sábado, 16 de diciembre de 2023

De la traducción como antídoto

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor Juan Gabriel Vásquez, va de la traducción como antídoto. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Elogio de los invisibles
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
07 dic 2023 - El País -harendt.blogspot.com

A mediados del mes pasado, el Instituto Reina Sofía de Nueva York me invitó a hacer, durante unos minutos, algo que haría gustosamente horas enteras: hablar de traducción y traductores. La ocasión era la ceremonia de entrega de un premio que el instituto organiza con la complicidad de otras entidades, y que distingue la mejor traducción hecha del español al inglés en Estados Unidos. Esta vez lo mereció —y es muy merecido— la traductora Charlotte Whittle, que puso en palabras inglesas El infinito en un junco, el bello libro de Irene Vallejo que habla, entre mil cosas distintas (y todas interesantes), de la importancia histórica de la traducción. Pues bien, siempre he creído en la pertinencia y aun la necesidad de cualquier manifestación que se nos ocurra para declarar públicamente nuestra gratitud hacia los traductores, y no me parece una exageración decir que todos ellos —y todas ellas: pues las mujeres son mayoría en este oficio— son autores de buena parte de lo que decimos cuando decimos: soy humano.
Permítanme que parta de una declaración de principios: si leemos y escribimos literatura, creo yo, es por un sentimiento de insatisfacción. No nos basta la vida que nos ha tocado; nos rebelamos contra el hecho de que la vida sea solo una, en el sentido de que no tenemos otra después de esta, pero también contra el confinamiento en una sola identidad, un solo lugar en el mundo, un único punto de vista desde el cual miraremos el mundo hasta la muerte. Esto es frustrante porque siempre queremos vivir y saber más: queremos tener otras vidas. La literatura es un remedio (imperfecto, pero no tenemos otro por el momento) para esas carencias; pues bien, la traducción lleva ese privilegio un paso más allá, y nos regala el acceso a vidas aún más diferentes, aún más alejadas, o salva el abismo que nos separa de esas vidas distantes. Por eso yo puedo decir que mi visión del mundo, mi moral, mi comprensión de lo que somos como seres humanos, ha sido moldeada por Homero y Tolstói, por Aristóteles y Chéjov, a pesar de que no hablo una sola palabra de griego o de ruso. A menudo he dicho que sin traducción no podría hablar de mi realidad colombiana, porque para ello necesito dos palabras que alguna vez fueron traducidas del griego: político e idiota. Ya ven ustedes: la traducción enriquece nuestra comprensión de la vida.
Durante varios años me gané la vida como traductor, y siempre he pensado que no hay mejor escuela para un aprendiz de escritor que la traducción literaria. La ecuación es muy sencilla: aprendemos a escribir leyendo, y los traductores son los mejores lectores del mundo. Un buen traductor entiende todos los efectos; como un buen imitador, puede hacer todas las voces. Un buen traductor también reconoce todos los atajos, todas las trampas, todos los trucos baratos, y esto, para el escritor traducido, es un acicate invaluable. (Más de una vez he trabajado una frase con sus traductoras en mente: para que sea mejor o más clara, o para que no sea perezosa ni autoindulgente: para que esté a la altura de su oficio y su talento). Por último, los traductores son los mejores detectives del error. Sus correos electrónicos me causan verdadero pánico, pues son la prueba tangible de que, por muchas veces que se corrija un manuscrito, siempre hay alguna falta que solo se hará visible —para enorme desesperanza del autor— con el libro ya publicado y en proceso de traducción. Pero Borges solía decir que su primera lectura del Quijote había sido en inglés, y que luego, cuando leyó el original en español, pensó que se trataba de una traducción mediocre. No sé por qué, pero esta anécdota me consuela.
El premio Queen Sofia, que así se llama en el país donde se da, distingue, como ya dije, una traducción del español al inglés. Nadie puede ser más consciente de la importancia de la traducción que un novelista latinoamericano, pues nuestra novela llegó a la mayoría de edad, por lo menos en parte, gracias a ciertos descubrimientos traducidos. García Márquez no habría escrito lo suyo si no hubiera descubierto La metamorfosis, de Kafka, o esa extraña anunciación del realismo mágico que es Orlando, de Virginia Woolf, o a Faulkner y a Hemingway y a Albert Camus: todos libros que leyó en traducción (y muchos publicados por la gran Victoria Ocampo, sobre la cual habría que hablar más en otro artículo). Lo mismo se puede decir en el sentido contrario: sin la traducción de Cien años de soledad por Gregory Rabassa, o sin las que hizo Norman Di Giovanni de la obra de Borges, toda una generación de novelistas norteamericanos sería más difícil de imaginar: me vienen a la mente Toni Morrison y John Barth. Pero también muchos otros: Las vírgenes suicidas, de Jeffrey Eugenides, es una novela admirable que sería inconcebible sin Crónica de una muerte anunciada.
Quiero decir que la traducción es, entre otras muchas cosas, un antídoto posible contra la cerrazón mental y la xenofobia del espíritu. La traducción amplía nuestro sentido de lo que son los seres humanos, de lo que dicen y piensan y sienten; también, de lo que el lenguaje le hace al mundo. Gregory Rabassa dice que el principio de incertidumbre de Heisenberg se aplica a la traducción: “Cada vez que llamamos pierre a una piedra”, escribe, “de alguna manera la hemos convertido en algo distinto de una stone o una Stein”. Y no sé a ustedes, pero a mí el hecho me parece francamente mágico. Hace muchos años hablé al respecto con Javier Marías, uno de los grandes novelistas-traductores de nuestra lengua —responsable de Tristram Shandy cuando tenía veintipocos años, y luego de obras de Conrad y de Isak Dinesen—, y me decía Marías que lo más misterioso de la traducción es la simple circunstancia de que la aceptemos. ¿Cómo puede un texto seguir siendo el mismo después de perder lo que lo ha hecho posible, que es el lenguaje? ¿Cómo podemos sentir que hemos leído a W. G. Sebald o a Thomas Bernhard los que no sabemos alemán, cuando ni una sola de las palabras que se encuentran en el texto traducido es decisión del autor? Leemos con la conciencia de que las palabras son de Miguel Sáenz, y sin embargo seguimos pensando: leo a Bernhard, leo a Sebald, leo a Joseph Roth.
Esto tiene un corolario: las buenas traducciones hacen desaparecer al traductor; las malas lo hacen visible. Tal vez sea cierto el lugar común que repetimos sin examinarlo, y los buenos traductores sean invisibles en la obra. Pero en cambio creo, y con toda convicción, que deben ser muy visibles, lo más posible, en nuestra sociedad de lectores. O de ciudadanos, sí, porque eso es también lo que indirectamente crean las traducciones, su presencia en nuestras sociedades o nuestro contacto sostenido con ellas. Así que es verdad: los nombres de los traductores deberían estar en la cubierta de los libros. Y es verdad: habría que pagarles mejor. Y es verdad: la industria, esta industria editorial que depende de ellos, debería empezar desde ya a protegerlos de los embates sin control de eso que llamamos inteligencia artificial, que muy bien puede ser el más grande paso atrás que hemos dado los seres humanos. Y nosotros, los lectores de literatura, tendríamos que darles las gracias a esas figuras invisibles, diciéndoles de vez en cuando que los vemos, que los reconocemos, que los apreciamos.
































[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Qué es la política? [Publicada el 28/09/2017]












Decía mi admirada Hannah Arendt en un precioso librito suyo titulado ¿Qué es la política? (Paidós, Barcelona, 1997), que da título a esta entrada, que el objeto central de la política es el mundo (lo "que es", la "realidad") y no los hombres. Y que de la misma manera que no se cambia el mundo cambiando a los hombres -prescindiendo de la imposibilidad práctica de una empresa tal- tampoco se cambia una organización, una asociación, [¿un país?], influyendo sobre sus miembros. Si se quiere cambiar una institución, una organización, [¿un país?], o cualquier corporación pública mundana, sólo puede hacerse renovando su constitución, sus leyes, sus estatutos, y esperar que todo lo demás se dé por sí mismo.
Nunca debería ser tarde para hacer política, señala el historiador José Andrés Rojo. Ante el desafío independentista no basta con cargarse de razón, hay que ocuparse de las cosas, del mundo, de ese "mundo" que, como decía Hannah Arendt, es el objeto real de la política.
En uno de sus artículos, comenta José Andrés Rojo, Rafael Sánchez Ferlosio hablaba del papel que juega el escándalo en la actividad política. Se refería a ese “canónigo repertorio de los no me digas, los estás bromeando, los increíble, inaudito, monstruoso” y toda su “corte de gesticulaciones” con los que, con demasiada frecuencia, los políticos reaccionan ante determinadas cuestiones. Y añadía que, en esas circunstancias, andan como locos para “cargarse de razón”.
Conviene hacer algún matiz. Una parte esencial del trabajo de los políticos es la de sostener con argumentos su discurso y buscar razones que respalden sus decisiones, sus posiciones, sus propuestas. Pero eso no tiene nada que ver con el gesto de rasgarse las vestiduras poco rato después de haberse tomado la molestia de cargarse de razón.
En otro artículo, Ferlosio apuntaba que “el escándalo es una droga que anestesia el sentimiento de nulidad política”. O lo que es lo mismo: si un político se ocupa todo el rato de esconderse tras la retahíla habitual de los increíble, inaudito, monstruoso es que no sirve para nada, pero está tan enfrascado en su encomiable capacidad de escándalo que está convencido de estar cumpliendo con su tarea. Pues no. Toda esa “corte de gesticulaciones” no vale nada.
En política no sirve, no debería servir, el escándalo, el simple y mero cargarse de razón. Sirven, deberían servir, las razones. Pero las razones son solo una parte de la política. En ese guiso intervienen también otros ingredientes que tienen (quizá por desgracia) tanta o igual importancia: las emociones, los intereses —entre los que suelen existir algunos francamente turbios—, la historia de cada cual y la memoria que conserven los otros de sus aciertos y desmanes, las viejas complicidades (o enemistades) entre estos y aquellos y, sobre todo, la voluntad de poder. El querer tomar las riendas, imponer un rumbo, conquistar unas metas.
Hacen bien, en estos momentos, cuantos buscan todos los argumentos para defender la democracia frente al desafío de los independentistas catalanes de saltarse las leyes. Pero es imprescindible que no caigan en la tentación de cargarse de razón. Los políticos tienen la obligación de trabajar, y eso significa no tanto escandalizarse como empezar a construir un marco desde el que se puedan proponer soluciones para resolver cualquier complicación. En el enquistamiento del problema catalán igual todos han terminado por colaborar de alguna manera (el que esté libre de culpa que tire la primera piedra). Como el problema es complejo, los políticos deberían arremangarse ya y empezar a meter las manos en el lodo.
Una última referencia a un tercer artículo de Ferlosio. Avisaba en él del riesgo que existe si se reduce la actividad política a “la huera y redundante contienda entre sujetos”. En ese caso, dice, “su genuino objeto, el trato con las cosas, quedaría abandonado a la incompetencia y al azar”. Nos jugamos mucho. Y no es una batalla entre sujetos: los políticos tienen que ocuparse de las cosas, concluye diciendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt













viernes, 15 de diciembre de 2023

De xarnegos, moros i nosaltres

 







Cuando el odio viene de la Generalitat
NAJAT EL HACHMI
15 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

¿Qué es un niño inmigrante? Yo no lo sé porque, exceptuando los menores no acompañados, ningún chaval toma por sí solo la decisión de trasladarse a otro país. Los hijos de los inmigrantes somos parte del equipaje de nuestros padres, nos vamos a vivir donde van ellos del mismo modo que nacemos donde está nuestra madre. Cuando resulta que aterrizas o naces en Cataluña, cuando eres catalán de tota la vida porque no has vivido en ningún otro sitio, ¿también eres un nouvingut? ¿Cuándo caduca la condición de made in el extranjero? ¿Cuándo termina el tránsito consecuencia de un acto, el de emigrar, que nadie quiere hacer dos veces en la vida? No, no somos inmigrantes ni quienes vinimos de pequeños ni quienes nacieron aquí, porque el lugar en el que pasas la mayor parte del tiempo, donde creces y te educas y estableces vínculos es tu sitio en el mundo y no ese origen remoto que a veces no conoces más que de oídas. En todo caso, los alumnos de los centros educativos deberían ser considerados iguales por el simple hecho de ser niños cuyos derechos hay que garantizar y proteger, sea cual sea su origen o situación administrativa.
Uno de los prejuicios que más se nos ha arrojado a la cara a los que “venimos de fuera” es el de bajar el nivel educativo general. Da igual que saques las mejores notas, que seas brillante, que hables más lenguas que tus compañeros, que seas “espabilada” porque tu realidad es más dura y nadie te va a ayudar a hacer los deberes, si acaso eres tú la que tienes que aprender a rellenar formularios desde pequeña porque tus padres no pueden hacerlo. Aun así, estamos acostumbrados a que los racistas nos tengan por tontos de nacimiento, pero ahora el odio nos viene ni más ni menos que de un alto cargo de la Generalitat. Los catalanes, ya saben, son una raza superior donde las haya, así que la única explicación posible a los nefastos resultados del informe PISA es la sobrerrepresentación de nouvinguts. Ni los recortes de Convergència ni 10 años de procés explican el desastre. No, tiene que ser culpa de los inmigrantes, moros y sudacas que llevan la falta de inteligencia en los genes y contaminan así a los “nativos” nostrats. Pues nada, que les hagan las prueba solamente a los catalanets auténticos, a ver cuántos encuentran y si de verdad son todos unos einsteins que recitan Verdaguer de memoria. Nayat El Hachmi es escritora.













De Ucrania, Europa y Demóstenes

 






Ucrania: Europa vive su “momento Demóstenes”
CARMEN CLAUDÍN, PIERRE HAROCHE y RONJA KEMPIN
15 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Las señales negativas se acumulan. Mientras las fuerzas ucranias afrontan problemas en el frente, mal equipadas para una larga guerra de desgaste, Rusia aumenta considerablemente su producción de armas, Europa se retrasa en las entregas de municiones prometidas y Estados Unidos, con las elecciones de noviembre a la vista, amenaza con poner fin a su ayuda militar.
En este contexto, algunos piensan que la opción más razonable es presionar a Ucrania para que haga concesiones y ponga fin a la guerra.
Hoy, nosotros, investigadores de think tanks que llevamos muchos años trabajando en la seguridad europea, lanzamos un solemne llamamiento a los ciudadanos de Europa y a sus dirigentes.
Abandonar Ucrania dejaría a Europa tremendamente vulnerable. No volveríamos a la Europa de 2021. Caeríamos en un estado de inseguridad permanente. Europa quedaría profundamente debilitada por la pérdida del baluarte ucranio y por la pérdida de confianza mutua entre los Estados europeos. Y nos enfrentaríamos a un imperio envalentonado por la demostración de que puede fortalecerse mediante la agresión. Sería una vuelta a la Europa de los años treinta.
El abandono no es inevitable. Europa dispone de recursos económicos para hacer frente a Rusia. La medida más urgente consistiría en coordinar una vasta movilización industrial para suministrar más armas y municiones a Ucrania y, en última instancia, producir más que Rusia.
La Unión Europea, en particular, demostró que podía ser eficaz cuando puso en común sus recursos para comprar vacunas contra la covid-19. Para 2021, había firmado contratos por valor de 71.000 millones de euros por 4.600 millones de dosis. Hoy tenemos que seguir este ejemplo. De este modo, Rusia y sus partidarios comprenderán que la Unión también tiene capacidad de resistencia.
Si no hacemos estos esfuerzos de armamento hoy, tendremos que hacerlos mañana y, si Rusia logra sus objetivos en Ucrania, en condiciones mucho más difíciles y amenazadoras.
Y habremos perdido un tiempo precioso. Si nos comprometemos plenamente a garantizar a los ucranios un futuro europeo, Rusia no podrá con nosotros. La fuerza de Rusia reside en gran medida en nuestra indecisión.
En sus discursos, conocidos como Filípicas, el orador de la Antigüedad, Demóstenes, pedía a los atenienses que no permanecieran pasivos ante el expansionismo del rey Filipo II de Macedonia. Les instaba a apoyar a los atacados por los macedonios y a organizar su resistencia, fabricando armas y movilizando a toda Grecia.
Para Demóstenes, lo que estaba en juego era la supervivencia de la Grecia de las ciudades libres y democráticas. Para nosotros, lo que está en juego es igual de existencial. La supervivencia de una Europa libre y democrática depende de una victoria ucrania. Carmen Claudín es investigadora; Pierre Haroche es profesor; y Ronja Kempin es investigadora.











De la democracia, la derecha y la izquierda

 







La derecha española, del Tinell al Muro
IGNACIO PEYRÓ
15 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Algunos nunca tuvimos que ser progresistas. Hace ahora tres meses, Antonio Muñoz Molina rememoraba en este periódico el golpe en Chile con un artículo que, a partir de su memoria personal, transparentaba magníficamente las ansiedades y esperanzas de una generación en la agonía del franquismo. No todo el mundo sentía igual, claro: a Franco lo derrocó una tromboflebitis. Y la mirada entre la impiedad y la condescendencia que a veces hemos dedicado a la época —”papá, cuéntame otra vez”— ha difuminado una realidad que, con sus errores y candores, iba a tener una proyección política y moral: la de tantos aquellos que se hicieron progresistas simplemente para considerarse dignos ante el espejo.
Cada generación tiene una inculturación política distinta, sin embargo. Y algunos nunca necesitamos ser progresistas para considerarnos decentes. La izquierda debe recordar que la derecha también tiene su memoria democrática. En el esquinazo de los ochenta y noventa, asistimos in vivo a un máster en ciencia política: los sueños de la izquierda revolucionaria habían sido algo más cruento que “el pasado de una ilusión”. Acto seguido, el nacionalismo desangrado en Yugoslavia parecía del todo desacreditado y desfasado en un momento de estirón de la unidad europea que, en el caso de España, dio cumplimiento al norte intelectual de varias generaciones. En fin: quien nació con Suárez iba a hacer la primera comunión con Fukuyama. No quiero que derramen el café: me ahorro citarles a Thatcher, Reagan o Wojtyla.
En esa educación sentimental para la política, uno podía incardinarse sin culpas ni dudas en una derecha que ya ofrecía, en España, una conjunción liberal-conservadora puesta al día. Algunas de las iniciativas de la derecha, de hecho, estaban en el aire de aquel tiempo: el adiós a la mili, la descentralización o las liberalizaciones podían haber sido obra de la izquierda. Como en los posicionamientos en política exterior o Estado de bienestar, había una trama de consensos: los fastos del 92, la cumbre israelo-palestina o la entrada en la OTAN no se vivieron como un éxito partidista, como tampoco lo hizo el espaldarazo de autoestima de entrar en el euro. ETA mataba a derecha e izquierda: ambas encarnaban a su enemiga, la España democrática. Nuestra propia formación bajo la Constitución sirvió para que también el centroderecha tomara aprecio de sensibilidades que le eran excéntricas: el papel del exilio en nuestra cultura, o una cierta tradición republicana. Esa educación, al fin, sedimentó en una costumbre: siempre fruncimos el ceño cuando alguien allá fuera se refería a la española como una “joven democracia”. Y al llegar la crisis, muchos pensamos que no era una crisis de modelo, sino de crecimiento. Hoy hay motivos para una mayor melancolía: algunos debates de ese tiempo, como la convergencia con Europa, se han esfumado. Otros —como Franco— tienen una presencia mayor.
Así las cosas, es como mínimo una anomalía levantar muros —palabra de evocación funesta— a la derecha. El muro busca el bloqueo político del centroderecha mediante su inhabilitación moral. No es la primera vez que se contempla: quizá antes se llamaba “cordón sanitario” y, en todo caso, antecede con mucho a Vox. Dicho de otro modo, para la excomunión cívica de la derecha no hacía falta una extrema derecha. Esto se vio, hace ahora veinte años, en el Pacto del Tinell que la naturalizó. Seguidamente, la legislación sobre memoria no se quiso limitar a una necesaria reparación humana e institucional: ha buscado anclar la legitimidad de nuestra democracia no en los debates del 78 —donde la izquierda no impuso sus tesis— sino en la vieja legalidad republicana. Hoy, la jaculatoria —dudosa de por sí— es “somos más”, como si eso fuera un salvoconducto o como si hubiera alguna virtud aprendida en la Historia en que media España se desentienda de la otra. Ante esta realidad, toda protesta es “crispación”, y todo el que la verbalice, “cayetano” o “facha”, cuyos significados abarcan cada vez tipos más extensos. El hecho de que hayamos visto una derecha montuna rodeando Ferraz confirma que está mal rodear las sedes de los partidos y las instituciones en 2023: también lo estuvo en 2012 y 2004.
Podríamos pensar que hay esperanza. Ironía on: si se negocia con la derecha independentista catalana, será menos gravoso acercarse a la derecha constitucional española. Si se habla con el partido del que fue fundador Pujol, podrá hablarse también con el partido del que fue contable Bárcenas. Así podemos seguir hasta cubrir todo el espectro. A buen seguro, el mayor cambio está en que, antes, izquierda y derecha pactaban programas con los nacionalismos y ahora la entente entre nacionalismos e izquierda se quiere pacto permanente. Y ahí alguien sobra. Es el muro. “Somos más”.
Ningún error de la derecha justifica la cuarentena de una realidad social inescamoteable. La izquierda no tiene la patente de la democracia española. Pensar que o actuar como si nuestra democracia tuviera un dueño es poco demócrata, ya sea por interés electoral, ya sea por una superstición que dice poco de una izquierda que se reclama ilustrada. Es una tentación que se debe desactivar desde la propia izquierda. Ser progresista ha constituido, para no pocos, una fe de vida: muy bien. Pero antes que progresista se es demócrata. Ignacio Peyró es escritor.











Del discurso de Estrasburgo

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura para hoy, del director de la Fundación Alternativas, Vicente Palacio, va del discurso de Estrasburgo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












El discurso de Estrasburgo
VICENTE PALACIO
11 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Las elecciones en España empezaron el 23-J. El resultado ha sido una mayoría parlamentaria endiablada, con las derechas aupadas a la ola antiamnistía y en pie de guerra en Bruselas. Pero nuestra democracia funciona a doble vuelta: todo depende también de qué pase en Europa. A Pedro Sánchez, la presidencia española del Consejo de la UE le ha servido para reforzarse internamente y preparar el camino de unas elecciones al Parlamento Europeo en junio de 2024 que abrirán un nuevo ciclo político. Sánchez comparece en la Eurocámara en el último minuto. ¿Para qué?
El discurso de Estrasburgo deja atados los destinos de España y de la UE para esta legislatura, más estrechamente aún que en los periodos de Felipe González (los fondos de cohesión) o de José Luis Rodríguez Zapatero (la crisis de la eurozona). Todo pasa por Bruselas: nuevos fondos, presupuesto y reglas fiscales; la autoafirmación del Estado de derecho; el medio ambiente o la igualdad de género; la superampliación al Este y los Balcanes; las guerras europeas en Ucrania y Oriente Próximo, o la industria y la tecnología europeas frente a EE UU y China. Sánchez va a jugar la carta europea a fondo porque es la última que le queda para recuperar espacio en casa. Parece haber aceptado el envite de las derechas: hacer de Europa una caja de resonancia democrática y el test de la política nacional.
Esta huida a Europa es muy arriesgada. España va a depender más que nunca de lo que pase en Europa. Y posiblemente en Europa habrá más España: de la mejor (iniciativas), pero también de la peor (bronca y cainismo). Para muchos españoles, las elecciones europeas serán un plebiscito acerca de la amnistía. La varita mágica del presidente tratará de convertirlas en un debate sobre el futuro común de Europa y también en un plebiscito acerca de los diversos pactos entre conservadores y ultraderecha en España, Italia, Finlandia, Suecia, Eslovaquia, Hungría o Países Bajos.
¿Con qué Europa se encontrará el presidente Sánchez en 2024? Posiblemente, una más fragmentada, donde el cordón sanitario al nacionalpopulismo se ha roto por abajo, en la sociedad —empezando por la Francia de Macron y la Alemania de Scholz—. El nacionalpopulismo le ha tomado la medida a la UE jugando al ratón y el gato, y de tanto tocar poder en ayuntamientos, regiones o ministerios en toda Europa ha acabado por renunciar a su exitmanía. Y el centroderecha, como Fausto, vende su alma al diablo según la ocasión. Los progresistas se enfrentan a una rara avis política que los descoloca y los pone a la defensiva en inmigración o derechos. Además, entenderse con otras fuerzas afines no será fácil: ¿socialdemócratas nórdicos antinmigración o verdes alemanes belicistas? En Polonia, si la Plataforma Cívica de Donald Tusk encabeza un Gobierno estable se abriría una oportunidad para sacar adelante reformas importantes en el Consejo Europeo o acordar un plan respecto a Ucrania. ¿Solución? No hay. Una situación así te obliga a jugar a varias bandas, según el momento, con populares, liberales, verdes o el grupo de la Izquierda, con europeístas y euroescépticos, y todo eso sin renunciar a tu ideología y al federalismo.
El discurso de Estrasburgo resitúa el eje central de la política española en Europa. ¿Qué consecuencias tendrá este movimiento? Posiblemente, en esta legislatura veremos grandes debates en el Parlamento español que replicarán los del Parlamento Europeo y viceversa; prepárense para un trasiego constante entre Bruselas, Madrid y las capitales. En un entorno dominado por las derechas, el presidente buscará afirmarse en Madrid con ayuda de la impopular Bruselas. En el Consejo Europeo, Sánchez será el único gran líder socialista del continente, y necesita rodearse de aliados en las instituciones: por ejemplo, el Banco Europeo de Inversiones (Nadia Calviño) o la Comisión Europea. Pero no está claro que Ursula von der Leyen, si repite en el cargo, pueda hacer de muro de contención frente a una alianza de populares y los euroescépticos del ECR de Giorgia Meloni. En política exterior, con la retirada del alto representante Josep Borrell España perderá un importante asidero. Nuestra diplomacia tendrá que jugar bien sus cartas en un terreno resbaladizo entre la OTAN y el sur global —donde se ubican América Latina o la vecindad sur— y más si el trumpismo retorna a EE UU. Pero donde el discurso de Estrasburgo puede tener un mayor impacto es en reforzar al Parlamento Europeo, que se convertirá en un foro político al rojo vivo. Sánchez necesitará apoyarse en un grupo socialdemócrata muy sólido, dinámico, muy atento a sus circunscripciones nacionales y capaz de liderar las propuestas de reforma institucional y presupuestaria que necesita la Unión.
El PP debería participar algo del discurso de Estrasburgo. La hostilidad mutua en las instituciones europeas —sobre los fondos, la separación de poderes o la honorabilidad— resulta insostenible para España. A Pedro Sánchez le convendría rebajar los decibelios con los conservadores. Nuestra democracia debería fijar un marco estable de diálogo sobre Europa entre presidente y jefe de la oposición. Eso sería parte de un consenso de Estrasburgo.





























[ARCHIVO DEL BLOG] La caricatura. [Publicada el 16/08/2019]









Lo contrario del humor no es la seriedad, sino la tristeza. Porque la risa amenaza a lo sagrado y frente a lo sagrado, si no se permite el humor, solo queda bajar la cabeza y callar, señala el escritor y cineasta español David Trueba. 
Hay una expresión, comienza diciendo Trueba, que resulta chocante: prensa seria. Llamamos prensa seria a la prensa. En otro lugar quedarían la prensa amarilla, la prensa del corazón, la prensa deportiva o el periodismo ciudadano, que son escalones más o menos establecidos en el negocio desde hace tiempo. La prensa autodenominada seria comete el error de confundir el rictus de la cara con la inteligencia que transporta su cerebro, y sobre todo la que se transparenta en sus contenidos. Todo el mundo sabe que la seriedad siempre ha tenido mucho más prestigio que lo risueño. A la hora de engañar a los demás uno se pone serio. También suele posar con seriedad quien se dispone a mentir. Y se usa la expresión “seamos serios” cuando se quiere desacreditar la propuesta del rival sin ser capaz de discutirla. Así que la prensa seria hace tiempo que no es más que una máscara. A raíz de los asesinatos planificados por extremistas religiosos contra autores satíricos de viñetas de prensa nació una solidaridad universal hacia las revistas de humor. Como siempre sucede, la solidaridad es el preámbulo de la extinción. Porque la solidaridad es un esfuerzo moral y para preservar cualquier especie no funciona nada más que el equilibrio natural, la supervivencia por medios propios. Todo lo forzado termina por ser desactivado.
Se veía venir cuando el apoyo a los viñetistas asesinados incluía una coda que decía que debían evitar ofender gratuitamente. La ofensa se convirtió en la madre del asunto, pues el rasero por el cual un colectivo se considera ofendido no ha hecho más que descender en estos años. Ofenden letras de canciones y personajes de ficción, cuadros y esculturas en una deriva aberrante. Si uno revisa el humor desde un siglo a esta fecha lo que va a encontrar es una desaceleración y una regresión de las libertades. Pero no patrocinada por la censura directa y la prohibición legislativa, sino a partir de la exacerbación de la sensibilidad. En un mundo hipersensible todo termina por ser cosmético. Vivimos en la era de las cremas epidérmicas y por lo tanto el humor también ha sido sometido a esa ley de protección de pieles finas. Tiene que ser insípido, incoloro y gratificante. Y si alguien osa traspasar la raya, de inmediato se le afea la conducta y se le amenaza de modo sutil con la expresión “a ver si te atreves a meterte con los musulmanes”.
Asistíamos a esa degradación del humor cuando llegaron noticias de supresión de viñetas en prensa norteamericana y canadiense. En The New York Times, la dirección del periódico decidió suprimir las viñetas tras un conflicto por una caricatura que se consideró erróneamente antisemita. Obviamente, es más complicado burlarse de los aliados que de los enemigos. La conclusión que sacan es que en la prensa seria, si ese es su nombre, ya no puede haber sitio para el humor. La caricatura es un reflejo esquemático, una exacerbación de los detalles más característicos para ofrecer un retrato exagerado y hasta grotesco de la realidad. No admitirlo es negar un arte. Nos hemos cargado el código de un oficio. Vamos a provocar un daño irreparable. Incapaces de admitir que la prensa no es perfecta, nos empeñamos en combatir las noticias falsas y las presiones interesadas con un aire de pureza del que carecemos. El periodismo no es conventual ni sus ejecutores monjitas de la caridad. Tiene filo, sesgo, uñas, colmillos y riesgo. Lo contrario del humor no es la seriedad, sino la tristeza. Porque la risa amenaza a lo sagrado y frente a lo sagrado, si no se permite el humor, solo queda bajar la cabeza y callar. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












jueves, 14 de diciembre de 2023

Del espíritu de las leyes

 






El espíritu de las leyes
JOSÉ LUIS PARDO
13 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Es muy probable que el Tribunal Constitucional tenga que pronunciarse sobre la ley de amnistía recientemente presentada por el grupo socialista en el Congreso para lograr los votos que necesitaba su candidato para ser presidente del Gobierno. También lo es que, si dicho tribunal avala la citada ley, sus defensores lo celebren como un éxito. Y no lo es menos que esa sería una pésima noticia para nuestro país. En un Estado de derecho como España, la legalidad es la máxima instancia de legitimación del poder público; pero la separación de los poderes teorizada por Montesquieu es el espíritu de esa legalidad, que privada de él puede ponerse al servicio de fines espurios. Quienes transitamos desde una ley autocrática (el Fuero de los Españoles) a una ley democrática (la Constitución de 1978) a través de la ley (La Ley para la Reforma Política, de Adolfo Suárez) somos muy conscientes de que (afortunadamente) se pueden hacer cosas asombrosas sin quebrantar la letra de la ley, incluida (desgraciadamente) la Transición inversa.
No es ilegal que un gobernante, en el ejercicio de su cargo, se asocie con aquellos con quienes había prometido durante la campaña electoral no asociarse nunca, ni que indulte, de acuerdo con la potestad que la ley le otorga, a quienes atentaron contra la Constitución; ni que, de acuerdo con los apoyos parlamentarios de los que legítimamente dispone, reforme el Código Penal para minimizar los delitos de sedición y de malversación de fondos públicos cometidos por dirigentes políticos o intente neutralizar al poder judicial. Y sabemos que, en tanto que un tribunal no lo declare ilegal, tampoco lo es amnistiar a quienes delinquieron contra el Estado y fueron condenados por ello, ni reconocer como naciones a ciertas regiones del Estado y concederles un trato de privilegio en términos jurídicos, económicos y sociales, ni someter a escrutinio parlamentario las actuaciones judiciales, siempre que lo respalde el número de diputados normativamente requerido.
Pero ello no impide que todas esas decisiones sean contrarias a la moralidad pública en la que se encarna el espíritu de las leyes. Aunque las infracciones morales no pueden recurrirse ante los tribunales, la moralidad pública, como indica su nombre, remite a principios colectivamente compartidos de manera tácita e implícitamente presupuestos en las normas de derecho positivo, empezando por la Constitución de la que todas ellas emanan. Estos principios inspiran las leyes y dibujan la imagen del contrato social en el que idealmente se sustenta el vínculo que une a todos los ciudadanos de un Estado social y democrático de derecho. Y, aunque por sí mismos no quitan ni otorgan validez a las leyes ni a las acciones, determinan los márgenes de plausibilidad de las normas jurídicas y de las decisiones políticas. Y precisamente porque no puede ser tipificado como ilegal, el abandono de estos márgenes de moralidad puede tener consecuencias aún más graves que las infracciones explícitas de la ley, porque cuando un país está atravesado por un conflicto moral situado más allá de la jurisdicción de los tribunales, el tejido institucional tiende a vaciarse de sentido (pues se revela inútil para resolverlo) y a ser sustituido por la humillación, la vergüenza (o la falta de ella), el revanchismo y las consignas, lo cual suele ser el preludio de una decadencia generalizada en los terrenos político, jurídico, económico y social.
Ciertamente, el pueblo no es una deidad metafísica y su voluntad puede variar (por eso hay elecciones cada cuatro años), y asimismo puede cambiar el consenso implícito en el que se apoya la legalidad y amparar decisiones que antes de ese cambio parecían inverosímiles. ¿No podría suceder que la imagen del contrato social se haya modificado y que ahora legitime medidas como las recién comentadas? Todos los populistas de la historia reciente han apelado a la conexión mágica de sus líderes carismáticos con esas mutaciones de la voluntad popular para minar o suspender la separación de poderes. También los nacionalismos han invocado siempre una identidad étnica (tradúzcase “étnica” por genética o por cultural, según convenga) anterior y superior al plebeyo espíritu de las leyes, ese invento de los menesterosos sin pedigrí. Fue precisamente la separación de poderes lo que indignó en 2010 a los nacionalistas catalanes cuando el tribunal encargado de interpretar el espíritu de las leyes derogó parcialmente un Estatuto de Autonomía votado en referéndum regional; y fue ese mismo mecanismo del Estado de derecho lo que llevó a los mismos nacionalistas —en ese momento ya abiertamente separatistas— a incendiar las calles en 2019 para protestar contra el atrevimiento del Tribunal Supremo, que negó toda legitimidad a su “desconexión” del Estado español de 2017 y condenó penalmente a sus responsables. En 2021, la “mayoría progresista” tildó de extravagancia —si no de extralimitación— la declaración de inconstitucionalidad de los estados de alarma decretados por el Gobierno en 2020; y en 2022 consideró también intolerable la suspensión de la tramitación ilegal en el Senado de dos enmiendas a sendas leyes, puesto que a sus ojos el espíritu de la Constitución no podía “interrumpir” la actividad de las Cortes, aunque fuese ilegal. Para entonces, Podemos había invocado repetidamente una “voluntad popular” extrainstitucional que superaba y desbordaba el consenso constitucional de 1978, y descalificaba al poder judicial como esbirro de las fuerzas oscuras. ¿Son razonables todos esos recursos a una voluntad popular renovada para justificar la contravención de la separación de poderes y del espíritu de las leyes?
Sin duda, fue también apelando a un cambio en la voluntad popular como se llevó a cabo la transición democrática de la que nació el nuevo contrato social que ha estado vigente hasta ahora. Pero, como para quienes no creemos en la magia propiciatoria la voluntad del pueblo solo se manifiesta empíricamente a través del voto, para verificar ese cambio es preciso acudir a las urnas: no en vano la citada Ley para la Reforma Política fue sometida al voto de todos los españoles antes de aplicarse. Puede que Montesquieu (que ya llevaba tiempo gravemente enfermo) haya muerto definitivamente, y que Franco no lo haya hecho hasta 2023, para disgusto de una minoría ultraderechista que no quiere digerir su derrota parlamentaria. También puede que no sea así, en cuyo caso lo que habremos perdido, no una minoría sino todos, será algo más —y mucho más grave— que una votación. Por eso, cuando no solo se actúa contra la moralidad pública, sino que se pretende cambiar radicalmente ese marco de plausibilidad (como sucede con la ley de amnistía y los pactos con los secesionistas), saltarse ese pequeño requisito de verificación podría provocar unas leyes en las que solo alentasen el rencor, el afán de venganza y la cruda ambición de poder. Y eso, aunque todos los tribunales del mundo lo declarasen legal, sería una inmoralidad pública de consecuencias imprevisibles. Recuerde el lector que el doctor Frankenstein murió atormentado por el monstruo que había engendrado y que no fue capaz de destruir cuando se volvió contra él. José Luis Pardo es filósofo.