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sábado, 13 de junio de 2020

[DE LIBROS Y LECTURAS] Sobre la vida normal





"En las largas semanas de confinamiento, escribía el mayo pasado el historiador y crítico literario Rafael Núñez Florencio [Todos los caminos conducen a uno mismo. Revista de Libros] surgió en varias ocasiones en charlas telefónicas con los amigos la cuestión de qué añorábamos más de lo que todos dimos en denominar vida normal, o sea, la anterior a la pandemia. Para mí, lo primero, como le pasaba a la inmensa mayoría, era la relación afectiva directa y sobre todo táctil —abrazos, besos— con los seres queridos que residían en otra ciudad o simplemente otro barrio distante. En lo segundo, me temo, tampoco era excesivamente original: como la mayor parte de mis compatriotas, echaba mucho de menos la sociabilidad en torno a la barra de un bar o una agradable cena en un acogedor restaurante. El tercer puesto de la lista lo ocupaba una actividad que antes del encierro parecía trivial o irrelevante: pasear. Me refiero al hecho elemental de salir de casa, a menudo sin rumbo fijo, solo para estirar las piernas y despejar la mente después de varias horas frente a un libro o el ordenador. En otras ocasiones, el paseo —si así puede llamársele— era más premeditado, pues se trataba de partir con tiempo y sustituir el metro o el autobús por una caminata al dirigirme a mi lugar de trabajo o una cita. Ahora, en la cuarentena, costaba trabajo concebir que de golpe y porrazo tuviésemos vedado o al menos restringido algo tan simple como pisar libremente la calle. Ya nos lo habían advertido los filósofos desde la antigüedad grecorromana: la vida humana se compone de pequeñas cosas tan imprescindibles como poco valoradas… ¡hasta que las perdemos!

Solo entonces, como rebobinando nuestros recuerdos, somos conscientes del cúmulo de sensaciones agradables que contienen actos banales. En mi caso, y volviendo al momento mismo de traspasar el portal, sentir en la cara el frescor o la calidez del ambiente exterior, mientras los ojos se acostumbran, como desperezándose, a la claridad circundante; luego, en cuestión de pocos segundos, suelen llegar los efluvios del parque cercano, el rumor de los pinos y los castaños de India y. a veces, si hay suerte y es por la mañana temprano, el aroma fresco de la hierba recién cortada por los jardineros. Confieso que nunca, hasta ahora, había sido consciente de estas menudencias. Buscando atenuar esta imprevista nostalgia seleccioné de mi biblioteca un pequeño volumen que había comprado hace varios meses y cuya relación con todo lo expuesto no van ustedes a tardar en advertir: Elogio del caminar de David Le Breton (traducción de Hugo Castignani, ediciones Siruela). Lo adquirí en su momento porque había leído otra obra de Le Breton que me había gustado, El silencio (ediciones Sequitur), pero después, como pasa muchas veces, se impusieron otras prioridades y el opúsculo quedó varado en los anaqueles de mi biblioteca, acaso perdido para siempre de no haber irrumpido la crisis sanitaria y el confinamiento.

Lo primero que quiero consignar es que en su momento, cuando me fijé en este librito de Le Breton, me llamó la atención el puñado de obras que se habían publicado estos últimos años sobre esa misma materia o aledañas (y me limito exclusivamente al mercado editorial español). Sin ánimo de ser exhaustivo y tan solo a título informativo para el lector que tenga interés en el asunto, podría citarles, aparte, naturalmente, de la obra de Le Breton, Caminar. Las ventajas de descubrir el mundo a pie de Erling Kagge (Taurus), Wanderlust. Una historia del caminar de Rebecca Solnit (Capitán Swing) y dos clásicos con el mismo título de Caminar, obras de William Hazlitt y Robert Louis Stevenson (Nórdica) y Henry David Thoreau (Interzona), respectivamente. Si ampliamos la perspectiva para incluir el paseo, tan indisociable de lo anterior, no me resisto a incluir Un paseo por el bosque de Bill Bryson (RBA) y Filósofos de paseo de Ramón del Castillo (Turner). Como ven, el tema me resulta lo suficientemente atractivo como para rastrear la bibliografía existente pero, con todo, no les quiero engañar, mi conocimiento del asunto no traspasa el nivel de mero diletante. Por ello no está mal recordarles que esto que están ustedes leyendo no es ni pretende ser una reseña ni mucho menos un estado de la cuestión: me limito, en los párrafos que siguen, a compartir mis impresiones desde una perspectiva personal, sin sujetarme a un esquema analítico convencional.

Desde las primeras páginas de su breve obra, Le Breton insiste en que hoy por hoy, «en el contexto del mundo contemporáneo», la determinación de caminar supone una forma de nostalgia o resistencia. Vagar, dice, no puede ser considerado más que un anacronismo «en un mundo en el que reina el hombre apresurado». En efecto, todo nos compele a usar otros medios más rápidos o aparentemente más cómodos, en especial el automóvil, el tren o el avión. Viajar es, la mayor parte de las veces, salvar la distancia que nos separa del lugar al que queremos ir. Incluso los circuitos turísticos suelen organizarse condensando las supuestas experiencias viajeras, ver lo máximo en el menor tiempo, como ya apuntaba aquella película de feliz título, Si hoy es martes, esto es Bélgica. La condición humana se ha convertido en «condición sentada o inmóvil». El desarrollo de las nuevas tecnologías no ha hecho más que incentivar esta tendencia, no solo porque su uso refuerza el sedentarismo sino además porque, en el mundo de las conexiones digitales, el cuerpo o la materialidad en su conjunto viene a ser un lastre o un estorbo en la medida en que no resulta susceptible de transformación, como la realidad virtual. Así, los cuerpos devienen simplemente perfiles. Sin necesidad de extremar el argumento, Le Breton señala un rasgo característico de nuestra era, la proliferación de imágenes que suprimen las piernas: el hombre contemporáneo es casi siempre un hombre sentado, ya sea por ejemplo conduciendo un automóvil o como busto parlante en las pantallas.

Como ya descubría el propio título del ensayo, el autor nos incita a llevarle la contraria a esta tendencia del mundo que vivimos. Caminar no es simplemente un medio sino un «rodeo para reencontrarse con uno mismo». O también, ¿por qué no?, caminar no es un medio porque se convierte en un fin en sí mismo. Al caminar no vamos, sino que misteriosamente nos dejamos llevar. Por eso el vagabundeo se hermana con el silencio, con el que tiene tanto en común: «El silencio es el fondo del que debe nutrirse quien camina a solas». Pasear y callar parecen dos caras de la misma moneda. Ambos nos permiten desconectar de las exigencias del mundo exterior para sumergirnos en nosotros mismos. De hecho, es difícil concebir uno sin el otro. Es verdad que se puede pasear en compañía, de la misma manera que es posible pasear conversando, pero el caminar genuino que defiende Le Breton es una actividad solitaria y silenciosa. Incluso cuando se trata de un largo viaje, el peregrino se echa a la espalda una mochila con lo indispensable y tira hacia delante sin nadie más que su propia sombra, sumido en sus cavilaciones y recuerdos, con sus sentidos abiertos para dejarse penetrar por el conjunto de impresiones del mundo. De este modo el caminante se hace rico solo en tiempo —«él es el único propietario de sus horas»—, pero esta riqueza resulta ser la más importante de todas. El viajero solitario no tiene que rendir cuentas a nadie. En lo que a mí concierne, modestamente, siempre he considerado que pasear era la mejor manera de estar solo sin tener que dar explicaciones a nadie.

El caminante silencioso mueve sus pensamientos casi al compás de sus piernas. Queda implícito en las consideraciones anteriores: pasear significa también meditar. Hay incluso una larga tradición en la filosofía occidental que vincula el movimiento o incluso el vagar sin rumbo fijo con la agudeza mental y la creatividad. Desde Aristóteles, han sido mucho los genios que han encontrado en el paseo la fuente de inspiración. En estas páginas que comento se cita a Kierkegaard: «Mis pensamientos más fecundos los he tenido mientras caminaba». Y también se dice que «en 1802, el filósofo alemán Schelle, amigo de Kant, escribe un corto tratado sobre el paseo considerado como un arte». Comparto el planteamiento porque desde que era adolescente el caminar sin rumbo fijo ha sido para mí el medio natural para despejar la mente e incluso para que surgieran las ideas más satisfactorias. Le Breton, por su parte, apunta que el deambular durante horas o, al menos, sin atenerse a pautas fijas o requerimientos convencionales, procura continuos momentos propicios para la meditación: «El sueño de una noche sin techo es también una formidable invitación a la filosofía, a la reflexión ociosa sobre el sentido de nuestra presencia en el mundo». En realidad no hace falta ponerse trascendente, pues de lo que se trata muchas veces es simplemente de dar rienda suelta a las sensaciones o emociones más íntimas, desatadas por unos estímulos eficaces: «una fuente que se abre paso entre las piedras, el canto de una lechuza, el salto de una carpa sobre la superficie de un lago, la campana de una iglesia al caer la tarde, el crujir de la nieve bajo nuestros pasos, el crepitar de una piña bajo el sol».

Por cuanto modula el tiempo y ensancha el espacio, contemplar el mundo a pie significa también acomodarse al ritmo de las piernas y con ello retomar la perspectiva humana, en contraposición a la ruptura del espacio-tiempo tradicional que han supuesto las máquinas y el desarrollo tecnológico. Lejos de mí, sin embargo —y en esto me parece que me distancio del tono del autor del libro—, edificar sobre todo ello una mitología alternativa, una concepción del caminar como una especie de panteísmo sui generis o, sin llegar a tanto, una concepción mística del caminar como ascesis, una comunión mística con la naturaleza en la línea de los Thoreau y los teóricos tan caros al ecologismo como ideología política. Hay un capítulo, titulado «Espiritualidades del caminar», en el que se enfatiza la conversión del camino en «camino iniciático», se habla del transitar por la naturaleza como la conversión del desafío físico en «desafío moral» y se defiende, en fin, que «muchas rutas son travesía del sufrimiento, que nos acercan lentamente a la reconciliación con el mundo». Me parece bien, pero en lo que a mí respecta me conformo con una versión mucho menos sublime de la pulsión andariega. Sinceramente, no necesito transitar por esa vía del esfuerzo redentor. Tampoco necesito emular a los exploradores que admira Le Breton, aquellos que se empeñaron en llegar a Tombuctú o descubrir las fuentes del Nilo arrostrando un sinfín de penalidades. Si andar, como antes decíamos, es reencontrarse con la perspectiva humana, seamos coherentes y adaptemos la marcha a los límites humanos.

Al fin y al cabo, se trata de algo tan sencillo en mi opinión como disfrutar del paseo. No hace falta imponerse grandes retos sino más bien todo lo contrario, descargarse de imposiciones y abandonarse al placer de caminar. No son necesarios por ello selvas inexploradas ni mundos exóticos, escalar picos inaccesibles o descender hasta cuevas insondables. Es innegable que siempre presenta más atractivo enfrentarse a una cartografía desconocida, pero también puede resultar suficiente y gratificante cualquier espacio familiar: mi ciudad, mi barrio, el parque cercano a mi domicilio. Yo, por lo menos, no necesito más. Me siento por ello completamente identificado con el planteamiento del capítulo dedicado al «caminar urbano». Aunque no viva en París, yo también me siento un flâneur que «camina por la ciudad como lo haría por un bosque: dispuesto al descubrimiento». El autor habla aquí del «cuerpo de la ciudad» y de cómo uno se sumerge en él oyendo, viendo, sintiendo y aspirando. Retomando lo que decíamos al principio —y así cerramos el círculo de esta reflexión— creo que debería añadirse en este punto la capacidad del paseante para canalizar todas esas impresiones visuales, auditivas y olfativas hacia lo más profundo de sí mismo, porque ahí es siempre donde confluyen todos los caminos".



El historiador Rafael Núñez Florencio


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viernes, 12 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Lutos



Crematorio del Cementerio Sur de Madrid. Europa Press


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

Los que no pudieron acompañar a sus muertos habrán experimentado el mismo dolor que el mito de Antígona refleja, comenta en el A vuelapluma de hoy [El síndrome de Antígona. El País, 28/5/2020] el escritor Jesús Ferrero.

"Antígona es un mito que oculta en su textura una mordiente ironía -comienza diciendo Montero-. Morir por salvar una vida tiene su lógica, pero no parece tenerla morir por enterrar a alguien, y sin embargo la tiene, pues el entierro y el duelo son, además de ceremonias, procedimientos psicológicos necesarios. Entre los antiguos griegos el duelo solía durar tres días regidos por el silencio, que ayudaba a internalizar la figura del muerto. Tras el duelo se celebraba un banquete, que tendía a ser muy alegre.

El proceso por el que pasa Antígona ilustra perfectamente tanto las vicisitudes de un duelo como las perturbaciones por no llevarlo a cabo. A Antígona le obsesiona el hecho de que su hermano Polinices permanezca insepulto en el lugar donde fue abatido, a merced de las aves carroñeras. Lo imagina suplicando un poco de piedad desde las dimensiones de la muerte. Los griegos participaban de la creencia, muy común en la antigüedad, de que los muertos que no habían sido enterrados se convertían en almas errantes. Ha pasado el tiempo, pero en muchos aspectos seguimos fieles a esa creencia, y por eso es fácil entender el sufrimiento de los que no encuentran los cadáveres de sus muertos: la tragedia de la familia de Marta del Castillo. ¿Dónde está Marta? Hasta que no encuentren su cadáver será un alma errante y sin cobijo. Los responsables de provocar y mantener ese sufrimiento desmedido merecen lo peor y tienen el alma mucho más negra que la desesperación de los que anhelan su descanso en una tumba con nombre y con fechas.

En la Antología Palatina, que además de ser un poemario es una colección de epitafios, encontramos poemas muy significativos. Siempre me acuerdo de los versos que nombran a un joven marino llamado Tarsis, que se sumergió para soltar un ancla que se había quedado enganchada en una roca, y que tuvo un destino muy singular, pues fue enterrado tanto en la tierra como en el mar, al ser en su mitad devorado por un cetáceo, de forma que una parte de su cuerpo se quedó bajo el agua y otra parte descansó bajo la tierra. Los caminantes que leían el epitafio de Tarsis se veían enfrentados a una paradoja trágica. ¿El cuerpo entero de Tarsis había conquistado el descanso eterno o solo su mitad? Las creencias religiosas pueden ser muy irracionales, pero las suele guiar una lógica de la contradicción que hiela el corazón.

Volvamos a Antígona. En parte porque se trata de una obra en la que Sófocles desplegó toda su sensibilidad lírica y trágica, creando un tejido dramático muy consistente, con personajes bien trazados y líneas de fuerza llenas de electricidad y de sentimiento, ha llegado hasta nosotros intacta y resplandeciente, y suele estar muy en boga en épocas bélicas y en períodos castigados por alguna epidemia. No es de extrañar que en plena Guerra Civil, Salvador Espriu concibiese una sublime versión de Antígona. Cuando se aborda la problemática de Antígona es fácil recurrir a los lugares comunes sobre la ley humana y la ley natural, dos entelequias que pueden propiciar mucha retórica vana. Resulta más esclarecedor atender a la urdimbre psicológica de la obra y sumergirse en las pesadillas que devastan la conciencia de Antígona. No es que la princesa tebana decida seguir la ley del corazón incumpliendo las órdenes del tirano Creonte, que es además su tío. Lo que le ocurre a Antígona es inseparable de nuestras relaciones con la muerte. Todo difunto tiene un doble entierro: el que se lleva a cabo cuando lo colocamos bajo tierra, y el que se va desarrollando en nuestra cabeza, y es bueno que ambos entierros coincidan en el tiempo. Cuando el primero no se da, el segundo tampoco, y el muerto se convierte en un fantasma peligroso, que vendrá a visitarnos en la duermevela.

En los últimos tiempos, regidos por leyes despiadadamente económicas, se ha tendido a descuidar el duelo y a no darle importancia. Tal proceder se debe, entre otras cosas, al rechazo cada vez más patológico que nos provoca la muerte, normalmente ausente de todos los discursos de ahora, y uno se pregunta si negar la muerte no implica también negar la vida. Pasar por alto el duelo solo provoca trastornos psicológicos, de muy hondo calado, pues no acabamos de enterrar al muerto nunca, y caemos de verdad en el síndrome de Antígona, como han debido de caer los familiares de las víctimas de la epidemia.

Los que no pudieron acompañar a sus muertos en su última hora habrán experimentado el mismo dolor que Antígona, cuando desde el corazón del sueño el fantasma de su hermano acudía a ella y le decía que no quería convertirse en un alma errante y que solo ella podía propiciarle el descanso eterno con sus manos, sus lágrimas y su afecto. Es una forma de verlo, la otra, más definitiva, sería pensar que es ella la que no puede descansar, y ella la que ni está viva ni está muerta hasta que no entierre de verdad a su hermano. En tiempos como los que corren, entendemos su situación y su postura mejor que nunca".







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martes, 9 de junio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Desasosiego. Publicada el 19 de enero de 2010





En la primavera de 2006 la página electrónica de "Escuela de Escritores" lanzó una convocatoria a través de Internet para proponer a los lectores que eligieran la palabra más bella del castellano. Veinte y pico mil internautas propusieron 7130 palabras. Ganó "amor", seguida de "libertad". Dos docenas de personas propuesieron "desasosiego"; yo, entre ellas, alegando en su favor que me parecía una expresión hermosísima para explicar un estado de ánimo que encontraba muy generalizado en el hombre urbano de nuestro tiempo.

Hacía muy pocos días una amiga me había escrito sobre mi entrada en el Blog del pasado viernes ("Banalización de la tragedia", 15/01/2010) para comentarme sus impresiones sobre la frase final del artículo: "Hoy no quiero pedirles que sean felices, aunque tampoco se si aspirar a serlo nos hace peores, o insensibles al dolor ajeno. No me atrevería a juzgar a nadie por ello...", que me dice compartir y haberle hecho reflexionar sobre la banalización del sufrimiento y dolor ajeno que aspirar a ser felices conlleva, como si uno no tuviera derecho a buscar mecanismos de defensa en forma de burbuja para no estremecerse ante el horror... Su respuesta me ha provocado un cierto desasosiego (falta de quietud, tranquilidad, serenidad, lo define el Diccionario de la Lengua Española) y me ha hecho recordar una frase cuya autoría no puedo precisar: "la felicidad no es más que la ausencia de dolor". Y todo, porque pienso que en ninguna circunstancia puede ser malo aspirar a la felicidad. 

Otra amiga muy querida también me ha regalado por Navidad un pequeño librito cuya lectura me ha dejado bastante desestructurado el ánimo: "Blanco sobre negro" (Punto de Lectura, Madrid, 2004), del escritor ruso de origen español Rubén Gallego. Nieto del dirigente del PCE Ignacio Gallego, nació en 1968 con parálisis cerebral en una clínica de Moscú. Con un año y medio de edad fue separado de su madre, a la que le dijeron que había muerto, y comenzó un interminable periplo de traslados por hospitales, orfanatos y asilos que duró 20 años, hasta que con la desaparición de la Unión Soviética, pudo escapar y buscar sus raíces familiares, que desconocía por completo.

"Blanco sobre negro" es un relato autobiográfico de sus recuerdos de esos veinte años de oscuridad, estructurado en pequeños capítulos que relatan escenas que dejan el ánimo en suspenso sobre el periplo vital de una persona que a fuerza de voluntad logra sobrevivir en un mundo de horrores escondidos a la vista del resto de la humanidad para no desmerecer ni deteriorar la imagen de un "paraíso" en donde todo el mundo tenía la "obligación" de ser feliz. Y todo ello, sin una sola palabra de rencor, odio ni desprecio hacia nadie ni hacia nada. Con una salvedad, quizá, la del capítulo que lleva por título "Volga" (páginas 142-148), que dedica a la memoria de su abuelo: "Pero entonces habría podido llamar. Podría haber llamado al director de nuestra casa de niños por un teléfono secreto. El director de nuestra escuela era comunista, y los comunistas siempre se ayudan entre ellos. Me habrían llamado a su despacho y me habrían contado con gran sigilo sobre mi abuelo, el mejor abuelo del mundo. Y yo lo hubiera entendido todo. Yo era un niño inteligente. Todo lo que yo necesito saber es que él está en alguna parte, saber que realiza una misión secreta y que no puede venir a verme. Yo habría creído que él me quería y que vendría algún día. Y lo hubiera querido incluso sin el salchichón. O a lo mejor el no había tenido miedo de que lo descubrieran. ¿Y si a lo mejor él había comprendido que los espías americanos rara vez se asoman a nuestra pequeña ciudad de provincias y a mi me hubieran dejado contar todo sobre mi abuelo secreto? Contar sólo un poquito. Mi vida habría sido completamente distinta. Dejarían de llamarme negro de mierda, las niñeras dejarían de gritarme. Y cuando mis maestros me alababan por mis buenas notas, ahora comprenderían que no soy simplemente el mejor alumno de la escuela, sino que soy el mejor, como mi heroico abuelo. Y yo me habría convencido de que después de acabar la escuela no me llevarían para dejarme morir. Me vendría a buscar mi abuelo y me llevaría. Todo habría cambiado para mi. Dejaría de ser un huérfano. Si una persona tiene parientes, no es huérfana, es una persona normal, una persona como las demás. Pero Ignacio no vino. Ignacio no escribió. Ignacio no llamó. Yo no lo entendía. No lo entiendo. Nunca lo entenderé". Sean felices a pesar de todo. HArendt



El escritor Rubén Gallego


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viernes, 5 de junio de 2020

[LORCA EN SU JARDÍN] Hoy, con "Llanto por Ignacio Sánchez Mejía"





Federico García Lorca (1898-1936) fue un poeta, dramaturgo y prosista español, conocido por su destreza en muchas otras artes. Adscrito a la generación del 27, fue el poeta de mayor influencia y popularidad de la literatura española del siglo xx. Como dramaturgo se le considera una de las cimas del teatro español de ese mismo siglo, junto a Valle-Inclán y Buero Vallejo. Murió asesinado un mes después del golpe de Estado que dio origen a la Guerra Civil civil española.

Concluidas las entradas dedicadas a Miguel de Cervantes y Benito Pérez Galdós, durante los próximos meses voy a ir subiendo al blog, en la medida de lo posible, toda la extensa obra teatral, poetica y narrativa de ese otro genio de la literatura en español que fue Federico García Lorca. Espero que la disfruten.

Y continúo hoy la tarea con el poema LLanto por Ignacio Sánchez Mejía, publicada en 1935 por la editorial Cruz y Raya (Madrid), con ilustraciones de José Caballero. Se trata de un conjunto de cuatro elegías que Lorca compuso para su amigo Ignacio Sánchez Mejías, muerto de gangrena en 1934 a causa de una cornada en la plaza de toros de Manzanares por el toro Granadino.

La pueden leer en este enlace, en la edición electrónica de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de la Universidad de Alicante, tomada de sus Obras completas, Madrid, Aguilar, 1954, pp. 461-471También pueden escucharla  en este vídeo del canal YouTube.   





Monumento a Lorca en Madrid



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jueves, 4 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Rozarse





El roce y el contacto son parte esencial de nuestra cultura latina, afirma en el A vuelapluma de hoy [De vidrio y piel. El País Semanal, 24/5/2020] la escritora Irene Vallejo, por eso necesitamos espacios de encuentro.

"Fue allí, -comienza diciendo Vallejo- en aquel invernadero de niños, rodeada de incubadoras, donde descubriste el poder curativo del contacto. Sobre el calor del pecho, piel con piel, protegidos como crías de canguro, florecían los minúsculos bebés. Tu hijo estaba inmóvil, sedado, atado a un respirador, cuando la enfermera te animó a tocarlo. Siguiendo sus indicaciones, te inclinaste para posar una mano en la piel blanda del cráneo, donde bullían sus sueños, y con la otra mano envolviste las plantas de los pies, donde dormían sus futuros pasos. Soportaste esa posición hasta sentir calambres en los brazos, abarcando su cuerpo y su breve estatura. Pronto ese ritual se convirtió en el mejor momento del día, y vuestra calma se comunicaba al pulsioxímetro, que durante esa media hora no desaturaba. La pantalla azul del monitor trazaba una tranquila cordillera dentada, mientras el latido cardiaco decía sí, sí, sí.

En el hospital te enseñaron que tocar alivia el dolor y reduce la ansiedad. Ahora, bajo el azote de la pandemia, la proximidad nos pone en peligro. El licenciado Vidriera, de Cervantes, narra la fantasiosa historia de un joven estudiante de Salamanca que sufre unas repentinas y gravísimas fiebres. Un día se levanta de la cama, demacrado y frágil, convencido de que su cuerpo ya no es de carne, sino de vidrio. Con terror, suplica a extraños y amigos que no se acerquen, el mínimo roce podría quebrarlo. Se acostumbra a dormir enterrado hasta la garganta en pajares de mesones, rechaza temeroso los abrazos, come lo que le acercan con la punta de una vara y solo admite hablar desde lejos.

El miedo dibuja fronteras invisibles. En el parque, mientras perseguías palomas con tu hijo, jugabas a medir la distancia precisa, justo antes de que la bandada huyera volando. Ahora te descubres, como ave recelosa, calculando minuciosamente la distancia entre los cuerpos. En la calle, en el mercado, en la librería, te mueves procurando respetar balizas y cuadrículas que definen tu camino como las casillas de una rayuela. Y al hacerlo te sientes extraña y ridícula: no tocarnos nos trastoca.

Hace siglos que aprendimos el lenguaje de la piel. En lápidas y cerámicas griegas aparece ya representado el apretón de manos. Nació como un símbolo de paz: al extender el brazo para estrechar una mano, desvelas que no empuñas un arma ni escondes una daga en la manga. Los besos de saludo —otro gesto que ofrece el cuerpo inerme, confiado— son también una antigua costumbre mediterránea. Era habitual entre los romanos, y en una de sus epístolas san Pablo pedía a sus seguidores que se hermanasen así. Durante la Edad Media besar en la mejilla fue señal de lealtad, pero, tras la peste negra del siglo XIV, los asustados europeos abandonaron la costumbre por miedo al contagio y no la recuperaron hasta que la Revolución Francesa impuso —sin escatimar violencia— la fraternidad.

Cuenta Cervantes que, tras dos años de atemorizado espejismo, el licenciado Vidriera se reconcilió con la fragilidad y la fortaleza de su cuerpo de carne, y volvió a buscar la proximidad de otros. El roce y el contacto son parte esencial de nuestra cultura latina, por eso necesitamos espacios de encuentro, ágoras, plazas públicas. Nuestra forma de vivir es un repertorio de cercanías: la vida en la calle, pasear con las manos entrelazadas, trabajar codo con codo, el baile y el abrazo de consuelo, la fiesta y el duelo. En El cielo sobre Berlín, de Wim Wenders, escuadrones de ángeles guardianes, enfundados en abrigos oscuros, velan por los seres humanos. Nos leen el pensamiento, observan conmovidos nuestras alegrías y cuitas, pero permanecen intocables e invisibles a nuestros ojos. Hasta que uno de ellos, Damiel, se enamora de otro ser aéreo, una joven acróbata que trabaja en un circo. Para rozar su cálida piel, deberá renunciar a la inmortalidad. En el preciso instante de la caricia, un color luminoso tiñe la película. Hoy debemos jugar a la rayuela de la distancia, pero solo volveremos a ser auténticamente humanos, mentes y cuerpos curados, cuando recuperemos lo que los ángeles envidiaron".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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miércoles, 3 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Vulnerables



Imagen del montaje de King Lear, de Aribert Reimann, para la Opera de París


La cultura dominante hoy, basada en que escribimos nuestro destino, nos paraliza en momentos de crisis, comenta en el A vuelapluma de hoy [El guion de tu vida. El País, 24/5/2020] el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Gotemburgo, Víctor Lapuente. 

"Llamas al médico y te dice que tienes un virus mortal -comienza diciendo Lapuente-. Un virus más letal que la covid-19, porque mata al 100% de los infectados. Y más inteligente, porque te provocará la muerte cuando y como él quiera: mediante una afección cardiorrespiratoria repentina, camuflado bajo un cáncer lento, o de cualquier manera caprichosa. 

Si esto te sucediera, querrías replantearte tu vida. Pues ya deberías haberlo hecho, porque todos llevamos ese virus —el de la muerte— dentro. Este experimento mental fue usado hace años por un pensador iconoclasta, Sam Harris, para poner de relieve el distanciamiento de nuestras sociedades hacia la muerte. Hoy, otro virus, este real, nos ha puesto a todos de golpe frente al espejo de nuestra vulnerabilidad. Un horrible experimento a escala planetaria.

Hemos construido nuestro mundo moderno en un lugar alejado de la muerte. No la discutimos en la sobremesa. No llevamos a los niños a los entierros. Mantenemos nuestra atención embriagada con una sucesión perpetua de entretenimientos: series de televisión, videojuegos, deporte, pilates. Ejercitamos todos nuestros músculos, menos los que nos preparan para el combate final. No para ganarlo, eso es imposible; sino para aceptarlo.

Hablamos mucho sobre cómo la crisis del coronavirus reivindicará el papel de la ciencia en nuestra sociedad, pero también deberíamos aspirar a que revitalice la filosofía y literatura clásicas. No solo porque son fuente de conocimiento eterno, sino por puros motivos empíricos: la pandemia, algo excepcional para nosotros, era, antaño, lo normal. El emperador Marco Aurelio escribió sus meditaciones estoicas en un periodo repleto de pestes y guerras. Shakespeare, quien esquivó varias plagas en su infancia, dio forma a dramas como el Rey Lear en cuarentena por la peste bubónica.

Estos pensadores nos dan lecciones muy útiles, empezando por la premisa de Epicteto de que somos actores en un guion escrito por otros. Y, por eso, debemos luchar. La cultura dominante hoy, basada en que escribimos nuestro destino, nos paraliza en momentos de crisis. Entender que la vida es incierta nos da fuerzas. Como señala la psicóloga Brené Brown, solo es valiente quien se expone, quien es vulnerable: el soldado que sabe que puede morir, la estudiante que puede suspender. No escribimos el guion de nuestra vida, pero podemos interpretarlo con coraje". 

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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[DESDE LA RAE] Hoy, con el académico Emilio Lledó




El filósofo Emilio Lledó en su toma de posesión académica


La Real Academia Española se creó en Madrid en 1713 por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. En sus primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. El 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. La RAE ha tenido un total de 483 académicos de número desde su fundación. 

A esta sección del blog iré subiendo periódicamente una breve semblanza de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española. 

Continúo hoy la semblanza de los actuales y pasados miembros de la RAE con la del académico Emilio Lledó Íñigo (1927). Elegido el 11 de noviembre de 1993, tomó posesión de la silla "l" académica el 27 de noviembre de 1994 con el discurso titulado Las palabras en su espejo, al que respondió en nombre de la corporación el también académico Francisco Rodríguez Adrados.

El filósofo Emilio Lledó es catedrático de Historia de la Filosofía, enseñanza que impartió en Alemania y España, tanto a alumnos de bachillerato en institutos públicos (Valladolid) como universitarios (La Laguna, Barcelona y Madrid). En su último destino como profesor, la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), fue vicerrector de la institución. Es doctor honoris causa por las universidades de La Laguna, de las Islas Baleares y de Lérida, y miembro vitalicio del Instituto para Estudios Avanzados de Berlín. Gran parte de su actividad docente se desarrolló en la universidad alemana de Heidelberg.

Ha publicado, entre otras obras, Filosofía y lenguaje (1971) y Lenguaje e historia (1978) que definen su modo de abordar la filosofía a través de la lengua y la historia; El epicureísmo (1984); El surco del tiempo (1992); Elogio de la infelicidad (2005); La filosofía, hoy. Filosofía, lenguaje e historia (2012), y Los libros y la libertad (2013). También ha escrito numerosos artículos periodísticos. En 2015 aparecieron Palabra y humanidad, antología que recoge varios de sus ensayos, y Fidelidad a Grecia, que reúne textos inéditos. 

Emilio Lledó ha recibido, entre otras distinciones, el Premio Alexander Von Humboldt (1990); el Premio Nacional de Ensayo (1992) por su obra El silencio de la escritura; el Premio Internacional Menéndez Pelayo (2004) en reconocimiento a su trayectoria como investigador y docente en Humanidades; el Premio Fernando Lázaro Carreter (2007), de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, y el Premio María Zambrano (2008). En 2014, fue distinguido con el Premio José Luis Sampedro; el XVIII Premio Antonio de Sancha, concedido por la Asociación de Editores de Madrid, y el Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña, de la Academia Mexicana de la Lengua. En 2015, la Universitat de Barcelona le concedió la Medalla de Oro en «reconocimiento a su dilatada trayectoria individual», y la Sociedad Española de Estudios Clásicos le distinguió con el Premio a la promoción y difusión de los estudios clásicos.

En noviembre de 2014 fue galardonado con el Premio Nacional de las Letras, concedido por el Ministerio de Educación, Cultura y Deportes del Gobierno de España. Hijo predilecto de Andalucía (2003), ha sido condecorado, asimismo, con la Cruz Oficial de la Orden del Mérito de la República Federal Alemana (2005). Fue presidente del comité de expertos que elaboró el Informe para la reforma de los medios de comunicación de titularidad del Estado (2005). En mayo de 2015 fue galardonado con el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, que recibió el 23 de octubre de 2015. Es Hijo Predilecto de la ciudad de Sevilla, Medalla de Oro de la Universitat de Barcelona, Socio de honor de la Real Sociedad Matemática Española, Premio Leyenda del Gremio de Libreros de Madrid, y Premio Internacional Erasmo de Rotterdam.





Real Academia Española, Madrid



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viernes, 29 de mayo de 2020

[MIS MUSAS] Hoy, con el poeta Antonio Aparicio, el compositor Georges Bizet, y el pintor Pedro Pablo Rubens




Las Musas, de Thorsvalden


Decía Walt Whitman que la poesía es el instrumento por medio del cual la voces largamente mudas de los excluidos dejan caer el velo y son alcanzados por la luz; Gabriel Celaya, que era un arma cargada de futuro; Harold Bloom,  que si la poesía no podía sanar la violencia organizada de la sociedad, al menos podía realizar la tarea de sanar al yo; y George Steiner añadía que el canto y la música son simultáneamente, la más carnal y la más espiritual de las realidades porque aúnan alma y diafragma y pueden, desde sus primeras notas, sumir al oyente en la desolación o transportarlo hasta el éxtasis, ya que la voz que canta es capaz de destruir o de curar la psique con su cadencia. Por su parte, Johann Wolfgang von Goethe afirmaba que cada día un hombre debe oír un poco de música, leer una buena poesía, contemplar un cuadro hermoso y si es posible, decir algunas palabras sensatas, a fin de que los cuidados mundanos no puedan borrar el sentido de la belleza que Dios ha implantado en el alma humana. 

Subo hoy al blog al poeta Antonio Aparicio y su poema "Las tardes", al compositor Georges Bizet y el aria "La fleur que tu m'avais jetée", de su ópera Carmen, y al pintor Peter Paul Rubens y su cuadro "La muerte de Adonis". Disfruten de ellos.



***




El poeta Antonio Aparicio


Antonio Aparicio (1916-2000). Nacido en Sevilla se da a conocer como poeta en las celebraciones del centenario de Gustavo Adolfo Becker. Lucha del lado de la República durante la guerra civil escribiendo en numerosas revistas y plublicaciones de la época. En 1938 publica su "Elegía a la muerte de Federico García Lorca. Al final de la guerra se refugia en la embajada de Chile en Madrid con la ayuda de Pablo Neruda, de donde se exilia a Chile, con estancias breves en Argentina, Brasil, México y Europa. En 1954 se afinca definitivamente en Caracas (Venezuela), donde muere. Les dejo con su poema: "Las tardes".



LAS TARDES

¿Vislumbras en la noche
todavía tu alma
aquel sol que abría
las tardes de España?
Un oro perdido
doraba el camino.

¿Tendrá hoy la cal
de las altas tapias
aquel resplandor
fiero que cegaba?
Y álamo de plata
iban en el agua.

Mirando a ambos lados
del campo dormido,
la melancolía
gris de los olivos.
De pronto, la tarde
se tornaba grave.

¿Nunca ya más, nunca, 
verde, gris y plata, 
tocarán tus manos
la tierra de España?
¿Recuerdas, amigo,
las tardes que digo?

Un oro perdido
doraba el camino.


***



El compositor Georges Bizet


Alexandre-César-Léopold Bizet, conocido como Georges Bizet (París, 25 de octubre de 1838-Bougival, 3 de junio de 1875), fue un compositor francés, principalmente de óperas. En una carrera cortada por su muerte prematura, alcanzó escasos éxitos hasta su última obra, Carmen, que se convirtió en una de las obras más populares e interpretadas de todo el repertorio operístico.

Bizet ganó varios premios a lo largo de su brillante carrera como estudiante en el Conservatorio de París, incluyendo el prestigioso Premio de Roma en 1857. Fue reconocido como un pianista excepcional, aunque prefirió no aprovechar su habilidad y en raras ocasiones tocó en público. Tras regresar a París después de pasar casi tres años en Italia, se dio cuenta de que en los principales teatros de ópera parisinos se prefería interpretar el repertorio clásico más arraigado antes que las obras de nuevos compositores. Sus composiciones orquestales y para teclado fueron asimismo ignoradas en su gran mayoría, lo que estancó su carrera por lo que tuvo que ganarse la vida principalmente mediante arreglos y transcripciones de la música de otros. En su busca del ansiado éxito, comenzó varios proyectos teatrales durante la década de 1860, muchos de los cuales abandonó. Ninguna de las dos óperas que se llegaron a escenificar —Los pescadores de perlas y La bella muchacha de Perth— tuvieron éxito de inmediato.

Carmen es una ópera dramática en tres actos con música de Georges Bizet y libreto en francés de Ludovic Halévy y Henri Meilhac, basado en la novela Carmen de Prosper Mérimée, publicada por vez primera en 1845,​ la cual a su vez posiblemente estuviera influida por el poema narrativo Los gitanos (1824) de Aleksandr Pushkin.​ Mérimée había leído el poema en ruso en 1840 y lo tradujo al francés en 1852.

La ópera se estrenó en la Opéra-Comique de París el 3 de marzo de 1875, recibiendo valoraciones negativas de la mayoría de los críticos.​ Estuvo a punto de retirarse casi después de su cuarta o quinta representación, y aunque esto se evitó y al final llegó a las 48 representaciones en su primera temporada, hizo poco para subir los decaídos ingresos de la Opéra-Comique. Cerca del final de su temporada, el teatro regalaba entradas para incrementar la audiencia. Bizet murió de un ataque al corazón, a los 36 años de edad, el 3 de junio de 1875, sin llegar a saber nunca cuán popular iba a ser Carmen. En octubre de 1875 fue producida en Viena, con éxito de público y crítica, lo que marcó el inicio de su popularidad mundial.7 No se representó de nuevo en la Opéra-Comique hasta 1883.

Esta última ópera de Bizet no solo transformó el género de la opéra-comique, que había permanecido estático a lo largo de medio siglo, sino que virtualmente puso fin al mismo. En unos pocos años, desapareció la tradicional distinción entre la ópera (seria, heroica y declamatoria) y opéra-comique (ligera, burguesa y con diálogos hablados). Más aún, Carmen alimentó un movimiento que iba a ganar tanto celebridad como notoriedad, primero en Italia y luego en el resto del mundo: el culto por el realismo conocido como verismo.

La temprana muerte de Bizet, y la negligencia de sus herederos y editores llevó a grandes problemas sobre los textos para los estudiosos y los intérpretes, como ocurrió con el resto de sus óperas, y solo empezaron a encontrarse soluciones en los sesenta.

La historia de Carmen está ambientada en Sevilla alrededor de 1820, y la protagoniza una bella gitana de temperamento fiero. Carmen, libre con su amor, seduce al cabo don José, un soldado inexperto. La relación de Carmen con el cabo motiva que este rechace su anterior amor, se amotine contra su superior y como desertor se una a un grupo de contrabandistas. Finalmente, cuando ella vuelca su amor en el torero Escamillo, los celos impulsan a don José a asesinarla. Desde este enlace pueden disfrutar de su aria "La fleur que tu m'avais jetée", , interpretada por el tenor Roberto Alagna. 



Fotograma de una representación de la ópera Carmen


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El pintor Pedro Pablo Rubens


Peter Paul Rubens (1577-1640) fue un pintor barroco de la escuela flamenca. Su estilo exuberante enfatiza el dinamismo, el color y la sensualidad. Sus principales influencias procedieron del arte de la Antigua Grecia, de la Antigua Roma y de la pintura renacentista, en especial de Leonardo da Vinci, de Miguel Ángel, del que admiraba su representación de la anatomía,​ y sobre todo de Tiziano, al que siempre consideró su maestro y del que afirmó «con él, la pintura ha encontrado su esencia». Fue el pintor favorito del rey Felipe IV de España, su principal cliente, que le encargó decenas de obras para decorar sus palacios y fue el mayor comprador en la almoneda de los bienes del artista que se realizó tras su fallecimiento. Como consecuencia de esto, la mayor colección de obras de Rubens se conserva hoy en el Museo del Prado, con unos noventa cuadros, la gran mayoría procedentes de la Colección Real.

"La muerte de Adonis" fue realizado por Rubens después de la estancia del pintor en Italia,​ hacia 1614. Se encuentra en el Museo de Israel, en Jerusalén. Se trata de un oleo sobre lienzo de 325 x 212 cm. Representa el episodio mitológico de la muerte del dios Adonis por los colmillos de un jabalí enviado por Artemisa. Es uno de los momentos más representados en la historia del arte, por ejemplo por Juan Bautista Martínez del Mazo,​ Poussin o Ribera. En la escena se ve a Adonis ensangrentado, rodeado por Venus (equivalente romana de la diosa griega Afrodita), Cupido (dios romano correspondiente en parte al griego Eros) y las Tres Gracias (equivalentes romanas de las Cárites).




La muerte de Adonis (1614). Museo de Israel, Jerusalén


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