martes, 29 de octubre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Un pasito por delante (Publicada el 26 de febrero de 2009)



José Manuel Soria, presidente del PP canario


¡Hasta los mismísimos h....s estoy ya del PP canario, en particular, y de la política y los políticos del archipiélago, en general! ¿Nos tomarán por tontos? No sólo me pasa a mí. Para que un periodista bastante ecuánime, irónico y nunca mal hablado, sin carnet del PSOE, ni vendido en cuerpo y alma a la horda prisática, como José Antonio Alemán, suelte en el "Canarias Ahora" de hoy lo que suelta, hay que estar, lisa y llanamente, hasta los mismísimos... Y en Canarias, un pasito por delante, a pesar de ir una hora por detrás.

Lo del pasito por delante no es sólo por lo que dice el vicepresidente del gobierno de Canarias, consejero de Economía y Hacienda y presidente del PP en las islas, don José Manuel Soria, sobre jueces, fiscales, policías, líder de la oposición socialista y delegada del gobierno de España (con la conformidad explícita, no se olvide, de su presidente -y por desgracia, de todos los canarios- don Paulino Rivero, de ATI-CC). Les acusa de conspiración y confabulación contra él y el PP, bastante antes de que el señor Rajoy le imitara en los gestos y aclamaciones a sí mismo y a su partido. Y lo del pasito por delante lo digo, también, porque es más que probable que visite Salto del Negro (la prisión provincial de Las Palmas) con antelación a sus correligionarios peninsulares y eso le trae, evidentemente, sin vivir. Pero en el ínterin, a los que nos tienen sin vivir y hasta los mismísimos es a los canarios... Les dejo con la lectura del artículo de José Antonio Alemán; se titula "El exorcista". Me imagino por qué. HArendt



Prisión provincial de Salto del Negro, Las Palmas, Canarias


El exorcista, por José A. Alemán
(Canarias Ahora, 26/02/09)

Rajoy descartó dimisiones de imputados del PP para no ser menos que Bermejo. Él, desde luego, no las forzará, bonito fuera. Menos mal, porque me habría descolocado si coge la escoba y pega a barrer la casa. Hubiera tenido que modificar, a estas edades, mi idea de la derechona (a la que diferencio de la derecha, vaya por delante).

Mucho he oído decir de la desvergüenza con que la derechona se pone siempre por el lado grueso del fonil, vulgo embudo; de la incoherencia de exigirle a los demás lo que ella no practica; aparte del descaro con que intoxica y manipula a la opinión pública, a la que ve integrada por imbéciles y demás lindezas en las que no abundo porque en Canarias Soria no necesita presentación como adalid de esa concepción más que perversa, pervertidora.

No creo, a eso iba, que la ley del fonil defina la actitud de la derechona porque ella es así, sin más. Tampoco es riguroso calificarla de franquista pues lo suyo viene de más atrás; Franco fue su criatura predilecta, no su origen. La alimenta la creencia de que España, sus islas adyacentes y las subyacentes en que vivimos, constituyen una finca de su exclusiva propiedad. La jactancia de Carlos Fabra, presidente de la Diputación de Castellón, al contar los centenares de allegados y amigos a los que ha colocado, refleja esa mentalidad de propietario a la que pertenece conceptualmente Rajoy cuando exige de los demás lo que no a los suyos.

Quiero decir que no es cinismo, ni asunto de foniles: la derechona considera que actúa en derecho y tan consciente es de que la finca es suya que arremete contra las instituciones del Estado de Derecho por no cumplir sus deberes de mayordomía a satisfacción de la propiedad. Las instituciones no son menos suyas y yo con lo mío hago lo que quiero.

El convencimiento de la derechona de que la finca les pertenece es tal que considera a los psocialistas unos advenedizos que la han despojado de su propiedad y de ahí la oposición que hace el PP: brilla por su ausencia una propuesta alternativa a Zapatero que no sea la pura devolución del poder expoliado. La democracia, aunque reducida prácticamente a votar una vez cada cuatro años, es el obstáculo para recuperar la finca y no les importa si salta por los aires, una vez debilitadas sus bases institucionales.

Una democracia, por cierto, que hicieron posible la progresía intelectual y social y en lo político el centro y la izquierda y la derecha democráticas; mientras la derechona permanecía atorrada en su desconcierto sin saber qué hacer al apagársele la lucecita de El Pardo. La contaminación franquista no era políticamente correcta en la Transición. Pero ahora el paso del tiempo la ha librado del complejo (la derecha sin complejos, recuerden) y se burla de los planteamientos progresistas y hasta del cambio climático y se opone significativamente a la memoria histórica dónde están inscritas sus tropelías. Tiene la esperanza de que sea cierto lo de que el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla.

En esa línea se inscriben las carajeras contra leyes mal vistas por la Iglesia, empeñada en imponer su doctrina hasta a los no católicos y que se considera perseguida porque encuentra resistencia; asuntos como el de la Educación para la Ciudadanía es otro buen botón de muestra de la coyunda de la derechona y la Iglesia que, todo hay de decirlo, responde a la rancia y más casposa tradición española.

Locke defendía la democracia representativa como sustituta de las guerras civiles. Pensaba que la perspectiva de ocupar el poder evitaba que la oposición se echara al monte y utilizara sólo armas políticas. La derechona no ha alcanzado ese grado civilizatorio que permite discernir entre hacer oposición y llevarse por delante las instituciones llegando, si fuera necesario, al enfrentamiento civil. La finca es suya y nadie va a decirle cómo administrarla.

Este espíritu, que anima a la derechona en el fondo de su alma, resta incoherencia a los dichos y hechos del PP. Cree que las cosas son así y que Dios está de su lado porque lo está la jerarquía católica; la Iglesia verdadera y dos piedras. Defiende la impunidad de su gente porque se corresponde al origen divino del orden que quieren en su finca; en la que se les ha infiltrado Satanás en forma de Zapatero (de López Aguilar en Canarias) convirtiendo a policías, fiscales y jueces en custodios del diabólico expolio. Necesita la derechona un buen exorcista que ahuyente a los demonios y volvamos a tener la misa en latín. Que es, por cierto, el idioma de los endemoniados; pura justicia poética, qué quieren.



Presidencia del Gobierno de Canarias, Las Palmas



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es martes, 29 de octubre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...




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lunes, 28 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Animalesca



La escritora Patricia Highsmith


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras, sobre todo autoras -algo que estoy seguro habrán advertidos los asiduos lectores de Desde el trópico de Cáncer- cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy. 

"Me interesan los animales que hablan, -comenta la escritora Marta Sanz-. No me refiero a mi gato que hace uyuyuyuy o mi gata que, al sorprenderme preparando la maleta, emite un sonido de abierta contrariedad. No me refiero al loro amaestrado que suelta palabrotas. Cuando enseñamos a hablar a los pájaros ponemos en su boca lo que diría el Mr. Hyde que cada cual lleva dentro. Ese es el punto significativo: cómo se expresan los animales dentro de narraciones y fábulas; Cipión y Berganza y La gatomaquía; Dingo de Mirbeau o Mr. Bones en Tombuctú; los ratoncitos y Aristogatos de Disney; los dibujos animados de leones e hipopótamos —algunos mudos, pero muy humanos: la pantera rosa o el coyote—; Babe, el cerdito valiente, que para huir de su destino como costilla asada se recicla como perro pastor; el zorro que sermonea en Anticristo de Von Trier; la hormiga hija de puta y la cigarra estupenda, reinventados en Los lunes al sol, y El Roto, superándose a sí mismo cuando una cría de pingüino pregunta: “Mamá, ¿dónde está el hielo?”. “En la nevera”. En los Crímenes bestiales de Patricia Highsmith —omnipresente en mis neuronas—, las fábulas, género didáctico por antonomasia, se escapan de sus límites y “desenseñan” atacando la médula civilizatoria y revelando que la educación puede ser una práctica que nos convierte en animales amaestrados. 

En el extremo opuesto, ciertas educaciones duelen al reivindicar frente al sistema un lado salvaje y subversivo, o crítico y racional, que agota y termina destruyendo a quien lo practica. Es más cómodo comer unos chipsy beber un refresco azucarado mientras se ve un concurso en la televisión y se asume que Trump ha querido comprarse Groenlandia. Highsmith denuncia el ordenamiento social y sus codificaciones. Incluyendo las literarias. Frente a la ejemplaridad de los animales de las fábulas —antítesis del animal fabuloso—, presenta ratas, elefantas, chivos que, con sus acciones violentas, expresan rencor de clase, raza, género, especie. Niega la posibilidad moral porque nuestra condición de seres vivos nos incapacita para desarrollar conductas convivenciales que atenten contra instintos básicos; a la vez, la represión de esos instintos básicos, en códigos de Hammurabi, ceba a los poderosos y agrede a los débiles. Esa es la bestia. Ahí duerme. En compras a crédito y en la elección “libre” de colegios y hospitales privados. En su legitimación de ciertos crímenes, Highsmith impugna violencias más profundas. En su amoralidad, Highsmith es una escritora moral que escribe fábulas deformadas para preguntarnos cosas que no nos hemos preguntado nunca porque nos da miedo…

Los animales parlanchines, desde su mirada extrañada, nos ponen en contacto con nuestra naturaleza bestial y a la vez subrayan la delgada línea que divide domesticación de educación. Mientras tanto, el leopardo que se mimetiza con el paisaje pone en juego nuestra agudeza visual en Internet y, por morbo o mala conciencia franciscana, contemplamos la escualidez de los osos del Canadá, los perros con el hocico atado, los linces abatidos y los gatos abrasados con salfumán por propietarios que cuidan la limpieza de sus chalés en Bunyola. Cuando leo estas noticias, pienso que merecemos ataques coordinados de pájaros en formación. Gaviotas, cuervos. No sería una mala respuesta a la pregunta política que el acalorado pingüinito le formula a su mamá". 






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[DE LIBROS Y LECTURAS] Fábulas del vidente



El poeta Arthur Rimbaud


"El poeta francés Arthur Rimbaud (1854-1891) -comentaba hace justamente once años el escritor Eloy Tizón en Revista de Libros, reseñando sendos títulos sobre el poeta francés: El enfermo de Abisina, de Orlando Mejía, y Los días frágiles, de Philipe Besson- es uno de esos casos extremos en que el mito se alimenta tanto de su producción literaria (bastante exigua) como de la sombra legendaria desplegada por su vida y milagros. Velocista suicida de las letras europeas, este niño precoz hace a los diecinueve años un corte de mangas a toda ambición literaria (sobre la que lanza el escupitajo de un «merde pour la poésie!») y se larga lo más lejos posible, hasta Abisinia, para traficar con armas, acaso con esclavos, y acabar devorado por una gangrena en la pierna derecha, en un hospital de Marsella, antes de cumplir los cuarenta.

Entre medias le da el tiempo justo para vomitar un par de títulos fundacionales de la literatura moderna, Una temporada en el infierno (1873) e Iluminaciones (1874), a la vez que a escandalizar en Londres y Bruselas con sus amores descarrilados con el poeta Verlaine (una sórdida epopeya de disparos, cárceles e histeria), fiel a su divisa según la cual «el poeta se hace vidente mediante un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos».

Agitador vocacional, sucio, pendenciero, blasfemo y yonqui, Rimbaud encarna el paradigma del artista pasado de rosca como un forúnculo para la sociedad. Su comportamiento grosero le veta el acceso al mundo biempensante, al tiempo que la capacidad revulsiva de su obra le granjea un fervor inagotable entre generaciones de adolescentes emocionalmente malheridos. Venerado por los surrealistas como una especie de ángel tóxico, su trayectoria e influencia le equiparan más bien con algunos mártires del rock de pasadas décadas. En una reciente visita a Madrid –para inaugurar la exposición Vida y hechos de Arthur Rimbaud que hace unos meses le consagró La Casa Encendida–, la cantante Patti Smith reclamaba un puesto para él como icono punk. Lejos de agotarse, el enigma que representa su electricidad y su fuego autodestructivo parecen no tener fin.

A mantener viva esa llama contribuye en gran medida la aparición simultánea de estos dos libros que, desde ópticas cercanas a la ficción, se ocupan de mantener fresca la memoria del réprobo y trotamundos. En El enfermo de Abisinia, el narrador colombiano Orlando Mejía Rivera (Bogotá, 1961) realiza un recorrido por la etapa final del escritor francés a través de los testimonios epistolares de amigos y enemigos, defensores y detractores, que ofrecen una suerte de retrato poliédrico del personaje, una multivisión resuelta en un collage de voces. Para el escritor colombiano, Rimbaud, adicto al «hada verde» (absenta), «escribía como caminaba, a grandes zancadas, a machetazos, borracho de absenta y de palabras mal comprendidas».

No deja de ser una temeridad imitar el habla de escritores tan eximios como Rimbaud o Verlaine, y por eso, paradójicamente (o no tanto), el libro de Orlando Mejía funciona mejor en las partes en que los interlocutores son escritores de segunda fila, críticos de medio pelo o su médico personal, que monopoliza la segunda mitad del relato con una larga diatriba en forma de carta dirigida a Verlaine en la que expone su teoría (peregrina, pero no imposible) de la muerte del poeta debida al envenenamiento por plomo.

El mismo fragmento temporal es escogido por Phillipe Besson (Charente, 1967) en Los días frágiles para narrar su propia versión de la agonía del poeta, en otro ejercicio de ventriloquia que en esta ocasión privilegia a Isabelle, la hermana menor de Rimbaud. Los días frágiles recoge, en forma de diario íntimo, el relato de Isabelle sobre Arthur a través de su visión antagónica de persona devota, sedentaria y más bien borrosa. La figura secundaria, testigo mudo hasta ahora, rompe su silencio para relatar en primera persona, mediante una serie de apuntes leves, los últimos días del desahuciado, algo parecido a lo que ya hizo Besson en Final del verano, al ceder la palabra a los cuatro personajes anónimos que aparecen acodados en un mostrador en el famoso lienzo de Edward Hopper titulado Nighthawks.

Ambas novelas, por tanto, con ser muy diferentes entre sí, basan su eficacia en el perspectivismo y el juego de puntos de vista. La de Orlando Mejía es más seca, documental y fiel a los hechos. La de Besson es más especulativa y poética («Será necesario decir mentiras que parezcan verdades»), y en ella se fantasea sobre un posible regreso de un Rimbaud vencido que arrastra su pierna ortopédica hasta la ratonera del hogar, en Charleville, con una madre imponente aguardando la llegada del hijo pródigo venido de África para embalsamarlo en su tela, a la manera de esas madres-araña monstruosas tejidas por la imaginación febril de la artista plástica Louise Bourgeois. Besson confronta en su libro dos fotografías de dos épocas distintas: la del adolescente luminoso y la del despojo terminal a la espera de la muerte. Semejante desproporción, claro está, resulta hiriente y uno cierra la novela con cierta sensación de alivio.

Los dos autores, cada uno a su manera, intentan fijar con palabras la miseria y el esplendor propios de un personaje escurridizo sobre el que, sin embargo, existe una red bibliográfica cada vez más tupida, entre cuyos títulos de referencia cabe recordar los estudios canónicos Arthur Rimbaud. Una biografía, de Enid Starkie (trad. de José Luis López Muñoz, Madrid, Siruela, 2000), y Rimbaud, de Graham Robb (trad. de Daniel Aguirre, Barcelona, Tusquets, 2001), a los que podemos agregar sin problemas Rimbaud en África, de Charles Nicholl (trad. de Javier Calzada, Barcelona, Anagrama, 2001), y el más subjetivo Rimbaud el hijo, de Pierre Michon (trad. de María Teresa Gallego, Barcelona, Anagrama, 2001). Y la lista sigue aumentando sin parar.

De lo que se trata es de revitalizar un legado que no ha perdido su condición de cuerpo extraño, difícil de asimilar para una sociedad acomodaticia. La obra de Rimbaud sigue doliendo como la pierna que tuvieron que amputarle a su propietario. Recuerda Javier Marías, en su Vidas escritas, que Rimbaud aprendió a tocar el piano por su cuenta, practicando las escalas sobre una mesa de madera en la que había rayado previamente las teclas del instrumento, sirviéndose de una navaja. Allí pasaba las horas, tocando en completo silencio. De esa música muda, inaudible para la mayoría de los oídos, proceden las notas que, pese a todo, lograron estremecer la sensibilidad contemporánea –la suya y la nuestra–, que él diagnosticó como «el tiempo de los asesinos». Y a juzgar por lo que vemos a diario, acertó de pleno".






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[SONRÍA, POR FAVOR] Es lunes, 28 de octubre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...




















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domingo, 27 de octubre de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] ¿Qué fue de la chica más guapa de COU?



Mercedes Udaeta, autora de 'Método Tagdrol'


"Viniendo de un bachillerato en colegio de curas, -escribe el periodista Jacinto Antón- con educación segregada (solo tíos, claro), formación del espíritu nacional, primeros viernes, Domund, etcétera, hacer COU el curso 1974 -75 en la muy liberal y mixta academia Wellthon, en lo alto de la calle Aribau de Barcelona, donde se juntaron algunos de los elementos peores, más revoltosos, estilosos, progres, pijos y más divertidos de cada casa de entonces, me supuso un cambio que ni les cuento. El primer día me puse de pie como un tiro al entrar el profesor en el aula, lo que provocó el alborozo y pitorreo de toda la clase, incluido el propio maestro, a la sazón Gerard Jacas, que nos daba lengua, filosofía y literatura. Jacas, escritor, poeta, hombre muy comprometido políticamente con la izquierda de verdad de aquellos tiempos del tardofranquismo, y una de las personas que más han influido en mi vida, nos descubriría ese inolvidable curso, digno de El club de los poetas muertos, todo, pero lo que se dice todo: de los presocráticos a la semiología, pasando por el existencialismo, el estructuralismo, Alberti, Neruda, Miguel Hernández y León Felipe –“Marinero”, solía citar, y a mí me gustaba pensar que se dirigía directamente a mí, “tú tienes una estrella en el bolsillo/ Drop a star!”-. No sé qué ha sido de Jacas, del que se rumoreaba entonces que formaba parte de un grupo anarquista y que se habían encontrado pistolas desmontadas en los tiestos de su terraza, pero esté donde esté, un saludo desde aquí con todo mi eterno agradecimiento, aunque, bien pensado, me merecí más que un “Bien” en la nota final de filosofía, dado mi fulgurante recorrido desde creer que Lévi-Strauss era solo unos vaqueros hasta leerme apasionadamente El totemismo en la actualidad.

En el otro extremo de mi experiencia en la Wellthon, pero no menos extraordinaria, estaba Mercedes Udaeta. Rubísima compañera de clase, se la reputaba por la chica más guapa del COU A de Letras (el mío), aunque dicha condición podía ampliársele sin demasiada duda al resto de los cursos, la Wellthon entera, y ya puestos la ciudad toda y sus aledaños, que alcanzaban entonces hasta el Pachá de Sitges y el Crac’s de Caldetas. Se da la circunstancia de que yo, en otra vida muy anterior a mi atribulada adolescencia, ya había conocido a Mercedes. Hija del doctor Udaeta, que era amigo de mis padres, habíamos estudiado juntos de niños, de los cinco a los ocho años, en el Colegio Norma en el paseo de Gràcia. Al reencontrármela en la Wellthon (en el ínterin ella había ido a las Teresianas y se había convertido en una preciosidad), apenas pude recordarle, balbuceando, cómo le tiraba de las trenzas y le desordenaba, para hacerla rabiar, la caja de lápices Caran d’Ache. Que en la clase hubiera chicas, y algunas tan notables como Margarita Cuxart, Liliana Guerin, Sylvana Mestre, Eleonora Furlan o Pepa Mollfulleda, resultaba la repera, pero que además estuviera Mercedes convirtió aquel COU, con todas sus revelaciones y aprendizajes del corazón y la mente, en una verdadera Arcadia. Por supuesto la competencia era durísima. Había muchos tíos más guapos y despiertos que yo, como Alberto Freixas y Javier Richard, y dado que además tenían Vespas, iban a la moda (moda Gatsby, pantalones con pinzas, tirantes, camisa sin cuello) y estaban menos concentrados en la fenomenología y los poetas, pues ligaban más. En realidad mi máximo acercamiento a Mercedes Udaeta fue firmar juntos un trabajo de historia que realicé yo solo porque ella, bastaba con verla, tenía cosas muchísimo más importantes que hacer. El curso fue pasando, la profesora de francés se lio con un alumno (Luis Álvarez, pinchadiscos en el Araña en las horas libres), a mí me votaron delegado de clase, y llegó la selectividad y con ella la desbandada.

Cuarenta y cuatro años después he vuelto a ver a Mercedes Udaeta. Me llegó a la redacción un libro suyo y quedamos para comentarlo. Yo acudí con ganas de saber qué había sido de ella y para reactivar la nostalgia de aquel año tan decisivo como lejano. Previamente me leí el libro, lo que me permitió descubrir qué inesperados rumbos ha tomado la vida de mi excompañera de pupitre. Ha pasado por un proceso de despertar, como lo denomina, se ha relacionado con grandes maestros budistas tibetanos, ha aprendido de ellos, y ha desarrollado su propio método de liberación y sanación espiritual. A mí, que vengo de una tradición diferente en la que mi lama favorito sigue siendo Lobsang Rampa y mis maestros del Tíbet los aventureros Alexandra David-Néel, Francis Younghusband, Heinrich Harrer (que, por cierto, desenmascaró al pillastre Lobsang) y Michel Peissel, todo eso me es muy ajeno, aunque allá cada uno. Mercedes explica en Método Tagdrol (Ediciones Dharma) los beneficios que conlleva el contacto con una serie de objetos sagrados, reliquias, que ha ido reuniendo, algunos recibidos incluso del mismísimo Dalai Lama. Durante el encuentro, nos movíamos en realidades separadas, ella tratando de explicarme con infinitas paciencia y encanto su sistema, karma y chakras incluidos, y yo obsesionado por hablar del COU.

La vida de Mercedes ha sido complicada. Lo explica en la primera parte de su libro, que es muy sincera y autocrítica y a mí me ha descubierto el reverso oscuro de aquella solar y dorada jovencita que conocí con 18 años. Me sorprendió –vista la poca atención que prestaba en las clases de literatura- ver que su libro arranca con ecos de Tolstói: “No hay ni una sola familia que no sea compleja. En muchas se esconde el miedo, la inseguridad, la rabia, la falta de consciencia y conexión con el ser”. Escribe que la suya familiar fue una experiencia terrible que le produjo una profunda soledad y la dejó emocionalmente al garete. Apunta que la relación con su madre fue mala y su infancia infeliz. Lástima no haberla podido ayudar aquellos años de Caran d’Ache, pero yo también tenía lo mío. Dice que luego fue una persona de lo más “convencional”, interesada en los chicos (no en todos, doy fe) y en sí misma, falta de base. “A los 17 años me fui de casa y empecé mi camino de errores hasta que conocí al lama Zapoa Rimpoché, el maestro que salvó mi vida”. En el núcleo de su infelicidad estaba la relación con su primer marido, con el que vivió 12 años tras huir de su familia a Ibiza. Y en el de su recuperación y redirección una palabra: compasión.

El encuentro, en el bar de la biblioteca de Lesseps que queda cerca del centro que dirige y donde aplica su método (de los viejos bares de alrededor de la Wellthon no queda ni uno), no tuvo ningún dramatismo. Ella pidió un té y yo un cacaolat y un donut. La escuché mientras explicaba cómo se puede uno desprender del miedo y la rabia y disipar la oscuridad de los recuerdos dolorosos y los traumas del pasado. “Cuando puedes poner nombre a lo que te ha ocurrido puedes resolverlo”. Yo por mi parte le hablé de aquellos días remotos, de mis descubrimientos e ilusiones y de lo que había hecho con los generosos dones que aquel COU derramó sobre nosotros. “Sabes”, me reconoció ella. “No me acuerdo casi de nada de entonces”. Había vivido después un tiempo con Alberto Freixas, que tuvo una muerte trágica. Estudió Artes y Oficios. Y no dejó de preguntarme por Javier Richard, lo que me causó unos absurdos celos retroactivos de 44 años. Algo leyó en mi expresión contrita porque dijo: “La gente es muy desgraciada y más en octubre”. Pero aún me esperaba una revelación más dolorosa: no se acordaba en absoluto de mí, me confesó. Y yo que hasta le había puesto su mote, Mus, a mi gato. Observó con una sonrisa mi mueca pretendidamente a lo Bogart, masticando el donut como si fueran cubitos de hielo. “No importa nada lo que uno fue, sino lo que es”, sentenció. Y la tarde nunca cayó sobre dos personas más distintas y más distantes".



Bosque de laurisilva en la Gomera, Islas Canarias



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