jueves, 29 de febrero de 2024

Del desencanto de la izquierda

 









Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. El progresismo está operando en un marco impropio, dice en El País la escritora Azahara Palomeque, que el del neoliberalismo, y desde el cual sus propuestas contradicen la mera lógica del sistema. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










El desencanto de la izquierda
AZAHARA PALOMEQUE
23 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Estamos muy tristes. Lo de Gaza, la inacción climática, las elecciones gallegas nos afectan. No voy a votar en las próximas elecciones. Las calles se han perdido. Imposible salir de la precariedad. He descubierto en un libro lo que realmente soy: hedonista y nihilista. No son frases propias; se trata de expresiones que llevo escuchando desde que, hace un año y medio, me instalase en España después de haber vivido más de una década en Estados Unidos, durante la cual permanecí relativamente al margen de los vaivenes políticos ocurridos en terreno nacional. Aterricé con la mirada envuelta en una pátina de ingenuidad y una ilusión desbordante que aún conservo parcialmente y he intentado instilar entre mis vecinos y amigos. Mi retorno no está siendo un camino de rosas; aun así, me prometí no contagiarme de un desánimo que he visto aumentado en las múltiples izquierdas, transversal a las edades y clases sociales especialmente medias y bajas. ¿Qué ha ocurrido? Sigo intentando explicar un fenómeno tan complejo como ineludible, y creo, firmemente, que la respuesta no es unívoca, pero existe.
Quizá lo más relevante sea enfatizar que la izquierda, por definición, opera en un marco impropio, el neoliberalismo, desde el cual sus propuestas contradicen la mera lógica del sistema. Así, la justicia fiscal, las subidas salariales a las masas, la ecología o la protección del Estado de bienestar (sanidad, educación) se articulan como una lucha contra gigantes desalmados que son quienes realmente dirigen la desigualdad imperante y persiguen perpetuarla. Como decía Gilles Deleuze, la corporación es un espíritu, y en la sociedad de control se torna imposible ya no solo eliminarla, sino verle el rostro. En este contexto, implementar mejoras sociales adopta las dimensiones de una tarea hercúlea, puesto que hasta las herramientas más básicas —el discurso— deben ser deglutidas por los mandamientos del mercado: marketing, comunicación algorítmica y, ahora, también, los retos que plantea una inteligencia artificial que enturbiará aún más el enmarañado batiburrillo de palabra e imagen, dentro del que distinguir la verdad de la mentira será prácticamente irrealizable. Un clima de este calibre favorece la desconfianza ubicua en una ciudadanía que ha comprobado la merma de sus derechos y poder adquisitivo desde, al menos, el austericidio de la crisis de 2008. La desconfianza, como ingrediente principal del abismo, solo puede ser combatida con una transfusión ingente de confianza, y es aquí donde la honestidad cuenta más que nunca, aunque quien la ejerza precise nadar a contracorriente.
La brecha abierta por la decisión de Alberto Garzón de trabajar para la consultora Acento podría leerse desde esa desconfianza omnipresente, que se intenta mitigar a base de cuidados paliativos, no necesariamente a partir de la prevención o la cura de la enfermedad. Al antiguo ministro de Consumo le honra su renuncia a incorporarse a tal lobby, pero chirría que lo haga sin convicción y acusando de puritanismo a personas que un día se sintieron cercanas a su proyecto. Que varios miembros del grupo político que hasta hace poco lideraba, Izquierda Unida, integrado en Sumar, avisasen del error es significativo del malestar causado, completamente evitable si se considera el generoso estipendio que le corresponde durante dos años. Ni el puritanismo, creo, es tal, ni algunos argumentos esgrimidos a partir de su caso se sostienen, como que, al cuestionarse la incorporación a Acento, se restringen las salidas de la política institucional al ámbito del funcionariado, pues el problema no radica en tener o no una plaza asegurada de antemano, sino en la ruptura de promesas —según lo interpretan quienes juzgan la consultora como puerta giratoria—.
En medio de la polémica, ha emergido de ultratumba una personalidad tan carismática como la de Julio Anguita, no tanto debido a logros concretos sino, sobre todo, a la integridad del cordobés, consecuencia lógica de un hecho fundamental: lo que nos jugamos colectivamente en la llamada “batalla cultural” son unos valores que pongan contra las cuerdas el entramado neoliberal. Por eso, independientemente de Garzón, no me parece justo tachar de santurrones —término popular en redes— a quienes aún respiramos la esperanza de construir hogares, instituciones, países más amables para todos, y apreciamos ciertos principios, como la coherencia. La intolerancia a dicha injusticia se duplica, además, en cuanto que la moral se utiliza frecuentemente para recaudar votos; salvarla del mercadeo es un deber de cualquiera que ostente un cargo público, porque en la foto de un cuerpo se amalgaman los deseos de muchos.
Con el espectro ideológico a la izquierda del PSOE fragmentado, el PSOE débil, y una expansión de la sima entre sillones y gente de a pie, a veces me gustaría contemplar más santurrones, verlos proliferar en cada esquina y multiplicarse sus fieles, que el camino lo marque una moral lo más férrea posible dentro de nuestras contradicciones individuales y sistémicas; lo opuesto no sería secularización, sino adhesión acrítica a la religión que colmata casi todos los espacios: ya lo dije, neoliberalismo. Azahara Palomeque es escritora y doctora en estudios culturales por la Universidad de Princeton. 


































[ARCHIVO DEL BLOG] Los rostros del exilio. [Publicada el 07/03/2019]












En abril de 1961 la revista "Life en español", a la que mi padre estaba suscrito desde hacía muchos años, publicó un reportaje fotográfico conmemorando el primer centenario del inicio de la guerra civil estadounidense, en el que incluía entrevistas con algunas de las escasas personas que vivieron aquel momento, todas ellas con más de cien años de edad. Recuerdo que lo leí con emoción (ya se intuía mi interés por la historia) y se me quedó grabado en la memoria a pesar de mis cortos quince años de vida. 
He vuelto a recordarlo releyendo estos días, en que se cumplen los ochenta años del final de la guerra civil española, sendos artículos del escritor Félix Santos y del historiador José Andrés Rojo, sobre la inmensa deuda que España tiene con aquellos hombres y mujeres que, a pesar de ser derrotados y humillados, acabaron venciendo, sin rencor, cuando en 1978 la democracia volvió a España. Y me pregunto cuantos miles de españoles aún vivos recordarán aquellos días de 1939.
Por estas fechas, comienza diciendo Santos,  hace 80 años, entre mediados de enero de 1939 y finales de febrero, cerca de medio millón de españoles cruzaron la frontera francesa. Conformaban una abigarrada multitud de fugitivos que llenaba todas las carreteras que conducían al país vecino. Una marea humana. Nunca España, en su larga historia de migraciones, había conocido un éxodo de tales dimensiones.
Todas las vías y caminos comarcales que conducían a la frontera francesa se atiborraron de gente. La mayoría iban a pie, pero también abundaban los más diversos medios de transporte, camionetas, coches, vehículos militares, ambulancias, carros, mulas, caballos... Muchos de los fugitivos eran soldados con una manta enrollada y cruzada en banderola y sus fusiles al hombro. Otros muchos eran civiles, ancianos caminando con dificultad, llevando a un niño de la mano, jóvenes mujeres con pequeños en brazos, algunos mutilados apoyándose en muletas.
Derrotados, agotados por las duras jornadas vividas, desmoralizados, hostigados por la aviación franquista, italiana y alemana, que en vuelos rasantes, atacándoles por la espalda, les ametrallaba sin piedad. Caminaban acogidos a un tenso silencio, tan solo roto por el alboroto y la estampida que ocasionaban los ametrallamientos de la aviación. Se sabían derrotados pero también que habían luchado por una causa justa. Su caminar quería ser apresurado, sentían prisas empujadas por el pánico que se había propagado tras recibir la noticia de la caída de Barcelona y de las brutales represalias, pero resultaba ralentizado por el embotellamiento de fugitivos y vehículos en las carreteras.
Todo estaba perdido. Se trataba de escapar como fuera. Jóvenes soldados, impacientes, abandonaban las carreteras por las que era dificultoso avanzar y optaban por trochas rurales que ascienden por las montañas. Era una huida caótica, masiva, improvisada. El objetivo era alcanzar cuanto antes la frontera francesa donde esperaban protección. Tardarían varios días en llegar a territorio francés.
Se tomaron algunas fotografías que documentan aquella descomunal catástrofe. Están reproducidas en libros como el de Antonio Vilanova, Los olvidados; el de Geneviève Dreyfus-Armand, L’exil des républicains espagnols en France, o el de Ian Gibson, Ligero de equipaje. En ellos vemos soldados republicanos avanzando por una ladera nevada de los Pirineos; hombres con un hatillo al brazo y un pequeño de la mano o sobre los hombros; hombres con maletas y de la mano un niño sin una pierna, con muleta; una apretada muchedumbre en Le Perthus; mujeres con maletas y críos; un camión cargado con un cañón, rodeado de fugitivos; una columna de soldados republicanos cruzando un puente, ya en la frontera; joven mujer con niños tapados con mantas; columna de camiones sobre los que viajan hombres cubiertos con mantas; montones de fusiles entregados, ya en suelo francés, por los soldados republicanos españoles bajo la mirada de gendarmes franceses...
Entre aquellos fugitivos iba el poeta Antonio Machado. Las autoridades republicanas le habían facilitado un coche en el que viajaba con su anciana madre, su hermano José con su mujer y algún otro amigo. La última noche que el poeta pasó en España lo hizo en la cocina de una masía situada entre Orriols y Viladasens. Su hermano José describió meses después, en el exilio, aquella última aciaga noche que pasaron en suelo español: “El Poeta, en esta noche de horrible pesadilla, parecía una verdadera alma en pena entre aquella desasosegada multitud. Miraba en silencio aquellos diversos corrillos que se habían formado aquí y allí... El alba nos iba a encontrar a todos mucho más viejos que cuando llegamos... En aquella noche demoníaca entraban y salían milicianos con sus mantas y fusiles, cargados además con grandes ramas para revivir el fuego, ya casi extinguido. El frío del amanecer se sentía hasta la médula de los huesos... El Poeta, entumecido y agobiado, guardaba el más profundo silencio viéndose rodeados de todas estas gentes que, como en una última oleada de un baile infernal y en un postrer espasmo de movimiento, recogían sus pobres bagajes de maletas, sacos y bultos de las más extrañas formas, para seguir el triste camino del destierro”.
Los últimos 500 metros antes de llegar a la frontera, Machado y sus familiares tuvieron que hacerlos a pie, porque la aglomeración era tal que impedía avanzar a los vehículos. Era una pendiente atroz. Ya en la línea fronteriza siguieron agolpados entre miles de refugiados. Los gendarmes franceses, desbordados, actuaban con gran dureza. Ya en territorio francés, un viejo coche recogió a Antonio Machado y a su familia y los condujo a Colliure, una localidad del litoral. Allí, se instalaron en la Pensión Quintana. A los pocos días fallecerían, rotos de tristeza, la madre y el hijo.
Al evocar ahora aquellas dramáticas escenas de la España derrotada, me viene a la memoria lo que dijera Albert Camus sobre la guerra civil española: “Fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, golpeado; que la fuerza puede destruir el alma y que, a veces, el coraje no tiene recompensa”.
Pero la Historia siguió su curso y, a la vista de la España de hoy, no podemos asegurar que el coraje de aquellos combatientes republicanos no consiguiera a largo plazo sus objetivos. Ochenta años después de aquel desastre, la democracia y la libertad por la que aquellos fugitivos habían luchado se ha asentado en nuestro país. El fascismo y el totalitarismo que inspiraron a los vencedores de entonces, pronto quedó derrotado en Europa, y tardíamente, tras la muerte de Franco, en España. Y aunque ahora, en estos últimos años, se hayan producido retrocesos en la calidad de nuestra democracia, y aunque perduren sectores de la sociedad española, residuales pero ruidosos, que se resisten a condenar el franquismo, a eliminar todo reconocimiento y homenaje a sus protagonistas, a retirar sus símbolos y dar una justa satisfacción a las demandas de las víctimas, de ese combate también saldrá victoriosa la democracia. Aunque con rémoras, esa victoria ya está ocurriendo. El retardo de ese logro supondrá el creciente desprestigio y baldón de las fuerzas políticas, y de las autoridades religiosas, que siguen amparando a los nostálgicos del franquismo.
Cuando en febrero de 1939 las tropas del Ejército republicano se replegaron hacia Francia ante la imposibilidad de contener el avance franquista, escribe por su parte José Andrés Rojo, hicieron el esfuerzo de cruzar la frontera de manera ordenada y con la cabeza alta. Los combatientes llevaban por dentro todo el dolor del mundo y estaban agotados y rotos, pero tenían también la profunda convicción de haber hecho cuanto estaba en sus manos para derrotar al enemigo y defender las libertades que la República trajo a España y su proyecto de justicia social y modernización del país. Cada cual lo hizo a su manera. Y hubo seguramente de todo. Algunos lucharon más convencidos, otros con menos entusiasmo, y los hubo que lo hicieron obligados.
La situación era caótica, una inmensa cantidad de hombres y mujeres llenaba las carreteras, y corrían todos las mayores penalidades con tal de evitar las represalias que se avecinaban, la muerte y la cárcel, la pérdida de un mundo que se venía abajo. El caso es que se consiguió que una parte importante de las tropas republicanas pasara a Francia en perfecta formación. Ahí estaban, podían haber sido derrotados pero conservaban la dignidad intacta y vivos los valores por los que habían batallado. Algunos pocos pudieron regresar para seguir defendiendo lo que todavía quedaba de República, pero la gran mayoría terminó en los campos de concentración que se habilitaron de cualquier manera para hacer sitio a esa marea humana que consiguió escapar de la dictadura que se venía encima. Empezaba para todos ellos el exilio, los exilios, muy diferente el de cada uno. Cómo sobrevivir, cómo empezar de la nada y, en muchos casos, sin nada. Cómo tirar adelante, cómo inventarse de nuevo.
Se conoce mal y se ha contado muy poco lo que significó para tantos españoles esa enorme travesía que empezó durante aquellos días, hace ahora ochenta años. Ferran Planes fue uno de ellos. Durante la guerra llegó a ser teniente de la Comandancia de Artillería del IX Cuerpo de Ejército y terminó escribiendo sus peripecias en una reveladora crónica que tituló El desbarajuste. “Yo seguía en mis trece: democracia de tipo occidental, antifascismo, y me oponía al marxismo, porque no admitía la falta de libertad ni clase alguna de dogmatismo”, apunta allí cuando narra el momento en que muchos soldados republicanos formaron una Compañía de Trabajadores Extranjeros que colaboró en la construcción de una suerte de “segunda línea Maginot” para frenar el avance del nazismo en tierras francesas. Le tocó vigilar el trabajo de su sección junto a un tipo que procedía de Bretaña. “Y el caso es que yo”, escribe, “que no era francés, me interesaba apasionadamente por aquella guerra, con la que vinculaba el porvenir del mundo (...), mientras él sólo soñaba con el regreso al hogar”.
Fue precisamente eso, el hogar, lo que perdieron los españoles que no tuvieron más remedio que partir. Muchos de ellos no consiguieron nunca irse del todo. Tenían siempre la maleta lista para volver. Así que vivieron en el filo de una navaja. A un lado, el mundo que habían dejado atrás; al otro, aquél en el que les tocó salir adelante. Cuando por fin consiguieron regresar, quién sabe si con la esperanza de retomar el hilo donde lo habían dejado, descubrieron que su hogar ya no era el mismo, y que tampoco ellos mismos se reconocían. Si alguien les hubiera preguntado quiénes eran, seguramente habrían contestado como Ulises a Polifemo: “Mi nombre es nadie”. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 













miércoles, 28 de febrero de 2024

De la necesidad de derrotar a Putin

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Permitir que Ucrania dé un vuelco a la situación, escribe en El País el historiador Timothy Garton Ash, es la única manera de poner fin a esta guerra. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












Escuchemos a la Yulia ucrania y a la Yulia rusa: hay que derrotar a Putin
TIMOTHY GARTON ASH
23 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Ante el segundo aniversario de la invasión rusa de Ucrania, que se cumple este sábado, hagámonos una sencilla pregunta: ¿está Europa en guerra? Cuando se lo pregunté a una sala llena de participantes en la Conferencia de Seguridad de Múnich el domingo pasado, la mayoría de ellos levantaron la mano para decir que sí, que Europa está en guerra. Pero entonces hice otra pregunta: ¿Creen que en sus respectivos países la mayoría de la gente es consciente de ello? Levantaron la mano muy pocos.
Ha sido una Conferencia de Múnich llena de dolorosos contrastes. Hubo soldados ucranios malheridos que nos relataron historias del infierno del frente. Yulia Payevska, una veterana médica militar, nos contó que había visto “ríos de sangre, torrentes de sufrimiento” y habló de los niños que se le habían “muerto en los brazos”. “Somos los perros de la guerra”, dijo, mientras recordaba que a ella misma los rusos la capturaron en Mariúpol, la encarcelaron durante tres meses y la torturaron. “Dadnos las armas”, concluyó, “para poner fin a esta guerra”.
También estuvo presente el coraje de una Yulia rusa. Yulia Navalnaya subió al estrado cuando todavía no se había confirmado del todo la noticia de la muerte de su marido, Alexéi Navalni, para exigir que se lleve a Vladímir Putin ante la justicia y para recordarnos que sigue existiendo otra Rusia que lucha contra el tirano. Después grabó un vídeo tremendamente conmovedor y desafiante que puede verse en YouTube.
Al mismo tiempo, bastaba con salir de la sede de la conferencia, en el hotel Bayerischer Hof, para encontrarse con las muchedumbres de fin de semana disfrutando de un sol nada habitual para la estación en bonitos bares y cafés, comprando en tiendas lujosas o reservando una escapada invernal a algún atractivo destino de vacaciones. Una vida próspera, incluso mimada, propia de tiempos de paz. ¿Europa en guerra? Es una broma, ¿no?
En la conferencia de este año, los líderes occidentales reconocieron que la prolongación de la guerra es una realidad con más claridad que el año pasado, pero, en general, siguen sin saber transmitir a sus respectivas sociedades la sensación de que estamos ante una amenaza existencial. Y tampoco están tomando las medidas urgentes necesarias para evitar que Ucrania sufra en el campo de batalla más derrotas como la reciente retirada de Avdiivka.
Hay excepciones notables. Kaja Kallas, la primera ministra estonia a la que el Kremlin acaba de incluir en la lista de “más buscados”, es una de esas excepciones desde hace tiempo. Mette Frederiksen, la primera ministra danesa, es insistente, habla sin rodeos y hace lo que dice. “Hemos decidido donar toda nuestra artillería”, afirmó en la misma reunión en la que habló la Yulia ucrania. Dinamarca también ha enviado F-16.
Está asimismo Petr Pavel, antiguo general de la OTAN y en la actualidad presidente checo. Nos explicó que, en colaboración con los daneses y otros países, los checos han encontrado en los mercados mundiales 500.000 cartuchos de munición de 155 milímetros y 300.000 cartuchos de 122 milímetros que se podrían comprar de inmediato para enviarlos a las acosadas fuerzas ucranias en las próximas semanas. Ese material permitiría a aguantar los ucranios, explicó Pavel, hasta que lleguen más suministros de la industria militar occidental de aquí a finales de año.
Así también daría tiempo a que la Cámara de Representantes de Estados Unidos venza su vergonzoso bloqueo trumpista y apruebe conceder más financiación militar para Ucrania. (La escena más esperpéntica de la conferencia fue el momento en el que el senador republicano Pete Ricketts comparó la invasión de Ucrania ordenada por Putin con la “invasión” de inmigrantes ilegales procedentes de México).
Ahora bien, países como la República Checa y Dinamarca, por sí solos, no pueden de ninguna manera hacer lo necesario para que Ucrania frene a Rusia. Con las catastróficas vacilaciones que exhibe Estados Unidos, hace falta que los grandes países europeos —sobre todo Alemania y Francia— pasen a la acción, compren a toda velocidad la munición que han encontrado los checos, actúen con rapidez, sin burocracias y con los medios necesarios y expliquen a sus ciudadanos por qué debemos hacerlo.
El presidente Emmanuel Macron ni siquiera acudió a Múnich. Su retórica grandilocuente sobre “el rearme de la soberanía europea” y la “economía de guerra” no coincide con la verdadera escala ni la velocidad de la ayuda de Francia a Ucrania.
El caso del canciller alemán Olaf Scholz es distinto. Como hace un año fui muy crítico con sus “scholzerías” sobre la entrega de armas a Ucrania, quiero reconocer que desde entonces ha habido un gran cambio. Alemania es hoy el segundo país que más ayuda a Ucrania, después de Estados Unidos. Esta decisión de dar un apoyo incondicional ha sido una especie de Wende (giro) dentro del Zeitenwende (punto de inflexión trascendental) que Scholz prometió inicialmente, solo tres días después de la invasión de 2022. Nunca olvidaré las conversaciones que tuve en Kiev el verano pasado con varios amigos que me contaron la tranquilidad que les infunde, de noche, oír el característico y profundo trueno del cañón alemán de defensa antiaérea Gepard. Los cañones alemanes están salvando vidas.
Pero ahora esa Zeitenwende necesita una segunda Wende. El Gobierno de Scholz debe reconocer que, cuando se apoya a un bando en una guerra contra un dictador asesino, hay que querer verdaderamente que gane y no solo “que no pierda”, la fórmula a la que Scholz y Macron recurren con frecuencia. Ese no es precisamente un lenguaje fuerte, que es el único que entiende Putin. Como apuntó el presidente ucranio Volodímir Zelenski, que intervino en Múnich inmediatamente después de Scholz, “no es solo cuestión de suministrar armas; la pregunta es: ¿estáis preparados psicológicamente?” La lógica de los tiempos de paz, de la negociación, las concesiones y el “todos ganan”, no vale de nada en este caso.
Minutos antes de que Zelenski subiera al escenario, el canciller alemán eludió una pregunta sobre por qué no envía los misiles alemanes Taurus a Ucrania. Los principales expertos militares aseguran que desplegar misiles de largo alcance como el Taurus —y sus equivalentes estadounidenses, británicos y franceses— es la única forma de que Ucrania pueda volver rápidamente a ejercer presión militar sobre Rusia, con la amenaza de interrumpir las líneas de suministro a través de Crimea.
En definitiva, los líderes de los grandes países europeos deben tomar nota de los más pequeños, como Dinamarca, República Checa y Estonia. Dada la crítica situación en la que se encuentra el frente de Ucrania, tienen que ser más audaces, más rápidos y más decisivos. Y deben encontrar un lenguaje más directo, más apasionado, más inspirador, un lenguaje como el que sin duda habría utilizado el héroe personal de Scholz, el excanciller Willy Brandt. Las sociedades que siguen disfrutando de la paz y de un cómodo estilo de vida, en las que muchos, al parecer, creen que esta guerra puede acabar pronto negociando una paz de compromiso, necesitan una sacudida para despertar. Como dijo el presidente Pavel, el único sacrificio que todos podemos hacer es “reducir nuestra propia comodidad”. La comodidad física, pero también la psicológica.
Europa está en guerra. No está toda ella en guerra como hace 80 años, cuando la mayoría de los países europeos participaban directamente en combates, pero desde luego no está en paz como hace 20 años, antes de que Putin emprendiera su camino de confrontación con Occidente. Si no afrontamos la urgente necesidad de que Ucrania pueda consolidar sus posiciones defensivas, reagruparse y, en última instancia, ganar la guerra que está librando en nombre de todos nosotros, dentro de unos años nos encontraremos con un ataque aún más directo de una Rusia envalentonada y revanchista. Así que escuchen a las dos Yulias, la ucrania y la rusa. Hay que derrotar a Putin. Es la única manera de “poner fin a esta guerra”. Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador sénior en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. 








































[ARCHIVO DEL BLOG] La martingala. [Publicada el 21/03/2017]











Estoy seguro que la mayoría de los amables lectores de Desde el trópico de Cáncer que pasaron ayer por el blog le echaron una ojeada al artículo publicado en la sección Tribuna de prensa, que yo reproducía de El País también de ayer mismo, que recogía la carta abierta del presidente y vicepresidente de la Comunidad Autónoma de Cataluña, los señores Puigdemont y Junqueras, al gobierno del Reino de España. Se titulaba Que gane el diálogo, que la urnas decidan. La respuesta de un portavoz del gobierno no se hacía esperar y la publicaba el mismo diario poco después.
Hace tres semanas el escritor y ensayista Andrés Trapiello (1953) calificaba en un artículo de prensa la actuación de las autoridades catalanas en todo este asunto de martingala, una curiosa expresión que el Diccionario de la Lengua Española califica como "artificio o astucia para engañar a alguien, o para otro fin".
No estaríamos aquí, comenzaba diciendo, si en Cataluña no se hubieran conculcado o aborrecido derechos constitucionales desde hace 30 años. Y si el Estado hubiera sido la mitad de beligerante de lo que lo han sido los Gobiernos nacionalistas.
La fortuna de las metáforas, añadía, depende de su plasticidad, y aunque pocos hayamos visto un choque de trenes, hasta un niño puede llegar a representárselo con asombrosa exactitud. Quizá por ello esta metáfora ha sido recurrente desde hace cinco años en el proceso soberanista catalán, pero no ve uno que esté siendo bien utilizada.
Hay un tren, desde luego, y maquinistas y pasajeros, incluso rehenes, pero no habrá choque de trenes, porque para que fuese así tendría que haber dos trenes, y aquí solo hay uno, continuaba diciendo. Esto no obsta para que ese tren se precipite ciego contra los topes de la estación final, y chocará en breve. De eso no hay duda, y a tenor de la aceleración exponencial, el impacto va a ser de los que hagan época.
¿Y no habría modo de evitar el choque?, se preguntaba Probablemente no, respondía. El primer error de los sucesivos maquinistas de ese tren independentista ha sido creer que los trenes pueden dejar a un lado raíles y trazado y en “una huida hacia delante” reunirse con la Historia, en la Gran Cita. Tampoco sabemos si ha sido error o solo un cálculo interesado presentar al Estado como otro tren, lanzado contra ellos (“España nos roba”, etcétera).. La ventaja para los independentistas de hacer figurar en la escena dos trenes que circulan por la misma vía y en sentido contrario es doble: se hace creer que Cataluña y España son dos formaciones diferentes y soberanas con igualdad de derechos (circular por la misma vía), pero asimétricas (a España, un convoy bastante más poderoso, solo le bastaría la inercia de su marcha para llevarse por delante cualquier obstáculo). Esto les permitiría seguir victimándose, porque es fácil suponer quién llevaría la peor parte en esa colisión, aunque finjan ahogar su melancolía en la metáfora de David y Goliat.
Y aquí es donde entra en escena el supuesto maquinista del tren del Estado, continuaba diciendo, y decimos supuesto porque al no ser el Estado en este proceso ningún tren, el maquinista (Rajoy) viene a ser un fantasma. A él le han acusado los secesionistas no solo de querer arrollar el legítimo tren de la independencia, sino que lo culpan, al propio Rajoy y a todo el Estado, de no haber detenido este mismo tren a tiempo: “de habernos advertido el Tribunal Constitucional de las consecuencias de un referéndum, este no se habría celebrado”, han declarado Artur Mas, Homs y compañía en sede judicial, lo que no les ha impedido proclamar a la salida ante sus secuaces que “volverían a convocarlo”.
La creencia de que Rajoy ha sido y es un estorbo para cualquier solución es un éxito de la propaganda independentista que comparten hoy muchos medios de comunicación no independentistas, la oposición, la práctica totalidad de los catalanes y una considerable mayoría de españoles, decía más adelante. Y es cierto, Rajoy es responsable en parte, pero no en mayor medida que la no menos indolente sociedad en su conjunto. Si Rajoy y todos los demás hubiéramos defendido la Constitución —algo que no tiene la menor relación con el diálogo político—, no estaríamos en este punto. Pero muchos han creído, desde los primeros Gobiernos democráticos hasta el último, desde el gran o pequeño empresario al último de sus empleados, junto a intelectuales, profesionales y demás, que las cosas acabarían arreglándose solas y que los secesionistas llevarían su tren de forma sosegada a una vía muerta, y con esa frivolidad propia de las sociedades irresponsables se ha buscado a quién echar la culpa. Rajoy cree injusto el sambenito, ese disfraz de don Tancredo que le han puesto, pero lo cierto es que no interpreta mal ese papel: hasta veinte veces manifestó que el referéndum del 9-N no se celebraría, y cuando se estaba celebrando, y aun después, trató de hacernos creer que había sido poco menos que un pícnic. Lo cual, dicho sea de paso, les ha proporcionado a los imputados la línea argumental de su defensa. “Si el Estado (Rajoy) decía que era un pícnic, ¿de qué se nos acusa?”.
¿Pero en esta opereta no hay un solo justo? Desde luego que sí, comentaba. Ha habido algunos pocos, en Cataluña varios, que han tratado de asaltar la locomotora y detener al maquinista loco, pero se les han echado encima no solo los fogoneros, sino muchos pasajeros, los famosos voluntarios, con comportamientos sociales a menudo de jauría humana de guante blanco. A las 9 de la mañana del mismo 9 de noviembre, en cuanto se abrieron los colegios electorales, UPyD pidió en un juzgado que se detuviera la consulta. El fiscal lo desestimó por no saber a esa hora, dijo, quién convocaba aquello… y volvió a desestimarlo a mediodía, cuando un Mas ebrio de triunfo apareció por televisión jactándose de ser el único responsable de aquella martingala, al tiempo que retaba a la fiscalía: “la manga riega, que aquí no llega”. Aquel fiscal es, en uno de esos giros que solo tienen cabida en la ficción, el mismo que ha tocado a Mas en el juicio que se ha seguido contra él por los sucesos del 9-N.
Y aquí estamos, seguía diciendo. Si en Cataluña no se hubieran conculcado o aborrecido derechos constitucionales desde hace 30 años en materia de lengua, educación y propaganda, ni transigido con victimaciones políticas de ningún género, ni las corruptas de Pujol, ni las insensatas de Montilla, y se hubiera recordado a los españoles que en un Estado de derecho la falta de libertad e igualdad es lesiva para todos, no estaríamos aquí. Si el Estado hubiera sido la mitad de beligerante que han sido los Gobiernos nacionalistas catalanes, si hubiese sido la mitad de leal para consigo mismo de lo que esos Gobiernos han sido desleales con él, no estaríamos aquí. Si los demócratas hubieran defendido sus derechos constitucionales con la mitad de brío que han puesto los independentistas en atropellarlos, no estaríamos tampoco aquí.
El tren circula ya a la mayor velocidad, añadía, fuera de control. Van en él dos millones (dicen) de independentistas y llevan como rehenes a otros cuatro millones de catalanes. Embestirá los topes (la Constitución) a 1.000 por hora, saltará a los andenes, en una balumba horrísona, y se llevará por delante todo lo que encuentre a su paso hasta que las leyes físicas acaben por reducirlo a la completa y espantosa quietud, en medio de un silencio atronador. Algunos miembros de la CUP —al grito de “¡fuera topes!”— han manifestado que ellos están “dispuestos a todo”, y viven ya anticipadamente ilusionados ese momento.
Mientras la fiesta continúa (en Madrid Mas anunciaba “una tercera vía”, y dos días después en el País Vasco solo una: la independencia), el pálpito de que finalmente nada grave sucederá es general, concluía Trapiello. Incluso se nos viene diciendo de un tiempo a esta parte que muchos independentistas dan por concluida la martingala esquizoide. ¿Tienen algún fundamento tales impresiones, tales barruntos? Sí, parecido al que daba por “imposible de todo punto” el triunfo de Trump el mismo día en que aquel se estaba produciendo. Lamento decir que comparto los temores de Andrés Trapiello. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt