sábado, 30 de marzo de 2024

De la verdad y la mentira

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. La historia puede leerse como novela, comenta en El País el escritor Sergio Ramírez, y los tres oficios que narran, historia, novela, relato periodístico, se hacen préstamos mutuos o son capaces de juntarse en un género híbrido. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












Nada hay verdad ni mentira
SERGIO RAMÍREZ
26 MAR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Heródoto ha pasado a la posteridad como el primero de los historiadores, pero en realidad fue mucho más que eso. O eso, y además narrador literario, y periodista, tres virtudes fundamentales que en sus Nueve libros de la Historia vienen a ser una sola; y cuando digo periodista estoy hablando de sus calidades de reportero y cronista, oficios que entonces estaban lejos de ser reconocidos como tales; y, por si fuera poco, explorador, geógrafo, arqueólogo, etnólogo y paleontólogo, pues al adentrarse en territorios entonces desconocidos, registraba de manera acuciosa y metódica todo lo visto y oído.
Historia, novela y mitología son entonces una misma cosa porque las fronteras del mundo son difusas y distantes, y esa bruma de la lejanía desconocida crea la duda, el asombro y el misterio, pero también la curiosidad.
Frente a la oscuridad que entonces representa lo inexplorado, pues lo conocido es un territorio aún exiguo, la verdad objetiva se convierte en un deber del cronista, aunque la imaginación no deje de enseñar sus vestiduras extravagantes en el relato. ¿Cómo dilucidar en aquella penumbra lo que está del lado de la realidad y lo que está del lado de la imaginación?
El rigor escrupuloso a la hora de narrar hechos es un procedimiento que la literatura de invención ha llegado a copiar de la crónica que pretende narrar verdades. La novela Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, que se publicó en 1722, finge ser un reportaje verídico y acucioso sobre la peste de cólera que asoló Londres en 1665. La pretensión del novelista es establecer la veracidad de lo que cuenta, disfrazando la imaginación con un aparato de hechos falsos en el que hay documentos oficiales, tablas estadísticas y testimonios fabricados.
Y hoy aún menos podemos afirmar que los hechos han ganado una calidad verificable, cuando vivimos en un mundo de verdades instantáneas, verdades desechables y verdades alternativas.
Siempre que relatamos la vida de los seres humanos, los de hoy y los del pasado, no podemos despojarnos nosotros, ni despojarlos a ellos, de ese velo subjetivo que cambia las imágenes, trastoca los criterios, premia y castiga, exalta y disminuye, y contrapone buenas intenciones y malicia; o porque ese velo es extendido por la mano de intereses políticos, ideológicos, corporativos o religiosos.
Por mucho tiempo la historia se escribió a favor o en contra de alguien, y no pocas veces por comisión del interesado; si no, recordemos a López de Gómara componiendo en Valladolid su Crónica de la conquista de la Nueva España bajo encargo de Hernán Cortés, quien buscaba recuperar sus fueros en México, y para eso necesitaba ser exaltado como el héroe único de la conquista de Tenochtitlan.
Esta pretensión movió a reaccionar a Bernal Díaz del Castillo, un anciano soldado de Cortés, que vive retirado en Guatemala, quien al leer el libro de López de Gómara se asombra de la manera en que cuenta los hechos alguien que nunca ha cruzado el mar y estuvo, por tanto, lejos de ellos. Lo ve como una superchería. Entonces decide escribir su propio relato, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España.
Pero es, de todas maneras, su visión de los hechos. Nunca habrá dos visiones iguales. La memoria es a la vez invención. Se altera lo que se recuerda. Lo que se recuerda un día de una manera, será diferente después. Y dos personas que recuerdan los mismos hechos, los recuerdan de manera distinta.
Los conquistadores se dejan guiar por los desafueros felices de su imaginación, iluminada por el asombro ante lo nuevo, una ralea de aventureros, pastores de cabras de Castilla, porquerizos de Extremadura, marineros de las costas andaluzas, hidalgos sin fortuna y nobles arruinados, misioneros y capellanes, tramposos, fulleros y buscones, como don Pablos, “espejo de vagamundos y ejemplo de tacaños” a quien Quevedo embarca hacia las Indias, a ver si mejora su suerte, aunque ya no volvemos a saber de él.
Una cauda incandescente de hechos que rozan con la epopeya, e iniquidades, crueldades y abusos de poder, y no podremos saber cuánto es verdad y cuánto es mentira en las ocurrencias de la historia, que se prepara para ser antesala de la novela, o ser la novela misma.
La independencia se disolverá entre el humo de las batallas y las inquinas y las discordias enseñarán sus cabezas hidrópicas y sus jorobas de fenómenos de circo, y los proyectos de nuevas repúblicas democráticas fracasarán en el caudillismo y en las dictaduras, primero ilustradas y luego cerriles, y no pocos de los próceres terminarán en el ostracismo, o ante el paredón. Se les concedía, nada más, un último favor: dar ellos mismos la orden de fuego, o ser fusilados sentados en un sillón que era traído desde alguna casa vecina.
Se impone como norma la anormalidad, que nace del desajuste siempre presente entre el ideal y la realidad, entre la propuesta de sociedad que queda asentada en la letra muerta de las constituciones y la sociedad de opresión y miseria que de verdad existe; las leyes justas pasan a ser la mentira, y el arbitrio del poder sin contrapesos pasa a ser la realidad.
Cuando el poder se vuelve anormal, y por tanto adquiere sobre los individuos un peso desmedido, actúa como una deidad funesta que violenta el curso de las vidas y, al trastocarlas, hace posible la soledad de las prisiones y el desamparo del destierro, corrompe y envilece, crea el miedo y el silencio, engendra la sumisión y el ridículo, y alimenta la adulación; y termina creando, también, la rebeldía.
Por eso es que la historia puede leerse como novela. Y estos tres oficios que narran, historia, novela, relato periodístico, se hacen préstamos entre ellos, o son capaces de juntarse en un género híbrido. La novela inventada por Cervantes, que descoyunta el tiempo y el espacio y da cabida a lo inverosímil. La novela que se convierte en el lugar de encuentro donde todo cabe, autobiografía y biografía, documentación histórica, opúsculos científicos, informes estadísticos, y gacetillas de periódicos. Y novela pasa a ser también el relato de hechos reales contado con las técnicas de una novela, vale decir, sus trampas y ardides.
La crónica de hoy día, igual que la novela, tiene que ver con la anormalidad. Las nuevas dictaduras mesiánicas. El populismo y sus alardes de feria. El crimen organizado con su siniestra cauda de extravagancias. El poder social de las pandillas, basado en el terror y el crimen despiadado, y que llega a producir caudillos, como en Haití; los reyes del narcotráfico, que se disputan inmensos territorios, donde ejercen el papel que corresponde al Estado; los emigrantes centroamericanos perseguidos, secuestrados, asesinados, a lo largo de toda la ruta a través de México, o que terminan ahogados en el rio Bravo o dejan sus huesos en el desierto de Arizona; la corrupción, como esa piel purulenta que viste al poder político, cualquiera que sea su signo ideológico.
La historia que parece escrita por los novelistas, y la crónica que parece copiar a la novela, porque los hechos que cuenta parecen increíbles; y la novela misma, que busca parecerse a la realidad, imitándola, y ser aún más deslumbrante que la propia realidad. Sergio Ramírez es escritor y premio Cervantes. 
 




















[ARCHIVO DEL BLOG] Inyección de europeísmo. [Publicada el 23/05/2017]










Si la cara es el espejo del alma, algo en lo que no acabo de creer del todo, aunque en Trump y Putin parezca tener cierto sentido, la de Theresa May no le va a la zaga. Basta con ver su expresión en la foto que ilustra esta entrada. Según comentaba la corresponsal de El País en Gran Bretaña, Gabriela Cañas ayer domingo, las propuestas lepenistas de la primera ministra británica proponiendo duplicar las tasas por contratar extranjeros y endurecer los requisitos para la visa de estudiante, la acercan peligrosamente a tan des-ilustrados colegas.
Sobre el populismo nacionalista que nos acecha, pero en sentido contrario al expuesto, escribía hace unos días en el mismo diario por Carles Casajuana, escritor y diplomático español, exembajador en el Reino Unido, que afirma que la elección de Macron es una inyección de europeísmo que hay que aprovechar, pero que la UE da síntomas de cansancio y debe reaccionar, pues su déficit democrático y el fin de la garantía de prosperidad por estar en el club lastran a Bruselas.La lectura en clave europea de los resultados de las presidenciales francesas no ofrece dudas, dice. La victoria de Emmanuel Macron es una victoria del internacionalismo frente al populismo, de los cosmopolitas frente a los xenófobos, de los defensores de una Francia abierta frente a los partidarios de cerrar puertas a la inmigración y al libre comercio. Es una victoria del proyecto europeo.
Sin embargo, añade, no supone una derrota definitiva del populismo, ni mucho menos. El número de votos cosechados ayer por el Frente Nacional no hubiera sido posible sin la insidiosa sensación de malestar que pesa sobre Europa. Lo advirtió el propio Macron hace muy pocos días: la Unión debe reformarse. De otro modo, la victoria de ayer puede no ser más que un respiro temporal.
Los síntomas de fatiga son obvios, afirma. El Reino Unido se va. El motor franco-alemán no funciona. La eurozona no ha superado plenamente la grave crisis iniciada hace casi una década. Grecia sigue intervenida. En Varsovia y Budapest, los gobernantes no respetan los valores comunes. Las respuestas a la guerra siria, a la cuestión de los refugiados y a la actitud de Rusia son decepcionantes. Un traspié en Francia hubiera puesto a la Unión en grave peligro.
Mucho se ha escrito sobre los motivos de esta situación, sigue diciendo, pero tal vez no esté de más insistir en dos. El primero es la ruptura de un viejo contrato no escrito —pero interiorizado por todos— en cuya virtud la transferencia de competencias a Bruselas debe recompensarse con crecimiento y bienestar. Nos unimos porque juntos somos más fuertes y más prósperos. De no ser así, el proyecto puede no tener sentido. Para muchos —entre ellos, parte de los menos favorecidos—, los beneficios de una unión cada vez más estrecha ya no son incuestionables. El Frente Nacional no es el único partido europeo que pinta el euro como una especie de cárcel económica y defiende la idea de abandonarlo.
Sin duda, , sigue diciendo, esto no sería así sin la profunda recesión de los últimos años. Pero hay más. Durante décadas, la mera transferencia de competencias a Bruselas generaba crecimiento por las ventajas de las economías de escala. Poner nuestros recursos y nuestros mercados en común nos beneficiaba a todos. Ahora, los frutos fáciles de esta política ya se han cosechado. Los que quedan en el árbol exigen más esfuerzos y unos riesgos que no todos los Estados miembros están dispuestos a asumir.
El segundo motivo, añade, es el déficit democrático y de representación de la Unión. Muchos ciudadanos tienen la sensación de que las decisiones que les afectan se toman a sus espaldas, en comités opacos integrados por personas que no conocen y a las que no han elegido.
No es un sentimiento totalmente injustificado, afirma. Tomemos, por ejemplo, la política económica de la eurozona. De los mandos para manejarla, el monetario está en manos del Banco Central Europeo, fuera del control de las capitales, y el fiscal se divide entre la Comisión Europea, el Eurogrupo y los ministros nacionales. El resultado es que los ministros de economía controlan solo una parte de los instrumentos propios de su función: son como los conductores de los coches de las autoescuelas, que parece que conducen porque están al volante, pero en realidad están sometidos al control del instructor que va a su lado.
No es malo que sea así —a problemas europeos, respuestas europeas—, pero el inconveniente es que los ciudadanos no elegimos a esos hombres de negro que erraron el tiro al hacer frente a la crisis de la eurozona con demasiada austeridad, sino a los Gobiernos nacionales, cuyos miembros, para más inri, no tienen empacho en apuntarse los éxitos, cuando los hay, y echar la culpa de los fracasos a Bruselas, afirma ironía.
La salida del Reino Unido encierra una lección que el resto de Europa no parece querer ver, señala. Una de las razones de los británicos para votar a favor de la salida fue la voluntad de no someterse a normas elaboradas fuera de su país. Y no era —o no únicamente— por chovinismo. No: los británicos se sienten legítimamente orgullosos de su democracia y muy vinculados al Parlamento de Westminster a través de los diputados que les representan, a los que se dirigen con frecuencia para pedir apoyo por los motivos más variados y a los que despiden sin contemplaciones —dejando de votarles— si al término de su mandato no están satisfechos con su labor. En cambio, no se sienten vinculados a las instituciones de Bruselas, demasiado lejanas y poco transparentes, y por ello no quieren someterse a sus decisiones.
No puede extrañarnos que en otros países europeos haya partidos que están ganando cada días más adeptos con argumentos parecidos, añade. Se les puede tachar de populistas, de nacionalistas, de extremistas: da igual, ahí tienen un punto de razón. La dirección de los destinos europeos está en manos de unos políticos que mantienen una relación demasiado abstracta con los electores. Sobra tecnocracia y falta cercanía.
La integración europea ha alcanzado un punto de muy difícil retorno, dice. El coste de renunciar a sus logros sería enorme. Pero defender el proyecto europeo con el argumento de que sin él estaríamos peor no ofrece muchas garantías de éxito. Resignarse a una arquitectura institucional incomprensible para el ciudadano medio y a unos dirigentes cuidadosamente elegidos para no hacer sombra a los gobernantes nacionales es suicida.
Para cerrar el paso al populismo, afirma, necesitamos más democracia y dirigentes que conecten con los ciudadanos, con ideas para cosechar los numerosos frutos que quedan en el árbol, dirigentes de los que no se pueda decir malévolamente, como Churchill de su rival: “Llegó un taxi vacío y de él salió Clement Atlee”. Además, hay que buscar mecanismos que permitan, si no su elección directa, dotarles de más representatividad. Como se vio en la elección de Jean-Claude Juncker —aunque luego no se haya notado la diferencia por culpa del interesado—, para conseguirlo no se precisan grandes reformas.
El viejo símil de la bicicleta que no puede detenerse, so pena de perder el equilibrio, contiene un fondo de verdad, concluye diciendo. Para recuperar la ilusión, para volver a ser atractiva, la Unión debe retomar el impulso integrador, aunque sea con velocidades variables. La elección de Macron supone una inyección de europeísmo: sería necio no aprovecharla a fondo. Pero para que una mayor integración sea viable es necesario acercar los dirigentes e instituciones de Bruselas a los ciudadanos. De otro modo, el nacional-populismo no dejará de crecer. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













viernes, 29 de marzo de 2024

Del derecho a leer

 









Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Tiene más sentido que nunca aprender a programar ‘precisamente’ ahora que la IA puede hacerlo por nosotros, aunque los líderes de la industria nos aseguren lo contrario, afirma en El País la escritora Marta Peirano. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










El derecho a leer
MARTA PEIRANO
25 MAR 2024 -  El País - harendt.blogspot.com

Es bien conocido que Lutero reformó la Iglesia católica hace más de 500 años con la ayuda de un nuevo sistema de letras móviles talladas en metal. No todo el mundo recuerda el motivo. Todo empezó con la construcción de la basílica de San Pedro, un proyecto que el papa Julio II empezó justo antes de morirse y que cuando Lutero llega a Roma a estudiar en 1510 ya estaba arruinando a la institución. La obra tenía sentido: la iglesia que el emperador Constantino había construido sobre la tumba del apóstol Pedro moría de éxito, un poco como el último Sónar en el CCCB. Hacía falta un templo para un público masivo, capaz de transmitir el nuevo poder de la Iglesia. Tardaron siglos en terminar la basílica, un trabajo al que contribuyeron muchos de los grandes artistas de la época como Miguel Ángel, Gian Lorenzo Bernini y Carlo Maderno. Costó mucho más de lo que estaba presupuestado. Cualquiera que haya renovado recientemente el baño o la cocina sabrá empatizar.
Para hacer frente a las facturas, el papa León X puso en marcha una operación basada en una práctica penitencial de la Iglesia primitiva: la venta de indulgencias. Activó una campaña de promoción enviando predicadores a vender absolución a cambio de ricas comisiones. El más famoso de todos, el fraile dominico Johann Tetzel, popularizó eslóganes tan persuasivos como “Tan pronto como el oro en la caja suena; el alma rescatada al cielo llega”. El ambiente era tan propicio que fue como pescar salmones en un barril.
El cielo estaba reservado para los que morían libres de pecado, pero se había vuelto imposible no pecar. Con los nuevos indultos, uno podía comer filete el viernes de Cuaresma, desear a la mujer del vecino y mentir sobre sus gallinas, de forma previsora o incluso retroactiva. Aquellos familiares condenados a vivir en un río de sangre hirviente por matar a un sirviente o engañar a su mujer podían ser rescatados a cambio de unas monedas. El precio se fijaba de acuerdo a los ingresos. Hoy lo llamarían una democratización del más allá.
La campaña fue un gran éxito porque había un gran excedente de pecadores pero, sobre todo, porque estaba prohibido tener la Biblia, leer la Biblia o traducirla a la lengua local. Ningún pecador había leído la parte en la que Cristo delegaba en la Iglesia su autoridad para conceder actos de misericordia y gracia divina, pero todos entendían de pecado, llamas y eternidad. Cuando Lutero descubrió en las epístolas de san Pablo que la salvación es un regalo de Dios otorgado por la fe en Jesucristo y no se podía comprar, su lectura fue tan revolucionaria que cambió el curso de la historia.
En eso pensaba hace tres días cuando escuché al consejero delegado de Nvidia decir que no dejemos que los niños aprendan código porque la inteligencia artificial (IA) les ayudará a programar.
“Vamos a hacer que las computadoras sean más inteligentes para que las personas no tengan que aprender ciencias de la computación para programar una computadora”, dice en su reciente entrevista para CNBC. Jensen Huang es un empresario brillante y lo dice sin doblez. Pero, si aceptamos que el código es el latín de nuestra era y la IA es su nuevo dios, cómo podemos renunciar al derecho de entender sus leyes sin renunciar a entender el mundo. Precisamente ahora que cinco empresas quieren escribirlo y ejecutarlo a oscuras en las catedrales de datos que están levantando a nuestro alrededor. Marta Peirano es escritora.

























[ARCHIVO DEL BLOG] Reflejos. [Publicada el 06/04/2020]









Hipnotizan nuestros ojos con imágenes de exultante juventud, perfecta, triunfadora: falsa. Saben que caeremos, comenta [La mirada del espejo. El País Semanal, 29/3/2020] la escritora Irene Vallejo en el primer A vuelapluma de la semana.
Después de la pregunta, unos instantes frondosos de silencio: la tentación de mentir- comienza diciendo Irene Vallejo-. ¿Cuántos años tienes? Los niños pequeños, interrogados, levantan uno a uno los dedos con la ilusión de llegar a desplegar un día el abanico de las dos manos. Los adolescentes intentan atribuirse con voz ensayada los ansiados 18, el ábrete sésamo de la edad adulta. Casi todos los demás pronunciamos nuestra edad en tenue súplica, como quien contiene a un animal desbocado. Apenas dejamos de desear ser mayores, empezamos a lamentar no ser más jóvenes. Qué breve es el tiempo en el que vivimos reconciliados con nuestro tiempo.
Hoy no solo se nos exige convertirnos en triunfadores; además debemos alcanzar el éxito jóvenes, cuando aún podemos posar guapos y fotogénicos. Qué anclada está la prisa en nosotros, qué insólita se ha vuelto a cualquier edad la paciencia. Cuenta el historiador Suetonio que, con 33 años, Julio César desempeñaba un cargo administrativo menor en Hispania. En viaje oficial, llegó a Gades, nuestra actual Cádiz, a visitar el templo de Hércules. Allí se detuvo frente a una estatua del macedonio Alejandro Magno y, al verla, lloró. Derramó esas lágrimas porque, a su edad, Alejandro había muerto después de conquistar gran parte del mundo conocido, mientras que Julio César era solo un oscuro magistrado en Hispania. Con tres décadas a las ­espaldas, el futuro general se sentía ya demasiado envejecido para las hazañas que su ambición le exigía. Hay que decir que, a pesar de sus complejos, antes de ser asesinado a los 56 años, tuvo tiempo de montar un triunvirato, perpetrar masacres en las Galias, contribuir a una guerra civil, escribir varios ­libros clásicos, derrotar a sus enemigos con asombrosos despliegues tácticos y dejar su nombre al mes de julio y a la cesárea.
En el fondo, el problema no es la edad, sino la insatisfacción inducida. Julio César quería ser Alejandro, como en su momento Alejandro quiso ser Aquiles. Sin embargo, lo que en el pasado era exclusivo de los individuos más desmesuradamente ambiciosos, ahora es un síndrome generalizado. En la película El club de la lucha, adaptación de la novela de Palahniuk dirigida por David Fincher, el protagonista es un individuo corriente, con un trabajo seguro y vida cómoda, pero descontento de sí mismo y angustiado por el insomnio. Sintiéndose mediocre y anodino, acude a grupos de terapia colectiva para el cáncer, buscando en las catástrofes ajenas anestesia contra su desasosiego. En un avión, conoce un día al exuberante Tyler Durden, que le fascina instantáneamente por sus ideas, su carisma, su arrolladora seguridad en sí mismo. Pronto empieza a pelear a puñetazos con su nuevo amigo para desahogar la rabia, funda con enorme éxito el club de la lucha y se lanza a reclutar una especie de ejército anarcofascista con el que ejecutar el gran ­Proyecto Caos. Poco a poco, iremos descubriendo que Tyler no existe en realidad, es solo la proyección de lo que el protagonista siempre quiso ser: atractivo, seductor, desinhibido, poderoso, temido, inmune al miedo. El gran nihilista era una víctima más de los mismos complejos que nos inyectan a todos.
En nuestra galaxia mediática, invadida por pantallas, todos tenemos un doble cuidadosamente diseñado por las agencias de publicidad. Las marcas no solo quieren que compremos sus productos, además nos tientan para que deseemos ser otros. Hipnotizan nuestros ojos con imágenes de exultante juventud, perfecta, triunfadora: falsa. Saben que caeremos en la trampa de comprar lo que venden para intentar parecernos a ellos, a los otros, a esos espejismos radiantes. Y así seguiremos gastando, porque nunca lo conseguiremos: nuestra insatisfacción son sus beneficios. El capitalismo funciona inoculando el virus de la esquizofrenia, la obsesión por ser otros, más fascinantes que la imagen de nuestro espejo. Hasta que, de pronto, la vida nos descubre que nuestros cuerpos son frágiles y vulnerables. En un mundo que conspira para que desees ser la copia de alguien que no existe, lo heroico es ser quien eres. 
A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













jueves, 28 de marzo de 2024

De la materia de que están hechas las cosas

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Hay muchos escritores, tal vez incluso más que lectores, pero muy pocos que sigan creyendo en el poder de la ficción, comenta en Revista de Libros la escritora Rebeca García Nieto, y Patricio Pron, dice, es uno de ellos, y lo demuestra en cada libro que publica, sea ensayo, colección de relatos o novela. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









La materia de la que están hechas las cosas
REBECA GARCÍA NIETO
04 MAR 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro La naturaleza secreta de las cosas de este mundo, de Patricio Pron (Anagrama, Barcelona, 2023)
Hay muchos escritores, tal vez incluso más que lectores, pero muy pocos que sigan creyendo en el poder de la ficción. Patricio Pron es uno de ellos, y lo demuestra en cada libro que publica, sea ensayo, colección de relatos o novela. La idea de que la ficción es esencial en nuestras vidas, de que en buena medida es de lo que estamos hechos, es clave en su nueva novela, la primera que publica en Anagrama, y es evidente desde el epígrafe que abre el libro, una cita de Cuando la casa se quema, de Giorgio Agamben: «Vivimos en casas, en ciudades quemadas de arriba abajo como si aún estuvieran en pie (…)». Ese como si es la clave de bóveda de nuestra supervivencia mental. Vivimos como si las personas que queremos no fueran a morirse jamás, como si nosotros mismos no fuéramos a hacerlo, como si fuéramos otros. Hemos interpretado tantos papeles y lo hemos hecho durante tanto tiempo que nos resulta prácticamente imposible saber no ya quiénes somos, sino ser siquiera conscientes de que estamos interpretando.
Olivia Byrne, una de las protagonistas de esta novela, lo sabe bien, pues ha hecho de ser otra su profesión. Es actriz; en ese sentido, es una profesional del como si. Cuando la conocemos está a punto de entrar en terra ignota. Va a perder el control de su coche y chocar con una valla, la tenue barrera que separa la carretera por la que circula de un mundo desconocido. Se dirigía a ver a su madre, Emma, con la que no tiene una relación lo que se dice estrecha (la tarjeta de cumpleaños que le envió en una ocasión da buena cuenta de lo precario de su vínculo: «Gracias por ser como una madre para mí»). Emma es artista, suele «intervenir» en espacios donde algo terrible ocurrió en el pasado y de alguna forma perdura en el presente. Un ejemplo es su instalación en los Piccadilly Gardens de Mánchester, donde tiempo atrás algunas mujeres fueron castigadas en público para «limpiar» sus pecados y más tarde se construiría un asilo para enfermos mentales. Madre e hija tienen una concepción distinta del arte, lo que equivale a decir que tienen una concepción distinta de la vida, en parte por pertenecer a diferentes generaciones. Más allá de eso, entre ellas parece haber una distancia insalvable. Olivia está mucho más unida a su padre, Edward, también artista, a pesar de que lleva años desaparecido. De todo lo que va recordando en el trayecto aquel día trata la primera parte del libro.
Si en esta primera mitad, la más interesante estilísticamente, el texto remeda el estado mental de alguien que está a punto de salirse del camino trazado —es digresivo, zigzagueante y, sobre todo, sinuoso, en el sentido de que oculta más que revela—, la segunda, dedicada al padre desaparecido, es más sosegada. Poco a poco nos vamos enterando de que Edward colgó el pincel como quien cuelga los hábitos, por falta de fe o sencillamente porque prefirió hacer otra cosa con su vida (como, por ejemplo, colocar los bolos en una bolera). Al estado actual del arte, y a sus imposturas, le dedica la novela unas cuantas reflexiones. Una idea que se repite es que el arte ha perdido buena parte de su potencial crítico porque el mercado se ha encargado de absorberlo y ponerlo al servicio del sistema. Lo que se nos vende como una obra demoledora que hará tambalear los cimientos de nuestra maltrecha sociedad resulta ser, casi siempre, una voladura controlada cuyo impacto no es mayor que el de una bala de fogueo. Algunos ejemplos de esta idea los ofrece la propia Olivia. Uno de los dramaturgos que conoce ha conseguido llegar a la primera línea con unas obras que incomodan, ma non troppo. Lo mismo parece pensar de las instalaciones artísticas de su madre.
Sobre el mercado, en ese caso literario, ya había escrito Pron en No, no pienses en un conejo blanco (2022). También escribió sobre la desaparición de una forma de arte, la literatura, en El libro tachado (2014). Pero la literatura, y el arte en general, son un poco como esa garrapata de la que hablaba Anne Carson, suspendida entre la vida y la muerte durante dieciocho años sin apenas sustento. Así que, mientras termina de desaparecer del todo, Pron cree que es obligación del escritor proponer «nuevos juegos y nuevas conversaciones». Eso es lo que hace La naturaleza secreta de las cosas de este mundo: ofrece una nueva propuesta y abre un diálogo sobre algunos de los temas de nuestro tiempo. También conversa con otros libros. La novela no oculta que está hecha, en parte, de la literatura que la ha precedido. Los personajes recuerdan piezas de teatro, cuentan relatos a otros, hasta los policías encargados de dar con Edward hablan de la escritura… El autor incluye en el epílogo una serie de libros sobre los que se asienta o le han servido como punto de partida. Entre ellos destacan el magnífico «Wakefield», de Nathaniel Hawthorne, Al faro, de Virginia Woolf, o diferentes obras de Henry James. El radio de acción de la novela de Pron, su campo de batalla, se amplía considerablemente si tenemos en cuenta estos otros textos «que se oponen a ella, la sostienen, le sirven de fundamento, limitan con ella como los países en los mapas».
Como ocurre en los libros de Henry James, aquí la «acción» se desplaza del exterior al interior de los personajes. Desde el principio accedemos a los recuerdos de los protagonistas, al más recóndito de sus pensamientos, incluso a lo que no les es posible saber de sí mismos. Con frecuencia el narrador (implícito) señala sus puntos ciegos, dotando al texto de una profundidad psicológica inusual en estos tiempos. Las fronteras personaje/narrador se desdibujan, al igual que ocurre con los límites entre lo imaginario y lo real. En varios momentos, se nos dice que lo que los personajes imaginan tiene para ellos estatus de realidad. En ese sentido, su vida mental, como la de todos, tiene mucho de ficticia. En algún momento me ha dado la impresión de que también la habitual distinción narrador/autor se venía abajo, lo cual no sería necesariamente malo, pues, como el propio James reconocía, es inevitable que el autor deje su marca personal en su obra.
Tengo la impresión de que hemos olvidado que la ficción es un medio privilegiado para pensarnos y pensar en el mundo en que vivimos. También es —o debería ser— un espacio crítico donde poner a prueba los valores y presupuestos que sostienen nuestra maltrecha sociedad, así como una especie de laboratorio donde ensayar ideas y tantear otras formas de vivir y de ser. Novelas como La naturaleza secreta de las cosas de este mundo nos recuerdan que la literatura sirve para todo eso y que, además, puede hacerse sin renunciar al estilo. Rebeca García Nieto es escritora, doctora y especialista en Psicología Clínica.