martes, 9 de enero de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] Un año menos para el fin del mundo. [Publicada el 09/01/2018]











Sí, el planeta se está calentando, señala en El País el profesor Javier Sampedro, científico y periodista español, doctor en genética y biología molecular e investigador del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid. Y sí, pese a que hay algunos científicos discrepantes, la mayoría de ellos coincide en que una de las causas es la actividad humana, que ya ha provocado un aumento de 1˚C en la temperatura media desde la década de 1870, cuando la actividad industrial empezó a emitir cantidades sustanciales de CO2 y otros gases de efecto invernadero a la atmósfera. Un grado puede parecer una minucia, pero no lo es en absoluto: un grado más causaría, según la mayoría de los climatólogos, una elevación catastrófica del nivel del mar y un aumento del número y la intensidad de supertormentas, inundaciones e incendios como los que ya estamos empezando a ver. El año que acaba significa que tenemos un año menos para prevenir el desastre. Ha empezado la cuenta atrás.
Las noticias que nos deja 2017, sigue diciendo, son pésimas. Tras unos años en los que las emisiones se habían estabilizado, 2017 acabará probablemente con un incremento neto del 2%. Si ya la estabilización era un resultado insuficiente por cualquier criterio que se considere —el CO2 que ya hemos emitido persistirá miles de años en la atmósfera—, un aumento del 2% puede considerarse un fracaso de la política internacional y un mal augurio para las imprescindibles acciones nacionales y locales que deben adoptarse ya mismo. Las cifras son un desastre.
El Acuerdo de París de hace dos años comprometía a casi todos los países del mundo a tomar las medidas necesarias para mantener la temperatura media del planeta “muy por debajo” de 2˚C más que en tiempos preindustriales (recordemos que ya hemos consumido la mitad de ese margen). El cuidadosamente laxo “muy por debajo” se suele interpretar como 1,5˚C, lo que nos dejaría un margen de solo medio grado. La ONU publicó en octubre su informe anual de “desfase de emisiones” (emissions gap), que calcula la diferencia entre el recorte de emisiones deseado (para cumplir los objetivos de París) y el logrado en la realidad. Según los informes presentados por 64 de los 160 países firmantes, esos recortes de emisiones son solo de un tercio de lo necesario.
Con esos números, las proyecciones predicen para 2100 un incremento de 3˚C sobre la temperatura preindustrial. Si ya dos grados supondrían un desastre, tres grados auguran un Armagedón. Mantener las tendencias actuales no es una opción, salvo que la especie humana haya enloquecido y decidido un suicidio colectivo. ¿Qué perspectivas tenemos de recuperar la cordura en el nuevo año que empieza mañana?
En materia de climatología, la noticia política del año ha sido sin duda la retirada del Acuerdo de París decidida en junio por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Estados Unidos es el segundo emisor global, después de China, y el desaliento generalizado que ha producido esa noticia no puede estar más justificado. Sin embargo, las cosas no son tan simples como parecen y hay margen para la esperanza.
Resulta paradójico, por ejemplo, que Estados Unidos no solo mantuviera su delegación oficial en la conferencia de las partes (COP, en sus siglas inglesas) celebrada en Bonn el mes pasado, sino que además enviara una segunda delegación oficiosa de notorio activismo ambientalista. Esta segunda delegación instaló su propia carpa y organizó conferencias de notables ambientalistas norteamericanos, como el gobernador de California Jerry Brown (demócrata), el antiguo candidato presidencial Al Gore (también demócrata) y Michael Bloomberg, exalcalde republicano de Nueva York.
También juegan a favor del planeta los dilatados plazos de la retirada estadounidense de los pactos. Pese a la decisión de Trump, el país sigue legalmente comprometido por los acuerdos firmados por su predecesor, Barak Obama, y lo seguirá estando hasta los próximos comicios presidenciales. Es posible, por tanto, que Trump pierda esas elecciones y que su sucesor revierta su decisión justo a tiempo. Incluso si la Administración de Trump incumple el próximo año su compromiso de informar a la ONU sobre sus emisiones, como desea Trump, la ONU aceptará los informes que le presenten los citados Brown y Bloomberg, según The Economist. Problemas para Trump, alivios para el mundo.
Pese a todo, el inquilino de la Casa Blanca puede hacer mucho daño a los acuerdos internacionales, y seguramente lo hará. Solo con incumplir su aportación financiera al Fondo Verde del Clima (GCF, en sus siglas inglesas), de la ONU, desestabilizará una pieza fundamental del panorama internacional. Ese fondo de Naciones Unidas nació con la intención de transferir 100.000 millones de dólares anuales a los países en desarrollo a partir de 2020, para apoyar su transición a las energías limpias, incluidas unas prácticas agrícolas más sostenibles que las actuales. Este plan es fundamental, porque esos países han condicionado su apuesta por la transición verde a la recepción de las ayudas. Los 100.000 millones parecen ahora inalcanzables, en parte por el impago de Washington.
Las actitudes frente al cambio climático se han convertido ya en un laboratorio político, social y psicológico de primer orden. Un primer aspecto es el geoestratégico: ahora que Estados Unidos se ha retirado de la racionalidad científica, ¿quién puede servir como locomotora del cambio? Lo ideal sería que fuera China, el primer emisor global. Y, exactamente al contrario que en Estados Unidos, los pronunciamientos políticos son allí muy alentadores. En el Congreso del Partido Comunista de octubre, Xi Jinping se llenó la boca de proclamas ambientalistas, como que China iba a “tomar la antorcha” en la lucha contra el calentamiento global y otros epítomes discursivos.
Pero los datos no se avienen. Aunque Pekín, en efecto, ha desmantelado algunas plantas de carbón —tal vez las más contaminantes de las existentes—, parece haberlo hecho más por razones de imagen que por una planificación sostenible, pues en muchos lugares aún no las han sustituido por las alternativas de gas o electricidad que prometió. En los meses más fríos del año, este tipo de estrategias roza lo inmoral. En cualquier caso, la adopción del gas y la electricidad, si llega, no resuelve el problema de fondo: el gas emite, y la electricidad también si se obtiene quemando carbón u otros combustibles fósiles. Las energías tienen que ser limpias desde su misma producción, no sólo durante su consumo.
Este es el mismo problema, por cierto, que se da con los coches eléctricos, de los que China promete ser el mayor consumidor del mundo en los próximos años, y Alemania, su mayor exportador. También en Occidente, cada vez más gente se rasca los bolsillos para adquirir un coche híbrido (eléctrico en ciudad, más bien de gasolina en trayectos largos) o puramente eléctrico. La firma Tesla, fundada por el entusiasta magnate sudafricano Elon Musk para diseñar nuevos coches eléctricos más eficaces, ya cotiza en Bolsa más que General Motors, pese a que sus ventas son todavía muy inferiores a las del gigante americano. Eso quiere decir que los grandes inversores están apostando fuerte por el coche eléctrico.
Pero de nuevo, y aunque es cierto que los coches eléctricos mejorarán mucho la calidad del aire en las grandes ciudades, su beneficio para el clima global dependerá de la fuente de energía primaria que alimenta los enchufes donde se recargan. Si la electricidad que llega a esos enchufes proviene de quemar carbón u otro combustible fósil, como suele ser el caso, solo estaremos exportando las emisiones de las ciudades al campo. Y al mundo, en último término.
El impulso político a las energías renovables es insuficiente, cuando no ausente o hasta contraproducente. En España, por ejemplo, hemos oído muchas veces las razones macroeconómicas para abandonar las iniciativas en pro de la instalación de placas fotovoltaicas en los tejados privados. Pero el caso es que la gente que apostó por esa instalación limpia y renovable se quedó con cara de tonta cuando eso ocurrió y tiene ahora un comprensible cabreo. Los científicos dicen que el poder político infravaloró el potencial de la energía solar. Pero el caso es que nadie parece dispuesto a reparar esa anomalía.
Otro ángulo interesante del cambio climático es la frontera psicológica entre la ética y la pragmática, entre lo importante y lo urgente. Si mandas a los encuestadores a la calle, sabrás pronto que la mayoría de la población está a favor del medio ambiente y en contra de la contaminación. Si en vez de eso te fías de los datos, verás que muchos de esos mismos encuestados conducen sus todoterrenos por el centro de la ciudad y ponen el termostato de casa a 27˚C para poder estar en camiseta de tirantes de canalé en pleno enero. Un dato vale más que mil sondeos de opinión.
Todo esto no hace más que enfatizar la importancia de la ciencia y la innovación tecnológica. Más allá de las cumbres internacionales y las prohibiciones chinas, de las encuestas engañosas y las políticas energéticas, el mundo necesita perentoriamente mejorar su conocimiento de las fuentes de energía y su capacidad para aprovechar la que nos llega del Sol, ya sea en forma de radiación electromagnética, de viento (pues las masas de aire caliente y frío que lo causan se deben al Sol) o de saltos de agua (pues es el Sol quien evapora el agua del mar y la lleva a los nacimientos de los ríos).
También van a ser relevantes las actitudes hacia la energía nuclear. Los accidentes nucleares tienen un enorme impacto informativo, y las actuales centrales de fisión (que rompen átomos muy grandes, como el plutonio y el uranio) generan unos residuos radiactivos de larguísima duración que suponen una hipoteca para las generaciones futuras. Pero si nos creemos de verdad que el cambio climático es un problema no solo importante, sino también urgente, habrá que reflexionar seriamente sobre si nos interesa ahora mismo su desmantelamiento. Porque la energía nuclear no emite gases de efecto invernadero. Un buen dilema para los ambientalistas.
Hay otro tipo de energía nuclear que resultará ideal si los científicos logran domesticarla. Es la energía de fusión, donde dos átomos de hidrógeno (los más pequeños de la tabla periódica) se reúnen para formar uno de helio (el segundo más pequeño). El proyecto europeo ITER está muy avanzado en sus investigaciones sobre esta fuente energética ideal —ni emite CO2 ni genera residuos radiactivos de larga duración— que es exactamente el proceso físico que hace brillar al Sol. Tiene gracia que nuestro futuro energético tenga solo dos salidas: o aprovechar la luz del Sol, o crear un pequeño sol en este planeta humilde.
Hay muchas esperanzas puestas en el presidente francés, Emmanuel Macron, que es todo lo contrario de un climaescéptico y ha creado un Ministerio de Transición Ecológica e Inclusiva, en una cima de grandeur prosopopéyica difícil de superar en estos tiempos convulsos. También las ha habido en Angela Merkel, pero sus nuevos socios de Gobierno pueden ser tan impredecibles como Donald Trump. La colaboración entre Europa y China parece más necesaria que nunca. Entretanto, el termómetro sigue subiendo. Como dijo el clásico: es el tiempo de los héroes, miremos a las estrellas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






 






lunes, 8 de enero de 2024

Del adiós a la clase media

 




Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz lunes. La izquierda no habla de cómo recuperar a la clase media o arreglar el ascensor social en el que sus votantes siguen confiando, escribe en El País la politóloga Estefanía Molina, y eso es porque su visión bebe mucho de esa idea de que ya solo queda un Estado asistencial que dé cobijo en las crisis mediante la revalorización de las pensiones o la inyección de ciertas ayudas, tratando de limar la precariedad o la pobreza, sin ofrecer un proyecto ambicioso más allá. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com










El drama no es solo un sueldo escaso
ESTEFANÍA MOLINA
04 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Un amigo de 34 años quiere irse de Madrid porque sobrevive “con 1.500 euros al mes”. Se ha vuelto un sueldo que se queda muy corto para una persona sola en una gran ciudad, véase Barcelona, donde el alquiler medio se disparó recientemente a 1.200 euros mensuales. Sin embargo, su salario está por encima de lo común en España, y si vuelve al pueblo no encontrará trabajo de lo suyo. Es el estado de nuestro ascensor social: no solo ha reventado para una mayoría, sino que muchos chavales con estudios superiores tampoco lograrán ya nunca ser aquella clase media, hoy tan depauperada.
Sin embargo, nos deleitamos con relatos nostálgicos de superación. Muchos han alabado al ministro de Economía, Carlos Cuerpo, por su historia familiar: de un abuelo que trabajaba en la mina a todo un doctor en su disciplina, que entró un cuerpo de élite de funcionarios del Estado y cobra un merecido sueldo en la actualidad. Otros han defendido la dignidad de las mujeres que fregaron escaleras porque gracias a ellas sus hijos pudieron ir a la universidad. El drama, lo que nadie señala, es que esos casos de éxito no tienen por qué traducirse hoy en un nivel de vida mejor, debido a los bajos salarios en España y la pérdida de poder adquisitivo en la última década.
Asistimos al deslizamiento a la baja de la clase media en la cara de la juventud actual. Está claro que nunca será lo mismo tener estudios que no tenerlos o dedicarse a unos sectores de más valor añadido que a otros. El salario medio entre 25 y 34 años asciende hoy a 22.206 euros brutos al año, según el INE, lo que en muchos lugares da para emanciparse solo si uno tiene pareja, comparte piso, o recibe ayuda de sus padres, justo en esa edad en la que debería formar familia o emprender un proyecto personal. En conjunto, quienes tienen estudios superiores cobran de media 31.773 euros brutos al año. En definitiva, son sueldos superiores a los de la mayoría de ciudadanos, pero cabe preguntarse si son sueldazos, o incluso si resultan suficientes para la vida actual, pese a haber tenido más oportunidades que sus mayores.
Tanto es así, que hubo un estallido en las redes cuando un dirigente del Partido Popular afirmó que las rentas medias y bajas cobran “entre 30.000 y 60.000 euros al mes”. Muchos usuarios le dieron la razón. Que la mitad de los ciudadanos españoles tuviesen en 2021 una renta de 20.500 euros anuales o que 25.540,8 euros brutos fuera el salario medio en 2022 no quiere decir que formen la clase media. Por clase media uno solía entender la autonomía y la capacidad económica para desarrollar el proyecto personal elegido —en solitario o en familia— y darse algún pequeño capricho, o incluso ahorrar, algo a lo que hoy no puede llegar una mayoría. Que solo un 3% de ciudadanos ingresen en España más de 60.000 euros al año no quiere decir que sean ricos per se. De lo que esas cifras hablan, lamentablemente, es de una mayoría de profesionales que no los cobran, pese a tener brillantes currículos, estudios e idiomas.
Y la foto amaga con ir a peor. En una o dos generaciones, cada vez menos jóvenes disfrutarán de los paliativos del cojín familiar. Si un buen número de jóvenes logran aún atenuar su precariedad es gracias a las pensiones de sus abuelos, o las propiedades y el patrimonio que les legan sus padres. Pero pronto habrá muchos menos mileniales o centeniales propietarios, debido a su incapacidad para ahorrar o ser independientes con su propio sueldo. La vivienda será para los eventuales hijos de esas generaciones un flagrante separador de clase, si no lo es ya, porque muchos ya no tendrán nada a heredar, dependiendo de su renta anual, atrapados en un bucle de pobreza o desigualdad.
El caso es que el progresismo está sensibilizado con la precariedad, pero tampoco ofrece un horizonte mejor a largo plazo. Da la impresión de que se ha asumido la implosión del ascensor social de forma irreversible, conformándose ya solo con que la gente no caiga en la absoluta pobreza. El discurso actual de la izquierda gobernante pivota sobre cuestiones esenciales como el salario mínimo o el apoyo a las clases más vulnerables, pero raramente se habla de cómo recuperar a la clase media. Su visión bebe mucho del determinismo posterior al 15-M, de esa idea de que ya solo queda un Estado asistencial que dé cobijo en las crisis mediante la revalorización de las pensiones o la inyección de ciertas ayudas, tratando de limar la precariedad o la pobreza, sin ofrecer un proyecto ambicioso más allá. Y es que tener un trabajo no resulta hoy garantía de una vida suficiente, por mucho que celebremos los datos de crecimiento del empleo.
Tampoco es que la derecha tenga un programa más esperanzador. Si su buque insignia es Isabel Díaz Ayuso, solo se puede esperar un negacionismo de la pobreza que afirma que hablar de justicia social solo sirve a la confrontación, o bien, comulgar con el fomento de la desigualdad mediante regresivas bajadas de impuestos. Ese mismo PP que ahora alude a las clases medias tampoco impidió su hundimiento durante la crisis de austeridad. Si la alternativa es Vox, su palmarés pasa por llamar cobradores de “paguitas” a los ciudadanos que han caído en la vulnerabilidad o fomentar la desprotección del trabajador. Sin embargo, muchos ciudadanos aún compran la pulsión liberal en Europa porque prefieren entregar su vida a la ilusión de un futuro incierto que asumir la certeza de la precariedad estructural.
Aunque el problema podría ser mucho peor: que más jóvenes decidan emigrar, como está pasando ya. Un informe del BBVA cifra en 154.800 millones de euros el valor del capital humano perdido en España en 2022, debido a la emigración a otros países de personas en edad de trabajar, un 40% más que en 2019, el año anterior a la pandemia. Cada vez que uno de mis amigos me pregunta si vuelven a España desde Copenhague, Londres o Berlín le sugiero que no: cobran mejor allí donde están y concilian más. Aunque el drama siempre puede ser peor: que pese a recibir un sueldo “privilegiado” en España, uno tuviera que sobrevivir o la política no ofreciera alternativas al regreso de la clase media —si es que no está pasando ya—. Estefanía Molina es politóloga.


























[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Remendar la Constitución? [Publicada el 29/12/2017]












Los españoles fuimos libres e iguales, pese a los carlistas, durante la vigencia de las constituciones liberales que construyeron un Estado centralizado a imagen y semejanza del Estado francés. Así fue desde la Constitución de Cádiz y sigue con las de 1845, 1869 y, sobre todo, durante el gran periodo de vigencia de la Constitución de 1876. Y seguimos siendo iguales, pero ya no libres, durante la Dictadura de Primo de Rivera y nuevamente libres pero ya no tan iguales con la Constitución de 1931 que inventó las regiones autónomas, dando la espalda al modelo francés. Y dejamos de ser libres, ¡y de qué manera!, aunque volvimos a ser iguales, por mantenerse el centralismo precedente, durante el nacionalcatolicismo del general Franco. Después, la Constitución de 1978 nos hizo de nuevo libres pero profundamente desiguales al introducir los derechos históricos y privilegios forales y una profunda descentralización. Dicho más claramente: cambiamos el modelo francés y liberal patrio por el sueño carlista, escribe en El Mundo el profesor Ramón Parada, uno de los más insignes administrativistas españoles, catedrático de Derecho Administrativo de las Universidades de Barcelona, Complutense y UNED.
A ese diseño descentralizado y foral, continúa diciendo Parada, debemos una desigualdad fiscal, otra en el nivel de prestación de los servicios públicos de educación y sanidad, en el acceso al funcionariado autonómico, municipal y docente, menosprecio del sentimiento nacional español en aras de los subvencionados sentimientos regionales, pérdida de una lengua común oficial; amén de haber creado, entre otros males (duplicidad de competencias, sobrecostes, insufrible conflictividad interterritorial ante el laberinto de la financiación autonómica), una enmarañada y desigual legislación autonómica fuera de límites constitucionales que afecta gravemente a la seguridad jurídica y, por ende, a la unidad del mercado y a la inversión extranjera, de modo que, salvada la distancia, retornamos al austracismo del siglo XVII. Y por si fuera poco, a esa "inocente descentralización" también debemos el problema de Cataluña. 
Así que, aunque desiguales como nunca en los dos últimos siglos, libres sí que somos los españoles; tan libres, tan libres que ya es posible, haciendo escarnio de la Constitución y atropellando el Estado de derecho, seccionarse por regiones con retransmisión en directo en el mundo entero y salir del trance como si nada hubiera ocurrido, permitiendo a los protagonistas de la secesión optar de nuevo a los mismos cargos de que se sirvieron para perpetrarla. Y en esta andábamos cuando un grupo de ilustres catedráticos de Derecho, de cuya sapiencia y desinterés puedo dar fe, sin el menor diagnóstico histórico, obviando el virus descentralizador como origen etiológico de la patología institucional que padecemos, tiran de recetario y en 10 folios dan con una nueva solución constitucional para resolver la enfermedad catalana de la incomodidad constitucional. En substancia, nos proponen: aclarar (?) y reforzar las competencias del Estado, ¡sin decir cuáles!, y remitir a las comunidades autónomas la aprobación de sus constituciones particulares o estatutos; y, a mayores, como premio a los recién secesionistas, una consulta o referéndum solo para catalanes sobre una ley de Cataluña que adapte el Estatuto, lo reforme y mejore; incluso simultáneo con otro referéndum en el que se pronuncien todos los ciudadanos del Estado, pero únicamente sobre la adaptación de la Constitución al nuevo modelo de organización territorial. En resolución, se trata de combatir la patología descentralizadora con más descentralización, y no menos, de la prevista en la Constitución de 1978. Lo de siempre: apagar el fuego con gasolina, obviando que el profundo y tenaz fervor religioso que arrastra desde hace siglos a los separatistas catalanes a la secesión no terminará con un remiendo más descentralizador a la Constitución vigente, como acaban de proclamar a todos los vientos sus candidaturas en las recientes elecciones, sino, como la Historia ha documentado reiteradamente, manteniendo a ultranza la legalidad vigente con derrota del independentismo; y que ya no tiene, ni debe, ni puede ser como en los siglos XVI y XVII y el 6 octubre de 1934 (ante una cruenta rebelión contra la República, bastante antes de la de Franco, en julio de 1936), militar, pero sí judicial y diplomática en toda regla; e inevitable, pues la alternativa es el escarnio y la desarboladura del Estado de derecho. Estamos ante una tragedia nacional, cuyo precio, no nos hagamos ilusiones, pagaremos todos los españoles, tan culpables como los catalanes por haber caminado durante cuarenta años por la senda descentralizadora sin parar mientes, a la vista de sus evidentes patologías, en las experiencias y advertencias del pasado.
Advertencias como las que formuló Montero Ríos, también catedrático de Derecho y con inestimables trienios de servicio público (Ley Orgánica del Poder Judicial, matrimonio civil, amarga firma del Tratado con Estados Unidos tras la derrota de Cuba, etc.) y que siendo Presidente del Gobierno, en 1905, frente a la modesta descentralización territorial que Maura pretendía y ante la misma cuestión catalana afirmaba: "El pueblo catalán en su inmensa mayoría es correcto, es leal, es patriota; es un pueblo que puede aspirar a cuantas libertades en el orden administrativo y económico entienda que le conviene con el mismo derecho, con la misma legitimidad, con la misma libertad que todos los demás pueblos de la península española, pero siempre que esa aspiración esté encerrada en un cuadro inflexible, en el cuadro de la unidad de la Nación española, de la personalidad del Estado español. Nada que directa o indirectamente contraríe esa unidad y esa personalidad, puede ni este Gobierno ni creo que ningún español tolerar". En esta argumentación insiste Montero en el Senado, el 28 de enero de 1909, en el debate sobre el Proyecto de Ley de Mancomunidad de Diputaciones, ya aprobado, el 5 de junio de 1912, por la Cámara Baja, en aplicación de la tímida descentralización maurista: "Se me requiere", dijo entonces, "para preguntarme qué juicio me merecía eso que se llama el nacionalismo, que ha venido a proclamarse esta tarde ante el Senado español y tengo que decir que el nacionalismo es contrario a la Constitución del Estado que no admite más que una Nación, cuyos representantes según la Constitución misma, no son representantes de Cataluña, de Asturias ni de Galicia, no son representantes de ésta o de aquella otra región, son representantes únicamente de la Nación española. No hay otra nacionalidad, no puede haberla, porque ello sería incompatible con la unidad constitucional de la España moderna. ¡Nacionalistas! Tengo la completa seguridad de que ni mi partido, ni ningún otro, no profesa, no profesará jamás ideas semejantes; pero si las profesara yo dejaría de ser liberal, yo no pertenecería a ningún partido político, para ser español, siempre español, y defensor de la unidad de mi patria. Al fin se han aclarado ya esas nebulosidades con que la opinión pública se extraviaba; al fin ya sabemos a lo que se aspira; al fin ya sabemos que lo que se quiere es constituir Cataluña en una nación, que por ser nación tenga derecho a su independencia a su propia soberanía". Montero dimitiría, en 1913, de la Presidencia del Senado ante la inminente aprobación de la Mancomunidad de las Diputaciones catalanas, el remiendo de entonces para comodidad de los nacionalistas y origen de la moda descentralizadora en las Constituciones de 1931 y 1978, así como de la recreación de la Generalidad de Cataluña. De seguro que ante éste remiendo constitucional que ahora postulan sus colegas de este siglo, don Eugenio, levantando los brazos, exclamaría: ¿Más descentralización, más desigualdad entre los españoles? ¡No, gracias! Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



 







domingo, 7 de enero de 2024

De la izquierda pagafantas

 








Hola de nuevo. Y de nuevo a todos feliz domingo. La prensa de derechas saluda con buenas palabras y muestras de alegría el nuevo partido no nacionalista impulsado por el abogado Guillermo del Valle, escribe en El País el periodista Idafe Martín Pérez, un abogado que ha estado en el entorno de la extinta UPyD de Rosa Díez, que fundó un laboratorio de ideas llamado El Jacobino y que después inscribió en el registro de partidos del Ministerio del Interior una nueva formación política llamada Izquierda Española. Sean felices, por favor. O al menos no dejen de intentarlo. HArendt. harendt.blogspot.com









Izquierda pagafantas
IDAFE MARTÍN PÉREZ
04 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Les voy a contar un cuento. Había una vez un abogado, Guillermo del Valle, que había estado en el entorno de la extinta UPyD de Rosa Díez, que fundó un laboratorio de ideas llamado El Jacobino y que después inscribió en el registro de partidos del Ministerio del Interior una nueva formación política llamada Izquierda Española. Aseguraba que defendía “los derechos y libertades de todos, sin importar el código postal”, pues buscaba “eliminar los privilegios concedidos a los nacionalistas y revisar el modelo territorial”, porque “los nacionalistas son lo opuesto a la solidaridad”. Alrededor de la estrella de Izquierda Española gravitaban exfiguras del socialismo que en los últimos años habían defendido lo mismo que la derecha, como Nicolás Redondo Terreros. También el expulsado de Ciudadanos Francisco Igea, quien cuando pudo virar Castilla y León hacia un Gobierno de izquierdas después de tres décadas de gobiernos de derechas prefirió mantener a la derecha en el poder, o la exsocialista y actual eurodiputada de Ciudadanos Soraya Rodríguez.
El partido no había aparecido todavía en ninguna encuesta, pero la cobertura mediática de su registro había sido masiva y la prensa reaccionaria solo tenía buenas palabras. Digitales que estaban más cerca de Vox que del PP aplaudían con ganas. Ya era raro para ser un partido de izquierdas, aunque tal vez los medios ultras se fijaran más en el adjetivo “española” o en que su líder tenía entre ceja y ceja, sobre todo, al PSOE. Era una izquierda distinta, que criticaba más a las izquierdas que a las derechas, un artefacto que hablaba como UPyD y caminaba como UPyD, que de tanto alejarse del nacionalismo periférico olía a nacionalismo centralista, diferente variante de la misma enfermedad. Una izquierda de derechas o izquierda pagafantas, si creemos las muestras de alegría de las tropas fachosféricas.
A uno se le ocurre que si registras un partido llamado Izquierda Española y al día siguiente Carlos Alsina, reputado por ser un duro entrevistador, sobre todo con dirigentes políticos de izquierdas, te da un masaje, habrás creado un partido español, sin duda, pero para lo que hace décadas se llamaba la Brunete mediática y que ahora resumimos en fachosfera, en realidad has creado un artefacto que apoye a las derechas.
Los digitales ultras se liaban un poco cuando intentaban definir al partido de Guillermo del Valle. Decían, como The Objective, que era una “izquierda no nacionalista”. Querían decir que era un partido que no pactaría con nacionalistas periféricos, porque desde su atalaya nacionalista española no les entraba en la cabeza que pudiera haber un nacionalismo español, centralista.
Antonio Naranjo, columnista del digital El Debate y locutor en el programa de Carlos Herrera en la cadena Cope, cuyas columnas denotan más cercanía con Vox que con el Partido Popular, escribía el martes en X que el nacimiento de este partido era una “buena noticia” y que su dirigente Guillermo del Valle buscaba “intentar que España tenga una izquierda seria”. Naranjo alegrándose por el nacimiento de un partido supuestamente de izquierdas era un contorsionismo circense. Su digital daba por hecho que la nueva formación política era “una alternativa al PSOE” y que “al fin surge en la izquierda una voz dispuesta a dar la batalla por sus posiciones tradicionales”. Como si en El Debate tuvieran la mínima simpatía por posiciones “tradicionales” de la izquierda.
Miguel Ángel Aguilar escribía en Vozpópuli que Izquierda Española brinda “a los electores la opción de la que tantos venían sintiéndose huérfanos”. Daba a entender que hay una bolsa de votos supuestamente de izquierdas que no tienen padre ni madre, que, por lo tanto, no vendría a competir con el PSOE, como creía El Debate. Aguilar ya encomienda al nuevo partido una labor ingente, casi imposible para una formación recién nacida. Ni más ni menos que evitar “la balcanización de la península Ibérica”. El uso del término “balcanización” para hablar de pactos de la izquierda con los nacionalistas es pinturero, pero en realidad solo demuestra ignorancia sobre la historia balcánica de las últimas décadas. Aquellos conflictos dejaron crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y crímenes de genocidio, más de 200.000 muertos, campos de concentración y millones de desplazados internos y refugiados internacionales. Idafe Martín Pérez es periodista.













De los otros españoles

 








Hola de nuevo. Y de nuevo a todos feliz domingo. Ignorar las tensiones que crea la inmigración es un error, pero son solo una parte y no la principal de lo que representan los nuevos ciudadanos, comenta en El País el escritor Jordi Amat, y su incorporación al mercado laboral, a la vez, reduce la brecha laboral entre mujeres y hombres. Y son esos equilibrios los que posibilitan buscar la cohesión de una sociedad en transformación. Sean felices, por favor. O al menos no dejen de intentarlo. HArendt. harendt.blogspot.com











Los otros españoles
JORDI AMAT
07 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Con el cambio de siglo, el paisaje demográfico en España empezó a adquirir una nueva tonalidad. Si hasta el año 2000 la población inmigrante no representaba ni el 5%, en 2022 llegó a ser del 15%. Esta transformación ha sido tan considerable porque no se ha circunscrito a un único ciclo económico, los tiempos de vino y rosas del boom de la construcción y la burbuja financiera. Durante el año anterior a la pandemia había llegado tanta inmigración a España como en el pico de la primera década del siglo: si en 2007 tuvimos casi un millón de nuevos habitantes procedentes del extranjero, en 2019 fueron 900.000. Esta dinámica, cuyo principal acelerador es hoy la reagrupación familiar y de origen latinoamericano, no cambiará. Las proyecciones del Instituto Nacional de Estadística prevén que se sumará a la población española un saldo neto de medio millón de personas por año. A pesar del crecimiento natural negativo, dada la estructural fecundidad subterránea, en una década seremos unos cinco millones más. Nuestro país, cuyo tardío acceso al bienestar en parte fue posible gracias a la emigración a países europeos más desarrollados, es lo que nunca había sido en su historia contemporánea: un país de acogida de inmigrantes internacionales.
Como constata el International Migration Outlook 2023 de la OCDE, presentado a finales de octubre, el paisaje demográfico en España ha cambiado con mayor rapidez que en otros países. Pero ya nos ocurre lo que a otros. “En muchos países de la OCDE, la migración de tipo permanente fue mayor en 2022 que en cualquiera de los 15 años anteriores. Este fue el caso de Canadá y Nueva Zelanda, y de muchos países europeos de la OCDE (por ejemplo, Bélgica, Dinamarca, España, Finlandia, Francia, Irlanda, Luxemburgo, Países Bajos, Reino Unido y Suiza)”. Esa progresión continuará, y los expertos reiteran que no existe la fórmula perfecta para dar respuesta a esta realidad compleja. Ignorar las tensiones que crea es un error, porque surgen las condiciones para simplificar la realidad focalizándola en la inmigración irregular, la inseguridad en barrios pobres o problemáticas derivadas del reto de la integración. Así se inocula el miedo a una ciudadanía que siente que vive en una Europa en declive y que puede desear, en la falaz lógica nacionalpopulista, que en la globalización sea posible un repliegue para blindar en el mar y las fronteras un bienestar menguante. Y no. Las tensiones existen, pero son solo una parte y no la principal de lo que representan los nuevos españoles. Escuchar su testimonio, tan poco presente en la conversación pública, protege de la tentación xenófoba. También entender cómo evoluciona el paisaje demográfico y cuáles son las consecuencias de la incorporación de los otros españoles al mercado laboral.
Señalan las investigadoras Adsera y Valdivia en el citado informe que el comportamiento de las familias inmigrantes en la procreación desempeña un papel más limitado de lo que tendemos a pensar en el contexto del envejecimiento de las sociedades occidentales. Hay diferencias, pero no tan relevantes. Aunque en 2021 el primer hijo de las mujeres nacidas en el país se tenía de media a los 32,1 años y las nacidas en el extranjero los tenían a los 29, con el tiempo la conducta reproductiva tiende a converger con el patrón dominante en el país de acogida. Pero, como certifican diversas investigaciones, el volumen de mujeres inmigrantes supone una contribución indirecta y significativa en la natalidad. Allí donde políticas sociales y familiares están poco desarrolladas, donde los servicios de cuidado infantil son escasos (el informe señala a Italia y a España), el empleo de mujeres migrantes en los servicios domésticos y de cuidados facilita la reincorporación al trabajo tras el parto de las madres con alto nivel educativo. Sin esas otras españolas, gracias a que en muchos casos compartimos idioma, la conciliación sería aún mucho más complicada. Y su incorporación al mercado laboral, a la vez, reduce la brecha laboral entre mujeres y hombres. Son esos equilibrios los que posibilitan buscar la cohesión de una sociedad en transformación. Jordi Amat es escritor.










De las cosas de los que se han ido

 







Hola de nuevo. Y de nuevo a todos feliz domingo. Nadie puede saber de verdad, si no lo ha vivido, lo que es dejar atrás, por desplazamientos no voluntarios, los objetos cuya presencia da forma a una vida, comenta en El País el escritor Juan Gabriel Vásquez, pero ese desarraigo brutal está ocurriendo en todas partes, con distintos carices y magnitudes distintas, a veces en la intimidad y a veces en grandes escenarios, a veces a individuos que conocemos y a veces a multitudes sin rostro, y un día sólo quedará, como noticia de esas vidas, el rastro de sus cosas abandonadas. Sean felices, por favor. O al menos no dejen de intentarlo. HArendt. harendt.blogspot.com











Las cosas de los que se han ido
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
07 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

La fotógrafa venezolana Fabiola Ferrero, que ha explorado con sus fotos la debacle de su país, me habló hace unas semanas de Mairín Reyes, y desde entonces no he podido sacarme esa anécdota escueta de la cabeza. Esta mujer se gana la vida visitando las casas que sus compatriotas venezolanos han dejado atrás al irse del país: son familias de clase media, por lo general, que salieron en su momento de Venezuela con la convicción o la esperanza del regreso, y no cerraron su vida pasada, sino que conservaron sus propiedades y creyeron que un día volverían a ellas. Miles, decenas de miles, hicieron lo mismo; miles creyeron lo mismo también. Con los años se dieron cuenta, sin embargo, de que el regreso a su país destrozado era imposible, y es entonces cuando llaman a Reyes y le piden que se haga cargo. Ella visita las casas abandonadas después de muchos años, y hace un catálogo detallado de las cosas: de todas las cosas, desde un llavero para puertas que ya no existen hasta los álbumes con las fotos de los abuelos inmigrantes, esos italianos —es un ejemplo— que llegaron a principios del siglo XX para buscarse una vida mejor.
Cuando ya ha terminado una tabla de Excel, Mairín Reyes habla por videollamada con la familia que ya no volverá y pregunta por el destino de cada una de las cosas: regalarla, donarla, venderla, tirarla a la basura. Su método es estricto. Organiza ventas de garaje para rescatar algo de dinero de la catástrofe, y hasta puede que se encargue también de la venta de la casa. Fabiola Ferrero ha fotografiado esas ventas, esas copas de cristal que tal vez valgan algo todavía, ese dinero olvidado que es lo que menos vale. En una de sus fotos, rodeado de penumbra, se ve un cajón oscuro en el cual relumbran las monedas. Al parecer, todas las casas tienen un lugar semejante: un cajón donde se guardaban las monedas por el principio inviolable de que el dinero no se tira, hasta que las crueldades de la hiperinflación terminaban por dejarlas sin el más mínimo valor. Entonces se quedan atrás, objetos desprovistos de poder alguno, y tal vez algún día valgan como curiosidades; pero dudo mucho que lleguen a coleccionarse como se coleccionan los viejos billetes cubanos que el Che Guevara, director del Banco Nacional de Cuba, solía firmar en los albores de la Revolución.
He contado muchas veces en privado lo que cuento aquí, y cada vez me pregunto por qué me ha impresionado tanto el oficio de Mairín Reyes —al mismo tiempo práctico y emocional, notarial y melancólico—, más allá de la precisión sin melodrama con que ilumina las vidas individuales contrariadas por las fuerzas de la política. No es algo infrecuente en la América Latina de los últimos años. No puedo no pensar, por ejemplo, en lo que ha contado varias veces el escritor Sergio Ramírez, que también ha sido expulsado de su país: no por culpa de una economía destrozada por la corrupción, la incompetencia y el populismo desquiciado, sino por la persecución implacable de un déspota que lo ha tenido siempre entre ojos. A finales de 2021, Sergio Ramírez se enteró de que el régimen de Daniel Ortega preparaba su arresto —inventando sus acusaciones absurdas, echando mano de esos delitos que sólo existen en las dictaduras—, y tuvo que salir de su casa y de su país de un día para el otro. Lo dejó todo atrás, pero lo que más le dolió fue su biblioteca enorme, esos miles de volúmenes que son la biografía sentimental de un escritor: La comedia humana que le compró a un librero de Clermont-Ferrand, y que sus amigos llevaron a Nicaragua durante varios meses de viajes privados; los libros firmados con dedicatorias irrepetibles por colegas que ya han muerto; el ejemplar especial del Quijote para el cual hizo construir un atril de madera que le acababan de entregar cuando tuvo que huir al exilio. Desde entonces, el dictador Ortega no lo ha dejado en paz: no solo le ha robado su casa, sino que le ha quitado la nacionalidad nicaragüense y hasta ha anulado su título universitario, pero de nada habla Sergio Ramírez con tanta melancolía como de sus libros perdidos.
Un reportaje de Al Jazeera contaba por estos días la historia de Yasser, un profesor universitario del norte de Gaza, que escapó hacia el Sur al tercer día de la guerra, dejando atrás una casa que le tomó 15 años construir. Al volver, tan pronto como lo permitió el cese al fuego, la encontró convertida en escombros; y desde allí, desde las ruinas de cemento y vigas de hierro, hablaba de lo que le había pasado. Otros como él daban sus declaraciones frente a las cámaras, siempre desde los lugares que fueron los suyos, sentados sobre los restos de la destrucción, frente a un fuego improvisado en una lata. “Perdí todos mis libros”, dice un niño de 11 años, “y me hace falta mi cama”. Su padre, o un hombre que debe de ser su padre, describe el lugar para la cámara, y sin apenas mover las manos, más bien con ligeras indicaciones de la cara, va diciendo: “Ahora estamos en la cocina. Eso era la nevera, eso era el horno”. El reportaje no nos ahorra el cliché de la muñeca rota en medio de los restos, y a mí, por lo pronto, me alegra que no lo haga: nos corresponde a nosotros imaginar (o intentar hacerlo) la vida que no hemos visto, la vida que está detrás de la imagen vista tantas veces.
Nadie puede saber de verdad, si no lo ha vivido, lo que es dejar atrás las cosas cuya presencia da forma a una vida. Puedo abrir nuevamente el cajón de los clichés y decir que cada cosa es una memoria, y no por manida la idea es menos cierta: el problema de los clichés es que lo son por haber sido verdades muchas veces con anterioridad. Pero el asunto va más allá de eso, como lo intuye cualquiera, pues las cosas abandonadas significan desplazamientos humanos que nunca son voluntarios, aunque en algunos casos parezcan decisiones que se toman; la realidad es que son vidas que alguna fuerza más o menos irresistible ha expulsado de algún lugar, y en eso nuestro siglo, todavía tan joven, ya es horrendamente pródigo. Hace unos meses, leyendo el Informe final de la Comisión de la Verdad, que es el documento encargado de hacer el balance del conflicto colombiano (pero “balance” es una palabra hipócrita), me encontré con la cifra espeluznante de 730.000 desplazados por la violencia, y me costó una fracción de segundo caer en la cuenta de que la cifra era la de un solo año crítico. Fueron millones a lo largo de décadas, como son ya millones los venezolanos que han emigrado, como son millones también los hombres y mujeres y niños anónimos que las guerras de este siglo han condenado a una vida distinta de la que escogieron o planearon. Ese desarraigo brutal está ocurriendo en todas partes, con distintos carices y magnitudes distintas, a veces en la intimidad y a veces en grandes escenarios, a veces a individuos que conocemos y a veces a multitudes sin rostro, y un día sólo quedará, como noticia de esas vidas, el rastro de sus cosas abandonadas. Juan Gabriel Vásquez es escritor.












De una cultura contracultural

 







Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz domingo. Hay voces a quienes las instituciones deben dotar de riego y cuidados, pues cada vez va tornándose más difícil pensar a contramano, en mitad de la precariedad e inestabilidad que nos afecta, escribe en El País la investigadora cultural Azahara Palomeque, voces que, como plantas trepadoras, actúan en las grietas, progresivamente echan raíces y derriban un muro. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt








Por una cultura contracultural
AZAHARA PALOMEQUE
04 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Escribo esta tribuna con gran congoja por el fallecimiento repentino de Francisco Merino Cañasveras, natural de Castro del Río (Córdoba), el pueblo de mi madre y el mío. Pienso en el dolor que debe estar atravesando en estos momentos a sus allegados, más aún durante las fiestas que nos envuelven; pero, sobre todo, fundamente que se haya marchado una persona inteligente desde la humildad que, tras jubilarse después de varias décadas trabajando de camionero en Cataluña, regresó a su tierra para enriquecerla mediante una incansable labor como escritor. Porque Paco —así lo llamaban sus amigos— fue uno de esos migrantes del sur sin apenas escolarización que retornó, y lo hizo cargado de ideas y una inquietud que le llevó a publicar diez libros donde escudriñó los archivos del anarquismo andaluz, recogió testimonios de los vencidos de la Guerra Civil; en definitiva, hiló textos alineados con la memoria histórica, cuando el concepto ni siquiera existía. En nuestra última conversación, hace unos días, apuntaba tranquilo: “yo no bebo, ni fumo; mi dinero lo he gastado en publicar cosas que casi nadie sabía”, con poco o nulo apoyo institucional. Si una cree mínimamente en el destino, hallará un significado especial a su muerte: el infarto le sobrevino mientras presentaba su nueva novela.
La biografía de Paco, que transcurre prácticamente en el anonimato, es tan local como nacional. Representativa de una tradición libertaria latente en forma de lo que algunos denominarían acción criptorroja, alude a un empecinamiento encomiable por contar la historia desde paradigmas alternativos a los hegemónicos, esos que tan huérfanos han dejado a una porción de la población pues, hasta cierto punto, la democracia se ha articulado sobre los cimientos discursivos promovidos por el franquismo, y de esos lodos nacen muchos de los problemas que atenazan a la praxis política de nuestro país. Si, en un primer período, el dictador se valió del mito de las dos Españas y un presunto cainismo que nos conduciría genéticamente a la aniquilación del vecino, comenzando en los años sesenta del siglo XX las soflamas a favor de la manida “reconciliación”, paseada bajo el eslogan de los 25 años de paz, consiguieron enraizar en el imaginario colectivo, de manera que la exigencia del mínimo acto de justicia restaurativa se considerase una afrenta nacional. Esa “paz” mal entendida —ya que se levanta sobre un sufrimiento inenarrable— siguió perpetuándose durante la Transición, y hasta hoy pueden leerse sus variantes desmigadas en placas que homenajean a represaliados por el régimen, o en los carteles del mismísimo Belchite, ruina monumental del olvido y una victoria dictatorial sin concesiones. Un pueblo hambriento y privado de derechos puede ser pacífico; su situación seguirá siendo igualmente aciaga.
En los últimos tiempos, ha brotado una corriente de ficciones (literarias, cinematográficas…) cuyo énfasis en las víctimas del heterogéneo bando republicano intenta devolverles cierta dignidad; sin embargo, ese destello del cadáver sobre el vivo, o de la aflicción sobre la reparación, a veces arrumba una comprensión más compleja de los fenómenos que fomente, en la actualidad, valores democráticos. Que buena parte de la ciudadanía continúe identificándose con principios autoritarios responde, parcialmente, al fracaso de nuestras políticas culturales a lo largo de lustros, lo cual tiene consecuencias directas en el funcionamiento de las instituciones y, entre otras cosas, en el calibre de una oposición al Gobierno de la que es imposible esperar ningún pacto de Estado. De ahí que los relatos derivados de la contienda erróneamente bautizada como fratricida —de quién eran hermanas las potencias internacionales involucradas— sean cruciales también ahora: no se trataría exclusivamente de revivir las “batallitas del abuelo”, sino de mejorar la articulación de la democracia. Más allá de la lid, rescatar las experiencias de los exilios en figuras que apenas permean nuestras conciencias —Max Aub, Luisa Carnés, entre tantos otros—, aprehender su interacción con los territorios de acogida y forjarnos así un mapa geopolítico diacrónico, o liberar a la Transición de su adjetivo “modélica” a partir de la recreación imaginativa de las luchas vecinales o del antiotanismo ayudaría a remediar unas carencias culturales cada vez más peligrosas a la luz de una derechización global marcada por un contexto de crisis que precisa, urgentemente, de grandes consensos frente al aumento del malestar social y su potencial instrumentalización fascista.
Hacer cultura debe pasar por incluir un gran número de voces alternativas, emergentes y consagradas; por valorizar lecturas heterodoxas y no tanto los volúmenes que el o la influencer de turno haya colocado en su estantería; por resucitar de ultratumba lo que un día fue contracultural, desde la poesía de Patricia Heras hasta los estudios flamencólogos de Antonio Orihuela, sin renunciar a las reflexiones conservadoras de los arrepentidos del franquismo, como Dionisio Ridruejo. El tiempo que se ha perdido no lograremos recuperarlo, pero tal vez la instauración de un tejido poroso, donde quepa la diversidad y el disenso cordial, nos permita vislumbrar un futuro más halagüeño, ese anhelo que alimentó la tarea autodidacta de Paco. Este señor antes de conducir un camión fue obrero en una fábrica textil, y me explicó detenidamente los miles de litros de agua que emplea cada prenda en su confección: “¡una locura! ¡y todavía no se ha hecho nada al respecto!”. Quizá lo más sorprendente de su pensamiento fuese esa habilidad para integrar las reivindicaciones de antaño con las contemporáneas, esta vez en lo que se refiere a la sequía, gestionada de forma nefasta, que asola nuestras regiones. Su ecologismo nos habla de la necesidad de una educación medioambiental orientada a menguar la adherencia masiva al consumismo y la destrucción acelerada de la biosfera, cuyos regalos van escaseando. Para ello, de nuevo, es apremiante elaborar un corpus narrativo lleno de cosmovisiones otras que expanda un margen de posibilidad hoy limitado a la distopía.
Entre la memoria tan restrictiva y la falta de fábulas que se adecúen a las emergencias reinantes, hemos visto cómo una nación, Estados Unidos, es incapaz de saldar las deudas con el racismo en que se funda y toda demanda por la igualdad se transforma en insulto, materializado en la palabra woke. Una mala traducción del término se utiliza ahora en España por parte de una derecha que suma su raquítica tradición democrática al colonialismo cultural proveniente del país norteamericano, aunque del otro lado también se pueda recobrar la obra de la bióloga Rachel Carson, autora de un libro capital sobre el daño causado por los pesticidas, Primavera silenciosa; las novelas y ensayos del activista negro James Baldwin; la literatura chicana; o el legendario mitin ofrecido por Bobby Kennedy contra el PIB, medidor falaz del bienestar. Voces incómodas que un día alcanzaron una gran repercusión en la conquista de derechos; voces que, como plantas trepadoras, actúan en las grietas, progresivamente echan raíces y derriban un muro; voces a quienes las instituciones deben dotar de riego y cuidados, pues cada vez va tornándose más difícil pensar a contramano, en mitad de la precariedad e inestabilidad que afecta a quienes nos dedicamos a esa cosa llamada cultura. Porque, si no se cuenta con un soporte básico, la docilidad está asegurada, y con ello la pervivencia de lo (indeseable) mismo. Bien lo sabía Paco, que sólo pudo abrazar completamente las letras tras la jubilación. RIP, compañero. Azahara Palomeque es escritora.