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sábado, 19 de mayo de 2018

[A VUELAPLUMA] Marco Aurelio y los fanáticos





Admirador confeso de la cultura grecolatina, ni que decir tiene que una de mis divinidades paganas favoritas es la diosa Tique (la Fortuna de los romanos). No creo en las meigas ni las brujas; un poco más, sí, en las casualidades. Pero como dicen en Galicia y en Canarias, tierras atlánticas ambas: "Aunque creer no crea, haberlas, haylas" (brujas y casualidades)... Hace unos días, revolviendo al azar por la biblioteca familiar, retomé la lectura de las Meditaciones de Marco Aurelio (Temas de Hoy, Madrid, 1994). El mismo día me encuentro en la revista Babelia con un artículo del filósofo y ensayista Juan María Arnau Navarro sobre el pensamiento de los estoicos, y entre ellos, del emperador Marco Aurelio. Y esa misma noche me lío en Twitter con un individuo a cuenta, de nuevo del emperador Marco Aurelio. Palabrita del Niño Jesús que ocurrió, todo, en ese orden y por casualidad, el mismo día. 

Mi relación con las redes sociales es controvertida. No participo mucho en ellas y no les tengo una ojeriza especial, aunque a veces me pongan de los nervios. Pero me ayudan a estar en contacto con amigos lejanos en el tiempo y en el espacio a los que quiero, y también a conocer a otras personas con las que la relación es menos estrecha, más superficial, pero no por ello menos amigable. Y para difundir las entradas de mi blog... Pero de vez en cuando caigo en la tentación, y la lío...

Por ejemplo con lo de Marco Aurelio. Entre los no siempre amables comentarios que se hacen en las redes, me topo con un descerebrado que calificaba de asesino sin escrúpulos al emperador Marco Aurelio por haber perseguido y martirizado a los cristianos... No me pude resistir y contesté al susodicho defendiendo a Marco Aurelio y calificando de frikis a los cristianos de aquella difícil época... Y para que fue aquello... Reconozco que llamar frikis (hermosa palabra que el Diccionario de la Real Academia aplica en su primera y segunda acepciones a las personas extravagantes, raras, excéntricas o pintorescas) fue, quizá, excesivo por mi parte, pero que le vamos a hacer. A mí, que presumo de ecuánime, también de vez en cuando se me va la olla, sobre todo cuando me encuentro de frente con una panda de fanáticos con dos dedos de frente incapaces de ver más allá de sus narices. Bueno, aunque ya no tenga remedio, mis disculpas, sinceras y afectuosas, a quienes se hayan podido sentir ofendidos por el calificativo. Pero la verdad es que los cristianos de la época de Marco Aurelio les tenían que parecer a los civilizados romanos que eran gente como para echarles de comer aparte... Un siglo más tarde, los perseguidos y martirizados se lo cobraron con creces cuando consiguieron darle la vuelta a la tortilla con la conversión de Constantino. Y de ahí, hasta hace prácticamente nada, lo han pasado bomba persiguiendo, martirizando, torturando, quemando, y jodiendo la vida a los que no pensaban como ellos. Pero vamos a lo que vamos: el artículo de Arnau, que es lo verdaderamente interesante.

Vanidad sin control, obsesión por la seguridad, aceleración tecnológica, ... ¿Qué tiene que decir el renovado interés editorial por el estoicismo sobre el mundo en el que vivimos?, se preguntaba en su artículo Juan María Arnau. Cultiva el espíritu porque obstáculos no faltarán. El consejo de Confucio podría haberlo firmado cualquiera de los filósofos estoicos, comienza diciendo. Una versión moderna de esta máxima se la debemos a Woody Allen: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Un poeta barcelonés la remató con un verso lapidario sobre el inexorable juicio del tiempo: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde”. Esos son, a grandes rasgos, los tres vértices del estoicismo antiguo, que parece resurgir en nuestros días. ¿Se trata de un espejismo? Las sociedades modernas se encuentran dominadas por la rentabilidad tecnocrática del selfie, la autoindulgencia (todo nos lo merecemos, sobre todo si hay desembolso) y el capricho. Se trata de fabricar un ego frágil e injustificadamente vanidoso. Una situación que supuestamente podría remediar una buena dosis de estoicismo. Dado que no podemos controlar lo que nos pasa y vivimos totalmente hacia afuera, atemorizados y estresados, dado que somos más circunstancia que nunca, quizá pueda ayudarnos esta antigua filosofía que inspiró a Marco Aurelio, un hombre que, dada su posición, conoció el estrés mejor que nadie.

Pero en ese desplazamiento, en esa búsqueda de inspiración en el pasado grecolatino, se corre el riego de confundir, y de hecho se hace, estoicismo con voluntarismo, tan vigente y puritano. La cultura del esfuerzo y la búsqueda del éxito dominan las sesiones de coaching, que es, según sus proponentes, el arte de ayudar a otras personas a cumplir sus objetivos o a “llenar el vacío entre lo que se es y lo que se desea ser”. No cabe mayor traición al legado estoico. El voluntarismo reseca el alma y uno de los fines del estoicismo es recrearla. Lo que llamamos “retos” o “metas” no son sino anteojeras que no permiten ver más que un único aspecto de la realidad y uno acaba estrellando el avión contra la montaña, como en el caso de Germanwings. Esas metas nos trabajan por dentro y parecen diseñadas para excluir la contemplación y la observación atenta y desinteresada. Frente a la tiranía de la meta, los estoicos pretendían desembarazarse de pasiones demasiado apremiantes y acaparadoras. De hecho, uno de sus signos distintivos fue considerar la poesía como medio legítimo de conocimiento. La lírica nos mantiene en una actitud abierta y nada sabe de metas y objetivos. La poesía era para los estoicos, sobre todo la de Homero, genuina paideia. Entender esto requiere ganar una libertad interior, no estar eternamente abducidos por el circo o las pantallas, una independencia moral, no la opinión general o el vocerío de Twitter, y trascender la dependencia de la persona respecto a su parte animal (en el supuesto de que el hombre es ese ser singular que, como decía Novalis, vive al mismo tiempo dentro y fuera de la naturaleza). Con ese “cuidado de sí”, que Marco Aurelio llamaba meditaciones, era posible lograr una autarquía ética que tendría una importancia decisiva en el pensamiento político griego.

No quedan muy lejos algunos ejemplos de estoicismo moderno. Wittgenstein cuenta que de joven experimentó esa sensación de que “nada podía ocurrirle”. Era un modo de decir que, ocurriera lo que le ocurriera (una bala perdida, un cáncer), sabría aprovechar la experiencia. Una actitud que le permitió asumir el puesto de vigía en medio del fuego cruzado durante la primera gran guerra. Algo parecido encontramos en Simone Weil, siempre arriesgándose, ya fuera en la fábrica de la Renault o en los hospitales de Londres, con la humildad como valor supremo, que hace que el ego no apague la llama de lo divino. Curiosamente, la actitud de estos dos grandes filósofos, en los que reviven los viejos ideales grecolatinos, contrasta con algunas obsesiones actuales. Desde el miedo al propio cuerpo, que requiere un examen continuado, hasta la obsesión por la seguridad (to feel safe, to feel at home). Como si un escáner o un refugio pudieran otorgar esa tranquilidad, como si hubiera que encerrarse para sentirse seguro. Mientras un mandatario reciente se preguntaba cuánto dinero necesitaba para sentirse seguro y, al no hallar la cifra, se consagró a amontonar capitales, Wittgenstein se exponía en la trinchera y Weil en la columna de Durruti.

El estoicismo supone, como apuntó Zambrano, la recapitulación fundamental de la filosofía griega. En este sentido fue y es tanto un modo de vida como un modo de estar en el mundo. Zenón de Citio, natural de la colonia griega de Chipre, figura como fundador de la escuela. Tenían algo en común con los cínicos, sobre todo la vida frugal y el desprecio de los bienes mundanos, y reflexionaron sobre el destino y la relación entre naturaleza y espíritu. Hubo un estoicismo medio (platónico, pitagórico y escéptico), pero los que dieron fama a la escuela fueron sus representantes romanos: un emperador, un senador y un esclavo. Todos ellos surgieron, como ahora, al abrigo del Imperio. Aquel imperio era militar, el de hoy es tecnológico. Imaginen ustedes a Zuckerberg abrazando el estoicismo; pues bien, eso es lo que hizo el emperador Marco Aurelio. Séneca nació en la periferia del Imperio, en la colonia bética de Hispania, pero fue una figura fundamental de la política en Roma, senador con Calígula y tutor de Nerón. Epicteto había llegado a la ciudad siendo un esclavo. Cuando fue liberado fundó una escuela, y aunque, siguiendo el ejemplo de Sócrates, no escribió nada, sus discípulos se encargarían de transmitir su legado.

Moralistas y contemplativos, todos ellos defendieron la vida virtuosa, la imperturbabilidad y el desapasionamiento, sentimientos todos ellos muy poco rentables para una sociedad del entretenimiento. El estoicismo conquistó gran parte del mundo político-intelectual romano, pero, a diferencia del 15-M, no cristalizó en “partido”, sino que se decantó en norma de acción y su influencia alcanzaría a grandes filósofos como Plotino o Boecio. No entraremos a describir su refinada lógica, pero merece la pena recordar que la subordinaban a la ética. Al contrario de hoy, al menos en el mundo financiero, donde el algoritmo domina la moral. Destaca en ella su doctrina de los indemostrables, probablemente de origen indio. Concebían el alma como un encerado donde se graban las impresiones. De ellas surgen las certezas (si el alma acepta la impresión) y los interrogantes (si es incapaz de ubicarla). Para los estoicos, el mundo era, como para nosotros, sustancialmente corporal, pero su física no niega lo inmaterial. Concibe la naturaleza como un continuo dinámico, cohesionado por el pneuma, un aliento frío y cálido, compuesto de aire y fuego. Heredaron de Heráclito el fuego como principio activo y primordial, del que han surgido el resto de los elementos y al que regresarán. Como el humor o el llanto, el pneuma no se desplaza, sino que se “propaga”, contagiando alegría o enfermedad.

Hoy no estaría de más poner en práctica algunos de sus principios. El imperativo ético de vivir conforme a la naturaleza, que nuestro planeta agradecería. El ejercicio constante de la virtud, o eudemonía, que permite el desprendimiento. Y, finalmente, lo que Nietzsche llamó el amor fati, la aceptación y querencia del propio destino, remedio eficaz para todo aquello que produce desasosiego. No puede decirse que estos principios proliferen en nuestros días. Si un viejo estoico pudiera asomarse a nuestro tiempo, vería, en las grandes desigualdades propiciadas por la economía financiera, un descuido de sí, un olvido de esa autonomía moral que evita que se desaten emociones como el miedo y la vanidad, que crean la codicia. Emociones contrarias a la razón del mundo que, en nuestro caso, es la razón del planeta.



Dibujo de Fernando Vicente para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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jueves, 10 de mayo de 2018

[PENSAMIENTO] Sobre el mito de la caverna





En el otoño de 1982 el profesor Emilio Lledó, catedrático de Historia de la Filosofía en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), impartió en el centro asociado de la misma en Las Palmas de Gran Canaria un Seminario de cinco días sobre algunos de los textos de Platón, Aristóteles y San Agustín. Los privilegiados alumnos del mismo no pasábamos de una docena. 

Ya he relatado anteriormente lo que dice el pensador George Steiner en Errata. Examen de una vida (Siruela, 1998) sobre el encuentro con la excelencia universitaria, esa aura inmaterial que marca al alumno para toda la vida, cuando tropieza con un maestro excepcional. Me pasó a mí es ese Seminario del profesor Lledó. Fue, sin duda, la experiencia más inolvidable de toda mi larga vida universitaria, y me dejó un imborrable recuerdo y admiración por él y una pasión sin límites por la cultura y la filosofía de la antigua Grecia. 

Lo he rememorado estos días leyendo dos libros, Idealismo y barbarie (Trotta, 2018), del profesor italiano Diego Fusaro, y Sobre la educación (Taurus, 2018), del profesor Lledó, en los que ambos filósofos hablan del famoso Mito de la Caverna expuesto por Platón al comienzo del libro VII de su República.

La metáfora de la caverna, dice Fusaro, es la imagen por antonomasia de la emancipación del género humano. En ella verdad y libertad, contemplación y acción van indisolublemente unidas, pues la conversión al cielo de las ideas implica la exigencia política de que el filósofo baje otra vez a la caverna para liberar a sus conciudadanos. La actitud filosófica es así la propuesta de una alteridad dignificadora que denuncia la injusticia del estado de cosas existente con miras a su transformación, construyendo una razón utópica capaz de vencer a la ideología que entroniza lo existente, esto es, el mercado global transfigurado en jaula de hierro. 

Desde otra óptica, no muy diferente, pero que comparto en mayor grado que la de Fusaro, y también más "poética", el profesor Lledó comenta el mito en uno de los capítulos de su libro citado, básicamente en los mismos términos en los que nos lo relató a sus alumnos en aquel lejano Seminario del curso 1982-1983:  

El mito cuenta, comienza diciendo el profesor Lledó, que estaban atados por las piernas y por el cuello. Y desde niños. No te­nían posibilidad de mirar a otro sitio que al iluminado fondo de la cueva. Iluminado por un fuego que, a mitad del camino entre la posible, leja­nísima, salida y los prisione­ros, estrellaba, ante sus ojos, las sombras de unos objetos alzados sobre las cabezas de misteriosos porteadores. Los prisioneros no podían ver sino esas sombras, porque tras sus espaldas y ante los porteadores se alzaba un muro tan alto como estos per­sonajes, y que impedía descu­brir la totalidad de la tra­moya.

En la implacable noria de esos silenciosos caminantes del otro lado del muro habría al­guno que comentaría lo pesado de la carga, lo duro y aburrido del camino que, como Sísifos de sombra, estaban condenados a hacer. Y los prisioneros oirían los ecos de esas voces, es­cucharían palabras, e imagina­rían que, en su larga pantalla de sombras, eran esas sombras las que hablaban. Incluso fami­liarizados ya con esa procesión, acabarían acostumbrándose a ella, queriéndola y hasta con­cursando por ver quién era el más sabio en oscuridades, y cuál de las sombras volvería a aparecer, de nuevo, en su mi­rada.

El mito no cuenta quién ati­zaba el fuego, quién había idea­do el muro, quién dirigía, ocul­to, a esos porteadores resigna­dos, prisioneros también, y abotargados en su engañoso oficio. Sólo dos clases de figu­rantes aparecen en la gran far­sa: los cautivos sentados ante la última pared de la caverna, in­capaces de mirar otras cosas, de añorar otra cosa que las sombras, y esos porteadores que, aunque aparentemente li­bres, ya se habían sometido al empleo de mediadores de la ti­niebla. Probablemente pensa­rían que su destino era conso­lar la soledad de los cada vez más felices, entretenidos, vi­dentes. Quizá nacieron agarro­tados también, como los pri­sioneros; pero el señor del muro y del fuego, el señor de las imágenes y el camino, los había liberado de ser única­mente ojos sin luz, para que, al menos, pudieran tener pasos ­por la estrecha senda amurallada, o para que pudieran ser comparsa de sus maquina­ciones. Tal vez no era preciso suponer señor alguno, y un decidido promotor de espec­tros, soñador de otras cavernas, fue el pri­mero que empezó a abrir la ruta desde la que, vorazmente, se consumían más imáge­nes porque seguía creciendo la tropa de los inertes y ofuscados prisioneros.

Esa ofuscación animaba las entrañas de los contempladores. Vivir de imágenes sos­tenidas tan sólo por un pequeño corazón de sombra era un alimento suave para ojos que nunca habrían de levantarse hacia la luz. El señor, si lo había, o, en su defecto, algunos de los porteadores cavilaron que era mejor para sus clientes, atenazados por las piernas y el cuello que, por su bien, creyesen que las inertes cosas que veían estaban sólo allí, al fondo de sus ojos, y nacían de la fantasma­górica pared. Esta ignorancia les liberaba del sufrimiento que da saberse víctimas in­defensas del camino, del fuego, del muro. El alimento de imágenes, enlazadas por el mí­sero discurso de los porteadores, acababa por disolver a aquellos mirones de la oscuridad. Mirar sólo en lo oscuro ahuyenta el horizonte de cualquier camino, desfonda el ánimo para cualquier huida, para desear algo que no sea seguir percibiendo el cons­tante chisporroteo de la turbia luz.

Enseñados a hablar por las imágenes, los prisioneros querrían incorporarse a ese con­solador discurso que les muestra lo que hay que ver y que les facilita la forma de verlo. Serían capaces de gritar pidiendo más som­bras, de reclamar más visiones, de condenar o absolver, según el juicio que les fue insi­nuado al otro lado del muro que nunca vieron. Personajes irreales del mundo de la irrealidad flotarían, como espectros, sobre sus ligaduras, dictando al señor de la hogue­ra las secuencias que desean ver, las que quieren eliminar.

Pero el mito cuenta, además, el proceso de una verdadera liberación. Hay un prisio­nero que escapa. Alguien -no se dice quién- le desató, le obligó a levantarse y le puso en camino hacia la luz. No hacia la luz del solitario fuego que arde en el centro de la caverna, sino hacia la salida, hacia el sol. Es verdad que el camino, cuesta arriba, es penoso, y que los ojos, hechos a la oscuri­dad, sufren a medida que tienen que irse abriendo a otros resplandores. Es verdad que, a ratos, se tienen ganas de volver al si­llón donde nos atenazó la costumbre; pero donde nos acarició la oscuridad. Porque duelen los ojos de ir atisbando cosas reales y, sobre todo, de descubrir el ridículo mon­taje del muro y de sus pálidos servidores. Duele la rabia de haber creído que todo era eso; la dura nostalgia de los días perdidos. Un lejano senti­miento de culpa se levanta, además, por haber colaborado, aunque sólo fuera como pasivo partícipe, en la ideología de la nada.

Libre, al fin, de la caverna, el prisionero necesita un largo aprendizaje para resistir la nue­va luz; para no añorar dema­siado la tranquila, cómoda, ti­niebla que le circundaba. Una tiniebla entre la que apenas pudo vislumbrar los objetos que el telón de cueva le ofrecía, a pesar de la incansable llama­rada de la hoguera. Por ello nunca supo tocarlos, nunca pudo llegar a conocerlos, al no haber aprendido la diferencia entre lo concreto y lo abstrac­to, entre lo real y los esperpentos, entre la verdad y el engaño. Un mundo mezclado y turbio había sido el suyo. Tan distinto de éste que ahora miraba, y donde la luz de sus ojos, her­mana de la del sol, bañaba, sin confusión, todas las cosas.

Probablemente entonces, al descubrir el prisionero todo lo que alcanza la mirada, y hecho como estaba a utilizar la vista, aunque fuese entre tinieblas, pensó que aquella maquinaria del mirar, en la que había creci­do, podría revolucionarse, con tal de que tuviese otra luz distinta por mensajera. Una luz que diese vida y saber a la mirada, y a la que acompañasen palabras más firmes que aque­llas en las que, como aplasta­dos ecos, le educaron. No sabe­mos tampoco si, en un momen­to de desesperación, pensó que era imposible transformar esa fábrica de un ver en el que se agotaba la pasión por sentir, por crear, por vivir.

El mito no habla ya de pro­yectos; pero sí nos narra el mo­mento más dramático de esta historia. Ese prisionero feliz por haber conocido la posibili­dad de otro mundo distinto, por haber gozado de la visión alentada de sabiduría, roza, por ello, la infelicidad. Una in­felicidad provocada por la ne­cesidad de compartir su ver­dad. Y en ese momento recuer­da a sus ensombrecidos com­pañeros, y aprende la suprema lección de que nada vale ser so­litario gozador de la luz. Aunque le cuesta más esfuerzo que aquella primera escapada, desciende, de nuevo, a la caverna.

En este momento, el mito de la liberación se convierte en tragedia. Cuando el prisionero vuelve a ocupar su viejo asiento, sus antiguos com­pañeros se ríen de él. Ha olvidado la forma de mirar aquellas imágenes que tan bien le sentaban; no sabe confundir las voces y los ecos que se aplastan al fondo de la cueva; no le sosiega el adormecedor murmullo de la oscuridad. La risa, sin embargo, acaba convirtiéndose en el crispado rito de la muerte, cuando el prisionero intenta, como con él hicieron, liberar, animar, empujar ha­cia otra luz. Lo único verdaderamente real en ese fantasmagórico universo es, al final, la muerte.

Lo contó con más detalle, más bellamen­te, Platón, hace 24 siglos, al comienzo del libro séptimo de la República: “¡Qué extra­ña escena describes, dijo Glaucón, y qué ex­traños prisioneros!”. “Iguales que nosotros -dije-“.






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miércoles, 11 de abril de 2018

[A VUELAPLUMA] Ciudadanía digital y dignidad humana





Es imposible predecir los avances tecnológicos, pero sí podemos anticipar para qué mundo los queremos. El gran reto es anticiparse al impacto de la transformación digital en el mundo laboral y la sustitución de trabajadores por robots, escribe en El País la profesora Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.

"¿Nos está haciendo Google estúpidos?”, comienza diciendo. Con esta sorprendente pregunta empieza uno de sus trabajos el escritor Nicholas Carr, preocupado por el efecto que la transformación digital está teniendo en nuestro cerebro. Sin duda la digitalización está produciendo grandes beneficios desde los años noventa del siglo XX, pero también plantea problemas que urge abordar, uno de los cuales es si nos estamos haciendo estúpidos, o al menos superficiales, a fuerza de vivir de Google.

Carr constata en carne propia que cada vez le cuesta más leer un libro o un artículo largo, cuando antes los devoraba, que le resulta difícil concentrarse y acaba navegando a través de distintos trabajos, sin entrar a fondo en ninguno de ellos. Y como una forma distinta de leer acuña una forma diferente de pensar, parece tener razón la psicóloga Maryanne Wolf al decir que somos como leemos, que la lectura profunda es indistinguible del pensamiento profundo; con lo cual nos estamos condenando a la superficialidad.

Pero lo peor no es eso todavía. Tal vez lo peor sea que la transformación digital de la economía, la política y la sociedad puede conformar nuestros cerebros de tal modo que pongamos de nuevo nuestras vidas en manos del taylorismo.

El taylorismo —prosigue Carr— se convirtió en la filosofía de la Primera Revolución Industrial, más de cien años después del nacimiento de la máquina de vapor. Organizaba el trabajo de forma que se lograra la máxima velocidad, la máxima eficiencia y el máximo resultado. Y podría ocurrir que lo que Taylor hizo para el trabajo manual, lo esté haciendo ahora Google para el trabajo mental. Cosa peligrosa si las hay, porque, según Taylor, si este sistema se aplicara a todo el trabajo manual, se llegaría a una reestructuración de la industria, pero también de la sociedad, creando una utopía de eficiencia perfecta. “En el pasado el hombre ha sido lo primero; en el futuro el sistema mismo será lo primero”, llegaba a afirmar. Y cabe pensar que este sistema funcionó como ética de la manufactura industrial. Pero ¿y si este sistema pasa a gobernar hoy también el mundo de la mente?

La pregunta es ineludible. La transformación digital es irreversible, el nuestro es ya un mundo digital, y no solo porque los nativos digitales no pueden imaginar otro diferente, sino porque los inmigrantes digitales nos hemos avecindado en él, aprovechando los beneficios que proporciona. Entre ellos, que es fuente de productividad y competitividad en la política, en la economía y en la sociedad, de suerte que ningún país puede perder la carrera de la digitalización si desea alcanzar un crecimiento sostenible. Y esto es verdad, pero también lo es que en esa carrera el sistema nunca debe ponerse por delante de las personas, que humanizarlo es una necesidad vital.

Por eso es urgente reflexionar sobre las metas de la transformación digital y sobre el modo de alcanzarlas, descubriendo sus ventajas y también los problemas que plantea. Porque es imposible predecir el curso que van a seguir los avances tecnológicos, pero sí que podemos anticipar para qué mundo los queremos: para un mundo en que se respete la dignidad de las personas, sean humanas o transhumanas, de modo que la productividad y la eficiencia estén a su servicio, nunca se permitan menoscabarla, menos aún anularla. La razón moral debe ir por delante de la razón técnica.

Afortunadamente, en esta dirección camina el proyecto de construir una ciudadanía digital, tal como la vienen promoviendo la Agenda Digital para Europa, puesta en marcha por la Comisión Europea en 2010, y su réplica española desde 2013.

El objetivo es construir una ciudadanía digital de pleno derecho, lo cual exige hacer frente a retos como la ciberseguridad, la protección de datos personales, la privacidad de los usuarios, la accesibilidad, la propiedad y la gestión de los datos o la mejora de las capacidades digitales. Pero también abordar cuestiones tan complejas como quién será responsable de un fallo de competencia robótica, cómo enfrentar el hecho de que las máquinas también tienen sesgos en sus decisiones o el problema de que los algoritmos carezcan de contexto.

Sin embargo, el reto acuciante consiste en anticiparse al impacto de la transformación digital en el mundo laboral, teniendo en cuenta que los derechos sociales pertenecen al ADN de la Unión Europea, como reconoce de nuevo el Pilar Europeo de Derechos Sociales de abril de 2017. Proteger esos derechos exige al menos dos cosas: mejorar las competencias digitales de la ciudadanía y organizar el mundo del trabajo de tal modo que no queden excluidos.

En lo que hace a las competencias digitales, a España le queda mucho camino por andar, porque según el DESI 2017 de la Comisión Europea, España ocupaba el lugar 16 entre los 28 Estados miembros, cuando lo cierto es que solo con una fuerza laboral competente digitalmente es posible abordar procesos de transformación que garanticen el empleo y la sostenibilidad.

Pero no es más sencillo hacer frente a la sustitución de trabajadores por robots, cuidando de que no haya excluidos del mercado laboral y de la atención social, sino todo lo contrario, es sumamente complejo, pero indispensable. Teniendo en cuenta, por si faltara poco, que también una reivindicación tan justa como la de las pensiones depende del trabajo, sea de autóctonos o de inmigrantes.

Vivimos ya sobre una bomba de relojería, que no solo amenaza con estallar, sino que va a hacerlo si no lo evitamos. Y es de asuntos como estos, esenciales para eliminar sufrimiento humano, de los que tendríamos que estar ocupándonos los políticos, los medios de comunicación y los ciudadanos de a pie, en vez de seguir enredados en temas menores, discutiendo sobre si son galgos o podencos.

Por suerte, pertenecemos a esa Unión Europea, que, con todas sus limitaciones, sigue representando una voz humanizadora en el desorden geoestratégico mundial, marcado por China, Rusia y el actual Estados Unidos. Potenciarla y trabajar en su seno para que nunca el sistema se anteponga a los seres humanos, para que la ciudadanía digital esté al servicio de las personas autónomas y vulnerables, es una exigencia de justicia ineludible.




Dibujo de Eulogia Merle para El País


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sábado, 10 de febrero de 2018

[PENSAMIENTO] El insensato furor del resentimiento





Los nuevos intentos de censura están relacionados con una visión que justifica el arte por su valor político y moral y desatan un insensato furor de resentimiento, escribía hace unos días en la revista Letras Libres el filósofo, ensayista y catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid José Luis Pardo.

Pronto se cumplirán 43 años de aquel día de febrero de 1975 en el que un agente de la policía local de Cáceres, de apellido Piris, observó que en el escaparate de una librería de esa ciudad española, junto con otras cuantas láminas de las obras de Francisco de Goya, se exponía una del cuadro conocido como La maja desnuda; no lo dudó: convencido de que se trataba de un atentado contra la moral y las buenas costumbres, entró en el establecimiento para ordenar a su propietaria que retirara semejante ofensa de la vista del público, ante todo para evitar que excitara la libido de los alumnos adolescentes de una escuela cercana. La noticia suscitó en su momento el sarcasmo de la oposición intelectual (la única que entonces existía de manera oficial), que la recibió casi con alegría o al menos con humor, porque veía en la esperpéntica anécdota una ocasión de mostrar al mundo el ridículo de los últimos estertores del aparato de censura de la dictadura de Franco, a la que ya le quedaban muy pocos meses de amargar la vida a los españoles y que se hallaba, como todos sus demás dispositivos, en estado de descomposición. El resto del país, o la parte de él que tenía alguna conciencia de su situación, debió sentir al conocer este hecho lo mismo que sentimos hoy desde la distancia: lástima y vergüenza ante un signo inequívoco más de la incultura y del atraso que, a fuerza de reinar en aquella sociedad, había llegado a convertirse en motivo de orgullo para sus autoridades gubernativas (el pleno del Ayuntamiento de Cáceres pidió al alcalde que felicitara al cabo Piris por su meritoria acción). Un lamentable episodio de un periodo histórico afortunadamente superado, se dirá.

Sin embargo, hace apenas unos meses se recogieron miles de firmas por internet para pedir que se retirara del Metropolitan Museum of Art de Nueva York un cuadro de Balthus, Thérèse dreaming, por considerar que ofrece una complaciente visión romántica del voyerismo y de la cosificación de las mujeres menores de edad, moralmente peligrosa para las masas que la contemplen. Lo cierto es que las connotaciones son diferentes: en el caso de La maja desnuda los censores pertenecían al siniestro bando del fascismo (de cuya identificación con el mal no cabe hoy duda alguna), y en este otro se trata de una reivindicación amparada en la defensa de las víctimas de los abusos sexuales (que es, más allá de toda duda, una buena causa). A pesar de todo, ¿no es lícito ver un macabro parecido entre ambos sucesos, en la medida en que parecen suponer intentos de restricción de las libertades civiles y de imposición de un ideario obligatorio (con lo que ello comporta de ataque a los fundamentos de las sociedades liberales)? La respuesta a esta pregunta tiene dos dimensiones conectadas de forma íntima: una se refiere al progreso moral, y la otra al progreso estético (¿puede considerarse como un progreso aquello que hace cuarenta años se valoraba como un retraso?). Intentemos profundizar un poco en ambas.

El concepto de progreso moral es problemático, sobre todo porque existe una idea (falsa y falaz) del mismo que a menudo ha permitido promover en su nombre la barbarie: la idea de que los hombres actuales somos superiores en términos morales a nuestros antepasados. Es una idea falsa porque la evidencia empírica que ha puesto a nuestra disposición la antropología sugiere que todos los hombres estamos hechos de la misma pasta moral, que tenemos los mismos defectos y debilidades en ese terreno. Y es una idea falaz porque el argumento de la superioridad moral (de unas épocas sobre otras, de unas religiones sobre otras, de unas razas o clases sobre otras razas o clases, de los opresores sobre los oprimidos o de los oprimidos sobre los opresores, de los colonos sobre los indígenas o de los indígenas sobre los colonos y, en general, de “nosotros” sobre nuestros enemigos) ha servido en todo tiempo y lugar para justificar las mayores atrocidades, al reducir el “progreso moral” a la victoria (que debería ocurrir históricamente) de los superiores sobre los inferiores o, de modo más breve, de los nuestros sobre los demás. Como decía Kant, no hay ninguna manera de resolver esta cuestión mientras se plantee como una guerra entre sistemas morales incompatibles.

Por el contrario, la única idea admisible de progreso moral es la que justamente lo hace consistir en el cese de ese enfrentamiento interminable que, en los inicios de nuestra cultura (y también, por cierto, en los de otras culturas), las antiguas tragedias griegas describieron como la sangrienta rueda de las venganzas, escenificada a la perfección en la Orestíada. Una rueda que solo deja de girar cuando ese círculo vicioso es sustituido por la aceptación por parte de los contendientes de una ley común a cuya justicia se someten de manera incondicional. Como explicó Nietzsche en La genealogía de la moral, en el momento en el que eso ocurre la humanidad abandona la jurisdicción de la naturaleza y entra en una inédita “situación de derecho” que permite considerar de modo impersonal las acciones: la justicia solo tiene ojos para la acción del pedófilo o del ladrón, pero es ciega a la identidad personal de su autor, a quien no castiga por lo que es sino por lo que hizo; así queda superado lo que Nietzsche llamó “el punto de vista del perjudicado” y, con él, “el insensato furor del resentimiento”. Lo cual no significa que los hombres sometidos a esa ley dejen de tener, en cuanto sujetos privados, deseos de venganza ante las ofensas de las que son objeto, sino que –para evitar los perjuicios que, a la larga, causaría a sus propias libertades públicas el dar libre curso al “derecho de revancha”– aceptan su proscripción legal a favor de los mecanismos de la justicia, delegando en los poderes públicos, como decimos hoy, el monopolio de la violencia. De acuerdo con esto, el progreso moral no significa que unos hombres sean moralmente superiores a otros, sino que algunas sociedades disponen de instituciones jurídico-políticas capaces de proteger a sus miembros contra sus miserias y flaquezas mejor de lo que otras lo hacen.

Sobre esta base pueden sostenerse avances morales significativos que, si no son irreversibles en su totalidad, al menos resultan merecedores de una protección jurídica especial. Esto ocurre, por ejemplo, cuando estos avances se constitucionalizan para hacer más difícil su posible reversión. Podemos señalar en nuestra historia algunos de esos progresos significativos, desde la abolición de la esclavitud hasta la institucionalización de las libertades civiles que se cristalizan en la Declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano y sus secuelas: entre otros, el llamado “contrato social”, el reconocimiento de los derechos de los trabajadores y todo lo que hoy denominamos democracia social, la emancipación de la mujer de la tutela del varón, las leyes contra la discriminación racial o la protección de la infancia, en la medida –aún deficiente y desigual– en la que han ido siendo consideradas en la legislación de los diversos Estados de derecho. Pero ya hemos dicho que estos avances no suponen puntos de no retorno en la evolución moral de la humanidad, es decir, siempre es posible que el progreso representado por esas instituciones se destruya y “regresemos” a situaciones anteriores y peores.

Si se acepta lo dicho hasta aquí, toda regresión moral ha de implicar una decadencia de los citados mecanismos de justicia y la consiguiente inclinación a reponer el controvertido modelo de la venganza y de la lucha por la superioridad moral. En nuestra historia reciente todos recordamos cómo el marxismo cuestionó el derecho en general y las libertades públicas en particular, calificándolos como “superestructuras ideológicas” que disimulaban las desigualdades económicas y afianzaban la dominación de clase; sustituyó así el paradigma del derecho por el de la guerra –la lucha de clases–, identificando la justicia con la victoria de los oprimidos sobre sus opresores. Y, debido a la enorme influencia del marxismo, este descrédito de los derechos civiles estuvo sin duda en la base de ese gigantesco engaño acerca de los Estados comunistas que ha estado vigente como propaganda hasta hace muy poco tiempo, a saber, que la inexistencia de tales derechos en dichos Estados no era un defecto, sino una prueba de que en ellos reinaba una libertad “real”, y no meramente “formal” y encubridora como la de las sociedades liberales. Algo idéntico, por otra parte, a lo que defendían otros Estados totalitarios sobre una base doctrinal de superioridad racial.

Puede que pensemos que estos planteamientos hoy en día están tan superados como los prejuicios del cabo Piris, pero en el tiempo transcurrido desde aquella grotesca historia hemos asistido a otro tipo de “crítica del derecho” que, reeditando algunos elementos de la marxista, la renueva y la prolonga hasta nuestros días de formas inequívocamente contemporáneas y en apariencia “progresistas”. Una de sus encarnaciones más llamativas son las bien conocidas tesis de Michel Foucault, según las cuales los grandes aparatos políticos de la sociedad moderna (el Estado, el parlamento, el gobierno, el tribunal, la prensa libre, etc.) son solo el resultado superficial de una correlación de fuerzas subterránea en la que pugnan una multiplicidad de “micropoderes” (y de “microdeseos”) moleculares y cuasi invisibles que constituyen su armazón profundo y su constante desasosiego. Por tanto, la presunta “imparcialidad de las leyes” sería también en este caso una mera apariencia que oculta las asimetrías características de toda relación de poder.

El incontestable éxito de estas tesis entre muchos de los movimientos políticos nacidos o renacidos a mediados del siglo pasado, e incluso su impacto en los programas políticos de la izquierda y la derecha parlamentarias, se ha beneficiado sin duda de otro factor, cuya relevancia seguramente Foucault no previó: la “irresistible ascensión” de los conflictos de identidad como plataforma de lucha política, que en tantas ocasiones y lugares han tomado el relevo de la “lucha de clases”. Como resultado de ello, hoy esos conflictos “profundos” de poder se han convertido en su mayoría en batallas cuyo trasfondo ya no es la igualdad, como lo era en los proyectos de corte socialista, sino la diferencia que compone la marca identitaria de cada uno de los adversarios, cuyas acciones han dejado de ser impersonales porque la justicia ha dejado de ser ciega a la identidad privada de los antagonistas: ahora se levanta la toga al juez y se le pide que pondere, no ya la cualidad de una acción, sino la identidad del agente. Esta nueva estrategia subvierte por completo lo que, en las frases antes citadas, Nietzsche identificaba como la transición desde una situación “de naturaleza”, en la que el daño que un hombre hace a otro se considera como una pugna entre particulares, a una situación “de derecho” en la que el perjuicio se entiende como una infracción de la ley común y, por tanto, como una falta contra la colectividad entera. Cuando esta desaparece y en su lugar se instalan las identidades irreductiblemente antagónicas, los adversarios en litigio dejan de confiar en la justicia (pues su “diferencia” no se deja constreñir a la igualdad ante la ley) y aspiran a recuperar el derecho de la víctima a la venganza, que no persigue la justicia sino la humillación del enemigo y que, pese a tener otros argumentos que los de los regímenes totalitarios, quiere corregir a la luz de su identidad menoscabada cada error de la historia, incluida la historia del arte. Se notará, por ejemplo, que la pérdida de confianza en los tribunales de justicia como instancias capaces de establecer (hasta donde los mortales podemos hacerlo, o sea siempre de manera provisional y revisable) la verdad de los hechos sociales es también una de las causas inequívocas del auge de la llamada posverdad (es decir, de la posibilidad de que cada quien elabore unos “hechos alternativos” convenientes a sus intereses privados en lugar de confiar en las verdades públicas).

Esta situación, que por el momento solo representa una sombra amenazadora sobre el Estado de derecho, se suma en el caso que nos ocupa a la peculiar coyuntura del arte contemporáneo heredada del siglo XX. Aunque también en este punto sería absurdo hablar de “progreso estético” en un sentido simplista (es decir, sostener que los cuadros de Rubens son mejores o peores que los frescos de Miguel Ángel o que las bailarinas de Degas), resulta difícil negar que el artista, como productor cultural, realiza una aspiración que siempre estuvo viva en su oficio cuando el arte se constituyó, en el siglo XIX, como una jurisdicción independiente de los poderes políticos, económicos, religiosos o “morales” a los que el pintor o el músico se habían visto obligados a someterse en épocas anteriores. A partir de ese momento puede exigirse que la producción y la valoración de las obras de arte se lleve a cabo en función de criterios exclusivamente estéticos que nada deban para su legitimación a otras esferas del juicio. Algo muy parecido sucede con la libertad de cátedra o la de prensa, que pese a que siempre hayan formado parte del ideario “profesional” de escritores y profesores, solo se encuentran verdaderamente garantizadas cuando sus respectivos campos –la investigación científica, el trabajo intelectual y la formación de la opinión pública– consiguen autonomía política con respecto a otros órdenes sociales deseosos de instrumentalizarlos a su servicio.

Cuando Balthus pintó Thérèse dreaming, en 1938, la actividad artística se hallaba aún protegida por esa jurisdicción autónoma de la que el cabo Piris nada sabía, convencido como estaba de que podía legislar sobre la esfera estética en nombre de una superioridad moral a la que nada ni nadie podía resistirse. De hecho, gracias a esa protección pudieron al menos protestar los artistas a quienes los regímenes fascistas y comunistas persiguieron por negarse a someter sus criterios estéticos a los criterios políticos de los ministerios de propaganda.

Pero el trabajo de las vanguardias históricas, convertidas en horizonte de referencia para todo el arte contemporáneo tras la Segunda Guerra Mundial, consistió, entre otras cosas, en rechazar y dinamitar esa protección para que el arte dejara de ser una esfera separada de la vida y se diluyera en ella, casi siempre por la vía de lo que Walter Benjamin llamó “la politización del arte”. Así, al mismo tiempo que se divulgaban la “microfísica del poder” y la “micropolítica del deseo”, una parte significativa de los movimientos artísticos abandonaba lo que quedaba de la jurisdicción autónoma de la estética moderna y buscaba para sus obras una legitimación política o moral. De nuevo, se trata del mismo tipo de legitimación que pretendieron dar a las artes los regímenes totalitarios nacidos en el siglo XX, aquella en virtud de la cual se podía censurar la Maja de Goya; pero de nuevo las causas político-morales a cuyo servicio se ponen (de manera simbólica) algunos artistas contemporáneos son intachablemente “buenas”: toman partido por las víctimas de la injusticia, la discriminación, la inmigración o de los efectos del capitalismo sobre el planeta. Sin embargo, como quiera que se valore esta estrategia del arte contemporáneo (ya sea como un “progreso” con respecto a su pasado “autónomo” o como una regresión hacia la heteronomía), una cosa es innegable: desde el momento en que el arte se desliza hacia una legitimación que se pretende más política y moral que estética o artística, es prácticamente inevitable que quede desarmado ante los argumentos que, como la pretensión de censurar el cuadro de Balthus, se apoyan en las mismas razones morales y políticas y en las mismas intachables causas a cuyo servicio se ponen las obras.

Si a esto se añade el modo como las nuevas “políticas de malestar” relacionadas con la guerra de identidades han desatado “el insensato furor del resentimiento”, todo parece indicar que, contra lo que habríamos pensado no hace mucho, la estirpe del cabo Piris nos dará en el porvenir aún muchas tardes de gloria. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 7 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] ¿Por qué?





¿Qué preguntas te estás haciendo? ¿Cuál es el invento más importante de los últimos dos mil años? ¿Cuál es la más importante historia actual no publicada? ¿Qué preguntas ya no se plantean? ¿Y ahora qué? ¿Qué te preguntas y por qué? ¿Cuáles son los problemas científicos más acuciantes y cuál es tu consejo para empezar a afrontarlos? ¿Cuál es tu ley? ¿Qué crees que es verdad aunque no puedas demostrarlo? ¿Cuál es tu idea peligrosa? ¿Sobre qué asuntos eres optimista? ¿Sobre qué has cambiado de opinión y por qué? ¿Qué puede cambiarlo todo? ¿Cómo está cambiando internet tu modo de pensar? ¿Qué concepto científico mejoraría nuestro conjunto de herramientas cognitivas? ¿Cuál es la explicación profunda, elegante o bella que prefieres? ¿Qué debería preocuparnos? ¿Qué idea científica está lista para la jubilación? ¿Qué piensas sobre las máquinas que piensan? ¿Cuál consideras que es la noticia científica reciente más importante? ¿Qué concepto científico merecería ser ampliamente conocido?, se pregunta en El Mundo el profesor y escritor Arcadi Espada.

Desde 1998, comienza diciendo, y a razón casi siempre de una por año, el editor John Brockman ha hecho estas preguntas en su página de Edge (www.edge.org) a un centenar largo de intelectuales, sobre todo anglosajones. Muchos de ellos están entre la gente más interesante de nuestra época. Los microensayos que responden a esas preguntas -la que yo prefiero es la idea peligrosa, inspirada probablemente en el libro de Daniel Dennett: La peligrosa idea de Darwin- informan con una precisión, a veces aforística, de asuntos que se elevan sobre la mediocre actualidad, pero que también quedan lejos del punto en que el futuro se hace ficción.

Brockman, que la semana próxima cumple 77 años, dice haberse quedado ya sin preguntas y este año ha lanzado la última. La pregunta es, obviously: ¿Cuál es la última pregunta? Un crisantemo es la flor que ha escogido Katinka Matson para su ritual ilustración. Hay muchas respuestas en las que fijarse. Esta de Ryan Mckay, psicólogo de la Universidad de Londres: "¿Seremos una de las últimas generaciones que muere?" La de Robert Sapolsky, neurocientífico en Stanford: "Dada la naturaleza de la vida, la indiferencia sin propósito del universo y nuestra absoluta falta de libre albedrío, ¿cómo es posible que la mayoría de las personas no estén clínicamente deprimidas?" Pero la mejor última pregunta, de naturaleza leibniziana, es la del físico del MIT Frank Wilczek. Ante su monumental tamaño se comprende que responderla jamás pueda estar entre las obligaciones que un periódico tiene contraídas con las noticias: "¿Por qué?".



John Brockman



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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viernes, 8 de diciembre de 2017

[De libros y lecturas] Hoy, con "Verdad y mentira en la política", de Hannah Arendt





De Hannah Arendt, de quien el pasado día 4 se cumplieron cuarenta y dos años de su muerte, dijo el filósofo Fernando Savater que la "debemos la reflexión filosófica sobre política más genuina de este siglo [...] genuina porque no aspira al final de la política, sino a su esclarecimiento y prolongación". 

En su recuerdo y homenaje subo al blog la reseña que de su libro Verdad y mentira en la política (Página indómita, Barcelona, 2017) realiza en el último numero de Revista de Libros Fernado Bayona, doctor en Filosofía y profesor en la Universidad de Zaragoza y en la Universidad Nacional de Educación a Distancia.

La novela 1984, comienza diciendo el profesor Bayona, se convirtió en un best seller casi setenta años después de su aparición, durante la última campaña presidencial en Estados Unidos, en la que una red social al servicio del candidato que finalmente resultaría vencedor logró que se tomaran como verdades innegables bulos sobre el lugar de nacimiento de Obama, sobre la salida del país de la empresa Ford, sobre el número de homicidios en Nueva York o sobre el cambio climático. La sociedad que describe George Orwell en esta obra vive regida por la figura vigilante del Gran Hermano desde una telepantalla omnisciente, tiene un Ministerio de la Verdad que decreta cuándo alguien incurre en el «crimen del pensamiento» y emplea la «neolengua» para ocultar y eliminar los significados no deseados de las palabras verdaderas. El éxito de la reedición de 1984 fue paralelo al de Donald Trump, quien nada más ser elegido presumió en rueda de prensa de ser el presidente que más votos electorales había conseguido desde Reagan y no se inmutó cuando se le recordó que tanto Bush como Obama lo habían superado, como es fácil de comprobar. Y, después de tomar posesión como presidente, negó que se hubiera reunido mucha menos gente para celebrarlo en la National Mall (la avenida que une el Congreso con la Casa Blanca) que en la de su predecesor, cuando las imágenes así lo mostraban de modo incontestable. Kellyanne Conway, asesora de la nueva Administración, llamó a esas mentiras «hechos alternativos». Esta estrategia comunicativa es un rasgo definitorio de la política actual, en la que cada vez resulta más difícil distinguir entre la información y las fake news o noticias falsas y falsificaciones, que son difundidas principalmente en las redes sociales con el fin deliberado de desinformar, desenfocar la atención, excitar las emociones y polarizar la sociedad.

El triunfo político de la posverdad ha motivado también la publicación conjunta en español de dos breves ensayos de la filósofa Hannah Arendt, con el título Verdad y mentira en la política. El primero, «Verdad y política» («Truth and Politics»), apareció primero en alemán en 1964 y la autora se propone como objetivo la cuestión de si es legítimo siempre decir la verdad. Como ella misma advierte, surgió por la campaña que sufrió a raíz de su libro Eichmann en Jerusalén, subtitulado Un informe sobre la banalidad del mal, en el que recogía y analizaba lo sucedido en el juicio a este criminal de guerra que ella cubrió como corresponsal de la revista The New Yorker. En concreto, fue inspirado por la enorme cantidad de mentiras utilizadas en la controversia suscitada por su libro, mentiras tanto sobre lo que ella había escrito como sobre los hechos de que había informado. Ella había querido comprender cómo había podido suceder realmente semejante monstruosidad y tuvo el talento de entender y el coraje de exponer lo que había comprendido. Pero las comunidades judías sólo esperaban de ella, por su propia condición de judía exiliada de la Alemania nazi en Estados Unidos, una total adhesión a la causa del sionismo y la acusaron de haberse inventado hechos y afirmaciones habidas en el juicio y fielmente recogidas en el Informe. En lugar de una sumisión incondicional a la identidad nacional judía, Hannah Arendt les ofrecía una respuesta racional y sincera, convencida de que la obligación moral del escritor es decir siempre la verdad y no ocultar la realidad bajo el manto de la identidad. Tres años más tarde hizo una versión diferente de este ensayo en inglés para ese mismo periódico, que se incluyó en 1968 en el libro Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política.

El segundo texto, «La mentira en política» se publicó por primera vez en 1971 en The New York Review of Books, con el título «Lying in Politics. Reflection on the Pentagon Papers» («Mentir en Política. Reflexión sobre los Pentagon Papers»), y se incluyó con ligeros cambios en el libro Crisis de la república. Los Pentagon Papers es el nombre con que se conocen los documentos secretos del Pentágono sobre la política norteamericana en Vietnam, que integran un estudio encargado en 1967 por el secretario de Defensa, Robert McNamara, titulado oficialmente United States. Vietnam Relations, 1945-1967. A Study Prepared by the Department of Defense. En 1971, The New York Times empezó a publicar estos documentos, que desvelan el proceso de toma de decisiones en la guerra de Vietnam, contra la que tantas y tan grandes protestas se organizaron, y el Gobierno de Nixon intentó vetarlo. Hannah Arendt escribió este ensayo en el intervalo que media entre el inicio de su divulgación y la sentencia por la que el Tribunal Supremo de Estados Unidos avaló, un año después, su constitucionalidad. El propósito es analizar concretamente los motivos del fracaso de la «teoría» construida en ese proceso político en particular. Y, al referirse a lo que estaba «en la cabeza» de quienes reunieron los Pentagon Papers, la autora precisa: «La famosa grieta de credibilidad, que nos ha acompañado durante seis largos años, se ha transformado de repente en un abismo. La ciénaga de declaraciones falsas de todo tipo, de engaños y de autoengaños, es capaz de tragar a cualquier lector deseoso de escudriñar este material que, desgraciadamente, deberá considerar como la infraestructura de casi una década de política exterior e interior de los Estados Unidos» (p. 86).

No hace falta recurrir a Maquiavelo para saber que la política es inseparable de la mentira. El derecho a mentir es defendido incluso por Kant en su opúsculo Sobre el derecho a mentir por razones filantrópicas y Hannah Arendt reconoce, desde el principio, que «la verdad y la política no se llevan demasiado bien» y que «la mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable, no sólo del oficio del político o del demagogo, sino también del oficio del hombre de Estado» (p. 15). Y se pregunta: «¿Por qué esto es así? ¿Y qué significado tiene, por una parte, en cuanto a la naturaleza y la dignidad del ámbito político, y por otra en lo que se refiere a la naturaleza y la dignidad de la verdad y de la buena fe?»

Ambos ensayos parten de la distinción entre la verdad racional y la verdad factual, entre la verdad que, como la «doctrina matemática de las líneas y las figuras», no interfiere «en la ambición, el beneficio o la pasión del hombre» (Hobbes), y la verdad afirmada sobre hechos y acontecimientos que afectan a la conducta de los hombres y constituyen la textura misma de la política. Arendt termina el primer ensayo afirmando que «en términos conceptuales, es posible definir la verdad como aquello que no podemos cambiar; en términos metafóricos, es el suelo que pisamos y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas» (p. 80); de suerte que podemos descubrir la verdad, pero no podemos cambiarla, porque la verdad no puede ser de otra manera. Y, al comienzo del segundo ensayo, señala que la mentira, es decir, la falsedad deliberada, atañe a hechos contingentes, «a cuestiones que no poseen una verdad inherente a ellas mismas, que no necesitan ser como son», y que la mentira puede ser creída porque «las verdades factuales nunca son irresistiblemente ciertas» (p. 89).

Por tanto, la perspectiva de la verdad es exterior a la política, puesto que la política no se mueve en el ámbito de las verdades apodícticas, sino que se desarrolla en el espacio limitado de nuestros cuerpos y de los acontecimientos. Consiste precisamente en la capacidad de actuar, en la posibilidad y la decisión de cambiar los hechos. Somos libres de decir sí o no a las cosas tal como nos son dadas, podemos estar de acuerdo con ellas o cambiarlas, y en eso consiste la decisión y la acción, que es la materia prima de la política. Más aún, como reiterará dos años después en Diario filosófico (trad. de Raúl Gabás, Barcelona, Herder, 2006), «en la mentira está también la libertad», y «en el “cómo han sido realmente las cosas” se esconde un “no ha podido ser de otra manera”» (p. 599).

El conflicto de la verdad con la política viene de antiguo y es un conflicto complejo. Ya Platón termina la alegoría de la caverna diciendo que, si el filósofo intentara liberar a sus conciudadanos de la falsedad y la ilusión en que se encuentran, ellos «lo matarían [...] si estuviera a su alcance hacerlo». La tensión entre la verdad racional, permanente y segura, y las opiniones cambiantes y dudosas forma parte de la fragilidad humana y de la contingencia de los hechos. Es también la tensión entre la unidad de la razón humana y la multiplicidad de individuos, que indica el paso de la idea de hombre a los hombres en plural, el desplazamiento del poder único y absoluto a la libertad y al pluralismo. En contra de los sofistas, Sócrates rechazó dar ese paso y decidió apostar por la verdad y morir por ella.

Cuando nos enfrentamos a hechos y abordamos la verdad factual, nos encontramos, primero, con la contingencia, es decir, con que no hay ninguna razón absoluta para que los hechos sean lo que son, puesto que siempre podrían haber ocurrido de otra manera; y, segundo, con que los hechos precisan de testigos que los recuerden o avalen. La evidencia fáctica se establece mediante el testimonio de testigos presenciales, cuya fiabilidad es discutible; mediante registros y documentos que pueden haber sido manipulados o falsificados; y mediante la experiencia múltiple más o menos compartida. De ahí que las verdades factuales nunca sean irresistible o irrebatiblemente ciertas. En asuntos humanos, la verdad fáctica –la verdad histórica, la verdad sociológica, la verdad económica– es susceptible de interpretaciones y de opiniones diversas y cambiantes. Hablar de los hechos supone interpretarlos, no sólo porque no pueden ser percibidos al margen de las lentes personales y de las perspectivas interesadas con que los observamos, sino porque el lenguaje con que describimos los hechos nunca es totalmente aséptico. El debate sobre las decisiones de contenido social y normativo etiqueta los hechos, los clasifica, los tiñe de juicio valorativo. Y, así, podemos hablar de la «maternidad subrogada», o bien de «vientres de alquiler», para referirnos a la justicia o injusticia de regular el contrato de un embarazo; o podemos llamar «emprendedores autónomos» o «trabajadores precarios sin derechos» a quienes trabajan para las plataformas digitales de servicios como Uber; por no citar otras parejas de expresiones con mayor tradición, como «misión civilizadora» o «imperialismo», «seguridad nacional» o «terrorismo de Estado», «tortura» o «técnicas forzadas de interrogatorio».

Debido a ello, si para la democracia es importante distinguir los hechos y las opiniones, también lo es evitar sacralizar los hechos. Primero, porque siempre cabe un margen de error o de incertidumbre y porque los hechos pueden ser incompletos o provisionales. Pero, sobre todo, porque, si identificáramos el campo de la política con el de las verdades objetivas, el buen hacer político consistiría en el mejor saber científico y reduciríamos la acción política a la mera gestión técnica de los problemas y las situaciones por los expertos y los tecnócratas, sin oposición posible a su saber indiscutible. Y la hegemonía de la tecnocracia irrefutable, en la que el poder siempre tiene la razón, las cosas son como son y las veleidades ideológicas son tachadas despectivamente de populismo, es otra cara del totalitarismo. La política democrática no es ajena a la verdad factual, pero no se reduce a la aceptación de los hechos. Sin duda debe establecerse con rigor la verdad factual para que pueda debatirse acerca de lo deseable. Pero a la política le corresponde lo segundo, no lo primero. Se necesitan datos fiables para conocer y hacerse cargo de las dimensiones de cada problema, y para diseñar las alternativas disponibles con que afrontarlo; así que los datos han de ser objetivos y aceptados por todos como base que delimita el campo de las soluciones realmente viables, pero no ahorran el debate y la confrontación de intereses en la solución. Y no debemos obviar que a menudo los poderes económicos se esfuerzan en ocultar o desmentir los datos científicos contrarios a sus intereses, como ha sucedido durante décadas con los efectos perjudiciales del tabaco en la salud o con el negacionismo del cambio climático.

El marco de la actuación política es por definición conflictivo, plural, partidario de diferentes concepciones y propuestas de actuación social. Situarse en el terreno político es romper la soledad del filósofo, el aislamiento del investigador y del artista, la imparcialidad del historiador o del juez y la independencia que se le supone al periodista. Quien pone la verdad por encima de todo, caiga quien caiga (Fiat veritas, et pereat mundus), bien se instala fuera del campo político, bien acaba en el totalitarismo, porque la verdad no admite opiniones ni interpretaciones diversas: es, por definición, infalible, despótica, única. La pretensión de verdad conlleva un elemento de coacción, pues se sitúa por encima de la discusión, de la negociación o del acuerdo: excluye el debate que es el núcleo de la vida política y niega la riqueza de la representación política. A diferencia del pensamiento verdadero o científico, el pensamiento político es representativo de diversos puntos de vista interesados, y cuantos más puntos de vista se tengan en cuenta, mayor será la representatividad y mejores las decisiones que se tomen. La política no radica en descubrir e imponer verdades objetivas e indiscutibles, sino que consiste en construir normas e instituciones mediante el diálogo y la negociación entre sujetos humanos mediante procesos institucionalizados, y en lograr el apoyo social suficiente para decidir actuaciones a fin de modificar y cambiar lo que sea necesario cambiar de lo existente en pos de lo deseable.

Si el filósofo intenta que su verdad prevalezca sobre las opiniones de la mayoría, será derrotado y probablemente deducirá de su derrota que la verdad es impotente. Sin embargo, la prueba de que la verdad no es impotente es que la figura que quizá despierta más sospechas justificadas en el político profesional es el profesional de la verdad que es capaz de descubrir alguna feliz coincidencia entre la verdad y el interés. Por eso Hannah Arendt sostiene que es vital crear y fortalecer «sedes de la verdad» (pp. 74-76), ciertas instituciones públicas, como la Academia y la Justicia, en las que la verdad y la veracidad constituyen el criterio más elevado del discurso y del empeño, y que la política debe respetar. De las universidades han salido muchas verdades incómodas y de los tribunales de justicia muchos juicios imprevistos y molestos a los poderosos. Cuando el poder ocupa y manipula estos refugios de la verdad, aniquila la verdad y destruye la sociedad misma. El problema de la democracia en nuestros días es que esas instituciones han perdido el aura de autoridad de que gozaban cuando Arendt escribía y que al desprestigio de la universidad y de la justicia se añade la falta de credibilidad de la prensa.

Por otra parte, la mentira política tradicional, inseparable de la diplomacia y del arte de gobernar, solía estar relacionada con los secretos de Estado y con los intereses para la seguridad nacional. Lo novedoso de las mentiras políticas modernas es que se ocupan de hechos que todo el mundo conoce, para crear imágenes alternativas e imponer un «relato» sobre los mismos. La mentira organizada comporta siempre un elemento de violencia, porque tiende a destruir lo que se ha decidido negar: «la diferencia entre la mentira tradicional y la moderna equivale en la mayoría de los casos a la diferencia entre esconder y destruir» (p. 61). La manipulación masiva de los hechos para construir la opinión pública salta a la vista en las revisiones de la historia o en el trabajo de los publicistas y creadores de imagen para las campañas electorales. Lo «más inquietante» es que «si las «modernas mentiras políticas son tan grandes que exigen la reorganización de toda la estructura de los hechos –la construcción de otra realidad, por así decirlo, en la que dichas mentiras encajen sin dejar grietas, brechas ni fisuras, tal como los hechos encajaban en su contexto original–, ¿qué es lo que impide que esos nuevos relatos, imágenes y hechos que no han ocurrido se conviertan en sucedáneo apropiado de la realidad y de lo fáctico?» (p. 62). No estamos ante un simple embuste deliberado, sino ante un relato alternativo de lo real, ante la fuerza emocional e impositiva de un discurso retórico, repleto de palabras seductoras, persuasivas, que justifican situaciones de dominio, reparan lo que se siente roto o perdido, alimentan odios o simpatías, y, sobre todo, me dicen lo que yo necesito escuchar para sentirme mejor. No se trata de contar mentiras sin más, sino de recrear una realidad alternativa con su lógica expresiva para hacerla creer con total desprecio de los hechos, de las preguntas sensatas, de los argumentos racionales. La mentira sistemática se convierte en un relato autosuficiente. Se inventan no sólo hechos que nunca han sucedido, sino situaciones y marcos narrativos capaces de reforzar expectativas y creencias. Son afirmaciones que no se corresponden con la realidad, pero refuerzan las creencias de quienes las escuchan. Lo decisivo es que estos crean que son ciertas, porque desean creer que lo son, de modo que el relato imaginario acabe «produciendo» realmente esos hechos por la acción de los creyentes. Lo cual acaba siendo políticamente rentable para el embaucador. 

Hannah Arendt afirma que «en los Documentos del Pentágono nos encontramos con hombres que hicieron todo lo posible para conquistar la mente de las personas, esto es, para manipularlas» (p. 126). Lo conociera o no Arendt, el precedente más claro de su reflexión sobre la mentira en la política moderna es un librito escrito en 1943 por Alexandre Koyré, Reflexiones sobre la mentira (traducido también con el título La función política de la mentira moderna). Este filósofo ruso e historiador de la ciencia, también exiliado en Estados Unidos, insistía en que el «progreso técnico» en la comunicación de masas era la «innovación poderosa» de los regímenes totalitarios, y denunciaba que la usurpación de las nuevas tecnologías por sectarios sin escrúpulos, «puesta al servicio de la mentira», implicaba la destrucción del espacio público.

Hoy, la mitad de la política es «creación de imágenes y la otra mitad el arte de hacer creer a la gente dichas imágenes» (p. 93). En ese terreno movedizo se agita a discreción el embustero, hábil en modelar los hechos a fin de que concuerden con su deseo e interés y de que conecten mejor con las expectativas de su audiencia, simplificando, exagerando e inventando lo que convenga para ello. El embustero debe aparentar que está convencido de la verdad de su mentira para tener más credibilidad, y acaba engañándose, pues sólo el autoengaño permite dar una apariencia de fiabilidad. Después, el proceso es imparable y tanto el embaucador como los propios engañados se esfuerzan por mantener intacto el relato construido. Cuanto más éxito tiene el embustero, más probable es que caiga en su propia trampa, por lo que «el embustero autoengañado pierde todo contacto no sólo con la audiencia, sino con el mundo real» (p. 128). Para este problema no hay otro remedio que el choque con la realidad, la tenaz presencia de los hechos. Eso explica el fracaso de los Estados Unidos en Vietnam. La filósofa analiza cómo los papeles del Pentágono muestran que el objetivo de aquella guerra insensata, que tanto costó en vidas humanas y recursos materiales, no era ninguna ventaja territorial ni económica, sino que la única finalidad era crear un estado mental: «Los objetivos perseguidos por el Gobierno de Estados Unidos eran casi exclusivamente psicológicos» (p. 129).

Por esa razón los estrategas yanquis desatendían la información que les facilitaban los propios servicios de inteligencia, despreciaban los hechos y rechazaban cualquier limitación a su relato. Aquellos «profesionales de la resolución de problemas» tenían una «teoría» y negaban o ignoraban todos los datos que no encajaban en ella. Fabricaban una verdad que «era irrelevante para el problema que había que resolver» (p. 130). La «arrogancia del poder», la incapacidad para aprender de la experiencia y el rechazo de la realidad los llevó al fracaso. Cuando Hannah Arendt se pregunta cómo pudieron ejecutar de manera persistente esa política hasta su amargo y absurdo final, responde: «La eliminación de los hechos y la técnica de resolución de problemas fueron bienvenidas porque el desprecio a la realidad era inherente a dicha política y a los objetivos mismos» (p. 137). Aquellos estrategas no sentían ninguna necesidad de saber cómo era realmente Indochina, porque para ellos era sólo una ficha de dominó en manos de otros, de los verdaderos jugadores. Los bombardeos de Vietnam del Norte y la presencia de las tropas estadounidenses en aquella lejana península eran la «prueba» de que estaban dispuestos a «contener a China» y la demostración de que podían decirse a sí mismos: «Somos la mayor superpotencia». El objetivo último «no era el poder ni tampoco el beneficio. Ni siquiera [...] satisfacer intereses particulares y tangibles. El objetivo era la imagen de prestigio, presentarse como la mayor potencia del mundo», mejor aún, «comportarse como la mayor potencia mundial» (p. 104) en una empresa más imaginaria y quijotesca que ajustada a los riesgos y los costes reales. Porque, en la guerra de Vietnam, a la falsedad y confusión hay que añadir una sorprendente e ingenua ignorancia del verdadero contexto económico e histórico. La desastrosa derrota fue consecuencia «del desdén voluntario y deliberado, durante más de veinticinco años, por todos los hechos históricos, políticos y geográficos» (p. 123).

Los aspectos del proceder de aquellos políticos que Hannah Arendt selecciona en su análisis de los Documentos del Pentágono son el autoengaño, la creación de imágenes, la ideologización y la eliminación de los hechos. Pero afirma que no son los únicos que merecerían ser estudiados. La escritora, que estaba convencida de que la búsqueda y el establecimiento de la verdad corresponde más bien a la prensa, cree que «lo ocurrido difícilmente hubiera podido ocurrir en otro lugar» y extrae la lección de que la elaboración del informe y, por encima de todo, el hecho de que «el público haya tenido acceso a material que el Gobierno trató inútilmente de mantener oculto, constituye la mayor prueba de la integridad y del poder de la prensa» (p. 140). Ella misma se atribuyó en cierto modo la misión de periodista en el proceso Eichmann y no es casualidad que publicara estos dos textos como artículos en The New Yorker y en The New York Review of Books.

En suma, la filósofa que nos explicó mejor que nadie Los orígenes del totalitarismo y la lógica de la violencia (Sobre la violencia) y de las revoluciones (Sobre la revolución), también orientó temprana y lúcidamente nuestra atención sobre los conceptos de «verdad» y «mentira» en nuestra moderna realidad política tecnomediática. En buena medida por haber sido víctima de la propaganda nazi y, sobre todo, por haber experimentado ella misma, del modo más doloroso, la manipulación y hasta el rechazo de sus propios congéneres cuando escribió sobre el proceso a Adolf Eichmann.

Ha pasado medio siglo y Donald Trump ha sido elegido presidente de Estados Unidos con el voto popular de quienes buscan consuelo en un personaje que ha osado gritar lo que ellos balbuceaban en la barra del bar, que tuitea lo que ellos hace tiempo querían leer y que lanza baladronadas sin soporte factual, pero gratificantes de sus pulsiones más instintivas. Lo han votado sin importarles la verdad o mentira de sus acusaciones y de sus promesas, porque están hartos de los economistas que yerran incorregiblemente en sus previsiones y predican recetas que siempre favorecen a los privilegiados a costa de los trabajadores; porque ya no se creen las noticias transmitidas por los moderados medios de comunicación tradicionales; y porque desconfían de las instituciones tan políticamente correctas como ineficaces para las angustias cotidianas de sus vidas. Lo han votado porque, en la política de la posverdad, triunfa quien consigue que los activistas continúen repitiendo sus puntos de discusión, por más que los medios de comunicación o expertos independientes descubran que son falsos. Así hemos llegado a que el presidente de la primera potencia mundial, además de ser un embustero compulsivo, que divulga por Twitter atentados inexistentes en Suecia o acusa sin fundamento a Obama de haber ordenado intervenir su teléfono, niega rotundamente la veracidad de las noticias que le perjudican, hasta el punto de calificar como «noticias falsas» y «trato injusto» las informaciones irrefutables de que su hijo se reunió con una abogada rusa.

El presidente Trump ha llegado a decir que los medios de comunicación están «distorsionando la democracia» en Estados Unidos y que son «el enemigo del pueblo». Por ello, The New York Times, el mismo periódico que reveló los Documentos del Pentágono, se vio en la necesidad de lanzar, en febrero de 2017, una campaña frente a lo que considera un ataque sistemático del presidente a la libertad de expresión y al necesario respeto a la verdad como base de toda decisión política en democracia con este anuncio publicitario: «La verdad es difícil. Difícil de encontrar. Difícil de conocer. La verdad es más importante ahora que nunca».



Hannah Arendt (1906-1975)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 4081
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)