Mostrando entradas con la etiqueta Nacionalismos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Nacionalismos. Mostrar todas las entradas

lunes, 6 de marzo de 2017

[A vuelapluma] Narcisismos políticos





El nacionalismo explica pasado y presente en términos reconfortantes y expresa el egoísmo colectivo. Su triunfo es inevitable. Del emparejamiento entre nacionalismo y democracia espero lo peor. Veremos muchos Trump y muchos Le Pen, dice el historiador José Álvarez Junco en un reciente artículo titulado El relato narcisista.

¿Quién me iba a decir a mí, comienza diciendo, que acabaría por conocer Vietnam? ¿Qué vendría de visita turística y estaría en buenos hoteles internacionales, todo en inglés, incluso con pinitos de español, rodeado de gente amable, que busca su propina con atenciones y sonrisas? Vietnam era, para los contestatarios de los años sesenta y setenta, el pueblo austero, heroico, de gente diminuta pero fibrosa, el David matagigantes, el verdugo del imperialismo yanqui, la prueba viviente de la vulnerabilidad del “sistema”. Los jóvenes izquierdistas del mundo entero pronunciábamos la palabra “Vietnam” con unción sacra, como nuestros mayores habían pronunciado, 30 años antes, la palabra “España”.

Pero hoy todo se ha disuelto en ese gran cuento de hadas de la memoria histórica nacional, añade. En el vocabulario de nuestro guía no figuran términos como colonialismo, imperialismo, lucha de clases o proletariado internacional. Sólo sabe que el heroico pueblo vietnamita, a base de valor, ingenio y tenacidad, derrotó al mayor ejército del mundo. Lo mismo que nos recitaban a nosotros en relación con el pueblo español y el ejército napoleónico. Así, como héroe patrio, veo momificado a Ho Chi Minh, a quien rinden honores soldados tan impasibles como él, mientras otros vigilantes llaman la atención a turistas irrespetuosos que llevan, por ejemplo, las manos en los bolsillos.

Curiosamente, dice más adelante, esta aureola heroica —y de eso me entero ahora— sirve a los vietnamitas para ser una potencia regional y hacer marcar el paso a sus vecinos. Y entre estos últimos, naturalmente, su imagen no es tan buena. Los vietnamitas son quienes mandan en Camboya, nos explica el guía camboyano, que no puede verlos ni en pintura. Hay que escuchar con atención a los guías, porque son adictos al opio nacional y renuncian a toda originalidad o profundidad para atenerse a los tópicos más aceptados. Quienes dirigieron las masacres de Pol Pot, sigue diciéndonos (y se refiere a las mayores atrocidades del siglo XX, tras las de Hitler y Stalin, sin alterar su seductora sonrisa), no fueron camboyanos, sino vietnamitas, con el propósito de anular la identidad del país y apoderarse de él. Me viene a la cabeza otra visita a Corea del Sur, donde no dejaron de martillearme con las atrocidades de los japoneses; los coreanos sólo habían sido víctimas. No digamos en Polonia o Hungría, donde los autóctonos se creen puro objeto de abusos y masacres, sin culpa alguna por su parte, a manos de alemanes primero y rusos, después. O el Museo de Historia de Cataluña, donde ya se sabe de dónde proceden todas las maldades y quién es mero sujeto sufriente, cuya única culpa es aferrarse a su identidad milenaria. No hablemos de las versiones unilaterales del complejo conflicto palestino que uno escucha en una visita a Israel. Y mi recorrido mental conduce inevitablemente a Donald Trump, que gana elecciones a base de confirmarle al americano rural lo que este ya sospechaba: que los mexicanos les roban el trabajo, como los chinos saquean sus ideas industriales o los europeos se aprovechan de ellos para que les salga gratis su defensa.

El nacionalismo, en fin, continúa diciendo, absorbe y borra cualquier otro relato épico, que siempre suscitará mayores discrepancias que el suyo. La revolución rusa de 1917, en cuyo centenario estamos, empezó por ser narrada como una gesta proletaria y una dictadura de clase, pero acabó reorientada por Stalin y fagocitada por la épica nacional, en la que el episodio central es la Gran Guerra Patria, cuando Rusia derrotó, a costa de millones de vidas, al ogro nazi. Y hoy Putin puede integrar en un relato unitario las glorias de los zares con la hazaña estalinista y sus propias ambiciones como gran potencia. También De Gaulle se las arregló, en Francia, para distorsionar el recuerdo de un periodo humillante y conflictivo, durante el cual el país había sido derrotado fulgurantemente por su rival secular y a continuación se había dividido y un sector había colaborado con los invasores; en vez de eso, explicó que los traidores habían sido la excepción mientras la práctica totalidad del país mantenía tenazmente la resistencia; versión que cerraba las heridas, satisfacía a todos y dejaba intacto el honor nacional, por lo que se impuso de manera inmediata; Francia pasó a ser una de las cinco potencias triunfadoras y entró en el Consejo de Seguridad con derecho a veto. Malabarismos parecidos hizo Italia, tras las dos guerras mundiales, para conseguir consagrar una historia que les colocaba, sin claroscuros, entre los vencedores.

En la revolución antiabsolutista inglesa en el siglo XVII, sigue diciendo, el programa parlamentario triunfó gracias a su fusión con la tradición y la identidad inglesas. Lo que en realidad ocurrió fue una guerra civil, porque en la isla había muchos católicos y muchos monárquicos absolutistas, pero los revolucionarios se las arreglaron para presentarlo como un enfrentamiento entre los verdaderos ingleses y los renegados papistas y proespañoles; en cuanto se impuso esa versión, tuvieron la batalla ganada. La propia Francia también convirtió su gran revolución de 1789, iniciada con algo tan universal como una declaración de los derechos “del hombre y del ciudadano”, en una hazaña del pueblo francés, único capaz de liberarse de despotismos; lo cual les llevó a proclamarse superiores y a arrogarse el derecho a enseñar a los demás el camino de la libertad; y por tanto a integrarles, quisieran o no, en su imperio. Incluso Fidel Castro evolucionó en la justificación de su régimen desde el socialismo hasta el “¡Patria o muerte!”, el orgullo de ser los únicos capaces de oponerse al arrogante yanqui.

En las escuelas de los países latinoamericanos, señala, todavía se enseñan las guerras de la independencia como gestas populares, unánimes, inspiradas por ideales de liberación y progreso, contra la arcaica y tiránica España; lo cual oculta los aspectos de división interna, colaboración de buena parte de las élites criollas con la metrópolis o pasividad de la población indígena, que sin embargo cualquier historiador solvente reconoce hoy. Claro que la propia España rehízo igualmente su historia del conflicto napoleónico prescindiendo de sus aspectos guerracivilistas, los amplios apoyos que José Bonaparte halló entre las élites, su triunfal viaje por Andalucía en 1810 o el protagonismo de las tropas de Wellington en todas las batallas decisivas. De eso no se habla. Fue el heroico pueblo español, solo y desnudo, pero henchido de ardor patrio, el que hizo morder el polvo al mayor general de la historia.

El nacionalismo, en suma, explica pasado y presente en términos reconfortantes, tranquiliza y consuela a quienes se alimentan con él, concluye el profesor Junco. Expresa el egoísmo y el narcisismo colectivos. Su triunfo es, por eso, inevitable. Entre los necesitados de simplezas, habría que añadir. Pero los necesitados de simplezas, ay, son mayoría, y la mayoría decide las elecciones. Del emparejamiento entre nacionalismo y democracia espero lo peor. Veremos muchos Trump y muchos Le Pen.



Narciso y Eco (John William Waterhouse, 1849-1917)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3360
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 7 de noviembre de 2016

[Historia] ¿Comprender el nacionalismo?, ¿por qué tendría que hacerlo?



La diosa Clío, musa de la historia


Decía Hannah Arendt, y cito de memoria, que hay que pensar para comprender y comprender para actuar... Hace unos semanas le comentaba a una buena amiga, hablando de los nacionalismos "periféricos" españoles (eufemismo para definir a los independentistas), esos que ahora, de repente, parece "comprender" mejor el exsecretario general socialista Pedro Sánchez, que mi antinacionalismo era más visceral que racional. Su respuesta, sensata, fue que me gustaran o no, los nacionalismos y los nacionalistas estaban e iban a seguir estando ahí, donde están ahora.. Vale, lo acepto; pero sigo detestándolos: a los nacionalismos periféricos, a los étnicos, a los identitarios y, quizá, aunque no esté muy seguro, hasta al nacionalismo español. ¿Por qué? Pues no lo sé, con sinceridad, pero no puedo con ellos, sobre todo cuando se autoreivindican como ombligos del mundo. A pesar de todo intento comprenderlos aunque no me gusten, pero hasta ahora reconozco que sin mucha fortuna. Ni siquiera a pesar de la recomendación de mi admirada Hannah Arendt de pensar para comprender.

El profesor Josep M. Fradera, catedrático de Historia Contemporánea e investigador ICREA en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, publicaba en el último número de Revista de Libros una reseña crítica del libro Dioses útiles. Naciones y nacionalismosdel también reputado historiador José Álvarez Junco. 

Para mí, con todos los respetos para los que piensen lo contrario, considero que el nacionalismo (y el populismo, que será objeto de mi entrada de mañana martes), son los cánceres que corroen Europa y el futuro de los europeos. Por eso no me gustan; por eso los detesto.

Si alguien ha influido en nuestra comprensión del nacionalismo español contemporáneo, dice el profesor Fradera al inicio de su reseña, éste es sin duda José Álvarez Junco. Tras una fructífera trayectoria estudiando movimientos sociales como el republicanismo o el anarquismo en trabajos de gran mérito, como el de sobra conocido que dedicó a Alejandro Lerroux o los anteriores sobre la ideología y cultura del anarquismo español, Álvarez Junco nos entrega ahora un nuevo libro sobre la nación y el nacionalismo en España y en el mundo. En este sentido, Dioses útiles es una nueva aportación sobre un fenómeno sobre el que el autor ya sentó cátedra para un caso particular con Mater Dolorosa (2001), una contribución esencial a la historia de la formación nacional española en el siglo XIX. Casualidades de la vida, quien firma esta reseña ya escribió también en Revista de Libros la correspondiente a aquella obra. Ahora, quince años después, me corresponde comentar una nueva entrega del autor, la puesta al día de sus ideas acerca de la formación nacional y el nacionalismo, pero esta vez no sólo en España, sino como problema general y en el mundo. Una apuesta arriesgada que Álvarez Junco resuelve de manera muy satisfactoria, con claridad, concisión y buen estilo.

El esquema del libro, sigue diciendo, es fácil de compendiar. Incluye cuatro partes muy distintas que se entrelazan en una narración sostenida hasta un final que, para mí, no es tal, puesto que el libro merecía una reflexión de conjunto. Conociendo la capacidad polémica del autor, se echa en falta una reflexión final sobre los usos y abusos de aquellos «dioses útiles» en el debate político y constitucional contemporáneo, en particular en el español, un debate en el que Álvarez Junco participó activamente en fecha todavía reciente. Pero volvamos al esquema del libro. La primera parte es un ágil resumen acerca de las maneras en que es pensado el nacionalismo desde las ciencias sociales. En la segunda se analizan algunos casos particulares de construcción nacional, naciones y nacionalismos europeos y no europeos, desde los ejemplos de Inglaterra, Francia, Alemania y España hasta las periferias europeas, como el imperios de los zares y el turco-otomano y, finalmente, los casos de las colonias europeas en América, empezando por los Estados Unidos y siguiendo con las antiguas colonias de los dos países ibéricos. La tercera se concentra en el caso español, en el que Álvarez Junco es un reputado especialista, como ya se ha dicho. La cuarta y última parte se dedica a otros nacionalismos en España, a «identidades alternativas a la española», porque así se formula en el libro.

Esta división del libro en cuatro grandes capítulos, añade, es coherente con ideas defendidas por el autor a lo largo de su trayectoria precedente. En este sentido, no creo ser injusto si trato de sintetizar el esquema interpretativo de Álvarez Junco a costa de muchos matices del modo que sigue. El énfasis de la argumentación se sitúa en la capacidad de los grupos dirigentes de cada uno de los casos analizados para tejer –con la ayuda, por lo general, de las cohortes eclesiásticas o intelectuales del momento– un conjunto de referencias, símbolos y lenguaje de lo nacional para legitimar así, dar cohesión, al marco esencial de soberanía contemporánea, que no es otro que la «nación». Donde antes se imponía el culto a la monarquía o dinastía, ahora se impone el culto a la nación, con rituales cívicos que, inaugurados con entusiasmo en el París revolucionario, se reproducirán con menor carga revolucionaria pero idéntica intención por Europa y el mundo en el momento en que la vieja legitimidad cede el paso al nuevo culto colectivo. Este esquema debe mucho a un momento decisivo en las ciencias sociales: el conocido viraje del año 1983 de la mano de libros seminales de Eric Hobsbawm, Ernest Gellner y Benedict Anderson. Con matices y diferencias notables entre ellos, los tres autores citados entendieron la nación y el nacionalismo como un fenómeno contemporáneo, congruente con la política de masas y la quiebra de los valores tradicionales que sustentaron a las monarquías de antaño. Esta simple afirmación desafiaba de partida la sólida estructura de las historias nacionales, una visión retrospectiva sólidamente establecida desde el siglo XIX que permite interpretar cualquier dato del pasado en el marco de una teleología que conduce de manera inexorable a la nación. Es la suma de esta determinación derivada del pasado presentado de esta forma y su representación en símbolos artísticos y literarios, en rituales repetidos una y otra vez –el plebiscito cotidiano en detrimento de la veracidad histórica al que se refirió Ernest Renan–, la que concedió y concede legitimidad en las sociedades contemporáneas. Una legitimidad, importa señalarlo, inédita hasta muy tarde en el siglo XVIII. Es el nacionalismo el que articula a la nación y no a la inversa, como podría suponerse si esta fuese algo dado, un constructo aportado por antepasados que le dieron forma sin apenas proponérselo. La paradoja que explicita con toda razón Álvarez Junco radica en la impermeabilidad de la cultura de la nación y los nacionalismos en presencia de la crítica modernista de la nación y de la falaz presentación de sus precedentes, la pertinaz defensa y reinvención constante de las historias nacionales como marco de conocimiento ineludible del pasado, al que otras facetas del mismo deberán doblegarse para ser fagocitadas en su seno. En este punto, Dioses útiles muestra con su existencia misma la pertinencia del esfuerzo sostenido del autor, la paradoja de un rigor hermenéutico que se sabe de entrada derrotado en el espacio cívico. Volveré sobre este punto.

El paso inexorable de los años, continúa diciendo, permite apreciar tanto la trascendencia de la desmitificación que se propone como las insuficiencias manifiestas de lo que convino en conocerse como teoría modernista de la nación y el nacionalismo. Algunas de ellas pueden detectarse en el libro que comentamos. Mencionaré tres limitaciones, a mi parecer, del modelo explicativo que propone el autor. Por este orden: los problemas de las visiones top-down que se sitúan en el fondo de la interpretación modernista antes mencionada y en la forma en que la plantea Álvarez Junco para su presentación de los casos históricos que maneja con mayor atención; la mala resolución que me parece apreciar, en segundo lugar, del problema de las identidades «nacionales» y «regionales» complejas, aquellas que sintetizan elementos que no son reducibles a una sola identidad operativa y reconocible; finalmente, y en tercer lugar, la nula o escasa percepción de la relación entre formas nacionales e imperiales, puesto que, por más esfuerzos que uno haga para pensar que 1848 fue la primavera de los pueblos, la organización imperial siguió dominando el mundo tras el ocaso de los imperios monárquicos con las revoluciones atlánticas de 1780-1830. La era de las naciones fue al mismo tiempo la era de formación de los grandes imperios mundiales. Uno y lo mismo, aunque este desarrollo en paralelo plantea problemas conceptuales para quienes no disponemos de soluciones contrastadas.

La primera apostilla, dice más adelante, se refiere a la esencia misma del viraje de 1983 al que antes nos referimos. La idea de que las naciones son una construcción que se proyecta desde lo alto de la pirámide social y cultural tiene muchos visos de verosimilitud. Además, la experiencia se lo confirma cada día al estudioso, obligado como está a contemplar el espectáculo ininterrumpido de cada Administración, estatal o regional, por convencer a los propios de la antigüedad y solidez de las referencias culturales y simbólicas que los identifican. Peccata minuta, Otto von Bismarck demostró, sobre la base de las reformas de sus antecesores prusianos Karl Freiherr vom Stein y Karl August von Hardenberg tras la derrota de Jena, que una construcción pensada y planificada desde arriba era viable, incluyendo en ello el sufragio universal masculino. El modelo al que nos referimos no es, por tanto, incorrecto, pero tiene límites: suponer que los receptores recibirán este mensaje con el beneplácito o con la inconsciencia de almas puras. Y, en efecto, si esto podría valer para generaciones de incautos escolares atrapados por el discurso patriótico o religioso imbuido por sus poco escrupulosos tutores o maestros, es un modelo que presenta muchas dudas y no pocas incertidumbres cuando se trata de poblaciones adultas, sometidas a otros estímulos y sujetos a múltiples necesidades. Otro ejemplo en este punto: una excelente historiador de la revolución francesa Peter McPhee mostró cómo los paisanos del Roussillon catalán, en Colliure en especial, seguían y practicaban con entusiasmo y conocimiento los rituales inventados en París a pesar de que sólo los enviados de otros lugares y algún marino entendían la lengua oficial.

Es esta consideración más amplia, señala el profesor Fradera, la que explica los límites de aquel impulso nacionalizador desde arriba, que sin duda existió y que persiste inasequible al desaliento en la tarea de fabricar españoles, franceses, estadounidenses o lo que sea. La misma continuidad de aquel esfuerzo educador, su aparente éxito, muestra también sus límites. La educación patriótica no puede interrumpirse jamás, puesto que esfuerzo tan enorme y repetido no se imprime, como señalábamos, soplando sobre barro virgen: se imprime sobre conciencias receptivas a impulsos múltiples, originados en otras ámbitos de la vida social. Esta consideración puede formularse como paradoja: el arraigo de símbolos e imágenes representativas de la nación se proyectó sobre poblaciones fuertemente movilizadas por razones sociales, reactivas por ello a aceptarlas sin más; al mismo tiempo se proyectó sobre poblaciones en espacios marginales, poco socializadas, lejanas o reacias a los patrones culturales que las vehiculaban. Resulta casi innecesario referirse en este punto al caso francés, donde desde muy pronto el proyecto nacional y ciertas ventajas sociales se dieron la mano, fabricando dinámicas que explican la rápida difusión de la simbología revolucionaria de la escarapela tricolor junto con los árboles de la libertad y demás. En este caso, el problema sigue siendo comprender al mismo tiempo las coaliciones contrarias a aquel proyecto –vandeanos y legitimistas–, comprender su capacidad simbólica blanca y cristológica, refractaria al proyecto nacional que entonces emerge y en el que al final se sumergirá para condicionarlo. El «francés» sujeto nacional no existe, obviamente, hasta muy tarde en el siglo XIX, como muy bien señala el autor, y esto explica la lógica del esfuerzo estatal sostenido, la sostenida violencia simbólica que se ejerció sobre generaciones de individuos cargados de historia y nexos sociales. Sí existió la tradición republicana, apoyada en el uso continuado del capital simbólico acuñado en los años de la Gran Revolución y enriquecido en décadas posteriores por las ventajas sociales –el «pacto republicano», en expresión de Gérard Noiriel– que facilitaron la aceptación del proyecto un siglo después.

Las mismas consideraciones, sigue diciendo, podrían hacerse, con elementos y cronología distinta, para el caso español. Es el caso de los levantamientos de arraigo liberal –las bullangas barcelonesas que, desde el verano de 1835, desbarataron la sucesión monárquica sin cambio político efectivo– y con otros nombres en las grandes ciudades españolas, donde se entremezclan la autonomía popular (el igualmente imaginado «pueblo» de los liberales) y los proyectos sociales y de nación de los liberales en sus distintas expresiones. Es la percepción de proyecto colectivo aquello que da sentido al patriotismo liberal que muchos comparten. Verlo así facilita comprender los ritmos y grados de aceptación de la fabricación simbólica que se propone desde arriba con mayor o menor acierto. Pero Álvarez Junco tiene razón al poner el énfasis en el poder de los símbolos y en el esfuerzo institucional sostenido para convertirlos en referencia colectiva. Es la conexión entre ambos planos –la autonomía relativa de los movimientos sociales y la referencia constante generada por intelectuales y asociaciones de la sociedad civil– el factor que explica los niveles de recepción, aceptación y las variantes de manipulación de símbolos, imágenes y rituales. Y, por la misma razón, sus límites manifiestos en muchos casos.

Vayamos a la segunda cuestión, añade. Las historias nacionales sobre las que Álvarez Junco construye algunas de las mejores páginas del libro pugnan siempre por el valor de la exclusividad. Da grima referirse de nuevo a la teleología implícita en el nos ancêtres les gaulois, por obvia y repetitiva, pero sin duda es esta la base de la educación del sujeto nacional, al que, para más lustre, se le llama «ciudadano», un concepto que, como tal, no aparece hasta muy tarde y tras muchos procesos de reformas. Si afirmamos su teleología básica, entonces se nos plantea de inmediato un problema: identificar la transformación de identidades anteriores sociales o territoriales en aquella superior –la nacional– que se afirma tardíamente y con la artificiosidad implicada en la «invención» de las referencias que le dan sentido y cierta corporeidad. Imaginar que en los mundos precedentes a las sociedades modernas la lealtad monárquica llenaba por entero el espacio social sería una temeridad. La tradición jurídica y las formas de acceso a la propiedad o al uso de los bienes productivos, las mismas estructuras corporativas –gremios y oficios, cofradías y sociedades benéficas, milicias armadas o de vigilancia– y el uso de las lenguas particulares o las versiones particulares de religión y cultura, forjaban sin duda identidad territorial e identidad de grupo. Por esta razón, una de las cuestiones más delicadas de las versiones modernistas de la génesis del nacionalismo contemporáneo es explicar la integración o desintegración de aquellas modalidades asociativas del pasado reciente en la nueva mística de la nación que, para más inri, siempre supone una reclamación de exclusividad por el imperativo de la invocada «soberanía nacional». El problema se torna aún más complejo cuando aquellas formas alcanzaron en el pasado forma de «nación histórica». Olvidemos por un momento la península ibérica y pensemos, pongamos por caso,  en Polonia, como podríamos citar los casos de Escocia o Irlanda. Es esta la cuestión que plantean Timothy Snyder en The Reconstruction of Nations. Poland, Ukraine, Lithuania and Belarus, 1569-1999 (2004) o Larry Wolff en The Idea of Galicia. History and Fantasy in Habsburg Political Culture (2012), cuyo objetivo se sitúa precisamente en explicar el encaje entre el pasado operativo y la lógica nueva de la nación, y de la nación en competencia con otras, en el marco de imperios vecinos con los casos polaco, lituano y ucraniano en el punto de mira. La invención de la nación y de sus referencias básicas no se produce nunca sobre tabula rasa de identidades no sólo sociales, sino nacionales en sentido premoderno. Incluso para el exitoso caso francés –una referencia inevitable–, los trabajos recientes de Anne-Marie Thiesse –citada por Álvarez Junco– sobre las pequeñas patrias y el regionalismo en el hexágono plantean una perspectiva nueva desde la que observar la Gran Nación. No se trata, obviamente, de una lucha de nación contra nación, del darwiniano unas ganan y otras pierden, siempre tan tentador, sino de añadir variables a un proceso que todavía no conocemos bien. En esta delicada cuestión, el matiz importa. Aquello que se refiere a las «naciones históricas», a la identidad local y comarcal, debe ser introducido en el análisis para explicar las razones que condujeron a su asimilación o que forjaron reacciones contrarias duraderas. Lo que sí sabemos es que, en ocasiones, identidades duales, múltiples, ensambladas –se las llame como se las llame– perduraron durante mucho tiempo, a modo de peldaños en la historia de la construcción nacional o coadyuvantes de su fracaso. Ciertamente, un planteamiento de esta índole no puede gustar al nacionalismo grande o a un protonacionalismo en curso, pero no son los idearios políticos los que deben guiarnos en la construcción de los modelos y explicaciones propios de las ciencias sociales. No se trata de historia au-dessus de la mêlée, sí de una historia que debe pugnar por mantener las normas y las reglas del debate científico, su libertad innegociable, en definitiva. Resultaría absurdo hacer reproches a quien más arriesgó para desentrañar las falacias de la historia nacional. Ninguno de nosotros dispone de la solución a estos problemas.

Es curiosa la resistencia de un segmento muy amplio de la historiografía española que se ocupa de estas cuestiones, continúa diciendo, a marginar de una reflexión de conjunto el factor imperial. Álvarez Junco lo introduce de refilón, raramente como un elemento conformador genuino que se entrelaza con los aspectos que hasta aquí hemos tratado. Sobre este punto podrían decirse muchas cosas, pero me limitaré a ofrecer una lista de objeciones que remiten, en última instancia, a Dioses útiles, aunque resultarían válidos para otros muchos excelentes trabajos que sufren de una limitación parecida. La primera objeción cae por su peso. La heredera de pleno derecho de las monarquías de los siglos XVII y XVIII no fue la nación sin más en muchos y relevantes casos: fue la nación con imperio o el imperio con nación en su interior. Fue así en el caso de los grandes ejemplos que se citan: Francia, Gran Bretaña o Inglaterra; Estados Unidos (su expansión continental obligó a complejas operaciones coloniales a lo largo de un siglo, por lo menos hasta 1898, cuando se cierra una primera fase del proceso), Alemania y los países ibéricos. Aquí la cuestión no es el tamaño ni el momento ni el éxito de sus empresas coloniales: la cuestión es el modelo. Vayamos al caso español: si las Cortes de Cádiz apelan a los españoles, es a los de «ambos hemisferios», como de nuevo vuelve a suceder en el Trienio Liberal. Si de algo discuten a mediados de siglo es del problema enorme en Cuba, donde, además, la España nacional que la incluye y excluye al mismo tiempo se enzarza en una guerra de diez años (1868-1878), y de nuevo en otra en los años 1895 y 1898, cuando un proyecto nacional fallido a ambos lados del Atlántico sucumbe a sus propias contradicciones y al empuje o cierre de otro proyecto nacional e imperial genuinamente americano. ¿Cómo podemos seguir discutiendo de la España del siglo XIX como si fuese la del siglo pasado, encerrada (relativamente) en sus fronteras, ajena a la lógica imperial (nacional) que condujo a las dos guerras mundiales? La España del siglo XIX no es sólo una nación, del mismo modo que la Castilla o los reinos de la Corona de Aragón de los siglos XIII al XVIII no fueron sólo reinos medievales sin más, al margen de la enorme construcción imperial que empieza entonces y se sostiene, empequeñeciendo, hasta el siglo XX. Esta última observación puede parecer una concesión a las dedicaciones de quien firma la reseña. No es así.

El fondo del problema, dice más adelante, se encuentra en otro lado. Aquellas identidades subalternas, regionales, primigenias, anteriores a la nación madura, florecieron en el magma que fueron los imperios monárquicos y las naciones con imperio. Su dimensión, el ethos imperial mismo, el divide et impera que los sostuvo durante siglos, abrió una brecha que permitió a escoceses, canadiens, irlandeses, bretones, marselleses provenzales y pieds-noirs, vascos, catalanes y otros tantos, definir sus identidades específicas en la transición a la nación contemporánea. Tampoco en este punto las ciencias sociales han resuelto muchos problemas interpretativos, pero sí han aprendido que el marco de interrogación es más amplio que el que antes encaraban las historias nacionales. En el citado viraje de 1983, el año en que se publicó la compilación The Invention of Tradition, los ensayos de Terence Rangers y David Cannadine (que debe mucho al libro The Sense of Power. Studies in the Ideas of Canadian Imperialism, 1867-1914, de Carl Berger, en el que se sostiene que la renovación del imperio victoriano tardío se origina en sus dominions, en Canadá en particular) pusieron los puntos sobre las íes para una consideración atenta de las conexiones entre el espacio metropolitano de la nación y sus obligaciones fuera. Una referencia más no sobrará en este contexto. Unos pocos años después, en 1989, C. A. Bayly terminaba el prefacio del renovador Imperial Meridian. The British Empire and the World, 1780-1830 con estas palabras: «Por encima de todo, el imperio debe verse no sólo como una fase crítica en la historia de las Américas, Asia y África, sino en la creación misma del propio nacionalismo británico».

Conviene atender a aquellas conexiones si resulta que, además, La Habana, San Juan y Manila (en menor escala) estaban pobladas por españoles que participaron en las experiencias políticas de acomodar el viejo Estado monárquico a las nuevas exigencias de la nación, señala el profesor Fradera. La nación española del siglo XIX es, en esencia, un delicado equilibrio sostenido por el eje Barcelona (Valencia) - Madrid (Valladolid) - Cádiz (Málaga) - La Habana (Santiago). Es en estos nodos donde se decide el futuro colectivo, aquel que después se comunicara y transmitirá a los demás, aquel que se recubre con el manto único de nación española, pero que se interpreta desde realidades muy diversas. No por casualidad, el llamado «incondicionalismo» español que nace en Cuba, en la coyuntura que abre la Gloriosa (1868), es la primera manifestación de exasperación nacionalista, el origen de tantas cosas. Su importancia reside en que, al igual que había sucedido en las guerras carlistas, no sólo se manejan argumentos ideológicos o culturales, sino que se movilizan, además, tropas y recursos para afirmarlos en el terreno de los hechos. Es allí, en Cuba, donde por vez primera se pone en discusión la continuidad de la provincia como ente administrativo perfecto para el control desde arriba, ante el desafío que significa la división multiplicada de la isla. Y es allí donde se discute igualmente la figura autocrática del capitán general/gobernador: militar, por supuesto. La derrota de 1898 no es un acontecimiento más y se sitúa, por ello, en el origen mismo de las elucubraciones sobre la pérdida de «pulso» nacional, de tanta importancia en la cultura española del primer tercio del siglo XX. Hay diferencias que importan: el 1871 francés, la dolorosa derrota de Luis Napoleón Bonaparte, fue ante la gran potencia emergente de la Europa del último tercio de siglo; la española de 1898 fue en la manigua cubana frente a un movimiento descolonizador (con ayuda de Estados Unidos). El «hasta el último hombre; hasta la última peseta» de Cánovas del Castillo, formulado de otra forma en las Cortes, no se refería sólo a mantener unos intereses, sino a mantener la idea misma de integridad nacional construida paso a paso a lo largo del siglo, con España como nación a la vez europea y americana. Era una bofetada anunciada desde el Congreso de Berlín de 1885, en el que, a pesar de estar muy orientado hacia asuntos africanos, España formó parte del grupo de países invitados básicamente a observar. Insisto: la metáfora centro/periferia no sirve para extrapolar lo que sucede en la capital, del centro castellano de la Monarquía al resto. Si la nación como cultura y la soberanía nacional como fundamento político tienen alguna lógica y una fuerza enorme es por su voluntad unitaria y abarcadora: el abrazo del oso. Todos estaban, entonces, en el mismo saco. A no ser que claudiquemos antes las visiones sesgadas y parciales que aportarán los nacionalismos excluyentes del siglo XX.

No es este en absoluto, concluye su artículo el profesor Fradera, el discurso que marca el tono de Dioses útiles, ni la flexibilidad que le permite su concepción modernista, constructivista, del nacionalismo moderno. Una lectura atenta de este libro impide recaer en aquello de que España es una de las naciones más antiguas de Europa o pretender que el destino de los españoles viene marcado por alguna particularidad especial de sus antepasados. Lo mismo valdría para sus competidores peninsulares, tan distintos al parecer y tan iguales en su obcecación. De tanto mito de los orígenes y de tanta invención interesada no queda nada después del riguroso ejercicio hermenéutico que se propone sobre la génesis del nacionalismo contemporáneo, reforzado, además, con el vasto ejercicio comparativo que se incluye para ilustrarlo. Además, nadie podrá acusar al autor de «haberse pasado al moro» o, para el caso, trabajar para otra bandera que no sea la de la ciencia social. José Álvarez Junco nos sitúa una vez más en el lugar preciso en que debemos discutir y razonar desde las capacidades interpretativas propias. Es por ello por lo que, desde una admiración añeja, me atrevo a poner en negro sobre blanco algunas apostillas a esta nueva y brillante aportación del autor de Mater Dolorosa.


Manifestación nacionalista en Canarias



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




Entrada núm. 3012
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 16 de septiembre de 2015

[Política] Sobre la reforma de la Constitución. Tres opiniones distintas





Viñeta de Forges


Esta entrada es continuación premeditada y alevosa de la del pasado día 9, titulada "Sobre la reforma de la Constitución. Cuestiones previas". Y si aquella se centraba sobre todo en las cuestiones previas de procedimiento que deberían abordarse a la hora de plantear cualquier posible (y deseable y necesaria) reforma de la Constitución de 1978, esta de hoy se centra ya en cuestiones más concretas. Por ejemplo las que han planteado en estos días tres personalidades del mundo académico, político y profesional: Joseba Arregi (1946), ensayista y exconsejero del gobierno vasco; José María Ruiz Soroa (1947), abogado y exprofesor universitario; y Gabriel Tortella (1936), economista e historiador.

El artículo de Joseba Arregi se titula, también, "Cuestiones previas". Fue publicado en el diario El Mundo el pasado día 1 y comienza diciendo que desde el momento en el que el PP parece haber asumido la necesidad y la posibilidad de la reforma de la Constitución -aunque últimas voces parecen restringir dicha posibilidad-, todo apunta a que en la próxima legislatura los partidos políticos presentes en la cámara de los diputados van a tratar de buscar los acuerdos necesarios para iniciar el proceso de alguna reforma constitucional. Pero la imperiosa necesidad de reforma, que para muchos es evidente, viene acompañada de la distancia insuperable que parece existir entre las distintas propuestas de reforma que se manejan en los distintos partidos. Y pudiera ser que el fruto de tanto debate al final no sea otro que el de una nueva frustración colectiva, algo que debiera evitarse a toda costa.

Para ello no estará de menos analizar y tratar de aclarar, sigue diciendo, algunas cuestiones previas. La primera, rememorar en qué consiste la constitución de una comunidad política o nación política, que para él es transformar lo que es una realidad histórica contingente y particular, por medio del sometimiento al imperio del derecho, en una comunidad política, superadora de contingencias e identidades culturales particulares, y por ello tendencialmente universal. 

La segunda de las cuestiones previas para que cualquier proceso de reforma de la Constitución pueda tener visos de éxito, añade, es reconocer que todos los que participan en el acuerdo básico constituyente son acreedores a la misma legitimidad democrática. No tiene sentido proceder, dice, a una reforma de la Constitución, a consolidar la nación política ya constituida, si uno de los partidos básicos del sistema desconfía radicalmente de la fidelidad constitucional del otro partido básico, y si éste cae permanentemente en la tentación de negar legitimidad democrática al primero.

La tercera cuestión previa consiste en deslindar lo que debe entrar en el proceso de reforma y lo que no, y tener muy claro lo que implica que una determinada cuestión entre o no entre en la reforma: lo que el Estado nunca puede hacer, y lo que el Estado no puede dejar de hacer.

El segundo artículo al que hago referencia, el de José María Ruiz Soroa, se publicó el pasado 14 de agosto en el diario El País bajo el título de "Iguales y diferentes", y se inicia con una rotunda declaración de principios cuando dice que conviene no perder de vista que el reto del presente no es tanto el admitir que España es plurinacional como el tomar conciencia, con todas las consecuencias, de que igual o más plurinacionales son las naciones que reclaman su reconocimiento. Se ha instalado en el discurso público acerca de la reforma constitucional del sistema territorial, dice, una especie de falsa alternativa, la que pretende contraponer la exigencia de igualdad ciudadana con la constatación bastante obvia de que las partes que componen eso que llamamos España son diferentes entre sí, en algún caso muy diferentes, tanto en lo histórico como en lo político, en lo cultural como en lo institucional. Por eso, el dogma políticamente correcto de los reformistas es el de que igualdad sí… pero respetando la diferencia. Esa pretendida dicotomía entre igualdad y diferencia, añade, es en términos directos y claros, un error conceptual craso, ya que el antónimo de la igualdad no es la diferencia, sino la desigualdad. Y el contrario de la diferencia no es la igualdad sino la homogeneidad. Por lo que contraponer igualdad y diferencia como si fueran vasos comunicantes, de manera que a más de una menos de la otra, es un dislate.

Igualdad y diferencia, continúa diciendo, son conceptos que pertenecen a lenguajes diversos. El de diferencia es un término descriptivo, que hace referencia a una realidad empírica: las personas, y las regiones también, son muy diversas entre sí en muchos de sus rasgos vitales. En cambio, la igualdad que proclaman las leyes pertenece al lenguaje normativo: no pretende describir un hecho, sino prescribir un concreto tipo de trato. Cuando la ley dice que todos los ciudadanos somos iguales no pretende describir una realidad, ni pretende convertirnos de facto en seres homogéneos idénticos unos a otros, sino que enuncia un valor: a pesar de que somos de hecho diferentes, debemos ser tratados todos por igual, con arreglo a una norma universal que abstrae cualquier diferencia contingente. La garantía de la diferencia como hecho se encuentra, añade, en la igualdad como derecho: podemos ser empíricamente diferentes, ajustar nuestra vida a los valores y pautas culturales que deseemos, precisamente porque todos somos tratados por igual en lo público, sin tomar esas diferencias como criterios normativos que exigieran un trato desigual por el mero hecho de existir. Es de observar, dice, que la diferencia que se proclama hace siempre referencia a lo colectivo, mientras que la igualdad lo hace a lo individual: la diferencia la poseen los pueblos y las tierras mientras que la igualdad es una exigencia (sobre todo y ante todo) de ciudadanía. Mientras las personas no se vean discriminadas en su estatus ciudadano básico, ningún reparo puede ponerse a cuanta diferencia quiera encontrarse en los marcos colectivos en que habitan.

Las regiones, comunidades, Estados o naciones componentes de España —aplique el lector el nombre a su gusto— dice, pueden ser todo lo diferentes que la historia o la voluntad de sus habitantes les hayan hecho, pueden tener un idioma vernáculo y un Derecho Privado o Público propio, una institucionalidad tradicional u otra: esto es un hecho que no se puede sino respetar. Pero todos sus habitantes deben ser tratados con el criterio de la igualdad en sus derechos como ciudadanos: ninguna persona puede ostentar más o mejores derechos que otra por el solo hecho de ser vecino de uno u otro lugar. Puede ser diferente pero no puede ser privilegiado. 

Es irónico, concluye su artículo, que quienes más invocan la diferencia o diversidad como título para desconocer la igualdad ciudadana son precisamente quienes más porfiadamente se hacen los ciegos ante la diversidad interna de su propia nación, o emprenden costosas políticas de construcción nacional para acabar con ella y lograr una sociedad culturalmente homogénea. Por eso, planteado correctamente, el reto del presente no es tanto el admitir que España es plurinacional como el tomar conciencia, con todas las consecuencias, de que igual o más plurinacionales y diversas son las naciones que reclaman su reconocimiento, por lo que no puede entregarse a las élites locales la competencia exclusiva y excluyente para reconstruirlas como si fueran densas y homogéneas bolas de billar. Ninguna sociedad moderna lo es ni puede ya llegar a serlo.

El tercer artículo al que hago referencia, el de Gabriel Tortella, apareció publicado en el diario El Mundo de hoy miércoles con el título "Dos referéndum para Cataluña". Muy crítico con el gobierno de la Generalidad de Cataluña, el ilustre profesor catalán señala que resulta obvio que muchos catalanes consideran la Constitución como algo que no va con ellos, porque realmente, no va con ellos. Es cierto, añade, que la Constitución española, como la de cualquier otro país, menos la inglesa -que, por no estar escrita, es como de chicle-, no prevé la autodeterminación de sus regiones o provincias. No obstante, dice, la situación política de Cataluña ha alcanzado tales niveles de conflictividad que la simple remisión a los preceptos constitucionales no parece convincente a una parte sustancial de la población catalana. Hay una razón muy clara, continúa diciendo, para que esto sea así, y se trata de algo que es responsabilidad de los gobiernos españoles, de Felipe González en adelante. Esta razón es que, desde que Jordi Pujol alcanzó el poder y, especialmente, desde que el caso 'Banca Catalana' se cerró en falso, por medio de una demostración de demagogia multitudinaria y victimismo rampante a finales de mayo de 1984, los gobiernos españoles firmaron un pacto tácito con el entonces 'molt honorable' por el cual ellos no interferirían en la política interior de la Generalitat mientras esta no se manifestara abiertamente separatista. Tal falta de interferencia implicaba el renunciar a hacer cumplir la Constitución y muchos otros aspectos de la legislación española, incluidas las resoluciones judiciales, incluso, en algunos casos, las del Tribunal Constitucional.

En virtud de todo esto, sigue diciendo, a uno le parece cuando menos comprensible que muchos catalanes, aunque sus padres la hubieran votado masivamente, consideren la Constitución española como algo que no va con ellos; realmente, no va con ellos, y los gobiernos españoles así parecen haberlo aceptado. Venirles ahora a los catalanes con que la Constitución no permite un referéndum de autodeterminación les puede parecer un pretexto arbitrario y otra muestra de opresión. "¿Si no se cumple el artículo 3, por qué ha de cumplirse el 2?", pueden preguntarse con cierta razón. De este atolladero no se sale con más pasividad. El nacionalismo se retroalimenta y a ello contribuyen las concesiones, el apaciguamiento y el 'dolce far niente'. 

Ha llegado la hora de la verdad, la hora de que los separatistas catalanes afronten las consecuencias reales de sus exigencias. Si quieren referéndum, que lo tengan, concluye, pero en condiciones previamente pactadas con el Estado: la pregunta tiene que ser clara, y la mayoría por la independencia tiene que ser también clara: un 60% del censo electoral y un 75% de los votantes. Y el referéndum debe ir precedido de un año, al menos, en que los unionistas tengan armas informativas con las que hacer frente al bombardeo propagandístico al que los separatistas, con el apoyo de la Generalitat, han sometido a la población durante años y años. Ahora bien, sigue diciendo, como esto no está previsto en la Constitución, se necesita un referéndum previo, de acuerdo con el Art. 92, en que el pueblo español se pronuncie sobre la admisibilidad de un referéndum catalán con estas características. Y, en el caso muy probable de victoria del 'no', el Gobierno español debería comenzar a exigir el cumplimiento de la legalidad española en Cataluña, pero el gobierno español debiera poner todos los medios legales a su alcance a favor del sí, y en cualquier caso, cumplir su juramento de velar, en todo momento por la aplicación de toda la ley en toda España, porque esa es la esencia de la democracia y el buen gobierno.

Nada que objetar por mi parte a lo expuesto por tan ilustres opinantes. En todo caso, recomendarles la lectura íntegra de los textos citados en los enlaces de más arriba. 

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




Viñeta de Peridis



Entrada núm. 2443
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 2 de noviembre de 2014

Corrupción, nacionalismo, populismo




Karl Marx (1818-1883)


Creo que fue en el prólogo de su "Crítica a la Filosofía del Derecho" de G.W.F. Hegel donde Karl Marx deslizó una frase que hizo fortuna en la que acusaba a la religión de ser "el opio del pueblo". Descreído total, no tengo nada en contra de las religiones mientras no se entrometan en la sociedad política, es decir, el Estado, ni en sus funciones. Pero a estas alturas del siglo XXI no creo que entre los peligros que acechan a la democracia española haya que contabilizar a las religiones ni las iglesias, para algunos, opiáceos que entontecen y manipulan a los pueblos. Pienso que el peligro más grave que nos acecha, los cánceres que corroen esta época convulsa de la historia de España que nos ha tocado vivir son la corrupción político-empresarial generalizada, los nacionalismos identitarios y el populismo. 

Si me permiten un símil, yo diría sobre el primero de esos cánceres, la corrupción político-empresarial, que es el más grave ahora mismo, ya en plena metástasis. Mi amiga Elvira Lindo, escritora con la que converso todos los domingos a través de su blog del diario El País, escribe hoy en el mismo un durísimo alegato contra la corrupción, que presta voz a lo que muchos miles de españoles a los que nadie escucha piensan sobre ello. Se titula "Los verdaderos antisistema" y comienza con un párrafo que deja poco lugar para la esperanza y sí para el cabreo. No aprenden nada, dice al comienzo de su artículo, y de ese su no aprender vamos a salir perdiendo todos. [...] No aprenden, continúa diciendo, piden perdón y pretenden que eso toque alguna fibra sensible, pero el corazón de quienes les escuchan ya está completamente endurecido. Perdón ¿y qué, ¿tres padrenuestros? Esto no es una escuela, ni un confesionario, dice, esto es un país de ciudadanos que de la indignación pasaron esta semana al temor, al temor al futuro, que pinta negro. No dejen de leerlo, por favor. 

Con el segundo cáncer de la política española, el nacionalismo identitario, tendremos que aprender, como dijo el filósofo José Ortega Gasset, a convivir. Con voluntad política puede llegar a sanar, pero hacen falta reformas profundas para las que, desgraciadamente, no parece existir aun el acuerdo suficiente. También Elvira Lindo escribió hace un tiempo sobre él en otro artículo titulado "Identidad" en el que acusaba a los furiosos defensores del mismo de sostener que sólo aquellos que aman a su país más que a sí mismos pueden opinar sobre estos asuntos, y que los demás, los que no tenemos esa pulsión romántica por el nacionalismo que confunde la nación con la identidad racial, la lingüística o la patria idealizada, estamos deslegitimados para opinar. ¿No es eso, en esencia, lo que defienden los nacionalismos identitarios? ¿Decidir ellos, su grupo (la parte), por su cuenta como si el resto de los ciudadanos (el todo) no contáramos para nada en un asunto que a todos nos concierne por igual? Su artículo hacía referencia a unas declaraciones del por aquel entonces presidente del gobierno de la comunidad autónoma vasca, Juan José Ibarretxe, que decía lamentarse del terrible daño que hacían los terroristas de ETA con cada acto criminal a aquellos que deseaban profundizar en la identidad vasca. ¿Quería decir Ibarretxe, que para él, el asunto principal era la identidad [vasca, catalana, canaria, andaluza, gallega o española; sí, española también] y el muerto era lo anecdótico...? ¿No eso al fin y al cabo lo que defienden todos los nacionalismos identitarios, dicho sea de paso, con los mismos o similares argumentos?

Otro artículo del profesor e historiador Gabriel Tortellá de por aquellas mismas fechas, titulado "El 2 de mayo y la nación", analizaba el proceso de formación del nacionalismo español a partir de las efemérides de la Guerra de Independencia, cuyo bicentenario se celebraba por entonces. Comparto la opinión del profesor Tortellá de que una nación debería ser algo convencional cuya existencia obedeciera a consideraciones racionales. No sé si con ello estaba aludiendo al famoso "patriotismo constitucional" del que hablaba el también profesor Philip Pettit, tomado en préstamo del concepto de "republicanismo cívico" que este último defiende, pero me gustaría pensar que sí. Decía el profesor Tortellá en el artículo citado que para los revolucionarios americanos de 1776 y los franceses de 1789, el concepto "nación" no tenía connotaciones identitarias y mucho menos territoriales. "Nación", para ellos, significaba lo que hoy identificamos como "democracia, pueblo o ciudadanía". Exactamente igual que norteamericanos y franceses pensaban los españoles que redactaron y aprobaron en 1812 la Constitución de Cádiz al proclamar en su artículo primero que la nación española era "la reunión de los españoles de ambos hemisferios". Con ello, los por vez primera ciudadanos, que no ya súbditos, de la nación española la hacían entrar por la puerta grande en la modernidad y la convertían en sujeto de la Historia. Luego vendrían tiempos peores, pero esa es otra historia. 

El tercer cáncer que nos corroe, el más reciente, el menos extendido aun pero peligroso por la virulencia incontrolable que puede llegar a alcanzar es el populismo. Sobre él escribe también en estos días en Revista de Libros el abogado y escritor José María Ruiz Soroa un extenso y documentado artículo, que lleva el título de "Un panfleto y una sospecha", en el que hace la reseña del libro del profesor de ciencias políticas de la Universidad Complutense de Madrid y principal ideólogo del grupo político Podemos, Juan Carlos Monedero, titulado "Curso urgente de política para gente decente". La reseña de Ruiz Soroa a mí me ha parecido el más lúcido análisis político realizado hasta la fecha sobre el fenómeno de Podemos, sus realidades, sus carencias, sus propuestas y sus incongruencias, que de todo hay en ese auténtico "átrapalotodo" que es Podemos. Como esta entrada me está quedando mucho más extensa de lo previsto inicialmente, háganme excusa de resumírselo y léanlo, por favor. Merece la pena.

Sobre Podemos escribía también hace unos días en su blog el también catedrático de ciencias políticas en la UNED, Ramón Cotarelo, admirador respetuoso y crítico de Podemos, comparando su fórmulas organizativas, al más puro estilo marxista-leninista, sus famosos "círculos", con los soviets rusos de 1917, en los que, al igual que estos, se discute de "todo", pero "todo" se decide en y desde la dirección del movimiento. Por cierto, y concluyo, el mejor estudio de la diferencia entre un "movimiento" político y un "partido" político, lo pueden encontrar en el archifamoso libro de la teórica política estadounidense, de origen judeo-alemán, Hannah Arendt, titulado "Los orígenes del totalitarismo".  ¡Y líbreme Dios de insinuar la más mínima tendencia totalitaria en Podemos! Eso se lo dejo a sus votantes...

Sean felices por favor. Y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





http://farm3.static.flickr.com/2028/1590962398_c7f87ea28b.jpg?v=0
Monumento a la Constitución de 1812 (Cádiz, Andalucía)



Entrada núm. 2187
elblogdeharendt@gmail.com
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)