sábado, 25 de abril de 2020

[SONRÍA, POR FAVOR] Es sábado, 25 de abril





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...





















La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 24 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] El futuro





Si asumir el presente ya cuesta, y del futuro es que ni idea, mejor aprovechar el momento y luego ya nos irán explicando despacito, comenta en el A vuelapluma de hoy [Suspense general. El País, 16/4/2020] el escritor Íñigo Domínguez. 

"Lo del aprobado general me ha dado mucha envidia, comienza diciendo Domínguez-. Quién lo hubiera pillado de niño, era un sueño que jamás se haría realidad. No es la única utopía que se ha visto realizada, que se lo pregunten a quienes han visto por primera vez al marido pasar la aspiradora. Ahora bien, razonando como un niño, no sé si ha sido buena idea decirlo en abril. Yo pensaría de inmediato: ya no tengo que estudiar ni hacer los deberes, la vida es maravillosa. Me parece bien hacerles creer a los chicos que el mundo es mejor de lo que es, ya que se han visto menos considerados que las mascotas, pero diría que se ha tomado esta medida pensando como adultos. Suele ser así, se proyecta en ellos paranoias de mayores. Un amigo me contaba perplejo que su hijo aún no sabe restar, pero en las clases virtuales se pasan el día con la gestión de las emociones, y los críos están convencidos de que la profesora es tonta, mira que no saber lo que es estar triste.

Inventarse reglas, crear mundos nuevos, es complicado. No envidio a quien trabaja en el CIS en este momento. Tampoco a los elementos más imaginativos de la derecha, fantaseando con una dictadura soviética, con la ilusión que les haría tener razón. Recuerdo una historia que no sé si es cierta o una leyenda de cooperantes, pero vale igual. En una población pobre y con riesgos sanitarios se les ocurrió afrontar la plaga de ratas dando una moneda por cada rata muerta, como incentivo para acabar con ellas. Pero nada parecía cambiar, hasta que descubrieron por qué: todo el mundo se había puesto a criar ratas.

Estos hechos reales que vivimos, basados en un relato fantástico, se van a alargar más de lo imaginado y a ver qué sale. Todavía estamos intentando comprender los primeros capítulos y los guionistas ya van por la tercera temporada. De los creadores de la peor pandemia del siglo llegará pronto la nueva sociedad del futuro. Se habla de aplicaciones que nos dirán si nos hemos cruzado con un contagiado. Ya puestos, podrían desarrollarla para que en una cena te diga quiénes son los pelmazos y poder elegir la silla. No sé si acabarán haciendo carnés a los contagiados ya inmunes (falsificables y a la venta en eBay), para crear zonas seguras en restaurantes, playas y, por qué no, en ciudades. Nuevas castas sociales, partidos políticos: los no contagiados exigen descuentos en el bonobús y tal.

La verdad, si asumir el presente ya me cuesta, del porvenir es que ni idea, mejor aprovechar el momento y luego ya nos irán explicando despacito. Es como ese diálogo de Woody Allen, cuando intenta ligar con una chica en Sueños de un seductor (Herbert Ross, 1972):

-¿Qué haces el sábado por la noche?

-Me voy a suicidar.

-¿Y el viernes por la noche?

La frase estoica de la cuarentena ha sido: “Es lo que hay”. Pero ya pasamos a preguntarnos qué habrá después. Quizá el plan es financiar con las multas la renta mínima o, si esto sigue así, un túnel para un AVE a Canarias. Si multiplicas las casi 600.000 denuncias que llevamos por los 300 euros que te cascan como mínimo, salen 180 millones. Y las sanciones pueden llegar a 30.000 euros. “Menospreciar” a un policía son 2.000 (¿si le haces la pelota te hacen descuento?). Están rompiendo el mercado, así las injurias a la corona se van a poner por las nubes. Ah, si pudiéramos hacer lo mismo los periodistas, cobrar cuando nos insultan, tendríamos el futuro resuelto.

En cuanto al teletrabajo, quizá vaya tan bien que nunca más volvamos a ver a los colegas, hasta que un día los veas por la calle: “Ah, ¿te despidieron hace dos años? No me había enterado”. En realidad en el encierro no paras y hasta te falta tiempo, entre trabajar, la compra, la comida y tender la ropa. Te dan las diez de la noche y caes dormido delante de la tele. Quedar con amigos en un chat empieza a ser complicado, todo el mundo anda liado. Al volver a la vida normal a lo mejor uno ha aprendido chino y otro se ha sacado una carrera.

La vacuna, el fin del confinamiento, son metas inciertas. Lo importante también está pasando ahora, estamos en medio de la trama. Es como el célebre truco del MacGuffin de Hitchcock, el mago del suspense: un elemento narrativo que parece importantísimo, pero que solo sirve para mover la historia. En su caso lo que generalmente le interesaba era una historia de amor. En Encadenados (1946) Ingrid Bergman también está encerrada en una casa, y encima con un nazi. El MacGuffin es encontrar unas botellas de uranio, pero recuerdas la película por su beso sin principio ni fin con Cary Grant, y la forma de mirar de ella cuando está enamorada, aunque no lo diga. Un día estaremos todos vacunados de espanto, tendremos rechazo a mirar al pasado, pero luego recordaremos cosas que no dijimos, y escenas que ahora nos parecen sin misterio".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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[DE LIBROS Y LECTURAS] Galdós en su salsa



Estatua de Galdós en Las Palmas de Gran Canaria


Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quién es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920). Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912.

Para conmemorar el 175 aniversario de su nacimiento (en 2018), y el 200 aniversario de su muerte (en este 2000), durante tres años y medio seguidos, entre mayo de 2016 y diciembre de 2019, he estado subiendo al blog, en sucesivas entradas, a razón de una cada veinte días, toda la extensa obra narrativa de Galdós, a la que pueden acceder desde este enlace de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de la Universidad de Alicante. 

Como conclusión de mi personal y emocionado homenaje a Galdós subo hoy al blog tres artículos de prensa, muy recientes, que analizan su personalidad y su obra desde una perspectiva inhabitual. Les dejo con ellos.






«Esa capacidad de Galdós para identificarse con sus personajes nace de su sensibilidad, su inteligencia y su buen corazón; Amado Alonso la definió como “comunión”, y para Pérez de Ayala, era una manifestaciónde su profundo liberalismo», dice de él, Andrés Amorós, catedrático de literatura española, en el ABC del 27 de marzo pasado en su artículo "La mirada misericordiosa de Galdós".

"La grandeza de Galdós -comienza diciendo Amorós- no se explica sólo por su maestría literaria. Por supuesto, domina los recursos técnicos del narrador realista: la capacidad de observación; la precisa evocación de ambientes, sin necesidad de farragosas descripciones; la creación de personajes que parecen vivos, cada uno con su peculiar lenguaje; la invención de tramas que captan el interés del lector; el adecuado ritmo narrativo...
Todo esto y mucho más lo posee Galdós pero no es suficiente para justificar su categoría. Detrás de todo ello está la actitud básica con que mira a sus personajes. Una comparación nos ayuda a precisarlo: Quevedo y Valle-Inclán, dos genios indiscutibles, disfrutan muchas veces zahiriendo a sus personajes, haciendo su caricatura, deshumanizándolos.

En cambio, Pérez Galdós, una vez superada la fase inicial de la novela de tesis, en la que, para censurar algún vicio de nuestra patria, lo encarna en un personaje muy antipático -Doña Perfecta sería el claro ejemplo-, siente cariño por todos sus personajes: comprende sus resortes íntimos, disculpa sus errores porque sabe bien que ninguno estamos libres de cometerlos. Podría hacer suya la admirable frase de un personaje de su amigo Clarín, otro genio: «Todos somos frígilis...».


Esa capacidad de Galdós para identificarse con sus personajes nace de su sensibilidad, su inteligencia y su buen corazón. Amado Alonso la definió como «comunión». Para Pérez de Ayala, era una manifestación de su profundo liberalismo.

El cariño de don Benito por sus personajes se traduce hasta en anécdotas. Cuando, ya ciego, le invitaron al estreno, en el Teatro Español, de la versión dramática de «Marianela», al escuchar las frases de la joven -las mismas que él había escrito, hacía ya muchos años-, se levantó de la butaca y alzó los brazos hacia ella, diciendo: «¡Nela, Nela!». Cuando enfermaba, pedía que llamaran a Miquis, el doctor que reaparece en varias de sus novelas.

Todo lo contrario, así pues, de esa manida etiqueta del «distanciamiento». ¿Cómo iba él a distanciarse de la de Bringas, de Tristana, de Fortunata, de Maxi Rubín, de Nazarín, de Benina? Eran él mismo, lo mejor de sí mismo, lo que él había creado.

La actitud de Galdós es la misma de Cervantes, que comprende por igual a Cipión y a Berganza, al Licenciado Vidriera y al curioso impertinente, a Maritornes y a Dulcinea.

En nuestra pintura clásica, es la misma actitud de Velázquez, que contempla con igual respeto a un rey que a un bufón de la Corte. Y la de Murillo, que pinta con igual encanto a una Inmaculada, a un niño que come sandía y a unas jóvenes que se asoman a su balcón... Lo explicaron Angulo y Lafuente Ferrari: supone eso aceptar toda la realidad; el derecho de cualquier persona a ser como es; su aspiración a la libertad («Libre nací y en libertad me fundo», proclama la pastora Gelasia, en «La Galatea»); la defensa de su individualidad: «Yo soy el que soy», afirman los protagonistas de nuestro teatro clásico.

Aceptar la singularidad de cada individuo es uno de los grandes valores de nuestra pintura clásica y llega hasta don Benito. En su magistral estudio, lo resume Montesinos: Galdós llega a ser Galdós, el auténtico Galdós, cuando descubre que todos los personajes, aunque no tengan la razón, sí tienen sus razones, su idea (su creencia, diría Ortega).

El ejemplo más claro es Fortunata. Su idea es una revolucionaria proclamación de la libertad, en el amor: «Al que me quiere como dos, lo quiero como catorce». Por eso, al final de la novela se nos dice que ella es «un ángel»; eso sí, matiza el narrador, un ángel que comete muchos disparates.

El consabido realismo de Galdós -precisó Dámaso Alonso- no es un realismo «de cosas» sino «de almas». (Coincide, así, con la mejor tradición española, desde «La Celestina» y la picaresca al «Quijote»). Ésa es la causa de que abunden tanto, en sus obras, los personajes soñadores, quijotescos, que superan los estrechos límites de la realidad. El ejemplo definitivo es el conmovedor Maxi Rubín, que acaba proclamando: «Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maxi Rubín en un palacio o en un muladar: lo mismo da».

Este largo camino galdosiano de superación del realismo culmina en «Misericordia». Benina es una criada vieja, sisona, que pide limosna para socorrer a su ama, sin decírselo: un engaño por piedad, igual que hace Lazarillo con el hidalgo, para no herir su honra.

En este mundo de miseria, todos se consuelan con los sueños. A Obdulia, la ridícula solterona, le basta con un poquito de charla para olvidarse de que, en la despensa, sólo quedan unos mendrugos. El moro Almudena, pobre, feo, sucio y ciego, sueña con Benina, en una de las más hermosas declaraciones de amor de nuestra literatura: «Tú ser muquier una sola, no haber otra mí». Todos sueñan con la herencia que un día traerá un sacerdote inventado, don Romualdo.

Galdós riza aquí el rizo de la superación del realismo cuando se confirma la herencia, traída por el sacerdote soñado. Al recibir su dinero, el patético don Frasquito Ponte no se lo gasta -como haría un personaje de Zola- en satisfacer las necesidades materiales: la comida, una mujer... En vez de eso, se encarga tarjetas de visita y alquila un caballo para pasar por delante del balcón de una señorita. Todo eso, tan absolutamente inútil, es lo que él necesita para seguir viviendo.

Benina los comprende y los justifica a todos: «Los sueños, los sueños, digan lo que quieran, son también de Dios. ¿Y quien va a saber lo que es verdad y lo que es mentira?».

Es la misma lección irónica y desencantada del sabio Cervantes: «Todo eso pudiera ser, Sancho...».

Pero el dinero también hace aflorar la dureza de corazón de algunos. El ama despide a la vieja criada pero, luego, cuando su hijo enferma, tiene que recurrir a ella. Benina le asegura que se pondrá bueno y su profecía se cumple. Todavía añade una frase sorprendente: «Y ahora, vete a tu casa y no vuelvas a pecar».

No sólo ha hecho un milagro Benina, como si fuera una santa, sino que ha pronunciado las mismas palabras de Jesucristo, en el Evangelio, arrogándose ella el poder de perdonar los pecados.

¿Cómo es posible tal dislate? La respuesta de Galdós está clara. «Benina», el nombre del personaje, es la forma popular de pronunciar «benigna». (No la ha llamado Caridad, supongo yo, para evitar un significado claramente religioso). A pesar de todos sus defectos, ella asciende a lo más alto que puede alcanzar un ser humano porque tiene benignidad, caridad.

La gran literatura supone mucho más que el dominio de una técnica: nos ilumina, nos consuela, nos abre horizontes, nos ayuda a entender mejor la complejidad de los seres humanos. Gracias a su mirada misericordiosa, Galdós es realmente grande".







El autor de ‘Fortunata y Jacinta’ fue el mejor escritor español del siglo XIX. Era un hombre civil y liberal que al narrar un período neurálgico de la historia de España se esforzó por hacerlo con imparcialidad, comenta de él por su part el escritor y premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, en su artículo "En favor de Pérez Galdós", publicado en El País del 19 de abril pasado. 

"Tengo a Javier Cercas por uno de los mejores escritores de nuestra lengua -comienza diciendo Vargas Llosa- y creo que, cuando el olvido nos haya enterrado a sus contemporáneos, por lo menos tres de sus obras maestras, Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor, tendrán todavía lectores que se volcarán hacia esos libros para saber cómo era nuestro presente, tan confuso. Es también un valiente. Quiere su tierra catalana, vive en ella y, cuando escribe artículos políticos criticando la demagogia independentista, es convincente e inobjetable.

En la muy civilizada polémica que tuvo sobre Benito Pérez Galdós hace algún tiempo con Antonio Muñoz Molina, Cercas dijo que la prosa del autor de Fortunata y Jacinta no le gustaba. “Entre gustos y colores, no han escrito los autores”, decía mi abuelo Pedro. Todo el mundo tiene derecho a sus opiniones, desde luego, y también los escritores; que dijera aquello en el centenario de la muerte de Pérez Galdós, cuando toda España lo recuerda y lo celebra, tenía algo de provocación. A mí no me gusta Marcel Proust, por ejemplo, y por muchos años lo oculté. Ahora ya no. Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo (que a mí me gustan tanto). Me temo que si yo hubiera sido lector de Gallimard cuando Proust presentó su manuscrito, tal vez hubiera desaconsejado su publicación, como hizo André Gide (se arrepintió el resto de su vida de este error). Todo esto para decir que, en aquella polémica, estuve al lado de Muñoz Molina y en oposición a mi amigo Javier Cercas.

Creo injusto decir que Benito Pérez Galdós fuera un mal escritor. No sería un genio —hay muy pocos—, pero fue el mejor escritor español del siglo XIX, y, probablemente, el primer escritor profesional que tuvo nuestra lengua. En aquellos tiempos en España o América Latina era imposible que un escritor viviera de sus derechos de autor, pero Pérez Galdós tuvo la suerte de tener una familia próspera, que lo admiraba y que lo mantuvo, garantizándole el ejercicio de su vocación y, sobre todo, la independencia, que le permitía escribir con libertad.

Había nacido en Las Palmas de Gran Canaria, el 10 de mayo de 1843, hijo del teniente coronel Sebastián Pérez, jefe militar de la isla, que, además, tenía tierras y varios negocios a los que dedicaba buena parte de su tiempo. Tuvo 10 hermanos y la madre, doña María de los Dolores de Galdós, de mucho carácter, llevaba los pantalones de la casa. Ella decidió que Benito, quien, al parecer, enamoraba a una prima que a ella no le gustaba, se viniera a Madrid cuando tenía 19 años a estudiar Derecho. Benito le obedeció, vino a Madrid, se matriculó en la Complutense, pero se desencantó muy rápido de las leyes. Lo atrajeron más el periodismo y la bohemia madrileña —la vida de los cafés donde se reunían pintores, escribidores, periodistas y políticos— y se orientó más bien hacia la literatura. Lo hizo con un amor a Madrid que no ha tenido ningún otro escritor, ni antes ni después que él. Fue el más fiel y el mejor conocedor de sus calles, comercios y pensiones, sus tipos humanos, costumbres y oficios, y, por supuesto, de su historia.

Hay fotos que muestran la gran concentración de madrileños el día de su entierro, el 5 de enero de 1920, que acompañaron sus restos hasta el cementerio de la Almudena; al menos treinta mil personas acudieron a rendirle ese póstumo homenaje. Aunque todos aquellos que siguieron su carroza funeraria no lo hubieran leído, había adquirido enorme popularidad. ¿A qué se debía? A los Episodios nacionales. Él hizo lo que Balzac, Zola y Dickens, por los que sintió siempre admiración, hicieron en sus respectivas naciones: contar en novelas la historia y la realidad social de su país, y, aunque sin duda no superó ni al francés ni al inglés (pero sí a Émile Zola), con sus Episodios estuvo en la línea de aquellos, convirtiendo en materia literaria el pasado vivido, poniendo al alcance del gran público una versión amena, animada, bien escrita, con personajes vivos y documentación solvente, de un siglo decisivo de la historia española: la invasión francesa, las luchas por la independencia contra los ejércitos de Napoleón, la reacción absolutista de Fernando VII, las guerras carlistas.

Su mérito no es haberlo hecho sino cómo lo hizo: con objetividad y un espíritu comprensivo y generoso, sin parti pris ideológico, tratando de distinguir lo tolerable y lo intolerable, el fanatismo y el idealismo, la generosidad y la mezquindad en el seno mismo de los adversarios. Eso es lo que más llama la atención leyendo los Episodios: un escritor que se esfuerza por ser imparcial. Nada hay más lejos del español recalcitrante y apodíctico de las caricaturas que Benito Pérez Galdós. Era un hombre civil y liberal, que, incluso, en ciertas épocas se sintió republicano, pero, antes que político, fue un hombre decente y sereno; al narrar un período neurálgico de la historia de España, se esforzó por hacerlo con imparcialidad, diferenciando el bien del mal y procurando establecer que había brotes de los dos en ambos adversarios. Esa limpieza moral da a los Episodios nacionales su aire justiciero y por eso sentimos sus lectores, desde Trafalgar hasta Cánovas, gran cercanía con su autor.

Escribía así porque era un hombre de buena entraña o, como decimos en el Perú, muy buena gente. No siempre lo son los escritores; algunos pecan de lo contrario, sin dejar de ser magníficos escribidores. El talento de Pérez Galdós estaba enriquecido por un espíritu de equidad que lo hacía irremediablemente amable y creíble.

Se advierte también en su vida privada. Permaneció soltero y sus biógrafos han detectado que tuvo tres amantes duraderas y, al parecer, muchas otras transeúntes. A la primera, Lorenza Cobián González, una asturiana humilde, madre de su hija María (a la que reconoció y dejó como heredera), que era analfabeta, le enseñó a escribir y leer. Sus amoríos con doña Emilia Pardo Bazán, mujer ardiente salvo cuando escribía novelas, son bastante inflamados. “Te aplastaré”, le dice ella en una de sus cartas. No hay que tomarlo como licencia poética; doña Emilia, escritora púdica, era, por lo visto, un diablillo lujurioso. La tercera fue una aprendiz de actriz, bastante más joven que él: Concepción Morell Nicolau. Pérez Galdós apoyó su carrera teatral y el rompimiento, en el que intervinieron varios amigos, fue discreto.

Su gran defecto como escritor fue ser preflaubertiano: no haber entendido que el primer personaje que inventa un novelista es el narrador de sus historias, que éste es siempre —personaje o narrador omnisciente— una invención. Por eso sus narradores suelen ser personajes “omniscientes”, que, como Gabriel Araceli y Salvador Monsalud, tienen un conocimiento imposible de los pensamientos y sentimientos de los otros personajes, algo que conspira contra el “realismo” de la historia. Pérez Galdós disimulaba esto atribuyendo aquel conocimiento a los “historiadores” y testigos, algo que introducía una sombra de irrealidad en sus historias; pasaban, a la larga, desapercibidos, pero sus lectores más avezados debían de adaptar su conciencia a aquellos deslices, después de que Flaubert, en las cartas que escribió a Louise Colet mientras hacía y rehacía Madame Bovary, dejara claro esta revolucionaria concepción del narrador como personaje central, aunque a menudo invisible, de toda narración".





Acceder al interior del autor -escribe a su vez el académico de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando, Juan Van-Halen, en su artículo "Galdós, desmemoriado", publicado en ABC en pasado día 2 de abril-.  resultó una difícil misión, y los intentos más conseguidos han sido posteriores a su muerte. El escritor, el novelista, el autor teatral Galdós se han derramado en una amplísima bibliografía en el siglo transcurrido, y se han ido desvelando partes, sólo partes, del enigma, 


"Benito Pérez Galdós alcanzó enorme éxito en vida -comienza diciendo Van-Halen-, y al cumplir un siglo con la muerte no ha dejado de ser leído, y mucho, una generación tras otra. No ha padecido eclipse alguno, y pienso, como ejemplo de eclipse, en Azorín. Hace ya quince años preparé para Visor una edición de «Memorias de un desmemoriado», una galería de recuerdos que publicó primero en «La Esfera» a lo largo de 1915 y 1916. De siempre me atrajo el interés de Galdós en que no conociésemos, o conociésemos insuficientemente, pasajes de su vida: su desmemoria intencionada.

Los silencios galdosianos son relevantes. Se han dedicado a nuestro autor cerros de páginas y a menudo transitamos entre nieblas. Se cuidó con tenacidad de cerrar los accesos a su castillo interior y defendió sus sombras. Cuando Leopoldo Alas preparó su temprano trabajo biográfico, en 1889, llegó a desesperarse ante la pared de secretismo que alzaba su biografiado. Escribe: «Después de larga y amabilísima correspondencia vinimos a parar en que Galdós no sabía a punto fijo lo que eran datos, lo que se le pedía...», y se sorprende de que tenga sus historias «bajo llave». Galdós le aclara: «Las de verdadero interés son de un carácter privado y reservado, al menos por ahora y en algún tiempo».

Otros muchos se dolieron de esas oscuridades. El crítico José F. Montesinos, autor en 1968 de una apreciable obra sobre Galdós, atribuye ese caparazón a la timidez: «Todo contribuyó a que no sepamos hoy nada de lo que nos interesaría saber». Y, entre sus contemporáneos, Eugenio d’Ors escribía en 1907: «Nada de ti sabemos, Galdós misterioso». En esa estela, Gregorio Marañón, que siendo niño conoció a Galdós y no dejó de tratarle hasta su muerte, siempre como amigo cercano, al final como médico, en momentos apurados también como confidente y hasta de mediador en alguno de sus conflictos de faldas, incluyó en su «Amiel», en 1933, un sugestivo apunte definitorio: «Hombre superviril y mujeriego, aunque tímido con las mujeres».

La timidez no sólo se manifestaba en su trato con las mujeres -en sus años escolares, en las tertulias de café y en el Congreso de los Diputados le envolvió fama de retraído- y probablemente este mirarse hacia adentro tuvo que ver con los pasajes oscuros de su biografía. Galdós hizo decir al señorito Viera en «Realidad»: «Todos tenemos nuestros dos mundos, todos labramos nuestra esfera oculta». Mantuvo esa esfera oculta, y muy cuidadosamente respecto a algunas de sus relaciones amorosas, como lo fue su intensa intimidad con mi contrapariente Emilia Pardo Bazán, como se desprende de la correspondencia entre los amantes. Nos han llegado treinta y dos cartas de la condesa a Galdós que sorprendentemente él, tan sigiloso, no destruyó -las dirigidas a ella no se conservan-, en las que se manifiestan los engranajes cautelosos de sus encuentros para preservar el secreto de los amores entre una mujer separada que brillaba en sociedad y un ya famoso novelista.

El sigilo amatorio de Galdós llegaba a extremos curiosos, como firmar sus cartas con nombres figurados y remitir sobres ya escritos por él para las cartas de respuesta a las suyas, de modo que se dificultase la identificación de sus amantes, y lo llevó a los demás aspectos de su vida. Así los pasos por su biografía encuentran a menudo trampas, recovecos y claves que los investigadores descifran trabajosamente.

Galdós está en sus obras. El Galdós de sus primeros años madrileños se refleja en personajes como Miquis, Ibero y Halconero. Y un Galdós, ya de vuelta de tantos pesares, se enmaraña, como figura y contrafigura, en el Tito de los «Episodios» finales. Y Galdós está, acaso sobre todo, en «El amigo Manso». Y se derrama, fragmentariamente, en otros personajes, como Moreno Isla, Ponce, Ido del Sagrario, Juan Santa Cruz...

También se adivinan en sus obras personas cercanas al escritor: familiares, amantes, tipos que le dejaron huella. Galdós los convierte en personajes. Parece evidente que en «Doña Perfecta» se refleja la madre del escritor, que Irene está relacionada con alguna decepción suya, que la Augusta de «Realidad» tiene que ver con la de Pardo Bazán, que esas cartas femeninas de «Tristana» están emparentadas con las cartas que él recibía de alguna de sus amantes conocidas... Y, lo que me es muy grato, que Salvador Monsalud, personaje central de la segunda serie de los «Episodios», es un trasunto de mi directo antepasado el «oficial aventurero» biografiado por Baroja. El paralelismo entre las situaciones narradas por el militar liberal en sus Memorias y la narración galdosiana, incluso en los detalles y expresiones, supone a menudo un calco, sobre todo en «La segunda casaca». Al historiador Ricardo Martínez Cañas debemos un interesante trabajo sobre esta inspiración galdosiana a la hora de construir su personaje: «Juan Van Halen y el Monsalud de Galdós».

Llegamos a Galdós a través de las creaciones magníficas de sus criaturas. Acceder al interior del autor resultó una difícil misión, y los intentos más conseguidos han sido posteriores a su muerte. El escritor, el novelista, el autor teatral Galdós se han derramado en una amplísima bibliografía en el siglo transcurrido, y se han ido desvelando partes, sólo partes, del enigma. Desde la biografía de Berkowitz, de 1948, un intento interesante pero sólo conseguido parcialmente, «Vida de Galdós», de 1996, de Pedro Ortiz Armengol, galdosiano impenitente, es a mi juicio el más riguroso trabajo hasta la fecha destinado a rasgar las sombras biográficas de nuestro autor.

Galdós escribió poco sobre sí mismo para lo que se hubiese esperado de una de las cumbres de la literatura en castellano y uno de los españoles en vida más reconocidos y populares. Resaltó D’Ors: «Lo que sí hace es, si no escribir acerca de sí mismo, escribir las memorias de todo el pueblo español». Asimiló y admiró a Balzac y a Dickens. Y pronto devoró las obras de Dostoyevski y de Tolstói. En su prosa, siempre, Cervantes. Recuerda Gullón que en «El amigo Manso» «hay párrafos calcados de textos cervantinos; lo considero homenaje explícito, reconocimiento de deuda con el maestro». Y concluye: «Galdós es el gran heredero español de Cervantes; su continuador»

Sufrió la envidia, un mal tan español, y fue derrotado en su primer intento de entrar en la Academia en enero de 1889; ingresó, por unanimidad, en abril. Y nunca consiguió el premio Nobel que rondaba desde 1912. En 1915 estuvo a punto pero fueron miles las cartas desde España que la Fundación Nobel recibió en su contra. Jugaron sus bazas, además de la envidia, sus sucesivas y a veces contradictorias adscripciones políticas y su anticlericalismo. Que Galdós no obtuviese el Nobel es otra injusticia, entre tantas, del sanedrín sueco".




Casa natal de Galdós en la calle Cano, de Las Palmas de Gran Canaria


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[SONRÍA, POR FAVOR] Es viernes, 24 de abril





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...





















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jueves, 23 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Purificación



Un hombre se asoma a su balcón en Madrid. Foto de Kike Para


¿Cómo seremos después de la pandemia?, se pregunta en el A vuelapluma de hoy [Enmienda. El País, 18/4/2020] el filósofo Fernando Savater: Ojalá hayamos aprendido a quejarnos menos y disfrutar más, afirma.

"En mi adolescencia de colegio religioso -comienza diciendo Savater- solían llevarnos a ejercicios espirituales: tres días encerrados en una residencia, sin salidas ni visitas, escuchando homilías sobre las desventajas de morir en pecado y las incomodidades del infierno. Teníamos ratos dedicados a la meditación, a la que nunca he sido aficionado, que yo ocupaba con ocurrentes pensamientos impuros y prácticas nefandas. El objetivo del retiro espiritual era despertar el propósito de enmienda y cambiar —a mejor, claro— nuestras vidas. Conmigo nunca funcionó. En vez de recordar con santo rechazo mi pasada existencia pecaminosa, no veía el momento de salir de la clausura y volver al culpable paraíso.

Ahora vuelvo a estar en un encierro purificador similar: contra malicia, milicia, toca regenerarse. Tampoco creo que surta efecto. Predicadores de ambos sexos nos dicen cómo debemos limpiar nuestras costumbres, abandonar el consumismo, reconciliarnos con la naturaleza que tanto nos ama, renunciar a los caprichos del yo y entregarnos a los deberes del nosotros. Hablan en plural —“debemos cambiar, no podemos seguir...”—, pero es evidente que se refieren a los demás, porque ellos/ellas siempre estuvieron preparados para el santo advenimiento, listos para cuando la plaga les diese la razón. Entonan himnos a lo público, de cuya necesidad es difícil dudar con peste o sin ella, pero abominan de los empeños privados que precisamente ahora se están revelando como indispensables para la salvación social. Si son más tontos, nacen con asas. ¿Cómo seremos después de la pandemia, además de mucho más pobres? Ojalá hayamos aprendido a quejarnos menos y disfrutar más. O como ha dicho Marta Sánchez, pensadora más aguda que Agamben y Zizek: “Espero que no tengamos miedo a ser los de antes”.

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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