Mostrando entradas con la etiqueta Filosofía. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Filosofía. Mostrar todas las entradas

martes, 28 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] La secreción psíquica





Iván Petróvich Pávlov (1849-1936), comenta el filósofo Antonio Escohotado en El Mundo, que había recibido el premio Nobel de 1904 por sus estudios sobre fisiología de la digestión, era uno de los principales aspirantes al paseíllo desde el golpe de Estado bolchevique, dada su condición de burgués acomodado y una viva oposición al nuevo régimen. Sin embargo, Lenin -y luego Stalin- se ocuparon de que su Instituto de Medicina Experimental siguiese recibiendo subvenciones generosas, y al firmar su Decreto sobre Raciones (1919) el primero estableció que tanto él como su esposa recibirían "una ración igual en caloricidad a dos raciones académicas". Lenin le otorgó el privilegio añadido de retener derechos de autor en Rusia y el resto del mundo, explicando que sus estudios sobre acciones reflejas involuntarias eran la mejor prueba de que "todo depende de la organización". 

Institucionalizado algo después como conductismo por psicólogos anglosajones, el núcleo originario de sus hallazgos fueron estudios meticulosos sobre la glándula salivar de perros, pues el hecho de activarse antes de comer le sugirió llamarla "psíquica". Todos estamos al corriente de que sus perros -muchas veces sometidos a la espantosa crueldad llamada vivisección- obraban como si tuviesen alimento en un plato sin necesidad de tenerlo, en función de ruidos y descargas eléctricas; pero solo los informados saben que ilustró ante todo la llamada inhibición transmarginal (ITM), comprobando cómo reaccionaban cuatro distintos temperamentos -desde el más fuerte al más débil- ante estímulos abrumadores de estrés o dolor provocados por electroshocks. 

Fruto de investigar la ITM han sido hasta 10 «elementos de control», usados no solo en centros de tortura y tratamiento psiquiátrico, sino en todo tipo de instituciones educativas, oficinas de reclutamiento y empresas dedicadas a crear prosélitos "blindados", entendiendo por ello personas convencidas mediante condicionamiento -manipulando factores externos- en vez de persuadidas con razones. Por ejemplo, la pretensión de confundir a los homosexuales con enfermos suscitó tratamientos como ver cine X gay y coordinar cada clímax con una descarga en los testículos, repitiendo la escena hasta crear un reflejo inhibidor. Si él o ella quisiesen luego echarse una canita al aire, con personas de verdad, dicha reacción involuntaria les impedirá consumar su patológico pecado. 

No obstante, todo el campo del aprendizaje por asociaciones -cuyo denominador común es sustituir la mente por una caja negra situada entre estímulos y respuestas- tiene como límite el refuerzo, pues si tras el clímax no llegase la descarga eléctrica el reflejo se extinguirá. En definitiva, anular la deliberación voluntaria se paga invirtiendo sin pausa en ello, y el crimen de lesa humanidad llamado control antecedente no puede prescindir de controles sucesivos. Quizá solo eso nos defiende del tropel dispuesto a manejar el sistema nervioso ajeno desde su teclado, que merced a técnicas de ITM renovó las maneras de ahogar la libertad ajena. 

Pero propongo detenernos un momento en qué se distingue la «inmersión» catalana de un experimento conductista a lo Pávlov, ya que su complejo de inferioridad/superioridad lleva más de dos décadas ignorando el derecho de todos a recibir información no solo veraz sino ecuánime, sinónimo esto último de la que se orienta a conocer algo ignorado, en vez de confirmar tópicos sectarios. Cuando en vez de usarse para afinar la expresión y entendernos, las lenguas se subvencionan como vehículos de aislamiento, ridículos como telefonoak, bankoak, arteak y sus equivalentes catalanes delatan su pretensión de ponerle puertas al campo, paralela a querer pasar de administradores locales a titulares mesiánicos de una soberanía ilimitada, y sembrar discordia en lugar de concordia. Lo que acaba de ocurrir en Cataluña, si se prefiere Catalunya, podría parecer el gemido de un pueblo expoliado por invasores, y el sempiterno victimismo adobado con inyecciones de propaganda sigue convenciendo a corresponsales tan inclinados hacia ERC como el del New York Times. Sin embargo, de la brutalidad policial desmedida -con "millones de heridos" según un tuit de la CUP del 2 de octubre- hemos pasado a elecciones para precisar cuál es el estado de la opinión pública, sin saber entretanto de nadie concreto acogido al asilo que ofreció aquel mismo día el presidente Maduro. 

Lejos de ser algo resuelto, qué quieren sus electores es un misterio en toda regla, para empezar porque ahora no es mañana ni pasado, y de la campaña asumida por las formaciones unionistas dependerá en buena parte el voto. Dentro de mes y medio, tanto aquel grupo como la humanidad entera habrán dado un paso significativo en la dirección de aclararse, porque operarán a la vez tres factores tradicionalmente disociados: en primer lugar, la idiosincrasia -que desde la perspectiva ITM es el temperamento innato-, en segundo las técnicas avanzadas de control por manipulación de estímulos externos, y en tercer lugar algo tan inédito como un rato de ir viendo la evolución de lo uno y lo otro. Quizá alguien alegue que la única novedad del presente caso es pasar de comicios amañados a fiables; pero le recuerdo que ningún ámbito político conocido -salvo error u omisión mía- se ha independizado por decidirlo parte de sus funcionarios, todos ellos nombrados y remunerados en función del ordenamiento jurídico vigente. Sin rastro de pasado funcionarial, las colonias norteamericanas se independizaron de Inglaterra sabiendo que les costaría una guerra dura e incierta, y Lenin derrocó al gobierno democrático ruso ansiando una guerra civil que permitiera cumplir su plan de limpieza social. En agudo contraste, la clique de Catalunya cree suficiente una clac como la dedicada a aplaudir, abuchear y llorar en calles y teatros, pues dos décadas de invertir a su antojo los fondos públicos le deparó el lugar de quien monta la producción de reflejos condicionados. Un toque de cainismo por aquí, otro de pensamiento débil por allá, y con algo de suerte tomar a broma las leyes pasará por democracia pacífica; en otro caso se equivocan los teóricos del conductismo, y la mente no es una caja negra donde el estímulo incondicionado va transformándose en condicionado a gusto del controlador. Veremos, por tanto, si aderezar los rencores del paleto con ambiciones supremacistas creó una secreción psíquica equiparable a la saliva de animales incapaces de dosificarse el alimento, y si el reflejo automatizado puede o no prescindir del refuerzo inherente a gobernar. 

Hasta el 21 de diciembre se las habrá en igualdad de condiciones con el espíritu de la democracia liberal, que disfruta compitiendo en elocuencia y veracidad con el fanático y el tramposo, pues sus reglas de juego permiten algo tan inaudito para Lenin, Hitler y otros mesías laicos como la candidatura de cualquiera, procesado o no por sedición. Tampoco suspenderán el condicionamiento montado desde primaria para el espectador de TV3 y el cliente de medios afines, ni la eminencia económica del señor Roures, a cuyo juicio Marx no exigió prohibir el trabajo por cuenta propia. Todos los catalanes podrán sopesar imprevistos como la migración masiva de sus empresas, o el denuedo inicial de su president, y el resto de los españoles sabremos a ciencia cierta hasta dónde llega el poder de mecanismos ITM aplicados al fomento de la rabia. Un escenario posible es que la persuasión gane terreno al condicionamiento, aunque no será sin el concurso inteligente y coordinado de las formaciones políticas dispuestas a respetar el derecho. 



Dibujo de Ajubel para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt





Entrada núm. 4053
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 13 de octubre de 2017

[Pensamiento] Existencialismo. Una filosofía vivida





Es bien conocida la aptitud de los escritores británicos para la biografía. Seguramente, sin ella y sin los modelos que ha ido estableciendo a lo largo del tiempo, un libro como este sería impensable: un libro que no nos cuenta una vida, sino varias, pero que a través de ese relato pretende iluminar una doctrina filosófica, el existencialismo, cuya historia, según la autora, es en cierto modo la historia de todo un siglo europeo, comenta en el último número de Revista de Libros el catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, José Luis Pardo, reseñando el libro de Sarah Bakewell titulado En el café de los existencialistas. Sexo, café y cigarrillos o cuando filosofar era provocador (Ariel, Barcelona, 2016).

Estamos, pues, ante una biografía del existencialismo y no ante un ensayo o un manual acerca de esta corriente, comienza diciendo el profesor Pardo. Es un libro lleno de anécdotas, pero no es la degradación del concepto en anécdota, sino que aspira al rigor filosófico y, sobre todo, histórico, está lleno de detalles contextuales importantes y de fechas y lugares útiles para situar a los personajes y, además, nos presenta con habilidad y cuidado a los hombres y las mujeres que están detrás de las ideas, algo que no tiene por qué ser trivial ni reducirse a lo meramente superficial. De hecho, el libro cuenta muchas más cosas, y mucho más entretenidas, que las que yo podré evocar en esta reseña.

En este caso concreto, la inspiración confesa de Sarah Bakewell procede de Irish Murdoch, quien durante su propia historia de amor con el existencialismo forjó para él el término filosofía habitada, es decir, filosofía vivida, inscrita en la propia vida de los filósofos. No se trataría, por tanto, de una decisión literaria exterior a la cosa misma, que pretendiera contarnos el existencialismo en una envoltura más amena que la habitual y, en lugar de darnos «la tableta entera» de obras como Ser y tiempo o El ser y la nada, la cortase en mil pedazos para diseminarla «como pepitas de chocolate en una galleta»; si el existencialismo es una filosofía que se esfuerza por captar la vida en sus conceptos, se trataría de abordar esa filosofía de acuerdo con sus exigencias, es decir, a través de las vidas de quienes pensaron dichos conceptos, diluida en la experiencia vital de unos pensadores que, como el Dr. Jekyll, habrían probado en sí mismos la fórmula antes de convertirla en sistema para certificar su viabilidad, aunque ello les llevase a veces a convertirse durante algún tiempo en Mr. Hyde. Y esta es una decisión de escritura a la vez arriesgada y prometedora. Arriesgada porque supone apostar con el lector por una forma de desgranar el existencialismo que aspira a ser en cierto modo más «auténtica» que las exposiciones escolares, o –dicho con mayor modestia– al menos a enseñarnos un rostro del existencialismo distinto del que aparece en sus articulaciones más sistemáticas o académicas. Por este motivo, y aunque la autora reconoce desde el principio que «las dos figuras gigantescas de la historia, inevitablemente, son Heidegger y Sartre», por la amplitud de su complexión y de su significación filosófica, «quizá no son los pensadores que, a fin de cuentas, tienen más que decir». Y ello no sólo porque aparecen en esta historia una gran cantidad de “personajes secundarios” o colaboradores imprescindibles sin los que el relato carecería de sentido (Edmund Husserl, Raymond Aron, Karl Jaspers, Albert Camus o Emmanuel Lévinas, entre muchos otros, «han participado en una conversación multilingüe y múltiple que iba de un extremo al otro del último siglo»), sino porque algunos de ellos adquieren el rango de protagonistas aumentando su estatura por encima de la de las «figuras gigantescas», como sucede notoriamente con Simone de Beauvoir y Maurice Merleau-Ponty.

Y prometedora porque, con este planteamiento, y continuando la línea iniciada con su libro sobre Montaigne, Sarah Bakewell motiva al lector con la idea, siempre atractiva, de que, si se indaga con la adecuada sutileza en la presunta aridez de una doctrina filosófica, puede encontrarse en ella una respuesta a la pregunta de cómo vivir la vida, cómo enfrentarse a las grandes decisiones, cómo elegir el camino que debe tomarse en situaciones difíciles. Esta promesa también es en sí misma arriesgada: puede sonar demasiado a un intento de encandilar al usuario del libro con la propuesta de hallar en una teoría la solución para los problemas cotidianos, algo más propio del catecismo que del pensamiento crítico. Pero en justicia hay que reconocer que no es esa exactamente la ambición del libro. Lo que este promete es que, si comprendemos el modo en que estos pensadores habitaron sus ideas, es decir, el modo en que esas ideas se mezclaron en sus vidas y las transformaron o fueron transformadas por ellas, quizá comprendamos cómo podemos nosotros habitarlas (o, al menos, quedemos facultados para decidir que hoy son inhabitables) y, más en general, nos hagamos cargo del problema de la habitabilidad de las ideas filosóficas, e incluso de la posibilidad de utilizar esa habitabilidad como criterio de juicio de las mismas.

Así pues, aunque el café imaginario en el que se ubican todos los actores de este drama es, sin duda, un café parisiense, la conversación existencialista no se pone en marcha más que cuando resuenan en sus paredes los ecos de una consigna lanzada a principios del siglo XX por Edmund Husserl en la brumosa Friburgo: «¡A las cosas mismas!» Uno de los primeros en llevar a París noticias de esta consigna había sido Emmanuel Lévinas, pero Sartre y Simone de Beauvoir no tuvieron conocimiento de la fenomenología hasta comienzos de la década de 1930, cuando se lo comunicó de primera mano Raymond Aron, antiguo amigo y compañero de estudios que había pasado un verano en Berlín, cuyos pasos siguió el autor de La náusea en 1933. La fenomenología no es aún el existencialismo, pero no habría habido existencialismo sin la fenomenología. Quizá por ello, porque esta corriente filosófica actúa en el relato como «despertador» intelectual de quienes luego se convertirían en las «estrellas» del existencialismo –aquellos que, después de todo, son los que aparecen dibujados en la portada del libro–, la fenomenología irrumpe en el texto de Bakewell con un aire bastante misterioso, y no se convierte en algo verdaderamente interesante sino cuando Sartre la somete a su «audaz» interpretación.

Antes de ese momento, el perfil de Husserl en este ensayo es el de un oscuro y meticuloso profesor universitario que actúa en sus clases «como un relojero que se hubiera vuelto loco» (según la impresión de uno de sus estudiantes) y se hubiera propuesto desmontar pieza a pieza la maquinaria de la conciencia (después de todo, Hegel había definido la fenomenología como «ciencia de la experiencia de la conciencia»). La autora compara la fenomenología con la cata de vinos experta: en ella no se describen los elementos del vino que tendemos a considerar como «objetivos» (su composición química o su estructura molecular, su temperatura o su densidad), sino más bien su sabor, algo que nos hemos acostumbrado a imaginar como «subjetivo», en el sentido de «privado», «individual» e, incluso, «irreal». Sin embargo, el vino es genuinamente, y ante todo, su sabor, su color y su olor, su tacto en el paladar y su efecto en nosotros, y sólo a partir de esa experiencia originaria tiene sentido investigar su estructura molecular, su composición química o sus usos sociales como explicaciones de ese «ser»; y esto puede aplicarse a toda experiencia de algo, puesto que toda forma de conciencia es siempre conciencia de tal o cual objeto. Se nos dice que la fenomenología posee «un filo sorprendentemente revolucionario» por su capacidad para neutralizar todos los «ismos», que la «reducción fenomenológica» pone entre paréntesis todos los prejuicios ideológicos o religiosos, todos los supuestos abstractos o cientificistas e incluso todas las emociones «intrusivas» y nos entrega la realidad desnuda del fenómeno que hemos de describir en su pureza. Pero ni la narración de las desventuras de Husserl durante la Primera Guerra Mundial, ni la de sus manuscritos durante la Segunda, nos ayudan a comprender cómo, a partir de esa defensa de la «verdad de la experiencia de la conciencia», es posible traspasar el umbral de la psicología descriptiva y convertir la fenomenología en una «filosofía trascendental» o superar el solipsismo al que parece condenarnos, en palabras del propio Husserl:

Y un misterio aún mayor parece envolver la silueta del primer Martin Heidegger («el mago de Messkirch») en las páginas de Bakewell (y, a decir verdad, en muchísimas otras páginas de otros autores). El acento de la narración se pone en el enfrentamiento «edípico» de Heidegger con Husserl (que acabará proponiéndose como tarea «hacer imposible para siempre» una filosofía como la heideggeriana), en el carácter hipnótico de su oratoria (un «torbellino» imparable de preguntas, según los recuerdos de Hans-Georg Gadamer), en el clima de solemnidad en que sumergía a su auditorio («durante un breve instante me sentí como si pudiera atisbar los cimientos del mundo», confiesa uno de sus oyentes en 1929), pero de nuevo es difícil, más allá de la descripción psicológica (o psicopatológica), y de la psicoanalítica novela familiar, comprender estos «efectos escenográficos» a partir del resumen que en el libro encontramos de su idea filosófica central, la llamada «diferencia ontológica». La autora, advirtiéndonos de entrada de que no se trata de una distinción fácil, tiene que recurrir a la lengua alemana para explicarnos el contraste entre Seiende y Sein, porque en inglés no hay más que un solo término (being) para ambas cosas, y adopta para traducirlo una convención gráfica: «una forma de señalar la distinción es usando la mayúscula para el segundo». Una forma de señalar la distinción en inglés, naturalmente, porque en alemán los sustantivos se escriben todos con mayúscula, pero una forma que no es necesaria en castellano, ya que la terminología filosófica acuñada en nuestra lengua traduce desde hace mucho tiempo Seiende por «ente» y Sein por «ser», lo cual, aunque no deja de ser una convención, facilita enormemente la diferenciación (que es la principal motivación de Heidegger) entre lo «ontológico» y lo «óntico». Lo «ontológico» es aquello de lo que se ocupa la filosofía desde los tiempos de Platón y Aristóteles, y tiene que ver con la investigación sobre el horizonte de sentido en el cual adquieren significación las cosas que se nos aparecen en el mundo; lo «óntico», por el contrario, es aquello de lo que se ocupan las ciencias, es decir, la investigación de las cosas que se aparecen en ese horizonte de significación, pero no del horizonte mismo. Y aunque no habría cosas si no hubiera horizonte, es decir, aunque las dos investigaciones estén conectadas, no pueden confundirse (como tenemos la impresión de que ocurre en la página 82, donde se define la ontología como lo relativo «a lo que es»). No es, en efecto, una distinción fácil (el lector acaba de vernos fracasar al intentar explicitarla), pero sí es una distinción clara. Como la traducción castellana, siguiendo la versión inglesa, omite el doble uso de «ente» y «ser», el lector que no haya tomado alguna vez «la tableta entera» tiene muchas razones para perderse en las expresiones «el Ser y los seres» y acabar reafirmándose en la «oscuridad» de la que Heidegger tiene tanta fama y en el carácter «a la vez desconcertante e intrigante» y, en definitiva, irracional de su pensamiento, avivado por la afirmación de Bakewell según la cual, en Kant y el problema de la metafísica, Heidegger habría mostrado que la tesis de Kant es «que no podemos tener acceso a la realidad o al verdadero conocimiento de ningún tipo», cosa que resulta, cuando menos, harto discutible para quienes hemos leído esa obra. Pero dejemos la tableta y regresemos a las pepitas dispersas.

Como era de esperar, la intriga se vuelve mucho más animada a partir de 1933, que es en realidad cuando comienza la conversación, aunque el café quede ahora muy lejos. A diferencia de lo que podría sospecharse, la conversación no trata en principio más que de filosofía, porque Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, que estaban en Alemania para empaparse de fenomenología, no tenían más interlocutor que las ideas de Husserl, y en ese momento prestaron poca atención a la inquietante actualidad política centrada en el acceso de Hitler al poder. Quien no tuvo más remedio que prestarle atención fue Heidegger, cuyas implicaciones con el nazismo son bien conocidas. Bakewell narra este episodio con suficiente detalle, sin dejarse nada en el tintero, pero también sin conformarse con la censura moralizante, procurando retratar desde todos los ángulos posibles (la ambigüedad, la ingenuidad, la maldad, la estupidez, la ambición, etc.) los «compromisos», los desencuentros y los desequilibrios de Heidegger. Ella no toma partido en la controvertida (y acaso finalmente estéril) cuestión de si de las ideas de Heidegger se «deducía» o no esa manera de «habitarlas» que cristaliza en sus posiciones políticas, pero ofrece al lector un primer aviso de que la filosofía, incluso la más elevada y profunda, no es, al revés de lo que a menudo sostienen sus defensores más líricos, un seguro contra la majadería y el disparate, y de que no contiene la respuesta correcta a la pregunta acerca de cómo vivir la vida.

Pero Heidegger entró en conversación (sólo libresca) con Sartre algo más tarde y, en esa medida, también ingresó en el café de los existencialistas de un modo nada ortodoxo, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando el segundo leía al primero (Ser y tiempo) en un campo alemán de prisioneros cerca de la casa natal de Karl Marx. Bakewell nos recuerda que, por mucho que Sartre estuviese inmerso en meditaciones metafísicas (pasó buena parte de la guerra escribiendo su «ensayo de ontología fenomenológica»), según le había escrito a Simone de Beauvoir, su lectura de Heidegger tuvo que tener componentes políticos e históricos: entendió el tratado del pensador alemán no sólo como una obra de ontología, sino también como una respuesta filosófica a la Alemania derrotada en la Primera Guerra Mundial, y empezó a tomar anotaciones para hacer algo parecido con respecto a la Francia (hasta ese momento) derrotada y ocupada en la Segunda. No puede explicarse El ser y la nada únicamente a partir de esta clave, pero sí es posible comprender gracias a ella, al menos en parte, el reconocimiento generalizado obtenido por esta obra (así como la oscuridad en que tuvo que desenvolverse el pensamiento del «segundo Heidegger»). El descubrimiento que Husserl no pudo perdonar a Heidegger fue, en definitiva, el descubrimiento de la existencia en su facticidad y, a la vez, en su libertad, algo que ninguna «reducción fenomenológica» podía poner entre paréntesis. Sartre hizo de ese descubrimiento –popularmente percibido con los tintes del «pesimismo», del «nihilismo» y de la «angustia existencial», por sus connotaciones de ateísmo– la revelación que la Europa destruida material y moralmente por la guerra necesitaba oír: la noticia de que el hombre era responsable de todo ese desastre, de que no podía ampararse en ningún determinismo o excusarse con respecto a sus culpas, pero que también el hombre es libre para actuar de otra manera, para construir otro mundo a partir de las ruinas, porque la historia no está aún decidida, porque no hay ninguna esencia determinada del hombre que fije para siempre su existencia.

Antes de eso, sin duda, vino La náusea, publicada en 1938. En ella sí que aparecía un café –aunque no parisiense, sino destartalado y provinciano– en el que resonaba el jazz y, más concretamente, la alegre Some of these days, una canción de Shelton Brooks popularizada a principios del siglo XX por Sophie Tucker. Su protagonista, Roquentin, haciendo una hipótesis descabellada sobre su origen (la imagina compuesta por un judío neoyorquino para una cantante negra, cuando en realidad la escribió un afrocanadiense para una cantante judía), la convierte en una experiencia de salvación, porque su melodía impugna la temporalidad ordinaria de los clientes del café, niega la situación oficial e instaura, durante unos minutos, una cadencia rítmica libre y liberadora, que se yergue sobre la pastosa y miserable realidad cotidiana de sus condiciones materiales. Cuando la canción acaba y las condiciones materiales recobran su vigencia (el microsurco, la aguja del tocadiscos, la cerveza tibia sobre la mesa), la náusea de la existencia se extiende de nuevo sobre el café en toda su pesada facticidad. Roquentin termina la novela confesando que le gustaría hacer algo así, que se daría por satisfecho si pudiera producir algo como Some of these days. Es claro que Sartre, y los camaradas que lo acompañaron en su aventura, querían producir esa liberación, que era aún más urgente para ellos porque vivían en el mundo privado de libertad de la guerra y de la ocupación nazi. Y lo es asimismo que la liberación del fascismo –que sin duda consideraban indispensable– era para ellos sólo el símbolo de una liberación más amplia, la liberación de lo que tantas veces Sartre llamaría «el mundo burgués». «Todos los escritores de origen burgués han conocido la tentación de la irresponsabilidad; desde hace un siglo, esta tentación constituye una tradición en la carrera de las letras», escribió Sartre. Y claro está que, para él, se trataba de acabar con esa irresponsabilidad.

«En lo que respecta a los títulos –escribe Bakewell–, el de la última e inacabada obra de Husserl, La crisis de las ciencias europeas, no resulta tan seductor como La náusea. Pero la palabra que lo encabezaba, “crisis”, resume perfectamente la Europa de mediados de los treinta». Y también, sin duda, la de mediados de los cuarenta. Husserl, Heidegger y el mismo Sartre se habían criado en un mundo en el cual el reconocimiento académico de una obra filosófica procuraba al intelectual una autoridad socialmente indiscutible. El hecho de que el propio Heidegger se decidiese a comprometerse con el nazismo es un primer síntoma de que, por alguna razón, esa autoridad había entrado en crisis y se necesitaba algo más que reconocimiento filosófico para alcanzar influencia social, que la filosofía necesitaba de la política para realizarse en el mundo. Debió de ser un sentimiento parecido el que llevó a Sartre o a Simone de Beauvoir a escribir novelas, obras de teatro y artículos de prensa, o a organizar emisiones radiofónicas, es decir, la necesidad de comunicar con la sociedad sin las mediaciones institucionales hasta ese momento establecidas. Probablemente La náusea no es una gran novela y, de hecho, desde el principio fue percibida como una novela «filosófica», es decir, un texto que encerraba un mensaje extraliterario en una forma literaria. Pero con ella, como con sus multitudinarias conferencias y, enseguida, con la revista Les Temps Modernes, Sartre expresaba su vocación de agitación. Él, que nunca fue un académico en sentido estricto, necesitaba una filosofía –la que él mismo capitaneó bajo el nombre de «existencialismo»– que trascendiese los límites de la academia para volverse mundana; él, que quería ser el filósofo de la liberación, necesitaba que la liberación no fuese solamente cosa de filósofos. Por eso, entre otras cosas, estableció durante un tiempo una alianza con Albert Camus, y por eso también rompió con él cuando empezó a considerarlo un rival incómodo. Y esta es también la razón de que a Bakewell le resulte mucho más fácil encontrar una «filosofía habitada» en los casos de Sartre, Beauvoir o Camus que en los de Husserl o Heidegger, porque la de los primeros está llena de personajes narrativos que nos permiten imaginar las vidas de los «existencialistas» como un drama o una novela y, en ese sentido, nos dejan habitar sus ideas con más comodidad que la que imponen las frías y desiertas estancias de las Investigaciones lógicas o de la Introducción a la metafísica.

En cierto sentido, después de las guerras mundiales, no se podía confiar ya en el reconocimiento académico para que la filosofía tuviese un alcance extrauniversitario y una autoridad moral y social (pensemos no sólo en Sartre, que siempre estuvo –cómodamente– fuera de la academia, no sólo en Heidegger, que perdió la venia docendi por su pasado político, sino también en Ortega y Gasset, expulsado de su cátedra de Metafísica e intentando construir en la España franquista un «Instituto de Humanidades» independiente para llevar la filosofía a los nuevos públicos). Así que, como antes había hecho Heidegger, también Sartre y los suyos pensaron que la filosofía no podía confiar únicamente en la literatura para trascender los límites de la academia, sino que tenía que contar con la política, en cuyo puente de mando se fraguaba el drama de la historia humana. Y de ahí toda la serie de «compromisos» en los que Sartre, como dice la autora del libro, «se prodigó de manera alarmante» a partir de 1950: su acercamiento al partido comunista tras un viaje a la Unión Soviética seguido de entusiastas declaraciones sobre la «libertad soviética» (cuya falsedad reconocería más tarde), su complicidad con el Frente de Liberación Nacional de Argelia, con Fanon, con la Cuba de Castro, con la Indochina de Giap y Hô Chi Minh, o con el maoísmo de 1968. Muchos de sus antiguos compañeros de café lo abandonaron por el camino: entre otros, Albert Camus, Maurice Merleau-Ponty o Raymond Aron, que inicialmente se habían adherido al comunismo, pero que se alejaron de él en cuanto comprendieron su naturaleza. Con respecto a Aron, autor de un libro implacable contra los «escritores comunistas» –El opio de los intelectuales–, que le valió durante años una horrible reputación de reaccionario, Bakewell nos recuerda una conocida anécdota de 1976, cuando todo el mundo reconocía en privado los errores de Sartre y los aciertos de sus críticos, pero seguía apoyándolo públicamente porque –se decía– «es preferible estar equivocado y salir victorioso con Sartre que tener razón y ser derrotado con Aron».

Como ya he dicho al principio, destacan en esta galería de retratos dos que, por quedar frecuentemente –pero no justamente– eclipsados por figuras en apariencia más prominentes, merecen atención. Uno es el de Maurice Merleau-Ponty, «el filósofo bailarín», en palabras de Bakewell, de cuya envergadura filosófica y exquisita prosa dan buena cuenta obras como Fenomenología de la percepción o Signos, pero de quien el libro nos aporta una semblanza personal y un esbozo de su historia que le hacen aparecer bastante más humano que muchos de sus hercúleos e inflexibles colegas, que eran mucho más amigos de sus amigos que de la verdad. El otro es el de Simone de Beauvoir. Y aquí no se trata tanto del relato de su vida, que es impecable como todos los que recoge el libro, sino de la constatación, no siempre suficientemente aceptada, de que su libro El segundo sexo representa un acontecimiento de una importancia fundamental para la historia de nuestro presente y de que sus consecuencias han sido determinantes para el pensamiento contemporáneo, mucho más, seguramente, que las de todas las demás obras «existencialistas» citadas en el libro de Bakewell. Dos ejemplos de ideas habitables a largo plazo.

Dejo al lector una última cuestión para que juzgue si es o no importante, y al director la sugerencia de abrir sobre ella un concurso público: ¿qué significado hemos de atribuir al hecho de que, en la edición original inglesa, este libro llevase el subtítulo «Libertad, ser y cócteles de albaricoque», mientras que en la edición castellana este subtítulo se ha convertido en «Sexo, café y cigarrillos, o cuando filosofar era provocador» (teniendo en cuenta, quizá, que tan solo tres meses antes de aparecer la traducción se había producido la votación del Brexit)?, concluye diciendo.


Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir en el Café de Flore, de París


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt





Entrada núm. 3913
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 22 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Qué bien estamos en nuestro pequeño jardín dogmático





Lucía Méndez Prada (1960) es una periodista y analista política española, redactora-jefe de Opinión del diario El Mundo, escribía hace unos días sobre la propensión de algunos grandes intelectuales europeos a dejarse fascinar por las ideologías totalitarias de su época. 

Mark Lilla, comienza diciendo, profesor de Humanidades de la Universidad de Columbia, es uno de los ensayistas políticos de moda en esta parte del mundo. Dos días antes de los atentados del 11-S, publicó Pensadores temerarios, un libro sobre algunos grandes intelectuales europeos fascinados de algún modo por las ideologías totalitarias del momento. Entre ellos, Martin Heidegger, Carl Schmitt o Michel Foucault. La obra ha sido reeditada en España por Debate con un epílogo del autor en el que hace un diagnóstico pesimista sobre el "superficial y desorientado" pensamiento político en Occidente. Lilla, que no esconde sus simpatías por el liberalismo, es crítico, sin embargo, con quienes se aferran "al dogma" de los "principios liberales y no avanzan más allá", porque "carecen de conciencia de las debilidades de la democracia y de cómo pueden producir hostilidad y resentimiento".

Lilla censura la nueva hybris de los pensadores actuales, distinta de la que padecían Heidegger o Schmitt, que consiste en obviar «a la gente que vive fuera del jardín encantado» donde cada intelectual reflexiona en torno a sí mismo."

Todos notamos -dice- que se están produciendo cambios. Pero carecemos de los conceptos e incluso el vocabulario adecuado para describir el mundo. De manera todavía más preocupante, carecemos de conciencia de que carecemos de ellos. Una nube de testaruda ignorancia parece haberse instalado sobre nuestra vida intelectual".

Desde este modesto lugar, contemplo a mi alrededor el mismo fenómeno que describe Mark Lilla. Percibo "una nube de testaruda ignorancia", de "dogmas" y de "prejuicios" que simplifican la realidad en el debate público y en las tribunas mediáticas. En la política y en el periodismo. Cada uno en su jardín dedicado a regar tranquilamente sus pensamientos, sin asomarse más allá de la valla para saber que existen otras realidades. Y que es necesario mezclarse con ellas para tener conciencia de cómo y por qué nuestro paisaje idílico de progreso y democracia se está nublando de miedo, ira, desigualdad, ansiedad y resentimiento. Igual es muy simple concluir que la gente se ha vuelto loca.

Lilla cuenta que cuando explica sus alumnos jóvenes la historia de las ideas se siente como "un poeta ciego que canta una Atlántida perdida". ¡Cómo le entendemos!, concluye diciendo Lucía Méndez. Tiene razón, qué bien se vive dentro de nuestro pequeño jardín dogmático...



Dibujo de Ajubel para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt



HArendt






Entrada núm. 3851
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 30 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Libre albedrío





La filosofía, y algunas religiones como la cristiana, definen el libre albedrío como aquella facultad del ser humano que le permite obrar según considere y elija. Lo que significa que las personas tienen libertad natural para tomar sus propias decisiones sin estar sujetos a presiones, necesidades, limitaciones o a una predeterminación divina, haciéndolas así responsables de sus actos.

Algunas personas, como el médico, escritor y periodista Pedro J. Bosch, no tienen reparo en afirmar que tenemos que desengañarnos con Donald Trump y con los prebostes del partido republicano que lo sustentan, pues aunque parezca que hayan hecho una inquietante dimisión del libre albedrío, ni Trump está loco ni los republicanos son una reata de mostrencos, sino que saben perfectamente lo que hacen y por qué. 

Cuando hace más de una década, comienza diciendo el doctor Bosch, el reconocido lingüista George Lakoff nos sorprendía con su librito No pienses en un elefante, centrado en el lenguaje político de los conservadores norteamericanos, en general nos lo tomamos a beneficio de inventario, como el ensayo ingenioso que era, un ejercicio intelectual novedoso y atractivo pero claramente alejado de la realidad para los ojos de los progresistas, beatíficamente confiados en que la verdad nos hará libres, y en la ingenua presunción de que si contamos a los ciudadanos los hechos sin engaños, como seres racionales que son, sacarán las conclusiones acertadas y votarán en consecuencia.

Hoy ya sabemos que la tesis de Lakoff tenía poco de boutade y mucho de premonición. Nos burlábamos de las excentricidades del tea party, una especie de caricatura de los postulados más rancios del republicanismo americano y de la derecha casposa en general, convencidos de que ningún ser pensante sería capaz de votar contra sus propios intereses. ¿Quién con responsabilidades de gobierno bloquearía los avances en la lucha contra los estragos del cambio climático y la investigación de nuevas fuentes energéticas? ¿Quién osaría dejar sin asistencia sanitaria a más de veinte millones de personas sin tener un plan alternativo? ¿Qué gobernante en su sano juicio de un país inequívocamente democrático la emprendería a insultos y descalificaciones de la prensa libre y de calidad? ¿Sería verosímil que el electorado de un país civilizado eligiera a un patán pendenciero y sin ninguna experiencia política para desempeñar la más alta magistratura del país líder del mundo libre?

Nos cuenta Lakoff que los conservadores han invertido billones de dólares desde los años setenta en think tanks para financiar investigadores y encuentros dedicados a estudiar la mejor forma de estructurar y comunicar sus ideas y de destruir las posibilidades de sus adversarios ideológicos, los progresistas. Para ello se valen de la sugestiva teoría de los marcos mentales que formarían parte de las estructuras profundas de nuestro cerebro a las que no podemos acceder conscientemente, pero que conocemos por sus consecuencias. Como por ejemplo nuestro modo de razonar y lo que llamamos sentido común, expresión tan del gusto de nuestro presidente de Gobierno Mariano Rajoy junto con otras marcas de la casa como “ocuparse de las cosas que realmente preocupan a la gente” o esos ubicuos “líos” que entorpecen la labor de gobierno de la “mayoría natural”. Los “valores morales” y las emociones por encima de los hechos son la apuesta ganadora de esos “tanques de ideas”, entre otras cosas porque para dar sentido a esos hechos necesitamos que encajen con lo que ya fuertemente enraizado en nuestro cerebro. De ahí a los famosos “hechos alternativos” solo había un paso…

¿Quién puede dudar ahora del éxito de los marcos mentales de los republicanos, llevado al éxtasis con el advenimiento del trumpismo? Si al principio fue el elefante, la marca del partido, animal tan grandote del que es difícil sustraerse, luego pasan al padre severo que castiga a los díscolos de la familia frente a la blandenguería progresista del padre protector, la verdad y la utópica y nociva igualdad. De ahí pasamos al actual aquelarre de las emociones por encima de la racionalidad, la relativización de la verdad (“si no le gusta tengo otra”) y la sustitución del debate político por la batalla de “valores”, en el magma de una pavorosa infantilización de los votantes. Desengañémonos: ni Trump está loco ni los republicanos son una reata de mostrencos. Saben perfectamente lo que hacen y por qué, es decir, implementar el programa más de derechas posible sin tratar de razonarlo ni de darle visos de credibilidad (las dificultades del trumpcare son significativas) y hacerlo incluso con crueldad, sin atisbos de aquel capitalismo compasivo del que hablaba con escaso convencimiento George Bush Jr. Ahora, por fin sin caretas: leña al moro, al diferente, al gobernante más o menos progre, al periodismo de calidad y al sursum corda.

Y al llegar a este punto de reconocimiento del éxito del republicanismo extremo en Norteamérica (nada de lo que ocurra en USA puede sernos ajeno), hay que preguntarse si en esta OPNI (Objeto Político No Identificado) que es Europa, al decir del antiguo presidente de la Comisión Jacques Delors, estamos vacunados contra esa política aparentemente “sencilla, sin líos, para la gente normal” y cuya prioridad es que las cuentas cuadren, y que no se pongan trabas a la gran marcha de los triunfadores hacia la felicidad global, o bien si estamos sucumbiendo insidiosamente a las verdaderas intenciones de la derecha cósmica: Estado pequeño o mínimo, impuestos bajos e irrestricta libertad de movimientos para el capital y los empresarios “salvadores”.

Si en Europa el término “liberal” se dedica por lo general a partidos centristas de diferente signo, y en Estados Unidos se utiliza desdeñosamente para referirse a la izquierda, en España, lo han adoptado los partidarios de ese Estado pequeño e impuestos bajos y discurso eminentemente economicista, es decir, los correligionarios de Donald Trump que, aunque critican (con tiento y mesura) las peligrosas astracanadas del empresario neoyorquino, no dejan de complacerse con su “ideología” aunque esté a años luz de su praxis. Porque ya me dirán qué tiene de “liberal” (en el sentido español del término) la debilidad trumpiana por las tarifas aduaneras, sus impedimentos a que las empresas se ubiquen donde les parezca o su aversión a los tratados internacionales de libre comercio (?), por no hablar de sus proverbiales resistencias -tan poco liberales- a reconocer la diversidad racial, sexual o religiosa.

Todo ello nos lleva de nuevo a los marcos mentales o estructuras neuronales profundas que condicionan nuestras ideologías mucho más que la racionalidad o en algunos casos incluso la propia conveniencia, lo cual no es exclusivo de la derecha sino de lo que sabe bastante la izquierda asilvestrada (que se lo pregunten a los venezolanos y sus corifeos). Parece como si los humanos nos empeñáramos en corroborar las modernas teorías que cuestionan el libre albedrío en base a hallazgos modernos de la investigación del cerebro que sugieren que hasta las decisiones que tomamos conscientemente y luego determinan nuestras acciones han sido ya preelaboradas inconscientemente…

¿Es verdaderamente libre nuestra voluntad? ¿Son irracionales nuestras ideologías? ¿Votamos racionalmente o estamos obedeciendo a nuestros profundos marcos mentales? ¿Lo hacemos en base a compartir unas propuestas o por tocarles las gónadas a los otros sean los “progres” o los “liberales”? ¿Es racional este artículo o está urdido en las zonas más primarias de mi cerebro, intoxicadas presuntamente por décadas de persuasiones subliminales? ¿Existe realmente el libre albedrío o somos simplemente la suma de unas decisiones…predeterminadas por tecno algoritmos? Arduas cuestiones… ¿Aporías?, concluye preguntándose Pedro J. Bosch.



Donald Trump



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3780
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 18 de julio de 2017

[Pensamiento] La nueva querella entre los antiguos y los modernos





El balance crítico de la modernidad es un tema, recurrente como pocos, en el pensamiento contemporáneo, dice Ramón Rodríguez, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense reseñando en Revista de Libros El reino del hombre. Génesis y fracaso del proyecto moderno (Madrid, Encuentro, 2016), la publicación más reciente de Rémi Brague, profesor de Filosofía Medieval en la Sorbona de París y de Historia del Cristianismo Europeo en la Ludwig-Maximilians-Universität de Munich, además de director del centro de investigación "Tradición del Pensamiento Clásico" de la Sorbona.

Desde la época de entreguerras, cuando la idea de una crisis generalizada de civilización se abatió sobre la conciencia europea, la filosofía no ha dejado de dar vueltas en torno a la herencia de la Modernidad, un término poco claro, incluso cronológicamente, pero capaz de llenar de reflexiones, críticas y apologéticas, miles y miles de páginas en los más diversos tonos y estilos. Va ya para un siglo ese constante ajuste de cuentas con la época llamada «moderna», en cuyo despliegue son tantos los enfoques con que se ha llevado a cabo que resulta difícil intentar siquiera una somera enumeración. El reino del hombre se integra plenamente en este vasto campo, pero lo hace con algunas peculiaridades que lo destacan y en las que merece la pena fijar la atención. Ante todo, porque Rémi Brague es un historiador de las filosofías griega y medieval, sobre las que versa el grueso de su obra, con grandes trabajos sobre cristianismo, judaísmo e islam, internacionalmente reconocidos, y no del pensamiento moderno. Resulta por eso atractivo comprobar cuál es la visión de la modernidad que surge de una inevitable comparación con aquello de lo que ella justamente pretende distinguirse.

Por otro lado, Rémi Brague, aunque ha dado a luz ensayos de indudable relieve, como su conocido Europa, la vía romana, es esencialmente historiador, y en pocos lugares se nota tanto esta impronta como en El reino del hombre, donde el material histórico de textos y contextos traídos a colación es sencillamente abrumador. Y es que el libro no es una «obra de tesis», no destaca por la novedad de sus tesis o interpretaciones, sino por la elección del contenido y el modo como es presentado. Última etapa de una trilogía en la que el autor examinó primero La sabiduría del mundo, esto es, la concepción del universo y del hombre propia de la Antigüedad, y luego, en La ley de Dios, la acción humana a partir de una norma recibida de lo divino, visión propia de las tres grandes religiones del mundo medieval, la consideración que El reino del hombre dedica a la «Modernidad» no carece de supuestos, no es una pura exposición de los caracteres de lo moderno, sino que se desarrolla sobre el resultado de las indagaciones anteriores en los mundos que la precedieron. Esta es la primera peculiaridad del libro que comentamos: que no opera con el supuesto tácito habitual de que la Modernidad significa la salida de la oscuridad medieval mediante unas Luces que dejan ver por fin la auténtica figura del ser humano. Más bien supone el enfoque contrario: es la proveniencia del mundo antiguo y medieval lo que ilumina el sentido y el alcance del proyecto moderno. Sin duda, este cambio de enfoque hermenéutico obedece a la cautela del historiador de no adoptar sin más la comprensión que la Modernidad tiene de sí misma y que tan bien expresa la citada metáfora de las Luces, cuyo resultado inevitable es la habitual visión deformadora de la Edad Media; pero ese principio hermenéutico es, a la vez, un principio ideológico, en el sentido de que pone en juego una confrontación de ideas, determinadas tesis ya no meramente descriptivas: en una palabra, una evaluación filosófica del núcleo básico de las ideas modernas. Por ello puede Brague subtitular su libro «Génesis y fracaso del proyecto moderno». Mientras que «génesis» es un término neutro que busca poner de relieve cómo en la «oscuridad» medieval hay prefiguraciones claras de ideas modernas, «fracaso» es un término valorativo, aunque ambiguo, pues puede tan solo indicar que los resultados de la modernidad contradicen sus propias pretensiones, lo que es más bien una constatación, pero también que ha ofrecido una imagen distorsionada de la realidad humana. El reino del hombre sostiene las dos cosas y, en este sentido, toma posición, contiene un enjuiciamiento del «proyecto moderno». Su cara más fuerte, la imagen distorsionada que la modernidad da de lo humano, deriva de «las consecuencias funestas» que entraña el abandono por el proyecto moderno de todo contexto para el saber sobre el hombre. La idea moderna de autonomía ha hecho posible la abstracción de considerar al hombre a partir exclusivamente de sí mismo, retirando todo significado a su inserción en un contexto natural y religioso del que recibía la medida de su acción. Este contexto determinaba que la empresa que siempre es la vida humana se entendiera más bien como tarea, como cometido que cumplir y del que el hombre es único responsable; la noción moderna de proyecto, que se impone paulatinamente, acentúa, por el contrario, la idea de un impulso cortado de todo origen, vertido hacia posibilidades libremente imaginadas, mediante las que el hombre se recrea constantemente. El «proyecto moderno» es, así, una expresión que denota la «naturaleza» misma de lo humano y, a la vez, la visión imaginada de lo que sería por fin el verdadero «reino del hombre».

Su fracaso es lo que evidencia justamente el atento análisis de su desarrollo, que Brague expone con morosa minuciosidad y un extraordinario acopio de textos, y que consiste, en lo esencial, en la idea ya muchas veces expuesta de la interna «dialéctica autodestructiva» que despliega el proyecto moderno. En la exposición de esta dialéctica, Brague prosigue claramente la línea de los grandes pensadores cristianos que en los albores de la Segunda Guerra Mundial denunciaron el «fraude intrínseco» de la modernidad (Romano Guardini, El ocaso de la Edad Moderna) o la «dialéctica del humanismo antropocéntrico» (Jacques Maritain, Humanismo integral), más que la de la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer. Pues, aunque en ambos modos de consideración se revelan las tendencias destructivas de sus propias pretensiones que el proyecto moderno lleva consigo, la idea subyacente de la pérdida del contexto que suministraban la cosmología antigua o la revelación bíblica, ausente por completo en el diagnóstico de los pensadores francfortianos, aproxima a Brague a la línea de reflexión cristiana citada.

Pero esta doble tesis de fondo no hace justicia al contenido del libro, aunque solo sea porque ocupa un lugar mínimo en el conjunto del texto. Necesaria para hacerse cargo del enfoque general con que se aborda el proyecto moderno, aparece en el libro de manera extraordinariamente contenida, permaneciendo casi siempre implícita, sin que lleve en ningún momento a entrar en debates propiamente dichos. Esta es la segunda peculiaridad de El reino del hombre, que, conteniendo claramente una concepción negativa del proyecto moderno, no entabla con él ningún intento de refutación, ni siquiera una discusión filosófica de fondo. Es eso lo que distingue El reino del hombre de los textos citados de Maritain o Guardini. Menos aún añade esos incómodos comentarios que aleccionan al lector sobre las «maldades» modernas. Por el contrario, son los grandes pensadores modernos los verdaderos protagonistas del texto, quienes tienen constantemente la palabra. Es su propia voz la que va señalando el devenir del proyecto moderno y la que va poco a poco revelando esa dialéctica autodestructiva. El mérito de Brague estriba en la enorme erudición que le permite sacar a la luz múltiples textos, poco habituales muchos de ellos, tanto de autores clásicos como de personajes de segundo orden, cuya elocuencia es tal que no necesita apuntes que lo destaquen y ante los que cabe poca interpretación. Son ellos los que componen lo esencial del texto. Brague se limita a organizar su secuencia: en un primer momento, se muestra cómo «el proyecto moderno» es una nueva configuración de ideas, todas ellas surgidas en el mundo precedente: la dignidad del hombre, el dominio de la naturaleza, la divinización de lo humano. Sigue su despliegue y transformación al hilo de la idea de proyecto: la antigua superioridad estática sobre la naturaleza es ahora una superioridad dinámica que hay incesantemente que conquistar, lo que tiene como condición la «neutralización de la naturaleza», que no tiene ya nada que decir al hombre, puro mecanismo sin significado; el dominio sobre ella adquiere así un nuevo sentido, dando al trabajo y la técnica un papel esencial, a la vez que acentúa su incompatibilidad con la idea de otro Ser Superior, hasta hacer del ateísmo una simple condición de la dignidad humana. Por último, los textos de los pensadores modernos ponen de relieve cómo el proyecto de autonomía radical del ser humano hace posible el surgimiento de ideas que convierten el proyecto inicial en algo muy cercano a su contrario: la idea de la dignidad del hombre es ahora una forma de narcisismo al que la ciencia inflige múltiples heridas hasta hacer de la realidad humana una cosa más de la naturaleza; el dominio sobre la naturaleza se continúa en un dominio del hombre sobre el hombre, justificado de múltiples formas (totalitarismos, ingeniería social, etc.); el supuesto señor del universo pasa a perder incluso la condición de sujeto y es más bien pensado como algo que tiene que ser rehecho por completo y, en último extremo, sustituido por las máquinas.

Todas estas ideas no son nuevas, concluye diciendo el reseñador, y han sido y son objeto de la ya larga discusión sobre la Modernidad que ha ocupado a buena parte de la filosofía contemporánea. Pero su presentación y el modo de abordarlas hacen de El reino del hombre un valioso libro de historia de las ideas, de cuyas páginas el lector sale realmente ilustrado.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3647
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 5 de julio de 2017

[Pensamiento] La trastienda moral de las ideas políticas



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512, Museos Vaticanos)


George Lakoff (Berkeley, 1941) es un investigador norteamericano de lingüística cognitiva. Es profesor de lingüística en la Universidad de California en Berkeley. Fue unos de los fundadores de la Semántica generativa en lingüística en la década de 1960, de la Lingüística cognitiva en los 70, y uno de los investigadores de la Teoría neural del lenguaje durante la década de 1980. Ha sido profesor en las universidades de Harvard y Michigan y en el Center for Advanced Study in the Behavioral Sciences en Stanford, y desde 1972 en la Universidad de California en Berkeley. y luego comparte estudios con el filósofo venezolano Rodolfo Alonzo y con el catedrático uruguayo Miles Ricardi. Lakoff fue miembro fundador del Instituto Rockridge, una organización dedicada a la investigación y la educación, sin ánimo de lucro, orientada especialmente a la reforma social desde una perspectiva progresista. Es también miembro del comité científico de la Fundación IDEAS española.

El profesor de la Universidad de Valencia Mikel Arteta, doctor en Filosofía Moral y Política, reseñaba hace unos días en Revista de Libros una de las últimas publicaciones de Lakoff vertidas al español: Política moral. Cómo piensan progresistas y conservadores (Capitán Swing, Madrid, 2016). Espero que les resulte interesante.

«El ser humano no puede acceder de manera inmediata a su modo de pensamiento más profundo. Han sido necesarios muchos estudios en ciencia cognitiva para determinar los detalles de nuestras visiones morales del mundo. [...] Pese a los muchos cambios acaecidos desde 1996, las visiones del mundo básicas y sus mecanismos siguen ejerciendo un papel importante. Quien siga la actualidad política se topará con ellas a diario»: así pone George Lakoff punto y final al epílogo de la reedición, en 2016, de su ya clásico libro Política moral. Cómo piensan progresistas y conservadores, señala Arteta al comienzo de su reseña. Adscrito a la ciencia cognitiva (que define como el «análisis interdisciplinar de la mente», que «explora el funcionamiento de la visión, la memoria, la atención, el lenguaje y el razonamiento en la vida diaria») y, concretamente, a la lingüística cognitiva (preocupada por la conceptualización, el razonamiento y el lenguaje en la vida diaria), Lakoff parte de que nuestras inclinaciones políticas son deudoras de visiones morales del mundo. Heredamos y aplicamos estas visiones de forma inconsciente, mediante un sistema de conceptos cuya relación interna se nos escapa, pero que enmarca nuestro pensamiento a un nivel ideológico, es decir, ni reflexivo ni empíricamente contrastado. Surgirán de ese poso dos principales sistemas morales: el conservador y el progresista. E, interiorizados éstos, sucede que cuando lo registrado por nuestros sentidos no encaja con nuestro circuito neuronal, con la visión del mundo que arroje nuestro sistema moral, «el cerebro modifica lo registrado, dentro de lo posible, para que se ajuste» (p. 11). Primera toma de contacto con el ensayo y ya se sabe uno sentenciado.

Muy lejos de ser perfectas máquinas racionales capaces de tasar información, contrastar datos y evaluar prudentemente argumentos y contraargumentos, señala más adelante, nos apresuramos a achicar la disonancia cognitiva, a huir de la complejidad y a confeccionarnos un mundo aprehendido a la medida de nuestros prejuicios: así, a pesar de ingentes estudios, pueden los conservadores negar, impasibles, el calentamiento global; y, los liberales, seguir creyendo en las bondades de la razón y poniendo grandes expectativas en la deliberación a pesar de las pesimistas advertencias de neurólogos y científicos cognitivos. Segunda toma de contacto y resulta que unos yerran por defecto y otros por exceso; pero no debería ocultársenos que la virtud entre dos vicios no necesariamente equidista de los extremos.

En suma, afirma, si los datos han de ser tomados en serio por un oyente, y afectarlo, más vale enmarcarlos con las categorías y semántica propias de su marco cognitivo. Así podrá el emisor de turno hacer avanzar su mensaje en foro público, sin apenas resistencia, pues se valdrá de lo que llamamos «sentido común». Sentido que de neutral y común no tiene nada, y sí mucho de parcial y sutilmente sesgado. En fin: común por extendido. Hacer a los estadounidenses conscientes del trasfondo de postulados morales inconscientes que rigen sus respectivos juicios políticos: ése es el objetivo del libro.

Una lectura optimista colegiría, pues, que desnudando aquello que hay detrás de lo que un conservador o un liberal-progresista tienen por «sentido común» podría llegar a desactivarse el muro de inconmensurabilidad que separa a unos de otros y que, de no derribarse, los mantendrá impermeables a datos y argumentos, comenta más adelante. Una lectura algo más pesimista obligaría, no obstante, a concluir que, si queremos convencer de algo a nuestros interlocutores, más nos valdrá no fiarnos de las «pretensiones de validez» (ni de las que trascienden a nuestros propios juicios y asertos, ni de las que presuponemos al interlocutor), dejar de lado la calidad argumentativa (a la que fía su destino la democracia deliberativa) e invertir esfuerzos (y dinero en think tanks) en circundar al interlocutor concreto y levantar los muros que delineen los moldes morales a los que mejor se adhieran las ideas que queramos transmitir. Veamos, recomponiendo siete pasos de su argumentación, con cuál de las dos lecturas entona más Lakoff.

1. El toque de corneta del estudio empírico lo dará la revelación de las incongruencias que los liberales detectan en los conservadores y viceversa, señala con ironía. Resulta un «rompecabezas» para los republicanos que los liberales defiendan al trabajador mientras ponen palos en las ruedas del desarrollo protegiendo el medio ambiente. Tampoco entienden los liberales que los republicanos se quejen del derroche del Gobierno en políticas asistenciales sin poner luego reparos en endeudarse para financiar/subvencionar a grandes empresas.

2. A partir de advertencias similares, afirma, Lakoff se propone demostrar que existen, aun cuando ni lo sospechamos (él lograría escapar al común desconocimiento desde la atalaya metódica donde la mirada se torna neutral), elementos que vertebran, en cada caso, las diferentes posturas políticas de liberales y conservadores:

¿Qué tiene que ver la oposición al aborto con la oposición al ecologismo? ¿Por qué oponerse al aborto conlleva muy a menudo oponerse también a la discriminación positiva, al control de armas o al salario mínimo? [...] ¿Por qué a los conservadores les gusta hablar de disciplina y dureza, y a los liberales de necesidades y ayudas? (p. 37).

La hipótesis de partida, comenta, será que para dar cuenta de la vertebración basta con inferir/reconstruir los dos «modelos centrales» de familia. En el modelo del Padre Estricto, el padre es el responsable de la protección familiar y la autoridad; la madre dispensará cuidados y los hijos respetarán y obedecerán. El modelo del Progenitor Atento, por el contrario, prioriza el amor, la empatía y la «atención».

3. Pero dichos modelos, sigue diciendo, no ahorman directamente nuestro razonamiento moral, sino que lo rigen de forma mediada. Antes, en su raíz más honda, la moral arraiga en una experiencia universal: dado que todos buscamos la felicidad, el acto moral será el que fomente el bienestar y evite dolor a los demás. Y, partiendo de ahí, el pensamiento moral complejo se desarrollará siempre por medio de metáforas conceptuales (convenciones por las que conceptuamos un ámbito de la experiencia en los términos de otro) que dan barra libre a la imaginación.

Imbuidos de moral judeocristiana, una de las metáforas más básicas sobre las que todos (los estadounidenses, al menos) echarían a rodar su razonamiento moral es la que anuda Bienestar y Riqueza, afirma. El bienestar sería ganancia y el malestar, en general, una pérdida o coste. Y esta metáfora fundante nos permitiría aplicar a su vez la metáfora de la Contabilidad Moral: quien hace el mal acumula deuda; quien hace el bien, crédito moral. La conducta apropiada consistiría, pues, en cuadrar los libros morales.

Obsérvese que, dentro de la lógica impuesta por la Contabilidad Moral, es posible tratar de «cuadrar los libros» de formas bien distintas, dice más adelante. Donde un conservador apostaría por la Retribución, que asienta el «ojo por ojo», el liberal sería más proclive a la Restitución, que apunta al deber positivo de resarcirse de la deuda contraída. Dando continuidad a esta oposición cabría, por ejemplo, contraponer al Trabajo como Recompensa (el conservador tiene al empleador como autoridad legítima y concibe el salario como recompensa) el Trabajo como Intercambio, donde empleador y empleado intercambian, en plena lógica liberal, dinero por trabajo. Es decir, en función del modelo escogido irá cerrándose de un modo u otro el libro de Contabilidad Moral e irá aplicándose a su vez de distinta manera el principio de Equidad: desde el reparto igualitario de cargas al establecimiento proporcional de responsabilidades y necesidades.

4. Así está, señala Arteta, ya preparado el autor para desarrollar los dos modelos morales que ordenan de forma muy distinta similares elementos y que dejan tras de sí un marcado campo semántico en torno a los cuales pivotarán múltiples pero previsibles variaciones.

El «modelo central» de la moral del Padre Estricto cree en la Recompensa y el Castigo, afirma, lo que entraña una idea de la naturaleza humana («conductismo popular»). La idea de base es pesimista: la disciplina y la autoridad son necesarias porque tendemos a corrompernos. Por eso la competición es un elemento moral clave: sin ella, la disciplina cejaría, el talento se desperdiciaría y la sociedad degeneraría. La meritocracia y la jerarquía son fundamentales y así lo acuña el Orden Moral: Dios sobre el humano, el humano sobre la naturaleza, los adultos sobre los niños y los hombres sobre las mujeres. La Fortaleza Moral, en forma de perseverancia, es la virtud frente a las amenazas externas; ante las internas (vicios), la Pureza Moral nos pertrecha de templanza y sacrificio. Ante el Mal, como conjunto de amenazas externas e internas, hay que librar una guerra, erradicando la debilidad. La educación conservadora se basará en esto. Y para el adulto, ya disciplinado, sólo contará el Interés Propio Moral, reedición vulgarizada de una «mano invisible» que nos permite vincular el impulso egoísta con el fin moral que nunca se perdió de vista: si todo el mundo es libre de perseguir su propio interés, habrá más oportunidades para que todos puedan verse satisfechos.

Del mismo modo, continúa diciendo, se reconstruye un modelo central con la moral del Progenitor Atento, el modelo prototípico del razonamiento liberal, al que atribuye un sello femenino (asoma, sin mencionarse, la «ética del cuidado» que Carol Gilligan asoció con el desarrollo moral del sexo femenino). El cuidado (y, por tanto, no una reciprocidad que necesariamente desemboca en la Contabilidad Moral, cabría advertir a Lakoff, a costa de emborronar su teoría) dotará al niño tanto de la capacidad de cuidarse como de cuidar. Pero, en este caso, la obediencia, la competición y el castigo dejan paso a la atención: el niño aprende a través del apego a los progenitores, que velan por él con empatía. Se parte de otra concepción de la naturaleza humana, que requerirá de los padres atesorar Fortaleza Moral para ser buenos modelos. Sus expectativas deben ser realistas y la obediencia habrán de ganársela con autoridad moral. La comunicación resultará fundamental para que el niño tome conciencia de su individualidad y, al mismo tiempo, de su responsabilidad social.

5. Establecido el aparato teórico, señala, se da un quinto y sencillo paso, echando mano de una recurrente metáfora en la política estadounidense –la de la Nación como familia- para así poder proyectar el sistema moral a las ideologías políticas. Consecuentemente, los conservadores propugnan «la moral del Padre Estricto» mientras que los liberales promueven conductas empáticas y de equidad como exige la «moral del Progenitor Atento».

Partiendo de modelos ideales que nos condenan a razonamientos heterónomos, no sorprenderá que cada cual se tenga por ciudadano ejemplar y visualice en el otro al «demonio prototípico» (pp. 194 y ss.), comenta. En el epílogo a esta edición, previa a las elecciones norteamericanas, sólo se menciona a Trump para encuadrar su discurso exacerbado contra los inmigrantes mexicanos en el marco de la jerarquía moral conservadora. Su impúdico supremacismo, demoníaco para la mitad de la población, no hizo sospechar ni siquiera a Lakoff que pudiera ganar las elecciones. Sin embargo, la balanza se reequilibró precisamente porque, como apuntaba ya la edición de 1996, Hilary Clinton lleva veinte años siendo el típico perfil transgresor del orden conservador: mujer engreída, pacifista y proabortista, defensora del «bien común», influyente por su marido y defensora del multiculturalismo (p. 197).

6. Ahora ya puede cotejarse la hipótesis de partida, comenta, comprobando la coherencia de los modelos metafóricos en función de su capacidad de dar cuenta de las propuestas que liberales o conservadores defienden en bloque. Toda la cuarta parte del libro milita en el empeño de confirmar la coherencia de las distintas posturas, acercando su nueva luz a las polémicas sobre prestaciones sociales, impuestos, orfanatos, gasto militar, inmigración, déficit, delincuencia y pena de muerte, medio ambiente, guerras culturales o aborto. Resulta, por ejemplo, que un conservador crítico del Big Government y sus políticas asistenciales (prestaciones para quienes considera que no han sido disciplinados -pobres, solteras embarazadas, etc.-) aceptaría ampliar el déficit si es para beneficiar al ejército o para subvencionar a supuestos empresarios hechos-a-sí-mismos. ¿Por qué unos gastos sí y no otros? No por cinismo, sino porque el ejército, pese a contar con un importantísimo sistema social, se rige a ojos de todos por el Orden Moral. Y porque falazmente se asume (post hoc ergo propter hoc) que quienes han alcanzado el éxito lo cosecharon por méritos propios y hoy son ejemplares merecedores de recompensa.

Una de las últimas en advertir del peligro de este último marco cognitivo, sigue diciendo, fue Mariana Mazzucato en El Estado emprendedor: creer en el empresario de garaje que medra como «self-made-man», hoy implica desconfiar (de) y maniatar al Estado en su faceta de emprendedor. Mazzucato demuestra que casi nunca son tan emprendedores los empresarios como los pintan. En los últimos tiempos, rara vez ameritan la consideración y reconocimiento que los conservadores les profesan, pues resulta que el «capital riesgo público» arriesga mucho más que ellos (como «capital riesgo privado»), por más que sigan idealizados, como «animal spirits», en el mito capitalista. Es decir, ante la inherente incertidumbre de toda innovación (es posible gastar grandes sumas sin alcanzar el éxito del descubrimiento), son las inversiones del Estado, en saco roto si hace falta, las que asumen el riesgo del fracaso. Si acaso la inversión privada llega después, cuando la innovación existe y puede aplicarse productivamente. Cuando apenas hay riesgo. En lugar de generar innovación y productividad, las grandes empresas (que luego son adoradas y subvencionadas) aparecen cada vez más para rentabilizar lo que el Estado ha descubierto gracias al dinero de todos. Consecuentemente, alimentar la idealización del «inventor de garaje» consigue que el retorno de la inversión pública acabe en manos privadas; y encima se reduce el presupuesto del Estado para realizar el resto de sus funciones, incluido su papel emprendedor, para el que no tiene sustituto real.

No obstante, afirma Arteta, como consecuencia del marco mental impuesto, por pobres que sean los conservadores, se alinearán con las grandes empresas, convencidos de la pertinencia de su reproche al Gobierno por la excesiva presión fiscal y la burocracia. Las metáforas cumplirán su función ideológica, pero lo que desasosiega es pensar que de nada serviría al conservador leer detenidamente a Mazzucato, recabar hechos, tumbar falacias.

7. Finalmente, comenta, (quinta parte del libro), para cerrar la teoría, Lakoff mapea las variaciones políticas que de cada modelo central podrían extraerse, haciendo uso de «categorías radiales» que multiplican las alternativas sin romper la coherencia intrasistémica: un libertario, por ejemplo, no sería una categoría aparte, sino sólo un conservador muy pragmático (al buscar antes el interés propio y servirse para ello de la autodisciplina, alterna la jerarquía de principios conservadores), que pone el foco en la no injerencia del Gobierno. Si coincide con los liberales en la defensa de los derechos civiles, será por motivos y con fines distintos.

En toda esta argumentación, comenta después, con la claridad expositiva que adorna al analítico, George Lakoff opera como científico social, adoptando una perspectiva de observador para dar coherencia a los marcos cognitivos de sus conciudadanos (muchos de los cuales resultarán ajenos a los europeos: el modelo del Padre Estricto apenas es reconocible, mientras que «el maltrato infantil es un gran problema en los Estados Unidos, como lo son también el descuido y el abandono de menores», p. 299) y mostrarnos por qué hay argumentos que nunca calan en función de la adscripción política. Pero no pocas piezas del sistema parecen encajarse antes con el martillo pilón que con el fino y preciso bisturí: uno puede aplicar un sistema moral distinto en según qué casos, a disponer; y todo podría explicarse por variaciones respecto del modelo central, abriéndonos, mediante un amplio juego de combinaciones, a una ilusión de libertad que nos viene vedada desde la temprana exposición de los modelos centrales. Si algo puede reprochársele al sistema expuesto es el alcance explicativo que pretende arrogarse; si con tales orejeras se perfilara nuestro razonamiento moral, inútil habría sido el esfuerzo de Lakoff por adscribirse al método científico. Su credibilidad quedaría impugnada por sus propias premisas, pese a sus esfuerzos por disimular su querencia liberal.

No obstante, señala, no cabe desdeñar el potencial crítico de una teoría que hace explícitos los marcos ideológicos de los que somos deudores. Si la libertad ha de ser algo, será la reflexión sobre nuestras propias determinaciones... o condicionamientos. Sólo reflexivamente podríamos rebajar la tensión en sociedades que caricaturizan al rival en su «estereotipo patológico», polarizándose en extremo. De ahí su pertinente propuesta de educación moral en las escuelas para enseñar los dos modelos de familia, señalar las críticas que se hacen el uno al otro y mostrar sus respectivas virtudes (p. 268).

Es dudoso, por supuesto, dice más adelante, que para suscitar una reflexión radical baste con explicitar en clase las metáforas de base sin analizar si se ajustan a los hechos o son ideología, si permiten aprehender la realidad o la acaban emborronando. Pero este problema sólo se advierte respecto del conservador «principio de autodefensa del sistema», por el que quizás los padres «estrictos» tratarían de impermeabilizar a sus hijos respecto de ideas que relativicen sus convicciones. Pero entonces sí responde Lakoff sin pestañear: pide intransigencia a favor de la tolerancia. ¿Dogmatismo? No. Resulta, pese a todo, que hay razones más allá de marcos y metáforas.

Esto parece confirmarse, afirma, en los tres últimos capítulos (sexta parte del libro). Arremangado («yo no soy un relativista moral. Soy un liberal comprometido», p. 359), Lakoff busca cómo meter la cuña por debajo de los marcos mentales establecidos para sostener, con pretensión de convencernos (cayendo en lo que se conoce como «autocontradicción performativa»), que el marco liberal contiene menos inconsistencias que el conservador gracias a la Empatía, que lo obliga a contrastar las consecuencias de sus actos con la realidad. Cita estudios psicológicos que demostrarían que el apego afectivo genera individuos con mayor autoestima, más disciplinados, reflexivos y vivos, mientras que el castigo severo puede crear seres agresivos y con dificultades para tomar decisiones ante las adversidades. Y recurre a la ciencia cognitiva para demostrar que la moral del Padre Estricto contradice los mecanismos de la mente humana: para que el modelo autoritario sea efectivo, no debería quedar resquicio de duda acerca del significado de los mandatos/reglas a cumplir y la sanción debería mostrarse efectiva como móvil del acatamiento. Pero, por las impurezas y sesgos de la comunicación, esto rara vez sucede; sin ulteriores explicaciones, el castigo se percibirá recurrentemente como arbitrario y carecerá del efecto deseado.

Desgraciadamente, sigue diciendo, dado el alcance teórico conferido a los marcos discursivos que encorsetan el razonamiento metafórico, estos últimos argumentos no parecen pasar de metaargumentos que, como mucho, habría de tener en cuenta el liberal que aspira todavía a convencerse para luego persuadir. No sirven directamente para convencer. Pura paradoja. Por eso, pese a su mejor fundamento, el liberalismo quedaría en desventaja por su fe ilustrada:

La mayoría de liberales, afirma, da por hecho que las metáforas no son más que palabras y retórica, que podrían empañar los asuntos debatidos o que son la pasta de que estaría hecha la neolengua orwelliana [...]. Esta idea es falsa, empíricamente falsa, y si los liberales se ciñen a ella les será muy complicado construir un discurso que presente una poderosa respuesta moral al discurso conservador (p. 410).

Pese al exceso pesimista, concluye el profesor Arteta su artículo, (lejos de derribar muros de incomunicación con argumentos, el emisor sólo podría sortearlos moldeando sus mensajes a la medida del receptor: lo ha ensayado con éxito Steve Bannon, miembro de Cambridge Analytica y jefe de campaña de Donald Trump, aplicando el Big Data a determinados perfiles de votantes para personalizar las estrategias de captación de voto), son muchas las apreciables aportaciones de un ensayo que no ha podido encontrar mejor momento para ser reeditado. ¡Algo tiene que explicar el triunfo de Donald Trump! Como nos aclaró Clint Eastwood en campaña, había que enderezar a esta «generación de nenazas». Y así, mientras el flamante presidente intenta que «Estados Unidos vuelva a ser grande otra vez» rompiendo compromisos internacionales, va quedando claro el desprecio al inmigrante, al musulmán, a la mujer y a la naturaleza, de la que no dudaría en explotar la minería del «hermoso carbón». Falta hacía para muchos un Padre Estricto que reapuntalara el Orden Moral. ¿Cómo convencerles de lo contrario?





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3608
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)