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domingo, 18 de agosto de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Fin de viaje





El filósofo y crítico de arte, Rafael Narbona, se despide de los lectores de su blog "Viaje a Siracusa", despedida que espero sea momentánea,  con una sentida autocrítica del marxismo de su juventud y una encendida defensa de la democracia, la filosofía, el arte y la buena literatura.

Hace cinco años, comienza diciendo, Álvaro Delgado-Gal, director de Revista de Libros, me propuso escribir un blog. Yo acepté de inmediato y no tardó en surgir el título: Viaje a Siracusa. Pensé que evocar la «segunda navegación» de Platón convenía a un proyecto concebido para expresar mi desengaño con la política. Durante mis años de estudiante universitario en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense, el marxismo conservaba el crédito adquirido durante los años de lucha antifranquista. La Movida había irrumpido con fuerza, invitando al escepticismo y a la frivolidad, pero aún flotaba en el ambiente el aprecio por una ideología a la que se atribuía la voluntad de crear una sociedad justa e igualitaria. Aún se observaba con desconfianza a quienes mencionaban los estragos causados por el comunismo. Algunos de mis profesores no ocultaban su simpatía por figuras como el profesor Toni Negri, condenado por la justicia italiana por su colaboración con las Brigadas Rojas. Cuando finalicé la carrera, me olvidé de la política, pero no repudié el marxismo. Para mí, ya no era una ideología, sino una creencia. Había interiorizado sus dogmas, prescindiendo del escrutinio de la razón. No era un militante, pero me identificaba con una visión del mundo que abordaba la historia y la economía desde una perspectiva utópica.

El hundimiento de Lehman Brothers en 2008 desató una crisis mundial que algunos consideraron una depresión económica en toda regla. La política recobró el protagonismo perdido en las últimas décadas. Volvieron las ideologías. El marxismo, apolillado y casi olvidado, resucitó y comenzó a caminar, invitando a asaltar los cielos. Yo me sumé al revisionismo político que reivindicaba la herencia marxista. Durante dos años y medio, me dejé llevar por esa marea, que cuestionaba la Transición, asegurando que no vivíamos en una democracia, sino en un régimen. Se responsabilizaba de todos los males al capitalismo. Los problemas del mundo se resolverían mediante expropiaciones. El Estado debería asumir la dirección de la economía. Ese discurso no era inocuo. La retórica revolucionaria del marxismo no es simple pirotecnia, sino una exaltación de la violencia como vía legítima para conseguir el poder. De ahí que el populismo de izquierdas rescatara del armario a Ernesto Che Guevara, notable matarife, y, en algunos casos, al mismísimo Iósif Stalin. La Cuba de Fidel Castro y la Venezuela de Hugo Chávez se convirtieron en modelos de referencia. Al mismo tiempo, se blanqueó a la izquierda abertzale, afirmando que era una fuerza soberanista y no un movimiento que amparaba el terrorismo. Inevitablemente, esa visión de la política internacional incluía un odio feroz al Estado de Israel. Las comprensibles críticas a la política israelí con los palestinos apenas lograban disimular un bochornoso antisemitismo. Mi malestar con estos planteamientos se hizo intolerable y se impuso una severa autocrítica. En ese punto empezó mi Viaje a Siracusa.

¿Cuál es el balance después de cuatro años? El capitalismo no es perverso. Ha creado riqueza y prosperidad. También es cierto que ha producido desigualdad, pero en mucho menor grado que la sociedad feudal. Combinado con la democracia, ha engendrado el Estado de bienestar. La economía capitalista soporta graves insuficiencias: no podría ser de otro modo. No existen sociedades perfectas, pero el comunismo no es la alternativa. La utopía marxista sólo es un mito. Los países que han sufrido su hegemonía han soportado grandes penalidades materiales y una feroz represión política. La democracia siempre es la solución. En una sociedad abierta, la confrontación entre distintas fuerzas políticas corrige los aspectos indeseables y crea un juego de alternancia que frustra el monopolio del poder por una minoría. El liberalismo, con su defensa de la libertad y la tolerancia, y la socialdemocracia, con su conciencia social, contribuyen a mejorar la convivencia, asumiendo que sus discursos no están libres de errores, y, sobre todo, no perciben al adversario político como un enemigo. Creo que el populismo de izquierdas es tan dañino como el populismo de derechas. Ambas fuerzas nacen de sentimientos primarios e infantiles que demandan discursos planos y soluciones mágicas. El ser humano no se resigna a vivir sin ídolos. Siente nostalgia de los paraísos imaginarios que han prometido distintas ideologías.

Mi Viaje a Siracusa hizo una escala en la teología. Educado como católico, siempre simpaticé con la tradición del cristianismo progresista encarnada por figuras como Emmanuel Mounier, Karl Jaspers, Jacques Maritain, Henri Bergson, Max Scheler o Edith Stein. Después de perder el punto de apoyo que representaba el marxismo, busqué nuevas convicciones. No sospechaba entonces que reemplazaba unos dogmas por otros bastante similares. Raymond Aron no se equivocaba al afirmar que «el marxismo es una herejía del cristianismo». Al igual que el marxismo, la escatología cristiana augura el paraíso. Entretanto, arremete contra todos los que no comparten sus creencias, grotescamente transformadas en verdades de fe. La idea de un Dios omnipotente y providente no me parece tranquilizadora. Se parece bastante a la figura de un déspota que envía al Gulag a los disidentes. En vez de grandes espacios helados, fuego eterno. Afirmar que Dios está detrás de cada hoja que cae o de cada gorrión que se balancea en una rama parece harto improbable. Ni siquiera creo que el rabino Jesús de Nazaret se considerara el hijo de Dios, el Cristo. ¿En qué creo entonces? En la literatura, la música, el cine. En definitiva, en el ser humano, capaz de grandes vilezas, pero también artífice de grandes obras y capaz de asombrosas gestas. Pienso en Sophie Scholl, Rosa Parks, Martin Luther King, Nelson Mandela. Y en Shakespeare, Cervantes, Tolstói, Dante, Proust. No puedo dejar de mencionar a John Ford y Hergé, que me han proporcionado tantas horas de felicidad. Creo que he llegado a buen puerto. No he viajado en vano.

No quiero despedirme sin agradecer a Álvaro Delgado-Gal su amistad y su buen criterio. Le agradezco esta oportunidad y espero que nuestros destinos vuelvan a unirse en otras aventuras similares. Álvaro fue mi profesor de Lógica en la universidad. Me puso la nota más baja de mi expediente académico: un seis. Indignado, llamé a su casa. Por entonces, no era infrecuente que un profesor facilitara su número de teléfono. Me atendió su padre, el pintor Álvaro Delgado Ramos. Me escuchó con amabilidad y con humor, divertido por mi enfado. Mi nota se mantuvo inalterable, pero en el siguiente examen obtuve una calificación mucho mejor. Creo que fue por mis méritos, no por mi arrebato de ira. Yo era un estudiante tímido que intentaba pasar inadvertido. Álvaro no me recuerda en esa época, pero yo sí lo recuerdo a él, pegando patadas al borrador cada vez que se caía a la tarima. O mordisqueando su pipa, cuando aún se permitía fumar en las aulas.

Sería una imperdonable descortesía no mencionar a los lectores de mi blog, especialmente a los que me han seguido con más fidelidad, transformándose en amigos que me empujaban discretamente cada vez que experimentaba desánimo o desaliento. Otros, mucho menos numerosos, han manifestado su disgusto con las cosas que escribía. Algunos me han llamado «sargento», lo cual es paradójico, pues fui objetor de conciencia; otros me han acusado de ser agente de la CIA por escribir un texto sobre John Wayne. Sinceramente, no creo que ninguna agencia de seguridad mostrara interés por mis servicios. No reúno ninguna de las cualidades y virtudes que se presuponen a un buen agente. Se impone ahora una pausa. No se trata de un adiós definitivo, sino de un período de reflexión, donde intentaré fijar un nuevo rumbo, sin ignorar que no hay itinerarios cerrados. Como dijo Antonio Machado, «se hace camino al andar», lo cual significa que cualquier sendero implica bifurcaciones, digresiones e, incluso, felices extravíos. Lo mejor de un viaje no es llegar al destino, sino acumular experiencias, descubrir paisajes y celebrar lo inesperado. Yo he conocido todas esas alegrías y sólo puedo sentirme feliz por mi Viaje a Siracusa, que me ha ayudado a desprenderme de dogmas y a comprender que ser hombre significa vivir en lo incierto, ligero de equipaje y sin sombras tutelares que proporcionan falsas certezas a cambio de nuestra irrenunciable libertad.





La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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martes, 6 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] La filosofía y el ridículo


Dibujo de Eduardo Estrada


Hay quienes se pronuncian sobre las cosas desde una presunta superioridad moral, intelectual y política. Tienen el mismo derecho a opinar que cualquiera, pero sus homilías pueden volverse contra ellos, comenta el filósofo y escritor José Luis Pardo. 

Aunque tomaré como punto de partida la publicación, el pasado 30 de mayo, de un artículo de apoyo a Josu Ternera en el diario francés Libération, comienza diciendo Pardo, firmado por Alain Badiou, Étienne Balibar, Jean-Luc Nancy, Toni Negri, Jacques Rancière y Thomas Lacoste, no pretendo actuar como azote de estos ilustres pensadores a quienes ya me he referido colectivamente en alguna ocasión. Por el contrario, defiendo sin matices su libertad para opinar sobre cualquier materia pública según su mejor saber y entender: en nombre de la libertad de expresión, defendí en su día el derecho de los dibujantes de Charlie Hebdo a ridiculizar a los profetas, y por el mismo motivo defiendo ahora el derecho de los profetas a hacer el ridículo. Sobre lo que quiero llamar la atención es sobre la condición de filósofos que ostentan los cinco primeros aludidos, que el citado diario destaca en la cabecera del artículo.

¿Qué efecto social puede tener, sobre la percepción pública de la filosofía, el hecho de que un artículo de este tipo esté firmado por cinco de sus más eminentes representantes en el escenario internacional? Todos los profesores de filosofía sabemos perfectamente que la formación académica que hemos recibido no nos habilita para inferir (en el sentido serio de este verbo), a partir de las consideraciones teóricas propias de nuestra disciplina, una posición política como la expresada en el citado artículo. Es decir, sabemos que estas afirmaciones no las hacen los aludidos en cuanto filósofos, sino sencillamente en cuanto ciudadanos, como podría hacerlas un titulado superior en química o un barrendero.

Sin embargo, los ajenos a nuestro gremio no tienen por qué tener tan clara esta circunstancia. Existe un prejuicio social muy extendido acerca de la filosofía —reforzado cuando se agolpan tantos apellidos de filósofos como en este caso—, en el sentido de que el filósofo tiene derecho a expresar este tipo de opiniones desde la autoridad que le confieren los conocimientos propios de su disciplina, porque él sabe algo más que los abogados, los filólogos o los numismáticos. Este prejuicio arraiga en el pasado histórico de la filosofía, cuyo detalle no es este el lugar para desgranar, pero en el cual hubo dos momentos en los que se tomó a sí misma por algo así como una superciencia: uno, en los siglos XVI-XVII, cuando se creyó capaz de utilizar el método matemático para resolver cuestiones como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma; y otro, en los siglos XIX-XX, cuando se confundió con la historiografía científica y con las que ahora llamamos ciencias “sociales” o “humanas” y pretendió disponer de un saber acerca de los fines últimos de la historia de la humanidad.

Aunque siempre hay resistencias irreductibles (del mismo modo que quedan personas que practican la magia negra o creen en la astrología), la primera confusión —la de que la filosofía tiene algo que decir acerca de la naturaleza que supera el saber de la física matemática o de la biología— ha quedado felizmente descartada como una ilusión. La segunda —la de que la filosofía tiene algo que decir acerca de la sociedad que es más profundo y verdadero que lo que dicen las ciencias sociales— también, pero esta última noticia no se ha divulgado tanto como la primera, y el reducto de los resistentes es más numeroso y tenaz. La razón de ello es fácil de comprender. La distinción entre filosofía y ciencia es uno de los motivos de la merma de relevancia social de la filosofía y del ninguneo que esta padece a menudo tanto en el ámbito cultural como en el académico, fuente de un cierto complejo de inferioridad que quienes nos dedicamos a la filosofía llevamos incorporado a nuestro ethos profesional.

Así, cuando se nos recrimina que nuestros presuntos conocimientos acerca del Bien, la Verdad y la Belleza están muy lejos de los que sobre estas materias dispensan las leyes, las ciencias y las artes, algunos filósofos se defienden con la siguiente excusatio vulpina: vivimos en un mundo que se ha alejado de los verdaderos fundamentos de la vida humana, que se conforma con explicaciones superficiales y desprecia el verdadero rigor intelectual y moral, y frente a ese mundo (que sólo se guía por criterios de rentabilidad inmediata) la filosofía —y no la química, la antropología o la musicología— representa el denostado pabellón de la razón pura, atenta únicamente a los intereses genuinos de la humanidad; en un mundo malo, feo y falso (vulg. “capitalismo”), lo normal es que el Bien, la Belleza y la Verdad no estén sólo desacreditados, sino perseguidos.

Con este argumento consiguen estos filósofos explicar su inferioridad como un estigma que la sociedad les impone justamente debido a su superioridad moral e intelectual y al carácter políticamente revolucionario de sus conocimientos. Ellos pueden criticarlo todo (tienen el monopolio del espíritu crítico), pero nadie puede criticarles a ellos sin colocarse inmediatamente en el bando de los malvados. Así que, incluso cuando dicen barbaridades, los fundamentos y motivaciones de su palabra parecen estar más allá de toda sospecha.

Como ya he dicho, todos los profesores de filosofía, incluidos los firmantes del artículo antes nombrado, sabemos perfectamente que esa concepción de la filosofía es filosóficamente injustificable, y que los compromisos políticos que los firmantes han contraído nada tienen que ver con la filosofía. Pero también sabemos que muchos lectores —incluidos muchos profesores y estudiantes de filosofía que se sienten atraídos por este modo tan original de prestigiar su disciplina— percibirán su discurso como pronunciado desde esa presunta —pero falsa— superioridad moral, intelectual y política. También he dicho ya que estos pensadores tienen el mismo (pero no más) derecho a opinar que cualquiera. Pero es casi inevitable que sus homilías puedan acabar afectando a la reputación social de la filosofía, e incluso a la consideración de lo que las propias obras filosóficas de estos autores puedan tener de valor, como ha sucedido notoriamente en casos —ciertamente muy alejados de los aludidos— como los de Sartre o Heidegger, debido a sus conocidas y lamentables defensas públicas del totalitarismo.

Por tanto, es posible que la peor parte del descrédito que padece la filosofía, y del que tanto nos quejamos sus profesionales, no proceda exactamente de la animosidad del capitalismo contra Aristóteles o Gottlob Frege, sino de una mala digestión por parte de algunos pensadores de las restricciones que la razón crítica ilustrada impuso a la teología, que también aspiraba al título de superciencia y a dirigir las conciencias de sus súbditos hacia el bien supremo. Estas restricciones hicieron posible institucionalizar la libertad de pensamiento en virtud de la cual los firmantes del artículo en cuestión han podido expresar su santa opinión, a pesar de que sea un despropósito.






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miércoles, 26 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Los afectos





Por encima de todo guardo imborrable afecto a lo que falta, a lo que aún no llega o ya no vuelve, escribe en El País el filósofo Fernando Savater.

En un artículo que volvía sobre el franquismo, comienza diciendo Savater, reencontré una expresión que no leía desde hace años: “Desafecto al régimen”. Como si me recordaran alguno de los motes nada amables de la época colegial. Fui desafecto al régimen como estudiante levantisco, como joven profesor, como “publicista” (pudoroso apelativo que nos daba la Revista de Occidente de Paulino Garagorri a los colaboradores sin mérito demostrado), como ácrata ingenuo, como libertino algo torpe, como novio sobón, como marido indeseable… Pero acabó el régimen (aunque hoy algunos no lo crean y lo zarandeen para darle grande y cómoda lanzada) y me temo que seguí bastante desafecto, no a la incipiente democracia aunque sí a los usos que le dan mis conciudadanos. La desafección se alivió algo allá por 1978, volvió a agudizarse pronto —ETA y Tejero mediante— para irse después haciendo crónica. Sobre todo desafecto a los míos, porque afecto a los otros nunca fui, hasta no saber ya si soy “de los nuestros”. Pero una desafección sin pavoneo ni autoindulgencia, la desafección de alguien en busca desesperada de afectos razonables a quien las circunstancias han convertido, como al Ricardo III chespiriano, en “enemigo de sí mismo”.

Escapan a mi desafecto varias personas, cada vez menos, algunas sin sospechar siquiera el favor que me hacen existiendo. Y ciertas instituciones venerables de las que me burlé cuando era como los tontos que hoy me desesperan. También los niños más pequeños, inquietos y parlanchines, por quienes daría la poca vida que tengo para rescatarles de familias y pedagogos. Y todos/todas quienes evitan el resentimiento de esas identidades que fundan farsantes y rentabilizan tribunos de la plebe. Por encima de todo guardo imborrable afecto a lo que falta, a lo que aún no llega o ya no vuelve.



Valle de los Caídos. Foto de Miquel González en El País



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sábado, 1 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] El dinero y la Ley de la Gravedad





Los de abajo ven que su escaso dinero asciende a un empíreo del que ignoran casi todo. Allí se queda. Pero… ¿qué hace allí?, comenta la filósofa Amelia Valcárcel, catedrática de Filosofía Moral y Política de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y miembro del Consejo de Estado.

El dinero es, dicen, un invento relativamente reciente, comienza diciendo en su artículo la profesora Valcárcel. El dinero, eso que representa la riqueza y aquello por lo cual cambiamos todo o casi todo. La mercancía universal. Esa escueta manera de nombrarlo proviene de Marx: el dinero es aquello que, en el intercambio, permite hacer conmensurables mercancías heterogéneas. Cualquier cosa a la que demos valor la cambiaremos por dinero, la mercancía universal que no se come ni se bebe, lo que nos permitirá a nuestra vez cambiar ese dinero por aquello que deseemos o necesitemos. El dinero será el fluido que permite el paso. Un lenguaje aceptado que va desde los dientes de lobo hasta los cauríes, el papel o los metales. Es sumamente imaginativo. La mediación por excelencia. Ahora el dinero es mera corriente eléctrica. Ya no necesita ser concha, diente, metal ni tampoco papel.

De Diógenes, fundador de la escuela cínica (sí, exactamente, el del tonel), se cuenta que tanto él como su padre se dedicaban a partirlo. A partir en pedazos las monedas. Era su oficio y empleo: rompían la moneda falsa. Porque falsificar dinero se volvió una actividad asombrosamente productiva, pero que ponía en peligro el invento. Atención: el dinero tiene que valer. El dinero es aquello en lo que traducimos la riqueza, digamos que le ponemos monto y cantidad. No sólo la riqueza, dinero es poder. La modernidad se interesó rápidamente por el funcionamiento del poder, lo hizo Maquiavelo, y poco después por el del dinero. Eso lo hizo un español, Joseph de la Vega, menos conocido, en su maravilloso Confusión de confusiones. Descubrió las habilidades del dinero para hacer más dinero sin mediar más riqueza presente. El dinero, si se le deja, es como la espuma. Porque tendencia tiene a fabricar pirámides.

Otra de las extrañas habilidades del dinero, quizá la mayor, es que es antigravitatorio: nunca se queda abajo. De los fondos sociales el dinero tiende a desaparecer a gran velocidad, por los muchos sistemas extractivos de que los individuos y los Estados disponen. Pero es que hay más, el dinero parece que siempre busca la cima. Una de las formas de alcanzar el poder político en las sociedades no estatales es devenir Muni (M. Harris así denominó a la forma más primitiva de poder político). Mediante trabajo arduo, alguno se hace con más que los demás; si sabe repartirlo, se hará también con la autoridad suficiente. Los otros le respetarán y a menudo seguirán sus indicaciones. No es así entre nosotros. Cuando vemos a un pobrete esforzándose sabemos que, de tener éxito, su dinero ascenderá; será cooptado por el dinero de arriba. “Dinero llama a dinero”, en el comportamiento de las clases sociales, es casi una relación personal. El de arriba vigila constantemente la producción y no lo deja nunca tirado. Lo conoce. Fraternalmente lo atrae a su círculo. Lo hace subir.

Por lo general este movimiento no se ha observado bien nunca. Por un fallo de perspectiva se ha visto mejor su contrario: la gente decae. No se ha cazado el preciso movimiento por el que, en exacto e igual momento, el dinero asciende. La gente pierde el dinero, pero el dinero no se pierde nunca. Igual que no es cierto que odiemos a los pobres. Es mucha más verdad que amamos a los ricos. “Hace hermoso aunque sea fiero”, dijo de él Quevedo. Don dinero exhibe todos los brillos y cualidades. Todo lo exalta. Como el sol. “Con el dinero en el bolsillo somos libres”, escribió Simmel. Pero apuremos el fondo de esa su característica ingrávida.

La miríada génica baja; el dinero sube. Los genetistas, gente reciente, afirman que todos somos hijos e hijas de monarcas. Se reproducen más. Dejan caer la simiente con voluntad y sin ella. Sus genes egoístas, más rápidamente repartidos, inundan la escala social. Los de abajo ven que su escaso dinero asciende a un empíreo del que ignoran casi todo. Lo ven volar mucho más a menudo de lo que lo ven llover, que es nunca. Allí se queda. Pero… ¿qué hace?

Arriba, con ese poder y últimamente sólo se hace tiempo. Porque el barco de la humanidad, en el que navegamos, es único. Si esto va mal, nadie se salvará. Pero, al igual que en tiempos pasados algunos enterraron tesoros en épocas atroces, imaginando poder con ellos salvarse cuando escampara, hay quien sueña con que la mercancía universal le sirva de muralla. Se están parapetando en pirámides de aire.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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domingo, 10 de marzo de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] ¿Una misión para la izquierda? ¿Sólo para la izquierda?



Dibujo de Raquel Marín


Frente a la revolución neoliberal y su contrapunto ultraderechista, la necesidad de un freno radical pasa por encontrar un punto de apoyo civilizatorio, una combinación de rebeldía, reformismo y conservadurismo, y esa debería ser la misión de la izquierda, escribe el filósofo Santiago Alba Rico. 

Como bien explicaba el historiador Josep Fontana, fue la existencia de la URSS, dictadura imperial no socialista y no democrática, la que permitió que, a partir de 1945 y durante tres décadas, la pequeña Europa capitalista viviese algo parecido al socialismo y bastante próximo a la democracia. No es una casualidad, por tanto, que la derrota soviética en la Guerra Fría coincidiese con la del espíritu del 45, con la explosión neoliberal (mal llamada globalización) y, tras sucesivos vaivenes, con la contracción al mismo tiempo de los derechos sociales y de los tabiques (y deseos) democráticos. Casi treinta años después, y ahora en todo el mundo, la confusión entre capitalismo y mafia, la traumática reconversión del Este, el fracaso del “ciclo progresista latinoamericano”, la reversión trágica de las revoluciones árabes y el retorno del multimperialismo decimonónico han activado una galopante desdemocratización general o Weimar global, traducida en una radicalización —religiosa y laica, electoral y antropológica— muy desalentadora. Aunque sigue habiendo muchas, hoy hay menos guerras que en 1989, pero hay muchos más candidatos a la dictadura.

Establecer un paralelismo con el período de entreguerras del siglo pasado ha devenido casi un mantra. Hay dos semejanzas indudables. La primera es que los votantes del fascismo no votaban al “fascismo”, que solo existió como tal una vez vencido; era gente normal que no advertía el peligro que estaba convocando. La segunda es que, como entonces, la desdemocratización surgió de manera natural como una reacción defensiva frente al tsunami del Mercado sin bridas. En cuanto a las diferencias, las más profundas tienen que ver con la ecología y la tecnología, pero la más decisiva en términos políticos nos sitúa ya en otro mundo: porque mientras el indignado de 1930 podía dirigir su malestar tanto hacia la izquierda como hacia la derecha, hoy solo puede hacerlo hacia la derecha. Se piense lo que se piense de las izquierdas de 1930, ofrecían un proyecto, un refugio y una cultura. Ya no existe. La mitad marxista de la izquierda quedó fuera de juego tras la experiencia soviética; la mitad socialdemócrata tras su cooptación por las políticas neoliberales de los años ochenta y noventa, responsables ahora del retorno de Weimar. Si añadimos otro cuarto de kilo a esta unidad grande y confusa, lo ha dilapidado el llamado socialismo del siglo XXI, tan parecido en sus estertores a su renegado ancestro.

¿Cómo valorar esta crisis sin precedentes de las izquierdas? Desde hace 15 años vengo resumiendo en una fórmula resultona la triple vertiente que, a mi juicio, debe asumir una política de cambio: revolucionaria en lo económico, porque el capitalismo no conoce límites, reformista en lo institucional, porque el derecho es un invento irrenunciable y mejorable, y conservadora en lo antropológico, porque el ser humano se rompe mucho antes que una rama seca. Pues bien, en la pugna realmente existente entre neoliberalismo y destropopulismo, el neoliberalismo se ha quedado con la revolución; el destropopulismo con el conservadurismo (Trump o Bolsonaro, por cierto, se han quedado con las dos cosas), y en cuanto al reformismo, valga decir la democracia, empieza a ser un significante demasiado lleno que nadie quiere ya disputar. La izquierda ha abandonado los tres frentes y, a cambio, ha elegido el campo de batalla en el que es más vulnerable: el del puro reconocimiento comunitario.

Soy optimista: el modelo revolucionario clásico es ya inviable. Soy pesimista: el modelo revolucionario clásico es inviable. El capitalismo no es un modo de producción —o no solo— sino una civilización, y las civilizaciones no se derrocan mediante revoluciones, sino que ceden a su propia decadencia interna o al impulso saludable de los bárbaros. La decadencia del capitalismo no augura ninguna “fase superior” del género humano, sino retrocesos, interdependencias feudales, violencias sin contratos, ecocidios apocalípticos. En cuanto a los bárbaros, tendrían que venir del exterior y el capitalismo ya no tiene exterior, salvo que confiemos, como cierta secta trotskista, en el desembarco liberador de extraterrestres.

Marx estaba convencido de que el capitalismo producía a su propio sepulturero, pero produce más bien sus propios adictos suicidas. Hoy no es apoyado por alienados a los que habría que revelar la verdad; todos la conocemos ya y, en plenitud de facultades y con toda lucidez, nos entregamos a sus delicias autodestructivas. ¿Cómo acabar con un sistema que ha sobrevivido a su propia transparencia? La vieja izquierda del largo siglo XIX y del corto siglo XX ha sido descarrilada por sus propios errores políticos, sí, pero también, o sobre todo, por la consistencia misma de un capitalismo que ha borrado todas las fronteras: entre cosas de comer, usar y mirar, entre gestión y política, entre trabajo y consumo, entre derecho y deseo. La única fuerza revolucionaria que hay hoy en el mundo es el neoliberalismo, con su producción de “hombres nuevos” y su destrucción de vínculos viejos. Así que la izquierda no debería estar pensando en una revolución imposible, de un plumazo y desde cero, sino en un cuidadoso desmantelamiento democrático, que es —por cierto— lo más transformador y revolucionario que se puede proponer en estos momentos: desmontar en vez de demoler, según sugiere el famoso aforismo de Lichtenberg. El programa social de la Democracia Cristiana europea de —pongamos— 1973 bastaría hoy para poner en pie de guerra al Ibex 35, al FMI y a los Marines. Para volver atrás 40 años, ahora a escala global, hace falta mucha —mucha— compañía.

Frente a la revolución neoliberal y su contrapunto ultraderechista, la necesidad de un freno radical, previo a un posterior “desmontaje”, pasa por encontrar un punto —una meseta— de apoyo civilizatorio. En España, país desmemoriado donde nadie era ya ni de izquierdas ni de derechas, lo ofreció el 15-M, y Podemos —el partido que más rápidamente vio la luz y más rápidamente se cegó— supo explorar su indeterminación cuántica. ¿Qué hay de políticamente verdadero en el malestar de 2019? Una combinación de rebeldía, reformismo y conservadurismo; una —sí— rebeldía reformista conservadora a la que cabrean los clichés retóricos, que sospecha de las instituciones y que quiere recuperar las cortas distancias. Eso, si se recuerda bien, es lo que unió a millones de españoles en 2011 en la puerta del Sol.

¿Por qué hoy suena a muchos españoles, votantes de Vox o aledaños, más rebelde el machismo, el racismo y el nacionalismo que su contrario? ¿Por qué se ganan votos pidiendo derogar leyes progresistas o reclamando reformas penales populistas y antidemocráticas? ¿Por qué el verbo “conservar” se relaciona con la identidad nacional-imperial más casposa y no con la vivienda, el puesto de trabajo, el planeta Tierra y sus límites y, en general, los vínculos “nupciales” de todo tipo? Frente a la revolución neoliberal y la rebeldía “franquista”, la izquierda ha entregado los tres campos de batalla. “La paciencia”, decía Galdós, “es el heroísmo disuelto en el tiempo”. Necesitaremos mucha paciencia para desmontar la civilización capitalista, pero ahora tenemos poco tiempo para frenar el batacazo civilizatorio. Urge —haré una propuesta descabellada— una alianza entre el capitalismo más pragmático, el marxismo más ilustrado, el feminismo más humanista, el ecologismo más realista y el papa Francisco. ¿Es eso de izquierdas? Tanto como un desfibrilador o un extintor de incendios. 



El filósofo Santiago Alba



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domingo, 3 de febrero de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] ¡Qué bello es dudar!





Mi amigo Voltaire decía que la verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura. Esa parece ser también la opinión del columnista de El País, Guillermo Altares, que en un reciente artículo señalaba que no hace ningún daño, más bien todo lo contrario, consultar, calibrar, dudar en fin, antes de tomar una decisión.

La historia de la filosofía, comienza diciendo Altares, se puede resumir como el relato de una gran duda. La mayoría de las certezas absolutas ante problemas complejos suelen llevar a grandes errores, por eso con el pensamiento racional nace a la vez la incertidumbre. Platón atribuyó a Sócrates el famoso “solo sé que no sé nada”, mientras que Descartes inaugura la racionalidad moderna con su duda metódica. Se podría argumentar que es muy fácil para los filósofos dudar, un lujo que no pueden permitirse los políticos, que tienen la obligación de actuar y decidir.

Sin embargo, la filosofía y la política siempre han ido de la mano. Los injustamente denostados sofistas discutían con Sócrates de los asuntos públicos de Atenas. Inmanuel Kant, al principio de La paz perpetua, se refiere a los ronchones que las opiniones de los filósofos suelen provocar en los políticos que “acostumbran a desdeñar, orgullosos, al teórico”. En ese mismo ensayo escribe el filósofo de Könisberg: “Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución y el gobierno de otro Estado”. Aunque el propio pensador sostiene un poco más adelante: “No es esto aplicable al caso de que un Estado, a consecuencia de interiores disensiones, se divida en partes, cada una de las cuales represente un Estado particular, con la pretensión de ser todo”. No hay ninguna contradicción, solo matices y prudencia a la hora de valorar una situación.

El gran problema de la política, o de la prensa, es que se deben tomar muchas decisiones sin tener el cuadro completo a mano. Es imposible conocer todas las consecuencias de un acto, pero tampoco hace ningún daño, más bien todo lo contrario, consultar, calibrar, dudar en fin, antes de tomar una decisión. Quizás por eso dan tanto miedo los políticos que se nutren de certezas absolutas, aquellos que creen que pueden solucionarlo todo con mensajes faltones en Twitter. Que los buenos y los malos estén claros, que haya pocas dudas —en algunos casos es cierto que no las hay— sobre las víctimas y los verdugos no significa que no se deban medir las consecuencias de una decisión. El mundo está lleno de políticos, periodistas, reyes de las redes sociales, que nadan en certezas absolutas, una versión del “quítate, que ya lo arreglo yo” que suele preceder a los desastres domésticos. Deberían darse una vuelta por el ágora en busca de preguntas y dudas.





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 10 de enero de 2019

[PENSAMIENTO] ¿Qué es el patriotismo?



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512. Museos Vaticanos)


Durante la reciente conmemoración del fin de la Gran Guerra, escribe el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado, que congregó en París a líderes de todo el mundo, no faltó quien recordase ‒en la consabida pieza periodística sobre las películas dedicadas al conflicto‒ el retrato de la guerra de trincheras que hiciese Stanley Kubrick en Senderos de gloria (1957): un título lleno de ironía, pues esos caminos sólo conducían a la muerte de unos soldados que combatían sin esperanza. Menos citada es Rey y patria (1964), de Joseph Losey, que se ocupa, no obstante, del mismo problema cuando relata el juicio por alta traición contra un soldado que ha desertado de su regimiento. En ambos casos se plantean preguntas incómodas sobre el patriotismo y su relación con el nacionalismo: ¿es un buen patriota quien entrega su vida a la nación al margen de las circunstancias o, por el contrario, lo será quien sepa elevarse por encima de esas circunstancias para exigir a su patria lealtad a los ideales democráticos o el más elemental respeto a la dignidad humana?

Se trata de preguntas que hasta hace bien poco pasaban por excéntricas, tan ajenos nos parecían esos apegos feroces e inmediatos. Nos habíamos acostumbrado a razonar sobre los valores democráticos o la naturaleza de la justicia distributiva en términos universalistas con objeto de alcanzar así la máxima imparcialidad posible. Acaso el ejemplo más depurado de esta técnica racionalista sea el célebre «velo de ignorancia» ideado por John Rawls para neutralizar el efecto que nuestras características personales habrían de tener sobre la negociación del contrato social. Pero ya no es el caso: la crisis económica ha modificado bruscamente el estado de ánimo de las sociedades occidentales y han regresado con fuerza las vinculaciones nacionales. Hasta cierto punto, es una sorpresa; creíamos haber aprendido algo del intenso siglo XX. Pero quizá no habíamos aprendido lo más importante, a saber: que los conflictos causados por el sentimiento de pertenencia no desaparecerán jamás.

De ahí, pues, el resurgimiento de un nacionalismo al que se oponen dos alternativas. Por un lado, el cosmopolitismo que no quiere saber nada de contingencias y se aferra al universalismo moral. Y por otro, un «buen» patriotismo que se orienta hacia el amor constructivo por lo nuestro sin por ello levantar el pie del acelerador ilustrado. Pero que la distinción entre patriotismo y nacionalismo es difícil de trazar quedó demostrado tras los festejos parisienses, cuando el presidente francés y el norteamericano se enzarzaron en un intercambio de reproches. Macron había dicho durante su discurso oficial que el patriotismo se opone al nacionalismo, que éste es la traición de aquél, por cuanto anteponer los intereses propios ‒America First‒ supone «borrar lo que una nación tiene de más precioso [...] sus valores morales». Ni corto ni perezoso, Trump le replicó en Twitter que su problema es la falta de popularidad y que su idea de un ejército europeo no es más que un intento por cambiar de tema, añadiendo: «Por cierto, no hay un país más nacionalista que Francia, gente muy orgullosa ¡y hacen bien! ¡HAGAMOS A FRANCIA GRANDE DE NUEVO!». Tal como señalaba Marc Bassets en un artículo sobre la trifulca, Macron se apoyaba en una frase conocida en Francia, debida al novelista Romain Gary, según el cual patriotismo es amor de los propios y nacionalismo el odio a los demás. Pero no hace falta votar a Donald Trump para comprender que el amor a lo propio puede desembocar fácilmente en el odio a los demás. Sin embargo, de alguna manera habrá que canalizar el hecho de que la mayoría de los ciudadanos experimentan un vínculo especialmente fuerte hacia su país, que replica, a otra escala, el que mantienen con su familia o sus amigos: su destino nos importa más que el de los desconocidos. ¿Qué hacemos con esto?

En un libro reciente sobre el concepto de patriotismo, los teóricos políticos canadienses ‒que no quebequeses‒ Charles Jones y Richard Vernon proporcionan un mapa con el que orientarnos en el laberinto patriótico. O, si se quiere, en la complicada tarea de decidir cuál es el «valor moral de las comunidades contingentes», en expresión de Bernard Yack: nuestra pertenencia enteramente azarosa, debida al nacimiento, a una sociedad política y no a otra. Para Jones y Vernon, el patriotismo puede definirse como el amor y la lealtad hacia el país propio, que van acompañados de la especial atención al bienestar de nuestros compatriotas. Por supuesto, una idea así formulada se presta a múltiples usos y ha sido celebrada y denigrada a partes iguales. Todo, o casi todo, depende de la patria de la que uno es patriota: no es lo mismo la Alemania nazi que la Alemania de Merkel. Pero la disyuntiva no siempre es tan elemental. A modo de ilustración, Jones y Vernon presentan tres ejemplos históricos que sirven como muestra de tres concepciones distintas del patriotismo.

El primero es un texto de Richard Price, miembro de los radicales británicos que, en el año de la Revolución Francesa, publicó un discurso sobre el amor al propio país. Se apoyaba en dos tradiciones: la estoica, de acuerdo con la cual haber nacido en un sitio es arbitrario, pero no podemos evitar sentirnos más concernidos por él, y la republicana, que predica un compromiso más intenso con nuestro país dirigido a proteger sus instituciones políticas libres. Si nuestro país no tiene instituciones políticas libres, podemos ser patriotas en cierto sentido, pero lo seremos de manera «ciega» y nuestro apego carecerá de todo valor moral.

Distinto es el caso del Manual de patriotismo publicado por el Estado de Nueva York en 1900, momento en el que Estados Unidos recibía una ingente cantidad de inmigrantes procedentes del mundo entero. El propósito de esta obra era fomentar la adhesión de los recién llegados a un símbolo político susceptible de asimilar a individuos procedentes de distintas culturas. Aquí el énfasis no recae en un ideal constitucional, sino en una historia nacional de carácter épico: se trata de un patriotismo celebratorio que posee los rasgos propios de una religión civil, con sus rituales y textos sagrados. Los aspectos menos edificantes de esa historia nacional, como el exterminio de los nativos americanos o la esclavitud, se dejan discretamente a un lado.

Finalmente, los autores se fijan en un texto más reciente del filósofo comunitarista ‒y escocés‒ Alasdair MacIntyre, quien se preguntaba en 1984 si el patriotismo es o no una virtud. Para MacIntyre, no podemos concebir un país como simple contenedor contingente de creencias o valores universales, ya que eso supone perder de vista la tradición que uno hereda cuando viene al mundo en una comunidad política dada, tradición que da forma a nuestra visión de la realidad. La patria sería entonces la fuente de nuestro desarrollo moral, aunque eso no implica que el patriotismo haya de ser ciego: el verdadero patriota alemán se habría opuesto al nazismo. Con todo, MacIntyre apunta que uno debe estar dispuesto a ir a la guerra para defender su comunidad, en caso de resultar necesario.

La teoría comunitarista en la que se inscribe MacIntyre vivió su apogeo durante la década de los noventa, si bien muchos de sus representantes siguen en la brecha y alguno de ellos ‒pienso sobre todo en Michael Sandel‒ ha redefinido astutamente la crítica comunitarista como crítica contra el mercado capitalista. Para McIntyre, el amor a la patria es el amor a una comunidad intergeneracional de la que somos parte y que constituye nuestro punto de partida moral: no podemos entendernos como individuos sin situarnos en el interior del relato histórico de nuestra comunidad. Sandel, por su parte, afirma que la realidad de nuestra experiencia moral exige que nos veamos a nosotros mismos como miembros de comunidades concretas, de la familia a la nación. Sin embargo, esta relación unidireccional entre comunidad e identidad no parece ni deseable ni realista: ni las comunidades humanas están libres de conflictos de valor, ni los sujetos que pertenecen a ellas se limitan a «descubrir» su destino moral sin ejercer capacidad alguna de elección ni recurrir a otras fuentes de valor. Y ello sin entrar a considerar el modo en que esas comunidades de origen pueden resultar sofocantes o represivas para el individuo. Si por los comunitaristas fuera, deberíamos vivir para siempre en Innisfree.

Sea como fuere, MacIntyre nos señala el núcleo del problema. A su juicio, sólo podemos ser «patriotas» de lo que es nuestro. Pero cualquier defensa fuerte del patriotismo se enfrenta a una pregunta difícil: ¿por qué es más apropiado reconocer los logros pasados de nuestro país que los logros pasados de cualquier otro? ¿Es que somos mejores? ¿O simplemente valoramos lo nuestro porque es nuestro?

Para que un patriotismo sea defendible, es necesario que concurran dos componentes que no se concilian fácilmente: ciertos valores reflexivos que nos impidan caer en un patriotismo ciego y la atribución de valor moral al hecho de la pertenencia. No está claro que sea posible, puesto que el apego contamina fácilmente nuestra reflexión valorativa. Esto puede comprobarse en el concepto de «lealtad», cuyas connotaciones positivas pueden ser inmerecidas: difícilmente puede ser tomada como una virtud si no prestamos atención a aquello a lo que somos leales. Recordemos a los personajes de El tercer hombre: la defensa que Anna hace de su examante Harry Lime difícilmente puede sostenerse cuando tenemos noticia del daño infligido a tantos vieneses por la penicilina adulterada con que traficaba aquél. De nuevo, el valor del patriotismo dependerá de los valores de la patria. Y estos valores ‒desde la justicia a la libertad‒ no son valores nacionales, sino valores universales que conocen encarnaciones particulares.

Ahora bien, distinguir entre patriotismos ‒incluido el nuestro‒ exige de imparcialidad. ¿Y puede un patriota ser imparcial? Para MacIntyre, el acento en la «lealtad patriótica» se pone sobre la patria: lo que cuenta es que se trata de mi país, no de que tenga tales o cuales rasgos. Es lo que Edmund Burke respondía a Price cuando se refería a los «sentimientos naturales» que posee la mayoría: una «sabiduría irreflexiva» que les inclina hacia el amor por su país. Sólo lo local nos motiva, venía a decir el pensador inglés; porque es concreto y no abstracto. Ahora bien: William Hazlitt ya señaló a comienzos del siglo XVIII que el patriotismo moderno no es local, pues las patrias modernas no son exactamente puebluchos. Más bien nos sentimos apegados a un país cuya existencia abstracta reconocemos; experimentamos un «afecto general» por la comunidad imaginada y no un amor visceral por una tradición tangible. Y, con todo, la imparcialidad ha recibido persuasivas críticas filosóficas sobre la base de que siempre juzgamos desde algún sitio; no existe un punto de vista «no situado». Es cierto: el sesgo es inevitable. Pero creer que nuestro país es el mejor no impide que nos demos cuenta de que un extranjero puede sentir lo mismo. En otras palabras: podemos esforzarnos por ser imparciales una vez que constatamos que nuestra «situación» carece de todo privilegio moral. La imparcialidad funcionaría entonces como un límite a nuestros juicios más bombásticos.

Pero, ¿qué relación guardan entre sí patriotismo y nacionalismo? ¿Tiene razón Trump o la tiene Macron? Para MacIntyre, el patriotismo es lealtad a una nación particular; otros pensadores, en cambio, se esfuerzan por distinguirlos. A los efectos de lograr un patriotismo «bueno», vale decir reflexivo y democrático, el nacionalismo presenta evidentes dificultades que Ernest Renan ya identificase en su momento: nos quedamos con lo bueno y nos olvidamos de lo malo. Algo que la psicología contemporánea ha ratificado al identificar el sesgo de confirmación, que se manifiesta aquí en el deseo de que nuestra nación salga guapa en el retrato. Charles Jones y Richard Vernon se preguntan si el nacionalismo conduce necesariamente al abrazo de las falsas creencias, o si sólo contiene el potencial de hacerlo. A su juicio, no hay una respuesta unívoca: los procesos de construcción nacional sugieren que el ocultamiento de la verdad y la represión de la diferencia están en el origen de la mayoría de las naciones; el revisionismo histórico posterior, con el reconocimiento de errores que se incorporan al relato nacional, apunta hacia la posibilidad de un nacionalismo con matices. Aunque quizás esto sea demasiado optimista.

Como es sabido, un camino intermedio es el que representa el patriotismo constitucional de ascendencia alemana. Para nuestros autores, el concepto es prometedor si no lo entendemos como adhesión a principios políticos universales, sino a un proyecto democrático concreto al que contribuimos como ciudadanos. Y no se aleja demasiado de esta idea la alternativa republicana que invoca una tradición que precede al nacimiento de las naciones. Desde este punto de vista, el patriotismo sería la creencia en el valor fundamental de las instituciones políticas libres. Se trataría de un amor a la libertad común y no a una cultura o tradición o etnicidad concretas; a su vez, no sería un amor abstracto, sino uno volcado sobre una república específica. Claro que, ¿por qué la práctica local habría de contar más que el principio universal que en ella se expresa? La respuesta sería, en el fondo, burkeana: necesitamos el amor hacia lo particular, sugiere Charles Taylor, para defender unas instituciones que, de otro modo, nos resultarían demasiado abstractas. Si no queremos incurrir en el particularismo nacionalista, la defensa de la libertad ha de ser la defensa de un valor universal. Y no está claro que de eso se pueda ser patriota.

Pero tampoco parece haber muchas otras posibilidades y quizá la motivación (local) no importe demasiado si los valores (universales) son dignos de aprecio. De ahí el valor que Jones y Vernon conceden al «patriotismo cívico» que Pauline Kleingeld construye a partir de la teoría kantiana: un patriotismo cívico que no se apoya en la historia o las tradiciones compartidas (como hace el nacionalismo), ni se alimenta del orgullo por los logros particulares de una nación concreta. En el patriotismo cívico estamos obligados a promover un orden político concreto, que es aquel que promueve la libertad democrática de todos. Bien mirado, viene a ser lo que Richard Price sostenía en su sermón de 1789, con la salvedad de que Kleingeld no cree que tengamos especiales deberes hacia nuestros compatriotas.

Por suerte o por desgracia, existen otros deberes que pueden colisionar con los promovidos por este republicanismo cívico. En caso de conflicto, ¿cuál debe prevalecer? ¿Y cuál prevalece de facto? No parece que el patriotismo cívico resuelva la principal dificultad que presenta el concepto, a saber: la coexistencia del hecho de la pertenencia y el valor que fundamenta las distintas versiones del patriotismo. Jones y Vernon tratan de superar este obstáculo empleando el concepto de subsidiariedad. Ya hemos visto que una de las soluciones consiste en atribuir valor instrumental al aspecto contingente del patriotismo: los deberes locales expresarían un compromiso con valores universales. La asociación es específica, pero el criterio para evaluar su validez es general: uno sólo defendería a su país si tiene razón. Pero, ¿amamos entonces nuestro país, como nos preguntábamos antes, o tan solo el valor universal que en él se encarna? Este «dilema reduccionista», como lo llama Samuel Scheffler, podría resolverse si restamos importancia al problema de la motivación y lo que termina contando es la presencia de la motivación misma: que los valores democráticos resulten promovidos sean cuales sean, subsidiariamente, los apegos que nos empujan a defenderlos. En otras palabras, el patriotismo tendrá valor si aquello que defiende puede también ser defendido desde un punto de vista más amplio.

No es la peor de las respuestas. O, si se quiere, estamos ante la única forma aceptable de patriotismo: aquella que condiciona el amor a la patria a la naturaleza de esa patria. Uno puede sospechar que ese amor será siempre peligroso y que sería deseable que el conjunto de los individuos trascendiese el particularismo y abrazase valores cosmopolitas o reflexivos. ¡Diógenes todos! Pero dado que eso no va a suceder mañana, por razones que tienen que ver con el proceso de socialización humano y el carácter de nuestra psicología, mejor retratar al patriota como demócrata y hacer de los valores liberal-republicanos el fundamento del único patriotismo aceptable: aquellos que uno querría ver realizados en su comunidad política para poder hacer de ella una patria. Por amor a ella, por amor a esos valores o por amor a ambos: tanto da. Y, por tanto, con el menor énfasis posible en los relatos nacionales y las identidades culturales: no sea que la patria termine por convertirse en una jaula.




El escritor Pío Baroja (1872-1956)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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