jueves, 22 de febrero de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] El caso Salman Rusdhie. [Publicada el 16/09/2016]












Lo políticamente correcto está de moda. La censura mediática y social, pero también la autocensura personal. Todo el mundo, con las excepciones pertinentes al caso, mide sus palabras a la hora decir lo que piensa por miedo a pasarse o a quedarse corto,  a que le tachen de reaccionario o de revolucionario, de fascista o de comunista. Salvo en las redes sociales, donde la cantidad de tonterías escritas y leídas es tan abrumadora que localizar lo realmente importante es tarea imposible. Pero es lo que hay...
Carlos Blanco, periodista y filólogo, publicó hace un tiempo en su blog un artículo recordando que un 14 de febrero, día de San Valentín, de 1989, el imán Jomeini, líder espiritual y político del régimen islámico y revolucionario iraní, había dictado una fetua condenando a muerte al escritor británico de origen indio Salman Rusdhie. Su delito, haber escrito una novela, Los versos satánicos, en la que a juicio del imán iraní se ofendía gravemente al profeta Mahoma y a la fe musulmana.
Veintisiete años después de esa fatídico día, Salman Rushdie sigue viviendo a escondidas, protegido por la policía de los países que visita, y especialmente en Gran Bretaña, su lugar de residencia. La condena de Jomeini sigue vigente, y cualquier musulmán que lo ejecute habrá ganado su lugar en el paraíso.
Hace veintisiete años yo no tenía ni idea de quien era Salman Rushdie, ni me importaban lo más mínimo sus escritos. Pero cuando se produjo la condena de Jomeini, un gesto de solidaridad para con el escritor recorrió como la pólvora Occidente. Y yo me apunté a él. Una veintena de editoriales españolas, como en otros lugares del mundo libre, editaron conjuntamente Los Versos Satánicos. Fue todo un gesto de libertad, de defensa de la libertad de expresión, que no estoy muy seguro de que hoy se repitiera por estos lares y estos tiempos en que imperan el integrismo y el pensamiento reaccionario como norma suprema de comportamiento político. Compré la novela, la comencé a leer, no me gustó, y la dejé abandonada por un algún anaquel de la biblioteca familiar. Pero no me arrepentí, ni entonces, ni luego, ni ahora, de mi gesto de solidaridad para con Salman Rushdie. Volvería a repetirlo con gusto. Sólo años después me atreví con ella y la leí por vez primera. Y de nuevo cinco años después. Y por tercera ocasión al cumplirse los veinticinco años después de la malhadada fetua. Y como en las dos ocasiones anteriores me volvió a encantar. Me reí hasta la carcajada con ella, con su ironía, unas veces fina y elegante, y otras de brocha gorda; con su realismo y con su fantasía desbordante; con su tremenda humanidad y respeto por los seres vivos y con su crítica, divertida, pero despiadada y feroz, de la intransigencia de las religiones, de todas, no sólo del Islam.
En febrero de 2009, con motivo del 20 aniversario de la fetua de Jomeini contra Rusdhie, el gran periodista francés Jean Daniel, director de la revista Nouvel Observateur, publicó en el diario El País un emocionado artículo titulado La lección de Rushdie en el que se hacía eco de la efeméride y reivindicaba a Salman Rushdie y su afamada novela, criticando de paso, a quienes desde Occidente, justificaron la condena de Rushdie, en aquel entonces y aun hoy, por su presunta ofensa a los sentimientos religiosos de una comunidad de creyentes.
Dos semanas antes del artículo de Daniel el mismo periódico había publicado un reportaje del periodista Eduardo Lago, bajo el título de Soy un contador de historias, todo lo demás da igual, en el que el escritor británico contestaba con humor y sinceridad a las preguntas del entrevistador sobre su acontecer vital, como persona y como escritor, desde aquel fatídico día de febrero de 1989.
Les recomiendo la lectura de los encales citados, y si tienen ocasión, también Los versos satánicos, que pueden descargar desde el enlace de más arriba. Estoy seguro de que les encantará. Y de paso le harán un fenomenal corte de mangas a la corrección política y al trasnochado integrismo religioso que corroe nuestra hipócrita y cínica sociedad bienpensante. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




















miércoles, 21 de febrero de 2024

Del periodismo de verdad

 









Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Cuando dejas de contar lo que le pasa a la gente para jugar a destruir personas, escribe en El País el periodista Idafe Martín Pérez, cuando crees que tu papel es hacer caer a un presidente o a un líder de la oposición, dejas de ser periodista para convertirte en otra cosa. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com











No somos compañeros
IDAFE MARTÍN PÉREZ
15 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Juan Cruz, quien vivió décadas en estas páginas y todavía las lee con fruición, cuenta que Eugenio Scalfari, fundador del diario italiano La Repubblica, decía que “periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente”. Tan sencillo. Así, periodista puede ser gente que le dice a la gente que cada vez más periodistas de cada vez más medios les mienten e intentan hacerles creer que sus bulos no son bulos, que el olor a pescado podrido es un corte de atún fresco, rojo y sabroso.
El corporativismo mal entendido hace daño a la profesión, nos convierte a todos en cómplices de la basura de unos pocos. La inmensa mayoría de los periodistas es gente honrada, que va a la Redacción o enciende el portátil en casa agobiada por esa pieza que no termina de cerrar, por ese fallo que cometió ayer, porque le falta un dato. Porque aquella toma no sirvió, porque aquel teléfono no responde.
El periodista que miente sin pudor, el que pone en marcha campañas contra personas, es la peor enfermedad del periodismo. El que no tiene que comprobar nada porque todo lo inventa, el que escribe noticias que no se producen, el que insulta, el que retuerce gráficos hasta hacerlos ininteligibles, nos ensucia a todos. Si no se cura, si esa infección se esconde porque “somos compañeros”, terminará por gangrenarse. El artículo 20.1d de la Constitución protege el derecho “a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”. Para la Real Academia Española sinónimos de veraz son sincero, franco, auténtico, fiel, honesto, verídico o verdadero. Antónimos son falso, mentiroso o embustero. Los bulos no están protegidos por la Constitución, por eso no eres compañero.
Ser más o menos crítico con el Gobierno o con la oposición, ser más o menos amable, entra dentro de la libertad de prensa. Todos tenemos nuestras ideas y, mientras no engañemos al ciudadano, podemos ver la realidad según la graduación de nuestras gafas ideológicas. Pero cuando dejas de contar lo que le pasa a la gente para jugar a destruir personas, cuando crees que tu papel en este mundo es hacer caer a un presidente o a un líder de la oposición, dejas de ser periodista para convertirte en otra cosa. No somos compañeros si tu negocio es el del pescado podrido.
El perro no muerde perro no nos hace inmunes a la rabia. Al contrario, permite a esta propagarse. Cuando la mentira sale gratis, cuando la mala praxis no la corrigen ni las direcciones de los medios (algunas las alientan), cuando en las facultades de Periodismo los jóvenes ven que se dan premios a periodistas que llevan años soltando bulos, cuando quien pide que le quiten la columna al nuevo, porque molesta, se vende ante los reyes como depositario de las esencias de la profesión, cuando a la crítica se responde con el insulto y la amenaza, cuando creemos que protegiendo nuestro escritorio estaremos a salvo, entonces no veremos llegar la ola de mugre que nos llevará también a nosotros por delante. Cuando el ciudadano cree que todos mentimos, ganan los mentirosos.
Los periodistas no merecemos el respeto de nuestros compañeros por el mero hecho de ser periodistas. Como los policías corruptos no deben ser protegidos por sus compañeros o los jueces corruptos ser absueltos por los suyos. El respeto se gana haciendo un trabajo honesto, seas Pedro Piqueras o el becario de un diario regional. Más o menos brillante, pero honesto. Y el respeto se pierde. Quien ensucia, quien miente, defienda a quien defienda, no merece respeto. Los Ortega Smith del periodismo merecen lo mismo que los Ortega Smith de la política.
Nadie nos pide ser de una neutralidad y una objetividad acrisoladas. Todos tenemos filias y fobias, somos del Rayo o del Tenerife, somos más o menos europeístas, más o menos ayusistas, más o menos sanchistas. No engañamos a nadie. Podemos ser todo eso y a la vez elaborar información veraz. Sería suficiente con no mentir y no creer que estamos a salvo de la crítica, porque la crítica no es censura, ni un ataque al compañero ni la retirada de un carnet de prensa que cada vez vale menos. Idafe Martín Pérez es periodista.

































Y para terminar por hoy...






Putin delendum. Amen











[ARCHIVO DEL BLOG] Pueblo y populacho. [Publicada el 25/02/2017]













La democracia representativa está en crisis. Llevo bastante tiempo dedicándole al asunto numerosas entradas que reproducen pensamientos mucho más elaborados que el mío al respecto. Hoy lo traigo de nuevo a colación gracias al artículo de hace unos días en El País del escritor y crítico literario Andreu Jaume titulado La república del plebiscito, en que explicita la diferencia ya esbozada por Hannah Arendt, entre los conceptos de pueblo y populacho. El nuevo pueblo, dice en él, obedece a consignas publicitarias claras y brutales. En la campaña estadounidense, añade, los mayores disparates sobre Obama o el cambio climático se han tomado como verdades irrefutables gracias a una red hegemónica. Hay sobrados indicios, continúa diciendo, de que el plebiscito quiere imponerse como el sistema de elección propio de esta nueva era, en la que poco a poco se intentará destruir la vieja democracia representativa para instaurar algo que todavía no sabemos qué es. El siglo XXI ha empezado y se está sacudiendo de encima los restos del anterior, mientras sus supervivientes contenemos el aliento ante lo que los ingleses llaman impending doom, el instante de silencio que precede al estruendo de la fatalidad. La primera cabeza de la Hidra apareció con el inesperado resultado del referéndum sobre la permanencia en la Unión Europea que celebró Reino Unido y que nos dejó a todos perplejos. La segunda acaba de asomar en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, que cabría interpretar como un plebiscito sobre el sistema que el propio Donald Trump convocó y ganó, después de presentarse ante el electorado como la alternativa a Hillary Clinton, representante, si bien se mira, de la última de las grandes dinastías republicanas, tras los Roosevelt, los Kennedy o los Bush. La derrota no es solo de los demócratas, sino también del Partido Republicano, cuyas élites intentaron distanciarse de Trump cuando vieron que el monstruo se les había escapado de las manos. En venganza, ahora los hooligansde Trump gritan eufóricos a los dirigentes del partido: “¡Habéis perdido!”. Y es verdad, han perdido el plebiscito.
Aunque está adquiriendo una virulencia desconocida y mutando a una gran velocidad, añade más adelante, el fenómeno no es nuevo. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo (1951), situó su aparición en la Francia del caso Dreyfus: “El populacho es principalmente un grupo en el que se hallan representados los residuos de todas las clases. Esta característica hace fácil confundir el populacho con el pueblo, que también comprende todos los estratos de la sociedad. Mientras el pueblo en todas las grandes revoluciones lucha por la verdadera representación, el populacho siempre gritará en favor del hombre fuerte, del gran líder. Porque el populacho odia a la sociedad de la que está excluido tanto como al parlamento en el que no está representado. Por eso los plebiscitos, con los que tan excelentes resultados han obtenido los modernos dirigentes del populacho, son un viejo concepto de los políticos que confían en el populacho. Uno de los más inteligentes jefes de los antidreyfusistas, Déroulède, clamaba por ‘una república a través del plebiscito”.
Se trata, dice, de una descripción exacta de lo que ha pasado en Reino Unido y en Estados Unidos, pero también de lo que ocurre en Cataluña —dirigida por el magma residual de Junts pel Sí, donde se cuecen restos convergentes, comunistas y republicanos, cuajados con el tóxico demagógico de la CUP— y de lo que empieza a vislumbrarse en el resto de Europa. Es posible que en Francia las elecciones presidenciales acaben siendo un plebiscito entre la vieja república, encarnada por Alain Juppé o François Fillon —ejemplos ambos de la clásica excelencia política francesa—, y Marine Le Pen, descendiente directa de los antidreyfusistas descritos por Arendt y en los que se incubó el nazismo. Algo ha cambiado y quizá ya no haya pueblo y todo sea populacho, puesto que hay una gran masa que no se reconoce ciudadanía y se proclama excluida y maltratada por sus antiguos representantes en la democracia parlamentaria. Esa masa está adoptando el plebiscito como una herramienta para impugnar la ley y el orden en el que vivimos, aunque, de momento, solo esté sirviendo para poner contra las cuerdas a unos políticos que han caído en la trampa y no saben cómo hacer efectivo el mandato plebiscitario.
La imagen que mejor describe la situación, sigue diciendo, es la de Nigel Farage, ganador del plebiscito británico, con Donald Trump, el nuevo gran líder de la plebe estadounidense, en esos salones tornasolados de oro y que parecen haber sustituido de pronto la blanca asepsia del Despacho Oval. La risa de Farage en esa foto está llamada a ser icónica y recuerda a la de El entierro de la sardina de Goya o a la del Payaso de humo creado por Thomas Mangold a partir de la nube de hongo atómica. Esa imagen representa la apoteosis de la estupidez que Flaubert empezó a catalogar en el siglo XIX y que ahora, gracias a las redes sociales, la televisión y la degradación educativa en todos los órdenes, tiene más visibilidad que nunca. Marine Le Pen ha dicho que el triunfo de Trump supone el nacimiento de un nuevo mundo. Y tiene razón. Trump y Farage han dado cara, voz y poder a los trolls digitales, esos virus anónimos que insultan y amenazan en los foros de Internet y que se están convirtiendo en una nueva forma de información y aun de autoridad.
En la campaña estadounidense, comenta, hemos visto cómo los mayores disparates sobre Obama, el cambio climático o cualquier otro asunto se han tomado como verdades irrefutables gracias al prestigio de una red social hegemónica. La severidad de las críticas publicadas en The New York Times y The Washington Post contra Trump no han servido de nada. El nuevo pueblo no atiende a esas lecturas y obedece a consignas publicitarias claras y brutales que actúan como corrientes eléctricas para estimular el cardumen de la masa. Elias Canetti estaría completamente fascinado. El plebiscito es la nueva forma de elección ideal en este nuevo ecosistema mediático.
Para entender el problema, no basta con decir que se trata de un conflicto entre ilustrados e ignorantes. Es verdad que Trump ha llegado a decir que él representa y está orgulloso de sus semejantes poorly educated, es decir, de los que desprecian cuanto ignoran, pero Boris Johnson, uno de los manipuladores más cínicos en la campaña a favor del Brexit, es licenciado en Clásicas por Oxford, una cultura que no le ha impedido asumir y vociferar el discurso del más tarado de los trolls. Hay algo que se ha desatado y que requiere de una toma de conciencia seria, por parte sobre todo de los ciudadanos europeos, si no queremos que la Hidra siga echando cabezas.
Para empezar, hay que exigir a los partidos políticos que no jueguen irresponsablemente con la tentación del plebiscito, un mecanismo que no puede utilizarse para resolver problemas ab ovo. Es lamentable, por ejemplo, que buena parte de la izquierda de este país, con Podemos a la cabeza, acepte un vulgar y embarazoso giro perifrástico —insostenible desde el punto de vista político y jurídico— como es el derecho a decidir solo porque es rentable comercialmente en muchas autonomías. Y del otro lado, los partidos constitucionalistas están paralizados en el fango de la corrupción y la incompetencia, dejando que unas instituciones creadas por una tradición política muy anterior a ellos sean desprestigiadas y puestas en peligro.
Por otra parte, a la imbecilidad de baba y sonrisilla de un Farage, no nos queda más remedio que seguir oponiéndole la complejidad del pensamiento, una facultad que, como recordaba Hannah Arendt al final de su Vita activa (1958), es mucho más vulnerable, en un régimen tiránico, que la capacidad de actuar. Nuestro reto estriba ahora en identificar esa nueva tiranía. Cómo pensemos y nos pronunciemos contra ella, eso será nuestra ética. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














martes, 20 de febrero de 2024

De animales, dioses e idiotas

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. El mito del triunfador hecho a sí mismo, comenta en El País la escritora Irene Vallejo, es irreal, porque la historia nos enseña que todo avance solitario es en realidad solidario. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com







Animales, dioses, idiotas
IRENE VALLEJO
11 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Érase una vez una niña que estaba sola en el mundo. He olvidado el resto del cuento, pero recuerdo el terror contenido en esa frase. Con literalidad infantil, me imaginé a mí misma en un planeta vacío bajo las heladas estrellas. Más que ningún otro relato de miedo, la imagen de ese páramo y de ese desamparo nutrió las pesadillas de mi niñez. Tal vez el temor al abandono alimenta la necesidad universal de pertenecer a un grupo, a un equipo, a un partido, a una familia sanguínea o elegida. Nos mueve el anhelo febril de adhesiones. Incluso las rebeldías, conspiraciones y nihilismos buscan el calor de un clan disidente. Cuanto más incomprendido sea el rasgo compartido, más une. Hasta las redes sociales, que nos enjaulan en una rutilante burbuja, nos seducen al prometernos una ilimitada posibilidad de encuentro. Porque la buena compañía nos nutre. La palabra proviene del latín cumpanis, que significaba “compartir el pan”. Uno de nuestros apetitos más hondos es ser aceptados y convidados, hacer buenas migas con quienes nos rodean. Necesitamos confiar en otros, y que confíen en nosotros. Aunque ese orgullo de pertenencia desate más pasión que compasión.
Al amparo de la democracia ateniense, Aristóteles definió a los humanos como seres sociales, animales cívicos inseparables de las redes de afectos, vínculos, intercambios, solidaridades y sueños compartidos que nos anudan y sostienen. En su Política, argumentó que un individuo no logra ser feliz en una ciudad infeliz: las penalidades de tus vecinos son también tu desgracia. “Quien es incapaz de vivir en comunidad o quien nada necesita por su propia suficiencia no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios”. El ideal de independencia y arrogante autonomía puede ofrecer una vida divina o fiera, pero en todo caso inhumana. También había sombras en la comunidad imaginada por Aristóteles; las mujeres y esclavos quedaban excluidos de la ciudadanía. Sin embargo, un mensaje poderoso late en sus palabras: todos los seres humanos somos políticos, y no solo los profesionales del gremio parlamentario.
Loables o detestables, las decisiones del poder nos afectan siempre. Quizá por eso, los griegos llamaban ‘idiota’ —cuya raíz significa “propio”— a quienes se desentendían de los asuntos públicos, pendientes solo de sus intereses particulares. En tiempos de sobresalto, la política se vuelve sospechosa y las sociedades se fragmentan en archipiélagos de esfuerzos aislados, privados —de aliento colectivo— y desconfiados. En esos momentos, cuando se ignora lo que nos anuda y abundan los idiotas, suben al poder quienes se las saben todas.
En uno de los más famosos diálogos de Platón, el filósofo Protágoras —portavoz intelectual de aquella joven democracia— se pregunta cómo logramos convivir en sociedad, pese a los conflictos y los exabruptos. Para explicarlo, cuenta un mito donde las ideas respiran, tienen carne, músculo y rostro. Cuando los dioses crearon el mundo, encargaron a dos titanes, Prometeo y Epimeteo, distribuir dones entre la multitud de seres vivos. Y, ay, el atolondrado Epimeteo —cuyo nombre significa “el que actúa primero y piensa después”— insistió en ocuparse a solas del reparto; como todos los grandes incompetentes, estaba muy seguro de sí mismo. Empezó por los animales: a unos dio garras y dientes afilados; a los más débiles, velocidad para huir o un hábil camuflaje. Sin embargo, olvidó reservar un regalo para la especie humana. Ahí quedamos, inermes, torpes, sin alas ni aletas, patilargos, cabezones, vulnerables… una calamidad. Para resolver el desastre, Prometeo robó del cielo la chispa del fuego y así aprendimos a encender hogueras. Apiadándose de nuestra especie desvalida, el dios Zeus nos regaló la justicia y el sentido político. Protegidos de la oscuridad y el frío por ambos dones –el fuego y la palabra que une–, inauguramos las veladas en torno al círculo hospitalario de luz para contar cuentos, coser y cantar, crear comunidad. Al amor de la lumbre, incluso antes de inventar las mesas, la humanidad practicó las sobremesas.
De esa manera, aunque seamos débiles por separado, nos hicimos fuertes al colaborar. No tenemos zarpas, pezuñas, aguijones o caparazones, pero aprendimos a tejer sociedades. Solos valemos poco, nuestra verdadera ventaja competitiva es el talento para cooperar. La filósofa María Zambrano nos definía como “soledades en convivencia”. En Persona y democracia reclamó “una sociedad humanizada donde lograr que la historia no se comporte como una antigua deidad que exige inagotable sufrimiento”. Frente al desamparo que siempre nos acecha y, a falta de colmillos, nos protege actuar como animales políticos, capaces de compartir, cuidarnos y divertirnos juntos. Gracias a los dioses, tenemos chispa. Y en la densa oscuridad, somos breves fulgores que se buscan.
La antropología y la biología evolutiva confirman las intuiciones de aquellos mitos originarios. En su ensayo The Secret of Our Success, Joseph Henrich actualiza a Epimeteo: el ser humano es una criatura débil, lenta y no particularmente hábil para trepar a los árboles; nacemos gordos, prematuros y con el cráneo abierto. En una casa de apuestas prehistóricas, nuestra cotización habría sido nula. Heinrich sostiene que los logros de nuestra especie no son fruto de una inteligencia innata o habilidades mentales especializadas. El motivo es que crecemos aprendiendo de otras personas. Cada generación construye sobre los cimientos de las estrategias y sabiduría acumuladas por generaciones previas. Este bagaje supone una ventaja tan grande que la selección natural ha favorecido durante milenios a quienes mejor aprenden socialmente. La trenza entre la cultura y los genes nos volvió peculiares, un nuevo tipo de animal: aprendices adaptativos. Heinrich afirma que la innovación depende de nuestra habilidad para colaborar más que de nuestro intelecto, y el gran reto es evitar la fragmentación y la disolución de nuestras comunidades.
La ciencia muestra que los mayores avances no son destellos de mentes excepcionales, únicas e irrepetibles. Al contrario, los grandes descubrimientos son resultado de hallazgos previos, colaboración y saber compartido a lo largo del tiempo. Sin embargo, en la escuela aprendemos nombres estelares asociados a tecnologías revolucionarias. Idolatramos una mitología protagonizada por líderes carismáticos y paternalistas, gobernantes providenciales, emprendedores solitarios y genios disruptivos. En una perversa paradoja de nuestra política, las habilidades necesarias para ganar elecciones —ferozmente competitivas— eliminan de la carrera a quienes gobernarían de forma serenamente colaborativa. Ser un pedazo de pan cotiza a la baja —y al hambre— en el mundo del apego al ego.
Como enseñan los cuentos infantiles y Aristóteles, el mito del triunfador hecho a sí mismo es irreal: todo avance solitario es en realidad solidario. Por algo llamamos “compañías” a las empresas y, por eso, el lugar donde aprendemos —el colegio— nos reclama ser buenos colegas. De hecho, separarnos y enfrentarnos disminuye nuestra prosperidad. Divididos somos más combativos y conflictivos, menos efectivos. No es casualidad que las palabras sólido, salud y solidario tengan el mismo origen lingüístico. Hemos construido sociedades sobre una paradoja: a la debilidad debemos nuestra fortaleza. La indigencia del ser humano se convierte en el principio de nuestro poder, escribe Zambrano. La evolución cultural favoreció el crecimiento de las tribus, la cooperación, la armonía interna y la valentía para compartir riesgos. Ante los problemas ajenos, milenios de selección premiaron el compañerismo, no el “con su pan se lo coman”. Lo que nos hizo diferentes es no ser indiferentes a los demás. Irene Vallejo es filóloga y escritora y Premio Nacional de Ensayo 2020 por su libro El infinito en un junco.





















Putin delendum. Amen.





[ARCHIVO DEL BLOG] El pangolín. [Publicada el 20/02/2020]









La tecnología y la naturaleza -comenta en el A vuelapluma de hoy jueves el escritor David Trueba- mantienen un apasionante pulso del que somos espectadores en primera fila. La última victoria de la naturaleza sobre ese convencimiento de que llegaremos a vencer la enfermedad, la soledad, el tiempo y la distancia gracias a los avances técnicos ha sido estrepitosa. La cancelación del Congreso de Móviles de Barcelona, que hasta ahora había sobrevivido a disputas políticas, pujas municipales y huelgas sectoriales, se ha rendido ante la más innovadora de las amenazas: el miedo. Un virus mutante que adopta las formas menos previsibles en función de un algoritmo inexplorado, combinación de verdad y mentira en dosis graduables. Bastó que una sola empresa importante renunciara a desplazar a sus empleados para que el resto de grandes marcas revisara las posibilidades de demandas laborales y cancelara en cascada la asistencia a la feria. No fue, por tanto, el miedo a la enfermedad llamada coronavirus, sino el miedo a las cláusulas contractuales, lo que desencadenó el drama. Porque, no nos engañemos, la cancelación se ha vivido como una tragedia mayor que las muertes lejanas que se acumulan en una China que nunca sabemos si admirar o temer.
La repatriación de los españoles que se encontraban en el epicentro del contagio fue exitosa. Pero tampoco deberíamos presumir demasiado. No es lo mismo disponer de servicios y control para una docena de personas que encarar decenas de miles de afectados. Basta ver lo que la gripe causa en nuestro sistema sanitario cada temporada. A día de hoy, la confusión es persistente, y para un país que vive de organizar ferias y recibir turistas la tensión es desquiciante. De entre todas las suposiciones sobre el brote del contagio, me quedo también con la potencia de la naturaleza como agente activo. Según parece, la ingesta de carne de pangolín podría ser la causa del brote en un mercado de Wuhan. El pangolín es un animal casi desconocido para nosotros, pero al que Marianne Moore dedicó uno de sus magistrales poemas. Tiene algo de especie mitológica, entre otras cosas porque pertenece a la familia de los folidotos, es decir, mamífero con escamas que se alimenta de hormigas y termitas.
El pangolín es un buen soldado de la Numancia ecológica, esa que se apresta a resistir, pese al acoso tecnológico. Es un animal acorazado. Si volvemos al poema de Moore, es casi una alcachofa con cabeza, inquietante y nocturna, que parece diseñada por el mismísimo Leonardo da Vinci en cruce con los toreros de Gargallo. El colofón del poema, y estamos ante una de las escritoras fundamentales del siglo pasado, suena casi a predicción: víctima del miedo, siempre reducido, extinguido, frustrado por la oscuridad, casi cumplida la tarea, dice al resplandor oscilante: “¡De nuevo el sol!, nuevamente otro día; y otro y otro y otro, que penetra y refuerza mi espíritu”. Es ese espíritu indómito de la naturaleza el que se ha enfrentado, a través de un animal que los niños españoles soñamos en paisajes tropicales y lejanos, a todas las inteligencias petulantes de Silicon Valley. Este pangolín 5G es una advertencia, un aviso para navegantes. Nos ha recordado lo frágil que es el sistema mundial de reservas hotelero frente a una mordedura. No está de más que recordemos nuestra nimiedad, al fin y al cabo los animales más resistentes son aquellos conscientes de su debilidad y que actúan en consecuencia".
A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt