su framing de la realidad.

¿Adónde nos lleva esto? Decía James Joyce (en versión de José María Guelbenzu) que, ya que no podemos cambiar el mundo, al menos cambiemos de conversación. Pues bien, los posmodernos nos dicen que, para cambiar el mundo, hay que cambiar de conversación, cambiar el sentido, la interpretación, pues no hay nada detrás, ninguna realidad sólida, ningún hecho. Creen a pies juntillas en el carácter performativo del lenguaje, que es su único instrumento político, lo cual lleva a una singular estrategia política: la política del decir, política de la representación y de la comunicación. Por comparar de nuevo, si Mariano Rajoy y el economicismo tecnocrático eran el hacer sin el decir, economía sin política ni comunicación, tecnocracia, Podemos o Donald Trump o el Brexit son hoy lo contrario: el decir sin el hacer. O, si se prefiere, el hacer a través del decir: reenmarquemos el mundo.

No es ninguna tontería, por supuesto. Aceptemos que el decir tiene importancia, también política. Vaya si la tiene. Poner nombre a las cosas, decía Lewis Carroll. Pero aceptemos que no basta, pues, además, hay que hacer, y eso implica conocer la realidad más allá de sus interpretaciones. El Brexit es el ejemplo paradigmático de un decir sin pensar hacer. Otro tanto vale para el procés independentista catalán. Como hemos declarado la República, ya somos una república. Pero el performativismo no llega a tanto y se queda en pura logomaquia. Literalmente magia: abracadabra.

Y, preguntémonos, ¿dónde arraiga este idealismo? ¿Cuál es su caldo de cultivo, su raíz, su espacio y tiempo? Pues si todo tiene sus bases sociales, y si todo discurso hay que analizarlo en función de su raíz social (y eso, no lo olvidemos, es marxismo puro), también este discurso idealista lo tiene. Y, evidentemente, florece allí donde el pensamiento puede desarrollarse sin contacto con la realidad, sin tener que someterse al contraste con el mundo, sin tocar las cosas mismas. ¿Cuál es ese espacio? Desgraciadamente, la moderna universidad es el caldo de cultivo ideal para este idealismo. Universidades autónomas del poder político, es cierto (y eso es una conquista), pero autónomas también de la misma realidad con que no quieren mezclarse. Aisladas físicamente en campus idílicos, y aisladas mentalmente detrás de una actitud de menosprecio y altanería frente a todo lo que pueda parecer práctico y aplicado, ya sea la empresa, la política, la seguridad o la defensa, incluso la investigación aplicada. Un aislamiento que es casi obligado en el profesor/investigador universitario.

Efectivamente, el problema de un profesor universitario no es nunca lidiar con el mundo, sino lidiar con otras versiones del mundo en el mercado de ideas global. Sus referencias positivas o negativas, sus enemigos, están en otros departamentos, en otras facultades, otras versiones, otras interpretaciones y otros intérpretes. Él no habla jamás del mundo, sino de las diversas versiones del mundo; y no habla a la sociedad, sino de la sociedad; y su audiencia son otros intérpretes, no otros actores. Se mueve en un metadiscurso por encima de los discursos que sí hablan del mundo. Y con frecuencia en un metametadiscurso. Incluso la insistencia en las citas de otros autores lleva a que su trabajo se centre en discutir las discusiones, discutir las versiones, y no las cosas mismas. Los departamentos de Ciencias Sociales de las universidades son torres de marfil, no tanto porque busquen la objetividad y el distanciamiento (lo cual es no sólo conveniente, sino imprescindible), sino porque el rol del profesor ha sido definido de ese modo.

Y hay que denunciar la hegemonía que ese nuevo idealismo ha conseguido en facultades de ciencias sociales, humanidades o comunicación. No es casualidad que este nuevo idealismo izquierdista haya salido de las facultades de Ciencias Sociales estadounidenses (o españolas, por cierto), como no lo fue que mayo del 68 (una revolución del labelling y del framing) saliera de otras facultades de Ciencias Sociales.

Esto no pasa en los think-tanks, o al menos no debe pasar. Ya sostuve, y lo reitero, que la diferencia entre los think-tanks y las universidades es que los primeros tratan de cubrir el espacio entre la teoría y la práctica, con los pies en el suelo, escuchando a la sociedad y en diálogo con ella, y no sólo hablando de ella por encima de ella. Y por eso tienen que ser, no ya interdisciplinarios, sino antidisciplinarios (como se autodefine el Media Lab del Massachusetts Institute of Technology), pues nuestros problemas no están framed en un campo científico, no resolvemos cuestiones de una disciplina, sino cuestiones que están en la calle, en los periódicos, en la agenda social, política o empresarial. Y hablamos a la misma sociedad, a los políticos o los empresarios, a los periodistas y líderes de opinión. Y con ánimo de cambiar las cosas mismas, y no sólo sus interpretaciones. ¿Debemos asombrarnos de su proliferación y de su éxito? A medida que las universidades se centran más y más en sus discursos y se alejan del ruido de la calle, la tarea mediadora de los think-tanks pasa a ser más y más relevante.

Y termino comentando tres consecuencias:

En primer lugar, la importancia actual de los think-tanks. Son imprescindibles, pues sólo aquí se totalizan los fenómenos sociales. Las universidades analizan la realidad social despiezada en marcos analíticos diversos –la economía, la política, la cultura, la historia–, y lo hacen dialogando con otras interpretaciones y no buscando el contraste con la misma realidad. Pero la realidad nunca es así. Es siempre un fenómeno social total (Marcel Mauss).

Una segunda consecuencia: el idealismo (filosófico, científico y político) tiene que desacreditar a los think-tanks si pretende que su mensaje sea aceptado. Y lo hace con dos ataques distintos. Uno es el de su independencia, mostrando las conexiones con intereses económicos o políticos, nuestra dependencia de grandes empresas o de grandes países. A The Brookings Institution la financia Huawei o China; a muchos otros los financia Arabia Saudita. Es cierto, y es un problema: sin duda, nuestro talón de Aquiles, frente al que hay que estar alerta. Y sin duda la mejor solución es diversificar las fuentes de financiación. Nadie es totalmente independiente, pero hasta el más tonto sabe que es mejor tener muchos jefes que uno solo.

El segundo ataque es más directo: el ataque a los expertos. Se nos acusa de ser «torres de marfil», justamente porque no lo somos. Y, en el mercado de ideas, en el nuevo ágora de las redes sociales, con mensaje corto y rotundo, la opinión del experto pesa casi lo mismo que la del lego. La desintermediación del mercado de ideas que suponen las redes P2P quiebra las barreras de entrada, quiebra las jerarquías, y toda opinión pesa lo mismo. O lo parece al principio. Del mismo modo que pasamos casi sin darnos cuenta de la democracia representativa a la democracia directa y asamblearia, por los mismos motivos pasamos de un ágora jerarquizada a otra anárquica y asamblearia. Hemos transitado, casi sin darnos cuenta, desde los grandes «intelectuales» o gurús a los expertos, de estos a los comunicadores y tertulianos, y de estos a los followers e influencers. Y si toda opinión vale lo mismo, si toda interpretación vale lo mismo, no hay verdad. Y, si no hay verdad, la Razón decae y deja el lugar a las emociones y los sentimientos. Y las pasiones, por supuesto. El sueño de la razón produce monstruos.

Pero la tercera consecuencia es la más perniciosa, pues la consecuencia no intencionada de esa desintermediación es una oculta nueva mediación por parte de aquellos que controlan las redes con algoritmos misteriosos. Puede ser Google o puede ser Cambridge Analytica. Pero el espacio virtual, que fue recibido por grandes gurús como la acracia realizada más allá del alcance del poder político y económico, la libre comunicación person to person, ha acabado dando lugar a gigantescos monopolios, algunos visibles como GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft), otros ocultos como los hackers rusos o chinos. La total desintermediación alimenta hoy a gigantescos mediadores que medran en el mercado de las ideas. Y, al final, el intelectual orgánico es el algoritmo que nos indica qué debemos leer, qué página debemos visitar, qué caminos intelectuales debemos recorrer. Y, por supuesto, cuáles evitar.

Hemos dado cuenta de Marx, pero no de Nietzsche, al menos de cierto Nietzsche. Más allá de las interpretaciones y la construcción social, hay hechos, datos, duros y tozudos. Como siempre. No cambiaremos el mundo cambiando de conversación.






La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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Entrada núm. 5183
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miércoles, 29 de mayo de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] El opio del pueblo






A las nueve menos cuarto de una mañana de mediados de mayo de 2008 he dejado a mi hija en su trabajo, en la ciudad de Telde, y espero leyendo el periódico en el aparcamiento de ALCAMPO a que abra el comercio para hacer unas compras. A las nueve en punto escucho en el boletín de noticias de la SER los gritos de algunas personas llamando traidores a Rajoy y Gallardón y pidiéndoles que se marchen del PP... Unos momentos antes he leído dos artículos en El País: "Identidad", de la escritora Elvira Lindo, y "El Dos de Mayo y la nación", del insigne catedrático emérito de Historia Económica de la Universidad de Alcalá, Gabriel Tortella. Con esos mimbres, no me cuesta mucho hilvanar la digresión de este día...

Creo que fue en el prólogo de su "Crítica a la Filosofía del Derecho", de G.W.F. Hegel, donde Karl Marx deslizó esa frase suya, que ha hecho fortuna, acusando a la religión de ser "el opio del pueblo". Aunque descreído total, no me atrevería yo a tanto. Sí, en cambio, a estas alturas del siglo XXI, cada vez estoy más convencido que el "opio del pueblo" de esta época que nos ha tocado vivir es algo muy parecido a lo que hoy representa el nacionalismo; de cualquier tipo. O lo que es lo mismo, todo aquello que ponga la patria, la nación, el estado o el partido por encima de las personas y los ciudadanos, añado yo para no confundir.

Hay una frase en el artículo de Elvira Lindo que suscribo plenamente, la que dice que "los furiosos defensores de lo identitario sostienen que sólo aquellos que aman a su país más que a sí mismos pueden opinar sobre estos asuntos. Los demás, los que no tenemos esa tendencia romántica (el nacionalismo, la identidad racial o lingüística o de patria, esto es mío), estamos deslegitimados." Para aclararnos, Elvira Lindo está criticando el análisis del presidente del gobierno vasco, Juan José Ibarretxe, cuando dice lamentarse "del terrible daño que hacen los terroristas con cada acto criminal a aquellos que desean profundizar en la identidad vasca". Es decir, que para él, el asunto principal es la identidad vasca (o catalana, o canaria, o española); y el muerto es lo anecdótico...

El artículo del profesor Tortella analiza el proceso de formación del nacionalismo español a partir de las efemérides de la Guerra de Independencia, cuyo bicentenario estamos conmemorando. Comparto con él que "una nación es algo convencional cuya existencia debe obedecer a consideraciones racionales". No sé si eso quiere decir lo mismo que ese "patriotismo constitucional" al que apelaba en su primera investidura el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, tomándolo prestado del concepto de "republicanismo cívico" elaborado por Philip Pettit. Pero si no lo es, se le parece bastante.

Dice el profesor Tortella que para los revolucionarios americanos (1776) y los franceses (1789) el concepto "nación" no tenía connotaciones identitarias y mucho menos territoriales. "Nación", para ellos, significaba lo que hoy identificamos como "democracia, pueblo o ciudadanía".

Lo mismo pensaban los españoles que redactaron y aprobaron en 1812 la Constitución de Cádiz, al decir en su artículo primero: "La Nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios". Y con ello la hacían entrar por la puerta grande en la modernidad y la convertían por vez primera en sujeto de la Historia. Luego vendrían tiempos peores, pero esa es otra historia...




Elvira Lindo


Un hombre, Juan Manuel Piñuel, muere asesinado por una bomba de ETA, comienza diciendo la escritora Elvira Lindo, y otro hombre, Juan José Ibarretxe, la máxima autoridad política de la tierra en que este hombre pierde la vida, analiza el asesinato lamentándose del terrible daño que hacen los terroristas con cada acto criminal a aquellos que desean profundizar en la identidad vasca. Leo semejante análisis en Internet, desde este otro país en el que vivo, y esas palabras se me representan como lo que son, una expresión impúdica de inhumanidad. Los furiosos defensores de lo identitario sostienen que sólo aquellos que aman a su país más que a sí mismos pueden opinar sobre estos asuntos. Los demás, los que no tenemos esa tendencia romántica, estamos deslegitimados. Mentira. No hay nada más sano que alejarse para contemplar el nubarrón de tufo ideológico. Conviene irse a Málaga, por ejemplo, la ciudad a la que llegó el cadáver del guardia civil que trabajaba duro en otra tierra para volver a esta suya algún día; conviene leer la frase, por ejemplo, en el barrio de El Palo para darse cuenta de lo que significa que un responsable político analice una muerte en relación a la pérdida o ganancia que supone para su maldito proyecto. Conviene mirar la frase desde lejos, analizarla sin que esté adornada por todos los delirios locales. La frase sola, en crudo. A ver quién es capaz de digerirla. Pero nos puede la costumbre. La frase es una de tantas. El muerto, un guardia civil. No es ese atentado contra el político o el periodista que saca a un pueblo entero a la calle. Cierto es que, como dijo el otro día el guardia civil Leoncio Sanz, del desamparo que sufrieron antaño a los funerales de ahora hay un trecho. Pero aún queda un largo camino. Queda que el pueblo que rodea al lehendakari le afee su frase, que le deje claro que la única identidad sagrada es la de la vida. (El País, 21/5/2008).




Gabriel Tortella


Con sentimientos encontrados, dice por su parte el historiador Gabriel Tortella, se está celebrando el segundo centenario del Dos de Mayo; los sentimientos son encontrados porque mientras los que lo celebran en general lo hacen atribuyéndole el origen del sentimiento nacional español, otros no lo celebran precisamente por esa razón: porque les parece que el nacionalismo español no es digno de encomio sino de execración. A las personas que, como yo, que creen que una nación es algo convencional cuya existencia debe obedecer a consideraciones racionales, tales celebraciones les parecerán deseables si estiman conveniente la existencia de tal nación. Conversamente, a las que no les parece conveniente no compartirán el júbilo de tales conmemoraciones.

En mi modesta opinión, los españoles que no se sienten tales y que quieren demoler o trocear el país son como los pasajeros de un barco que quisieran desguazar la nave en plena travesía y construirse ellos otra a su gusto con los materiales del desguace y con total indiferencia acerca de la suerte de sus compañeros de travesía, alegando con insuperable frivolidad que "no se sienten cómodos" en el navío que los transporta. Y los que los dejan hacer para no ser llamados centralistas, o para no herir susceptibilidades, se me antojan dignos tripulantes de "la nave de los locos".

Todo ello no es óbice para que en ocasiones las manifestaciones que se hacen sobre la nación española y el Dos de Mayo me parezcan desorbitadas y algo pueblerinas. A menudo se habla y se escribe como si el único nacionalismo que hubiera aparecido sobre la faz de la Tierra a principios del siglo XIX fuera el español. En realidad se trata de un fenómeno universal, o casi. El término "nación" es utilizado por los revolucionarios franceses en un sentido muy diferente del que hoy se le concede: los revolucionarios contrastan "la nación" como conjunto de ciudadanos libres e iguales frente a la monarquía del Antiguo Régimen cuyos componentes eran súbditos no libres, sino sometidos a la voluntad de un monarca. El término "nación" de los revolucionarios franceses se asimilaba más al actual de "democracia" o de "ciudadanía" o de "pueblo" en el sentido de la Constitución de Estados Unidos (We, the People) que a la acepción tribal o comarcal, cuando no racista, que adquirió más tarde y que casi siempre tiene ahora.

Lo original del Dos de Mayo español y del alzamiento en armas que siguió fue que se luchó contra el invasor francés haciendo uso de los conceptos y la retórica que la Revolución Francesa había alumbrado. Cierto es que en el alzamiento hubo diferentes idearios, y que en unos dominó la xenofobia, el apego a la monarquía y la religión tradicional, mientras que para otros la nación española significaba un país moderno y constitucional de ciudadanos libres e iguales. Pero contradicciones hubo en todas partes: los propios franceses eran una mezcla de súbditos imperiales y republicanos jacobinos, y muchos de los que vitoreaban al Emperador poco después aceptaron de buen grado ser siervos de la monarquía restaurada. Lo mismo ocurrió en toda Europa: la simpatía hacia el igualitarismo y la libertad proclamados por la revolución se mezclaban con el odio al invasor y al héroe tornado déspota: recordemos que Beethoven dudó si dedicar o no su Sinfonía Heroica a Napoleón.

El Estado-nación es producto de la gran revolución moderna que se inicia en Holanda e Inglaterra en el siglo XVII y que se generaliza un siglo más tarde con la independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa, que, en realidad, es una Revolución Europea. Todo esto ya lo establecieron hace medio siglo Louis Gottschalk y Jacques Godechot, entre otros. Lo interesante del caso español no me parece ser su pugna por ser una nación moderna en el siglo XIX. Eso les ocurre a todas, empezando por Francia, e incluyendo a las anglosajonas, donde también hay una larga y compleja pugna por la modernidad.

La originalidad española estriba en que, siendo un país atrasado económica e intelectualmente a comienzos del siglo XIX, lucha con una gallardía extraordinaria por preservar su identidad a la vez que se esfuerza por adoptar y adaptar lo mejor del programa revolucionario: el parlamentarismo, la Constitución, la soberanía popular, las libertades básicas. Lo que España logra en ausencia de Fernando VII y en nombre de ese "rey felón" es algo que se antoja muy por encima de sus flacas fuerzas económicas, sociales y militares: combatir a la potencia hegemónica con sus mismas armas intelectuales y políticas. Que la hazaña estaba por encima de su fuerza real lo prueba la dificultad con la que a lo largo del siglo XIX se alcanzó el ideal político de las Cortes de Cádiz, el continuo tejer y destejer constitucional y la propensión al golpe de Estado. La lentitud del progreso económico llevó consigo el estancamiento social y político.

La paradoja absurda es que hoy, alcanzada la madurez social y económica, contemplemos con indiferencia cómo se intenta derrocar piedra a piedra un edificio tan trabajosamente construido.
(El País, 21/05/08)







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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Publicada originariamente el 21/5/2008
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martes, 16 de agosto de 2016

[De libros y lecturas] Hoy, "Los partidos políticos", de Robert Michels



Biblioteca del Real Monasterio del Escorial


Tenía muchos deseos de leer Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna, publicado por vez primera en Alemania en 1911 por el sociólogo Robert Michels. El hecho de no haber sido editado nunca en España (después de leerlo casi creo comprender el porqué de tan insólito acontecimiento) y por vez primera en español por la editorial argentina Amorrortu en 1969, dificultaba enormemente el acceso al mismo a través de las bibliotecas públicas. Por fin, gracias a La Casa del Libro en Madrid, me hago con una edición, también de Amorrortu (Buenos Aires, 2008) en dos tomos, que leo, complacido, y como siempre cuando algo me resulta interesante en extremo, de un tirón.

Robert Michels (1876-1936) fue un sociólogo y politólogo alemán especializado en el comportamiento político de las élites intelectuales. Discípulo de Max Weber, nació en Alemania en el seno de una rica familia de mercaderes. Su militancia socialista le impidió ejercer la docencia en Alemania, pero en Italia llegará a ser Doctor y Catedrático en la Universidad de Perugia.

Su obra Los partidos políticos es uno de los textos fundamentales de la sociología política, texto en el que se formula por vez primera la famosa "Ley de hierro de la oligarquía" que afirma (y demuestra) que tanto en autocracia como en democracia siempre gobernará una minoría y que toda organización se vuelve oligárquica por inercia. Todo el mundo cita ahora la ley formulada por Michels, pero como pasa con El Capital de Karl Marx, tengo la sospecha de que nadie lo ha leído. Yo, lo confieso con cierto pudor, tampoco he leído El Capital. 

Escrito inmediatamente antes de los fogonazos de la I Guerra Mundial, dicen los editores en él, que su tono pesimista puede trocarse en el pilar de un tenaz optimismo, porque como el propio Michels advierte, aunque los ideales de la democracia y el socialismo jamás puedan darse por alcanzados, la lucha constante en intentarlos son la única forma de acercarse a ellos.

Para Michels, el mal funcionamiento de las democracias no tiene su origen en un bajo nivel de desarrollo social y económico, una educación insuficiente o el sometimiento de la opinión pública en las sociedades capitalistas a los intereses de las élites financieras. Según él, la oligarquía, es decir, el dominio de un partido, una institución cualquiera o una sociedad por quienes están en la cumbre, es parte intrínseca de las organizaciones en gran escala.

También es suya (pág. 155, tomo II) una frase repetida hasta la saciedad: "La organización política conduce al poder, pero el poder siempre es conservador". El último capítulo del libro lleva el título de "Consideraciones finales". Y en él encontramos afirmaciones como esta: "La organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización dice oligarquía". Poco más adelante el tono es un poco más optimista: "Sería un error abandonar la empresa desesperada de esforzarse por descubrir un orden social que haga posible la realización completa de la idea de la soberanía popular". La gran tarea de la educación social, dice en los párrafos finales, es elevar el nivel intelectual de las masas para que puedan, dentro de lo posible, contrarrestar las tendencias oligárquicas del movimiento de la clase trabajadora. Los defectos propios de la democracia son evidentes, añade, pero no es menos cierto que tenemos que elegir la democracia como mal menor en cuanto a forma de vida social. Frase que Winston Churchill hizo suya años más tarde al convenir en que "La democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras formas que han sido probadas de vez en cuando", que pienso compartimos de buena fe todos los demócratas.

Les recomiendo encarecidamente su lectura. Estoy seguro de que no les defraudará. Y también de que les ayudará a ver con cierto distanciamiento (que no quiere decir desinterés) la aparente "riña de gatos" en que se ha convertido la política en España y el mundo occidental en general. Del otro mundo, mejor ni hablamos.


Portada de la edición original de Los partidos políticos", de Michels



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 2 de noviembre de 2014

Corrupción, nacionalismo, populismo




Karl Marx (1818-1883)


Creo que fue en el prólogo de su "Crítica a la Filosofía del Derecho" de G.W.F. Hegel donde Karl Marx deslizó una frase que hizo fortuna en la que acusaba a la religión de ser "el opio del pueblo". Descreído total, no tengo nada en contra de las religiones mientras no se entrometan en la sociedad política, es decir, el Estado, ni en sus funciones. Pero a estas alturas del siglo XXI no creo que entre los peligros que acechan a la democracia española haya que contabilizar a las religiones ni las iglesias, para algunos, opiáceos que entontecen y manipulan a los pueblos. Pienso que el peligro más grave que nos acecha, los cánceres que corroen esta época convulsa de la historia de España que nos ha tocado vivir son la corrupción político-empresarial generalizada, los nacionalismos identitarios y el populismo. 

Si me permiten un símil, yo diría sobre el primero de esos cánceres, la corrupción político-empresarial, que es el más grave ahora mismo, ya en plena metástasis. Mi amiga Elvira Lindo, escritora con la que converso todos los domingos a través de su blog del diario El País, escribe hoy en el mismo un durísimo alegato contra la corrupción, que presta voz a lo que muchos miles de españoles a los que nadie escucha piensan sobre ello. Se titula "Los verdaderos antisistema" y comienza con un párrafo que deja poco lugar para la esperanza y sí para el cabreo. No aprenden nada, dice al comienzo de su artículo, y de ese su no aprender vamos a salir perdiendo todos. [...] No aprenden, continúa diciendo, piden perdón y pretenden que eso toque alguna fibra sensible, pero el corazón de quienes les escuchan ya está completamente endurecido. Perdón ¿y qué, ¿tres padrenuestros? Esto no es una escuela, ni un confesionario, dice, esto es un país de ciudadanos que de la indignación pasaron esta semana al temor, al temor al futuro, que pinta negro. No dejen de leerlo, por favor. 

Con el segundo cáncer de la política española, el nacionalismo identitario, tendremos que aprender, como dijo el filósofo José Ortega Gasset, a convivir. Con voluntad política puede llegar a sanar, pero hacen falta reformas profundas para las que, desgraciadamente, no parece existir aun el acuerdo suficiente. También Elvira Lindo escribió hace un tiempo sobre él en otro artículo titulado "Identidad" en el que acusaba a los furiosos defensores del mismo de sostener que sólo aquellos que aman a su país más que a sí mismos pueden opinar sobre estos asuntos, y que los demás, los que no tenemos esa pulsión romántica por el nacionalismo que confunde la nación con la identidad racial, la lingüística o la patria idealizada, estamos deslegitimados para opinar. ¿No es eso, en esencia, lo que defienden los nacionalismos identitarios? ¿Decidir ellos, su grupo (la parte), por su cuenta como si el resto de los ciudadanos (el todo) no contáramos para nada en un asunto que a todos nos concierne por igual? Su artículo hacía referencia a unas declaraciones del por aquel entonces presidente del gobierno de la comunidad autónoma vasca, Juan José Ibarretxe, que decía lamentarse del terrible daño que hacían los terroristas de ETA con cada acto criminal a aquellos que deseaban profundizar en la identidad vasca. ¿Quería decir Ibarretxe, que para él, el asunto principal era la identidad [vasca, catalana, canaria, andaluza, gallega o española; sí, española también] y el muerto era lo anecdótico...? ¿No eso al fin y al cabo lo que defienden todos los nacionalismos identitarios, dicho sea de paso, con los mismos o similares argumentos?

Otro artículo del profesor e historiador Gabriel Tortellá de por aquellas mismas fechas, titulado "El 2 de mayo y la nación", analizaba el proceso de formación del nacionalismo español a partir de las efemérides de la Guerra de Independencia, cuyo bicentenario se celebraba por entonces. Comparto la opinión del profesor Tortellá de que una nación debería ser algo convencional cuya existencia obedeciera a consideraciones racionales. No sé si con ello estaba aludiendo al famoso "patriotismo constitucional" del que hablaba el también profesor Philip Pettit, tomado en préstamo del concepto de "republicanismo cívico" que este último defiende, pero me gustaría pensar que sí. Decía el profesor Tortellá en el artículo citado que para los revolucionarios americanos de 1776 y los franceses de 1789, el concepto "nación" no tenía connotaciones identitarias y mucho menos territoriales. "Nación", para ellos, significaba lo que hoy identificamos como "democracia, pueblo o ciudadanía". Exactamente igual que norteamericanos y franceses pensaban los españoles que redactaron y aprobaron en 1812 la Constitución de Cádiz al proclamar en su artículo primero que la nación española era "la reunión de los españoles de ambos hemisferios". Con ello, los por vez primera ciudadanos, que no ya súbditos, de la nación española la hacían entrar por la puerta grande en la modernidad y la convertían en sujeto de la Historia. Luego vendrían tiempos peores, pero esa es otra historia. 

El tercer cáncer que nos corroe, el más reciente, el menos extendido aun pero peligroso por la virulencia incontrolable que puede llegar a alcanzar es el populismo. Sobre él escribe también en estos días en Revista de Libros el abogado y escritor José María Ruiz Soroa un extenso y documentado artículo, que lleva el título de "Un panfleto y una sospecha", en el que hace la reseña del libro del profesor de ciencias políticas de la Universidad Complutense de Madrid y principal ideólogo del grupo político Podemos, Juan Carlos Monedero, titulado "Curso urgente de política para gente decente". La reseña de Ruiz Soroa a mí me ha parecido el más lúcido análisis político realizado hasta la fecha sobre el fenómeno de Podemos, sus realidades, sus carencias, sus propuestas y sus incongruencias, que de todo hay en ese auténtico "átrapalotodo" que es Podemos. Como esta entrada me está quedando mucho más extensa de lo previsto inicialmente, háganme excusa de resumírselo y léanlo, por favor. Merece la pena.

Sobre Podemos escribía también hace unos días en su blog el también catedrático de ciencias políticas en la UNED, Ramón Cotarelo, admirador respetuoso y crítico de Podemos, comparando su fórmulas organizativas, al más puro estilo marxista-leninista, sus famosos "círculos", con los soviets rusos de 1917, en los que, al igual que estos, se discute de "todo", pero "todo" se decide en y desde la dirección del movimiento. Por cierto, y concluyo, el mejor estudio de la diferencia entre un "movimiento" político y un "partido" político, lo pueden encontrar en el archifamoso libro de la teórica política estadounidense, de origen judeo-alemán, Hannah Arendt, titulado "Los orígenes del totalitarismo".  ¡Y líbreme Dios de insinuar la más mínima tendencia totalitaria en Podemos! Eso se lo dejo a sus votantes...

Sean felices por favor. Y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





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Monumento a la Constitución de 1812 (Cádiz, Andalucía)



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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

jueves, 11 de julio de 2013

El fin de la Historia puede esperar. (Reedición de la entrada publicada el 31/7/2008)




Francis Fukuyama




¿Se equivocó el historiador y politólogo norteamericano Francis Fukuyama cuándo en 1989 anunció el Fin de la Historia? El polémico artículo, "El Fin de la Historia", publicado en el verano de 1989 en la revista "The National Interest", tuvo su continuación y profundización en su libro "El fin de la Historia y el último hombre" (Planeta, Barcelona, 1992), que produjo un efecto devastador en los medios intelectuales y académicos de medio mundo, y fue ensalzado y criticado a partes iguales.

Fukuyama expone en su libro una polémica tesis: "La Historia humana,
como lucha de ideologías ha terminado, con un mundo final basado en una democracia liberal que se ha impuesto finalmente tras el fin de la Guerra Fría. Inspirándose en Hegel y en alguno de sus exegetas del siglo XX, como Alexandre Kojève, afirma que el motor de la historia, que es el deseo de reconocimiento, el thimos platónico, se ha paralizado en la actualidad con el fracaso del régimen comunista, que demuestra que la única opción viable es la democracia liberal tanto en lo económico como en lo político. Se constituye así en el llamado pensamiento único: las ideologías ya no son necesarias y han sido sustituidas por la economía. Estados Unidos, es por así decirlo, la única realización posible del sueño marxista de una sociedad sin clases. En palabras del propio autor: El fin de la historia significaría el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas, los hombres satisfacen sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas" (1).

Para otro gran pensador, el filósofo alemán Karl Marx, la lucha entre las clases sociales es el motor de la historia. Es decir que el conflicto entre clases sociales en sentido marxista, esto es, la relación de los diferentes grupos de una sociedad con los medios de producción, ha sido la base sobre la que se produjeron los hechos que dan forma a la historia. Esta lucha se da entre dos clases sociales antagónicas características de cada modo de producción. Se produce por lo tanto una polarización social solo por el hecho de nacer bajo una de las clases sociales que existen en cada momento de la historía. (.../...) Para Marx el fin último de la historia es la eliminación de las clases sociales cuando la clase más desvalida y universal (el proletariado creado por el modo de producción capitalista) consiga "emancipar" a toda la humanidad".

Fukuyama habla de un presente que no se conforma con la realidad que estamos viviendo; Marx hablaba de un futuro que no se ha realizado, y cuya única experiencia histórica real, aparte de un fracaso de proporciones inabarcables, ha significado el sufrimiento de millones de personas y generaciones enteras sacrificadas a una ideología.

El periodista y subdirector de El País, Lluís Bassets, escribe hoy en su blog ("Del alfiler al elefante"), un gran artículo, que transcribo más adelante, con el título de "La nueva lucha de clases", en el que comenta algunas de las razones del estrepitosos fracaso de la "Ronda de Doha" impulsada por la Organización Mundial del Comercio. Para Bassets, "Estamos ante una nueva lucha de clases, pero no es como la que describieron Marx y Engels entre proletarios y burgueses. Ahora es entre las clases medias de los países en fuerte desarrollo y las clases medias de los países ya desarrollados por el reparto del pastel global. (.../...) Es un momento crucial de transferencia de recursos de los ricos de toda la vida a los nuevos ricos productores de energía. Y también de capacidad adquisitiva de unas viejas clases medias a otras nuevas. Las de los países emergentes van a consumir más y las clases medias europeas y norteamericanas deberán acomodar sus hábitos de consumo a la nueva situación del mercado".

La "clase media", el motor de la Historia en occidente, parece declinar de manera acelerada en este mismo occidente que hasta hace sólo un momento despreciaba al resto del mundo... Marx y Fukuyama dan la impresión de haber errado en sus predicciones... Quizá nos lo tengamos merecido. Pero como buen escéptico (un optimista empedernido chamuscado por la experiencia) no pierdo la esperanza en un mundo mejor... Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt





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Dubai (Emiratos Árabes Unidos)





"La nueva lucha de clases", por Lluís Bassets
Del blog "Del alfiler al elefante", El País, 31/07/08

La buena globalización ha terminado. Quedan atrás los tiempos benéficos de desaparición de fronteras para el comercio, producto de grandes acuerdos multilaterales. Los más pesimistas trazan un cuadro tenebroso de regreso al proteccionismo y a los bloques comerciales. El fracaso de la Ronda de Doha de negociaciones para liberalizar el comercio mundial es una pésima señal en un momento de incertidumbre económica. Y cuando soplan malos vientos hasta los liberales más doctrinarios se convierten en partidarios de salvar los muebles de cada uno mediante el intervencionismo gubernamental. Sólo una sorpresa presidencial en Washington para el próximo año puede introducir un cambio de atmósfera que desatasque la Ronda de Doha. Y la sorpresa no es que sea Obama el presidente, sino que no salga proteccionista según una sólida tradición demócrata que ya desmintió Bill Clinton, acogido con prevención por los partidarios del libre comercio y luego en cambio entronizado como el presidente que más ha impulsado la globalización.

Cada vez se ve más claro que los dos mandatos de Bush han sido los años perdidos del siglo XXI. Naciones Unidas no se ha reformado. Su Consejo de Seguridad quedó herido de muerte después del debate sobre la guerra de Irak. La Unión Europea se halla exactamente en el mismo Tratado de Niza en que se encontraba cuando Bush se instaló en la Casa Blanca. Es evidente el fracaso de los esfuerzos por reducir las emisiones contaminantes a la atmósfera, tal como se proponía el protocolo de Kyoto, debido principalmente a su boicot por el país que más ha contaminado en la historia. Y ahora fracasa la Ronda de Doha, también iniciada en el año mismo inaugural de Bush. Si Clinton actuó de abono y oxígeno para el crecimiento mundial y la aparición de una amplia sociología de clases medias en Asia y América Latina, Bush es el presidente que ha roto sus reglas en nombre del unilateralismo norteamericano y de sus derechos como superpotencia. Ahora, las potencias emergentes que le pisan los talones, China e India sobre todo, quieren también seguir sus pasos en cuanto a unilateralismo, sobre todo en comercio y medio ambiente.

Era casi imposible que la última tanda de negociaciones emprendida en Ginebra la pasada semana consiguiera cambiar el sentido de la marcha del mundo. Todo el voluntarismo y optimismo a chorros de Pascal Lamy, el director general de la Organización Mundial de Comercio, no ha podido con el espíritu del tiempo, que es proteccionista y hostil al multilateralismo, fiel al pésimo ejemplo predicado y ejercitado desde la Casa Blanca. El escollo que ha hundido el barco han sido las cláusulas de salvaguarda para la agricultura de esos países emergentes, más que escamados por anteriores oleadas liberalizadoras, en las que el abatimiento de barreras dejó sin defensa a los agricultores más pobres frente a la invasión de productos agrarios de países ricos. Aunque China e India se han encastillado en la defensa de la agricultura, en realidad han querido desafiar a Estados Unidos, y en menor medida a la Unión Europea, en un gesto que corresponde a la nueva estructura geopolítica del mundo. La pugna que se ha manifestado en Doha indica el signo de los tiempos: es la misma que se expresará en las negociaciones sobre cambio climático, entre los países ascendentes que aspiran a contaminar más en los próximos años, para contar con márgenes de crecimiento y de ensanchamiento todavía mayor de sus nuevas clases medias, y los países ricos que ya se han comido su ración de atmósfera y gracias a ello gozan de su situación privilegiada.

Estamos ante una nueva lucha de clases, pero no es como la que describieron Marx y Engels entre proletarios y burgueses. Ahora es entre las clases medias de los países en fuerte desarrollo y las clases medias de los países ya desarrollados por el reparto del pastel global. Y quienes tienen las de perder son las clases más pobres, que no cuentan con Estados fuertes que les defiendan y se ven arrolladas por el ímpetu de los que suben (chinos e indios) y los miedos de los que bajan (europeos y norteamericanos). Es un momento crucial de transferencia de recursos de los ricos de toda la vida a los nuevos ricos productores de energía. Y también de capacidad adquisitiva de unas viejas clases medias a otras nuevas. Las de los países emergentes van a consumir más y las clases medias europeas y norteamericanas deberán acomodar sus hábitos de consumo a la nueva situación del mercado. Esta lucha de clases no lleva a ninguna revolución, pero puede producir tensiones e incluso enervar indirectamente alguna situación conflictiva. De ahí la importancia de una distensión en Oriente Próximo y sobre todo entre Irán y Occidente. Pero donde estos arbitrajes deben producirse es en la OMC y en el panel de Naciones Unidas sobre cambio climático. Si su resolución no es multilateral, no podemos albergar duda alguna de que estamos sembrando las semillas de grandes conflictos que crecerán ya bien entrado el siglo XXI. 




http://www.ctt-reisen.de/shop/catalog/images/singapur_01.jpg
La ciudad-estado de Singapur






Entrada núm. 1907
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)