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sábado, 10 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] El hilo invisible de la vida



Dibujo de Eduardo Estrada para El País


La inmortalidad no está a nuestro alcance, escribe María A. Blasco es directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas, pero en el futuro se podrán evitar, retrasar o curar enfermedades del envejecimiento. Para ello tiene que haber una apuesta seria por la ciencia y la investigación. 

Dar un paseo por el Museo del Prado puede ser una manera de reflexionar sobre por qué envejecemos y sobre las consecuencias del envejecimiento, comienza diciendo Blasco. Hans Baldung Grien, pintor renacentista alemán, es autor de Las edades y la muerte, una pintura del Prado. En ella, Grien nos habla de las consecuencias del paso del tiempo en el cuerpo humano a través de la representación de un recién nacido, de una mujer joven, y de una mujer envejecida, quien es arrastrada por un ser que simboliza la muerte. Esta última, la muerte, sostiene un reloj de arena, para indicarnos que es el paso del tiempo el responsable de la decrepitud del cuerpo humano y de la muerte. Un destino inevitable, según nos advierte Grien representando a una lechuza, símbolo de la sabiduría desde la época griega.

Algo tan obvio en la pintura de Grien como que el envejecimiento acarrea la enfermedad y a la muerte, ha sido omitido hasta hace poco por la comunidad científica. Se han estudiado las enfermedades de manera detallada con el fin de descubrir estrategias para curarlas, pero sin tener en cuenta el hecho de que el proceso de envejecimiento está en su origen. Prueba de esta omisión, es que no hay ningún fármaco para curar enfermedades que haya surgido de entender el proceso de envejecimiento molecular. Y quizás por ello, bien entrado el siglo XXI, no somos capaces de frenar la progresión, ni de curar ninguna de las enfermedades del envejecimiento.

No voy a entrar aquí a analizar por qué se ha ignorado al envejecimiento como origen de las enfermedades. Lo importante es que esto ha cambiado, y ahora entender el envejecimiento a nivel molecular es un tema “estrella” de la investigación. El objetivo es entender por qué envejecemos a nivel molecular para así poder evitar, frenar o curar enfermedades asociadas al envejecimiento, que son prácticamente todas las enfermedades que nos matan en los países desarrollados, incluyendo el cáncer, las enfermedades cardiacas y las enfermedades degenerativas. ¿Cuáles son estas causas moleculares del envejecimiento?

Para contestar esta pregunta, visitemos a Goya. Goya conocía un mito griego para explicar la duración de la vida: el mito de las Parcas. Las Parcas eran tres hermanas hilanderas, que determinaban la duración de la vida. Una de las Parcas tejía el hilo de la vida con la rueca, la otra media el hilo para ver cuánto viviría la persona, y la tercera cortaba el hilo cuando la vida tenía que llegar a su fin. Es curioso que la hermana que corta el hilo se llama Morta en la versión romana del mito, la muerte. Por eso, la muerte a menudo se representa sosteniendo una hoz en la mano, la hoz que corta el hilo de la vida.

Pues bien, ese hilo de la vida que tejen las Parcas, es una de las causas moleculares del envejecimiento. Imaginemos que el hilo de la vida es la hebra de la molécula de ADN, y en concreto su parte final, o telómeros, unas estructuras esenciales para la vida. Cada vez que nuestras células se multiplican para regenerar nuestro organismo, y esto pasa constantemente, nuestros telómeros se acortan y cuando los telómeros son demasiado cortos esto desencadena otras causas moleculares del envejecimiento. Así, los telómeros tienen una longitud máxima cuando nacemos y se van acortando conforme vivimos, hasta que son demasiado cortos para seguir permitiendo la regeneración de los tejidos y por eso se producen las enfermedades, y en última instancia la muerte.

En su casa de Aranjuez (que ya no existe), Goya pintó un fresco sobre el mito de las Parcas. Este fresco esta ahora en la sala de “pinturas negras” de Goya en el Museo del Prado y se titula Las Parcas. Cuando miramos la pintura, nos damos cuenta de que Goya no pintó el hilo, ¿quizás porque supuso que sería “invisible” al ojo humano? Goya pintó a la hermana hilandera como un ser que sujeta a un niño recién nacido en las manos. ¿Quizás Goya intuyó que el nacimiento sería el momento de mayor longitud del hilo de la vida? Goya representó a la hermana hilandera que mide el hilo de la vida con alguien sosteniendo una lupa magnificadora en la mano. ¿Pensaría Goya que esta lupa magnificadora nos permitiría ver el hilo invisible? Es inevitable para mí pensar que esa lupa magnificadora es un microscopio como los que usamos para medir los telómeros. Y finalmente, Goya representó a la muerte con unas tijeras en la mano.

Cuando los científicos descubrimos que los telómeros se podían medir pensamos que quizás la longitud de los telómeros podría determinar la vida de un individuo, cual hilo de la vida de las Parcas. Hoy sabemos que en humanos la longitud de los telómeros tiene un valor pronóstico/predictivo para muchas enfermedades del envejecimiento. También sabemos que personas que nacen con telómeros más cortos de lo normal debido a alteraciones en el enzima que los sintetiza, llamada telomerasa (la “rueca de las Parcas”), van a morir de manera prematura debido a una falta de la capacidad de regeneración de sus tejidos. Incluso hay estudios con decenas de miles de individuos que demuestran que personas con telómeros más largos están protegidos de determinadas enfermedades del envejecimiento. A la vista de esto, la intuición de Goya nos pone los pelos de punta.

Pero ¿cómo de universal es el fenómeno de los telómeros? ¿Se ha usado “la rueca de las Parcas” más veces para determinar la longevidad de otras especies?

En un estudio reciente de nuestro grupo hemos encontrado un patrón universal que podría explicar como se determina la longevidad en las especies. Pero este patrón universal no es la longitud del hilo, pues hemos visto que animales que nacen con telómeros muy largos como los ratones, viven mucho menos que los humanos que nacemos con telómeros más cortos. Lo que determina la longevidad es la velocidad de acortamiento del hilo, o de los telómeros. Animales que acortan sus telómeros más rápido viven menos que los que los acortan más lento. Por lo tanto, la clave no está en hacer el hilo más largo, sino en tener un muy buen mantenimiento del hilo. Además, vemos que la velocidad de acortamiento del hilo de las distintas especies se puede ajustar a una función matemática llamada Ley Potencial, que a su vez puede predecir la longevidad de las especies solo con saber la velocidad de acortamiento de los telómeros.

Pienso que este descubrimiento explica algo bastante inexplicable y es el hecho de que la longevidad no tiene ninguna lógica evolutiva, no hay una correlación entre “parentesco evolutivo” y longevidad. Por ejemplo, un flamenco vive lo mismo que un elefante (unos 60 años), a pesar de que evolutivamente son mucho más distantes evolutivamente entre sí que un elefante y un ratón, que sólo vive dos años. Por lo tanto, no es la sofisticación genética, ni el grado de desarrollo cerebral lo que nos hace más longevos, sino el tener una velocidad de acortamiento telomérico lenta. Habría que preguntar a los tiburones de Groenlandia como hacen para mantener sus telómeros largos durante 400 años o a las secuoyas durante miles de años.

Finalmente, no nos olvidemos de que existe la “rueca”, la telomerasa, como la conocemos los científicos. La telomerasa tiene la capacidad de realargar los telómeros cuando la activamos. Hemos conseguido que un ratón viva mucho más de lo normal simplemente activando la rueca y manteniendo sus telómeros largos durante más tiempo. Y esto me lleva a pensar en otro pintor surrealista español obsesionado con la inmortalidad: Salvador Dalí. Dalí pensaba que el ADN, que tiene una estructura en doble hélice a modo de escalera helicoidal, cuyos peldaños están formados por las bases o letras del ADN (A-T, G-C), era la escalera de Jacob, que en la mitología judeocristiana es la escalera que lleva al cielo, y por ende, según Dalí, a la inmortalidad. La fascinación de Dalí por el ADN le llevó a pintar la doble hélice del ADN en varias de sus obras. No creo que algún día seamos inmortales, pero espero que en el futuro se puedan evitar, retrasar o curar enfermedades del envejecimiento. Para ello tiene que haber una apuesta seria por la ciencia y la investigación. ¿Qué hay más avanzado que un mundo donde poder curar enfermedades aún incurables?







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viernes, 9 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] El valioso invento que nadie echaba en falta





Hace ocho años aún estaba despegando el teléfono inteligente, hoy llevamos Internet a todos lados y muchos de nosotros no renunciaríamos a Internet ni por más dinero del que tendremos en toda la vida, escribe el periodista y subdirector de El País, Bernardo Marín.

En julio de 2011, comienza diciendo Marín, la fundación estadounidense The Fund for American Studies publicó un vídeo sobre las bondades del capitalismo en el que se hacía una pregunta a varios jóvenes: ¿serías capaz de no volver a usar Internet a cambio de un millón de dólares? La mayoría de los sondeados contestaba que no, y multiplicaba por diez o por mil la cantidad por la que estarían dispuestos a dejar de navegar y abandonar para siempre todas las aplicaciones inventadas y por inventar. Y eso que hace ocho años aún estaba despegando el teléfono inteligente, con el que llevamos Internet a todos lados mientras nos creamos la necesidad de estar siempre conectados.

El dilema, que ha vuelto a proponer en las últimas semanas un artículo del blog Microsiervos, tiene su miga. ¿Por cuánto dinero sería el lector capaz de semejante renuncia? Seguro que alguno lo haría por mucho menos de ese millón, pero es probable que otros, en especial aquellos que no conocen otro mundo que el digital, encontraran la cantidad irrisoria. Dejar de lado Internet supondría privarse del mayor sistema de acceso a la información, a la comunicación, al negocio y a la diversión inventado. Y llevar una vida a contracorriente: despedirse de WhatsApp y de las redes sociales, no poder consultar una duda en Google ni ver una película en Netflix, volver físicamente a la agencia de viajes para comprar un billete de avión y al buzón para mandar fotos en un sobre. Y renunciar a muchísimos empleos que requieren conexión.

Resulta interesante reflexionar sobre lo mucho que valoramos algo que en principio nos cuesta tan poco. Pero es aún más asombroso pensar que hace 30 años, el tiempo de una sola generación, nadie echaba en falta Internet, cuya existencia permanente y ubicua damos por hecho ahora con tanta certeza, que nos alarmamos cuando perdemos la conexión o no encontramos wifi. Quizás por esto, las películas y novelas de ciencia ficción anteriores a la revolución tecnológica, donde se vaticinaban otros prodigios como el teletransporte o la invisibilidad, resultan, con perspectiva actual, tan miopes a la hora de pronosticar un invento que ahora parece obvio. Y al que muchos no renunciaríamos ni por una fortuna.





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miércoles, 7 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Romper el hechizo



Un carbonero común. Fotografía de Uly Martin


Hay que romper el hechico. Toda tentativa de ilustración es, en último término, una suerte de desencantamiento. Pero el mundo es hoy más ancho y rico, comenta el escritor Jorge Freire.

Ya nada es lo que era, comienza diciendo Freire: ni el ciclismo, ni nuestro barrio, ni la democracia siquiera. Los tomates han perdido el sabor, el cine abusa de los remakes y los domingos ya no son los de nuestra infancia… ¡Ni siquiera el kilo es ya un cilindro de platino iridiado! A uno se le ensombrece el ánimo oyendo estas jeremiadas, variaciones del adagio manriqueño que rezaba que todo tiempo pasado fue mejor. Sigue cundiendo la nostalgia una vez que los científicos han puesto rostro a un agujero negro, algo que solo parecía posible en la ciencia ficción, y han enviado una sonda más allá de Neptuno, hasta un asteroide apodado Ultima Thule que rebasa con mucho lo que los romanos imaginaron al acuñar dicho término. ¿Por qué nos dejamos llevar por la melancolía?

No es una actitud nueva. La retórica del “desencantamiento del mundo”, por decirlo con Weber, hunde sus raíces en una larga tradición intelectual, surgida al rescoldo de la Revolución Industrial y afianzada sobre el viejo pesimismo político. Keats lamentaba en su poema Lamia que se hubiera destejido el arcoíris, como si, al enunciar la teoría corpuscular de la luz, Newton hubiera robado el enigma a un fenómeno que era mejor no comprender del todo. No han sido pocos los autores que, desde entonces, han tratado de convencernos de que el precio del progreso es la pérdida del sentido. Argumentan que la misma técnica que nos ha permitido medir y pesar el mundo es la misma que nos distancia de él, convirtiéndolo en una suerte de mariposa clavada en el alfiler, fácilmente analizable pero carente de vida.

Lo cierto es que toda tentativa de ilustración es, en último término, una suerte de desencantamiento. Abierta la tramoya de par en par, contemplamos las bielas y los pistones que accionan el decorado, y en ese momento el misterio se desvanece. Quienes protestan contra esto no tratan de recuperar la inocencia, una empresa cuanto menos ímproba, sino que más bien ejercen su derecho al pataleo. Ocioso es tratar de recomponer el hechizo una vez que se ha roto. Sería, en expresión de Wittgenstein, como intentar reparar una tela de araña con los dedos.

Tampoco el mercado laboral es ya lo que era. Sostienen los expertos que, de cara a la Cuarta Revolución Industrial, nuestras sociedades van a requerir de propuestas creativas que garanticen la protección de los más desamparados. Como ha escrito Lucía Velasco, no basta con oponerse a la tecnología, como al calor del maquinismo hicieron los luditas y los conmilitones del “capitán” Swing, rompiendo telares mecánicos y trilladoras agrarias. Dormirse en los laureles del pesimismo, la más irresponsable de todas las actitudes, sería a este respecto como ponerse a quemar almiares mientras el tren de la historia nos pasa por encima.

Mantenernos despiertos es un imperativo moral. En un artículo de 1945, Josep Pla escribió acerca de la perplejidad que le causaba la contemplación de gorriones en su Palafrugell natal: a su juicio, estos realizaban una serie de expediciones que parecían contravenir su naturaleza sedentaria. Ocho décadas después, no es poco lo que hemos descubierto acerca de las migraciones de las aves estacionarias, que ocupan una extensión mucho mayor de lo que intuíamos.

Entretanto, ¿se ha roto definitivamente el hechizo? Quizá, pero hoy el mundo es más ancho y más rico. Sirvan de ejemplo los pájaros de Pla, considerados entonces autómatas sin raciocinio, cuya función consistía en regalarnos el oído con “esa música numerosa como el espacio pero aledaña al día”, en expresión de Emily Dickinson. Hoy sabemos que el exiguo tamaño de su cerebro se debe a motivos de aerodinámica, y que la evolución les ha permitido prescindir del neocórtex igual que prescindieron de la vejiga. ¿Cómo explicar, si no, que el propio carbonero, con su cerebro de medio gramo, sea capaz de recordar los miles de apostaderos en que esconde las semillas? Hasta hemos conseguido averiguar el funcionamiento del vuelo en bandada, un bellísimo misterio que, a pesar de los denodados esfuerzos de un sinnúmero de ornitólogos, permanecía sin esclarecer.

Al arrimo de la ilustración y la ciencia, el mundo se recompone a la luz de nuestra mirada, como si de un caleidoscopio se tratase. Desaparecen los arcanos indescifrables, pero no los motivos para el asombro: basta con observar un nido de golondrinas, oculto bajo un alféizar o sobre un aparato de aire acondicionado, y pensar que sus inquilinos lo han localizado después de un viaje de 3.000 kilómetros. Sostiene Menno Schilthuizen en Darwin viene a la ciudad (Turner), que para apreciar la evolución de las aves urbanas basta con fijarse en el pájaro carbonero de Barcelona: resulta que la estrechez de su corbata, una mancha de color negro relacionada su virilidad, no es un asunto meramente ornamental, sino que denota que la ciudad es refugio para los machos menos agresivos y más débiles. ¿Quién lo hubiera imaginado? Nos rodea un mundo fascinante que exige una mirada atenta.





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lunes, 22 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] La edad de la inconsistencia





La credulidad amenaza a las democracias, escribe el historiador José Andrés Rojo. Y llevamos una larga temporada sin que pase nada. Esa, por lo menos, es la impresión que se tiene cuando se hacen las cuentas y se mira el panorama con un poco de distancia, comienza diciedo. Hagan la prueba: desenchúfense una semana y verán cómo al regreso las cosas no han avanzado un milímetro. Habrá habido, eso sí, lo hay, un notable barullo, pero se empieza ya a hablar de nuevas elecciones. La misma cantinela que se escuchó hace no mucho y que pone los pelos de punta, una señal de una irremediable impotencia para hacer política que produce melancolía.

En La actualidad innombrable, el escritor, pensador y editor italiano Roberto Calasso habla de “delirio de omnipotencia” como una derivada de esa disponibilidad informática que tan bien define nuestro tiempo. Con un móvil en la mano nada parece resistírsele a nadie, y eso termina generando una sensación de extremo poderío: todo está bajo control, se puede encontrar una solución a cualquier problema. Basta conectarse y acceder a la información que resulte necesaria. Y, además, a toda pastilla. “Multiplicándose sin tregua y en todas las direcciones, las esquirlas informáticas se revelan al final autosuficientes. Capaces de difundirse sin recurrir a nada exterior. No tienen necesidad de ser pensadas”, comenta Calasso poco después. Y añade: “La información no tiende solo a sustituir a la conciencia sino al pensamiento en general, aliviándolo del peso de tener que elaborar y gobernar permanentemente”.

Así están las cosas. Unos políticos impotentes para armar un proyecto duradero, y la gente encantada con un móvil porque puede hacer de todo. ¿No son dos caras de la misma moneda? Las nuevas tecnologías han proporcionado al ciudadano corriente una notable variedad de herramientas que, por así decirlo, lo arman hasta los dientes. Ya no necesita de ninguna mediación y puede desenvolverse en las situaciones más extravagantes. Calasso, sin embargo, no termina de celebrar la buena nueva porque considera que, en estas condiciones, “cada sujeto se vuelve un férreo e irrelevante soldadito de silicio en un ejército del que todos ignoran dónde se encuentra —si es que existe— el estado mayor”. Y observa, de paso, que “la red ha obligado a todos a cargar con un enorme saber que no sabe, como si cada uno estuviese envuelto en un zumbido perpetuo e instructivo en cualquier dirección”.

Soldaditos de silicio que operan envueltos en un delirio de omnipotencia, sin tener ni la más remota idea del sentido ni del proyecto ni de las tácticas y las estrategias en las que se enmarca cada una de sus acciones. No hay estado mayor, igual ni siquiera pertenecen a un ejército y, a pesar de todo, deambulan con la soberbia de estar al tanto del plan cuando lo más seguro es que no exista ningún plan. Calasso se refiere a esta época como la edad de la inconsistencia. En su ensayo explora qué ha significado el triunfo de la secularización, y los peligros que entraña, y se acerca a la sociedad contemporánea a través de las dos figuras que sintetizan sus aspiraciones, la del turista y la del terrorista. Más que proponer un diagnóstico, levanta un mapa de inquietudes.

Y comenta que no ha parado de crecer otro fenómeno: la credulidad. Las sociedades abiertas y democráticas están atravesando un momento delicado, y la tentación es buscar las amenazas que la debilitan afuera cuando quizá estén en realidad adentro. Igual el mayor peligro es esa inconsistencia, esa especie de irritante blandura, y esa santa credulidad en que la salida esté en convocar alegremente nuevas elecciones. Y que no pase nada.



Foto de Juan Barbosa para El País



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domingo, 21 de julio de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] La Luna. Hoy hace 50 años...



Despegue del Apolo 11 el 16 de julio de 1969


"Houston, aquí Base Tranquilidad. El Águila ha alunizado". Eran exactamente las 20:17:40 UTC (la hora de Canarias) del día 20 de julio de 1969. El módulo lunar del Apolo 11, tripulado por Neil Amstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins, se había posado en la Luna. A esta hora exacta, las 2.59 (UTC) del 21 de julio, de hace 50 años, Amstrong pisa la Luna. Poco después le sigue Aldrin.

A la hora del regreso dejan sobre la superficie lunar una placa en inglés que dice: "Aquí, unos hombres procedentes del planeta Tierra, pisaron por vez primera la Luna en julio de 1969. Vinimos en son de paz en nombre de toda la humanidad". Yo lo vi por televisión, junto a mi madre, sentado en el suelo de la sala de estar de su casa en Madrid. Ninguno de los dos, ni cientos de millones de personas en todo el mundo durmieron esa noche. A las 9 de la mañana de ese día entraba de guardia en el Palacio de Buenavista, en la plaza de Cibeles de Madrid, donde cumplía mi servicio militar.

Nunca olvidaré esa noche: fui feliz, y me emocioné hasta el llanto, consciente de que había compartido y sido testigo de un hecho que no tenía ni tiene hasta hoy parangón en la historia de la humanidad. 

No dejen de ver las fotos y vídeos que se reproducen en este enlace, desde el que pueden seguir toda la misión del Apolo 11 paso a paso. 



http://www.javipas.com/wp-content/_amstrong.jpg
Neil Amstrong en la Luna



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jueves, 18 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Los arenodólares





Los que llevan las de perder con todo este tráfico mundial de ‘arenodólares’ son los ciudadanos que viven junto a los ríos, es decir 3.000 millones de personas, escribe Javier Sampedro, científico y periodista español, doctor en genética y biología molecular e investigador del Centro Severo Ochoa de Madrid y del Medical Research Council de Cambridge. 

Los ‘rapa nui’ no pararon hasta talar el último árbol de la Isla de Pascua, condenando así a la muerte a su propia civilización, comienza diciendo Sampedro. Pregunta, pues para el Trivial: ¿cuál es el producto que se extrae más de la tierra? El petróleo, dirá el más listo. Error. Es la arena. Sí, esa cosa que pisan en la playa los veraneantes y que los antiguos ponían en una doble ampolla de vidrio para medir el tiempo. Al igual que en esa ampolla, la arena se nos está agotando en el planeta. El crecimiento de la población humana y su tendencia a migrar hacia las ciudades están convirtiendo el hormigón en uno de los bienes más demandados de India, China y África. Y el hormigón se hace con arena, al igual que el cemento y el vidrio. Y al igual también que los chips de silicio que todos llevamos en el bolsillo.

La arena es un bien natural, qué duda cabe, pero a la naturaleza le cuesta Dios y ayuda fabricarla. Una playa, por poner un ejemplo tonto, es el producto de siglos y milenios de la erosión paciente y tozuda que las olas infligen a las rocas y las conchas de los moluscos. Si uno extrae una poca de vez en cuando, el dios Neptuno repondrá sin rechistar la arena perdida. Si uno, en cambio, extrae a más velocidad de lo que Neptuno puede restaurar, está incurriendo en una práctica insostenible, el nombre técnico del pan para hoy y hambre para mañana. Pan para ti hoy y hambre para tu hijo mañana. La arena se convierte así en una metáfora de la enfermedad económica de nuestro mundo. Mette Bendixen y sus colegas de cuatro universidades analizan el mercado de la arena en Nature.

Todo exceso tiene su víctima, y en este caso no es precisamente la empresa que extrae el producto. La arena útil para la industria es la que bordea los ríos. Las playas aportan muy poca cosa al total planetario, y las arenas del desierto, aunque crecientes, son tan finas y globosas que no hay forma rentable de molerlas. Los que llevan las de perder con todo este tráfico mundial de arenodólares son los ciudadanos que viven junto a los ríos, es decir, 3.000 millones de personas que pronto aspirarán a constituir la mitad de la población mundial. Bendixen y sus colegas presentan fotos de satélite que muestran la desaparición desde 2010 de las arenas fluviales del río Umgi, en el norte de Bangladés, y cómo la extracción en el río de las Perlas, el tercero más largo de China, ha dañado el entorno, dificultado la obtención de agua y desgastado los muelles y los puentes.

El comercio de arena es conocido, pero casi nadie parece inclinado a documentarlo de manera fiable. Por ejemplo, Singapur dice haber importado en la última década 80 millones de toneladas de arena de Camboya, pero Camboya solo admite haber exportado tres toneladas. Con estos mimbres contables, cabe temer que el expolio de los sedimentos fluviales siga hasta que se hayan agotado por completo. Es el estilo de la isla de Pascua, donde los Rapa Nui no pararon hasta talar el último árbol de la isla, condenando así a la muerte a su propia civilización.

La arena se agota en el reloj, y que sea arena no significa que sea una cuestión menor que los diamantes o el coltán de tu teléfono. Los investigadores calculan que hay extracción ilegal de arena en nada menos que 70 países, y documentan cientos de muertes en la última década, sobre todo en India y Kenia, relacionadas estrechamente con las guerras no declaradas del tráfico de arena. Ya puedes volver a la playa.



Moais en la isla de Pascua, Chile



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viernes, 12 de julio de 2019

[DE LIBROS Y LECTURAS] El sentido del estilo, de Steven Pinker





Francisco García Olmedo, miembro de la Real Academia de Ingeniería y del Colegio Libre de Eméritos, y catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad Politécnica de Madrid hasta 2008, publica una reseña en Revista de Libros de la más reciente obra de Steven Pinker, El sentido del estilo. La guía de escritura del pensador del siglo XXI (Madrid, Capitán Swing, 2019). 

De Steven Arthur Pinker, un psicólogo experimental, científico cognitivo, lingüista y escritor canadiense, profesor en el  Departamento de Psicología de la Universidad de Harvard, poco más hay que añadir salvo que es conocido por su defensa enérgica y de gran alcance de la psicología evolucionista y de la teoría computacional de la mente y por la polémica que todos sus libros suelen levantar.

Su cuidada melena, amplia y vigorosa, ya encanecida, resaltaba en la penumbra de las primeras filas en aquel salón del palacio ducal veneciano, comienza diciendo García Olmedo. El acto inaugural iba a empezar en breve. Por unos momentos pensé que estaba ante un Casanova reencarnado. Hacía poco que Steven Pinker, cuya cabellera «ha sido objeto de admiración, y envidia, e intenso estudio», había sido elegido por aclamación como primer miembro del «Club del pelo fluyente y lujuriante para científicos» . Lo he fabulado en esta misma revista. Durante los tres días de convivencia que compartimos en el convento-isla de San Giorgio Maggiore, el último gran monumento palladiano, adquirí el convencimiento de que Pinker era un hombre a la captura de un estilo. En la estela de su último libro hasta aquel momento, La tabla rasa, el título de su conferencia era El nicho cognitivo: «Las palabras de su texto van apareciendo en pantalla según se pronuncian, como si un artificio electrónico conectara por vía umbilical al orador con el proyector o como si este aparato capturara sincrónicamente las ondas sonoras para transformarlas en escritura proyectable». Había algo en el rígido dispositivo de comunicación y en la muy cuidada indumentaria de Pinker que dejaba traslucir su esfuerzo y, hasta cierto punto, su fracaso en la perpetua búsqueda de un gran estilo.

Una década después de las anteriores escenas recibo con interés su último libro, El sentido del estilo. La guía de escritura del pensador del siglo XXI, y desde la propia portada me asalta ya una duda sobre la que volveré más adelante: ¿puede el conocimiento objetivo guiarnos en la búsqueda del estilo? Antes de concluir sobre este asunto, glosemos brevemente el contenido del libro.

En los tres primeros capítulos, Pinker se refiere a cuestiones generales, tales como la necesidad de tener siempre presente al lector, de dirigir la mirada a algo del mundo real y de evitar a toda costa la escritura críptica, buscando ejemplos concretos y aportando viñetas elocuentes cuando se trata de ilustrar ideas abstractas. Entre sus bestias negras destacan «las ideologías académicas relativistas tales como el posmodernismo, el posestructuralismo y el marxismo literario». Un mal estilo puede ser fruto de la pereza o de la mala influencia de la comunicación electrónica. Pero puede ser también deliberado. Quizá porque quiere aparentarse una arcana sabiduría o, incluso, porque existe el propósito deliberado de confundir al lector. Sin embargo, para el autor, el principal factor contrario a un buen estilo es la incapacidad del escritor de ponerse en el lugar del lector, de imaginar lo que éste ignora, de aquello que da por sobreentendido.

En el capítulo cuarto se ocupa de la sintaxis, que no debe ser ni enrevesada ni ambigua. El escritor, según Pinker, debe tratar de «codificar una red de ideas en una cadena de palabras usando un árbol de frases» y necesita entender la función dual de la sintaxis: como código de información para ordenar ideas y como una secuencia de procesamiento de acontecimientos en la mente del lector. Es aquí donde se enmarca la recomendación de eliminar palabras superfluas, aquellas cuya supresión no resten significado a lo escrito, aquellas que en muchos manuales de escritura científica se llaman «palabras basura».

En el capítulo quinto se desarrolla la idea de que la escritura involucra desde los aspectos más superficiales del lenguaje a los más profundos del razonamiento. Es el «hambre de coherencia», según el autor, el motor del proceso de comprender el lenguaje. En otras palabras, el propósito de quien escribe es asegurarse de que los lectores entiendan lo que se les cuenta, capten el asunto, sigan la pista a los actores y perciban que a una idea le sigue otra. La coherencia debe impregnar no sólo cada frase, sino todas las ramas del árbol discursivo. Además, tanto quien escribe como quien lee deben tener claro desde el principio cuál es el propósito del texto. Hay autores que se resisten a cumplir con ese requisito, que según las instrucciones para autores de las revistas científicas es de obligado cumplimiento.

El meollo del libro está en su sexto y último capítulo, al que dedica casi un centenar de páginas, frente a los dos centenares que componen los cinco primeros. Se titula «Hablar bien diciéndolo mal» y trata de cómo dar sentido a las reglas de una gramática correcta, así como a la elección de palabras y a la puntuación. Pinker está a favor de una simplicidad clásica, así como de unas reglas cuyo conocimiento sea obligado, aunque no tengan que cumplirse necesariamente. Lo correcto no parece ser necesariamente lo mejor, se diría. Pinker se mueve entre el prescriptivismo de la autoridad y el populismo descriptivo de considerar que todo uso común a mucha gente tiene que ser necesariamente correcto. A propósito de esta postura flexible, David Marsh, autor de The Guardian Style Guide, ha publicado en su periódico 10 grammar rules you can forget: how to stop worrying and write proper. La lista viene acompañada de otra titulada The sounds of syntax: what pop music can tell us about how to build a sentence, lista que pone en evidencia cómo las letras de la música popular, desde los Beatles a Simon & Garfunkel, contravienen (¿justificadamente?) las mencionadas reglas.

La gramática, la sintaxis, el uso de las palabras y la puntuación son componentes del estilo que pueden estar y están sujetos a ciertas reglas, pero el estilo en sí mismo se despliega en un territorio libre de ellas, al menos por el momento, ya que las investigaciones neurológicas o las lingüísticas todavía no las han revelado, en caso de que existan. Un discurso por completo correcto puede ser plúmbeo o, por el contrario, uno no por completo correcto puede llevarnos a las más sublimes alturas. Hay programas de ordenador para valorar el estilo que se basan en las normas gramaticales y poco más, pero que nada nos dicen de la elegancia o de la gracia estética de un texto. Si se somete a uno de estos correctores un buen texto final de una revista científica de elite, éste saldrá pésimamente valorado, acusado de abusar de la voz reflexiva, pero resulta que esta voz está considerada obligatoria en dicho tipo de revistas: «se pesaron» en lugar de «pesamos», por ejemplo.

Steven Pinker, en realidad, habla casi en exclusiva de las piedras del basamento de ese gran monumento que puede llegar a ser el estilo, pero apenas roza verdaderamente el corazón del tema que se enuncia en el título del libro. La especialidad de Pinker es la Psicolingüística, por lo que, al escribir sobre el estilo, el autor navega por mares ajenos, algo a lo que ya nos tiene acostumbrados y que yo encuentro útil y deseable. No milito entre sus detractores, aquellos que, en palabras de Manuel Arias Maldonado, han creado un curioso subgénero que podría denominarse «desprecio de Pinker» . Este libro, tal vez por lo enrevesado del tema, no es ciertamente de los más fáciles de leer entre los que ha publicado su autor y ha debido de ser particularmente ardua la labor de traducción, ya que tanto los ejemplos como las viñetas que ilustran los conceptos y reglas que se discuten se refieren necesariamente al idioma inglés y no al español.

Pinker aspira a sustituir con su libro al venerado The Elements of Style, de William Strunk y E. B. White, por considerarlo superado por la evolución de la gramática. Esta aspiración suena más ambiciosa de lo que en realidad es, ya que, de William Shakespeare a William Faulkner, no parece que los grandes escritores hayan respetado las reglas de la buena escritura, enseñándonos más bien hasta dónde podemos llegar sin ellas. A juzgar por el éxito de sus libros, Steven Pinker debe de estar en posesión de un estilo eficaz, aunque no me parece que responda al ideal de «simplicidad clásica» que predica.







Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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lunes, 8 de julio de 2019

[HISTORIA] ¿Imperiofilia o imperiofobia?





En enero pasado estuve dando una charla sobre historia contemporánea de España a los niños de sexto de primaria del Colegio del Carmen, en Las Palmas. Recurrí para ello a un centenar de diapositivas, de cuadros y fotos significativos de ese período, que me servían de excusa para profundizar un poco más en el tema de cada una de ellas. Una de las primeras preguntas que me hicieron al terminar fue, "para qué" servía la Historia. Mi respuesta, que no sé si les convenció o no, fue que la Historia era la ciencia que investigaba los hechos del pasado, los interpretaba para encontrar su verdadero sentido, analizaba las consecuencias que esos hechos han tenido en el presente y los transmitía a las generaciones siguientes. En cualquier caso, está claro que un mismo hecho histórico es susceptible de interpretación diferente. Ya lo dijo Voltaire: "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura...

El libro Imperiofilia y el populismo nacional-católico (Lengua de Trapo, Madrid, 2019) del profesor José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense​, escribe en El País el historiador y académico de la Real Academia de Historia Carlos Martínez Shaw, denuncia el falseamiento de la historia realizada por la profesora María Elvira Roca Barea en su exitoso Imperiofobia y leyenda negra. (Siruela, Madrid, 2016). Y solo unos pocos días después de dicha reseña, Federico Soriguer, médico y miembro de la Academia Malagueña de Ciencias, escribe en El Mundo un artículo criticando con dureza el libro de Villacañas. 

En octubre pasado publiqué en el blog una entrada elogiosa del libro de María Elvira Roca. Los argumentos que aduce el profesor Martínez Shaw en defensa del libro de Villacañas me han hecho recapacitar sobre algunas cuestiones que recuerdo me provocaron sentimientos encontrados mientras leía Imperiofobia y leyenda negra. Tengo que volver a leerlo de forma simultánea con el de José Luis Villacañas. Ya les contaré...

Desde su propio título, Imperiofilia y el populismo nacional-católico, comienza diciendo Carlos Martínez Shaw en su artículo, el libro de Villacañas se presenta como una lectura crítica de otra obra reciente, la de María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y leyenda negra. Roma. Rusia, Estados Unidos y el Imperio Español. Una obra que, leída en su día, me suscitó algunas preguntas y reflexiones que hasta ahora no había tenido oportunidad de exponer por escrito. Primero, ¿qué significa exactamente imperiofobia? Segundo, ¿qué razón existe para que un libro tan confuso haya tenido tan buena acogida entre el público? Ahora tengo la respuesta elaborada y pormenorizada de estos motivos por parte de un científico social de reconocida solvencia, y (perdón por la efusión personal) me satisface pensar que (sin un análisis tan depurado por mi parte) las conclusiones a las que había llegado por mi cuenta se apartan muy poco de las defendidas por el profesor de la Complutense.

Uno, la primera parte del libro de Elvira Roca (páginas 21-122) es una indigesta elucubración sobre el significado del concepto de imperiofobia, que viene a ser un prejuicio racista (en el que entra el color y la religión) contra los pueblos imperiales (aquí, Roma, Rusia, Estados Unidos y España, aunque, sorprendentemente, nunca Gran Bretaña). Ahora bien, aparte de la dificultad de comprender esta definición (yo no lo he conseguido) y dejando al margen muchas otras asombrosas afirmaciones, José Luis Villacañas señala justamente que la conceptualización deriva directamente de la metafísica y no de la historia, ya que, según la autora, y cito literalmente, el “prejuicio precede a sus justificaciones, las busca y las crea” (p. 121), o sea, hay como una causa incausada y después vienen una serie de causas inventadas para asentar la romanofobia, la rusofobia, la americanofobia o la hispanofobia. Si a esto añadimos que no hay diferencia apreciable entre imperiofobia, antisemitismo y racismo, ya uno se considera irremisiblemente perdido, sin saber si la hispanofobia equivale al antisemitismo, lo cual sería una contradicción palmaria, pues se odiaría al pueblo que más persiguió a los judíos.

Dos, la autora da repuesta a estos interrogantes en la segunda parte (pp. 123-266), pues resulta que finalmente hay causas para la hispanofobia, y esta no es otra que la constante enemistad de los protestantes, especialmente los luteranos alemanes, llevados de su odio al catolicismo, lo cual es en suma la raíz de todo, aunque no se renuncie a las explicaciones metafísicas y esencialistas, pues “no hay esperanza alguna de que decaigan los prejuicios protestantes contra España porque están en el ADN de su identidad colectiva” (p. 90).

Tres, llegamos ahora al verdadero meollo de la cuestión. No solo existe una imperiofobia (en la que España no es la única diana), sino que en el caso hispano esta adquiere unos tintes virulentos y deviene en “leyenda negra”. José Luis Villacañas no entra en la controversia sobre la pertinencia del concepto, pero encuentra inmediatamente las dos sólidas columnas en que se asienta la elaboración por parte de grupos organizados de intelectuales de ese constructo antiespañol: la Inquisición y la conquista y colonización de América. Y así de paso comprendemos que el éxito del libro se debe esencialmente a la denuncia por parte de la autora de las “mentiras” forjadas contra el Santo Oficio y de las “mentiras” forjadas sobre la actuación española en el Nuevo Mundo. Esta demostración para consumo de un público culto (pero no muy informado en historia) es el único motivo de la difusión de la obra, que de otro modo no se entendería. Pues si leemos lo que viene a continuación no encontramos sino una serie de disparates que han desaparecido de cualquier relato histórico científico desde hace ya mucho tiempo. Pongamos los ejemplos más sencillos y evidentes: la Ilustración, un fenómeno europeo (católico y protestante, nórdico y meridional), aparece como “la santa Ilustración, heredera directa del humanismo y sus prejuicios”, al tiempo que Francia (sujeto difícil de integrar en esta exposición) se mimetiza en protestante por ser ilustrada, “sometiendo la fe, el mito y la religión al Estado” (¿?). Otro más: la España actual ha tenido una prima de riesgo más alta que Alemania a causa de la leyenda negra, que sigue actuando porque la opinión pública viene formada (sic) por “el cotarro intelectual protestante”. ¿Para qué seguir? Vayamos ya directamente al corazón de las tinieblas.

José Luis Villacañas empieza su alegato, rigurosamente histórico, preguntándose por qué Elvira Roca habla siempre del “mito de la Inquisición” (fraguado naturalmente por los protestantes), cuando el Santo Oficio es una realidad sólida e incontrovertible. Lo único cierto para la autora es que el tribunal inquisitorial mantuvo ciertas precauciones, tratando de actuar dentro de los límites del derecho natural y canónico, adoptando cierta racionalidad en algunos casos (como el de la brujería) y pronunciando un número de condenas relativamente tolerable. Además de aportar, como era de prever, el argumento universal del tu quoque (el “y tú más”, de tantos debates parlamentarios), lo que se mantiene es el viejo topos de la “razón de la Inquisición”. Ahora bien, los estudios más fiables sobre la Inquisición subrayan el contexto de su nacimiento (la persecución de los criptojudíos), la ampliación de sus cometidos como aparato represivo de las ideas heterodoxas, la evolución de sus enemigos (criptojudíos, sí, pero luego erasmistas, alumbrados, protestantes, etcétera), la multiplicación de sus tribunales (Castilla, Aragón, Granada, Navarra, América), las denuncias secretas (y anónimas para sus víctimas), la prisión preventiva, el empleo de la tortura, la confiscación de bienes y la sentencia pública (que conllevaba la ruina material y la infamia perdurable para los condenados y sus familias, prolongada por los estatutos de limpieza de sangre, y en no pocas ocasiones la hoguera). A lo cual hay que añadir la cohorte de sicofantes (los “familiares” del Santo Oficio) que difundían el terror difuso a la delación, procedimiento que pudo llevar hasta el tribunal a personalidades como San Juan de Ávila, fray Luis de Granada, fray Luis de León, etcétera. A todo lo cual se sumó el Índice de libros prohibidos, que (a pesar de las atenuantes que le procura la autora) se convirtió en el catálogo de las obras más influyentes para el progreso y la modernización de Europa.

Por último, América. Aquí, por supuesto, se silencian hechos reconocidos como los asesinatos de Cuauhtémoc, por Hernán Cortés, o de Atahualpa, por Francisco Pizarro, o la masacre del Templo Mayor de Tenochtitlan y la matanza de Cholula (aunque una línea alude a la matanza de indios como “una cosa natural en tiempos de guerra”). En cambio, se ponen de relieve los hechos positivos ya reconocidos, lo que da como resultado una exposición carente de toda originalidad dentro del discurso de la “obra de España en América”, pero que se justifica por su tergiversación por parte de los detractores de España: la querella de los “justos títulos”, la “lucha por la justicia”, la implantación de la imprenta en 1539, las Leyes Nuevas de 1542, la creación de colegios, universidades y hospitales, el proceso de urbanización, el respeto a las comunidades indígenas…

José Luis Villacañas subraya por último la ideología subyacente en este discurso, que es la del retorno a los presupuestos del nacionalcatolicismo y del sentido imperial de la historia patria impulsado por el franquismo, o sea, la creación de un nuevo proyecto para España que no iría en la dirección del progreso, de la defensa de los valores europeos, sino en la de reivindicar un pasado falseado para proponer un retorno al mismo, en suma, una involución. Como ratificación de este aserto, bastaría con citar una de las últimas conclusiones de Roca Barea (p. 478): “Si privamos a Europa de la hispanofobia y el anticatolicismo, su historia moderna se torna un sinsentido”. Más bien parece que lo que no tiene sentido es este radical reduccionismo.

Pero vamos ahora con la crítica del doctor Soriguer al libro del profesor Villacañas, que comienza con una cita famosa: "La democracia es un magnífico sistema para gestionar el presente pero con serias dificultades para hacerlo con el pasado y con el futuro", decía ya Tocqueville en 1840 en La democracia en América. Nada más cierto para entender este debate a primera sangre que se ha abierto entre Imperiofobia de Elvira Roca Barea (ERB) e Imperiofilia, que es sobre todo la cruzada de José Luis Villacañas contra ERB. Leí el libro de ERB antes de que se convirtiera en un best seller y me gustó. Es algo que comparto con varias decenas de miles de ciudadanos, comienza diciendo Soriguer.

La tesis sostenida por ERB -y la manera de desarrollarla a lo largo del libro- me sorprendió. No soy historiador y no podría asegurar la precisión histórica de sus argumentos, pero los datos no están inventados. Sí, desde luego, interpretados. ¿Es que acaso puede ser de otra forma? A quienes hemos vivido la dictadura se nos indigestó la historia imperial de España. Pero han pasado ya varias décadas desde la muerte de Franco y muchos estamos igual de cansados del acoso y derribo al que ha sido sometido el pasado español, fomentado tras la Transición por unos intelectuales a los que, en su empeño revisionista, no les importó que se les fuera -y se les fue- el niño con el agua sucia de la bañera. ¿Cómo era posible que un pueblo que a finales del siglo XX y en muy poco tiempo se homologara con Europa pudiera tener un pasado tan miserable, esclavista, opresor, reaccionario, imperialista, inculto, clerical (la lista de adjetivos la dejo a discreción del lector)? ¿No había nada que pudiera salvarse?

De ser cierto este relato, iba a ser psicológica y sociológicamente complicado mirar de tú a tú al resto de los pueblos europeos, estos sí al parecer con un pasado glorioso y cuyos pecados históricos, frente al irredimible caso español, la historia no solo los había absuelto sino, en algunos casos, glorificado. El libro de ERB lo que hace es leer la historia de España sin pesimismo. Y esa mirada era una necesidad para muchos españoles, de izquierdas y de derechas. Pero para algunos otros esto ha sido insoportable. Es el caso de José Luis Villacañas. Acabo de terminar su libro, Imperiofilia, una verdadera impugnación a la totalidad del libro de ERB. No deja títere con cabeza. Desde el formato hasta el contenido. Tampoco soy capaz de valorar la credibilidad historiográfica de las tesis sostenidas en el libro de Villacañas, pero sí su estilo y sus formas. Página tras página el autor, filósofo consagrado y fuente de inspiración de algunos de los líderes de Podemos, intenta desmontar no solo los argumentos de Imperiofobia sino a la propia ERB. La tesis de Villacañas es que no existió tal cosa como la leyenda negra, que no existió el Imperio español, que solo fue un juego de tronos, que no hubo un conflicto entre católicos y protestantes, que el Imperio británico fue ejemplar, que todos, absolutamente todos los datos del libro de ERB son o equivocados o inadecuados, cuando no falsos.

He aquí un resumen de las descalificaciones que aparecen repetidas en numerosas ocasiones para catalogar el libro de ERB y a la propia ERB: «Dañino», «peligroso», «ofensiva reaccionaria», «artefacto ideológico», «descarado», «darwinista», «nietzscheana», «supremacista», «reduccionista», «brutal», «antieuropeo», «racista», «alter ego de Steve Bannon», «antiintelectual», «tosca», «ignorante», «libelo populista intelectual reaccionario y malsano», «a mitad de camino entre Buster Keaton y Groucho Marx», «mesiánica», «franquista», «caótica», «imperialista, sobre todo imperialista», «sionista» y «antisionista» (según la página), «sarracena», «proamericana», «antibritánica», «antieuropea», «pintoresca», «descarada», «graciosa», «estrafalaria», «monstruosa», «alarmante», «sádica», «sepulturera», «falta de objetividad, serenidad y discreción de juicio», «incapacidad reflexiva», «delirante», «desfachatada», «desvergonzada», «falsaria», «fundamentalista», «ilusa», «prepotente», «desconsiderada».

Para qué seguir. Nunca había visto nada parecido en un ensayo. Ni mayor reconocimiento a una obra a cuya destrucción se dedica sin desmayo y a tiempo completo a lo largo de 262 apretadas páginas. Me ha resultado entrañable el empeño épico de Villacañas por desmontar todas y cada una de las tesis de ERB, como si le fuera la vida en ello, como si fuera en ello el destino de España, como algo que se debe combatir, pues dice: «No sé por qué se le ha dejado el campo libre a esta autora pues no es una causa perdida sino una batalla cívica necesaria». En todo caso no estaría mal que, en lugar de menospreciar -con un desdén nada seductor- la aceptación que el libro de ERB ha tenido no solo en las capas populares sino también en elites cultas profesionales y políticas, se preguntara por los motivos del masivo reconocimiento del relato de ERB, ese que según sus propias e indignadas palabras «ataca de modo insidioso y grotesco todo lo que he defendido en mi humilde obra».

Lo que es preocupante es que un eminente filósofo, con un currículo académico notable como es el caso de Villacañas, no se haya enterado de algo que ya T.S. Eliot advirtió hace muchos años: que los humanos solo somos capaces de asimilar una dosis razonable de realidad. Ha habido y hay en ciertos medios progresistas una pulsión sadomasoquista que en las últimas décadas ha flagelado a los españoles con un rigor historicista y determinista que a veces más parece un rigor mortis. Así que somos muchos los que le hemos agradecido a ERB que mirara la luna desde la otra cara. ¡Que ya era hora! Una última pregunta dejo en el aire. ¿Si Imperiofobia hubiera sido escrito por un hombre en lugar de por una mujer, habría merecido tal cúmulo de insultos y descalificaciones? Si yo fuera una (un) feminista militante, no tendría ninguna duda de cuál es la respuesta.



Escena de Inquisición, de Francisco de Goya



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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